1 Título de la obra SÓNIKO Consejo editorial Miguel Ángel Luna García Federico Díaz Tineo Máximo Sagredo Sagredo Gerente Editorial Giuliana Abucci Infantes Diseño de carátula Jeannie Urbano Gutiérrez Jefe Editorial Nelly Suárez Castro Diagramación Jeannie Urbano Gutiérrez Corrección de estilo Christian Ávalos Sánchez Retoque fotográfico Jim Bravo Álvarez Coordinadora de arte Jeannie Urbano Gutiérrez Producción Teófilo Fuertes Chamorro Juan José Pérez Hoyos Coordinadora de preprensa Eva Salas Lozano Ilustración de carátula Susana Venegas Gandolfo Primera edición 2015 © Derechos de autor reservados: Olney Goin © Derechos de arte gráfico reservados: Asociación Editorial Bruño © Derechos de edición reservados: Asociación Editorial Bruño Av. Arica 751, Breña Ap. 05-144, Lima, Perú Telefax: 202-4747 www.editorialbruno.com.pe ISBN: 978-9972-1-1679-7 Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú N.°: 2015-15707 Proyecto Editorial N.°: 31501051500375 Tiraje: 2000 ejemplares Esta obra se terminó de imprimir en diciembre de 2015 en los talleres gráficos de Asociación Editorial Bruño, Av. Alfonso Ugarte 1860, Ate, Lima 3, Perú. Prohibida la reproducción, comunicación pública y/o cualquier forma de distribución, comercialización y demás actividades relacionadas con el contenido de esta obra –sea de forma total y/o parcial, con independencia del medio y/o soporte material que la contenga– sin contar con la autorización previa y expresa de Asociación Editorial Bruño. El torpe niño mono Sóniko no tenía la más mínima idea de que él era de otro planeta. Sabía solamente que poseía una enorme cola que le llegaba a los talones, y que esta no le servía de nada más que para ser el hazmerreír de toda su escuela… Vamos, ¡era incluso peor que eso! La ciudad —mejor dicho el planeta entero— se burlaba de él. Y es que los medios de comunicación se habían encargado de transmitir su historia por la televisión, la radio, los periódicos, etc… Ellos lo apodaron «el torpe niño mono». Recuerden a Sóniko, de él hablaremos más adelante. Pithecus y Ma-k-brus Hace once años, en una de esas galaxias que no se pueden ver ni con telescopio, existieron dos planetas vecinos. Sus nombres eran Pithecus y Ma-k-brus. 5 Pithecus era un planeta masivo, descomunalmente grande, tan enorme y colosal que un avión tardaría más de un año en darle la vuelta entera. Así es, ¡un año! Allí vivían los agrogan, seres nobles, de gran fuerza y sabiduría y, adivinen qué: ¡tenían cola! Pithecus era un planeta muy interesante, tanto así que no me creerán cuando les cuente que el noventa por ciento de su superficie estaba cubierta por áridos desiertos, tan secos como una garganta al despertarse. A diferencia de esa zona, el otro diez por ciento rebosaba de vida y era justo allí donde vivían los agrogan. En esta región había frondosos bosques, caudalosos ríos, profundos océanos y escarpadas montañas. Muy parecido a nuestro planeta, ¿no lo creen? A excepción de una única y gran diferencia: en Pithecus, la fuerza de gravedad era 235 veces mayor que la de la Tierra, y como sabrán, la gravedad es lo que nos mantiene pegados al suelo. Para que se den una idea de lo que esto significaría, bastará con decir que el libro que ahora leen, en Pithecus, pesaría 235 veces más, lo cual querría decir que estarían cargando un aproximado de 70 kilos en hojas. ¿Se imaginan la fortaleza física que debían tener los agrogan para poder vivir como si nada bajo esa gravedad? Ma-k-brus, en cambio, era un planeta enano, tan pequeño y minúsculo que el mismo avión del que 6 hablábamos anteriormente hubiese podido darle la vuelta en menos de doce horas. Por ello, su fuerza de gravedad era incluso menor que en nuestro planeta y sus habitantes eran muy débiles en comparación con los de Pithecus. El diminuto planeta también era extremadamente oscuro, al igual que el corazón de sus habitantes: los mafindor. Seres de baja estatura, piel grisácea y cabezas enormes con cerebros enormes. Está de más decir que eran superinteligentes y que esta inteligencia la utilizaban para hacer el mal. Ahora que ya les conté un poco acerca de ambos planetas, vayamos a la parte que tiene que ver con nuestra historia. Pithecus y Ma-k-brus habían vivido sin molestarse los unos a los otros desde hacía millones de años. Pero los mafindor siempre envidiaron la fortaleza física y la belleza de los agrogan. No podían soportar la idea de que hubiese seres superiores a ellos, por lo cual decidieron atacarlos y acabar con sus vidas. Como se imaginarán, a los pobres agrogan no les quedó más remedio que defenderse de los ataques de los mafindor, que llegaban en sus naves negras, dispuestos a arrasar con todo lo que encontraran en su camino. Ambos ejércitos se valían de recursos muy distintos para atacar y defenderse. Los agrogan utilizaban armas, como flechas y lanzas para atacar, y escudos de madera 7 para defenderse. A su vez, luchaban en conjunto con los animales de su planeta, que también eran fortísimos. Los mafindor, en cambio, tenían métodos muy distintos. Ellos no podían pararse sobre la superficie de Pithecus, ya que la gravedad los haría puré en el piso, motivo por el cual se valían de enormes y poderosos robots que creaban gracias a su aguda inteligencia, que lanzaban misiles destructivos y no necesitaban de escudos para defenderse, ya que estaban hechos de metal. Las batallas eran muy reñidas, pero al cabo de mil años de guerra, el general Gritty (un mafindor tan malvado que se me erizan los pelos al mencionar su nombre) se sintió tan frustrado al no poder derrotar a los agrogan, que decidió crear una tremenda bomba para destruir el planeta Pithecus. Y así lo hizo. Un nefasto día, una luz muy distinta a la de las naves espaciales mafindor iluminó el cielo del planeta Pithecus. Nadie sabía con exactitud qué era lo que sucedía, y en ningún momento imaginaron que se trataba de una bomba aniquiladora de planetas. Cuando traspasó la atmósfera, los agrogan empezaron a inquietarse, y el rey Anselmo dio la orden de que todos se escondan en sus fortalezas subterráneas. 8 Pero mientras él se dirigía a su escondite, tuvo un mal presentimiento. Inmediatamente cogió a su esposa de la mano, la cual cargaba a su hijo recién nacido, y se la llevó corriendo hacia el laboratorio secreto, del que nadie más que él y Aveo, su científico, tenían conocimiento. El rey y su esposa ingresaron al laboratorio con violencia, sorprendiendo a Aveo, el cual se encontraba sentado en frente de su escritorio, anotando unas fórmulas sobre su cuaderno de apuntes. —¡Su majestad! —exclamó, poniéndose de pie. —Aveo, la nave… ¿está lista? —preguntó el rey, agitado. —S-sí… Está lista —respondió el científico—, pero aún no sabemos si funcionará. Hemos copiado la tecnología de los mafindor, pero… —Nada de peros, Aveo —le dijo el rey, colocando ambas manos sobre los hombros del científico—. Lo que estoy a punto de encargarte es algo sumamente importante. —Su majestad, me… ¡me está preocupando! ¿Qué sucede? —Descúbrelo por ti mismo —le dijo el Rey señalando la puerta, a lo que el científico corrió hacia allá, y elevó la mirada hacia el cielo. 9 —¡Es un misil! —exclamó mientras volvía hacia el rey—. Su majestad… Es un misil gigantesco. —Lo sé —admitió el Rey, observando a su esposa y a su pequeño hijo—. Es por eso que ahora, compañero, debo pedirte un último favor. Ya que tú eres el único que puede pilotear esta nave, deberás llevarte a mi hijo muy lejos de aquí, ¡tan lejos como puedas! La nave es para dos pasajeros, así que no debería ser un problema. —Pero, su majestad, la nave nunca ha sido proba… —¡Aveo! —el Rey elevó la voz, y su figura se alzó sobre la de todos—. ¡Tienes dos opciones, o morir acá, junto con todos nosotros, o intentar salvar a mi hijo! ¡¿Cuál será?! —Su majestad… —respondió el científico, con una mezcla de tristeza y resignación, pero también de valentía—, salvar a su hijo, eso es lo que haré. Cueste lo que me cueste, le doy mi palabra. —Bien —le dijo el rey, dándole una sonrisa de agradecimiento—. Rojana —giró hacia su esposa, observándola con ternura—, amor mío, ha llegado la hora de despedirnos de nuestro hijo. La reina estaba llorando; todo había sucedido muy rápido, y no había tiempo para despedirse de su bebé, que apenas tenía un mes. 10 —Pero…, Anselmo —le respondió—. Aún no le hemos puesto un nombre. El rey se detuvo a pensar por un momento, luego se acercó a ambos y los abrazó con fuerza. —Que se llame Sóniko, como tu padre. —Sóniko —llamó Rojana al bebé, luego miró al rey, y ambos sonrieron mientras escuchaban a su hijo reír con inocencia. La bomba colisionó contra Pithecus y el planeta entero fue destruido. Pero lo que nadie supo fue que una pequeña nave espacial había logrado escapar segundos antes de que esto sucediera, dirigiéndose con precisión hacia una galaxia llamada Vía Láctea, exactamente hacia un tal planeta Tierra, ubicado dentro de un sistema solar en los extremos de la Vía Láctea. Medio año después… Aveo y Sóniko llevaban exactamente noventa días viajando, cuando lo vieron a lo lejos. Era un astro brillante y masivo. El computador lo clasificó como una estrella del tipo espectral G2, e identificó que estaba hecha principalmente de dos gases: hidrógeno y helio. A su vez, indicó que la estrella se llamaba Sol, y que se encontraba a casi 150 000 000 (ciento cincuenta millones) de kilómetros del planeta al que se dirigían. 11 El bebé Sóniko se encontraba maravillado con la visión de aquella hermosa estrella, y sonreía, echado desde la cuna que Aveo creó para él. El científico supo que dentro de poco llegarían al planeta Tierra, el cual, según los datos brindados por el ordenador, tenía una atmósfera muy similar a la de Pithecus, lo cual significaba que el aire debía ser apto para ellos. Aveo se había encariñado mucho con Sóniko; siempre le daba de comer, lo bañaba, cambiaba, y también lo cargaba de un lado al otro para que no tuviese miedo al quedarse solo. Al bebé le fascinaba comer, y disfrutaba tanto haciéndolo que a veces hasta se comía los platos (los agrogan tienen los dientes más fuertes del universo, y gracias a ello pueden comer de todo). Pero solo había algo que le gustaba más, y esto era que le cuenten historias para dormir. De esta forma, Aveo se pasaba horas de horas narrándole al pequeño Sóniko las leyendas del planeta Pithecus, y, aunque nunca pudo saber si Sóniko entendía (ya que no hablaba, solo balbuceaba), le gustaba imaginar que sí lo hacía. La nave espacial avanzaba a una velocidad tan impresionante, que a los dos días ya se encontraban cerca de un astro plateado llamado Luna y, justo detrás de ella, la Tierra. Aveo y Sóniko se encontraban almorzando cuando la vieron, ¡y adivinen qué! A ambos se les cayó la comida de la boca al ver la belleza de esta última. Era un 12 planeta azul, con manchas verdes, marrones y blancas, tal y como lo era la zona rebosante de vida donde vivían los agrogan. Aveo, inmediatamente, redujo la velocidad, y es que iban tan rápido que podían pasarse el planeta por un costado, luego apretó un botón que activó el sistema de camuflaje de la nave (para no llamar la atención de los seres que habitaban la Tierra), y a los pocos minutos ya se encontraban traspasando la atmósfera terrestre, descendiendo sobre un nuevo mundo. Aveo aterrizó en una montaña de hielo y allí dejó oculta la nave, en una gran cueva. Al bajar llegaron a un pequeño pueblo en dónde todos los habitantes eran parecidos a los agrogan, pero eran extraños… ¡no tenían cola! Por este motivo, Aveo y Sóniko llamaron la atención de todos, que eran muchos y los miraban con desconfianza. Al científico no se le ocurrió mejor idea que correr y escapar lejos de allí, pero cuando lo hizo, algo increíble sucedió, ¡su velocidad era mucho mayor a la que tenía cuando vivía en Pithecus, y sus saltos eran extremadamente altos! «Debe ser que la gravedad de este planeta es muy baja, y por ello mi fuerza es mucho mayor a la que tenía en Pithecus», pensó para sus adentros. De esta forma llegaron, a una velocidad de 500 kilómetros por hora, a las afueras de una gran ciudad, la cual era tan distinta a las que había en Pithecus (cuyas casas estaban hechas de madera y se encontraban en 13 medio de la selva, como las actuales tribus selváticas de la Tierra), que Aveo no pudo evitar sentirse perdido. Grandes bloques de concreto y vidrio traspasaban las nubes, no había más que unos cuantos árboles, y el movimiento que había sobre las pistas y veredas se le antojó como una enorme colonia de hormigas en plena ebullición. Aveo tragó saliva, ya que, al no conocer nada del planeta en el que estaban, temió que pronto, aún a pesar de sus deseos, tendría que tomar una difícil decisión. ―Aquí vamos, compañero ―le dijo a Sóniko, el cual se acababa de despertar entre sus brazos, y, escondiendo la cola dentro de sus pantalones, ingresó a la ciudad. Había artefactos impresionantes, entre ellos, varios aparatos de tres luces, roja, amarilla y verde, que controlaban el tráfico de las enormes bestias metálicas de cuatro ruedas. Además, los extraños seres sin cola hablaban solos, con un objeto pequeño que se pegaban a la oreja, lo cual no podía ser nada normal, ¿verdad? Aveo pasó unos cuantos días observando a los terrícolas. No conocía su idioma, y por lo tanto, no lograba comprender lo que decían, pero se percató de que, entre todos ellos, había seres buenos y otros malos. Pasaron más días. El científico tenía dificultades para conseguir comida para Sóniko, y el bebé lloraba cada vez más y más por el hambre. 14 En su naturaleza no estaba el robar, y tampoco podría conseguir trabajo, ya que no hablaba el idioma, pero el bebé tenía que comer, y así fue como, al cabo de cierto tiempo, Aveo supo que había llegado el momento de tomar aquella decisión que había evitado durante todo ese tiempo: dejar a Sóniko con una familia terrícola, para que esta se encargase de alimentarlo y enseñarle todo sobre su cultura. «No tenemos otra opción, pequeño compañero», le dijo al bebé, y así, con lágrimas en los ojos, lo dejó frente a la puerta de una pareja de viejecitos que siempre le daban de comer a las palomas. Aveo los había visto pasear juntos de la mano, y en su corazón sabía que eran buenas personas. Forzando una sonrisa entonces, ocultando su profundo dolor, le dijo a Sóniko, antes de dejarlo: —Nos volveremos a ver, príncipe Sóniko ―y en el acto tocó el timbre. Luego saltó hacia el techo de la casa, y desde arriba pudo ver cómo la viejecita salía y veía dentro del cesto en donde estaba echado Sóniko. Aveo observó con atención cada movimiento de la señora. Al inicio, esta se impresionó y no supo muy bien qué hacer, pero luego, al ver la sonrisa del bebé, se animó a cargarlo y llamó a su esposo, el cual se acercó lo más rápido que pudo. ―¡Pero, Betsy! ―exclamó el señor―. ¿Qué significa esto? ¡¿De quién es este niño?! 15 Una fantástica historia de ciencia ficción que no solo nos sumerge en un mundo imaginario de extraterrestres y terrestres, de enfrentamientos entre héroes y villanos, sino que además lo hace de forma divertidísima. Aunque lo realmente fabuloso de esta historia es ver cómo, en un momento crucial, la humanidad entera se deja guiar por su corazón cuando se pone en juego la destrucción del planeta.
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