Antes de la tormenta Los Estados Unidos y la crisis europea de los años treinta1 Francisco Morente Universidad Autónoma de Barcelona La Primera Guerra Mundial fue el acontecimiento histórico que catapultó a los Estados Unidos de América (EUA) a la posición de gran potencia mundial. Hasta aquel momento, el país americano había volcado su actuación exterior fundamentalmente hacia el por ellos llamado Hemisferio Occidental, con especial atención a su back yard, su patio trasero, esto es, Centroamérica y el Caribe, así como hacia el área del Pacífico, primero con la incorporación de las Islas Hawai como un protectorado y, más adelante, como territorio de la Unión (1898), coincidiendo en el tiempo con la adquisición de la colonia de Filipinas tras la guerra hispano-estadounidense. Los asuntos europeos habían figurado siempre en un segundo plano de la agenda exterior de los EUA. La Gran Guerra cambió ese panorama al elevar a los Estados Unidos a primera potencia económica y política mundial, primer país acreedor del mundo y nuevo centro financiero del planeta. El dólar sustituyó a la libra, Wall Street a la City, y la cultura estadounidense empezó a extenderse por el orbe de la mano del cine, la música y la literatura para hacer de aquel país el referente por excelencia. Con todo, los asuntos europeos, desde una perspectiva diplomática, permanecieron en un segundo plano, y el interés de los Estados Unidos por implicarse en las cuestiones europeas siguió siendo limitado durante mucho tiempo. El presidente Woodrow Wilson, que había impulsado la creación de la Sociedad de Naciones durante la negociación de los tratados de paz que siguieron a la Gran Guerra, no consiguió que el Congreso de los Estados Unidos aprobase la incorporación del país a la misma, lastrando así su funcionamiento desde el primer momento y confirmando la potencia de las corrientes aislacionistas entre la población y la elite política estadounidenses. Wilson era quizás el más genuino representante de lo que en la tradición estadounidense en política exterior se conoce como internacionalismo (L.E. Ambrosius, 2008). Es decir, aquella corriente que defiende la activa implicación del país en los asuntos internacionales. En los años veinte, este internacionalismo (al que se apodaba precisamente como “wilsoniano”) defendía que los Estados Unidos no podían renunciar a sus deberes como gran potencia en la escena internacional. Eso se traducía en la defensa de una política exterior basada en el multilateralismo, que se debía apoyar, sobre todo, en el estrechamiento de lazos económicos y comerciales entre los diferentes países como la mejor garantía para el mantenimiento de la paz. Para los internacionalistas, la integración de los Estados Unidos en la Sociedad de Naciones era algo fundamental, y, en definitiva, defendían lo que más adelante, ya en los años treinta, se conocería como la defensa de la paz a través de la “seguridad colectiva”. Pero esta corriente mostró ser claramente minoritaria en los años de entreguerras. A ella se opuso un sólido aislacionismo, que venía al menos de finales del siglo XIX y que se había reforzado Este trabajo se enmarca en el proyecto HAR2014-53498-P “Culturas políticas, movilización y violencia en España, 1930-1950”, financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad. 1 Navajas Zubeldia, Carlos e Iturriaga Barco, Diego (eds ): Siglo. Actas del V Congreso Internacional de Historia de Nuestro Tiempo Logroño: Universidad de La Rioja, 2016, pp 21-36 21 ANTES DE LA TORMENTA. LOS ESTADOS UNIDOS Y LA CRISIS EUROPEA DE LOS AÑOS TREINTA durante la Gran Guerra con quienes habían sido contrarios a la participación del país en la misma. Los aislacionistas, como su nombre indica, rechazaban la implicación del país en los conflictos internacionales y, muy especialmente, la posibilidad de que EUA se volviese a ver envuelta en una gran guerra como la de 1914-1918 (W. Lippmann, 1952, pp. 8-9). El aislacionismo se nutría, al tiempo, de aislacionistas estrictos, neutralistas y pacifistas. No todos eran lo mismo ni defendían las mismas cosas, pero constituían un bloque social y político de una gran influencia en el Congreso. En realidad, no pocos aislacionistas no lo eran en un sentido estricto, sino que más bien defendían una actuación en materia exterior de carácter unilateral; es decir: la defensa del unilateralismo frente al multilateralismo que suponía la “seguridad colectiva” y que era defendido por los internacionalistas (A. Espasa, 2014, p. 49). Los presidentes republicanos que monopolizaron la Casa Blanca entre 1921 y 1933 (Warren Harding, Calvin Coolidge y Herbert Hoover) se movieron en ese territorio del unilateralismo, que no del aislacionismo en un sentido estricto. Por supuesto, rechazaron la incorporación de los Estados Unidos a la Sociedad de Naciones, pero eso no significa que se desentendiesen por completo de los asuntos europeos, aunque solo fuese porque los intereses del país, sus bancos y sus empresas dependían de cómo evolucionaran los asuntos en Europa, y de ahí su implicación, por ejemplo, en las sucesivas conferencias de desarme (M.A. Jones, 1996, pp. 440441) o en la renegociación del pago de las reparaciones alemanas -plan Dawes, plan Young- (M. Kitchen, 1992, pp. 45-46; D.A. Aldcroft, 1985, pp. 106-108), sin olvidar su protagonismo en el impulso del pacto Briand-Kellogg -1928- (R. Overy, 2009, p. 118), que aspiraba a desterrar la guerra como instrumento de la política internacional. Estaban convencidos de que la mejor manera de garantizar la paz mundial era impulsar el crecimiento económico general e intensificar los intercambios comerciales internacionales; ni que decir tiene que tras ese planteamiento estaba en primer lugar la defensa de los intereses económicos de los Estados Unidos. La llegada del demócrata Franklin D. Roosevelt a la presidencia no alteró sustancialmente las cosas. A pesar de ser un claro exponente del internacionalismo wilsoniano (había sido Assistant Secretary of the Navy –el segundo cargo político en la Secretaría de Marina- en el gabinete de Woodrow Wilson), Roosevelt mantuvo las líneas básicas de sus predecesores en política exterior (A. Bosch, 2010, p. 446; E. S. Rosenberg, 2008, pp. 253-254). Su preocupación fundamental en los primeros tiempos en la Casa Blanca fue América Latina, a la que aplicó la política de “Buen Vecino” (Good Neighbor Policy), cuyos antecedentes, sin embargo, pueden rastrearse ya en la presidencia de Hoover (M.R. Hall, 2011, p. 542). Roosevelt era partidario de la incorporación de los EUA a la Sociedad de Naciones, pero renunció a intentarlo siquiera dada la correlación de fuerzas existente en el Congreso (F. Ninkovich, 1999, pp. 109). El contexto de depresión económica en que se desarrolló la primera presidencia de Roosevelt condicionó extraordinariamente su política exterior. De hecho, la gravedad de la situación económica y social hizo que su prioridad fuese la política doméstica, quedando los asuntos internacionales en un claro segundo plano. Por otra parte, en los primeros años treinta no era Europa la protagonista de las principales tensiones internacionales. La mayor preocupación del Departamento de Estado estaba (además de en América Latina) en el Extremo Oriente, y concretamente en la política crecientemente agresiva de Japón. Precisamente, la tensión en Asia, donde los Estados Unidos tenían importantes intereses, reforzó las tendencias neutralistas por el temor a que el país pudiera verse envuelto en un conflicto armado en caso de guerra entre China y Japón. Las tendencias neutralistas y aislacionistas se vieron también enormemente reforzadas a raíz del gran debate público que se suscitó tras la publicación de diversos libros y artículos de prensa que denunciaban la responsabilidad de los grandes banqueros, fabricantes de armas y hombres de negocios en la decisión tomada en 1917 de que los Estados Unidos entrasen en la Gran Guerra. En realidad, se trataba de un argumento que ya estuvo presente en los debates entre neutralistas e intervencionistas durante la guerra mundial, pero que adquirió nuevo impulso como consecuencia de la publicación de un artículo titulado “Arms and the Men” en el número de marzo 22 FRANCISCO MORENTE de 1934 de la revista Fortune Magazine.2 En el artículo se acusaba al lobby de la industria armamentística de haber maniobrado para llevar al país a la guerra con la sola razón de mejorar su cuenta de resultados. Muy poco después se publicó el libro Merchants of Death. A Study of the International Armanent Industry (Nueva York, 1934), del que eran autores H.C. Engelbrecht y F.C. Hanighen, que insistía en la misma línea argumental, y que tuvo un notable éxito de público.3 Como resultado del escándalo público que estas publicaciones habían suscitado, el Senado de los Estados Unidos acordó crear una comisión para investigar la mencionada cuestión. La comisión fue presidida por el senador Gerald P. Nye, que era uno de los más destacados representantes de las posiciones aislacionistas en el Congreso. El Comité Nye, como fue conocido, desarrolló su trabajo durante tres años, entre 1934 y 1936, acumulando gran cantidad de documentación y realizando una gran número de comparecencias públicas (W.S. Cole, 1962, pp. 6096). Todo ello fue seguido con gran atención por la prensa, y el gran público pudo llegar a la conclusión de que, efectivamente, habían sido los intereses espurios de una especie de conglomerado financiero-industrial los que habían conducido al país a la guerra en 1917. La conclusión que se derivaba de todo ello parecía bien lógica: nunca más Estados Unidos debía ir a una guerra que no fuese el resultado de una amenaza clara e inminente contra sus intereses. El resultado más evidente de este estado de opinión fue el reforzamiento del neutralismo, ya de por sí muy presente en la sociedad estadounidense (A.A. Ekirch jr., 1966, p. 145), y la presión política para la aprobación de una legislación de neutralidad que garantizase que los Estados Unidos no se verían arrastrados a un conflicto internacional por sus relaciones diplomáticas o comerciales con terceros países. Con todo, la forma en que se entendía este neutralismo podía ser muy diferente según el sector político o social estadounidense considerado. En su versión extrema, existía un grupo muy activo que propugnaba que los Estados Unidos solo pudiesen declarar la guerra tras su aprobación en un referéndum. Esta posición llegó a contar con importantes apoyos en el Congreso, aunque ciertamente nunca estuvo cerca de contar con los votos suficientes como para transformar la propuesta en ley (E.C. Bolt jr., 1977, pp. 187-188). Menos extremistas, no faltaban quienes creían que bastaba con la aplicación de los principios de neutralidad que los Estados Unidos habían seguido tradicionalmente, y que no era necesaria, por tanto, una legislación específica. Sin embargo, acabaron imponiéndose los partidarios de esta última, lo que llevó a la aprobación de la “ley de neutralidad” de 1935. No deja de ser irónico que se aprobase una ley de neutralidad coincidiendo con la presidencia de alguien que, como Franklin D. Roosevelt, militaba en el internacionalismo wilsoniano y que confiaba mucho más en los acuerdos de seguridad colectiva que no en el unilateralismo. Pero una vez más, las circunstancias de la política doméstica iban a pasar por delante de los planteamientos en política exterior, máxime cuando el país atravesaba una gravísima crisis económica y social, y buena parte de los apoyos parlamentarios que Roosevelt necesitaba para sacar adelante las medidas de su New Deal provenían precisamente de representantes y senadores aislacionistas (T. Paterson, et. al, 2010, p. 136). Por otra parte, no hay que perder de vista que para la mayor parte de los ciudadanos estadounidenses, la política exterior no era en absoluto algo prioritario. Así lo muestran todas las encuestas de opinión disponibles para aquella época (precisamente, un momento en que esa forma de aproximarse al conocimiento de la opinión pública empezaba a adquirir importancia y unos fundamentos técnicos que hacían que sus resultados fuesen mínimamente fiables) En efecto, a mediados de los años treinta, solo un 11% de los estadounidenses consideraba los problemas de política exterior su principal preocupación; y seguían siendo solo un 14% en enero de 1939, en un momento en el que la tensión en Europa había alcanzado ya cotas muy elevadas y, de hecho, se había estado al borde de una gerra generalizada como consecuencia de la crisis checoslovaca en el otoño del año anterior (G.A. Almond, 1960, p. 73, tablas I y II). Fortune Magazine (marzo 1934), pp. 53-57, 113-120 y 125-126. [http://es.scribd.com/doc/24390792/Armsand-the-Men-Fortune-1934] 3 http://mises.org/books/merchantsofdeath.pdf 2 23 ANTES DE LA TORMENTA. LOS ESTADOS UNIDOS Y LA CRISIS EUROPEA DE LOS AÑOS TREINTA Europa quedaba muy lejos de las preocupaciones del estadounidense medio, y a ello contribuía el que el propio Departamento de Estado hubiese relativizado sistemáticamente la amenaza que para la paz mundial (y, muy especialmente, para los Estados Unidos) representaba el revisionismo en materia de política exterior de las potencias fascistas. Para los diplomáticos estadounidenses, y en esto coincidían plenamente con los británicos del Foreign Office, el verdadero enemigo era el bolchevismo, esto es, la Unión Soviética (D. Little, 1990, p. 44). Benito Mussolini fue considerado hasta la invasión italiana de Etiopía un estadista con el que era posible llegar a acuerdos, y, de hecho, muchos en Washington y en Londres veían en el líder italiano alguien que quizás podría ayudar a moderar las ambiciones territoriales de Adolf Hitler. Una visión que se alargó mucho en el tiempo, a pesar de que la realidad daba muestras una y otra vez de que las cosas no iban a ser así. El presidente Roosevelt no fue ajeno a esta visión de las cosas. En sus primeros años de presidencia intercambió algunos mensajes personales con Mussolini que iban incluso algo más allá de la mera cortesía diplomática (R.U. Gramer, 2011, p. 641). Roosevelt le escribió en algún momento que sería interesante que ambos pudiesen tener una entrevista personal en la que planteasen sus respectivas visiones de la situación internacional. Entre los defensores del New Deal en los Estados Unidos incluso se llegaron a plantear ciertos elementos de similitud entre el corporativismo italiano y algunos aspectos de la política que estaba desarrollando el presidente Roosevelt (remarcando, por supuesto, la diferencia fundamental que suponía la falta de democracia política en Italia) (W. Schivelbusch, 2007, pp. 13-14). Lo que todo esto quiere decir es que la política que siguió el Departamento de Estado en relación con las potencias fascistas, y que en buena medida coincidía con las directrices que marcaba la diplomacia británica, respondían a una visión del fascismo (especialmente en lo referente al caso italiano) que no lo contemplaba como una amenaza especialmente seria para la paz mundial. No, al menos, del calibre de lo que representaba la Unión Soviética o, por otras razones, el expansionismo japonés en Extremo Oriente. Las leyes de neutralidad y el aumento de la tensión en Europa En los años treinta, antes del inicio de la guerra mundial, el Congreso de los Estados Unidos aprobó tres leyes de neutralidad: en 1935, 1936 (en este caso se trató de una reforma de la ley vigente) y 1937. La ley de neutralidad de 1935 fue el resultado del reforzamiento del aislacionismo del que se ha hablado anteriormente y se elaboró en un marco político muy mediatizado por la actividad del Comité Nye y el debate público sobre la intervención de los Estados Unidos en la Gran Guerra. El objetivo fundamental de los legisladores fue garantizar que no se repetiría una situación como la de 1917 y que los Estados Unidos no se verían arrastrados a una nueva guerra a gran escala en la que no tuvieran intereses directos que defender. La forma de evitarlo era, y así lo fijó la ley, establecer un estricto embargo de armas a todas las potencias implicadas en la guerra, sin distinción entre agresores y agredidos. La Casa Blanca se opuso a este planteamiento, que consideraba un auténtico despropósito, tal y como el caso de la guerra italoetíope mostró inmediatamente. Si se aplicaba la ley a un caso como ese, el agredido (Etiopía) se vería seriamente perjudicado al no poder armarse para hacer frente a la agresión de una potencia (Italia) a la que el embargo de armas provocaría un efecto menor, puesto que su superioridad militar sobre su rival era manifiesta. Además, Roosevelt estaba descontento con una ley que apenas dejaba al presidente algún margen de discrecionalidad en su aplicación, a diferencia de lo que la Casa Blanca había solicitado reiteradamente durante la tramitación de la misma. Las objeciones del ejecutivo no consiguieron doblegar la intención de los legisladores, pero sí permitieron que en el momento de su aprobación se estableciese que la ley debía ser revisada al cabo de seis meses (M. C. McKenna, 1961, p. 352; G.J. Barron, 1973, pp. 18-19). Contra lo esperado por Roosevelt y su Secretario de Estado, Cordell Hull, la ley de neutralidad de 1936 no solo no otorgó un margen de discrecionalidad en su aplicación al presidente sino que limitó aún más sus posibilidades de actuación, además de introducir nuevos elementos en el embargo obligatorio a ambas partes en conflicto; la nueva legislación añadía al embargo de armas la prohibición de otorgar préstamos a cualquiera de los contendientes. Roosevelt tuvo que esperar hasta la ley de neutralidad de 1937 para conseguir un cierto grado de discrecionalidad en su aplicación. La nueva ley permitía al presidente autorizar la venta de productos a los beligerantes 24 FRANCISCO MORENTE (con la excepción de armas y cualquier otro material bélico) bajo el principio de cash-and-carry, es decir, imponiendo la obligación del pago en metálico en el momento de retirar la mercancía, así como el transporte de la misma en barcos de bandera no estadounidense (F. Ninkovich, 1999, p. 116). Se trataba, obviamente, de evitar alguna de las circunstancias que empujaron a la participación de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, como fue el ataque por parte de submarinos alemanes a los barcos mercantes de bandera estadounidense que se dirigían hacia los puertos aliados. Ninguna de estas modificaciones resolvía, sin embargo, el problema de fondo, que no era otro que los resultados perversos que podían derivarse de una aplicación automática de la legislación de neutralidad, como iba a verse rápidamente en dos guerras que contribuyeron extraordinariamente a aumentar la tensión en Europa: la ya citada invasión de Etiopía por parte de Italia y la guerra civil española. En el primer caso, como ya se ha mencionado, la aplicación de la ley de neutralidad hubiese beneficiado de tal manera al agresor que el Departamento de Estado, aprovechando uno de los pocos márgenes de discrecionalidad que la ley otorgaba al presidente, decidió no invocarla. En su lugar optó por un “embargo moral” de armas, petróleo, carbón y acero contra Italia (alineándose así, al menos parcialmente, con la política de sanciones contra Italia aprobada por la Sociedad de Naciones) (A. DeConde, 1963, p. 567). El “embargo moral” tenía, sin embargo, una utilidad relativa, puesto que no suponía ninguna prohibición legal del comercio de armas y otros productos con Italia, y solo podía aspirar a que los hombres de negocios estadounidenses respetasen la decisión de su gobierno y, voluntariamente, optasen por no comerciar con empresas italianas. Este precedente resultó decisivo para la forma en que el Departamento de Estado afrontó el estallido de la guerra civil española, apenas un par de meses después del final del conflicto en Etiopía. En el momento de la sublevación militar que dio paso a la guerra civil en España, estaba vigente la ley de neutralidad de 1936. Esa ley, de la misma manera que la de 1935, no hacía referencia alguna a las guerras civiles, que por tanto quedaban fuera de su ámbito de aplicación. En buena lógica, ello permitía al gobierno legal y legítimo de la República española comprar armas en el mercado estadounidense, y así se dispuso a hacerlo el gobierno de Madrid a través de su embajador en Washington, Luis Calderón, quien, no obstante, en medio de las negociaciones, desertó y se pasó a los rebeldes, como hizo la inmensa mayor parte del cuerpo diplomático español en las primeras semanas de la guerra (A. Viñas, 2010, p. 268). Las cosas se complicaron cuando en Europa se puso en marcha la propuesta de una política de No Intervención, auspiciada por franceses y británicos (M. Thomas, 1996, pp. 89-114). En el Departamento de Estado, muy atentos siempre a la línea que marcaba el Foreign Office, se planteó inmediatamente qué actitud tomar ante la petición española de compra de armas a fabricantes estadounidenses. Con el Secretario de Estado Hull ausente de Washington, fueron los segundos escalones del Departamento de Estado, con el subsecretario William Phillips a la cabeza, en tanto que Secretario de Estado accidental, quienes tomaron las decisiones en los primeros días de agosto; la posición oficial de los Estados Unidos se definió en una reunión que tuvo lugar el 5 de agosto, ya con el secretario Hull de vuelta en la capital, y se hizo pública dos días más tarde. Y esa decisión implicaba en la práctica un alineamiento con la política que seguían británicos y franceses con respecto a la guerra en España (F. J. Taylor, 1971, pp. 57-58) No puede perderse de vista la orientación ideológica de buena parte de los altos fucionarios del Departamento de Estado. Como ha mostrado Douglas Little (1985), los diplomáticos estadounidenses, de la misma forma que los británicos, tenían una predisposición negativa hacia el gobierno de la República, al que consideraban peligrosamente izquierdista, y algunos de ellos creían seriamente que España se encontraba en una situación prácticamente prerrevolucionaria. De poco había servido el esfuerzo del embajador Claude G. Bowers para intentar normalizar la visión que de la República se tenía en Washington desde los tiempos del embajador Irwing B. Laughlin, que veía comunistas por todas partes (A. Bosch, 2012, pp. 41 y 49). Para los altos funcionarios del Departamento de Estado, Bowers era un aficionado, no un profesional de la diplomacia, y sus opiniones eran tenidas escasamente en cuenta (D. Tierney, 2007, pp. 42-43). Con todo, la clave de la decisión del Departamento de Estado hay que buscarla en su deseo de no interferir con la política británica en relación con el conflicto en España (Traina, 1968, p. 59). Hull era firme partidario de 25 ANTES DE LA TORMENTA. LOS ESTADOS UNIDOS Y LA CRISIS EUROPEA DE LOS AÑOS TREINTA dejar a los británicos el liderazgo de los asuntos europeos, y la opción del Reino Unido por la No Intervención no podía dejar de tener su reflejo inmediato en la política exterior estadounidense. Por otra parte, tanto el presidente como el secretario de Estado sabían que el Congreso en ningún caso aprobaría la incorporación de los Estados Unidos a un posible acuerdo internacional de No Intervención. Era el tipo de acuerdo que provocaba urticaria en las filas aislacionistas del Congreso, y el presidente no estaba dispuesto a dar una batalla sobre esa cuestión y menos a falta de cuatro meses para las elecciones presidenciales que se iban a celebrar en noviembre de 1936 y en las que Franklin D. Roosevelt aspiraba a la reelección. La solución al dilema que se planteba (alinearse con los británicos pero sin incorporarse a ningún acuerdo internacional sobre la No Intervención) fue la aplicación de un “embargo moral” al conflicto español, recuperando así la experiencia reciente de la guerra italo-etíope. Pero a diferencia de este último conflicto, en el que el “embargo moral” se aplicó contra el agresor, en el caso de la guerra civil española, dicho embargo se aplicaba a los dos bandos y, de hecho, perjudicaba claramente al gobierno republicano ya que los rebeldes contaron desde el primer momento, y de forma escasamente disimulada, con el apoyo de las dos potencias fascistas. La historia de la No Intervención es suficientemente conocida y no es necesario reproducirla aquí (M. Alpert, 1994, pp. 40-71; E. Moradiellos, 2001, pp. 92-106; J.F. Berdah, 2002, 246-274). Sí conviene explicar, sin embargo, algunos aspectos relacionados con la misma que tuvieron por escenario el Departamento de Estado de los EUA. En primer lugar, hay que indicar que el “embargo moral” establecido para el conflicto español contó con el apoyo de todos los altos funcionarios del Departamento de Estado con la única excepción de Stanley K. Hornbeck, quien avisó de los potenciales efectos perversos que podrían producirse en el futuro si se sentaba ese precedente. No solo en Extremo Oriente (que era su Departamento), donde un enfrentamiento entre China y Japón no era descartable, sino incluso en un área tan sensible para los intereses de los Estados Unidos como era América Latina. Tradicionalmente, el gobierno estadounidense había facilitado la venta de armas a los gobiernos latinoamericanos amigos que tenían que vérselas con alguna de las revueltas y revoluciones que con no poca frecuencia se producían en el Hemisferio Occidental. Hornbeck advertía de que el precedente español haría difícil justificar en el futuro el mantenimiento de esa política que flagrantemente se iba a incumplir en el caso de la guerra civil española (R.P. Traina, 1969, p. 77; A. Bosch, 2012, pp. 128-129). De nada sirvieron las objeciones de Hornbeck. La animadversión ideológica hacia el gobierno republicano y el deseo de no plantear problemas a los británicos en el impulso de la política de No Intervención (que hubiera sido inviable si los Estados Unidos no la hubiesen secundado, al menos extraoficialmente) pesaron más que lo que el precedente que se sentaba pudiera suponer en el futuro. También influyó, según no pocos especialistas, el temor de Roosevelt y su partido a que un apoyo a los republicanos españoles pudiese ser penalizado por la opinión pública católica (parte muy importante de la coalición que había llevado a Roosevelt a la presidencia) en las elecciones presidenciales de noviembre de ese año.4 En la nota en la que el Departamento de Estado hizo pública su posición, se hacía un llamamiento al patriotismo de los fabricantes y comerciantes de armas estadounidenses para que secundaran la política de su gobierno en aras de los intereses del país. La cosa funcionó el tiempo necesario para que se consolidase la política de No Intervención, aunque fuese al precio de colocar a la República española en una situación militar desesperada, obligándola a recurrir a la ayuda de la Unión Soviética, la única potencia que estuvo dispuesta a enviar ayuda militar a los republicanos españoles saltándose los acuerdos de No Intervención (que inicialmente había secundado) tras denunciar inútilmente repetidas veces la Así, por ejemplo, R.P.Traina (1968, p. 59), Leo V. Kanawada Jr. (1982, p. 52) o R.E. Herzstein (1989, p. 82). G.Q. Flynn (1968), sin embargo, en un muy detallado análisis sobre la cuestión, no cita la guerra civil española como uno de los temas importantes de controversia entre los católicos estadounidenses a la hora de definir su posición sobre la Administración Roosevelt. 4 26 FRANCISCO MORENTE descarada intervención que Alemania e Italia estaban llevando a cabo en favor de los militares rebeldes (Á. Viñas, 2006). Pasadas las elecciones de noviembre, en las que los demócratas obtuvieron un magnífico resultado y Franklin D. Roosevelt aplastó a su rival en la lucha por la presidencia, la fórmula del “embargo moral” entró en crisis. Un comerciante de armas de New Jersey, Robert Cuse, solicitó permiso al Departamento de Estado para enviar un cargamento de armas (aviones) a España. No había base legal para denegar la petición y el Departamento de Estado no tuvo más remedio que autorizarla. Se inició entonces una carrera contrarreloj, impulsada por la Casa Blanca y el propio Departamento de Estado, para aprobar en el Congreso una norma legal que estableciese un embargo de armas a España antes de que el cargamento de aviones pudiese salir del puerto de Nueva York con destino a algún puerto español (D. Tierney, 2007, pp. 49-51). El resultado de esa iniciativa fue lo que se conoce como el Spanish Embargo: una ley, aprobada en enero de 1937, por la que se establecía el embargo, ahora ya legal, de armas y otros productos bélicos a los dos bandos contendientes en la guerra civil española. Pese a que la ley encontró cierta oposición en las cámaras del Congreso, expresadas en encendidos discursos en los debates parlamentarios, el hecho cierto es que fue aprobada con un solo voto en contra en la Cámara de Representantes y por unanimidad en el Senado.5 Sin embargo, un error de procedimiento, que retrasó la entrada en vigor de la ley, hizo posible que el Mar Cantábrico cargado con aviones zarpara de Nueva York y abandonara las aguas jurisdiccionales de los Estados Unidos antes de que el embargo se hiciese legalmente efectivo. De poco sirvió, no obstante, a la causa de la República: el barco fue interceptado por barcos de guerra franquistas, que se apoderaron así del cargamento (R.P. Traina, 1968, p. 95). De la posición que en aquellos momentos mantenían los Estados Unidos en relación al conflicto español da buena cuenta el hecho de que el gobierno estadounidense se disculpara ante el gobierno alemán por el asunto Cuse, a pesar de que todo había transcurrido de acuerdo con la legalidad vigente y a pesar también de que nadie desconocía la abierta implicación de la Alemania nazi en la guerra española. Tanto el gobierno alemán como el propio general Franco mostraron su satisfacción por la aprobación de la ley de embargo (Offner, 1969: 156-157). Por otra parte, la aprobación en el Congreso del Spanish Embargo tuvo una consecuencia a largo plazo que el propio Roosevelt no previó en aquel momento: se trasladó al legislativo el control sobre dicho embargo, perdiendo así el poder ejecutivo la posibilidad de actuar discrecionalmente sobre el mismo, lo que emergió con toda su crudeza cuando en 1938 el presidente empezó a contemplar la guerra en España desde una perspectiva diferente a como lo había hecho hasta entonces (D. Tierney, 2007, p. 51) Cuando unos meses más tarde se aprobó la nueva ley de neutralidad (mayo de 1937), se introdujo en ella la novedad de su aplicación también a las situaciones de guerra civil. No obstante, durante el trámite de su aprobación, se dejó constancia de que la nueva ley de neutralidad no anulaba la del Spanish Embargo, con lo que este seguía vigente sin necesidad de que el presidente tuviese que reconecer formalmente la existencia de un estado de guerra en España (como hubiera exigido la nueva legislación) antes de proceder a decretar el embargo (R.P. Traina, 1968, p. 110). Este detalle, aparentemente menor, acabó teniendo gran relevancia más adelante, cuando Roosevelt, ya en la primavera de 1938, empezó a plantearse la posibilidad de revocar el embargo de armas a la República española. La escalada de la crisis internacional y el estallido de la guerra en Europa Contrariamente a lo que en ocasiones se ha podido transmitir por parte de escritores e historiadores, la cuestión española no era, a la altura de 1937, un tema de especial relevancia en el debate público estadounidense. Quizás el bombardeo de Guernica y la difusión internacional de sus terribles efectos contribuyó a poner por un momento la guerra española en el foco de atención de Puede verse un amplio extracto de los debates en el Congreso, a partir del Congressional Record, en “The debate in Congress on the Embargo of January 8, 1937”, en A. Guttman (ed.) (1963, pp. 33-44). 5 27 ANTES DE LA TORMENTA. LOS ESTADOS UNIDOS Y LA CRISIS EUROPEA DE LOS AÑOS TREINTA la prensa y parte de la opinión pública, pero no fue algo duradero, y otras cuestiones, tanto de orden interno como de carácter internacional, pronto se situaron en el centro neurálgico del debate público. Por lo que hace a las cuestiones internacionales, sin duda, el estallido de la guerra chinojaponesa, como consecuencia de una agresión por parte de Japón en julio de 1937, pasó a constituir la principal preocupación de los altos funcionarios de la diplomacia estadounidense, muy por encima de los sucesos de Europa. Buena prueba de ello se puede encontrar en los diarios de uno de esos altos funcionarios, Jay Pierrepont Moffat, que anotó con detalle la actividad diaria de los altos dirigentes del Departamento de Estado durante aquellos años.6 En su diario, Moffat anotaba no solo reflexiones propias o comentarios de sus colegas, sino también el desarrollo de las frecuentes reuniones al más alto nivel en las que se trataban los principales asuntos que ocupaban a la diplomacia norteamericana, se discutían las diferentes opciones de cada caso y se trazaban las estrategias a seguir. De esos papeles se desprende muy claramente la mayor preocupación que generaba la situación en China por encima de la de Europa; y se aprecia también cómo, en lo relativo a los asuntos europeos, la guerra civil española era un asunto importante para los altos funcionarios del Departamento de Estado, pero no el más importante ni el que más les preocupaba. La guerra chino-japonesa puso de manifiesto, una vez más, las enormes limitaciones que tenía la legislación de neutralidad aprobada por el Congreso. Su aplicación en este caso hubiese vuelto a perjudicar claramente al agredido puesto que Japón poseía superioridad militar (conseguida, por cierto, mediante compras a gran escala en los años precedentes de armas fabricadas en los Estados Unidos) Ante tal evidencia, el presidente Roosevelt hizo uso de una de las prerrogativas que le otorgaba la ley. O mejor dicho, no hizo uso de la misma: la ley de neutralidad de 1937 permitía al presidente decidir si en un determinado momento y lugar existía o no un estado de guerra. De haberlo y decretarlo, el embargo a ambos bandos era inevitable y obligatorio. Roosevelt optó, contra toda evidencia, por no decretar la existencia de un estado de guerra entre China y Japón, aprovechando para ello que ninguno de los dos países había hecho una declaración formal de guerra (R. H. Ferrell, 1969, p. 600). Ello permitió al gobierno chino (pero también al japonés) seguir comprando armas en Estados Unidos, para satisfacción, todo hay que decirlo, de los accionistas de las empresas de armamento del país. Menos satisfacción mostraron los sectores pacifistas y neutralistas, que exigieron la aplicación estricta de la ley de neutralidad, sin que faltasen quienes incluso planteaban la retirada de todas las tropas (y de los ciudadanos) estadounidenses presentes en China (R. Dallek, 1995, pp. 145-146). En todo caso, a la altura del verano de 1937, la situación internacional se había ido complicando de tal manera que el presidente Roosevelt creyó necesario realizar una intervención pública que fijara la posición de la Casa Blanca ante la situación mundial. Fue una intervención que pilló a casi todo el mundo por sorpresa y sobre cuyo sentido y significado discuten aún hoy los especialistas. Se trató del famoso “discurso de la cuarentena”, que Roosevelt pronunció en Chicago en octubre de 1937, en el marco de una gira política que hizo por varios estados del Medio Oeste (B.R. Farnham, 1997, pp. 64-65). En ese discurso, Roosevelt denunció la actitud de determinadas potencias (que no citó explícitamente) cuya actitud agresiva en política internacional estaba convirtiendo el mundo en un lugar peligroso y sin reglas establecidas. Ante esta situación, decía el presidente, los países amantes del orden y de la paz internacionales estaban obligados a actuar coordinadamente para someter a los países agresores a una especie de cuarentena (y de ahí el nombre con el que se suele denominar este discurso) internacional. La denuncia no dejaba de ser muy inconcreta (aunque tampoco había muchas dudas sobre los países a los que el presidente se estaba refiriendo), como era inconcreta la apelación a la cuarentena, que Roosevelt en ningún momento definió ni caracterizó (R. Dallek, 1995, p. 148). El gran impacto del discurso, sin embargo, vino de otro pasaje del mismo en el que el presidente advertía al pueblo estadounidense de que las políticas neutralistas y aislacionistas muy probablemente iban a resultar insuficientes para garantizar que los EUA pudiesen quedar al margen de una hipotética nueva guerra a gran escala. Una copia mecanografiada de los diarios de Moffat puede consultarse en la Franklin Delano Roosevelt Library (Hyde Park, Nueva York) [en adelante, FDRL], Sumner Welles Papers 1909-1959, Serie “Speeches and Writings 1928-1950”, caja 211. 6 28 FRANCISCO MORENTE No está nada claro qué pretendía Roosevelt con este discurso; si lanzar un globo sonda o si anunciar un importante cambio de rumbo en la política exterior de los EUA. No faltan autores que hablan incluso de una cierta improvisación, de la carencia de un plan previo. En todo caso, el discurso provocó reacciones mayoritariamente negativas. Las críticas, desde los sectores más diversos (pacifistas, sindicatos, neutralistas), cayeron sobre Roosevelt y el aparente giro que pretendía dar a la política exterior del país; no faltó incluso una amenaza de iniciar un proceso de impeachment contra él por parte de congresistas aislacionistas (J.M. Burns, 1984, p. 318). El presidente asumió que la situación no estaba madura para cambio alguno en ese ámbito, y, efectivamente, la política exterior estadounidense matuvo el mismo rumbo en los meses siguientes, sin cambios significativos (F. Ninkovich, 1999, p. 123). De hecho, la división sobre esta cuestión llegaba hasta el núcleo mismo del gabinete presidencial, donde había posiciones muy divergentes sobre la orientación que debía tener la política exterior. Frente a internacionalistas como el propio Roosevelt, el secretario de Estado, Hull, o el del Tesoro, Henry Morgenthau, había también notorios neutralistas como el secretario de Interior Harold Ickes. Pero incluso entre los internacionalistas no todos compartían el seguidismo que Hull hacía de la política de appeasement británica, lo que llevó en algún momento a un duro enfrentamiento entre Hull y Morgenthau, como luego se comentará.7 Tampoco entre los altos oficiales del Departamento de Estado había unanimidad, aunque predominaba claramente la línea del secretario Hull,8 y la variedad de posiciones se extendía a los principales embajadores estadounidenses en Europa. Así, los embajadores en Roma (William Phillips), París (William C. Bullit) y Londres (Joseph P. Kennedy) eran decididos partidarios del appeasement, y compartían con los británicos la idea de que lo importante era combatir el bolchevismo, mientras que a las potencias fascistas se las podía controlar mediante una adecuada política de concesiones a lo que, interpretaban, no dejaban de ser peticiones con cierto fundamento sobre la revisión de los tratados de paz de la Primera Guerra Mundial. Frente a ellos, los embajadores en Berlín (William E. Dodd) y Madrid (Claude G. Bowers) insistían más claramente en el peligro que para la paz mundial respresentaban las potencias fascistas.9 Con todo, hay que señalar que la posición de Bowers fue menos clara que la de Dodd, y que aquel hizo una eficaz reconstrucción a posteriori, en los diversos libros que publicó sobre su experiencia diplomática, de sus posiciones en esta cuestión (Bowers, 1954 y 1962). Lo cierto es que Bowers mantuvo durante bastante tiempo una línea argumental que no difería demasiado de la del Departamento de Estado, especialmente en relación con la política estadounidense relativa a la guerra civil española, y solo empezó a advertir del peligro fascista cuando la guerra en España se decantó claramente hacia el lado rebelde. Por su parte, Dodd fue mucho más contundente y constante en sus denuncias tanto del régimen nazi como de la amenaza que este representaba para la paz. En cualquier caso, ni Dodd ni Bowers eran diplomáticos profesionales y sus opiniones no tenían demasiado peso entre los altos funcionarios del Departamento de Estado.10 Uno y otro tenían una estrecha relación personal con el presidente, lo que les permitía comunicarse directamente con él mediante el envío de largas cartas en las que le exponían con detalle sus posiciones, pero el presidente nunca actuó en esta cuestión a espaldas de su secretario de Estado y, En la cuestión española, por ejemplo, un internacionalista como Morgenthau y un neutralista como Ickes coincidieron en una cerrada defensa de las posiciones loyalists y fueron los más duros críticos, dentro del gabinete presidencial, de la línea que seguían Roosevelt y Hull; véase J.W. Pratt (1964, 223 y 228). 8 Entre los altos funcionarios del Departamento de Estado predominaba una fuerte visión anticomunista que hacía que tendiesen a minusvalorar el peligro de las potencias fascistas; en el caso de la guerra civil española, por ejemplo, no eran pocos quienes incluso veían con cierta comprensión la intervención nazi-fascista en apoyo a Franco, pues, en definitiva, se trataba de cerrar el paso a los comunistas en España (Schmitz, 2007, p. 37). 9 Un interesante análisis de la política exterior de Roosevelt a partir de sus principales embajadores, en D. Mayers (2013); por desgracia, el autor no considera que Bowers formase parte de ese grupo privilegiado, por lo que no es objeto de atención en la obra. 10 Algunos biógrafos de Bowers hablan incluso de animadversión personal contra él por parte de altos funcionarios del Departamento de Estado como William Phillips o Jay Pierrepont Moffat, que estaban jerárquicamente por encima suyo (P.J. Sehlinger y H. Hamilton, 2000, p. 166-167). 7 29 ANTES DE LA TORMENTA. LOS ESTADOS UNIDOS Y LA CRISIS EUROPEA DE LOS AÑOS TREINTA como muestra la documentación depositada en la Franklin D. Roosevelt Library,11 siempre puso en conocimiento de este las cartas personales que los embajadores le enviaban, sin que en ningún caso pidiera a Hull que se modificase la línea política en el sentido que sus interlocutores le pedían.12 En un sentido contrario, no hay que minusvalorar la influencia que sobre el presidente Roosevelt tenían las cartas que le llegaban de Kennedy, Bullit y, muy especialmente, Phillips, con quien tenía una muy estrecha relación personal y de confianza. Phillips insistía una y otra vez en el factor moderador que podía representar Mussolini en relación con Hitler y desaconsejaba enérgicamente cualquier cambio de política en relación con los asuntos europeos. Seguramente, Phillips era, entre los altos funcionarios del Departamento de Estado, el más firme partidario de la política de apaciguamiento, acompañada del mayor aislamiento posible de la Unión Soviética (D.F. Schmitz, 1988, 166). El presidente confiaba también en su secretario de Estado, a pesar de que entre ambos nunca hubo una relación personal íntima, como sí la tenía con quien acabó siendo nombrado subsecretario de Estado, Sumner Welles, que despachaba directamente con el presidente en su residencia de Hyde Park (Nueva York) y que influía enormemente sobre las posiciones de Roosevelt en materia de política exterior. (W.L. Langer y S. E. Gleason, 1964, pp. 7-8). Pero en la cuestión de los asuntos europeos, la posición de Hull y de Welles no era sustancialmente diferente,13 y todo ello condujo a que durante 1938 los Estados Unidos no abandonasen su política de seguimiento de lo que los británicos marcaban en relación con Europa. Eso no quiere decir que Roosevelt compartiese plenamente esa orientación. De hecho, a lo largo de 1938 fue convenciéndose poco a poco de que muy probablemente la política de appeasement no iba a conseguir parar a las potencias fascistas. Algo tuvo que ver en ello la situación española, y quizás también algunas presiones domésticas, entendidas esta vez en un sentido literal: las que ejercía su esposa Eleanor Roosevelt para que se levantase el embargo de armas a la República española y se enfrentase más enérgicamente el peligro fascista. La residencia presidencial en Hyde Park era lugar frecuente de encuentro de periodistas, escritores y cineastas que acudían invitados por Eleanor Roosevelt y protagonizaban veladas de reivindicación y defensa de la causa republicana en España (E. Roosevelt, 1961, p. 191; J. Berger, 1981, pp. 14-15; A. Bosch, 2012, p. 187). Además de la crisis española, el Anschluss de Austria (marzo de 1938) fue otro elemento más para hacer aumentar la desconfianza de Roosevelt hacia la política de apaciguamiento. Era evidente para quien quisiera verlo que Hitler no iba a detenerse hasta cumplir con su programa máximo. Había comenzado con la remilitarización de Renania, había seguido con la intervención en España y culminaba ahora la anexión de Austria, lo que estaba expresamente prohibido en los tratados de paz que pusieron punto final a la Gran Guerra. Pese a todo, Roosevelt no consideró oportuno imponer a Hull un cambio en la línea política que se seguía. Buena prueba de ello fue que, incluso cuando el Anschluss ya se había producido, estuvo dispuesto a apoyar a su secretario de Estado en la aprobación de una venta de gas helio a Alemania, en contra de la radical oposición a la misma que planteó el secretario de Interior, Ickes (B.R. Farnham, 1997, p. 78). La tensión por este motivo en el seno del gabinete presidencial subió notablemente y vino a sumarse al enfrentamiento que Ickes y Hull venían sosteniendo por lo que el primero consideraba posición claudicante del segundo ante la amenaza del fascismo (G. White y J. Maze, 1985, p. 198). Hull protestó repetidas veces ante Roosevelt por Véase especialmente, FDLR, President’s Secretary’s File 1933-1945, Serie: Diplomatic Correspondence, cajas 29, 30, 32, 41, 42 y 50, que contienen la correspondencia entre el presidente Roosevelt y los embajadores Bullit (en Francia), Dobb (en Alemania), Kennedy (en Reino Unido), Phillips (en Italia) y Bowers (en España) durante los años de la guerra civil española. 12 Una sintética presentación de las diversas posiciones sobre el conflicto español de los miembros más relevantes de la Administación Roosevelt, así como de embajadores como Phillips, Bullit o Bowers en D. Tierney (2007, pp. 40-43). Aurora Bosch ha hecho un análisis muy detallado de los planteamientos (y su evolución) del embajador Bowers en A. Bosch (2012). 13 No lo ve así el hijo de Welles, quien en la biografía que escribió sobre su padre tiende a presentarlo como alguien preocupado por la situación en Europa y partidario de una mayor implicación de los Estados Unidos en los asuntos europeos, frente a un Hull reacio a cualquier implicación en los mismos (B. Welles, 1997, pp. 205-208). 11 30 FRANCISCO MORENTE algunos discursos de Ickes en los que, según el secretario de Estado, se ponía públicamente en evidencia la política que seguía su departamento, al tiempo que podían poner en peligro las buenas relaciones con los socios británicos. Roosevelt contemporizó como pudo, aunque acabó pidiéndole a Ickes que sometiera sus discursos a la aprobación del Departamento de Estado antes de pronunciarlos.14 No deja de ser curioso que fuese un neutralista como Ickes quien se convirtiese en el seno del gabinete presidencial en el gran defensor del levantamiento del embargo de armas a la República española.15 En realidad, esa situación forma parte de una paradoja más amplia, pues fueron precisamente algunos senadores referentes del aislacionismo en el Congreso quienes impulsaron en 1938 y 1939 las más importantes iniciativas legales para conseguir la liquidación del Spanish Embargo.16 Y ello ocurrió en el momento en que la guerra civil española, ahora sí, se convirtió en un tema importante de debate público en los Estados Unidos. A partir de la primavera de 1938, la labor de los lobbies a favor y en contra del levantamiento del embargo se intensificó extraordinariamente, y por primera vez Roosevelt parece ser que se planteó seriamente la posibilidad de intentar dicho levantamiento.17 Las cuestiones legales pasaron a primer plano. Roosevelt pidió informes tanto sobre la actividad intervencionista de las potencias fascistas (es decir, sobre la violación del acuerdo de No Intervención) como sobre la posibilidad legal de levantar el embargo de armas a España. Sobre esto último recibió informes contradictorios, y quienes se oponían recordaban que la ley de neutralidad de 1937 no había abolido el Spanish Embargo de enero de ese mismo año, por lo que solo el Congreso podría levantarlo, no bastando con una decisión presidencial al amparo de la vigente ley de neutralidad; así pensaba, por cierto, el mismo secretario de Estado, que siempre se opuso al levantamiento del embargo (F.J. Taylor, 1971, pp. 184-185; A. Bosch, 2012, pp. 206-207). En dos aportaciones relativamente recientes, Dominic Tierney ha desvelado la existencia de una operación encubierta para vender armas a la República que, en su opinión, contó con la aprobación expresa del presidente Roosevelt. La cuestión es controvertida y los argumentos de Tierney no son del todo concluyentes (D. Tierney, 2004 y 2007, pp. 89-114). En cualquier caso, no hay duda de que Roosevelt empezaba a darse cuenta, hacia mediados de 1938, de que el establecimiento del embargo de armas a la República española no solo había sido una decisión moralmente reprobable, sino, lo que quizás era peor, una decisión profundamente errónea incluso desde el punto de vista de la defensa de los intereses de los Estados Unidos. En una tesis doctoral recién defendida en la Universitat Autònoma de Barcelona, Andreu Espasa (2014) acaba de demostrar la preocupación creciente que se extendió por el Departamento de Estado y entre los principales think tank de Washington sobre el peligro de penetración nazi y fascista en América Latina, y cómo muchos altos diplomáticos estadounidenses comprendieron entonces que el triunfo de Franco en la guerra civil iba a proporcionar a esa penetración nazifascista una plataforma de enorme importancia, lo que suponía un peligro cierto para los intereses de los EUA en el Hemisferio Occidental. Véanse en FDRL, Sumner Welles Papers 1909-1959, Serie: “Speeches and Writings 1928-1950”, caja 211, carpeta: Moffat Diary 1937-1938, las anotaciones correspondientes a los días 29 de marzo y 1 de abril de 1938. 15 En mayo de 1938 llegó a decirle al presidente Roosevelt que el embargo de armas a la República española era una “black page in American History” y que habría que forzar al Congreso a levantar el embargo, incluso recurriendo a la intimidación si fuese necesario (T.H. Watkins, 1990, p. 667). 16 Fue el caso del senador Gerald P. Nye, que en marzo de 1937 introdujo en el Senado una resolución que, de haberse aprobado, hubiese llevado a un embargo de armas a Italia por su implicación en la guerra española, y que en mayo de 1938 presentó otra resolución, que no llegó a aprobarse por las maniobras en contra del Departamento de Estado, para que se levantase el embargo de armas a la República española (W.S. Cole, 1962, pp. 113-114). 17 El más completo estudio sobre el debate en el seno de la sociedad estadounidense en torno a la guerra civil española y sobre la movilización a favor de cada uno de los bandos enfrentados en la misma continua siendo el de Marta Rey García (1997) 14 31 ANTES DE LA TORMENTA. LOS ESTADOS UNIDOS Y LA CRISIS EUROPEA DE LOS AÑOS TREINTA Roosevelt no fue ajeno a esa preocupación. No obstante, las inercias del Departamento de Estado, las elecciones de mitad de mandato a la vista (noviembre de 1938) y la evidencia de que la opinión pública seguía siendo mayoritariamente contraria a cualquier implicación en las crisis internacionales llevaron al presidente a mantenerse en la inacción. Habrá que esperar a la crisis checoslovaca para que Roosevelt comience a calibrar realmente la situación que se estaba fraguando en Europa. La crisis desencadenada por Hitler en torno a los Sudetes llevó a las potencias europeas a una situación prebélica. Una vez más, los británicos estuvieron dispuestos a ceder ante las exigencias del Führer, esperando que esa fuera la última vez que tenían que hacerlo y, en todo caso, ganando tiempo para prepararse ante un posible conflicto armado. En Washington no todo el mundo estuvo de acuerdo con la actitud de Hull, partidario una vez más de seguir el rumbo marcado por Downing Street. Morgenthau se opuso radicalmente a la nueva cesión ante Hitler y no tuvo ningún problema en decirle personalmente a Roosevelt lo que le parecía la política apaciguadora de Hull (J.M. Blum, 1959, pp. 518-520). Para Morgenthau, o se le paraban los pies a Hitler en aquel momento o el camino hacia una guerra general estaría abierto. Roosevelt fue sensible a este planteamiento y, a esas alturas, compartía la idea de que la política de appeasement no solo no estaba funcionando sino que más bien resultaba un estímulo para la estrategia revisionista de los nazis. No obstante, prefirió no desautorizar a Hull ni enfrentarse al premier británico Neville Chamberlain.18 En realidad, no todo era responsabilidad de los británicos; como algunos autores han señalado, la política de neutralidad que siguieron los EUA durante los años treinta funcionó como una especie de política de apaciguamiento aunque solo fuese por sus efectos no deseados (M. Jonas, 1966, p. 199; C.A. MacDonald, 1981). Y es que, como algunos políticos estadounidenses de la época no se privaron de señalar, las leyes de neutralidad lanzaban un mensaje a la comunidad internacional que no podía resultar más deprimente para los países defensores de la paz ni más estimulante para los que pretendían revisar el orden existente, incluso recurriendo a la fuerza si era necesario. En efecto, con sus leyes de neutralidad, los Estados Unidos estaban diciendo que no se involucrarían en guerra alguna y que, en caso de desencadenarse un conflicto armado, penalizarían a ambos bandos por igual. Es decir, en Berlín podían dar por sentado que, en caso de atacar al Reino Unido, este no solo no contaría con el apoyo de los Estados Unidos, sino que estos incluso lo someterían a un embargo de armas. Roosevelt era muy consciente de que en Berlín se hacía esa lectura y trató de cambiarla en los meses que siguieron a la Conferencia de Múnich, y muy especialmente tras la Kristallnacht, que le impresionó muy especialmente, hasta el punto de que llamó a consultas a su embajador en Berlín y este ya no volvió a Alemania antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial (G. J. Barron, 1973, p. 23). Roosevelt trató de persuadir a los dirigentes alemanes de que, en caso de desencadenar una guerra en Europa, el Reino Unido o Francia contarían con el apoyo estadounidense. Parece ser que algunos altos funcionarios del Auswärtiges Amt llegaron a estar preocupados por esta posibilidad, pero no así Hitler, el ministro de Exteriores Joachim von Ribbentrop o la plana mayor del régimen nazi, para quienes el aislacionismo que dominaba en la sociedad estadounidense sería suficiente para frenar a su gobierno en la hipotética situación de que se plantease intervenir en un conflicto en Europa (C.A. MacDonald, 1981, p. 181; T. Paterson (et al.), 2010, p. 133). A principios de 1939, el presidente Roosevelt mostró ante su gabinete su pesar por la política seguida en relación con la guerra civil española. Ahora la consideraba un profundo error (K.S. Davis, 1993, p. 398), aunque tampoco esta vez quiso atender las masivas peticiones para que se levantase el embargo de armas a una República que estaba en las últimas. La razón que esgrimió esta vez fue que era ya demasiado tarde para los republicanos españoles; no influyó menos el que los lobbies profranquistas que actuaban en los Estados Unidos se movilizaran intensamente para Existe un cierto consenso en que fue la crisis de los Sudetes lo que marcó un punto de inflexión en la forma en que Roosevelt analizaba la situación en Europa, y la que hizo que empezase a plantearse la necesidad de ir mentalizando a la sociedad estadounidense sobre la inevitabilidad de una más activa implicación de los Estados Unidos en los asuntos internacionales si se quería salvaguardar la paz (K.E. Smith, 2011, p. 497). 18 32 FRANCISCO MORENTE compensar la campaña de los defensores de levantar el embargo (J.W. Cortada, 1978, p. 197; D. Tierney, 2007, p. 128). En los momentos finales de la guerra civil española, los intereses económicos volvieron a primar sobre cualquier otra consideración. Importantes miembros del Congreso, como los senadores Reynolds, Chavez y Walsh o el representante John W. McCormack, abogaron por un rápido reconocimiento de Franco; lo mismo hicieron numerosas organizaciones que habían apoyado la causa de los rebeldes durante toda la guerra (F.J. Taylor, 1971, pp. 200-203). A su vez, Hull presionó a Roosevelt para reconocer a Franco al mismo tiempo que lo hiciesen franceses y británicos, temeroso de que no hacerlo pudiese implicar perder posiciones de cara al reparto de cartas que habría en el Nuevo Estado franquista. Roosevelt se resistió, aunque poco más que simbólicamente, y retrasó algo el reconocimiento de Franco argumentando que había que conseguir previamente garantías de los vencedores de que no habría represalias sobre los vencidos. Finalmente, esas garantías no se obtuvieron y Roosevelt acabó cediendo a las insistentes presiones de Hull para que se reconociese al gobierno franquista (D. Tierney, 2007, p. 132). Durante la primavera de 1939, las alarmas por el incremento de la tensión en Europa no dejaron de sonar. Poco antes de la victoria fascista en España, se produjo la ocupación alemana del territorio de Memel (23 de marzo), que había sido precedida a su vez, solo unos días antes, por la invasión nazi de lo que quedaba de Checoslovaquia, el establecimiento del Protectorado de Bohemia y Moravia y el sometimiento a las directrices de Berlín del estado títere de Eslovaquia. Poco después empezó la reclamación alemana del corredor de Danzig, antesala de la invasión de Polonia y del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Para entonces, Roosevelt tenía muy claro que a Hitler no se le iba a parar con nuevas concesiones. Así pues, dio un nuevo impulso al rearme, sobre todo aéreo y naval, que venía desarrollando durante todo su segundo mandato (G.J. Barron, 1973, pp. 25-28), y empezó a buscar los apoyos necesarios en el Congreso para modificar la legislación de neutralidad con el objetivo de poder ayudar a Francia y el Reino Unido en caso de que acabase estallando la guerra que ya veía como casi inevitable. Ni siquiera en esas circunstancias los aislacionistas del Congreso se mostraron dispuestos a modificar sus posiciones (R. Dallek, 1995, p 179). Seguían pensando que la legislación vigente era la mejor garantía del mantenimiento de los Estados Unidos fuera de una guerra general. De nada sirvieron tampoco las cada vez más insistentes peticiones británicas para que se derogase la legislación de neutralidad vigente. Una vez más, la necesidad que Roosevelt tenía de los votos de los representantes y senadores aislacionistas para sacar adelante su legislación reformista en materia económica y social lo mantenía atado de pies y manos, sin posibilidad de una acción enérgica en relación con la legislación de neutralidad. De hecho, no fue hasta meses después de declarada la guerra en Europa que el Congreso modificó la ley de neutralidad para permitir a los aliados la compra de armas y otro material de guerra en los Estados Unidos con el sistema de cash-and-carry (J.P. Kaufman, 2010, p. 64). Sea como fuese, y tal y como el presidente Roosevelt había predicho en el ya lejano “discurso de la cuarentena”, el aislacionismo y el conjunto de la legislación neutralista a él asociado no fueron suficiente para mantener alejados a los Estados Unidos de una nueva guerra general. Esta vez el factor desencadenante no vino de Europa, sino del Lejano Oriente, pero el resultado final acabó siendo el mismo: la participación estadounidense en un conflicto armado de ámbito mundial y consecuencias dantescas. Bibliografía citada Aldcroft, Derek H.: De Versalles a Wall Street, 1919-1929, Barcelona: Crítica, 1985. Almond, Gabriel A.: The American People and Foreign Policy, Nueva York: Frederick A. Praeger Publisher, 1960 [1950]. Alpert, Michael: A New International History of the Spanish Civil War, Houndmills, Basingstoke, Hampshire y Londres: The MacMillan Press, 1994. 33 ANTES DE LA TORMENTA. LOS ESTADOS UNIDOS Y LA CRISIS EUROPEA DE LOS AÑOS TREINTA Ambrosius, Lloyd E.: “Democray, Peace, and World Order”, en John Milton Cooper, Jr. (ed.), Reconsidering Woodrow Wilson. Progressivism, Internationalism, War, and Peace, Baltimore: The Johns Hopkins University Press, (2008), pp. 225-249. Barron, Gloria J.: Leadership in Crisis. FDR and the Path to Intervention, Port Washington y Londres: Kennikat Press, 1973. Berdah, Jean-François: La democracia asesinada. La República española y las grandes potencias, 1931-1939, Barcelona: Crítica, 2002. Berger, Jason: A New Deal for the World: Eleanor Roosevelt and American Foreign Policy, Nueva York: Social Science Monographs, 1981. Blum, John Morton: From the Morgenthau Diaries. Years of Crisis, 1928-1938, Boston: Houghton Mifflin Company, 1959. Bolt, Jr., Ernest C.: Ballots before Bullets. The War Referendum Approach to Peace in America 1914-1941, Charlottesville: University Press of Virginia, 1977. Bosch, Aurora: Historia de Estados Unidos, 1776-1945, Barcelona: Crítica, 2010. Bosch, Aurora: Miedo a la democracia. Estados Unidos ante la Segunda República y la guerra civil española, Barcelona: Crítica, 2012. Bowers, Claude G.: My Mission to Spain. Watching the Rehearsal for World War II, Nueva York: Simon & Schuster, 1954. Bowers, Claude: My Life. The Memoirs of Claude Bowers, Nueva York, Simon & Schuster, 1962. Burns, James MacGregor: Roosevelt: The Lion and the Fox, San Diego-Nueva York-Londres: Harcourt Brace & Company, 1984 [1956]. Cole, Wayne S.: Senator Gerald P. Nye and American Foreign Relations, Minneapolis: The University of Minnesota Press, 1962. Cortada, James W.: Two Nations Over Time. Spain and the United States, 1776-1977, Wesport: Greenwood Press, 1978. Dallek, Robert: Franklin Roosevelt and American Foreign Policy, 1932-1945, Nueva York-Oxford: Oxford University Press, 1995. Davis, Kenneth S.: FDR Into the Storm 1937-1940. A History, Nueva York: Random House, 1993. DeConde, Alexander: A History of American Foreign Policy, Nueva York: Charles Schribner’s Sons, 1963. Ekirch, Jr., Arthur A.: Ideas, Ideals and American Diplomacy: A History of their Growth and Interaction, Nueva York: Appleton-Century-Crofts, 1966. Espasa de la Fuente, A.: “They did it in Spain”. La transformació del pensament estratègic nord-americà davant la Guerra Civil espanyola i el perill de penetració feixista a l’Amèrica Llatina, tesis doctoral inédita, Universitat Autònoma de Barcelona, 2014. Farnham, Barbara Rearden: Roosevelt and the Munich Crisis. A Study of Political Decision-Making, Princeton: Princeton University Press, 1997. Ferrell, Robert H.: American Diplomacy. A History, Nueva York: W.W. Norton & Company, 1969. Flynn, G.Q.: American Catholics and the Roosevelt Presidency 1932-1936, Lexington: University of Kentucky Press, 1968. Gramer, Regina U.: “Relations with Italy and Nazi Germany”, en William D. Pederson, A Companion to Franklin D. Roosevelt, Malden y Oxford: Wiley-Blackwell, 2011, pp. 636-652. Guttmann, Allen (ed.): American Neutrality and the Spanish Civil War, Boston: D.C. Heath and Company, 1963. 34 FRANCISCO MORENTE Hall, Michael R.: “The Good Neighbor Policy and the Americas”, en William D. Pederson, A Companion to Franklin D. Roosevelt, Malden y Oxford: Wiley-Blackwell, 2011, pp. 542-563. Herzstein, Robert Edwin: Roosevelt & Hitler. Prelude to War, Nueva York: Paragon House, 1989. Jonas, Manfred: Isolationism in America 1935-1941, Ithaca: Cornell University Press, 1966. Jones, Maldwyn A.: Historia de Estados Unidos 1607-1992, Madrid: Cátedra, 1996. Kanawada Jr., Leo V.: Franklin D. Roosevelt’s Diplomacy and American Catholics, Italians and Jews, Ann Arbor: UMI Research Press, 1982. Kaufman, Joyce P.: A Concise History of U.S. Foreign Policy, Lanham: Rowman & Littlefield Publishers, 2010. Kitchen, Martin: El período de entreguerras en Europa, Madrid: Alianza Editorial, 1992. Langer, William L. y Gleason, S. Everet: The Challenge to Isolation. The World Crisis of 1937-1940 and American Foreign Policy, vol. I, Nueva York: Harper & Row, 1964 [1952]. Lippmann, Walter: Isolation and Alliances. An American Speaks to the British, Boston: Little, Brown and Company, 1952. Little, Douglas: Malevolent Neutrality. The United States, Great Britain and the Origins of the Spanish Civil War, Ithaca: Cornell University Press, 1985. Little, Douglas: “Antibolshevism and Appeasement: Great Britain, the United States, and the Spanish Civil War”, en David F. Schmitz y Richard D. Challener, Appeasement in Europe. A Reassessment of U.S. Policies, Westport: Greenwood Press, 1990, pp. 21-50. MacDonald, C.A.: The United States, Britain and Appeasement, 1936-1939, Londres y Basingstoke: The Macmillan Press, 1981. Mayers, David: FDR’s Ambassadors and the Diplomacy of Crisis. From the Rise of Hitler to the End of World War II, Nueva York: Cambridge University Press, 2013. McKenna, Marian C.: Borah, Ann Arbor: The University of Michigan Press, 1961. Moradiellos, Enrique: El reñidero de Europa. Las dimensiones internacionales de la guerra civil española, Barcelona: Península, 2001. Ninkovich, Frank: The Wilsonian Century. U.S. Foreign Policy since 1900, Chicago y Londres: The University of Chicago Press, 1999. Offner, Arnold A.: American Appeasement. United States Foreign Policy and Germany, 1933-1938, Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press, 1969. Overy, Richard J.: El camino hacia la guerra. La crisis de 1919-1939 y el inicio de la Segunda Guerra Mundial, Madrid: Espasa Calpe, 2009. Paterson, Thomas, et al.: American Foreign Relations: A History, vol. 2: Since 1895, Boston: Wadsworth, 2010. Pratt, James W.: Cordell Hull, 1933-1944, vol. XII de The American Secretaries of State and their Diplomacy, Nueva York: Cooper Square, 1964, 2 vols. Rey García, Marta: Stars for Spain. La guerra civil española en los Estados Unidos, Sada-A Coruña: Ediciós do Castro, 1997. Roosevelt, Eleanor: The Autobiography of Eleanor Roosevelt, Nueva York: Harper & Brothers Publishers, 1961. Rosenberg, Emily S.: “Progressive Internationalism and Reformed Capitalism: New Freedom to New Deal”, en John Milton Cooper, Jr. (ed.), Reconsidering Woodrow Wilson. Progressivism, Internationalism, War, and Peace, Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 2008, pp. 253-277. 35 ANTES DE LA TORMENTA. LOS ESTADOS UNIDOS Y LA CRISIS EUROPEA DE LOS AÑOS TREINTA Schivelbusch, Wolfgang: Three New Deals. Reflections on Roosevelt’s America, Mussolini’s Italy, and Hitler’s Germany, 1933-1939, Nueva York: Picador, 2007. Schmitz, David F.: The United States and Fascist Italy, 1922-1940, Chapel Hill y Londres, The University of North Carolina Press, 1988. Schmitz, David F.: The Triumph of Internationalism. Franklin D. Roosevelt and a World in Crisis, 19331941, Washington D.C.: Potomac Books, 2007. Sehlinger, Peter J. y Hamilton, Holman: Spokesman for Democracy. Claude G. Bowers 1878-1958, Indianapolis: Indiana Historical Society, 2000. Smith, Kevin E.: “Relations with the British and French”, en William D. Pederson, A Companion to Franklin D. Roosevelt, Malden y Oxford: Wiley-Blackwell, 2011, pp. 493-516. Taylor, F. Jay: The United States and the Spanish Civil War, Nueva York: Octagon Books, 1971. Thomas, Martin: Britain, France and Appeasement. Anglo-French Relations in the Popular Front Era, Oxford-Nueva York: Berg, 1996. Tierney, Dominic: “Franklin D. Roosevelt and Covert Aid to the Loyalists in the Spanish Civil War, 1936-39”, Journal of Contemporary History, 39(3) (2004), 299-313. Tierney, Dominic: FDR and the Spanish Civil War. Neutrality and Commitment in the Struggle that Divided America, Durham-Londres: Duke University Press, 2007. Traina, Richard P.: American Diplomacy and the Spanish civil War, Bloomington-Londres: Indiana University Press, 1968. Viñas, Ángel: La soledad de la República. El abandono de las democracias y el viraje hacia la Unión Soviética, Barcelona: Crítica, 2006. Viñas, Ángel: “Una carrera diplomática y un Ministerio de Estado desconocidos”, en Viñas, Ángel (dir.): Al servicio de la República. Diplomáticos y guerra civil, Madrid: Marcial Pons, 2010, pp. 267424. Watkins, Tom H.: Righteous Pilgrim. The Life and Times of Harold L. Ickes, 1874-1952, Nueva York: Henry Holt and Company, 1990. White, Graham y Maze, John: Harold Ickes of the New Deal. His private life and public career, Cambridge: Harvard University Press, 1985. 36
© Copyright 2024