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1 Renacimiento y Humanismo
Juan Manuel Almarza-Meñica
a
En el proemio de Las vidas de los hombres ilustres Vasari creó la
palabra «Renacimiento» para expresar la moderna maniera de pintar —
también llamada maniera classica o antica — en contraposición a la
vecchia o rozza maniera del arte gótico —maniera tedesca— y del bizantino
—maniera greca— ya pasados de moda. Con ello aludía al nuevo estilo de
los artistas florentinos sucesores de Giotto que «imitando a los clásicos
hacían del arte un émulo de la naturaleza, reduciéndolo todo a medida,
proporción y gentileza».
La palabra se fue aplicando sucesivamente a todos los demás
ámbitos de la cultura del momento con tal singular fortuna que Michelet
la utilizará para bautizar a toda una época histórica que, según él, rompe
bruscamente con la Edad Media y corresponde al siglo XVI. A juzgar por
el éxito del nombre, bien bautizada está la criatura. Pero, ¿qué criatura?
Lo que hoy llamamos Renacimiento es casi imposible de definir y
caracterizar. Una de las imágenes más afortunadas del mismo es la de una
«olla podrida», entendiendo el adjetivo en su más genuino sentido gastronómico: un caldo exquisito en que se ha hervido de todo, lo más fresco de la
huerta y las sobras del día anterior. Los intentos de caracterización han sido tan
innumerables y dispares que tan apasionante como el estudio dé su historia lo
es el de su historiografía, es decir, el estudio de la historia de sus
interpretaciones.
En la historia del pensamiento cada siglo proporciona cuatro o cinco
figuras que hacen caer en la sombra a todas las demás. La presentación de
su pensamiento basta para caracterizar culturalmente a toda una época.
En el Renacimiento, en cambio, nadie hace sombra a nadie. Ningún
personaje es gigantesco y ninguno es pequeño. Es una pléyade de figuras,
casi todas geniales. Cada una de ellas es tan rica que basta para apasionar
a un historiador. Pero una visión de conjunto hace la temática tan
repetitiva que puede aburrir al más paciente.
¿Dónde radica el poderoso atractivo que ejerce el Renacimiento
sobre los historiadores y en general sobre toda persona cultivada? Romano
Guardini, en El ocaso de la edad moderna, sugiere que en toda época de
crisis intenta volver a los orígenes, se busca la propia identidad en lo
genuino. A ello acompaña inevitablemente la crítica de lo tradicional y la
reclamación de la libertad para disentir de lo que ya no sirve. El volver la
mirada a la naturaleza, a la interioridad, a los clásicos, a la edad dorada de
la propia historia (nacionalismo), a la religiosidad evangélica o al laicismo
natural —llámese paganismo— son variaciones de un mismo movimiento
2 en busca de la propia identidad que caracteriza al Renacimiento,
peculiaridades que se nos antojan nada lejanas a lo que hoy llamamos
ecologismo, pacifismo, nacionalismo, meditación trascendental o teología
de la iteración. La sensación de crisis no es ajena al hombre de hoy. Por
ello nos sentimos más identificados con las inseguridades, búsquedas y
apasionamientos del Renacimiento que con las certezas del racionalismo o
la Ilustración. Tal vez pueda dar esto una razón de la poderosa seducción
que el Renacimiento ejerce sobre los historiadores. Si en toda comprensión
histórica proyectamos inevitablemente nuestro presente, la complejidad
del Renacimiento ofrece al historiador un campo tan ancho como
atractivo. Podría decirse que ninguna otra época histórica puede disfrutar
de tal cantidad y calidad de historiadores, los cuales han producido las
más dispares y contradictorias interpretaciones acompañadas de
apasionadas polémicas. Casi cada tesis ha tenido su contratesis y a la
vehemencia han seguido las matizaciones. Por ello la imagen del
Renacimiento está siempre sometida a revisión.
La investigación sistemática sobre el Renacimiento y Humanismo
comienza en el siglo XIX con tesis globales muy tajantes y contradictorias
según los esquemas mentales del historiador que acometía la labor de
interpretación. Se daba particular relevancia a los datos pertinentes y se
silenciaban los que no tenían cabida en las tesis defendidas. El primer gran
estudio es el de Michelet. Con el mismo espíritu y pasión con que los románticos habían exaltado la Edad Media y el espíritu religioso y popular
del gótico, propuso la exaltación del Renacimiento como advenimiento del
liberalismo, del espíritu laico y moderno en una élite de artistas y genios.
En esta misma línea victoriosa de la luz de la modernidad sobre las
tinieblas medievales se alineaban también las obras de Renán, Taine, Voig
y, sobre todo, Burckhardt. En su caracterización del Renacimiento insistían
en subrayar la debilidad de la fe religiosa y las tendencias hacia un
paganismo más o menos confesado. En este contexto aparece el dominico
Giordano Bruno como protomártir de la modernidad, al que la
confederación europea de logias masónicas erige un monumento en
Campo dei Fiori, la plaza romana en que fue sometido a la hoguera por la
Inquisición. Los historiadores que seguían ciegamente a estos ilustres jefes
de fila sostenían que a mediados del siglo XV habría habido una especie de
fractura histórica o una revolución cultural que establecía un divorcio real
entre las tradiciones cristianas y las tendencias del humanismo, entre la
ingenuidad ignorante de las masas de la Edad Media con sus trasnochados
maestros y predicadores y la lucidez de las potentes individualidades
renacentistas. Particularmente deslumbrante fue el cuadro trazado por
Burckhardt en su famosa obra La cultura del Renacimiento en Italia
(1860). Su influencia aún perdura en la imagen con que suelen presentar
el Renacimiento las escasas líneas de los libros de texto.
Gebhart insistía ya en 1879 en la necesidad de matizar y retocar el
cuadro trazado por Burckhardt. Pero el cambio a la opinión opuesta surgió
con los ocho volúmenes de la documentadísima obra de Janssen sobre la
historia del pueblo alemán, publicados entre 1878 y 1893, que rivalizó en
3 fama con la de Burckhardt. En su obra manifestaba la más viva rivalidad
hacia el espíritu renacentista e italiano de sospechoso cristianismo y de
tendencias inmorales, en pro de las tradiciones germánicas medievales y
del cristianismo tradicional. Sus tesis, excesivamente exageradas y
partidistas fueron pronto matizadas y atemperadas por L. Pastor, quien
propugnó la idea de que el Renacimiento más genuino fue templando el
influjo de la cultura clásica con el perenne espíritu cristiano.
Las polémicas comenzaron a enfrentar a los grandes historiadores
que, como el inglés Symonds, dedican todo su esfuerzo a determinar el
carácter de la Italia renacentista. Presentan determinadas tesis en el
prólogo y se acumulan cientos de artículos y miles de páginas para
probarlas. Todos los historiadores, en un ambiente fuertemente polémico y
propicio para la apologética, se alinean sustancialmente, aunque con
infinitas variantes, con Burckhardt o con Janssen. Baudrillart (1905) no
quiere ver más que el lado pagano del Renacimiento. Guiraud precisa que
el Humanismo se separa cada vez más, no del cristianismo —ya que desde
el punto de vista de Michelet y Burckhardt sería imposible descubrir la
más mínima armonía entre el Renacimiento y el ideal cristiano tradicional—, sino del ideal cristiano de humildad y renunciación. Le
preocupa fundamentalmente la idea de disculpar a la Iglesia del reproche
de haber- fomentado la ignorancia.
Por la misma época Monnier, con una impresionante documentación
literaria basada en crónicas, memoriales, correspondencia, informes y
sermones, presenta no. sólo las concepciones de la élite romana y
florentina, sino también los aspectos de la vida popular italiana del siglo
XV, evidenciando que no había ninguna ruptura con el período
precedente, que la élite en realidad no estaba tan alejada en sus ideas de
ese pueblo al que menospreciaba y que en modo alguno puede
considerarse al Renacimiento una época laica. En toda la hojarasca
literaria de los humanistas no veía más que una «pueril, larga y
desafortunada copia de la antigüedad».
Morgay llegará a sostener abiertamente la tesis del carácter artificial
del Humanismo reduciéndolo a poco más que una manía o moda literaria.
Según Walser, el Humanismo no fue una especial concepción de la vida,
sino sólo un amor estético por la antigüedad. Desde otro punto de vista,
Thode considerará el Renacimiento como la continuación del espíritu de
San Francisco revalorizando plenamente al hombre y a la naturaleza. Para
Burdach, en cambio, el Renacimiento será la conciliación entre la fe y el
espíritu nacional, tal como aparecen en Cola di Rienzo y Petrarca, cuya
culminación sería la Reforma.
En 1910, Lefranc intentaba hacer de nuevo del Renacimiento la
época de laicización de la sociedad, empresa contra la que se levantaron
Gilson, Fevre y muchos otros. Walsh, Beloch y Chesterton, católicos de
tendencia neorromántica, consideraron que la era de la escolástica fue el
período del verdadero humanismo y la edad del racionalismo más
4 iluminado. Tanto se insistió en rechazar la idea de la fractura que se llegó
a formular la tesis contraria. Nordstrom intenta echar por tierra el mismo
concepto de Renacimiento, proclamando que es esencialmente el espíritu
medieval el que había fecundado los espíritus de los hombres del
Renacimiento mucho más que la artificial restauración de la antigüedad.
Toffanin a su vez, presenta el Humanismo como un movimiento
esencialmente conservador en la tradición de los Santos Padres, cuya
culminación será la Contrarreforma. El verdadero Renacimiento sería así
una reacción católica frente a las tendencias heterodoxas del pasado.
Bremond matizará esta tesis al señalar que si bien no hay una oposición
entre Humanismo y tradición católica, hay, sin embargo, una diferencia
esencial entre el humanismo medieval y el humanismo renacentista.
Para acrecentar aún más la complejidad que revelan estas opiniones
tan dispares basta añadir la amplísima y controvertida literatura que ha
suscitado el significado de la Reforma y de la figura de Lutero, personaje
del Renacimiento con más mérito en la historia de la cultura que
cualquiera de los filósofos, independientemente de que sea considerado
hombre medieval o padre de la modernidad.
(…)
[Este texto es un extracto de la Introducción del libro El Renacimiento: Humanismo y Sociedad (Ed. Cincel, 1986) de
E. García Estebañez]