UNIVERSIDAD ALBERTO HURTADO FACULTAD DE PSICOLOGIA ¿Cómo se articula el ejercicio de la parentalidad con las exigencias sociales actuales? Ps. Verónica Gubbins 30 Octubre 2009 Esta pregunta surge de la constatación creciente que el entorno cotidiano donde se desarrolla la vida familiar, especialmente en las grandes ciudades de nuestro país, se hace cada vez más complejo, incierto y sobre exigente para los adultos a cargo del cuidado y socialización de niños y niñas. No es suficiente desear fervientemente a los hijos/as y disponerse positivamente a busca concretar el gran anhelo de una parentalidad exitosa1. Esta se acompaña de grandes satisfacciones pero también de importantes dificultades. No quiero desviarme de la pregunta central entrando en la cuestión de “la parentalidad exitosa”. Solo dejar sentada, la vaga idea de un cierto ideal, histórica y culturalmente situado, de experiencia vincular que aspira al óptimo desarrollo cognitivo, valórico, emocional y de integración social de nuestros hijos/as. Lo que me interesa más bien aquí, es hacer visible que esta se constituye en una aspiración que se despliega en un territorio geográfico, cultural y económico de grandes exigencias para los núcleos familiares con hijos/as en edad escolar. A pesar que, y de acuerdo al Informe de Desarrollo Humano del año 2008, “el 65% de la población declara que su familia vive hoy mejor que hace 10 años, opinión mayoritaria en todos los estratos socioeconómicos” (PNUD, 2009, Sinopsis, p. 12), esta sensación pareciera estar más relacionada con condiciones materiales de vida que a la calidad de la misma. ¿Por qué? ¿Qué está ocurriendo a este nivel? Si dejamos un poco entre paréntesis la crisis económica por la que estamos atravesando, Chile puede vanagloriarse de importantes avances. Los porcentajes de pobreza han bajado en forma Para los efectos de esta reflexión la haremos equivalente la noción de parentalidad a la de función de “cuidado” en cuanto a la provisión de bienes y actividades que permiten a las personas alimentarse, educarse, estar sanas y vivir en un hábitat propicio. “Abarca por tanto al cuidado material …, al cuidado económico que implica un costo y al cuidado psicológico que implica un vínculo afectivo” (Rodríguez, 2005 citado en Sunkel, 2006. p.55). Otros autores definen las funciones de cuidado como “un conjunto de actividades orientadas a proporcionar bienestar físico, psíquico y emocional a las personas…” (Comas D´Argemir, 2000 citado por Bagnara, 2005). 1 notoria2, contamos con mejor infraestructura a nivel de obras públicas y viviendas sociales, ha aumentado la cobertura de servicios básicos, contamos con electrodomésticos, celulares y televisión por cable en los hogares chilenos como nunca antes lo habíamos soñado. El mejoramiento de las condiciones materiales de vida ha beneficiado a todos los chilenos, y en esto los más pobres no han quedado excluidos (CEPAL, 1995; INE, 2004; PNUD, 2009; Valenzuela, Tironi & Scully, 2006)3. Sin embargo, un análisis detallado de la distribución del ingreso no permite estar orgullosos de los avances obtenidos. El país crece en lo económico pero los ingresos autónomos familiares son muy diferentes según sea la posición que cada cual ocupa en la estructura socioocupacional del país4. De acuerdo a la CASEN del año 2006 el 20% de los hogares de mayores ingresos concentran más del 50% del total de ingresos autónomos, mientras que el 20% de hogares de menores ingresos reciben sólo el 4,1% de ellos (Ruggeri, Saith y Stewart, 2003 en CEPAL, 2004). Las consecuencias en calidad de vida para cerca del 15% de la población en Chile son evidentes (CASEN, 2006). Se advierte también, una importante valoración de la heterogeneidad de los estilos y modos de vida familiares, pero las oportunidades de individualización y autonomía de muchas mujeres se ven aun restringidas5. Por una parte, se diversifican las estructuras familiares6 (véase por Nuestra estructura social describe una disminución creciente de la pobreza. La Encuesta de Caracterización Socioeconómica 2006 (CASEN) ha registrado una disminución de 45% en 1987 a 13,7% a nivel nacional. En la Región Metropolitana de un 33% el año 1990 a un 10,6% el 2006 (Gajardo, 2005)2. 3 Se constata que al año 2002, el 98% de la población chilena tiene acceso a electricidad, el 72,6% de los hogares reside en viviendas propias (aún cuando sea sujeto a endeudamiento), más del 80% de los hogares cuenta con refrigerador, lavadora y TV a color y más de la mitad tiene acceso a teléfono fijo y celular (INE, 2003a). En los más pobres el 56,7% cuenta con televisión a color en sus hogares, 51,4% lavadora con programa automático, 48,4% refrigerador y 29,8% celular, entre otros bienes durables (INE, 2004). 4 Por ingresos autónomos se entiende todos aquellos que generan los hogares por sus propios medios (sin incorporar las transferencias del Estado). Por ejemplo, remuneraciones, arriendos, intereses por bienes de capital, jubilaciones, donaciones, entre otros (CASEN, 2006a). 5 Tal como lo sugiere uno de los informes de Desarrollo Humano de Chile realizado por el PNUD (2002) “en los albores del siglo XXI, el proceso de individualización ha tomado un nuevo giro. Se ha ampliado enormemente el campo de experiencias que puede recorrer cada persona. Se han diversificado los mapas culturales que la sociedad ofrecía como modelos para la construcción de una identidad personal, al tiempo que la validez de cada uno se relativiza. En la actualidad, no resulta fácil para las personas escoger la imagen o el modelo al que adherir y en el cual encontrar la fuente que haga coherentes los distintos ángulos de su identidad personal” (PNUD, 2002, p. 190). 6 Aunque los padres que residen con sus hijos/as u hogares nucleares biparentales siguen siendo mayoritarios en todos los sectores socioeconómicos del país, éstos han disminuido de manera aún más drástica en los hogares de menor bienestar socioeconómico. Por otra parte, los hogares con un jefe de hogar sin cónyuge y sus hijos/as, o los que se denominan nucleares monoparentales han aumentado en la misma proporción tanto en el 20% con menor bienestar socioeconómico de la población como en el resto del país. En un contexto familiar con mayores necesidades socioeconómicas, no extraña encontrar, modos particulares de organización familiar que no aparecen tan visibles en el contexto del total de hogares del país. Específicamente las familias compuestas. Estas describen un porcentaje tres veces mayor que lo que se advierte para el conjunto de hogares del país. Estos hogares, además de albergar un jefe de hogar con o sin cónyuge (con o sin hijos/as) declaran la presencia de un no pariente en el hogar. La incorporación 2 ejemplo el aumento creciente de convivencias en Chile7; aumenta la proporción de mujeres a cargo de su hogar y esto es transversal a todos los niveles socioeconómicos. Algunas mujeres incluso se atreven a decir que solo prefieren tener hijos/as a una pareja estable. O parejas jóvenes que expresan su deseo de no tenerlos. La conyugalidad comienza a separarse de la parentalidad (INE, 2003; INE, 2004; PNUD, 1998; PNUD, 2000; PNUD, 2002; Valenzuela, Tironi & Scully, 2006). Algunos autores afirman que el modelo conocido como Familia Conyugal o “industrial” por otros autores, donde se dividen las funciones que corresponden a lo masculino y lo femenino, se otorga a la mujer el lugar central en la crianza y la educación de los hijos y a los hombres la responsabilidad de la provisión económica (Valdés, 2003, citado en Rioja, 2005) convive con otro de carácter Relacional donde los hombres y mujeres, y las generaciones entre sí, se organizan en función de principios de igualdad y co-responsabilidad en lo económico y en la función de cuidado. De hecho, se calcula que entre el año 1980 y 2000 en zonas urbanas de América Latina, se registra una disminución de 74,5% a 54,7% de proveedores masculinos de hogares con mujeres cónyuges entre los 20 y los 60 años de edad. Los hogares que reportan dos proveedores de ingresos aumentan de 25,5% a 45,3%. Esto, independiente de la edad de los hijos/as y con mayor frecuencia en los grupos socioeconómicos altos que en los estratos de ingresos medios (Arriagada, 2004; Valdés, 2007). Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos realizados en esta materia, Chile aún describe una rígida segmentación de roles entre mujeres y hombres y esto, es particularmente notorio a nivel del ejercicio de la parentalidad (Arriagada, 2004; UC/Adimark, 2009). La evidencia sugiere que a mejor posición económica y cultural en la estructura social, mayor oportunidad de flexibilizar y enriquecer el desempeño de roles. Cuando no se cuentan con recursos económicos y/o sociales para buscar apoyo en el desempeño de esta función, la rigidización en el desempeño de roles parentales es alta. Las condiciones socioeconómicas marcan la diferencia en la mayor o menor posibilidad de elección de rol para las mujeres. de no parientes podría estar constituyendo modos de afrontar la escasez de recursos, incorporando una persona que aunque comparte alimentación con este grupo familiar, contribuye de alguna manera a reducir gastos inevitables que acompañan el vivir cotidiano. Este es un fenómeno que describe una tendencia inversa al total de hogares del país en los que disminuye (INE, 2003; INE, 2004). 7 Si se desagrega por nivel de escolaridad del jefe de hogar se constata que las situaciones de convivencia son mayores en las personas que cuentan con niveles de escolaridad más bajos. En lo cotidiano, nuestra sociedad no da pasos significativos aún para reducir la reproducción social de esta división de roles de género. Aún más, me atrevo a afirmar que incluso ella se encarga de reforzarlo día tras días. Es aquí donde entran en juego las exigencias sociales: Si reflexionamos respecto de la relación entre familias y escuelas, por ejemplo, podemos advertir que cuando el colegio convoca a la familia, en la práctica lo hace a la madre. Se envían comunicaciones escritas dirigidas a las “mamitas” desde las libretas de comunicaciones; las entrevistas y reuniones de apoderados se organizan en horarios incompatibles con la jornada laboral o cuando el profesor jefe (que paradojalmente también es mujer y probablemente madre) habla en femenino y concentra su atención en las mujeres asistentes a pesar de los padres presentes en la sala. Es a la madre a la que se le exige responder a las diversas demandas de la escuela. Desde el sector salud, también se espera que sea la madre la que lleve y se haga responsable del control pediátrico de los hijos/as; son ellas las que parecen más competentes para cumplir con las indicaciones médicas de tratamiento o rehabilitación. El padre está siempre invisible a los ojos de las instituciones. Autores como Sunkel (2006) sostienen, a este respecto, que estaríamos transitando: “en un territorio incierto donde, por una parte, existe la expectativa que las madres asuman la responsabilidad principal por los cuidados del hogar y, por otro lado, que todos los adultos participen en el mercado laboral. Pero mientras se ha ampliado el acceso de la mujer al trabajo remunerado, lo que consume tiempo que tradicionalmente ella dedicaba a cubrir las responsabilidades familiares, no se ha producido un cambio equivalente en la redistribución del tiempo que los hombres dedican al trabajo y al hogar” (p.11). La sociedad chilena continúa atribuyendo a las mujeres la mayor responsabilidad en el cuidado y educación de sus hijos/as, pero en contextos de extrema precariedad económica la provisión de ingresos no puede esperar: Lo frecuente, es que se sientan atrapadas en una situación paradojal de difícil solución: o trabajan y mejoran sus condiciones materiales de vida (en un contexto de ofertas laborales que tampoco les ofrece ingresos para superar realmente su condición de pobreza) o responden a las expectativas sociales y se dedican exclusivamente al desempeño de la parentalidad y los quehaceres domésticos en el hogar, reduciendo, en consecuencia, cualquier oportunidad de superar la situación de escasez de recursos en la que se encuentran. Asimismo, o destinan todo su tiempo y energía física a cuidar de los que la necesitan en el hogar y no trabaja, o trabaja, sin dejar de asumir la principal responsabilidad del cuidado. Esta vez, con mucho menos tiempo y disposición física para hacerlo. Las familias tienen hoy menos hijos/as y en la medida que la mujer se incorpora a la esfera laboral, el número y el perfil del cuidador cambia. Menos adultos y menos tiempo de las madres en el hogar, para velar de manera directa y personal la crianza y socialización de los hijos/as con todo el costo que esto trae consigo (Alcalay, Flores, Milicic, Portales & Torretti, 2003). Y cito textual el testimonio de una Mujer jefa de hogar de 35 años de edad, cuyo ingreso promedio mensual es de $ 170.000, residente en la comuna de Conchalí: “A veces es agotador, muy agotador, trabajar gran parte del día y llegar y ver qué tiene XXX de tareas, ver al otro chico, ver a mi hermana también, la casa… uff, hay días que no sé como lo hago, pero a pesar de todo, veo a los niños, a mi hermana, que la casa está bien y digo y “todo esto lo hago sola… ” (Gubbins, 2009, C8, R39). Esto es de la mayor importancia, cuando y desde el punto de vista sociológico algunos estudios sugieren una relación entre costos asociados al ejercicio de la parentalidad en las mujeres, con retraso y disminución en el número de matrimonios y disminución de la tasa de natalidad, entre otros datos de carácter sociodemográficos y aumento de indicadores en problemas de salud mental y drogodependencias en mujeres en Chile (Arriagada, 2004; UC/Adimark, 2008). ¿Qué hacer entonces? La recién estrenada encuesta Bicentenario UC/Adimark (2009) señala que a mayor pobreza mayor percepción de falta de apoyo social en este campo. Parte de las interpretaciones podrían relacionarse con los altos costos con que hoy se asocia la parentalidad, especialmente para las mujeres. Para contribuir a pensar como resolverlo, podríamos volver a recurrir al cúmulo de propuestas que se han estado promoviendo en estos años desde diversos sectores sociales y políticos del país: sistemas de cuidado infantil, flexibilización laboral, aumento de la co-responsabilidad entre hombres y mujeres en lo cultural, son algunas de ellas. No podría más que sumarme a cada una de ellas. Sin embargo, quisiera relevar aquí que no me parece suficiente aumentar ofertas institucionales, hacer reformas legales o campañas de comunicación en este campo. Estas deben estar acompañadas de sentidos. Es decir, imaginemos por un momento que los padres al fin contamos con el tan anhelado apoyo social para tener más tiempo con los hijos/as y esto, sin desgaste físico y mental, especialmente para aquellas familias donde ambos padres trabajan. ¿Cuáles son las prácticas que allí desarrollaremos? Claro, todos los textos especializados e incluso nuestra legislación actual sugieren que debemos ser empáticos, decirnos las cosas directa y francamente, evitar la violencia física y verbal entre nosotros, enseñar valores, etc. ¿pero y todo esto es para qué? ¿Cuál es el sentido último que se le quiere dar a todas estas prácticas? El PNUD a través de su informe de Desarrollo Humano (2009) publicado este año, señala y cito textual: “Los cambios experimentados por las estructuras objetivas de la vida social, tales como la economía, la organización urbana, las nuevas tecnologías; aquellos que se evidencian en las orientaciones y la diversificación en los estilos de comportamientos de personas y grupos, y que se traducen en una mayor individualización y autonomía, y el contexto de globalización en el que éstos se desarrollan, han dado lugar al surgimiento de desafíos cualitativamente distintos de aquellos que les dieron origen” (PNUD, 2009, sinopsis, p.12). ¿No es acaso la función socializadora, que se instala desde las prácticas parentales cotidianas, la que primero debiera sentirse cuestionada a este respecto? ¿Hacia donde orientar entonces el ejercicio de la parentalidad? ¿Qué entenderemos por parentalidad exitosa? Desde una perspectiva psicológica, nadie se atrevería a discutir, menos aún después de haber escuchado la presentación de Mónica y Mauricio, el impacto definitorio de la experiencia parentofilial en los primeros años de vida. Mis antecesores nos han dado importantes pistas que permiten dar respuesta a esta segunda pregunta para esta etapa de la vida familiar. Sin embargo, la complejidad de nuestro entorno está exigiendo además Individualización. Esta, y recogiendo la definición acuñada por el PNUD, entendida como: “el proceso mediante el cual las personas toman distancia de las tradiciones heredadas y afirman el derecho a definir por su cuenta y riesgo lo que quieren ser. Pero esa tarea no puede realizarla cada uno solo. Es el conjunto de la sociedad el que proporciona las legitimaciones, relaciones y recursos que la hacen posible” (p.20). Y en primer lugar desde la parentalidad cotidiana, agregaría yo. La individualización emerge como una nueva “exigencia social”. Exigencia que se expresa en que sea el propio individuo quien defina, decida y actúe conforme a su propia experiencia social (PNUD, 2000). Se constituye y reconstruye desde el momento mismo que se decide o no tener un hijo, y de allí en adelante. La experiencia de apego es una de sus primeras plataformas. La parentalidad debiera ir entonces mucho más allá del cuidado, el afecto y la protección de la infancia. Cuestiones que mas se convocan desde el debate público actual. La parentalidad individualizadora no puede reducirse solo a presencia afectuosa y control. Si es la individualización la gran salida a tanta complejidad e incertidumbre social, necesitamos mayor reflexividad crítica desde los padres y mayor capital cultural, en desarrollo cognitivo y discernimiento ético, en los hijos/as. ¿Cómo se intenciona entonces esto desde las familias, si nuestro país ya no cuenta con una sola norma social que nos guie a este respecto? ¿Cómo intencionar prácticas si además, las principales líderes de este proceso, como son las mujeres, no logran individualizarse aún? Se trata de buscar estrategias que respondan a las exigencias de una sociedad globalizada y plural en lo económico y lo cultural. Pero que también permitan, que no sean solo los hijos/as sino también las madres, puedan definir y realizar proyectos de vida diversos y satisfactorios. Sería contradictorio con todo lo que hasta aquí yo he comentado, e incluso cruel de mi parte, pretender que estos sentidos deben resolverse solo desde la experiencia parental puertas adentro, es decir una vez mas, desde las intuiciones y capacidad creativa de las propias madres. Tampoco se trata de simplificarlo acudiendo a los expertos del área clínica o psicosocial. El trabajo caso a caso no alcanza los ritmos de la presión social. Además, este se constituye en un verdadero lujo imposible de afrontar, dada las limitadas ofertas institucionales con las que se enfrentan tantas familias de bajos ingresos del país. Los sistemas sociales también deben hacerse cargo de sus propias demandas y exigencias y del impacto que estas traen consigo en el bienestar de la convivencia familiar y salud mental de todos sus integrantes. Hablamos de las escuelas, el sector salud, el mundo del trabajo, entre otros. Así, no podemos seguir hablando del fortalecimiento de la familia in abstracto. Se hace necesario hacer distinciones más precisas. Las generalidades invisibilizan la experiencia social. Necesitamos de una sociedad, y de un estado, más reflexivos y autocríticos de las actuales exigencias sociales. Nuestra sociedad se está moviendo desde “registros múltiples”: productividad y competitividad al límite de los tiempos personales desde el sistema laboral; cálculo y poder en lo político; consumo ilimitado desde el mercado; intimidad y gratuidad en la vida familiar. Estas incluso compiten entre sí. ¿Cuáles son las habilidades que deberemos intencionar entonces en nuestros hijos/as para ayudarlos a desplazarse fluidamente en una sociedad como ésta? Esta es una pregunta que debe ser abordada para todas las etapas del ciclo de vida de los niños y jóvenes y no solo en la primera infancia como ya se ha comenzado a hacer desde el programa Chile Crece Contigo que ha contado con tan buena evaluación hasta este momento. 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