¿Cómo se produce? A primera vista, para producir alimentos son necesarios tres factores: una cierta extensión de tierra fértil, un proceso de trabajo humano, con unas determinadas características de experiencia, destreza y conocimiento, aplicado de forma continuada sobre el terreno, y una serie de elementos, de naturaleza duradera (aperos de labranza, maquinaria) o fungible (fertilizantes) que, a partir de un cierto grado de sofisticación, deben ser adquiridos en el mercado mediante una determinada inversión dineraria. Los animales pueden ser reproducidos de forma autónoma o adquiridos en el mercado, o, habitualmente, darse una combinación de ambos métodos. Veamos qué características asume cada uno de estos factores en la forma de producción de tipo industrial, capitalista o intensivo (posteriormente deberá precisarse el significado y alcance de estos términos). La tierra Todas las formas tradicionales de producción de alimentos se caracterizan por una determinada relación entre la cantidad de producto obtenido y la extensión de terreno necesaria para cultivarlo (rendimiento por hectárea). En esa relación influyen múltiples aspectos, tanto naturales — orográficos (terreno montañoso frente a llanura), edafológicos (naturaleza del suelo, profundidad de la capa de humus, etc. y consiguiente fertilidad), climáticos, biológicos (características de las especies cultivadas)— como sociales —la estructura de la propiedad de la tierra, las características del trabajo agrícola, del campesinado…—. Caracterizar la agricultura capitalista como intensiva (alto rendimiento por hectárea) obliga, por tanto, a precisar el término en una doble dirección: primero, existen formas tradicionales de producción de alimentos con un alto rendimiento sin que por ello sean capitalistas; segundo, existen formas de producción plenamente capitalistas que pueden caracterizarse como extensivas (piénsese, por ejemplo, en la producción cerealista en Estados Unidos). En las formas de sociedad en las que predomina el modo de producción capitalista, el coste de la tierra posee una importancia relativa cada vez menor en el coste global del producto. En contextos en los que la adquisición o el mantenimiento del terreno cultivable requiere un coste elevado1, se inicia una dinámica de intensificación tecnológica destinada a producir una gran cantidad en poca extensión, mediante el uso masivo de fertilizantes y especies de alto rendimiento. En el límite, el cultivo se hace totalmente independiente de la tierra en los cultivos hidropónicos, en los que la planta se introduce en una bolsa llena de agua enriquecida con nutrientes químicos. Esta intensificación tecnológica conlleva inversiones elevadas, con lo cual se refuerza aún más la dinámica que la desencadena.2 En todo caso, si de forma directa la dinámica promueve el uso de cada vez menos tierra para conseguir la misma cantidad de producto, ello ocurre precisamente gracias a que, de forma indirecta, una extensión de territorio cada vez mayor es vulnerada ecológicamente como El hecho de que el coste de la tierra aumenta tiene que ver con el crecimiento de las ciudades y la consiguiente recalificación del suelo, y obliga a producir en tierras cada vez más alejadas de los núcleos en los que se consumirán los alimentos, promoviendo ciclos de distribución cada vez más largos. 2 Ejemplo de cómo la agricultura capitalista tiende a hacer independiente el cultivo no sólo de la tierra, sino en general de las condiciones naturales (climáticas, por ejemplo) es el caso de los cultivos hidropónicos de tomates en Holanda, que crecen en invierno en invernaderos calefactados. 1 consecuencia de la intensificación. No sólo se esquilman, de forma consecutiva, terrenos cuya fertilidad queda agotada en unos pocos años y que tardarán décadas en recuperarse, sino que otros muchos ecosistemas también serán afectados por esta forma de producir (contaminación de acuíferos, lluvia ácida, lixiviación de agrotóxicos, etc.) El concepto de huella ecológica permite analizar la contradicción implícita en esta dinámica. El trabajo Al igual que es posible establecer una relación entre la cantidad de alimento producida y la superficie (directamente) empleada, también se puede relacionar la cantidad de producto con la “cantidad” de trabajo humano necesaria para obtenerlo. Al abordar esta cuestión, también nos encontramos con que el rendimiento del trabajo depende, en todas las formas tradicionales de producción de alimentos, de factores tanto naturales —es conocido el hecho de que la cantidad de trabajo necesaria para cultivar arroz, por ejemplo, cuadriplica la necesaria para el maíz— como sociales. En las formas tradicionales de cultivo de alimentos también podemos encontrar diferentes grados de intensidad en trabajo. En ellas encontramos por regla general que, a mayor rendimiento de la tierra, mayor intensidad en trabajo requerida (y, por tanto, menor rendimiento por hora trabajada). La agricultura capitalista lleva implícita una dinámica de reducción de costes (directos) para poder competir en el mercado (que, en el límite, es el mercado mundial globalizado) que conlleva una constante innovación e intensificación tecnológica. La tecnología sustituye así al trabajo humano, y la actividad agrícola deja de ser el sustento para una parte muy importante de la población rural. El dinero Cuando un agricultor invierte una cierta cantidad de dinero para comprar un tractor y producir alimentos que venderá en el mercado de la villa más próxima, no se puede decir que su dinero se esté comportando como capital. Su dinero aparece aquí como una mera mediación para adquirir aperos, maquinaria e insumos que él necesita para realizar su trabajo. Sin embargo, en el contexto de una competencia feroz por sobrevivir, con márgenes de beneficio escasos y habiendo interiorizado que lo moderno es competir, vender al mercado mundial a través de empresas distribuidoras y adquirir tecnología, el agricultor se ve imbuido en una dinámica nueva. Primero, la inversión en tecnología le obliga a endeudarse, reforzándose así para él la necesidad de producir más a menor coste, en un círculo vicioso de mayor inversión, mayor endeudamiento y mayor competencia, que produce la salida constante del mercado de quienes no resisten esta dinámica (cierre de explotaciones). Segundo, el agricultor comprará una cantidad creciente de insumos (fertilizantes, agrotóxicos, semillas, embriones, alimento para el ganado…) en el mercado, habitualmente a grandes empresas, y venderá la totalidad de sus productos (habiendo perdido la confianza en la salubridad de lo que él mismo produce). Es posible, además, que la empresa suministradora de insumos y la compradora del producto final sean la misma.3 El agricultor aparece así como un mero elemento intermedio de un proceso que le es completamente ajeno. En particular, le son ajenas incluso las condiciones en las que se ejecuta su proceso de trabajo (qué come su ganado, qué antibióticos les está suministrando a sus vacas conjuntamente con el pienso, los tratamientos médicos que reciben los animales, con qué fumiga 3 La integración vertical del suministro y la compra es habitual. Es más, los sectores punta en la agricultura mundial capitalista son precisamente aquellos en los que predomina esta característica. (En España, la granja avícola, la producción hortofrutícola a gran escala… En Asturias, la leche y la carne.) su huerta, la fecha de siembra, la de recolección), que además requiere conocimientos tecnológicos, biomédicos, químicos, de gran sofisticación. En estas condiciones, su explotación agraria se ha convertido en capital, y el agricultor pasa a estar subordinado, formal y materialmente, a él, aunque jurídicamente aparezca como autónomo (¡empresario agrícola!). Esta dinámica tiene una de sus manifestaciones en el hecho de que, para ser un agricultor no marginal, es inútil disponer de tierra en propiedad si se carece de capital para invertir. Un dato significativo a este respecto es que la cuota láctea, ya mercantilizada, vale más que las vacas que produce la leche computada en dicha cuota. A esta dinámica no escapa la mayor parte de la agricultura ecológica: los sellos de calidad, las denominaciones de origen, etc., conllevan inversiones relativamente elevadas que los agricultores deben afrontar recurriendo a subvenciones. Factores ideológicos Los agricultores comparten la visión de las multinacionales agrícolas: qué es lo moderno, que es el desarrollo, la importancia de competir, de capitalizar la explotación… A ello se añade la percepción de la fatalidad, del carácter inevitable de los procesos en curso. Sin atender a este hecho no se entienden las características de la agricultura globalizada. ¿Cómo se distribuye? Fijémonos en primer lugar en las características técnicas del modelo de distribución a gran escala. A primera vista se observa que enormes volúmenes de productos alimentarios se transportan de forma generalizada a distancias medias y grandes, frente al modelo de distancias cortas que ha caracterizado a las formas tradicionales de producción-distribución-consumo agroalimentarios. Hasta épocas relativamente recientes se ha seguido un modelo de distribución en el cual los productos más perecederos viajaban distancias muy cortas, mientras que productos más duraderos (el cereal, por ejemplo) viajaban distancias mayores, haciendo uso de medios de transporte tales como el ferrocarril. El modelo de distribución actual tiende a hacer independiente el carácter más o menos perecedero de un producto y la distancia a la que viaja, lo cual exige medios de transporte más adecuados por su versatilidad: el camión para las distancias medias y el avión para las grandes distancias.4 Este modelo mantiene fuertes sinergias con: - Un modelo en el que imperan las grandes infraestructuras de transporte: autovías, superpuertos, grandes aeropuertos. Son infraestructuras que ocupan una gran cantidad de superficie, en muchos casos sobre terrenos muy fértiles (cuencas aluviales). El declive del uso del ferrocarril y su sustitución por transporte por carretera contribuye a ello (una vía férrea equivale a ocho carriles de autovía para transporte de mercancías). - Un modelo de distribución de población y de actividad económica fuertemente concentrado en grandes núcleos urbanos y en sus conurbaciones. Así, el campo produce y la (gran) ciudad consume: la separación es cada vez más drástica y se realiza sobre distancias mayores. En las periferias de las ciudades (cada vez más alejados de sus centros) proliferan polígonos “industriales” de almacenaje y grandes mercados mayoristas (Mercastur, Mercamadrid):5 éstos se suelen situar también sobre terrenos fértiles. La huella ecológica de las ciudades (el territorio afectado ecológicamente por sus insumos o sus desechos) no sólo crece en extensión, sino que se sitúa en zonas geográficas a veces muy alejadas de ellas. Se trata de un modelo que hace uso de ingentes cantidades de energía, materiales y terreno. Al evaluar el impacto ambiental del modelo de distribución hay que considerar los requisitos del ciclo en su conjunto. Por ejemplo, evaluar los costes ecológicos del transporte masivo de mercancías por carretera exige no sólo fijarse en la cantidad de combustible gastada directamente por los camiones, sino considerar también los gastos en los que se incurre en su fabricación, en la construcción de infraestructuras de transporte, en la eliminación de la maquinaria obsoleta… En particular, está comenzando a usarse el avión como medio de transporte para productos “biológicos”, que se constituyen así como mercancías cuya forma de distribución no se diferencia en nada de las producidas de forma intensiva en tecnología y en insumo de productos agrotóxicos. 5 Estos mercados mayoristas son generalmente empresas públicas a las que acuden grandes empresas de producción y/o de distribución para vender sus productos a distribuidores minoristas. En la medida en que una porción creciente de los productos agroalimentarios que se venden deben pasar por dichos mercados, esta forma de distribución es un operador importante para expulsar del mercado a pequeños productores, que se ven obligados a acudir a grandes distribuidores. 4 Si analizamos cómo se distribuye el precio de un producto agroalimentario entre las diferentes actividades que lo conforman, salta a vista que una proporción cada vez más baja tiene que ver de forma directa con el cultivo. La mayor parte de los costes, que luego repercuten sobre el precio, se deben al uso de insumos agrícolas (fitosanitarios, fertilizantes, energía) y a toda una serie de actividades que median entre la cosecha y el consumo: transformación industrial, embalaje, transporte, almacenaje, marketing… El coste de estas actividades se compensa con el ahorro que supone pagar precios cada vez menores a los agricultores:6 por eso el precio final no aumenta o aumenta poco. La importancia económica y el poder de negociación que tienen estas actividades de mediación pasa así a conformar el contenido de la producción. Responder a la pregunta: ¿cómo se distribuye? exige analizar las condiciones políticas de este modelo de distribución. Entre las características del modelo de distribución y las condiciones políticas que posibilitan su despliegue existe una mutua implicación: cada una es a la vez premisa y resultado de la otra. La gran distribución no ha estado siempre ahí. Se trata de un hecho reciente, y en cierta medida aún incipiente, que precisa romper formas previas para asentarse sobre sus ruinas. Al igual que la implantación de la producción intensiva tiene como condición la ruina económica, social y cultural de las formas tradicionales de producir, así también la gran distribución necesita hacer entrar en decadencia los modos de distribución en los que predominan los circuitos cortos y la escasa mediación. Esa decadencia, a su vez, no sería tal sin toda una legislación (es decir, una política) a múltiples niveles favorable a la gran distribución, y sin una subjetividad acorde con ella, compartida por millones de personas, que asumen la apariencia de progreso con que aquella se presenta. A nivel planetario, toda una regulación favorable a los intereses de las grandes multinacionales se presenta como ausencia de trabas al intercambio, como libre comercio. ¿Quién distribuye? El mercado mundial tiende a una creciente integración horizontal (la distribución se concentra en un número reducido de empresas que gestionan una parte cada vez mayor del volumen total de mercancías) y vertical (las multinacionales controlan cada vez más fases del proceso productivo). Es común que un mismo capital venda los insumos a los agricultores, les compre los productos y los distribuya, fijando también implícita o explícitamente las condiciones en las que producen. ¿Con qué tipo de argumentos se defiende este modelo? Estados Unidos y la UE: por encima de ciertas diferencias entre ambos, existe un altísimo grado de consenso en cuanto al modelo agroalimentario a seguir. En particular, el modelo de distribución a gran escala y de libre comercio se defiende con dos tipos de argumentos: mediante sus virtudes (más eficiente, menor precio, ventajas competitivas), haciendo así hincapié en que es garantía de bienestar, y mediante el argumento de que es el único sistema posible, que, en la medida en que el libre comercio está anclado en la naturaleza de las personas, todo intento de ponerle coto es un atentado contra la libertad de los individuos. En Estados Unidos, cuando se compra pan, se está pagando más por el envoltorio que por el cereal necesario para producirlo. 6 Los países empobrecidos: existe una relativa diversidad de criterios; en todo caso, y en términos generales, los países más importantes dentro de este grupo (Brasil, por ejemplo) mantienen una postura ambigua frente al mercado mundial, basada en exigir que el libre comercio sea realmente libre. ¿Cómo se consume? Necesidades y deseos Las necesidades humanas tienen siempre un carácter social, son necesidades mediadas socialmente, aunque en muchos casos tengan un sustrato fisiológico o natural (como ocurre con el caso del alimento). En este sentido, la distinción entre necesidades naturales y artificiales carece de sentido. El liberalismo económico supone una ruptura con las formas previas de filosofía política, al defender que la persecución de los deseos conduce, por obra de una mediación situada fuera de la sociedad (la “mano invisible” de Adam Smith), a una sociabilidad ordenada. El deseo individual aparece así como núcleo fundacional de la economía en tanto que principio de las relaciones sociales. Esta concepción del deseo supone una ruptura con el concepto de necesidad, en un doble sentido: - El carácter social que poseen las necesidades se borra: el deseo es eminentemente individual. - Las necesidades no sólo son sociales, sino que además se hallan jerarquizadas. El establecimiento de la jerarquía de necesidades está, en las formas sociales precapitalistas, mediado por relaciones de poder. El concepto de deseo, por su parte, disuelve toda posible jerarquía de necesidades, en tanto que construida de forma intersubjetiva. Los deseos son radicalmente subjetivos, y su objetivación se produce no apelando a su adecuación a la vida común, sino a que posean un respaldo monetario. En este sentido, el dinero actúa como disolvente de todos los fines sociales. Deben explicarse las lógicas que constituyen individuos deseantes, atendiendo a varios planos de lo real: - El psiquismo. El psicoanálisis muestra cómo la sociedad moderna, por una parte, opera una represión de las pulsiones (de la libido principalmente), y, por otra, apela constantemente a dichas pulsiones para inducir a los individuos a actuar de manera funcional a las lógicas que presiden las relaciones sociales. La alusión, en las más diversas formas a lo erótico en la publicidad es muestra de ello. - La identidad. El deseo, y su materialización en el acto de consumo, no sólo expresa ciertas diferencias sociales, sino que también constituye una forma por la que unos grupos sociales se distinguen de otros. De este modo el deseo y el consumo son potentes mecanismos de creación y mantenimiento de identidad, y se relacionan íntimamente con el sentimiento de pertenencia a grupos sociales. - Lo simbólico. Los artículos de consumo no son meros satisfactores materiales de ciertas necesidades (ya provengan éstas del estómago o de la fantasía) sino que también actúan como símbolos. Este análisis nos muestra que los deseos están real y firmemente anclados en la psicología de los individuos modernos, constituyendo una especie de “segunda naturaleza”. Ello hace que se dé una sólida realimentación entre la forma de relaciones sociales imperante en el capitalismo y la psicología deseante. Los deseos del individuo moderno están anudados a la forma de capital de las relaciones sociales, son ellos mismos una de sus manifestaciones específicas. Cualquier experiencia de relaciones sociales no presididas por esta lógica debe tomar en cuenta este hecho. Estética de las mercancías Wolfgang Fritz Haug ha formulado una crítica de la estética de mercancías7 que resulta de mucha utilidad al analizar el consumo. Plantea lo siguiente: “sólo después de consumada la venta puede comenzar el consumo. La realización del valor de cambio es condición de la realización del valor de uso. Por tanto, éste no puede realmente desencadenar la compra. No es el valor de uso, sino la promesa del mismo lo que desencadena la compra” (…) “Lo exterior de la mercancía, su apariencia, su aspecto fenoménico, tal vez las propiedades de la superficie que puede tocarse con los dedos…; todo esto «promete» al comprador el valor de uso. Dicho con más exactitud, él mismo se lo promete basándose en este polifacético material que habla a sus sentidos y a su “sentido”. (…) A esta relación causal compleja la llamamos la promesa estética del valor de uso de la mercancía”. Haug plantea en relación con estos conceptos dos cuestiones de utilidad para nuestro tema: - Existen muchos casos en los que, por mor de la promesa estética del valor de uso, se destruye parcialmente el valor de uso, de modo que a continuación debe completarse de forma sintética Así, por ejemplo, la blancura de la harina es más importante que sus propiedades nutricionales (además, ambas se hallan en mutua oposición). - El círculo funcional de la estética de mercancías pone en movimiento ambas instancias: lo estético de la mercancía y la sensibilidad subjetiva en recíproca dependencia. Resultado global de este movimiento es una remodelación más o menos permanente en la sensibilidad (por ejemplo, la alteración de ciertos alimentos con aromas artificiales altera el gusto, etc.) Estas cuestiones permiten abundar en lo siguiente: el que los alimentos asuman la forma de mercancías no deja intactas sus cualidades materiales. Permiten, además, dar cuenta teórica de la contradicción existente entre la diversidad de apariencias que asumen los productos agroalimentarios tal y como se les presentan a las personas consumidoras, con la uniformidad de su procedencia y de las materias primas de las que están constituidos.8 La incapacidad de alimentarse de una forma alternativa a dicha uniformidad aparece sin embargo como la eclosión del ejercicio de la libertad de elección; la uniformización y determinación de las necesidades por la lógica de la estética de mercancías aparece como si la diversidad de las mercancías se adaptase a las necesidades específicas de cada cual. La relación entre el valor y el valor de uso y la estética de las mercancías permite analizar el caso de un producto paradigmático como la leche: la mayor parte de la leche es desgrasada como parte de su transformación industrial; esta grasa se emplea en la producción de mantequillas, natas y otros alimentos, y a la leche que luego se venderá como “entera” se le añade grasa de menor calidad. Así, la búsqueda del beneficio, el hecho de que no se produce leche para satisfacer necesidades alimenticias, sino para producir mercancías que harán rentable la producción capitalista, determina un deterioro en el valor de uso de la leche, entre otras cosas porque la vitamina D se pierde al quitarle la grasa. El contrapunto de esta pérdida es la aparición de leche “enriquecida con vitamina D”: se crea así la percepción de que un producto de tales características supone un aporte adecuado para el ajetreo de la vida diaria, para la salud de l@s niñ@s, etc., y se crea un nicho de mercado de personas dispuestas a pagar un sobreprecio por una cualidad que la leche ya tiene de suyo, obviando, además, formas más “racionales” de obtener aportes suficientes de vitamina D (como el aceite de oliva). De un modo más general, la actuación de la estética de las mercancías y la percepción de la insalubridad de los alimentos está generando un permanente “miedo a no estar bien alimentad@s”, que abre nuevos nichos a productos “enriquecidos”, “bio”, etc., reforzándose y realimentándose así el ciclo. W.F. Haug: Publicidad y consumo. Crítica de la estética de mercancías. Fondo de Cultura Económica. 1989. Un ejemplo es la enorme diversidad de apariencias en los productos de repostería y bollería industrial, que coexiste con el hecho de estar hechos con harina del mismo cereal —trigo—, a la que además se ha refinado enormemente y por tanto expropiado de sus cualidades nutritivas. 7 8 Otros elementos que el análisis del consumo debe tener en cuenta, y que aquí no pueden más que esbozarse, son: - Las grandes superficies. Las grandes superficies constituyen hoy en día la forma más acabada, más adecuada al consumo en las sociedades capitalistas. Se conjugan varios factores que contribuyen a ello: (1) descenso de los costes mediante un menor empleo de fuerza de trabajo, lograda mediante la racionalización de las tareas y mediante una mayor implicación de los clientes en el proceso de compra; esa reducción de costes se hace repercutir parcialmente en el precio de los productos, otorgando una impresión de baratura general; (2) sus características (grandes expositores, pasillos repletos de productos) son a la vez premisa y resultado de la estética de las mercancías operando plenamente. - El modelo de ciudad. Al igual que ocurría con los modelos de producción y de distribución, la ordenación del territorio (consolidación de la ciudad difusa, fuertemente dependiente del uso del automóvil privado) está íntimamente relacionada con los modelos de consumo. Las grandes superficies, generalmente situadas en las conurbaciones de las ciudades, potencian y se ven beneficiadas por este modelo de crecimiento urbano. Existe una relación de circularidad entre los diferentes planos del análisis del consumo. Las sociedades capitalistas aparecen así como totalidades interrelacionadas, en las que los diferentes momentos se hallan fuertemente integrados entre sí y en el conjunto, asegurando así su reproducción.
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