De cómo Borges adivinó Internet y otras fabulaciones - Fundación

OBSERVATORIO DE LA S.I.
Sociedad de la Información a pie de calle
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De cómo Borges adivinó Internet y otras fabulaciones
Manuel Gimeno, Director General de la Fundación Auna
Noviembre 2005
M
uchos han sido los autores que han versado sus obras en asuntos
tecnológicos o han hecho de la técnica el principal protagonista de sus
relatos. Desde los visionarios del mundo que hoy nos ha tocado vivir, como
Julio Verne o H.G. Wells, hasta los que han referido el futuro que nunca
veremos, como Philip K. Dick o Isaac Asimov. Generaciones de lectores
hemos disfrutado con su despliegue de imaginación y, gracias a ellos, hemos
sido capaces de entender mejor el universo que nos rodea.
En todos ellos la referencia tecnológica es obvia. Pero hay otros que, quizá
sin saberlo, casi seguro que sin saberlo, han anticipado asuntos venideros sin
que sus escritos versen sobre esas materias. No negaré que las líneas que
siguen exigen al lector su completa complicidad con lo que en ellas se
describe, incluso más imaginación que connivencia en determinados casos,
pero ese ligero esfuerzo puede verse recompensado con el dibujo de una
media sonrisa al visualizar el significado propuesto a algunos textos
inmortales. Espero, en cualquier caso, no enfadar ni disgustar a nadie con mi
atrevimiento.
Que Borges adivinó Internet no es a estas alturas secreto alguno para
cualquier iniciado en la lectura de sus escritos, siempre que, a la vez, sienta
debilidad por el hipervínculo. En su “Libro de arena”, publicado en 1975
(¿sabría ya algo Don Jorge Luis?), nos describe el hallazgo de un libro cuyo
número de páginas es “exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna,
la última”. Incluso hace mención al concepto de hipervolumen, entendido
como el número infinito de volúmenes. Considerando el número de páginas
abordable a través de la Red, las ideas, los conceptos parecen converger. Y
ya que hemos entrado en un juego, no permitiré al lector que me indique que
al conectarnos siempre nos aparecerá la llamada “página de inicio”, echando
de esa manera al traste la primera frase. Tanto el lector como yo sabemos
que esa página puede ser tan infinita como el propio Internet.
Siguiendo con la Red, según el informe eEspaña 2003, elaborado por la
Fundación AUNA, el "chat" es la tercera herramienta más utilizada por los
internautas, con especial incidencia en nuestro país. Pues bien, tan exitoso
instrumento fue anticipado nada menos que en 1719. Cierto es que no eran el
cable o el par de cobre el medio de transporte, sino las olas, pero Daniel
Defoe convertía a su Robinson Crusoe no solo en el precursor del moderno
“manitas” (ese hombre hacía de todo y todo lo hacía bien), sino en
abanderado de toda una generación de ciudadanos posterior a él en casi 300
años, al escribir un mensaje, encapsularlo y enviarlo al mundo con la
confianza de que alguien no necesariamente conocido, en algún destino no
previamente determinado, tuviera a bien recibir el mensaje y sobre todo,
contestarlo.
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El alemán Paul Tillich, en su obra “El símbolo religioso” escribía lo siguiente:
“El símbolo coloca a la realidad invisible, imperceptible y sobrenatural en la
existencia real, visible y palpable de este mundo”. ¿Me he vuelto loco o el
símbolo de marras es una descripción realmente atinada de la "realidad
virtual"? Porque este invento, de tan reciente creación (1989, anteayer como
quien dice) y al que aún le queda largo trecho por andar, consiste en algo que
es, pero que, a la vez, no es, como su paradójico nombre parece indicar. Una
simulación que provoca la sensación de desenvolverse en una situación física
existente, interactuando en tiempo real con objetos que, a la postre, no dejan
de ser protocolos de programación.
Hasta J. R. R. Tolkien se convirtió en analista financiero, sector tecnología. O
si no, a ver quien ha relatado con mayor exactitud el auge, caída y posterior
resurgir de la célebres puntocom, que el gran fabulador en su mítica “El señor
de los anillos”: “No es oro todo lo que reluce, ni toda la gente errante anda
perdida; a las raíces profundas no llega la escarcha; el viejo vigoroso no se
marchita. De las cenizas subirá un fuego, y una luz asomará en las sombras;
el descoronado será de nuevo rey, forjarán otra vez la espada rota”. O quizá
se estuviera refiriendo a la oscarizada tercera parte de la versión
cinematográfica de su texto. Visión de futuro en cualquier caso.
Por fin, permítanme que parafrasee a Mariano José de Larra, tan de moda
desde que se ha convertido en regalo real. Si a su célebre “Escribir en Madrid
es llorar” le cambiamos tan solo el primer verbo, y transformamos la frase en
“Investigar en Madrid es llorar”, ¿alguien negará que está más que justificada
la actualidad de su llanto?.
Hasta aquí llega mi solicitud de complicidad y de magnanimidad en su juicio a
estas líneas. Al final, todo podría resumirse en el quijotesco “Cosas veredes,
Sancho” o, como Mika Waltari ponía en boca de Sinuhé, el egipcio: “He visto
muchos cataclismos en mi vida, pero todo está como antes y el hombre no ha
cambiado”. El factor humano, que titularía Graham Greene.
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