(Un día en la vida de mi abuela Julia en Correchouso): Aquella tarde de invierno, ya hacía un rato que había oscurecido. Julia, mi abuela, terminaba de recoger las cosas de la cocina, en la que las llamas del fuego escasamente iluminaban la pequeña estancia. Sus cuatro chicos y la abuela Juana ya estaban durmiendo. Sentada en un viejo escaño, apretaba los troncos para que ardiesen bien y ahuyentasen al intenso frío que entraba por las rendijas entre las tablas mal ajustadas de la ventana. Sentía muy cansados los pies, y la espalda magullada por el duro trabajo realizado aquel día. Estaba pensando que las castañas de ese año eran muy pequeñas y sería difícil venderlas, y que la cosecha sería muy escasa. ¡Qué difícil era todo! Cuatro hijos y la abuela para alimentar. Entre suspiros y lágrimas, fue serenando su pensamiento y un poco, también, su intranquilidad. Era una mujer muy fuerte, con un corazón forjado a golpes de sufrimiento. Al día siguiente, era domingo e iría a hablar con el señor maestro después de la misa; quería escribir unas letras a su marido, José, emigrado a Buenos Aires. Ella había ido poco a la escuela, y su letra era difícil de entender. Había estado toda la tarde pensando lo que iba a contarle en la carta; tenía tanto que decirle que no sabía cómo hacerlo. Le diría que, a su hija más pequeña, Soledad, ya se le habían caído los dientes, y le contaría que su hijo Eligio estaba mejor de su enfermedad del corazón, y que la cosecha de ese año no sería muy buena por el mal tiempo, pero suficiente para mantener a la familia. Le hablaría del ganado que tenían; cuando él se fue, tuvo que vender algunos animales. Que la abuela Juana siempre estaba quejándose del reuma, con muchos dolores, y que todo seguía igual por el pueblo. Que había regresado su cuñado José Manuel. Le recordaría cosas buenas que también pudieran alegrarle un poco. Lo que nunca le contaría era la tristeza que sentía por su ausencia, aquella soledad que siempre la acompañaba y cómo le echaba de menos, y la necesidad de unas manos fuertes en la casa, de su presencia y de sus caricias. Se levantó para ir a ver a los chicos y arroparlos, y ver si estaban calientes en la cama. Regresó junto al fuego y se sentó mirando fijamente cómo ardía la leña. Unas lágrimas desordenadas resbalaron por sus mejillas mientras una honda preocupación oprimía fuertemente su pecho ¿Regresaría algún día José? ¿Le volvería a ver? Esa era la más dolorosa preocupación que tenía y un presentimiento que el tiempo se ocupó de hacer realidad; así se convierten en ceniza los cariños que se van. Tienes que curar las heridas con el hilo del olvido y seguir luchando para sacar adelante a la familia. (Carta que el abuelo nunca envió) Querida esposa: Háblame de nuestros hijos, de ti, de nuestra casa y de nuestra gente. Háblame del pueblo, qué hacen sus gentes. Cómo siguen nuestros campos, si la hierba se amontona en los soutos y si ya florecen los castaños. Yo aquí, tan lejos, siento un frío inmenso en mi interior y me da miedo pensar en todo el tiempo que he perdido separado de vosotros, mis seres más queridos. Sentado en el acantilado, miro al mar, inmensa masa de agua que nos separa. Se pierde mi mirada en el lejano horizonte, mis ojos humedecidos se esfuerzan por ver la otra orilla, donde se encontraría mi familia. Ojalá pudiese volver hacia atrás y no subir al barco que tan lejos de los míos me ha llevado. Por momentos, no quiero pensar. Solamente contemplar la calma de la playa y las olas borrando con suavidad todas las huellas de la orilla. Solo el murmullo del agua al chocar con las rocas y el graznido agudo, y algunas veces burlón, de las gaviotas blanquecinas surcando el azulado cielo rompe la calma. El sol se refleja deslumbrante en la espuma de las olas creando ilusiones en forma de arco iris. Qué deprisa se me pasa la vida. Quién pudiera volver y desandar el camino y, volando, regresar a la aldea para quedarme con los míos; esta vez, para siempre… Unos meses más tarde, otra carta –esta escrita por tía Carmen– sí llegó a la aldea, y en ella comunicaba el fallecimiento del abuelo en tierras tan lejanas. Carta a mi esposa [...]Recuerdo no haberme fijado en ti hasta que un domingo, paseando en tu pueblo nos conocimos eras la chica con carita de rosa y mirada inocente. Fueron dos miradas y un piropo de mi boca se escapó ¡Estas que quitas el sentido niña!, ¡cada día más guapa! Fue allí donde nació aquel flechazo. El brillo de tu mirada cada día más me atrajo a ti. Una noche de navidad, rompiendo nuestro compromiso, con otro te fuiste a bailar, no pude mirar hacia otro lado, quise volver la cara y que no se me notara lo mucho que tu presencia me atraía. Acompañado de unos amigos brindamos por el nuevo año, se descorcho cava y se repartieron dulces navideños. Fue aquella noche cuando de ti me empecé a enamorar. Pasaron algunos meses, y aquel cariño se hizo cada vez más fuerte, me gustaba mirarte y verte siempre desbordante de alegría. Aquella luz que tu cara reflejaba me señaló el camino del cariño y la lealtad y créeme si te digo que a tu vera deseaba envejecer y, porque no, vivir mil años contigo. Apostamos fuerte por nuestra unión y por nuestro amor y aunque muchos lo dudasen salimos ganadores. Al poco tiempo, ante familiares y amigos, delante de la imagen de Nuestra Señora de la Luz, en un barrio de Barcelona, nos prometimos confianza y fidelidad y en una hermosa ceremonia religiosa unimos nuestros destinos. Así de sencillo fue lo nuestro: dos miradas, un flechazo y hasta hoy. Recordamos todos estos tiempos pasados, nuestros hijos ya son grandes y aunque nuestras nietas nos llenan de alegría y felicidad yo te digo a ti una cosa, tú sigues siendo mi rosa preferida. Te observo algunas veces cuando al espejo te miras y noto tristeza en tus ojos, las lágrimas resbalan por tu cara y aunque van pasando los años tu expresión es tan bella que el tiempo no te hace daño y brillas como cuando te conocí. No quiero oírte contar penas ni melancolías que a mí me gusta mirarte y verte siempre llena de alegría viviendo la vida junto a nuestros hijos y nietas estando siempre unidos. [...]
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