Susana Villalba Caminatas MADERA En la pasión el frío llega a ser fuego. Hay ese instinto fatal de amar en otro lo que se odia en uno: el otro que ha quedado como una sensación de cometer distancia. No hay fuego sino ese solo fuego alimentado como lejos del propio corazón que cree en la pasión todo se funde. Lo que estaba separado se vuelve a separar, calado en lo calado a comprobar que se era de la alquimia la resaca. El alcohol, las hojas secas no son, por devorados, una hoguera. Sin embargo la llama no enciende con todo lo que encuentra sino con lo que puede transmutar. Hace falta un lugar donde sentirse llegando. Se recorre un amor o se atraviesa. Se está y cada uno habla de lo que cree que le pasa. Y es que le pasa porque lo dice. O porque lo cree. Ese instinto de odiar en otro lo que se ama en uno: El fuego es animal que no se caza sino con el vacío. NOH Corazón de agua ¿dónde echa raíces el amor? Todo dios de un mundo antiguo es ángel negro. Afinación de una cordura transitada, lo espera a la orilla de su cuerpo. La marea reina. Resaca de una noche de batalla con los bordes, funámbulo de tierra. Si el jaguar no se acerca el fuego emana un sudor de madera corrompida que finge un animal. Un sitio por vacío. Sitiar un corazón tomando el cuerpo circundante. Golpea el mar la piedra que ama ser derribada en su certeza. No se puede vivir tan cerca del origen de una pasión. Refleja su espera un gesto que transforma la quietud. El que dice en el Noh permanece al costado. Afinación entre palabras silencio y la pasión del que mira. Un actor sabe qué hay detrás de la máscara. El secreto del pájaro es que anuncia lo evidente. Y ahora la mañana es un pájaro que canta. Amor es una respiración, templar un corazón en el latir entre vacío y plenitud. Si el fuego no arde se asfixia, se deslumbra ante un alma que atormenta opone tempestades. Cuerpo de sal, idea del naufragio, no hace el amor, lo comete. El agua no sabe de la sed de un guerrero perdido en el naufragio de su idea de batalla. Cambian de forma las nubes si sopla el viento. La arena como un puma se deja acariciar y sueña al sol. El secreto del pájaro —piensa— es que es un pájaro también cuando no canta. Palabras cubren la distancia. Como la luz se hace el amor. A imagen y semejanza del deseo de apagar una hoguera con el cuerpo. IKYU Le lleva al mundo tiempo una mano, una pluma. Es imposible atravesar un corazón si no hay deseo de matarlo. Toda la tarde caminó bajo la lluvia como una forma de sentir humanidad. El tiempo —se dijo— será esta ceremonia del té. Es cosa de los astros si pueden partir el mundo en dos en un segundo. Es cosa de los otros sus manos. No es una huella que dejará según mueve la pluma. Es que esas huellas de sus dedos son irrepetibles. Pero llevan su tiempo las palabras. No es el camino el que dice la distancia, los ojos no encuentran su paisaje. Hubiese preferido tocar con sus palabras, él habla maravillosamente y es un placer físico escuchar. Pero no importa si las uvas están a demasiada o poca altura. Si se moja es que llueve y es la hora de preparar el té. El cuerpo es un pacto con la forma. Pero el deseo es la forma que tiene el corazón de deshacerse de su cuerpo. Como un relámpago espera en la línea de la mano. —¿El amor? —dijo la bruja— ¿Ir al Tíbet? Una escritora. Los sueños son la vida también. Tuviste un gran amor. —Tuve, como quien dice una enfermedad, escribí poemas. —Palabras —dijo la bruja— de un corazón en círculo de fuego. Se viste de venado y se devora. Una pluma en el barro. —Cuando los amantes duermen, amanece. Las palabras no dan cuenta de ese espacio que separa a los cuerpos en el sueño. —Los amantes —dijo la bruja— no se dan cuenta. Pero el que sueña es un camino como cualquier otro. Los poemas también son naturaleza. Si no tocaste esa mano no existió más que en el sueño. —Pero las uvas a la altura de mi mano, acaso simplemente las describa —Es una forma como cualquier otra. —Pero la espada y el tiempo que le lleva al mundo el cuerpo que la cabeza lleva atado como un perro. Y el guerrero si amanece y en su corazón noche cerrada. Cantan los pájaros y habitan la luz como una flecha de su propio sentido. Dar testimonio de una manera humana de levantarse, preparar el té y escribir. —Y acaso haber tocado ¿daría cuenta? —Un puma ni un venado. Deseo de beber un animal completo o palpitante en la espesura del deseo fugar de un cuerpo agazapado. Se pregunta qué tarea tiene entre las manos. Palabras como espada de dos filos. El deseo real como la mano al tocar fue tan distinta. Cada cuerpo irrepetible. —El arquero ni el caballo, la flecha no pregunta: Señor ¿no tuviste suficiente fe en mi? LÁMPARA “Mi oreja no salía bien en el cuadro y la corté.” Ahora puede pintar ese vendaje, necesitaba el blanco en su pintura. Su rostro es auxiliar a distinguir los cuervos de la espiga por matices. Las manos toman la pluma, el pincel, tocan un cuerpo que corta en dos al corazón. Tomo y obligo, piensa el puma y ya ha pasado ese bello temblor en la espesura. Mi mano acaso imprime en lo que toca la huella de una herida por tocar el filo entre dos fuegos. Lenguaje arrebatado a cambio de olvidar que decir es también naturaleza. Un corazón por él que el bosque pedirá tributo. Quién traerá en la boca más que dientes o palabras. Saliva como aceite de lámpara en la espalda. Era un bello venado el puma que sintió en la oscuridad. Toca Cupido sin dar la cara. Pero tiembla ante sus ojos que presiente como el agua de cal de los demonios, la sed da cuenta de la boca. Colmillos de la luna sangrante y baba de la furia que no encuentra noche o lobo para errar en solitaria compañía. Hoguera que parece iluminar lo que por ser es oscuro. Quema su espalda por ver su rostro. Raro animal es la quimera, por la noche cazadora de sí, al rayo de luz se entregaría a la justicia de los sueños. No estuvo más, repite el cuerpo. Hoguera por la que el bosque pedirá una cabeza que escribe corazones. Guardan las manos memoria muscular de haber amado, no hace falta la lámpara, no debe escuchar a las hermanas que preguntan por qué de día no lo ve. Distinguiría por su tacto que no debe pedir luz a la sombra. El arquero es el sentido de la flecha, da en el blanco cuando deja de mirar. Raros caminos sigue el corazón para encontrarse a los pies de ese maestro de tensar. No estuvo más que el tiempo suficiente. Quién la veía alzar la espada o pluma de tallar un corazón o arrodillarse cuando el día era implacable. Lleva la lámpara de aceite ante el espejo. Siempre supo que no estaría más que ante la luz que echa el amor: No sabe qué lógica se oculta en esa falta de razón cuando se trata de los cuerpos. TEATRO DE SOMBRAS En la pared los cuerpos hacen siluetas de cuerpos que se tocan. El movimiento de una sombra en otra y fuera arqueándose el dibujo del deseo como en un caleidoscopio va cambiando. O parece desde lejos que es posible ser un plano, bruma, un recorte de la luz. Algo que puede ser en su sencilla oscuridad, que puede parecer. Algo concreto como opaco, humo. Sombra de amor que se creyó real, es decir que existió. Existe aún. Un cuadro chino es más complejo por sencillo. Un cuerpo encima de otro como un raro animal entreverado con su sombra. Y su destino en la trampa: esa mirada que cree en la distancia ver por superposición una figura. Una apariencia lo vuelve todo parecido. Los cuerpos se proyectan, se sitúan delante de una lámpara, se excitan con la idea de que hacen el amor. Una sombra en otra confundida. Una ilusión de que lo efímero no cambia, no queda en la memoria de los cuerpos. Ese temor del corazón. Amanece y cada uno tendrá su propia forma de dormir, sus sombras de palabras murmuradas. Con todo el peso ahora se incomodan en la cama, ella no duerme porque no sabe despertar al día siguiente. Escucha la lluvia, una definición al fin en una noche que deriva. Algo rueda en el patio, escucha la lluvia, el reloj. Piensa en las sombras chinescas: un juego más, una noche más ese contorno como por arte de magia. ESTERO “Ya no tengo talento” —se dice, frente a un vaso vacío— ni edad para creer que es sólo pasajero, metafísico, un domingo lluvioso en pleno sábado. Ni caballos cargarían una melancolía tan cerca de las cosas. Más joven o más viejo el talento cubrió la obscenidad, es decir lo antiestético. Serpientes las visiones tienen su veneno o al menos una lengua de dos filos. Si nadie se movía como un puma, si nada estaba oculto, su cuerpo de venado ofreció el cuello a la quietud. Corazón del movimiento, el sueño anida huevos en un pozo debajo del estero. El yacaré de oro finge dormir como el talento si nada lo conmueve hasta los dientes. Y ya no tengo tierra para morder o al menos que parezca a la saliva o a lo lejos el palmar del universo. Nunca tuvo talento para olvidar lo deslucido. Perdido entre despojos lleva oro con descuido infantil, quizá tener nada, poco sería promiscuidad. Y no es la lluvia persistente ni la falta de paisaje. Finge dormir si todo duerme alrededor. El talento del pájaro —se dice— es que no vuela todo el tiempo. A la hora de la siesta sigue el rastro de la maga contrabandista con su pollera roja. Finge que sueña lo que ve y deja pasar la presa. El pájaro es virtual en sus palabras y el vaso vacío. Nunca tuvo talento para tomar un guijarro, no quiere perturbar los amores de esa piedra con el agua. No es que recuerda realmente a la muchacha y al abuelo con una sola espuela y ese revólver ciego. Si nunca fue un tropero sino el que se escapaba para escuchar historias jangaderas, el mensajero de caudillos ocultos en el monte. Qué hace entre cuchilleros un hombre de palabras, qué hace entre bibliotecas un hombre de a caballo. Qué hace de la vida un mal poema. Sabe escandir los días, sabe la historia que trae cada luna pero sigue mirando la lluvia, ya casi una ciudad inundada. Recuerda el río, mira a una muchacha de pantorrillas húmedas, piensa no debería llevar el hijo envuelto en nylon. Se corta la luz y encienden velas en el bar, casi no ve y poco le importa escribir. Ya no tiene talento para creer que las palabras puedan cambiar algo o sorprenderlo, como viejos amigos no tienen nada que decirse. El talento del pájaro es que me hace olvidar para qué canta. Si llega un jaguar a la tranquera —se dijo alguna vez— es que algo necesita de los hombres. Por qué no he de llegar a la ciudad. Los días al pairo, las lloviznas, los vasos porque sí o porque no, arenas del palmar que el agua mueve a un ritmo imperceptible. Sólo se entiende con “los hombres en estado de boda o de desastre”. Poco importa si el palmar existe, sigue el olor de pétalos caídos en el barro, de venado que se pudre como un vaso vacío en el corazón del puma. Ese momento en que finge olvidar. No es que no tenga talento para ser un jaguar, no sabría qué hacer con una presa, tampoco fingir miedo seducción o devorado. Simplemente está bebiendo su caballo, detiene a la tropilla, dice sigan sin mí, quiero estar cerca de “ese río de oro agua y sangre anónima de poetas”. Igual sintió a los diez, los treinta años. Ahora sabe algo más y es que no cambia. Siempre tuvo talento pero pocos motivos. A Francisco Madariaga VEREDAS No un conquistador por la espesura, nieve o caballos, la adúltera huyendo con su amante. Una vereda siempre tiene esquinas, latas y papeles. No, la infancia no, las casas son iguales a veredas. No un eremita sobre el acantilado. Taconea, baraja las palabras si camina. Venir decía ir de allí para acá. Patrón de la vereda. Faltaba esa página en el diccionario, olor de la furia del papel, ese perverso rancio agazapado en un fichero de palabras, estampillas, mariposas, clavada a una vereda no. En la infancia no había bares. Las palabras eran inoportunas. Rancia voz de recitales como una camioneta altoparlante. Ocho bailes tres cervezas un sexo. Me casaría con el dueño del bar, la tabernera. Mala muerte en los umbrales. Periódicos signos, cruza de vereda, en ésta acecha su destino. O está escrito: rosa crucífera en la villa blanca de entredichos. El domingo no dijo que vendría o iría de allí para acá. Ni laberinto ni extranjería. En un chico no todo es aquí y ahora. Desfiladeros de tiza ¿dónde van los trenes en la noche? Ni manada de lobos, olor del celo es un camino que se ignora en la infancia o se simula. La rosa de los vientos espera una preñez de crucifijo en los estambres, en la punta de la lengua el estigma, malas copas de cenizas. Ni caminos polvorientos ni amatistas. Ni azulejos en un baño de vapor jabonoso entre los cuerpos. Mantis religiosa corta la cabeza de su esposo, el sexo sigue su saliva. Impensable. Ni mordida certera sevillana o colmillos de la luna filtrando cascabel al corazón de una palabra. Inoportuna. Sentada en la vereda dando cuenta de un cuadrado que recorta ese árbol. Cuadratura donde el círculo se tumba como un perro de veredas. Ni estúpidos ladridos, caminatas, vuelta al perro de esa cita de palabras. El domingo descansaba en una espera. Ni órdenes ni impulsos de savia en dos sentidos. Rosa abierta a la llama que descienda hasta rastrera. Ni encarnada perfume o verbo conocido babeado en los oídos o en un baño. O en la carta que Joyce envía a una mesera, tocarse a la distancia. No es lo mismo una infancia que un destino aunque se toquen, una marca o una huella en la espesura. Ese domingo era un conjuro de veredas. Huevo de espinas, madeja de sus ramas, devora sus palabras si el amante no acerca su cabeza. Piensa estambres, potros negros, cacerías indecibles. Me refiero a que escribía y aparece ese cuerpo alucinante sin cabeza. Un modo de decir ni un cuerpo de palabras ni un contexto conocido. El domador, el molinero, el mozo. Un cruce de discurso, veladura de una lógica implacable: yo escribía y se cortó la luz. Volvía del bar, ese cuerpo dijo ¿Cacerías? Ni siquiera. ¿Potros? Sí. Patrón de la vereda. De allí para acá y viceversa, las velas se consumieron. Dije sea y se encendió la luz. Quería escribir, cómo explicarlo, caballo negro se levantó de pronto, los cuerpos hablan. La cabeza perdía contexto, pensaba: ¿por qué vive en la misma calle? ¿Quién o qué se desplaza por los cuerpos? Tallador de maderas, tabernero, hogar de perros callejeros, el dueño de los mozos y las cuadras, un domador de cabezas. Parecido al que en madera talla un ángel negro y al que yo esperaba realmente. Quiero decir como una reina a quien le cortan la cabeza. Cola de lagarto. Nuevamente salí a caminar, cámara supina. Prefería al constructor de bares, discurso estructurable, y dijo el corazón para qué si antes y después estabas escribiendo. De allí para acá terminan en la misma calle. Un espejismo no deja de ser desierto. El corazón no quiso decir lo que pensaba o no pensó lo que decía. Ángel negro, cada árbol lucha por llegar hasta la luz. Corazón retenido, sol sediento. Como gato encerrado en un departamento de policial neoyorquino. La reina de corazones, mantis religiosa, tribunal de cabezas. Revoluciones impensables de los astros, influencia mercuriana, pies alados. No, la infancia no, un cuerpo que crece simulando una cabeza que piensa demasiado. No sabe dónde esconder el cadáver. Baldeaban a la puerta de los bares, un gato me saltó a los pies sin pensar que un gato es una fuga. Ángel barcino diciendo aquí tus pies y las veredas: No me pidas demasiado. TORMENTA El cielo, dice una antigua leyenda, no admite cobardes. Tu inmunidad es la diabólica estrategia de los dioses, todo es posible es imposible querida amiga, entre paréntesis fumamos demasiado. El enemigo tiene sus razones pero no incumben al caído. No estoy herida —dirás, mientras el paraíso agita sus ramas contra el vidrio—, no hay mal ni bien absoluto. Es absoluta tu imperturbable equidad, esa ventana por la que ves el mundo, el otro querrá soplar tu casa o no. Y quién dice, dirás, hay lobos y corderos el uno para el otro. Cordero de Dios, por mi grandísima (sos la raza elegida) me golpeaba el pecho sin saber por qué. Hay esas noches, llego a tu casa tarde, recorrí bares, caminé, escribí, no sé rezar de otra manera. Venga a nos el tu vientre, recuerdo, padre nuestro más líbranos de todo mal. Aquí esperando de la vida una vida que pueda reconocer en lugar de saber qué hacer con ésta. En la que no hay absolutos. Cordero de Dios, tú que quitas si pecados placeres. Hay lobos y noches de plenilunio con la adrenalina a mil, la princesa está triste, divertirse también es sagrado, decís, y ya estamos hablando de lo mismo. Y cuando llega el tiempo del amor enloquecer hasta que caiga un fruto harto de su miel vuelta vinagre de unción. Llega el otoño a recordar que pasa el tiempo y nada reclama adhesión absoluta. Se camina en círculos pero se camina. Un tiempo de colmillos a una tierra virgen. Parirás con dolor tu corazón humano que nunca será juez y parte. Madre de Dios ruega por nosotros. Dirás por qué buscamos siempre las puertas cerradas. Porque somos lobos disfrazados soplando despacio y sin pausa la casa de Dios. Santo, Santo, Santo Señor de los Ejércitos. Tu casa parece venirse abajo pero aquí estamos mientras baten los postigos y el paraíso resiste. Hay tiempos, el tedio del verano, “ahora tengo mil años y muy poco que hacer”, sería cronista o líder de una revolución que no soportaría. ¿Dirás que tuvieron sus razones? ¿Que somos todos responsables? Pero tampoco fuiste a la marcha, creés en nada o todo te hiere demasiado, que es lo mismo. Estás soñando, yo también. Siempre se vuelve al lugar del crimen que no pudimos cometer, se camina en círculos pero en espiral, no te preocupes si llegamos al mismo lugar, lo vemos de otra manera. Qué tendrá la princesa rezando pagana al corazón del fuego. Para desear hay que ser absolutamente injusta. Por eso dirás, te conozco y ya no sé de qué estamos hablando, me estás confundiendo y aliviando, ahora es relativo hasta el desasosiego. Te estás moviendo y todo se mueve —decís— si te definen están marcando sus límites. Te falta un mundo maravilloso en su inmensa pequeñez. Y soportarlo.
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