Administradores e intermediarios - El Siglo

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LA TRINCHERA DE PAPEL
Por Joaquín Leguina
Administradores e intermediarios
H
ace ya, ¡ay!, demasiados
años, Guy Debord, que
decía ser dirigente de la
Internacional Situacionista, escribió un libro titulado La sociedad del espectáculo. Quienes éramos serios y marxistas, considerábamos entonces que los situacionistas eran unos frívolos, pues en su
discurso no se encontraban conceptos tales como relaciones de producción, condiciones objetivas, plusvalía o clase obrera… Pero ahora resulta que Debord tenía bastante más
perspicacia y talento que aquellos
otros, dedicados a reinterpretar una
y mil veces un libro del siglo anterior (El Capital).
Cuando Debord escribió su libro,
la televisión era en blanco y negro,
los ordenadores funcionaban con
pedales y nadie soñaba con la posibilidad de crear una red informática. Pues bien, para entender algo
de este mundo actual, la lectura de
La sociedad del espectáculo resulta
esclarecedora.
La mente humana está programada genéticamente para elaborar una
gramática y otras formas de pensamiento, lo mismo que un castor lo
está para hacer diques y un pájaro
para hacer nidos. Así es como un niño puede construir frases que jamás
ha oído y de igual modo hay personas que pueden elaborar ideas que
consiguen establecer relaciones tan
insospechadas como emotivas con
los demás. A esto último se le llama
creatividad.
En efecto, la mayor parte de las artes (teatro, novela, cine, danza, artes plásticas…) pretende transmitir
al espectador las emociones de la vida. El talento artístico consiste en hacerlo bellamente. Desde este punto
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de vista, el creador, el artista, no es
otra cosa que un intermediario entre la vida y los que viven, es decir,
los humanos. Pero en la sociedad actual los intermediarios no son apreciados, sino despreciados. “Yo quiero ver realmente lo que pasa, no que
me lo cuenten o me lo interpreten”,
parece ser la consigna. La omnisciencia es lo que, en el fondo, se reclama como un derecho. “Tengo derecho a verlo todo, a saberlo todo de
primera mano. ¿No vivimos en una
democracia?”.
Estamos ante el mito de la transparencia, una de las nuevas utopías
totalizadoras que fue sembrado en
el siglo XX y cuyos brotes, si Dios no
lo remedia, van a crecer con fuerza
durante el XXI. El mito de la transparencia sostiene que es preciso eliminar todo secreto y anuncia así un
mundo inhabitable. Baste con imaginar, sólo por un momento, que ca-
Los
administradores se arrogan
una idea, un
proyecto, sin
que nadie los
haya elegido
para
administrarlo.
¿Quién eligió
a Ada Colau
como
representante
de los
desahuciados? A ella,
que no estaba
amenazada
de desahucio
da uno de nosotros pudiera conocer todo lo que hace y lo que piensa el prójimo. En tal caso, el asesinato sería la actividad principal del
ser humano.
No se quieren intermediarios, pero nadie parece haber reparado en
otro oficio, en el cual reside el auténtico peligro: los administradores.
Éstos, los administradores, son quienes se arrogan una idea, un proyecto o el derecho a resarcirse de una
ofensa o un daño sin que nadie los
haya elegido para administrarlo.
¿Quién eligió a Ada Colau como representante de los desahuciados? A
ella, sobre quien no pendía ninguna amenaza de desahucio.
Los administradores se constituyen
en grupos corporativos que hoy parcelan la vida colectiva; ellos son los
nuevos sacerdotes del dios de la comunicación, ese inmenso poder que
administra la libertad de expresión.
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Lutero pretendía con sus reformas
acabar con la casta de los administradores de Dios, pero el Papa de Roma y su burocracia sacerdotal no sólo eran los administradores, también
eran intermediarios entre Dios y los
hombres, mostrando a éstos la grandeza de Aquél o el sacrifico impagable de su Hijo. El gregoriano, el
románico, el gótico, la pintura religiosa... fueron productos, y muy bellos, de esa intermediación. Los luteranos, que no querían ser intermediarios, nunca fueron capaces de
dotar al mundo de un Fra Angélico.
Acabar con los intermediarios (por
ejemplo, con los artistas), significa
dejar íntegra la capacidad de dominio y manipulación de los administradores. Por ejemplo, en un reality
show los administradores son quienes seleccionan las cobayas, quienes marcan las reglas del juego,
quienes muestran y ocultan las imágenes. Quienes se quedan con todos los hilos y el completo manejo
de esos títeres humanos cuyos comportamientos se nos pretende mostrar “como la vida misma”, la quintaesencia de la espontaneidad.
Mientras que el teatro busca, a través de la mentira (la representación),
la verdad de la emoción humana,
los productos televisivos de masas
El creador, el
artista, no es
otra cosa que
un
intermediario
entre la vida
y los que
viven, es
decir, los
humanos.
Pero en la
sociedad
actual los
intermediarios no son
apreciados,
sino
despreciados
alcanzan la falsedad más burda, pretendiendo hacerlo pasar por una verdad realmente imposible. Por ejemplo, las cobayas que estos programas utilizan saben que están siendo vistas. Poca sensibilidad ha de
tener el espectador para no darse
cuenta de que es así, de que las cobayas se saben parte de un espectáculo y por ello están en una permanente representación. Mas, a diferencia de los actores de verdad,
estos actores de mentira actúan mal,
torpemente, mirando de reojo a la
cámara en la cual se recoge su deplorable actuación. En el fondo, los
realities no consiguen eliminar a los
intermediarios (actores) sino que,
simplemente, su actuación es de ínfima calidad.
Pero, ¿en qué radica la atracción
fatal que suscitan entre el público
semejantes productos televisivos?
El morbo de ver sin ser visto anida en el alma humana y quien niegue haber tenido esa tentación de
mirar con mayor o menor apremio,
miente. Pero no es sólo esa sensación morbosa la que se busca en los
realities . Tengo para mí que a ella se
une el papel de juez que se le permite al mirón: juzgar a cada una de
las cobayas del juego.
Se sabe que más del 80% de las
palabras que intercambian entre sí
los humanos contienen opiniones,
juicios, acerca del prójimo. En suma,
que lo que más nos atrae es aquello
que nos hace sentirnos dioses justicieros, que nos coloca por encima
de los demás para poder juzgarlos.
Que lo hagamos con benevolencia
o con rigor es secundario. Y, a menudo, no se trata de juzgar sobre este o aquel aspecto del comportamiento, del saber o la habilidad humanos, sino sobre la personalidad,
sobre el complejo conjunto de emociones y actos que conforman la personalidad de un ser. Dicha complejidad se suele despachar cabalmente
en una sola frase: “Ése es un gilipollas”, mostrando así la irrestricta y
omnipotente capacidad de cada uno
para calificar al otro.
McLuhan fue el primero en hablar
de la aldea global, a cuya pertenencia estaba, según él, destinada la humanidad en manos de las nuevas
tecnologías de la comunicación. Pero este canadiense nunca nos advirtió de que aquella aldea no era tal,
sino algo más urbano y castizo: un
gigantesco patio de vecindad, el imperio sin límites de las porteras y porteros que todos llevamos dentro y
que, hasta ahora, procurábamos no
exhibir, por educación.
Mas, ya se ve, el analfabetismo
que expulsamos por la puerta a golpe de dinero y de esfuerzo pedagógico vuelve por la ventana empujado por la televisión y su negocio.
Me cuentan y no me lo puedo creer que en una encuesta entre los
alumnos de la Universidad Complutense (ésa a la que pertenece la
Facultad de Ciencias Políticas, hoy
propiedad de Podemos), cerca del
70% de los encuestados no sabían
quién fue Churchill.
La consigna que debería aparecer
en todos los frontispicios de las televisiones privadas españolas rezaría así:
“Cien millones de moscas no pueden equivocarse. Aliméntese con
basura”. l
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