Programa Jornades Porcines 2015 - Colegio Oficial de Veterinarios

Calaveritas de azúcar
Ricardo Rincón Huarota Mis cuatro abuelos están sepultados en el mismo cementerio. Para ser
más preciso, en la misma fosa, uno sobre otro. Es por eso que en Día de
Muertos tenemos una gran reunión familiar para visitar la tumba de
nuestros ancestros, pero también aprovechamos el encuentro para realizar
actividades recreativas.
Coincidió que en noviembre del año pasado, recibí la sugerencia de un
amigo para ir en esas fechas a una vieja hacienda en Morelos que hoy es
hotel. Él era el gerente y me aseguró que toda mi familia la pasaría muy
bien ya que la diversión, el descanso y la buena comida de la región
estaban garantizados.
Llegamos por la tarde-noche a la extensa propiedad que tenía albercas,
áreas de juego y jardines que, extrañamente, lucían desiertos. Ningún
empleado salía a nuestro encuentro hasta que se apareció una mujer ya
mayor que nos dio la bienvenida. Se identificó como el ama de llaves y
sonriente nos dijo que las instalaciones serían para nuestro uso exclusivo
debido a que no había más huéspedes.
De inmediato nos instaló en nuestras habitaciones, las cuales quedaban
dentro de lo que fue la casa grande de la Hacienda de Beltrán. Más tarde,
la señora tocó puerta por puerta para avisar que la cena estaba servida,
por lo que nos dimos cita en el rústico comedor, donde saboreamos una
rica cecina fresca de Yecapixtla y tlacoyos rellenos de frijol.
Después de la cena, la señora nos invitó a salir al jardín para prender una
fogata y cuando todos estuvimos en torno a la pira, les relaté la historia de
las viejas haciendas porfirianas de Morelos, muchas de ellas, como en la
que estábamos, se especializaban en la producción de azúcar.
Justo cuando les comentaba que en el Estado hubo cerca de 40 haciendas
azucareras, repentinamente se escuchó la voz de un anciano decir: “37
para ser exactos”. Sorprendidos, todos volteamos hacia el lugar de donde
provino la voz y vimos a un hombre envuelto en un sarape, agachado,
cortando el pasto con unas tijeras. Se incorporó y nos dijo: “Buenas noches,
soy Jerónimo, el jardinero, pero todos me llaman Don Jero.
El hombre se acercó a la luz de la fogata y pudimos observar lo ajado de
su rostro y lo famélico de su cuerpo. Dijo entonces: “Sí señores había 37
haciendas que estaban en manos de 18 familias muy ricas”.
Como si estuviéramos todos bajo un transe hipnótico, escuchábamos al
anciano que continuó: “el azúcar y sus derivados, como el alcohol de caña
y el aguardiente, eran productos muy rentables. Pero todo ese progreso dijo con lamentación- se acabó cuando los revoltosos derrocaron en 1910 a
Don Porfirio”.
Su relato fue interrumpido cuando se abrió el portón principal y vimos las
luces de un auto. Era mi amigo que iba a supervisar nuestra estancia. Me
adelanté para saludarlo y a comentarle sobre el misterioso jardinero que,
cuando volteamos hacia la fogata, había desaparecido.
El rostro de mi amigo se descompuso y dijo: “volvió a hacerlo”. Ante mi
sorpresa, confesó: “aquí no hay jardinero, se trata de un aparecido, Don
Jerónimo Beltrán, el dueño de la Hacienda, que murió violentamente un
siglo antes, junto con su esposa, por defender la propiedad de las fuerzas
zapatistas”.
Con lujo de detalle, me relató el funesto desenlace de Don Jero, pero me
pidió no contar nada pues necesitaba el trabajo y las apariciones estaban
ahuyentando a los vacacionistas y al personal del hotel.
Regresé sobresaltado a mi habitación, hilvanando los extraños sucesos
acaecidos desde nuestra llegada; pero también con la disyuntiva de contar
la inverosímil historia a mi familia o guardar silencio con la expectativa de
que no siguieran ocurriendo más hechos sobrenaturales.
A duras penas concilié el sueño, pero de madrugada, me despertó un ruido.
Me asomé por la ventana y en la penumbra de la noche vi a Don Jero, de
espaldas, que barría la hojarasca del jardín; en ese momento giró,
lentamente comenzó a avanzar hacia mí y a medida que se acercaba
podía distinguir su rostro desfigurado y sangrante que terminó azotando en
el cristal para decirme: “lárguense de aquí”. De golpe cerré las cortinas y,
aterrado, comprendí que teníamos que salir cuanto antes de ese lugar.
Sin embargo, me sorprendió el amanecer buscando la manera de cómo
convencer a mis familiares de irnos sin mencionarles lo ocurrido. Me hice el
firme propósito de que nunca sabrían que el jardinero era un fantasma y
que se me había aparecido de madrugada; pero por sobre todas las cosas,
jamás se enterarían de que, la noche anterior, una muerta nos había
servido la cena.