Hojas culturales - fundación obra cultural

CHESTERTON Y LA CONFESIÓN
Cuando la gente me pregunta: «¿Por qué
ha ingresado usted en la Iglesia de Roma?», la
primera respuesta es: «Para desembarazarme de
mis pecados.» Pues no existe ningún otro
sistema religioso que haga realmente
desaparecer los pecados de las personas. Catorce
años antes de su conversión, escribiría en el
Daily News, en respuesta a cierto articulista:
A su juicio, confesar los pecados es algo morboso. Yo le contestaría
que lo morboso es no confesarlos. Lo morboso es ocultar los pecados
dejando que le corroan a uno el corazón, que es el estado en que viven
felizmente la mayoría de las personas de las sociedades altamente
civilizadas.
Chesterton hubiera estado plenamente de acuerdo con estas
palabras de Evelyn Waugh: «Convertirse es como ascender por una
chimenea y pasar de un mundo de sombras, donde todo es caricatura
ridícula, al verdadero mundo creado por Dios. Comienza entonces una
exploración fascinante e ilimitada».
Hubiera suscrito estas palabras porque consideraba al cristianismo
como un hecho histórico excepcional, verdaderamente único, sin
precedentes, sin semejanza con nada anterior ni posterior. No una
teoría, sino un hecho: el hecho de que el misterioso Creador del
mundo ha visitado su mundo en persona. El hecho más asombroso que
ha conocido el hombre, la historia más extraña jamás contada.
Sé que el catolicismo es demasiado grande para mí, y aún no he
explorado todas sus terribles y hermosas verdades.
El párroco de Chesterton recuerda que «la mañana de su Primera
Comunión era plenamente consciente de la inmensidad de la Presencia
Real, porque el sudor le cubría por completo en el momento en que
recibió a Nuestro Señor. Cuando le felicité me dijo: Ha sido la hora más
feliz de mi vida.» Con anterioridad, Chesterton le había confiado: «Me
aterra la tremenda Realidad que se alza sobre el altar. No he crecido
con ello y es demasiado abrumador para mí».
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16 de febrero 2015
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HOJAS
CULTURALES
MI QUERIDO AGNOSTICO
Albert Einstein argumentó con
especial énfasis que el hombre de
ciencia necesita poseer una
«profunda fe» para alcanzar la
certeza de que las reglas válidas
para el mundo de la existencia son
racionales, es decir, comprensibles
para la razón.
Escribe Louis de Wohl: «Muchas
veces me he preguntado si usted
seguiría llamándose a sí mismo
agnóstico, si supiera que esta
palabra no quiere decir otra cosa que "ignorante”. La fórmula
básica del pensamiento del agnóstico viene a ser esta: "No tengo
suficientes pruebas ni de que existe Dios, ni de qué no existe. Por
tanto no puedo declararme ni creyente, ni ateo."»
Esto estaría muy bien si el agnóstico no se conformara con serlo.
Pero eso es lo que no suele hacer. En lo que atañe al bolsillo -si nos
ha tocado la lotería o una herencia, por ejemplo- nadie se declarará
agnóstico. Irá en seguida a la primera administración o al notario a
comprobar si su número salió premiado o si su abuelo le legó
aquella colección de sellos tan valiosa. No pasa así con el problema
- mucho, muchísimo más importante- de Dios.
Del ateo que está honradamente convencido de que no hay Dios,
no puede esperarse que continúe buscando. Pero al agnóstico no se
le puede permitir. Mientras admita que quizás sí pudiera existir
Dios, tendrá que buscar. Si no lo hace, si permanece en su
ignorancia con un encogimiento de hombros, no hará más que
demostrar su total indiferencia ante el problema. No es ni
«ardiente» como creyente. ni «frío» como ateo: es «tibio»; y de los
tibios dice el Espíritu Santo, en el Apocalipsis. la espantosa frase de
que «Dios los vomitará de su boca».Ser agnóstico puede aceptarse.
pero continuar siéndolo solo puede llevar a la perdición.
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EL DEFECTO INÚTIL
SANTO CONSOLADOR
(S.BERNARDINO REALINO, SACERDOTE )
Nació en Carpi (Italia). Tras realizar estudios en Módena y
Bolonia, ejerció de alcalde en varios pueblos antes de ser
administrador de las posesiones del marqués de Pescara. En Nápoles
vio por la calle a unos novicios jesuitas y eso tan sencillo fue lo que
alumbró su vocación religiosa. Pidió su entrada en la Compañía de
Jescís a los 34 años. En la fiesta del Corpus dei año 1566 fue
ordenado sacerdote. San Francisco de Borja lo hizo maestro de
novicios. En 1574 fue destinado a Lecce, en la otra parte de Italia. Su
gran dedicación fue la dirección espiritual. Procuraba ayudar, consolar
y animar a todos los desdichados: pobres, enfermos, encarcelados,
condenados, abandonados o esclavos. Para todos tenía algo siempre,
si no era dinero, sería ropa, o comida, o unas palabras alentadoras y
animosas. Hasta los lugares donde se cumplían las penas de muerte
se acercaba el Padre Bernardino para poder ayudar al reo. Lleno de
santa paz, a los 80 años, cuando iba a atender a un penitente, se cayó
por las escaleras, y no pudo recuperarse del todo. Murió el 2 de julio
de 1616 diciendo: «¡Oh, Señora mía santísima!»
EL LIMOSNERO DE ALCALÁ
BEATO JULIÁN DE SAN AGUSTÍN
El Beato Julián Martínez nació en 1550 en Medinaceli (Soria),
hijo de padre francés, fugitivo de los calvinistas, y de madre
española. Vistió el hábito franciscano en el convento de retiro de La
Salceda. En su oficio de limosnero se distinguió por su
mortificación, pobreza y humildad. Movido por el amor de Dios se
compadecía ante la miseria ajena; se interesaba por los
necesitados, a quienes daba consuelo y esperanza; exhortaba a los
ricos a ayudar a los pobres.
Su santa simplicidad y admirable virtud llamaban la atención de
los sabios profesores y de los curiosos estudiantes de Alcalá. Lope
de Vega escribió sobre él, tal fue la huella que dejó en Alcalá en
vida y tras su muerte. Fray Julián salió al encuentro del Señor el 8
de abril de 1606, a la edad de 56 años, en el convento de San
Diego, en Alcalá de Henares
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La envidia es un defecto estúpido, porque es estéril. Del orgullo, de
la pasión, pueden surgir actos positivos. Hay heroísmos que nacen de
grandes pasiones. Sin embargo, de la envidia no sale NADA. No tiene
ninguna consecuencia positiva ni siquiera para el envidioso.
Otros pecados aportan un placer momentáneo al que cae en ellos.
La envidia, no. La envidia destruye más al envidioso que al envidiado.
El envidioso nunca será feliz. El envidioso nunca podrá disfrutar de lo
que tiene, porque siempre estará soñando con lo que tienen los
demás. Por eso decía Cervantes que la envidia es como una carcoma:
una «carcoma del alma».
La envidia se puede producir en diferentes ámbitos:
1) En el ámbito profesional la envidia hace estragos entre
compañeros de trabajo. Siempre hay quien gusta de descalificar y
minusvalorar el trabajo bien hecho de los demás. Son demasiados los
que disfrutan cuando alguien «cae» o «se eclipsa». Nos molesta el
triunfo de los demás porque quisiéramos ser nosotros los triunfadores.
La sociedad contemporánea favorece la envidia, por la competitividad
que existe -ser el mejor a cualquier precio-. El materialismo en que
vivimos hace que no nos valoremos por lo que somos sino por lo que
tenemos.
2) La envidia también puede destruir la amistad y las relaciones
entre familiares o hermanos. Envidiamos a veces pequeñas cosas,
pero eso nos separa de las personas que amamos. Envidiamos que los
demás tengan una casa más grande, un coche más nuevo o
confortable... Pequeñas cosas que nos corroen por dentro y convierten
la convivencia en un infierno.
3) La envidia en la relación de pareja toma la forma de los
denominados «celos». Muchos creen que los celos son una muestra de
amor. No es cierto. Los celos pueden poner fin en muchas ocasiones a
una relación de pareja. El miedo a que la persona que amamos nos
abandone es algo natural. Lo que no es tan natural es dejar que esa
idea se convierta en una obsesión. Frecuentemente los celos provocan
gran sufrimiento no sólo a quien los padece sino también a quien los
sufre y es víctima de ellos. La sospecha hacia la otra persona se
alimenta constantemente aunque no exista ningún motivo o evidencia.
Las personas celosas llegan a perder el respeto por sí mismas y están
obsesionadas exigiendo constantemente pruebas de fidelidad a las
otras personas para tranquilizar su inseguridad.
N.H.
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