Carlos Taibo expone en “En defensa del decrecimiento” cómo la actual crisis económica ha venido a evidenciar lo que ya muchos imaginábamos: que el sistema capitalista (sea libremente asumido o impuesto) ha demostrado ser de una gran eficacia para aumentar la pobreza, la inestabilidad, la falta de cohesión social y destruir el medio ambiente. Las tesis del capitalismo pasan por aumentar la producción y el consumo indefinidamente, obviando el hecho de que los recursos son finitos. Por otra parte, el modo de vida occidental que promueve, por un lado, la acumulación de bienes, y por otro, la rápida sustitución de estos, fomenta que se consuman recursos por encima de las capacidades del planeta. Conforme a la teoría de la huella ecológica, en 1960 utilizábamos el 70% de nuestro planeta, y se pronostica que para 2050 necesitaríamos servirnos del 200% lo que es a todas luces imposible. No hay que olvidar tampoco que el reparto de la riqueza del mundo es bastante desigual, encontrándose ésta concentrada en las manos del 20% de la población. ¿Qué ocurriría si el 80% restante lograra llegar al nivel de vida de los más afortunados? Desafortunadamente, cada vez hay menos posibilidades de que esa última hipótesis se convierta en una realidad. Los países ricos han prestado una intención escasa y, por lo general interesada, hacia sus vecinos “subdesarrollados”. Y la crisis es una excusa excelente para mirar hacia otro sitio, como lo es para relegar a un segundo plano la necesidad de plantar cara al cambio climático. La realidad, no obstante, es que la pobreza, el hambre, la marginación, la superpoblación, el agotamiento de las materias primas y el cambio climático siguen siendo una realidad, aunque no sean ya tema de actualidad. Y probablemente se esté desaprovechando una ocasión inmejorable para modificar las reglas del juego, haciéndolas más justas. En las tradicionales reglas del juego tienen un especial relieve las palabras desarrollo y crecimiento. Pero ambas palabras deben estar referidas al crecimiento y desarrollo de ese índice perverso que es el PIB. Éste mide esa riqueza que expolia a los pueblos y ecosistemas, pero no toma en cuenta otros bienes de carácter intangible que son los que verdaderamente procuran la felicidad del ser humano: las relaciones humanas, la solidaridad, la salud o la paz. La propuesta de esta obra es, en definitiva, invitar a una revolución: no parar el crecimiento, no desacelerarlo, sino invertirlo. Demostrado está que tener cada vez más cosas no da la felicidad al hombre, antes bien, le sumerge en un estado de perpetua insatisfacción y ansiedad. El decrecimiento es entonces la apuesta que permitirá a las sociedades ricas volverse más equitativas, dedicando el tiempo que antes empleaban en trabajar para acumular bienes al ocio, a la cultura, a los demás. También se beneficiarán los países ahora empobrecidos, quienes deben continuar su desarrollo por otras sendas que las demostradamente nefastas del capitalismo. E, igualmente, los ecosistemas en peligro podrán recuperarse. La propuesta es sensata. Y aunque la reflexión sobre todo lo que acumulamos de superfluo y de lo que podemos prescindir debe ser personal, “En defensa del decrecimiento” es una buena ocasión para comprender que tiene que haber una forma más justa de vivir: para con nosotros, para con los demás y para con el planeta.
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