44-45 LEGUINA_42-43 LEGUINA.qxd 07/01/15 11:32 Página 44 LA TRINCHERA DE PAPEL Por Joaquín Leguina Administradores e intermediarios H ace ya, ¡ay!, demasiados años, Guy Debord, que decía ser dirigente de la Internacional Situacionista, escribió un libro titulado La sociedad del espectáculo. Quienes éramos serios y marxistas, considerábamos entonces que los situacionistas eran unos frívolos, pues en su discurso no se encontraban conceptos tales como relaciones de producción, condiciones objetivas, plusvalía o clase obrera… Pero ahora resulta que Debord tenía bastante más perspicacia y talento que aquellos otros, dedicados a reinterpretar una y mil veces un libro del siglo anterior (El Capital). Cuando Debord escribió su libro, la televisión era en blanco y negro, los ordenadores funcionaban con pedales y nadie soñaba con la posibilidad de crear una red informática. Pues bien, para entender algo de este mundo actual, la lectura de La sociedad del espectáculo resulta esclarecedora. La mente humana está programada genéticamente para elaborar una gramática y otras formas de pensamiento, lo mismo que un castor lo está para hacer diques y un pájaro para hacer nidos. Así es como un niño puede construir frases que jamás ha oído y de igual modo hay personas que pueden elaborar ideas que consiguen establecer relaciones tan insospechadas como emotivas con los demás. A esto último se le llama creatividad. En efecto, la mayor parte de las artes (teatro, novela, cine, danza, artes plásticas…) pretende transmitir al espectador las emociones de la vida. El talento artístico consiste en hacerlo bellamente. Desde este punto 44 12–18 de enero de 2015. nº 1092 de vista, el creador, el artista, no es otra cosa que un intermediario entre la vida y los que viven, es decir, los humanos. Pero en la sociedad actual los intermediarios no son apreciados, sino despreciados. “Yo quiero ver realmente lo que pasa, no que me lo cuenten o me lo interpreten”, parece ser la consigna. La omnisciencia es lo que, en el fondo, se reclama como un derecho. “Tengo derecho a verlo todo, a saberlo todo de primera mano. ¿No vivimos en una democracia?”. Estamos ante el mito de la transparencia, una de las nuevas utopías totalizadoras que fue sembrado en el siglo XX y cuyos brotes, si Dios no lo remedia, van a crecer con fuerza durante el XXI. El mito de la transparencia sostiene que es preciso eliminar todo secreto y anuncia así un mundo inhabitable. Baste con imaginar, sólo por un momento, que ca- Los administradores se arrogan una idea, un proyecto, sin que nadie los haya elegido para administrarlo. ¿Quién eligió a Ada Colau como representante de los desahuciados? A ella, que no estaba amenazada de desahucio da uno de nosotros pudiera conocer todo lo que hace y lo que piensa el prójimo. En tal caso, el asesinato sería la actividad principal del ser humano. No se quieren intermediarios, pero nadie parece haber reparado en otro oficio, en el cual reside el auténtico peligro: los administradores. Éstos, los administradores, son quienes se arrogan una idea, un proyecto o el derecho a resarcirse de una ofensa o un daño sin que nadie los haya elegido para administrarlo. ¿Quién eligió a Ada Colau como representante de los desahuciados? A ella, sobre quien no pendía ninguna amenaza de desahucio. Los administradores se constituyen en grupos corporativos que hoy parcelan la vida colectiva; ellos son los nuevos sacerdotes del dios de la comunicación, ese inmenso poder que administra la libertad de expresión. 44-45 LEGUINA_42-43 LEGUINA.qxd 07/01/15 11:32 Página 45 Lutero pretendía con sus reformas acabar con la casta de los administradores de Dios, pero el Papa de Roma y su burocracia sacerdotal no sólo eran los administradores, también eran intermediarios entre Dios y los hombres, mostrando a éstos la grandeza de Aquél o el sacrifico impagable de su Hijo. El gregoriano, el románico, el gótico, la pintura religiosa... fueron productos, y muy bellos, de esa intermediación. Los luteranos, que no querían ser intermediarios, nunca fueron capaces de dotar al mundo de un Fra Angélico. Acabar con los intermediarios (por ejemplo, con los artistas), significa dejar íntegra la capacidad de dominio y manipulación de los administradores. Por ejemplo, en un reality show los administradores son quienes seleccionan las cobayas, quienes marcan las reglas del juego, quienes muestran y ocultan las imágenes. Quienes se quedan con todos los hilos y el completo manejo de esos títeres humanos cuyos comportamientos se nos pretende mostrar “como la vida misma”, la quintaesencia de la espontaneidad. Mientras que el teatro busca, a través de la mentira (la representación), la verdad de la emoción humana, los productos televisivos de masas El creador, el artista, no es otra cosa que un intermediario entre la vida y los que viven, es decir, los humanos. Pero en la sociedad actual los intermediarios no son apreciados, sino despreciados alcanzan la falsedad más burda, pretendiendo hacerlo pasar por una verdad realmente imposible. Por ejemplo, las cobayas que estos programas utilizan saben que están siendo vistas. Poca sensibilidad ha de tener el espectador para no darse cuenta de que es así, de que las cobayas se saben parte de un espectáculo y por ello están en una permanente representación. Mas, a diferencia de los actores de verdad, estos actores de mentira actúan mal, torpemente, mirando de reojo a la cámara en la cual se recoge su deplorable actuación. En el fondo, los realities no consiguen eliminar a los intermediarios (actores) sino que, simplemente, su actuación es de ínfima calidad. Pero, ¿en qué radica la atracción fatal que suscitan entre el público semejantes productos televisivos? El morbo de ver sin ser visto anida en el alma humana y quien niegue haber tenido esa tentación de mirar con mayor o menor apremio, miente. Pero no es sólo esa sensación morbosa la que se busca en los realities . Tengo para mí que a ella se une el papel de juez que se le permite al mirón: juzgar a cada una de las cobayas del juego. Se sabe que más del 80% de las palabras que intercambian entre sí los humanos contienen opiniones, juicios, acerca del prójimo. En suma, que lo que más nos atrae es aquello que nos hace sentirnos dioses justicieros, que nos coloca por encima de los demás para poder juzgarlos. Que lo hagamos con benevolencia o con rigor es secundario. Y, a menudo, no se trata de juzgar sobre este o aquel aspecto del comportamiento, del saber o la habilidad humanos, sino sobre la personalidad, sobre el complejo conjunto de emociones y actos que conforman la personalidad de un ser. Dicha complejidad se suele despachar cabalmente en una sola frase: “Ése es un gilipollas”, mostrando así la irrestricta y omnipotente capacidad de cada uno para calificar al otro. McLuhan fue el primero en hablar de la aldea global, a cuya pertenencia estaba, según él, destinada la humanidad en manos de las nuevas tecnologías de la comunicación. Pero este canadiense nunca nos advirtió de que aquella aldea no era tal, sino algo más urbano y castizo: un gigantesco patio de vecindad, el imperio sin límites de las porteras y porteros que todos llevamos dentro y que, hasta ahora, procurábamos no exhibir, por educación. Mas, ya se ve, el analfabetismo que expulsamos por la puerta a golpe de dinero y de esfuerzo pedagógico vuelve por la ventana empujado por la televisión y su negocio. Me cuentan y no me lo puedo creer que en una encuesta entre los alumnos de la Universidad Complutense (ésa a la que pertenece la Facultad de Ciencias Políticas, hoy propiedad de Podemos), cerca del 70% de los encuestados no sabían quién fue Churchill. La consigna que debería aparecer en todos los frontispicios de las televisiones privadas españolas rezaría así: “Cien millones de moscas no pueden equivocarse. Aliméntese con basura”. l nº 1092. 12–18 de enero de 2015 45
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