“Donde no se dé la justicia que consiste en que el sumo Dios impere sobre la sociedad y que así en los hombres de esta sociedad el alma impere sobre el cuerpo y la razón sobre los vicios, de acuerdo con el mandato de Dios, de manera que todo el pueblo viva de la fe, igual que el creyente, que obra por amor a Dios y al prójimo como a sí mismo; donde no hay esta justicia, no hay sociedad fundada en derechos e intereses comunes y, por tanto, no hay pueblo, de acuerdo con la auténtica definición de pueblo, por lo que tampoco habrá política, porque donde no hay pueblo, no puede haber política” Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, XIX, cap. 23 1. Sobre el texto: sitúa al autor en su momento histórico, señala el tema/problema del texto, indica sus ideas principales, muestra las relaciones entre ellas y explícalas. (2,5) Agustín de Hipona es testigo del final del mundo antiguo, de la división del Imperio y de la decadencia final del Imperio Romano Occidental. En este tiempo de incertidumbre, este filósofo presenta la verdad cristiana como el más firme asidero que pueda tener el individuo, y señala que más allá de las caducas ciudades de los hombres, está la Ciudad de Dios, a la que los creyentes pertenecen por encima de esos vaivenes. El tema del texto es la necesaria dirección divina para el hombre y la sociedad, de manera que la auténtica sociedad vendría a ser la comunidad de creyentes, o Ciudad de Dios, comunidad suprema a la que el hombre puede pertenecer por encima de su pertenencia a otras agrupaciones. En cuanto a las ideas del texto y sus relaciones, vemos que San Agustín afirma en este texto que Dios debe imperar sobre la sociedad, de la misma manera que el alma y la razón sobre el cuerpo, no sólo por sus creencias cristianas, sino también por el matiz platónico que este autor da a sus creencias, de manera que concibe a la razón humana no como una facultad de la que el creyente deba desconfiar (esa será la opinión del fideísmo), sino muy al contrario, como una facultad que, al modo platónico, podría llevarnos a las últimas verdades sobre Dios, pues tiene un poder absoluto. La Fe cristiana, afirma este autor, debe tener a esa razón que descubre verdades eternas como aliada en su propósito de salvación, y es por eso que en este fragmento expresa su idea de que en la vida humana la razón debe imperar sobre los vicios, de la misma manera que el alma sobre el cuerpo, o Dios sobre la sociedad. La razón es una creación de Dios, y por ello debe ponerse al servicio de la Fe, porque dejada a su libre albedrío es fácil que se desoriente y yerre, debido a la imperfección que afecta al género humano desde el Pecado original. La importancia que San Agustín da a la razón como aliada de la Fe nos muestra la influencia que este autor recibe de la filosofía platónica, que llegará hasta el punto de que según él Dios verá parcialmente limitada su omnipotencia, ya que no podrá cambiar la esencia en sí de esas verdades eternas, el mundo ideal platónico. De esa manera, San Agustín se situará en la línea del intelectualismo teológico, tan criticado más tarde por Ockam, según la cual Dios conoce de primera mano las Ideas, que están en su mente, y conforme a ellas como arquetipos crea este mundo, que vendría a ser una copia de ese mundo ideal por intermediación divina. De esta manera pretende integrar el planteamiento platónico en la creencia cristiana, de una manera que facilite la justa valoración de la razón humana y la convierta en colaboradora de la Fe. Así pues, siendo la razón en su uso correcto una poderosa aliada de la Fe, pues puede llevar al ser humano a las verdades eternas y a la existencia de Dios, se puede definir la justicia, como se hace en este texto, como ese orden natural en el cual el creyente obra racionalmente, investiga la naturaleza y sobre todo reflexiona sobre sí mismo y las verdades que en él encuentra, y de esa manera la razón le abre el camino hacia Dios. En esta actividad, la Fe puede ser una guía, ya sea porque la hayamos obtenido por la Gracia divina, o ya sea porque tengamos confianza en la Iglesia. Una sociedad así planteada tendrá a Dios como mandatario, y sus componentes llevarán al extremo el amor a Dios y la renuncia a sí mismos. Esa es la “Ciudad de Dios”, aquí aludida como la sociedad en la que impera esa justicia. Si la justicia así planteada no existe en la sociedad, afirma el autor que no se construye un verdadero pueblo, ni existe una verdadera política. Las ciudades planteadas por el amor egoísta del hombre hacia sí mismo, alejado de Dios, para el autor son diversas formas de la “Ciudad de los Hombres”, meras comunidades inestables de intereses egoístas, alejados de Dios, la Fe y la Razón, sus dos caminos. La conmoción histórica de la caída del Imperio Romano sirvió a San Agustín para afianzarle en la idea de que todo orden político centrado en los intereses humanos estaba destinado a perecer, y de que sólo la comunidad de creyentes (Ciudad de Dios) atravesará toda la Historia hasta encontrarse ante Dios en el Juicio final. La Iglesia perviviría en la medida en que en ella se diera la justicia mencionada en este texto, y en ese camino histórico todas las construcciones políticas meramente terrenales perecerían. De esta manera, San Agustín formula una de las primeras filosofías de la Historia, explicitando la interpretación que los cristianos dan al drama humano ante Dios a lo largo de la Historia. Para ellos, Dios dará sentido al devenir histórico humano. La filosofía política que se extrae de su división de las dos ciudades y de su filosofía de la historia consistiría en que, como dice el texto, “Dios impere sobre la sociedad”, es decir, que la Iglesia pueda tener el poder temporal que necesite, aunque no sea el poder temporal su finalidad. Las relaciones entre el Estado y la Iglesia según San Agustín deberían ser de un mutuo respeto, y siempre con el consentimiento por parte de cada Estado de que la Iglesia pueda ejercer su labor, o de que los creyentes puedan desarrollar su actividad sin impedimento alguno. Un camino para conseguirlo es la subordinación del Estado a la Iglesia.
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