Un gran corazón Tengo nueve años y me llamo Leticia como mi mamá, pero en la casa casi nunca me dicen por mi nombre. Yo creo que lo hacen para no confundirnos. Para mis papás soy Lety; para mi hermano Memo, que es dos años más chico que yo, soy Ety, me dice así no porque todavía no sepa hablar bien, sino que desde que empezó a hablar se le dificultó decirme Lety, y esa costumbre se le quedó para molestarme. Ah y eso no es todo, pues cuando mis papás no están me dice Et, como el extraterrestre. Tía Linda me dice Lety chiquita y tío Elías me dice chobina. Y en la escuela, cuando la maestra pasa lista, dice mi nombre completo (“Oliveros Alarcón Leticia”), como lo hace con cada uno del grupo. Pero al dirigirse a mí en la clase sólo Leticia. Para Flor, mi mejor amiga, sólo soy Lety. Pero de todos, el nombre que más me gusta es el que me puso abuelita Guille: Solecito. Yo vivo en Santiago Tuxtla, que es una ciudad de Veracruz, aquí todos nos conocemos. Geográficamente está ubicada -como dice la maestra- en la zona montañosa conocida como Los Tuxtlas, dentro de la que también está San Andrés Tuxtla y Catemaco, ciudades más grande que Santiago. En mi ciudad todos nos saludamos. He visto en la tele que en ciudades muy grandes las personas no se saludan. ¿Será por qué no se conocen? Santiago tiene un parque con kiosko, bancas, muchos árboles que en mayo dan flores amarillas y anaranjadas, y una Cabeza Olmeca de piedra casi del tamaño de una casa. La maestra dice que debemos estar muy orgullosos porque descendemos de los Olmecas, quienes habitaron esa ciudad hace más de ¡tres mil años!, imagínense cuánto tiempo, y que eran muy inteligentes. Yo creo que por ese orgullo que todos tenemos, hay un museo frente al parque, junto al mercado. El museo, al que la maestra nos llevó el año pasado, tiene otras tres cabezas, pero no tan grandes como la del parque y muchas figuritas. Santiago está como en un hoyo, rodeado de varios cerros verdes, desde lejos parece como si fuera un nacimiento, de los de Navidad, con sus casas blancas y sus techos rojos. En mi pueblo siempre hay algo que celebrar. En enero se hace una obra de teatro sobre los Reyes Magos. Este año, Memo, mi hermano, salió del Rey Baltasar. Para ello, tía Linda le elaboró un traje de terciopelo rojo con capa dorada, una corona de cartón y hasta unos zapatos como los de Aladino, el de la Lámpara Maravillosa. Hasta mi papá consiguió un pony para que Memo llegara montado en él, nada más porque no estaba el circo dando funciones en Santiago, seguro papá le hubiera alquilado un camello o un elefante. En febrero, Santiago hace su carnaval. Las calles se adornan con papeles de colores, de carros alegóricos, disfraces y mucha música. Todos los niños y niñas participamos en los desfiles. Este año, a las niñas de mi grupo nos tocó bailar hawaiano; tía Linda hizo mi falda de tiritas de rafia verde. En Semana Santa vienen mucha gente de Xalapa, Veracruz y hasta de la Ciudad de México para ver el recorrido del viernes. Nosotros nunca hemos hecho el recorrido, sólo vemos desde la ventana cómo pasa la gente sin hablar caminando muy despacio, alumbrada con velas. Adelante de la fila una persona trae un tambor que toca tam-tam-tam. Es una peregrinación triste, al contrario de la del carnaval en que todo es risa y baile. ¡Ah! pero la fiesta que más me gusta de todas es la de julio, que es la fiesta más importante. Dura quince días, donde viene una feria con muchos juegos mecánicos. Dos meses antes escogen entre las muchachas de la ciudad a la que será la reina. A la reina de la fiesta, en la noche de su coronación le ponen una corona de metal; ella viste muy elegante, como reina de cuento. Vienen a cantar artistas que vemos en la televisión. En la noche de la coronación de la reina vamos toda la familia, hasta abuelita Guille que no sale de su casa en todo el año. Esa noche estrenamos ropa. Tía Linda nos hace los vestidos a las mujeres, mientras mi papá, tío Elías y Memo van a comprarse ropa y zapatos a San Andrés. Al salir de la coronación comemos garnachas, platanitos fritos y empanadas, vemos los juegos pirotécnicos de luces brillantes y nos subimos a la rueda de la fortuna hasta marearnos. El 16 de septiembre se realiza el Paseo de la Patria para recordar la Independencia. Todos los estudiantes, vestidos de de blanco, desfilamos por la ciudad. Adelante del desfile va la banda de música de la secundaria, detrás una carreta de madera, jalada por un buey, va una muchacha que lleva la Bandera, representando a la Patria. En diciembre Santiago Tuxtla se llena de fiestas. Desde antes de iniciar las posadas se dan los ”Paseos de la Rama”. Es una rama de árbol que adornada con globos y listones de colores, los muchachos llevan por las calles, todas las tardes, para pedir dinero en las casas; con lo que juntan después organizan unas posadas, con piñata y todo. Con la rama, ellos cantan: “Ya llegó la rama, ya viene llegando, por eso todos alegres cantamos”. Si reciben cooperación, que pueden ser dulces, fruta o dinero, dicen: “Ya se va la rama muy agradecida, porque aquí fue bien recibida”; pero si no les dan nada: “Los que aquí viven tienen patas de alambre, porque se nota que se mueren de hambre”. Abue Guille siempre les tiene listas bolsas con naranjas para que la rama se vaya agradecida y no nos digan que tenemos patas de alambre. Las posadas se hacen en la calle y me gusta como se pide (la posada). Donde casi todos somos peregrinos; se escoge quien será María y quien será José. Abue me contó que a ella te tocó ver posadas donde los peregrinos principales montaban un burro. Después de romper la piñata se hace un fandango, un baile con música de jarana sobre una tarima, que hace que al zapatear se escuche ta-ta-ta. En la noche del 24 de diciembre se realiza el “Acarreo de los Niños Dios”. La ciudad se llena de música, ya que muchas personas desfilan en grupos para llevar a los Niños Dios a las casas de las madrinas. Los grupos llevan música de jarana y cantan: “A la rorro niño, a la rorro rro. Duérmase mi niño, duérmase mi amor”. Aunque la verdad creo que para el Niño es difícil dormirse por tanto ruido y el tronido de los cohetes. Al dejar al Niño en la casa de la madrina, a todos los acompañantes les ofrecen galletas y nanches curtidos. Nosotros desde la ventana vemos el acarreo, porque tanto a Memo como a Memo nos espanta el ¡puumm! de los cohetes. Dice mamá que ese temor viene porque cuando yo empezaba a caminar estuve a punto de caerme traté de detenerme con un rifle, que tenía papá para espantar a los coyotes del rancho, pero lo tiré y se disparó. Yo me acuerdo como si fuera un sueño. Ya no he visto el rifle porque desde ese día papá lo deja en el rancho. Familia Mis papás son Germán y Leticia. Él tiene un rancho a las orillas de la ciudad y diario se va antes que amanezca y en la tarde es maestro en la telebachillerato de Cabada, un pueblo que no está lejos de Santiago. Mi mamá es maestra en la secundaria y preparatoria “Erasmo Castellanos Quinto”, un señor que fue famoso como abogado en México y que era de aquí, Santiago Tuxtla. Como mamá se la pasa dando clases, una muchacha que se llama María es quien hace la comida y hace la limpieza en la casa. Tía Linda cuenta que antes, cuando yo tenía tres años, quien le ayudaba a mamá en los quehaceres era Candelaria, y yo le decía “mamá Cande”. Mi hermano Memo, Guillermo, es dos años más chico; él tiene siete y va en segundo en la misma escuela que yo. Siempre quiere lo que yo tengo o hacer lo que hago: si veo la tele, él quiere ver otro programa y si ando en mi bici, él quiere subirse precisamente a la mía, aunque tenga la suya. En el recreo de la escuela si juego con mis amigas al avión o a la cuerda, Memo a fuerzas quiere jugar entre las niñas. Y con eso que yo soy más grande (“cuida a tu hermano”, dice siempre mamá), él se aprovecha. Abuelita Guille, mamá de mi papá, vive con mi tía Linda a un lado de nuestra casa. Ella se dedica a cuidar a sus gallinas (a las cuales les puso nombre: La Cantarina, La Sapanita, La Canela y La Berenjena). Además riega su jardín de flores y cuando regresamos de la escuela nos cuida a mí y a Memo. Abue, en las tardes, después de la hora de comida, toma el fresco en el corredor de su casa, yo me siento en una mecedora y me cuenta historias, cuentos y chistes. Yo quiero mucho a Abue, porque ella me quiere también mucho. La gente dice que me parezco mucho a ella, a veces dicen: “pero doña Guille, si es su vivo retrato”. Mi tía Linda es dentista, tiene su consultorio a un lado de su casa. En sus ratos libres se hace sus propios vestidos; también para Abue y para mi. Mi tía es muy afectuosa y siempre me pregunta qué hice en la escuela. Un día me platicó de cuando ella fue niña, a qué jugaba y quiénes eran sus amigas. También me platicó que su hermano, que es mi papá, aunque es mayor que ella, de niño era igual de sangrón que Memo. Tía tiene la misma edad que mamá, treinta años, pero ella se ve más joven. Tía Linda cada mes nos aplica en los dientes una pasta, como la de dientes, que se llama flúor para que no se nos piquen. A veces otras niñas y niños van a su consultorio; si veo que tiemblan como gelatinas les digo que no tengan miedo, que ella es la mejor dentista del mundo y que no les dolerá nada. Del otro lado de la casa vive tío Elías, también hermano de mi papá; él es alto y flaco, se parece a una palmera, diferente a papá que es menos alto y gordo. Él siempre está de buenas (“cómo estás chobina”, me dice cada que me ve). Él vive solo en su casa. Tiene un perro labrador grandote, color amarillo, que se llama “Clinton”, es muy mansito, a veces juego con él a aventarle la pelota. Tengo otra abuelita y dos tías, mamá y hermanas de mi mamá, que viven en Xalapa. Las veo muy poco, cada fin de año que vienen de visita. Cabello rizado En mi familia todos tenemos el cabello chino: mis papás, abuelita, mis tíos y Memo. Me he dado cuenta que a las personas de cabello lacio les gustan nuestros rizos, tanto que a veces hasta van al salón de belleza para ser chinas, aunque sea un día. Estas personas, seguro que no tienen la menor idea de lo que sufrimos las chinas al peinarnos. Por ejemplo, jalones de cabello muy doloroso. Cada que me peina mamá, en las mañanas, me sujeta entre sus piernas para que no me eche a correr. De verdad que me dan ganar de chillar cada que me peina, pero me tengo que aguantar. A veces, aunque no quisiera se me escapa una que otra lágrima. ¿Qué me espera en el futuro con mi cabello? Pues, seguro que lo mismo que a tía Linda: usar muchos champúes, enjuagues, secadora y un cepillo de alambre. Un día me fijé cuánto tiempo tardaba en peinarse: ¡Una hora! Sí, una hora con el frrrr, frrrr de la secadora. Mamá es más práctica que mi tía: ella se cortó el cabello cortito, arriba del hombro y se lo deja ensortijado. Pero curiosamente mamá no me deja cortarme el cabello como ella. - ¡Ay, Lety, si tienes un cabello tan bonito¡ ¿Para qué cortártelo? - Pues para ahorrarme tantos jalones. Un día me vas a arrancar la cabeza – digo-. ¡Me duele, mamá, me duele cada que me peinas! - Hija, cuando seas mayor podrás cortártelo. - ¿Para cuándo…? - Cuando cumplas los dieciocho. - ¿Queeeé...? Eso es mucho tiempo, es como otra vida. No saben cómo me gustaría ser lacia como mi amiga Florecita, quien dice que quiere ser china como yo. ¡Pobre!, no sabe lo que dice. Aquí en Santiago cuando es tiempo de calor, o sea todo el año menos en diciembre que refresca un poco, me acalora mucho el cabello. Por cierto, ahora abuelita Guille anda bien a gusto, porque ya no tiene cabello. ¡Qué bueno por ella!, porque además de estar más fresca ha dejado de sufrir al cepillar su pelo. Aunque ahora que me acuerdo bien, nunca la escuché quejarse cuando se peinaba. - Mira, Solecito, si quejándonos solucionaremos los problemas, estaría bien en hacerlo. Pero, si no ganamos nada, ¿para qué hacerlo? -Me dijo un día que le platiqué sobre mi tormento de todos los días, cada que mamá me peina. Es más me acuerdo, antes que entrara a la escuela, como Abue cepillaba su pelo sentada en su mecedora. Con el trac, trac, trac de la mecedora pasaba el cepillo lento, despacito, sin prisas, sobre su cabellera larga. Empezaba a hacerlo por el lado derecho y terminaba peinándose el izquierdo. Aunque nunca entendí porqué Abue se peinaba con tanto cuidado, hasta dejar su cabello casi lacio para luego hacerse un chongo. Cuando la miré por primera vez sin cabello, la vi rara, pero ya no. Se ve tan bonita como siempre. Abue usa unas pañoletas muy bonitas que le regaló tía Linda. Algunas son de muchos colores, como un arcoiris; otras con flores y una de un sólo color. - Mira Solecito, estoy más fresca y además ya no tengo que peinarme -dijo y se quitó la pañoleta y pasó su mano derecha por la cabeza lisa. - ¡Qué envidia, Abue! Me lo voy a cortar como tú, así me prestas una de tus pañoletas tan bonitas ¿Sí, sí, Abue? - ¡Je, je, je! ¡Qué cosas se te ocurren! - Oye, Abue, ¿te acuerdas cuándo me raparon? - Claro, cómo no me voy acordar, fue hace tres años... fue cuando entraste a la escuela -dijo. -Cuando tu mamá te encontró unos piojos. De nada sirvió que te untamos petróleo en el cabello, para atarantarlos, y luego te pasamos el peine despiojador. De todos modos no se te quitaron los piojos. Recuerdo que me dio mucha vergüenza andar pelona y me sentí rarísima, pero luego le hallé el lado bueno: mamá dejó de jalonearme al peinarme. Al platicar con Abue se me ocurrió una idea: también raparme. La idea se me quedó grabada en la cabeza, como cuando uno trae una parte de la letra de una canción pegajosa. Pero por más que pensaba no hallaba cómo decírselos a mis papás. Tuve dos ideas: A) Hubo un súper contagio de piojos. Y de que antes que me los peguen, mejor me pelo pelona. B) Que siento mucho, pero muchísimo calor. Y eso hace que no entienda nada de la escuela, que a lo mejor hasta puedo reprobar año. El pelarme puede hacer que esté más fresca. ¿Se la creerán? Aunque pensé que lo mejor era decir la verdad. Y así lo hice un domingo en la mañana, que es el único día de la semana cuando desayunamos mis papás, Memo y yo. - Ma’, pa’, quiero decirles algo -dije al desayunar, pero de pronto las palabras se me atoraron. –Ejem, ejem... ¡Quiero raparme! Abrieron los ojos como plato y sólo levantaron las cejas. Papá se quedó con el pan a punto de morderlo; y mamá que iba a punto de tomar su café, lo regresó a la mesa. - ¿Cómo...? -dijo papá. - ¿Qué, qué? -añadió mamá. - Eso, que quiero raparme, cortarme el cabello. Como abuelita -me armé de valor. - ¿Para qué? -dijo mamá. - No entiendo, hija, ¿por qué? -siguió papá. - Nada más. Quiero cortarme el cabello para estar como Abue, para seguir pareciéndome a ella. - Piénsalo bien, Le-ti-cia. Acuérdate cómo lloraste cuando te raparon, porque se burlaron de ti en la escuela -dijo mamá. Papá y mamá se quedaron callados e intercambiaron miradas. Me di cuenta que mientras los ojos de mamá decían que sí, los de papá que no. Memo siempre tan copión, esta vez se quedó mudo, ni pio dijo, porque noté que la idea de estar coco pelón no le gustó. Por fin, papá, sin decir palabra me dio dinero para pelarme. Con el permiso de mis papás, sin acabar mi pan con mermelada de fresa que tanto me gusta, fui directo al salón de belleza para que me dejaran sin cabello. ¿Estás segura, Lety? Voy a preguntarle a tu mamá, dijo la señora del salón, mientras marcó el teléfono yo me subí al sillón. “Ajá. Está bien, maestra”. Todavía con cara de no entender nada, la señora me colocó una manta y con sus tijeras me comenzó a cortar mis rizos. No sé porqué en ese momento me acordé de los borregos cuando los trasquilan. En un rato me quedé sin un cabello. La señora después me pasó una máquina como la que usa papá para rasurarse. Por fin mi cabeza quedó como huevo, como la de Abue. Me vi rara, sin cabello, pero me puse feliz y corrí a ver a Abue. - ¡Pero...qué hiciste, mi Solecito! -dijo Abue y me abrazó. - Nada, Abue, sólo parecerme a ti, como siempre. Ya ves que me han dicho: “sacaste los mismos ojos grandes que tu abuela”, “eres igualita a tu abuela”. Ahora podrán decir: “estás tan peloncita como tu Abue”. Ese mismo día Abue me enseñó una colección muy extraña. Sacó del ropero una lata ovalada que tenía envuelta en papel de china, dos trenzas largas. - Mira, estas fueron mis trenzas cuando tenía catorce años, antes de casarme con tu abuelo -dijo. - ¡Qué bonitas, Abue! Después con mucho cuidado, como si fueran mariposas, sacó rizos que tenía en pequeños envoltorios. Me explicó: mira, este güerito es de Linda. El más oscuro, de Elías, y este negro de tu papá. Al final sacó uno que reconocí en seguida. Claro, ¡el mío! Y luego uno rubio, de Memo. Nunca hubiera imaginado que alguien guardara rizos. Pero, Abue es especial. Nombre del zodiaco El mismo día en que quedé pelona, tía Linda me explicó que Abue se había quedado sin cabello porque tiene una enfermedad llamada cáncer, como el signo del zodiaco. Por ese hecho, cuando escuché lo que tiene Abue, pensé que no debía ser nada grave. Sin embargo, en esos días yo veía algo raro en mis papás, tío Elías y tía Linda, como que estaban serios, tristes; a diferencia de Abue que seguía alegre. Pero de toda la familia a quien veía como si anduviera en la luna era tía Linda. Ella que siempre estaba contenta había dejado de sonreír, cerró su consultorio y se la pasaba con Abue todo el tiempo, le preparaba su comida (antes Abue era quien cocinaba), le daba sus medicinas y hasta pasó su cama al cuarto de Abue, para cuidarla en las noches. Sentí que algo no andaba bien. Otro hecho extraño que noté es que cuando mis tíos venían a la casa, en vez de hablar normal (es decir con escándalo y contar chistes, como lo hacían), ahora hablaban bajito y casi siempre era sobre “medicinas”, “terapias”, “análisis”, “consultas”, “dinero” y “más dinero”. Me di cuenta que iban señores a preguntar el precio de las vacas de Abue, que estaban en el rancho de papá. Un día ante tantas cosas extrañas que veía, le pregunté a tía qué era el cáncer, la enfermedad que le dio a Abue. - Mira, Lety, el cáncer es una enfermedad que está dentro del cuerpo, en las células -explicó. -Y hace que estas células se reproduzcan sin control, hasta invadir a todas las células del cuerpo. - ¿Y qué se hace, tía? - Detener que estas células crezcan con un tratamiento que se llama quimioterapia, que el doctor le pone a Abue cada mes cuando vamos a Veracruz. - ¿Quimio... qué, tía? - Quimioterapia, Lety. Mira, es una especie de veneno para detener las células que andan locas, para que dejen de crecer. - ¿Y a poco eso la dejó sin cabello, tía? - Sí, es uno de los efectos de la medicina. - Pero, Abue se pondrá bien, ¿verdad? Tía no me respondió luego, luego; me abrazó, y con voz rara, como quebrada me dijo: - Eso esperamos, Lety, eso queremos. Tía me explicó que la medicina -veneno que le ponen- es muy cara, cuesta mucho dinero. - Tía, ¿Abue sabe lo qué tiene? -le pregunté. - Sí, Lety, ella sabe que tiene cáncer. Abue es muy fuerte porque ella se portaba igual que siempre. Parecía que no tuviera nada, que no estaba enferma. Lo único raro era su falta de cabello. Mamá Guille Desde que me acuerdo Abue me cuida. Antes lo hacía Cande, la muchacha que le ayudaba a mamá, a quien yo le decía mamá Cande (bueno, eso dice tía Linda). Ya dije que como mis papás trabajan, Abue se había encargado de mí y mi hermano. Desde prepararnos la comida hasta contarnos cuentos. Yo le ayudaba a darle maíz a sus gallinas, servirles agua y recoger los huevos que ponían, así como a regar sus flores del jardín que tiene a lo largo del corredor de su casa. Cuando Memo y yo dormíamos la siesta, casi siempre después de comer, Abue nos refrescaba con su abanico. Ahora por su enfermedad ya no puede cuidarnos como antes. Lo bueno es de que como ya soy más grande, ahora yo la cuido y atiendo. Cuando regreso de la escuela, voy a mi casa a cambiarme el uniforme y quitarme la pañoleta para dirigirme a casa de Abue (ella me regaló una pañoleta azul fuerte como el color de la falda del uniforme). Quedo peloncita como Abue, que sólo se cubre la cabeza al acostarse en su hamaca, en el corredor de la casa, y cuando va con tía Linda a Veracruz. Tal vez quieren saber cómo me ha ido en la escuela desde que estoy pelona. Al llegar con mi pañoleta, la maestra sorprendida me preguntó qué me había pasado. Le conté la verdad: “nada, sólo parecerme a mi Abue”. Mi amiga Flor no se sorprendió, pues ella sabía mis planes (“lo hiciste, Lety”). Y a los demás niños les dije que me rapé antes que me pegaran los piojos. Reconozco que me porté grosera, pero ellos son muy pesados; a Flor y a mí, a veces nos dicen “las 24 horas”, dizque somos el día y la noche, ya que ella es morena y yo blanca. ¡Bobos! El primer día fue la novedad, después se acostumbraron, y qué bueno por mí, porque no hubiera soportado más días ser vista como bicho raro. A la hora que voy a casa de Abue, tía ya tiene la comida preparada: caldo de pollo, verduras cocidas, ensalada y plátanos asados. Yo ayudo a colocar los cubiertos y platos en la mesa, regreso a casa por Memo que, desde que llega de la escuela, se conecta al Nintendo. Aunque a la comida le falta sal no digo nada porque sé que Abue no puede comerla. El doctor le prohibió el chile, la sal y el azúcar, tanto que le gustaban a Abue. Tía sabe que la comida no tiene sabor y me pone el salero cerca de mi plato, pero no la uso para que no se le antoje a Abue. El que de plano no se mide es Memo, no hay día que no abra la boca: “Guácala, ¿otra vez lo mismo, tía?”. Y es que Abue sólo puede comer eso, menos cuando va a Veracruz. Y es que desde que descubrió las hamburguesas con papas, no las perdona. Después de comer, a Abue le gana el sueño, como a nosotros. Pero mientras yo duermo sólo veinte minutos, su siesta es de una o dos horas. - ¿Otra vez tienes sueño, Abue?, eres muy dormilona. - Quiero aprovechar ahora que tengo cuidadora -dice y guiña el ojo derecho. -¿O, no? Mientras tanto, mi Solecito, cuéntame cómo te fue en la escuela... ¿qué hiciste hoy? Le cuento lo que hice desde que llego a la escuela, pero cuando voy apenas en el recreo se queda dormida. Agarro su abanico para refrescarla mientras duerme para que no sude; muchas veces yo me quedo sin siesta. Los cuentos de Abue Abue me ha contado muchos cuentos, algunos vienen en mi libro de lecturas. Como el del conejo listo y el coyote, que me hizo reír mucho, aunque sentí feo por el coyote que le va mal. Ahí tienen que en un cuento, el conejo está mira que mira la luna reflejada sobre una laguna; a lo lejos el conejo olfatea a un coyote hambriento, y al presentir que se lo comerá, el conejo muy astuto le dice: “coyotito, ¿no ves que estoy muy flaco?, a caso, ¿no se te antoja ese quesote fresco que está en el fondo de la laguna?”. Y al mirar el supuesto queso, al coyote se le hace agua el hocico. El conejo le explica que para llegar a él, que está en el fondo de la laguna, nada más tiene que beberse toda el agua. El coyote muy obediente bebe y bebe agua y más hasta ponerse rete panzón, tanto que no puede ni moverse. El conejo tranquilamente se va riéndose del inocente coyote. En otro cuento. El mismo coyote más hambriento y enojado que nunca busca al conejo para comérselo y vengarse de la burla del queso. Lo encuentra y atrapa cerca de un cañaveral. A punto de devorarlo el conejo le dice que está bien se dejará comer. Dice reconocer que lo engañó con lo del queso y que además sabe que los coyotes se comen a los conejos, así como éstos comen zanahorias, que ni hablar, que es la ley de la vida. Pero antes de ser devorado lo invita a una boda, cuya fiesta será en el centro del cañaveral de enfrente. Que a los invitados les servirán de comer guajolote con mole y arroz rojo. Otra vez al coyote se le hace agua el hocico. El conejo le explica al coyote que debe entrar al centro de las cañas y cuando escuché cerca unos tronidos es que ya va a empezar la fiesta, pues son los cohetes del festejo. El conejo le dice que mientras él tiene que ir por los músicos. Cuando el coyote escucha los tronidos cerca de él se alista para saborear el mole y lo demás. Pero resulta que los tronidos no eran cohetes, sino el sonido de la caña quemándose. Y es que el conejo con un cerillo prendió el cañaveral. El coyote escapó como pudo, pero quedó chamuscado, más hambriento y más enojado que antes. Cuando leímos en el salón estos cuentos, que la maestra dice que son cuentos tradicionales, yo ya los conocía. Jugar a la escuelita Cuándo ustedes descubren algo, ¿qué sienten?, ¿qué hacen? Tal vez además del ¡oh! de esos casos, para un ratote para creerlo (a-si-mi-lar-lo, me explicó tía Linda), después del “no puede ser verdad”, como cuando en la escuela un compañero dijo que el Ratón Pérez es un invento de los padres y que ellos son los que ponen una moneda por cada diente que ponemos debajo de la almohada. Ya después uno se queda “con el ojo cuadrado”. Pues, así me pasó cuando me di cuenta que Abue no sabía leer. No lo podía creer, porque ella es bien inteligente, conoce muchas historias, sabe hacer cuentas y utiliza palabras difíciles al hablar. Descubrí que Abue no sabía leer el día de la amistad. Le dibujé un corazón rojo y escribí con letras azules: “Te quiero mucho abuelita”. - ¡Qué bello corazón! ¿Tú lo hiciste, mi Solecito? Pero, dime, por favor, ¿qué dice? - ... ¿A poco no sabes leer, Abue? -pregunté. - No, Solecito, no sé leer -contestó. - ¿Y la escuela, Abue?, ¿no fuiste a la escuela?, ¿no te llevaron tus papás? Fue entonces que me contó que tuvo tres hermanos más chicos a los que cuidaba, ya que sus papás trabajaban en el campo. Y que además cuando era niña no había escuela. Y que a los quince años se casó con mi abuelito Francisco -a él ya no lo conocí en persona, sólo en fotos, porque antes que yo naciera murió. En las fotos veo que tío Elías se le parece mucho. - ¿Tan chica te casaste, Abue? - Así era antes, uno se casaba bien joven. Me di cuenta que desconocía muchas cosas sobre Abue. - Abue, yo te puedo enseñar a leer y escribir como me enseñó mi maestra. ¿Quieres? - ¿A mi edad, Solecito? - ¿Por qué no, Abue? Tú me has dicho que nunca hay que darse por vencido. Ándale, Abue, ¿sí? - Está bien, Solecito. Claro, que me gustaría aprender a leer, sobre todo para saber lo que me escribes. Nada más que me vas a tener paciencia. Con un abrazo quedamos de acuerdo. Entre mis útiles de la escuela encontré un cuaderno y un lápiz casi nuevos. En la sala de casa de Abue y usando el pizarrón que me trajeron los Reyes empezamos nuestra primer clase después de la siesta, de la comida. Hasta me sentí como mi maestra. - Abue, comenzaremos con las vocales, Mira la A...es esta que parece un barquillo de cabeza y es con la cual se escribe la palabra abuelita y...árbol. - A de árbol y de abuelita -repitió. - Le sigue la E... de elefante, que es una letra en forma de rama de un árbol. - E de elefante, y de enredadera. - Después la I... de iguana, que es como tu lápiz. - I de iguana, pero también de izote. - O... de oso y es redonda como una bola. - O de oso y de orquídea. - La última es la U… de última. Tiene forma de una cuerda. -U de última y de uña -agregó Abue. - Ahora, Abue -dije-, vamos a repetir A, E, I, O, U -AA, EE, II, OO, UU -repitió dos veces más para memorizarlas- A, E, I, O, U... A, E, I, O, U. - ¡Bien, muy bien, Abue! Ahora vamos a escribirlas. A Abue le costó trabajo agarrar el lápiz. Para ella el lápiz era algo extraño, no como las agujas para remendar la ropa ni el cuchillo para cortar la fruta y la verdura ni el machete para partir un coco o el azadón para cortar la hierba; todas esa cosas que Abue utiliza muy bien. - Mírame Abue, así -dije y coloqué el lápiz entre los dedos de su mano derecha, como a mí me enseñó mi maestra María Lilia . - Ahora vas a hacer una plana con cada letra. Nuestra primera clase duró más de una hora. Abue resultó una alumna aplicada. -Mañana empezaremos con el alfabeto. ¿Te parece, Abue? -Lo que diga la maestra está bien dicho -sonrió. Al mes de la primera lección empezó a leer palabras cortas, después palabras más largas y ahora hasta oraciones. Desde que ella aprendió a leer he colgado en su cuarto muchos dibujos de flores gallinas y corazones. A todos les escribo algo para que ella las pueda leer. Muñeca de trapo Algunos días no tuvimos clases porque Abue se sentía desguanzada, sin fuerzas, como mi muñeca de trapo, la misma que me regaló cuando cumplí seis años. Le puse de nombre Minita, porque a mi Abue, que se llama Guillermina, la gente le dice Mina. En estos días, con la ayuda de tía Linda le hice ropa nueva a Minita, con pedazos de tela que me regaló tía. Le hice una falda azul con tirantes como mi uniforme de escuela, otra blanca para deportes y un vestido elegante de fiesta. Aunque tengo más muñecas, mi preferida es Minita, a quien le despegué sus cabellos de estambre y le puse un trapito azul como pañoleta, igual que Abue y yo. Abue me contó que de niña nunca tuvo una muñeca, que le hubiera gustado haber tenido una. Así que todas las noches le dejo a Minita, para que la acompañe. Los días en que Abue se siente sin fuerzas, nada más dice: “Hoy jugaremos a las muñecas, Solecito, ¿te parece?”. Entonces ella pasa a ser la muñeca y yo la atiendo, bueno quien lo hace realmente es tía Linda, pero yo le ayudo en lo que puedo. Le paso las medicinas y le coloco el termómetro en la boca para tomarle la temperatura; darle de comer, vestirla, bañarla, le llevo un vaso de agua, le limpio el sudor, le acomodo las almohadas, platico con ella y le leo los cuentos que leí en la escuela. El respeto a todos De Abue he aprendido que todas las personas somos iguales y las debemos tratar con respeto. - Mira, Solecito, debemos tratar a las personas como quisiéramos que nos traten -dice. - ¿Cómo es eso, Abue? -pregunté. - Ah, mira, si a ti no te gusta que te griten, pues tú no debes gritarle a nadie –explica. -Si quieres que te respeten tú debes respetar. Yo me doy cuenta que ella hace lo que dice. En las tardes, desde su corredor saluda a todos igual, sea el presidente municipal, el doctor, a los vecinos, el señor que recoge la basura, las señoras que bajan del cerro a vender fruta, los viejecitos que piden dinero, la señora que viene a lavar y planchar la ropa. Abue es amable hasta con una señora que está como mal de la cabeza, duerme en la calle y siempre carga un costal. A quien la gente se le esconde y los chamacos la hacen enojar cuando le gritan “a la San Andrés, le apestan los pies”. Pues, mi Abue platica con ella, le sirve un vaso con agua de fruta y le regala naranjas. Esta señora, cada que pasa, le pregunta a mi Abue: ¿cómo sigues comadrita? Y me he dado cuenta que Abue quiere hasta a los animales. Como les dije a sus gallinas les puso nombre, las saluda y les dice palabras cariñosas. Lo más chistoso de todo es que cuando ella les habla, las gallinas cacarean, como si le contestaran. Los viajes Cada mes tía Linda lleva a Abue con el doctor a Veracruz para que le ponga su tratamiento (qui-mi-o-te-ra-pia, todavía no me sé bien ese nombre tan largo). Como de Santiago a Veracruz se hacen dos horas de viaje, ellas salen como a la una y media de la tarde para llegar a las cuatro, hora de la cita de su tratamiento. El día que Abue va a su tratamiento, al salir de la escuela sin cambiarnos de uniforme, Memo y yo vamos directo a casa de Abue para comer y despedirlas. Me gustaría acompañarlas algún día, ya ella me ha platicado de todo lo que vieron en el camino (vacas, un arcoiris, el mar, los cerros verdes, las flores). Ese día nos quedamos en nuestra casa con María, que es la muchacha que ayuda a mamá para limpiar la casa, lavar y planchar. Tía y Abue regresan de Veracruz como a las diez de la noche; desde la ventana veo cuando bajan del taxi y me doy cuenta que tío Elías las espera para ayudarle a bajar del coche y entrar a la casa. Se nota que ella llega sin fuerzas, como muy cansada. Abue trae hamburguesas con papás que, recalentadas, comemos al otro día, mientras nos platica del viaje. Tía dice que no entiende por qué a Abue su tratamiento no le quita el hambre, como les había dicho el doctor. Con ella ha sido al revés, y al salir del consultorio no perdona comer su hamburguesa con papas. - ¿Y Abue, cómo conoció las hamburguesas, si aquí en Santiago no hay, tía? -pregunté. Ah, mira, lo que pasó es que cuando fuimos a la primer consulta pasamos a la tienda de hamburguesas, que está cerca del consultorio para comer algo, ya que yo no comí cuando nos fuimos -dijo tía Linda-, pero tu Abue me exigió una para ella, dizque porque también tenía hambre. Se comió completa la hamburguesa y las papas. Después pidió dos para llevar, una para ti y Memo. De ahí a la fecha es obligatorio pasar a las hamburguesas. ¿Cómo ves, Lety? De sus viajes a Veracruz regresa entusiasmada por todo lo que vio: el color del mar, si era verde o azul, o si estaba picado o tranquilo; si había muchos turistas en el malecón, si había mal tiempo, cuántas vacas vio en los pastizales rumbo a la carretera, la neblina, los puestos de sandías, jugos de piña. Siempre regresa con mil cosas por contar. - Y no te cansas del viaje, Abue. - ¡Qué va! ¡Es bonito salir y ver el mundo! - Abue, yo he escuchado que los enfermos no tienen hambre. Y tía Linda me dice que cuando se van tú ya comiste y de regreso te comes una hamburguesa. ¿A mí se me hace que no tienes nada? - Pues la verdad hasta creo que no, pero me gustan que me consientan. Ji, ji, ji -dice y ríe. Tía Linda me dijo que pensó que Abue no iba querer viajar a Veracruz para su tratamiento, porque ella nunca había salido de su casa y menos del pueblo. Un día, Abue me platicó que mi abuelo Francisco no la dejaba salir ni al mercado y lo que había que comprar lo compraba él; después el mandado lo hacía tía Linda o la muchacha. Abue dice que le halló gusto a estar dentro de su casa: crió sus gallinas y plantó árboles de mango, papaya y naranja. Y aunque Abue Francisco murió hace más de diez años, ella se acostumbró a estar en su casa. Eso sí, Abue no se pierde las fiestas de Santiago ni cuando viene el circo, una vez al año. Por cierto, la fiesta de Santiago fue hace un mes, en la que les decía que se escoge a una muchacha para ser la reina de la fiesta. Sobre eso, Abue bromea. - Vas a ver mi Solecito que cuando crezcas vas a ser reina de la fiesta -dice Abue. - ¿Tú crees, Abue? Entonces seré la primera reina pelona -dije y nos reímos un buen rato. El año pasado que fuimos al circo, cuando Abue aún no sabía que tenía cáncer (tía me dijo que ya lo tenía, pero no lo sabíamos), me hizo reír bastante. Y es que ella que es bien observadora me hizo darme cuenta que la señora que vendía los boletos era la trapecista; y el señor que recogió los boletos era el domador de leones, el mago y el payaso. Ese mismo día, antes de empezar la función me espanté mucho, Memo hasta chilló. Y es que cuando entramos al circo escuchamos que el león, que estaba en su jaula en la pista, rugía muy fuerte. Hasta se me enchinó la piel. - Abue, el león está muy enojado, ¿no se saldrá de la jaula? - ¡Je, je, je! No es el león, Solecito. Fíjate bien, no tiene dientes ni garras. Es un león viejo, cansado. Los rugidos están grabados y salen de las bocinas que están allá y allá. Nuevo juego Un día vi que Abue al caminar se agarraba de la pared y de los muebles que encontraba en su camino. - ¿Qué te pasa, Abue? Le tomé del brazo y la ayudé a sentarse en un sillón de la sala. -Gracias, Solecito. No me pasa nada, es que las medicinas me producen mareo, como en la feria. O, como cuando te subiste en la lancha, en Catemaco, ¿te acuerdas?. Decías que sentías que todas las cosas giraban a tu alrededor. Se siente chistoso, ¿no? Pues así siento yo, como que el mundo me da vueltas. Después de ese día, como Abue ya no puede salir al patio a atender a sus gallinas, ya que casi siempre se siente sin fuerzas y siente que todo le da vueltas, yo lo hago en su lugar. Gustosa. Aunque yo la había acompañado, me hace las mismas recomendaciones sobre cómo ponerles el agua, el maíz y cómo recoger los huevos. - Antes que nada –dice- debes aprenderte el nombre de cada una de ellas, para que las llames una por una. Mira, la más grande es la Cantarina; la más chiquita y gordita, la Sapanita; Blanquita es la blanca; y la Berenjena es la negrita. Me recuerda todos los días cómo ponerles el agua en sus trastes, cómo esparcir el maíz en el patio y decirles: co, co, co, co para que se acercan a comer. - Fíjate, Solecito, si las gallinas están en el nido, diles “con permiso fulanita” y toma los huevos. Vas a ver que no te picotearan. Por cierto, hace poco a la Cantarina le cayó encima un coco de la palmera del patio. Fue a la hora de la comida, en que empezó a soplar aire. Sólo escuchamos el alboroto que hicieron las demás gallinas. Ahí quedó quietecita, la pobrecita Cantarina. Abue se puso triste. Tío Elías la enterró donde quedó, a un lado de la palmera. Y dos veces a la semana, Abue me pide regar sus flores. - No seas malita, Solecito, riega las flores. Cada que riego las flores me recomienda: “Solecito, al echarles el agua diles cosas bonitas, las plantas sienten si uno las quiere, si uno no les habla, pues no se dan”. El mes pasado fue época de cosecha de mango y naranja. Desde la ventana vi como tío Elías los cortaba y los echaba en costales de yute. Abue y yo vendimos los mangos y las naranjas en las tardes, en el corredor de la casa. Las terminamos en una semana y eso que eran cuatro costales. El kilo los dimos a peso. ¡Un peso! Bien barato; en el mercado venden la naranja a cinco pesos y el mango a siete pesos. -Sólo así se lo llevan, mi hija -explicó Abue. Una vez intenté regalárselas, pero a la gente no le gusta lo regalado. - ¿Por qué, Abue? - Porque no quieren limosna. Se sienten mejor pagando, aunque sea poco. La beca Como pasé a cuarto año de primaria con diez de calificación, mamá había solicitado hace tiempo en la escuela una beca para mí. Con tan buena suerte que me la dieron. Es mucho dinero para mí. Imagínense, ¡quinientos pesos! ¡Quinientos pesos!, un dineral. Luego, luego que me dieron el dinero pensé qué compraría. Dudé entre libros de cuentos que tanto me gustan o, regalos para Abue, mis tíos, Memo y para mis papás. En esas estaba cuando recordé que hace unos días tía Linda les había dicho a mis papás que se necesitaba más dinero para el tratamiento de Abue. Que ante esta situación tramitaría un préstamo al banco o vendería el patio de la casa. Entonces supe para qué serviría el dinero de la beca. En la tarde en que Abue dormía su siesta aproveché para entregarle el dinero a tía. -Ten tía: para el tratamiento de Abue. Tía Linda sin entender recibió el billete. Lo vio, me di cuenta que se sorprendió, pero me miró y sonrió. Me regresó el billete de a quinientos pesos. - No, Leticita, este dinero es tuyo y debes emplearlo en ti, en lo que tú quieras, libros, ropa, zapatos. De nada sirvió insistir en que yo quería darlo para el tratamiento de Abue. No mencioné lo que escuché sobre la falta de dinero. Era mejor entregarlo directo a Abue, pero para evitar que me pasara lo que con tía tenía que pensar en un plan. Lo malo es que todavía faltaba mucho para Reyes, ya que dejárselo en el zapato hubiera sido buena idea. De pronto se me ocurrió lo del ratón Pérez. ¡El ratón Pérez!, pero cómo iba a hacerle si Abue ya no tiene dientes. Bueno, no tiene dientes, pero sí dentadura, que son muchos dientes pegados. Pues, ¡claro!, ¡debajo de la dentadura! Abue al dormir su siesta se quita su dentadura y la sumerge en un vaso con agua. Aproveché y debajo del vaso puse el billete de quinientos. Al despertar me pidió llevarle acercarle el vaso para ponerse su dentadura en la boca. - ¡Abue, Abue!, ¡mira, Abue, lo que está debajo del vaso! ¡Es un billete de a quinientos! -fingí sorpresa. Segurito fue el ratón Pérez. - Ay, Solecito, yo creo que no fue el ratón Pérez, sino una preciosa ratoncita -sonrió. - ¡Es tuyo hijita!, ¿cómo crees?, ¡tú le lo ganaste! Es más, yo tendría que pagarte por haberme enseñado a leer. - Pero, Abue... es para tu tratamiento -rogué. Al fin y al cabo voy a seguir estudiando muchísimo para que me den otra beca. Por cierto, siempre creí que para mi hermano Memo nada más existía la tele y el Nintendo, y que ni sabía lo que pasaba con Abue. Pero me equivoqué. Precisamente cuando estaba tratando de convencer a Abue de que se quedará con el billete, Memo llegó con su alcancía de marranito. Sin decirle palabra nada más se la extendió. Abue nos abrazo a los dos un ratote. Sentí bien bonito su abrazo, lleno de cariño. A Veracruz Por fin llegó el día que tanto había esperado: acompañar a Abue y tía Linda a Veracruz. Como Abue me había platicado tanto de sus viajes y de todo lo que veía en el camino, ya deseaba que llegara el día de acompañarla a su tratamiento. De tanto insistir a mis papás, por fin me dieron permiso para cuando llegaran las vacaciones de la escuela. Siempre y cuando tía Linda y Abue aceptaran que las acompañe. Como yo me había convertido en la asistente de tía en cuidar a Abue, ella no tuvo ningún pero. Claro, que Abue menos, al contrario se alegró de que yo fuera: “Por supuesto, Solecito, vas a ver qué bonito es Veracruz”. Yo no conocía Veracruz y estaba muy emocionada. Abue y tía iban a Veracruz como a las dos de la tarde, después de que llegábamos Memo y yo de la escuela. Pero esta vez iríamos más temprano, a las diez de la mañana, ya que Abue tenía cita al mediodía con otro doctor. Ya imaginarán que de la emoción no pude dormir una noche antes del viaje, me pasó lo mismo que en la noche del 5 de enero, antes de la llegada de los Reyes Magos. Sentía que yo era un motor encendido, era la emoción. Por más que apretaba los ojos con fuerza no me llegó el sueño. Sólo dormí por ratitos y cuando me di cuenta empezó el quiquiriqui de los gallos. Escuché cómo papá se levantó, prendió su camioneta y se fue al rancho; me quedé acostada en la cama hasta las siete, como cuando voy a la escuela. Me bañé y vestí. Escogí la pañoleta blanca con rosas rosas que me dio Abue, y de la cual ella tenía otra igual. Desayunamos, Abue, tía y yo, cereal con leche y papaya con miel. Tía dijo que después de la consulta de Abue, al mediodía iríamos a las hamburguesas, antes del tratamiento de Abue. En la bolsita de ositos metí cuidadosamente el billete de quinientos, por lo que fuera a ofrecerse en Veracruz. A las diez llegó el taxi que alquilaba tía para ir a Veracruz. Para ir iguales, Abue sacó de su ropero la pañoleta compañera de la mía. ¡Claro, la blanca con rosas rosas! Nos acomodamos en la parte trasera del coche. Abue en la ventana del lado derecho, yo en el centro y tía del lado izquierdo detrás del chofer. Nos pusimos el cinturón de seguridad. Y desde la ventana nos despedimos con la mano, de mamá y Memo. Mi hermano se quedó haciendo pucheros porque también quería ir. Como le prometí una hamburguesa doble con papas grandes, se quedó más tranquilo, sólo haciendo caritas, pero sin berrear como becerro, que ha sido su costumbre para conseguir lo que quiere. Paisaje maravilloso Salimos de Santiago cuando el sol ya estaba intenso, pero en la carretera al subir los cerros, donde está el pueblo Tapalapa, se puso nublado. Tía me dijo que en esa zona siempre hay neblina. Como no se veía a lo lejos, sólo de cerca, el chofer bajó la velocidad del coche. Íbamos muy despacio. Imaginé que estábamos atravesando una nube. Un rato al llegar a un cerro de arena, la carretera estaba de bajada, como una resbaladilla, y nuevamente se aclaró el día y apareció el sol. En las dos orillas de la carretera aparecieron altos los sembradíos de caña. Abue me hizo darme cuenta que las cañas ya hasta tenían flores arriba. - Eso quiere decir, Solecito, que ya están maduras. Ya es tiempo de cortarlas. Más adelante encontramos que un grupo de negritos con machete cortaban la caña. Desde lejos parecía que bailaban, ya que lo hacían al mismo tiempo. Riendo Abue dijo que no eran negritos sino que andaban tiznados porque si me daba cuenta, en el cañaveral que estaban cortando salía humo. Me explicó que los cortadores antes de cortar la caña la queman para que sea más fácil cortarla, ya que así además de quemar las hierbas hacen que salgan las víboras y tarántulas que estuvieran en el lugar. Sólo quedan las varas de caña. Me acordé del cuento del conejo y el coyote en el cañaveral, que me había contado Abue. - ¡Abue, mira esos cortadores chaparritos! -pregunté al ver unos señores muy chiquitos. - No, no, Solecito, no son chaparritos, son niños que ayudan a sus papás para cortar más cañas, y así ganar más dinero. Si te das cuenta también hay unas señoras cortando -dijo. Cuando iba a preguntar si esos niños siempre trabajaban y no iban a la escuela, me acordé de lo que me contó Abue sobre cuando desde niña tuvo que trabajar para ayudar en su casa. Me di cuenta que para muchos niños su vida no es tan fácil. En la carretera alcanzamos camiones grandísimos llenos de cañas que llevaban a los ingenios, que son las fábricas de azúcar, y que están en ciudad Lerdo. Como a la media hora de salir de Santiago pasamos por Cabada, donde papá da clases en la telesecundaria. Un poco más adelante vimos desde lejos dos chacuacos y el humo que sacaban. Eran los ingenios San Pedro y San Pablo que están en Lerdo. Abue me hizo respirar hondo para oler el dulce del azúcar que hacían en los ingenios. Al acercarnos más a los ingenios el aroma dulzón era más fuerte. El taxista, que desde que nos saludó, no había dicho nada, explicó cómo hacen el azúcar en el ingenio. Primero meten las cañas en un tinaco grandísimo con agua, para lavarla; después las cuelan en una coladera gigante. De ahí las pasan a una máquina “centrifugadora” para quitarles la humedad -dijo sin dejar de mirar la carretera. De ahí a una trituradora para cortarla, después las hierven, y es cuando desprende el olor a dulce. De ahí a otra máquina que la granula y de ahí las envasan en costales. El chofer dice que lo sabe porque había trabajado en ese ingenio. Tía Linda que tampoco había dicho nada, dijo que cerca de los ingenios, el conquistador Hernán Cortés fundó el primer ingenio, que a ese lugar se le conoce como Paso del Ingenio, donde todavía se ven los cimientos de piedra y restos de la maquinaria. Supe porque dicen que los viajes ilustran. Ya en la carretera rumbo a la ciudad de Alvarado dejó de oler a dulce y empezó un aroma fuerte que picaba la nariz. No sabía que era, ni de dónde venía ese olor hasta que después de dar una curva, detrás de una cerca vi muchísimas vacas pintas, nunca había visto tantas juntas, eran como unas mil vacas. El olor picante era de su excremento. Abue dijo que esa variedad de vacas se llaman holandesas, como las que salen en la tele, en los comerciales de leche en envases de cartón. Esa leche no la he probado porque en la casa tomamos leche de las vacas del rancho de papá; vacas de un sólo color y más grandes, como las que tuvo Abue. Abue, que todo lo sabe, me explicó que esta variedad era una mezcla de ganado cebú con suizo, que es una raza muy resistente al calor, frío o lluvia. A diferencia de las vacas holandesa que, aunque daban más leche, son más delicadas. Pero ese rancho tenía galerones techados para protegerlas del clima. En la carretera vimos muchos puestecitos de madera con techos de paja que ofrecían sandías, piñas y jugos de piña. A lo lejos vi una gran mancha azul. Era el mar. Atrás había quedado el olor a estiércol y entró un aroma salado, como cuando Abue cocinaba sopa de pescado. Me di cuenta que era el olor del mar. Al llegar a una caseta de cobro, Abue me anunció que estábamos a punto de cruzar el puente de Alvarado. Y allí vi una estructura altísima de metal que cruzaba el mar. ¡Increíble! Era un puente enorme, por el cual los camiones y coches cruzaban el puente lentamente. Pude ver cómo sobre el mar había lanchas y barcos con redes. Al ver mi cara de sorpresa, Abue me explicó que eran barcos de pesca; que las personas de Alvarado se dedican a pescar. Al salir del puente me di cuenta que la gente viste de pantalones cortos, playeras sin mangas, gorras y calzan sandalias. Ya en Alvarado caí en cuenta que debimos estar cerca de Veracruz que también está en el mar. Pasando Alvarado, del lado derecho de la carretera seguía el mar, estaba tan cerca que se veían entre montecitos de arena (tía Linda me dijo que se llaman dunas) cómo las olas chocaban en la orilla. Vi muchas gaviotas que volaban sobre el mar. -Fíjate, Solecito, cómo las gaviotas se acercan al agua como si tomaran agua -explicó abue. No se acercan por el agua sino que buscan peces, que es su alimento. Por la carretera había puestos de pescados y camarones preparados. Y en un tope había un señor que ofrecía bolsas de camarón fresco: “camarón freco pelao, muy barato”. A mí me gusta la ensalada de camarones con zanahorias, aguacate y mayonesa, que a veces prepara mamá. De repente, mientras seguía pensando en la ensalada de camarones, en una vuelta de la carretera las dunas y el mar desaparecieron. Más adelante un letrero verde de metal decía: “Las piedras”, un pueblito de casitas de tablas pintaditas de colores alegres: anaranjado, amarillo huevo y verde limón. Después, la carretera en que íbamos se convertía en tres. La de la izquierda señalaba “Córdoba”, la de enfrente “Xalapa” y hacia la derecha, “Veracruz”, nuestro camino. Después de este cruce de caminos, pasamos el pueblo Paso del Toro, donde Abue cuenta ese lugar le llaman así porque hace muchos años allí criaban toros y a veces cruzaban la carretera. En este lugar se ve una estación de tren, pero vacía, sin pasajeros, porque el tren ya no pasa. Cruzamos lentamente las vías de tren, momento que aprovechan muchos vendedores, casi todos niños, para ofrecer a los viajeros, como nosotras, plátanos fritos, bolsas de naranja y agua de piña. Después de Paso del Toro en la carretera aparecieron palmeras, aviso que estábamos cerca del mar. Y así fue. Pasamos un puente sobre un río pequeño y nos encontramos con una ciudad grande con casas grandes y edificios altos. Es Boca del Río, ciudad pegada de Veracruz. Al ir entrando por la ciudad aparecían más y más coches. Y de repente otra vez de lado derecho apareció el mar, como en Alvarado. Y al pasar por una estatua de bronce, de tamaño natural, de una pareja bailando jarocho, Abue dijo: “llegamos a Veracruz”. Llegada a Veracruz Quince minutos antes de las doce, hora de la cita de Abue, el taxista entró por unas calles angostas y se estacionó en un edificio que tenía un letrero que decía “Médicos militares”. Bajamos del taxi tía linda y yo para ayudarle a Abue a salir. Entramos al edificio de piso y paredes blancas. Abue y yo nos sentamos en una sala, en tanto tía fue con una señora que estaba en el mostrador que decía “Recepción”. La señora buscó en una lista algo. Le dijo a tía adelante, es decir que Abue podía pasar. Yo me paré también, pero tía Linda me pidió que las esperara ahí en la sala, que no tardarían. -Espéranos, Solecito, no tardaremos -dijo Abue. Me quedé sentada en la sala y vi que en la puerta donde entraron el letrero tenía escrito: “Dr. Germán Castellanos, Cardiólogo”. Mientras esperé, hojeé todas las revistas que estaban en la mesita de la sala. Todas eran sobre enfermedades y medicinas. Nada interesante. Me empezaba a inquietar cuando la recepcionista me llevó un vaso de agua fría y me preguntó que si quería ver la tele, que estaba en la recepción para encenderla. Como a mí no me llama la atención la tele, a diferencia de Memo que se puede pasar todo el día viéndola, respondí que así estaba bien, gracias. En ese momento recordé todo lo visto en el trayecto a Veracruz. Después de un ratote, como mil horas, salieron del consultorio Abue y tía Linda. Era la hora de ir a comer las hamburguesas. Y nada más de pensar en ellas se me hizo agua la boca, como al coyote de los cuentos. El taxista, que esperó afuera del edificio, nos llevó a Plaza de las Américas, un lugar muy bonito con muchas tiendas, donde estaba el restaurante de las hamburguesas. - ¡Abue, tía, yo las invito! Traigo el dinero de la beca -dije al bajar del coche y mostré mi bolsita de osos. Tía Linda y Abue aceptaron. Abue se quedó en una mesita y yo acompañé a tía al mostrador, donde una muchacha muy sonriente nos preguntó que deseábamos. Tía pidió dos hamburguesas dobles, una sencilla, dos papas y tres malteadas de fresa. - Muy bien. Dos dobles, una sencilla, dos papas y tres malteadas. Son noventa pesos -dijo la muchacha sin dejar de sonreír. Me sentí bien importante cuando saqué de mi bolsa el billete de a quinientos y también cuando recibí los cuatrocientos diez pesos. - Está bien, gracias, señorita -dije. Mientras Abue y yo comimos con muchas ganas, tantas que no hablamos para nada. Tía Linda con calma se acabó la suya que era sencilla y aunque le ofrecí de mis papas, no quiso probarlas. La vi como preocupada. - Tía, ¿y la hamburguesa de Memo? -pregunté. - Ah, sí, Lety. Al salir del doctor, ya de regreso a Santiago pasamos por ella. Las hamburguesas estuvieron deliciosas. Salimos de la hamburguesería a las dos y media de la tarde. Tía sugirió caminar un rato por los comercios de la plaza, para hacer digestión. Había tiendas de ropa, de zapatos, de muñecos de peluche y una que llamó mi atención: una librería. El letrero luminoso azul de “Librería Tierra de Tesoros” fue como un imán para mí. Sin decir palabra caminé hacia ese local. Abue, quien me tenía agarrada de la mano se dejó guiar por mí. Detrás de los cristales de la librería se veían muchísimos libros de todos tamaños y colores. Abue y tía se sentaron en los sillones, que el lugar tiene para que sus clientes revisen los libros. Diferente a la librería de San Andrés, donde uno pide el libro en un mostrador y lo llevan. Recorrí toda la librería, revisé libros de plástico sin letras para bebés; de cartón con pocas letras; libros grandotes y otros sin ilustraciones y muchas letras para niñas grandes, como yo. Abue y tía dejaron que recorriera la librería completa. De tantos libros que vi no sabía cuál escoger. Escogí un libro para mí (“El mejor truco de mi abuelita”), y uno de cartón para mi hermano Memo (“Un domingo con dinosaurios”), para ver si empezaba a encontrarle gusto a los libros, más que a la tele y el Nintendo. Fueron los primeros libros que yo compraba en mi vida. Pagué ochenta pesos. Como todavía faltaba media hora para el tratamiento, Abue pidió al taxista que nos llevara al malecón para ver el mar y los barcos. Los barcos son grandísimos, mucho más grandes y altos que los edificios que hay en Veracruz. Abue explicó que esos barcos venían de países tan lejanos, que hacían muchos meses para llegar hasta aquí. - Los barcos son de carga, Solecito -dijo Abue. Y transportan productos, ropa, zapatos y aparatos. ¡Guau!, Abue sabe muchas cosas. Y eso que nunca había salido de Santiago y no había ido a la escuela. La quimio Fuimos al consultorio del doctor Armando del Follo, que así se llama el doctor quien va a curar a mi Abue. Su consultorio es una casa grande con un jardín de pasto y muchas flores que tiene en el centro una fuente bien bonita de angelitos, como me la veía descrito Abue. Nos recibió la señora Esther, que es como de la edad de abuelita. - Doña Guille, ¿cómo está? -dijo y abrazó a Abue. ¡Está preciosidad debe ser la nietecita!, ¿no? -dijo y se agachó para abrazarme y darme un beso en la mejilla. - Así es, ella es mi Solecito -respondió Abue. - En verdad se parece muchísimo a usted -añadió la señora mientras pasaba su mano sobre mi cabeza, cubierta con mi pañoleta. ¡Es su vivo retrato! La señora, que es la recepcionista y tía del doctor también abrazó y besó a tía Linda. Las tres pasamos dentro del consultorio. Abue se acomodó en un sillón como el del salón de belleza. Tía y yo nos sentamos en un sillón que estaba frente a ella. Abue me dijo que allí, en ese sillón, le ponían su tratamiento. Llegó el doctor del Follo, que es un señor como de la edad de tío Elías, que dice “ya casi llego al medio siglo, chobina”. El doctor dio las ¡buenas tardes!, muy serio. Solo vi que le sonrió a Abue, en tanto le preguntó cómo había estado y se había sentido. - Bien, muy bien, como siempre, doctor, gracias. En eso llegó una enfermera arrastrando un soporte de metal con ruedas, que dejó a la derecha del sillón de Abue. Después trajo una botella que colgó en la parte alta del soporte. Abue muy tranquila estiró la mano derecha sobre el brazo del sillón. La volteó como si fuera a recibir alguna cosa, mientras la enfermera le amarró en la muñeca de la mano una liga gruesa. No entendía que iba a ser la enfermera cuando vi que sacó no sé de donde una jeringa grandota. Puse cara de espanto, pues me dan miedo las inyecciones, pero Abue, tan tranquila, al mirarme sonrió. - No pasa nada, Solecito. No duele nada -dijo Abue. La enfermera también sonrió. Yo mejor me voltee hacia otro lado. Cuando volví la mirada me encontré que la mano de Abue ya estaba conectada, a través de una manguera, a la botella, que goteaba despacio gota a gota. Tía Linda salió a recoger los resultados de los estudios que le habían practicado a Abue con el otro doctor. Me encargó cuidar a Abue. - ¡Claro, sí, tía! -dije muy segura. Me sentí muy importante, otra vez. - Abue, qué te parece si te leo el libro que compré. - Bien, me parece bien –dijo y entrecerró los ojos. Empecé a leer “El mejor truco de abuelita”. A la mitad del libro en que me di cuenta de lo que trataba la historia temática, por suerte Abue se había quedado bien dormida. Con ese cuento me di cuenta de que lo que podía pasarle a mi abuelita. Comprendí el porqué tía Linda andaba como distraída y callada. Al inicio el libro es divertido. La niña, quien narra la historia, dice que quiere mucho a su Abue, que es quien la cuida todos los días, porque sus papás trabajan. La niña cuenta cómo su abuelita disfrazaba los accidentes que le ocurrían, como a todos las niños y niños. Cuando se cayó del columpio y se raspó la rodilla, antes de que la niña se echara a llorar su abuela decía: “¡Qué buen truco!, ¿cómo lo hiciste?”. Y la niña ya no lloraba. Igual pasó cuando la nieta se cayó de la bicicleta y se fracturó la mano: “Otro gran truco, dime el secreto, ¿cómo lo hiciste?”. Y la niña le platicaba cómo había pasado todo, cómo había hecho el truco. La niña de la historia dice que de un día para otro su Abue se queda en cama, al pasar los días se pone más delgada, pálida y duerme casi todo el día. La niña pregunta a sus papás qué le pasa a su Abue, que qué tiene. Cada día la abuelita se pone más enferma, sólo se la pasa en su cama. En esta parte es cuando me di cuenta que mi Abue se había quedado totalmente dormida. Dejé de leer en voz alta y continué la lectura en silencio. De tanto insistir sobre el estado de la Abue, su mamá le responde a la niña que tiene cáncer, y que se la llevarían a un hospital para que la atiendan. La niña platica que su Abue estuvo un mes en el hospital, y que no le permitieron ir a verla, porque en los hospitales no permiten la visita de menores. La extraño muchísimo. Llegó un día en que sus papás le dicen que su abuelita se había ido al cielo. La niña, dentro de su tristeza, se dijo que su abuelita había hecho el mejor truco, pero que ahora no le iba a decir cómo lo había hecho. Al cerrar el libro se me escurrieron las lágrimas. Y me di cuenta que la enfermedad de Abue sí era peligrosa, aunque se llamara igual al signo del zodiaco. Como Abue podía despertar en cualquier momento me limpié las lágrimas y guardé el libro en su bolsa y saqué el libro de Memo para hojearlo una y otra vez, para distraerme del cuento. Aproveché para ir con la señora Esther para pagar lo del tratamiento de Abue, con mis ¡trescientos treinta pesos! Pero ella, sorprendida me respondió con una sonrisa que eso lo trataría con tía Linda. Al despertar Abue, sin darle tiempo en pedirme continuar con la lectura del libro, le empecé a decir lo bonito que fue el viaje y hacer recuento de todo lo que habíamos visto en el camino. Antes de que la botella quedara totalmente vacía, regresó tía Linda con un sobre amarillo. Se lo entregó al doctor del Follo que estaba en su escritorio, al otro extremo del consultorio. El doctor abrió el sobre y sacó un papel blanco, lo revisó detenidamente. Después de un rato le comentó algo a tía, quien puso cara de preocupación. Al vaciarse la botella, el doctor fue a desconectar la manguera de la mano de Abue, le puso un algodón con alcohol en la muñeca. Le dio a Abue una palmada cariñosa en la espalda. - En un mes nos vemos por acá, doña Guille. ¡Cuídese mucho! -se despidió el doctor de Abue. Abue se levantó del sillón tan tranquila. Al salir me despedí de la señora Esther que me regaló un paletón de chocolate. Tía Linda se acercó a ella y le entregó varios billetes de a quinientos. Me di cuenta que de poco hubiera servido el dinero que traía y que para mí era una fortuna. Pasamos por la hamburguesa de Memo. Ya no nos bajamos del coche. El taxi se acercó a una caseta donde no había nadie, pero tía pidió a nadie: “Una hamburguesa doble y unas papas, por favor”. El coche se adelantó donde una muchacha de gorra dijo que eran cuarenta pesos. Rápido saqué el dinero y se lo di a la muchacha, quien nos entregó una bolsa con el pedido. Ya estaba haciéndose noche cuando salimos de Veracruz para regresar a Santiago Tuxtla. Ya en el camino no vimos más que las luces de los coches o de las casas. Después de un rato el movimiento del coche arrulló a Abue y tía Linda. Yo cerré los ojos, pero sin dormitar porque no dejaba de pensar en el cuento que había leído. Después de darle vueltas concluí que no todas las historias son verdaderas, como los cuentos del conejo y el coyote. Así debía ser la historia del cuento del “Mejor truco de mi abuelita”. Cuando me di cuenta, como a las diez de la noche, ya estábamos llegando a Santiago, que efectivamente desde la carretera parecía un nacimiento. Porvenir Ya en la noche, muy noche, ya eran casi las once de la noche, porque escuchaba que en la sala mis papás veían como siempre el noticiero de la tele, cuando entraron tía Linda y tío Elías. Se me hizo extraña su visita, ya que hace como una hora que habíamos regresado de Veracruz y mis tíos y mis papás se habían dado el “hasta mañana”. Normalmente a esa hora ya estoy dormida, pero como estaba seguía recordando emocionada el viaje, no podía hacerlo como ayer en la noche. Pero dejé de recordar todo lo sucedido en el día cuando escuché que papá dijo: - Sí, sí, no hay problema, pásenle. Los niños a estas horas deben estar en el quinto sueño. Aunque tía Linda habló en voz baja, escuché: - El electro señala que a mamá le creció el corazón -dijo y noté que le costó trabajo decirlo. - No puede ser -dice papá. - ¡Jesús! -añade mamá. - Y ahora qué... -dice tío Elías. “¡Le creció el corazón!”, ¡le creció el corazón! Se me quedó como eco. Pero luego, luego encuentro la respuesta al “¡Le creció el corazón!” Y es que a veces creo que los adultos no comprenden bien las cosas, cómo tienen tanto qué pensar, revuelven y confunden todo. Lo del supuesto crecimiento del corazón se explica fácil: a ella no le creció su corazón, de repente, así nada más, sino que ella siempre lo ha tenido muy grande para repartirlo entre toda la familia. Y ellos no se habían dado cuenta, hasta que dizque lo descubrió el doctor. Dejé de poner atención a lo que continuaban diciendo mis papás y mis tíos. No tenía caso. Y me puse a imaginar en todo lo que Abue y yo haremos. Tal vez jugar a la escuelita, contar cuentos, jugar a las muñecas. Y tantas cosas más que, juntas, podremos hacer mañana, pasado mañana, los días siguientes, semanas, meses y los años que vendrán.
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