La nieve no había podido detenerla

Querido Dante:
Me pone muy contento poder escribir este mensaje. Estoy
en
Catania,
pasando
una
temporada.
Los
médicos
me
recomendaron este clima. Me siento mucho mejor, muy a gusto. La
doctora Verónica Rosenberg, que se formó con nosotros en la
Universidad de Nueva Venecia, está a cargo del proyecto Alquimia
hasta que vos vuelvas.
Aunque los médicos que me están tratando son optimistas, no
estoy muy seguro de poder salir de ésta y por eso te escribo. Sé
que
Alquimia
es
también
tu
vida.
Pero
tenemos
una
responsabilidad. Cuando se logre la vida máxima del elemento,
sólo podremos preservarlo si está fuera del alcance de manos
inapropiadas. Soy consciente de que la política no es lo tuyo, el
delicado lazo que nos unió al Bloque Oriental se disolverá cuando
yo ya no esté.
Por eso, Dante, cuando llegue el momento, pensá en frío y
no dudes en destruir todo si no están todas las condiciones dadas.
No confíes en nadie más que vos. Nuestra primera responsabilidad
no es preservar a Alquimia, sino preservar a nuestra gente.
A nuestra gente y al planeta.
Ojalá hayas encontrado en ese viaje lo que fuiste a buscar.
Ojalá te hayas encontrado a vos mismo.
Te mando un gran abrazo, caro mio.
Cuidalo a Felin, él te necesita.
Tu viejo que te quiere.
Giorgio
1.
La nieve no había podido detenerla. Cansada, luego de dos días seguidos de
recorrer hospitales y centros asistenciales, no obtenía noticia alguna sobre su
novio. La ciudad era un gran caos; sirenas, alarmas, gritos, llantos, y sobre
todo, terror por réplicas del temblor. Su desesperación aumentaba a cada
minuto. Se detuvo un momento y tomó asiento en el banquito de un parque.
Necesitaba recuperarse y, al mismo tiempo, sabía que no podía detenerse.
Miró a su alrededor. Ese parecía ser el único lugar transitable de Shibuya.
No podía seguir así. Tenía que continuar. Se levantó y cruzó el parque.
Más allá se podían ver las fachadas destruidas de varios locales y edificios,
como si una mano gigante las hubiera arrancado de cuajo. Cuanto dolor le
causaba todo este cuadro. Sus últimos reportes: anunciaban claramente la
posibilidad de un ataque con armamento climático. Eso la angustió. La cara del
director de la cadena exigiendo su renuncia fue un recuerdo odioso. Se vio a si
misma sola, sin su novio, sin su amiga. No era momento de caer. Tenía que
encontrarlo y después contactar a Mariah.
Sintió que si no se movía los huesos se le partirían como cristales.
Aceleró sus pasos hacia la avenida principal. Más adelante, algo llamó su
atención: a lo lejos, una larga fila de gente se formaba frente a una cabina.
Decidió acercarse para averiguar más. Sobre el pequeño cubículo había un
cartel en japonés y en inglés: servicio oficial de emergencias. SI
ENCUENTRA A ALGUIEN, GRABE AQUÍ SU MENSAJE.
PUNTOS DE
USTED NO
SERÁ REPRODUCIDO EN DISTINTOS
TOKIO. Debajo, unas siglas confirmaban que el dispositivo
pertenecía al gobierno. Decidió que podía ser otra manera de encontrar a
Vidales. Poco más de una hora después, llegó su turno.
Cuando se encendió la luz, dijo: «Vidales, soy yo, Yukiko, mañana
jueves estaré en el nuevo café Maruyama de Nakano. Estaré ahí antes del
mediodía, esperándote. Por favor, aparecé... Sé que estás ahí...». Hizo una
pausa y agregó en japonés: «Atención, estoy buscando a mi pareja, Felin
Vidales. Es argentino, tiene 27 años, mide 1,86, tiene tatuada una flor de lis en
su brazo derecho. Cuando sucedió el terremoto, se encontraba en el centro
comercial de Nakano-8. Solicito su ayuda si sabe algo al respecto. Mi nombre
es Yukiko Nanao. Mi domicilio es 3F-2-24-4 Meguro, Meguro-ku. gracias.»
Cuando dejó la cabina, sintió que debía regresar a casa. Descansar un
poco ya no era una opción. Su cuerpo, su mente, habían llegado al límite.
2.
—¿Cuántos dedos ves? —dijo el doctor. A su lado, una joven de ambo verde
permanecía en silencio.
—Dos —respondió Vidales.
—¿En qué mes estamos?
—Mmmm, marzo...
El médico dejó la sala en silencio.
Vidales sentía un intenso mareo, como los que había tenido años atrás.
Todo era confusión y soledad. Caras conocidas, eso deseaba ver en ese
momento.
—¿Dónde estoy? ¿Dónde está Yukiko? —preguntó.
La enfermera lo miró y le dijo:
—Este es el Hospital Central de Buenos Aires. Fuiste trasladado desde
Tokio —Su voz sonaba calma, profesional—. Llegaste el martes... —dudó un
momento— martes 15 de diciembre del 2071...—agregó—. Mi nombre es
Brenda, y ya vamos a tener tiempo de charlar; ahora es mejor que descanses.
Es normal tu confusión. El doctor vendrá a verte en un par de horas.
Vidales cerró los ojos. El dolor de cabeza era insoportable. El mareo era
el de un tripulante de avión que entraba en pérdida.
—Lo que me estás dando no sirve, no puedo más, podés llamar a
Yukiko? Te voy a dar el Go-d de ella.
—A ver, Vidales, ahí vamos... —dijo Brenda.
Sintió un débil pinchazo. Pensó en Yukiko. No podía recordar nada.
Después, se durmió.
Cuando despertó, la enfermera todavía estaba ahí. O quizá se hubiera ido y ya
había vuelto. El sueño que había tenido no terminaba de borrarse. Decidió
contárselo a Brenda como un modo de hacerlo más claro:
—Yukiko —tuvo que hacer una pausa para explicar de quién hablaba —
cantaba desde la orilla del mar. Extendía sus manos hacia el cielo. Pude verla.
Brenda lo miraba atentamente. Sonreía tranquila.
—Ella está bien. No estás equivocado.
El dolor de cabeza persistía. Pero no podía seguir quieto. Tenía que
hacer algo. Intentó levantarse. Sus piernas no lo sostuvieron. Estaba
demasiado débil.
—Dale, dale, tráeme una silla de ruedas, algo. Tengo que moverme de
acá. Quiero hablar con Yukiko, con Dante, prestáme tu Go-d.
Parada, con las manos juntas sobre el regazo, la enfermera no dejaba
de sonreír. Esto lo irritó aún más.
—Podés hacer algo. ¿Podés moverte?
Brenda activó una proyección frente a él. Noticias.
—¡Mirá! ¡Se postula otra vez este hijo de puta!
Al darse vuelta para ver de qué se trataba, sintió otro pinchazo.
—Caíste. A dormir, Felín.
3.
Luego de dos horas de esperar, decidió irse del café de Maruyama. Sentía un
gran abatimiento. Pero no iba a dejar de buscar a Vidales. En la calle, la gente
caminaba como sonámbula.
Sobre su cabeza pasó un dron con luces intensas. «El servicio eléctrico
y las comunicaciones funcionarán con normalidad en el transcurso de unas
horas», decía desde un altavoz.
Caminó lentamente las calles que la llevaban hasta su casa.
Cuando entró, supo que seguía inquieta. No podía calmarse, necesitaba
un trago. Recordaba sus últimos diálogos con Vidales. Bebió hasta quedar
inconsciente.
Despertó mareada y dolorida. En la puerta, alguien estaba llamando.
Olvidó su malestar y abrió al instante. Dos figuras uniformadas la saludaron
oficialmente.
—Buenas tardes. ¿Nanao San?
—Soy yo.
—Tenemos noticias de Vidales San —dijo el más alto; luego, hizo una
larga pausa. ¿Por qué ese silencio? ¿Por qué no se lo decía de una vez?
Deseaba no estar allí, pero al mismo tiempo sólo quería escuchar la verdad.
—Vidales San fue trasladado en un avión sanitario hacia Buenos Aires.
Se encuentra estable. Recuperándose.
Ella no pudo contener el llanto. Los oficiales la miraron y comprendieron.
Le pidieron que firmara un documento de conformidad y luego se marcharon.
Cuando cerró la puerta, Yukiko estaba sonriendo. Iba a ir a buscarlo. No
esperaría ni un segundo. Se reencontrarían en Buenos Aires y ya no lo dejaría
más.
—Todo depende de mí. A Buenos Aires, cuanto antes —se dijo en voz
alta.
***
Felín:
Vengo de una reunión en el laboratorio central. Te escribo
para contarte dos cosas: Alquimia está terminada. Estos días han
sido cruciales para el proyecto. Los resultados son inmejorables:
¡Su vida media está calculada en doscientas veces la del plutonio!
Para que te des una idea, con la cantidad que tenemos al día de
hoy podemos mantener energéticamente a Nueva Venecia por
unos 14 millones de años. ¡Eso está muy por encima de lo que el
viejo esperaba! El año pasado, cuando viniste con la china, les dije
que para mi cumpleaños estaría lista; estamos a un par de meses
y ya la tenemos. Se lo debemos en gran parte a la Dra. Rosenberg,
ella dio el golpe final para obtener Alquimia. Ahora queda un último
punto: volverla inofensiva al contacto con el agua. Así y todo, ya es
utilizable. ¡Ya estamos en la era Alquimia!
Yo sé bien que vos estuviste de acuerdo con el viejo en que
no terminara la última fase, que lo tirara todo para atrás. Pero, al
mismo tiempo, siempre supiste que la seguiría porque soy un
manija de alma, porque todo lo que aprendí de papá está en
Alquimia. Tenerla lista fue una demostración de amor hacia todos
los que trabajaron acá, y en especial al viejo.
Y hablando del viejo, ¿te acordás del ruso que laburó con él
en Alquimia? ¿El que me regaló el helicóptero? Me escribió para
que nos encontremos en El Cairo. Me dijo que tiene data que tengo
que tener urgente. Yo no puedo ir. Las tareas acá me tienen hasta
las manos. Le pedí a Maríah que vaya en mi nombre, ella estuvo
ahí hace algún tiempo, haciendo unas notas. Conoce el lugar.
Además, mandarla a ella es como confiarle un laburo a Conan Mu,
no puede fallar.
El ruso me dijo que los archivos están encriptados. Eso
significará horas y horas de laburo extra. Salvo que me la traigas a
Yukiko. Ella es más efectiva que un equipo entero de asiáticos
encafeinados. Además, sería una buena excusa para volver a
vernos. Ya pasó mucho tiempo desde la última vez. Quiero que
estés acá; esta es tu casa.
No podés hacerte una idea de lo excitado que estoy (o tal
vez sí, siempre fuiste como un hermano para mí), tengo en frente a
Alquimia. Quiero compartir este logro con vos. Vénganse cuanto
antes. Los espero.
En estos momentos no puedo dejar de pensar en una de las
cosas que me decía el viejo: «¿Podrás levantar la espada que
estás forjando?». Lo estoy haciendo. Su memoria es lo que me
guía.
Dante
PS. Traé sake del bueno esta vez.
***
El equipo médico se hallaba en alerta constante. Vidales mejoraba, pero eso no
era suficiente. Llegó la primera noche luego del despertar. Sentía buen ánimo y
ganas de moverse; al mismo tiempo, gran impaciencia, y esa picazón en las
piernas que le daba el clonazepam, pero a la décima potencia.
Le habían dicho que la recuperación duraría un par de días más.
Brenda entró en la sala. Algo en ella le resultaba familiar, como si alguna
vez la hubiese visto. ¿En un sueño? No podría saberlo ahora.
Una melodía en sí menor lo estaba siguiendo en sueños, pero no daba
con ella estando despierto. Si sos tan buena, vas a volver sola, pensó.
El silencio en la habitación era casi perfecto. Casi. Brenda miraba a su
paciente con ojos profesionales. El no paraba de mover los dedos y tararear.
De pronto, un rumor.
—¡Tango! —exclamó ella.
—Sí, conozco algo de tango ¿y vos?
Brenda dejó por un instante sus tareas. Improvisó unos pasos,
tarareando una vieja milonga, luego, lo miró fijo.
—¿Instrumento?
—Me acompaño con la guitarra y con el piano. De hecho, antes de
romperme la cabeza contra el suelo, estaba en el piano, con la guitarra encima.
Brenda lo interrumpió.
—No se hable más. Mañana voy a traer mi guitarra, ¡a ver si podés
seguirme!
Vidales sonrió y asintió en silencio.
4.
Preparaba sus maletas. Su vuelo a Buenos Aires saldría la noche siguiente. La
noticia había llegado y era lo que quería escuchar.
Encendió todas las luces de su departamento. Bailó contenta. Amaba
hacerlo cantar, bailar..., dar un show sin que nadie la viera.
Hasta que una vecina llamó para pedirle que bajará el volumen.
No hizo caso.
En una de sus vueltas, se detuvo por un instante en un retrato. Su
imagen y la de Maríah la miraban desde la pantalla. Montaban a caballo. Las
dos sonreían. Cerró los ojos. Fue como si el viento de Nueva Venecia le pegara
de nuevo en la cara.
—¿Cómo te llamás?
—Yukiko.
El joven se había acercado con su guitarra e improvisó una canción.
Todavía podía recordar cómo se sonrojó. Sin embargo, había extendido su
mano y tomado la flor que él había cortado para ella.
—Mi nombre es Felipe, pero nadie me dice así. Todos me dicen Felin...
Felin Vidales —había agregado él sonriendo. ¿Querés ir a nadar?
Entonces, su duda. El desconcierto por aquel comportamiento que tan
poco tenía que ver con el modo en que la habían educado. ¿Era eso lo que le
llamaba la atención de ese joven arrogante?
—Estoy recién llegada y me gustaría conocer la reserva —había
arriesgado.
Un grito interrumpió su evocación. La vecina se quejaba nuevamente.
Era algo habitual.
Esta vez, Yukiko accedió a bajar el volumen de la música.
No podía dormirse. El recuerdo de Nueva Venecia no la abandonaba. Había
soñado conocer aquel lugar desde pequeña. Y cuando por fin llegó, las
recompensas superaron sus expectativas. Se abrazó a la almohada y pensó en
su primera vez allí. Maríah y aquel tiempo como reportera oficial para la JNC
eran algo que siempre evocaba como un paraíso perdido. Ambas se habían
conocido investigando los mismos casos. Se convirtieron en amigas
instantáneamente. Le había resultado imposible escapar a la personalidad
desbordante de esa joven extravertida.
Encendió la luz en la mesa de noche y se levantó.
Prendió el visor y volvió a mirar las fotos. Ella montando a caballo junto a
Maríah. Ella en el Gran Yerbal. Ella con Vidales una y otra vez (entre las
plantas, con guitarras). Y una, en particular, junto a Dante D’Arezzo, «el
Veneciano», feliz como heredero de un paraíso. Se detuvo en esa última
imagen.
Durante aquel verano en Nueva Venecia, ella y Maríah preparaban un
reporte sobre la reserva. Así estrecharon vínculos con Dante y Felín, que
colaboraron con entusiasmo en el reporte. Ambos habían crecido juntos en
Nueva Venecia y el lugar era su residencia y su orgullo. Vidales, como ella
nombró a Felín desde el primer día, siempre se había sentido un D’Arezzo de
sangre.
No podía evocar aquel tiempo feliz sin pensar que había sido el
comienzo de todo; aun de lo terrible que tal vez estuviera por venir. Habían
seguido al Veneciano con entusiasmo. Desde la isla central de Nueva Venecia
se extendía un puente que conectaba con la isla Gran Yerbal.
Desde niña, Yukiko había aprendido en holomapas de esos inmensos
corredores que recorrían las islas con sus estructuras semicirculares,
transparentes, que dejaban ver la diversa vegetación de Nueva Venecia en
conjunción con sus sofisticadas construcciones. Había soñado que alguna vez
recorrería esas construcciones y vería ese mundo tan diferente; sería parte de
él. Y de pronto estaba ahí, gracias a su trabajo.
Dante fue, en aquella primera visita, el guía ideal: todo lo sabía, todo lo
explicaba con sencillez y su entusiasmo era contagioso. En el silencio de su
departamento en penumbras, Yukiko evocó nuevamente aquella voz.
—En este búnker se almacenan más de 900.000 tipos de semillas
diversos, de todo el mundo, con su genética inalterada —decía Dante mientras
les mostraba una suerte de silo enorme, con un extraño y vanguardista
diseño—. Ahora... quiero que me acompañen a la Isla del Gran Yerbal, es uno
de los pocos que quedan en el mundo.
En algún momento, recordó, entre las enormes plantas de yerba mate
había pensado en sus últimos reportes e investigaciones. Allí, dejaba claro que
las anormalidades del tiempo en otros lugares eran más evidentes. Las
tensiones entre los dos bloques más poderosos del mundo habían llegado al
límite. El bloque del Norte había logrado conquistar el interés de varios países
del bloque oriental. El tiempo de cercos comerciales y extorsiones había
quedado atrás. Era sólo cuestión de meses y el mundo entraría en guerra.
Durante los años cuarenta, el desarrollo de armamento climático había
pasado de las manos del Haarp a las del gigantesco
MINCO.
Desde aquel
entonces, el bloque del Norte tenía acceso a la manipulación del clima en casi
todo el planeta.
La investigación del tema climático la había llevado hasta Shangai, en
donde un contacto local le dio un nombre en clave para alojarse en el Hilton.
Habiendo pasado dos noches, cansada de esperar la nada misma, escuchó
una voz en la puerta que la llamaba por su nombre. Corrió para ver de qué se
trataba toda esa burda imitación de un film de James Bond. Nadie. No había
nadie en la puerta. Sólo un gran sobre tamaño A5 de papel madera, una
verdadera antigüedad.
Pero al abrir el sobre, sus perspectivas cambiaron. El contenido la
mantuvo despierta toda la noche. Allí se consignaba en detalle el entramado de
los acuerdos entre el
MINCO
y el bloque del Norte. Transcripciones enteras de
conversaciones de planificación entre ingenieros y la cúpula de la organización.
Fotos y planos de las bases desde donde se manipulaba el clima. Y como si
faltara algo más, había también extractos de manuales de procedimiento para
provocar tsunamis a gusto y antojo. Era una obviedad, pero no pudo dejar de
pensar que esas basuras habían ganado la guerra sin tocar ningún botón
todavía.
Tiempo después, luego de haber releído y estudiado una y otra vez la
información del misterioso sobre, decidió reelaborarlo en un informe y
publicarlo. Así se lo comunicó a su editor. Entonces sucedió lo que debería
haber previsto: esa misma tarde, el gerente de la JNC, escudado detrás de su
escritorio, su traje y su sonrisa profesional, le había exigido la renuncia.
El irritante chirrido de los frenos de una grúa la trajo nuevamente al presente.
No había pasado tanto tiempo desde todo aquello, y sin embargo...quedaban
todavía muchas cosas por desvelar y muchas más por hacer. Pero ahora
Vidales la estaba esperando en Buenos Aires y eso era lo primero, lo que
necesitaba para estar mejor.
Ella podía controlar sus emociones fácilmente, pero esta vez le resultó
difícil manejar la situación. Su ciudad en ruinas. La salud de Vidales. Volver a
Buenos Aires. Luego, Nueva Venecia. Todo parecía mezclarse en su cabeza.
5.
Estimado Dr. Hassler:
El directorio ha tomado la decisión de sustentar y acompañar su
proyecto. Debe usted saber que su plan fue aprobado por
unanimidad en la reunión de esta mañana en El Cairo. Sabemos
que trabajó con el doctor Giorgio D’Arezzo y que estuvo junto a él
en el equipo de la primera fase de Alquimia. Su performance en
Madrid y París, sumada al conocimiento que posee sobre las
tierras de Nueva Venecia, lo convierten en el hombre ideal para
dirigir y coordinar esta operación y poner Alquimia en nuestras
manos.
En todas las fases de la operación será acompañado y
asesorado por el ingeniero François Cassel, tal como usted solicitó.
La logística del armamento climático ha tomado un nuevo rumbo
con las innovaciones del ingeniero.
En unos pocos días estaremos en Eisenach, junto a M.
François, para estrechar su mano y dejar sentada una fecha para
iniciar la primera fase. Todo esto en conferencia holográmica ante
el directorio.
Es preciso, Herr Doktor, que conozca cuanto antes al
personal que estará bajo su mando en NV más el arsenal con el
que contarán para dicha operación.
Saluda a Ud. Atte
Matheus Ronnin
Secretario General del MINCO
***
Una espesa nube de humo flotaba en el salón. Hassler se miró en el espejo
imperio que cubría una de las paredes. Su imagen fumando una pipa mostraba
satisfacción. ¿Por qué no? Estaba contento con la velada. La cena había
estado muy bien; el brandy, aun mejor. Y, como si eso fuera poco, una sinfonía
de Mahler invadía su gran mansión. Pero el deber llamaba y tenía que atender
sus proyectos.
Se levantó y caminó hasta la biblioteca de incunables. Un botón secreto
en la moldura reveló varios hologramas que mostraban sendos mapas.
Hassler golpeó con el puño sobre el escritorio.
37°41′40″S 58°30′02″O a 37°40′40″S 58°30′02″O Fuera de alcance.
37°41′40″S 58°30′02″O a 37°40′40″S 58°30′02″O Fuera de alcance.
37°41′40″S 58°30′02″O a 37°40′40″S 58°30′02″O Fuera de alcance.
37°41′40″S 58°30′02″O a 37°40′40″S 58°30′02″O Fuera de alcance.
37°41′40″S 58°30′02″O a 37°40′40″S 58°30′02″O Fuera de alcance...
—Enterado —gruñó con furia. Luego, juntó sus manos en una absurda
pose de rezo y frunció el entrecejo. El resabio de buen humor provocado por la
música y el buen brandy se disipó por completo.
—Aguardo instrucciones, Wolfgang.
La voz de Ingrid Müller en el software lo irritó aun más. Tenía que
cambiarla, se dijo. Pero no bien formuló el deseo, supo también que al día
volvería a escoger la voz de ella. La actriz más reconocida de Berlín. Ingrid,
piernas largas y el cabello como oro fino. La encantadora musa del doctor
Wolfgang Hassler por unos pocos meses. La única que pudo burlar su
inteligencia. La que había matado con sus propias manos. La que dibujó un
averno en el que habitaría el solo. El sitio en el que vería a Ingrid con Giorgio
amándose, a través de una cortina hecha de Alquimia.
Cerró los ojos y sacudió su cabeza. ¿Cuántos avernos había dibujado el
mismo? ¿Acaso no todos? ¿Cuánto había pasado desde todo aquello? Y, sin
embargo, las imágenes aún lo asaltaban como los fantasmas a un oscuro
castillo. Ingrid y su intrépida jugada. Ingrid y la resistencia. El viejo deseo volvió
a él. Cualquiera de las armas que tenía a su alrededor podría servirle. Inútil.
¿Tres ridículos intentos fallidos no le habían alcanzado? Se llevaría el revólver
a la cabeza. Cambiaria el arma de una sien a otra más de una vez. Una voz le
rasparía el cráneo desde adentro: «Cobarde. Lo tuyo siempre es huir,
escaparte. A ver, ¡dale! Dale! Sabes cómo resolverlo… ¿Lo ves? ¡Cobarde!»
Conocía ese estribillo. Demasiado bien.
Entonces, crispó los puños. Haber cumplido 70 años y seguir teniendo
esos pensamientos habla mal de uno, Wolfgang, se dijo con ironía y supo que
el otro Hassler, el cerebro de hielo ante el que se doblegaban los espíritus
débiles, los seres inferiores, estaba de nuevo allí. Buscó su imagen en el
espejo más allá de la biblioteca corrediza y lo que vio le gustó. Un capitán
erguido. De una pieza. Un experimentado piloto de combate. El científico más
reconocido de Alemania. El invitado de honor de miles de eventos y
convenciones. El que se quedaría con Alquimia, el alma de Giorgio D’Arezzo.
Sonrió satisfecho. Mientras pudiera disparar su arma, subir los
escalones de dos en dos y engañar a su mujer con cualquier puta similar a
Ingrid, no tenía por qué preocuparse.
Otra copa de brandy era lo que necesitaba.
Le habló a Ingrid:
—Mensaje de voz para François Cassel! —Un bip sonó dos veces desde
la pantalla múltiple—. «Le estoy enviando un radio de coordenadas que no
están siendo captadas por los satélites. Es preciso resolver este problema
cuanto antes. El éxito del ataque depende de conocer a la perfección el
archipiélago. Espero su respuesta.»
Hassler notó que su voz no sonaba bien, le faltaba firmeza. Se dijo que
tendría que cambiar de medicación o de médico. También supo que se estaba
mintiendo. ¿Acaso importaba?
6.
Maríah recuperó la conciencia. Estaba tirada sobre el suelo húmedo. Esposada
a la espalda. Sentía que la habían lastimado y sus piernas temblaban. Intentó
una y otra vez zafarse. Le llevaría algún tiempo. Intentó enderezar el torso
apoyando la espalda contra la pared y miró a su alrededor. Era una pequeña y
descuidada oficina. Al ver una vieja Mac, pensó en los archivos, pero de eso se
encargaría después. Ahora tenía que pensar cómo salir de esa situación.
Planificar fríamente no era lo suyo, pero Yukiko le había enseñado técnicas de
concentración para momentos como este.
Comenzó a respirar profundamente. ¿Podía soltarse las esposas? Tal
vez, intentando la vieja técnica de dislocar los pulgares... Las manos
comenzaban a deslizarse.
Escuchó voces a lo lejos. Eran dos. Y se acercaban. No le quedaba
mucho tiempo.
La mano izquierda se soltó.
Una de las voces estaba ya del otro lado de la puerta.
Faltaba poco.
Un hombre. ¡Esto iba a ser fácil!
La puerta se abrió.
Un hombre de unos 50 años, robusto, de mediana estatura se recortó en
la luz que dejaba pasar el marco. Entró y cerró con dificultad. En la mano
izquierda llevaba una botella. La cara le resultó familiar. Era uno de los que
había participado de su secuestro.
—Hijo de puta, hijo de mil putas —gritó en francés.
El hombre vaciló con la botella pero pareció no inmutarse.
—Perro asqueroso —le dijo entonces en árabe.
Vio cómo en la cara aceitunada se pintaba el odio. Ya lo tenía.
—Dame de beber —reclamó.
El gesto de odio cambió en una mueca lasciva.
—Sos prisionera. Los prisioneros no exigen. Los prisioneros no reciben
algo por nada.
La cara de él ya estaba casi junto a su cara. Olía algún alcohol barato.
Cualquier porquería fermentada.
—¿Y qué tengo que hacer? —preguntó cargando a su voz de
sensualidad.
Los ojos de él brillaron.
—Nada que no hayas hecho mil veces antes.
Lo tenía.
—Pero así atada no podré hacer mucho.
—¿Me creés lo suficientemente estúpido como para caer en el más viejo
de los trucos?
Idiota.
—No, claro que no. Pero sí muy poco hombre como para no poder
conmigo.
La mejilla le ardió con el bofetazo. Lo tenía.
—Dame de beber, tengo sed.
El tipo le tiró del pelo de la nuca obligándola a mirar hacia arriba.
Con la otra mano vertió algo que parecía aguardiente en su boca
forzándola a tragar.
El chorro se detuvo.
—Más. Quiero más —dijo manteniendo el mismo tono de antes. No
debía dejar de provocarlo.
—El próximo trago te va a costar más, puta —dijo él restregándole los
labios gruesos y el bigote húmedo por la cara.
—¿Y pensás que podés conmigo?
El tipo dejó la botella en el suelo y se le echó encima.
El peso del cuerpo la sofocó por un momento. Se recuperó.
—Te va a costar mucho satisfacerme.
El aliento a alcohol (mezclado con qué ¿una muela podrida?) le provocó
una arcada. Hubiera sido bueno mantenerse sin poder oler nada, pero fue sólo
un momento. El sudor y el tabaco rancio también la ahogaban.
Con violencia, él la arrastró de los tobillos hasta dejarla totalmente
acostada en el suelo. Luego, su mano peluda y húmeda le desprendió la
cintura de sus shorts.
Le ardía la espalda por la fricción, pero no tenía que mostrarlo. La
provocación debía seguir.
—Dale, perro, dale —dijo y separó las piernas gimiendo.
El tipo se quitó los pantalones.
El olor era aún más fuerte, la estaba asfixiando.
Respiraba por la boca y gemía. Él tenía que creerle. Tal vez si lo
apuraba entraría más en el juego.
—¿Cuánto tiempo creés que te voy a esperar? —lo apremió. Luego,
estiró el pie desnudo y tocó con intención el sexo del tipo. El pequeño y
maloliente miembro parecía comenzar a responder pese al embotamiento de la
bebida.
—Callate, tenemos tiempo de sobra. Vas a terminar pidiéndome más.
Sintió cómo la penetró rápidamente.
Ya estaba hecho. Sabía que lo tenía. Pero aún estaba el problema del
otro tipo detrás de la puerta. ¿Qué podía hacer?
Comenzó a gritar y a gemir.
—Cómo lo disfrutás, puta; sos una puta asquerosa.
Gritó más fuerte. ¿La habría escuchado?
Gimió como en el mejor holograma porno. Ella era la carnada.
—Gozá, infiel.
Le dio el gusto.
Pero la puerta no se abría. Tendría que ser más directa.
—Quiero otra más, quiero otra más; traé a tu compañero —pidió
mientras presionaba sus caderas contra la gorda y fofa cintura del tipo.
Él sonrió lascivamente debajo del bigote húmedo de saliva y alcohol.
—¡Osmán! ¡Osmán! ¡Vení! ¡Rápido!
La puerta se abrió.
Un hombre joven, más delgado, con una vieja arma de repetición,
apareció con cara sorprendida.
—Acercate —ordenó el gordo.
Osmán llevaba un uniforme caqui que le quedaba grande y un puñal en
la cintura.
Fingiendo retorcerse de placer, Maríah miró cómo estaba agarrado el
puñal. Una jugada servida, pero solo una.
Osmán apoyó el arma obsoleta contra el escritorio que tenía la vieja Mac
y luego comenzó a quitarse la chaqueta y la camisa. No debía permitir que se
quitara los pantalones.
—Vení. A vos te quiero en la boca, flaquito —dijo.
El joven se acercó trastabillando mientras dejaba caer sus pesadas
botas.
Eran tan dóciles. Sólo tenía que orientarlos.
Vio cómo Osmán se arrodillaba a su derecha y apoyaba sobre su boca
un miembro de considerables proporciones perfectamente erecto.
Mientras el gordo trataba de hacer lo que podía, el joven comenzó a
penetrar su boca con brutalidad. El suelo le lastimaba la nuca. Sintió el cabello
húmedo. La herida abierta friccionaba la carne viva con la arenilla del piso. El
raspar le estaba quemando la nuca. Por un momento tuvo el reflejo de usar sus
manos para sentir la herida. Era solo un poco más de dolor.
—¡Mirá como lo hace esta puta, Osmán! ¡Mirá qué puta como se mueve!
Sí, sí, puta. Ya iba a ver qué puta. Sólo hacía falta un poco más de
serpenteo; simios en celo. Repugnantes.
Los ojos del gordo se pusieron en blanco.
Sintió como su cintura y sus piernas se bañaban de semen.
El más viejo se dejó caer a su izquierda jadeando.
Sólo quedaba Osmán.
Tenía que llevarlo al límite. Terminar con esto.
Lo veía masturbarse pegado a sus labios. El puñal se agitaba colgando
del cinturón flojo.
—Dale, nene, ahora te toca a vos; damela, dale.
Podía desprenderlo con dos dedos. Era sólo un manotazo.
Terminemos.
El líquido, acre y pegajoso, se extendió por su rostro. Ahora Osmán
bajaría la guardia. Estiró el brazo derecho y tomó el arma de la cintura. Giró e
incrustó con saña el puñal en la yugular del viejo. La sangre surgió a
borbotones.
Ahora, Osmán.
El brazo delgado pero fuerte desvió su cuchillada.
Ambos se pararon de un salto.
Tiró otra cuchillada.
La patada hizo volar el puñal de su mano. Maríah dio un paso atrás y
trastabilló con la botella junto al viejo. El ruido de vidrios se mezcló con su grito
de frustración.
Tenía que alcanzar el arma.
Pese a la violencia, todo le parecía más lento, como si estuvieran
bailando. A un costado, la sangre borbotando de la garganta del viejo era como
una música improbable.
Osmán y ella corrieron hacia el escritorio al mismo tiempo.
Casi la tenía.
Unos dedos fuertes aferraron su pelo y la tiraron para atrás.
Otro desengaño.
Podía sentir las piernas mojadas, cubiertas de sangre. Una mancha
bermellón se iba extendiendo por el suelo. El charco.
Amagó ir por Osmán y éste avanzó hacia ella. Pisó la mancha roja.
Entonces fue fácil hacerlo trastabillar aprovechando el suelo resbaladizo.
Pero él cayó hacia el arma.
Maríah también se abalanzó sobre ella.
Ambos quedaron abrazados como en un triángulo imposible.
Hubo un disparo.
Blanco.
Maríah sintió como si todo el aire se le fuese del cuerpo. Alivio.
Entonces Osmán se desplomó lentamente.
Mientras él se estremecía en los últimos espasmos, ella se vistió.
Debía pasar inadvertida. Esa cortina podía ser su túnica. La arrancó con
precisión y se la ajustó con arte.
Lista.
Pateó tres veces la cara del más viejo.
— ¿Viste que puta que fui? —dijo. Y salió de la oficina.
Atravesó un gran hangar y finalmente, encontró la salida. No debía
detenerse.
Estación Central de El Cairo. 4s23. Tren hacia Alejandría. Volar hacia
Torino, conectar a Buenos Aires. Finalmente, Nueva Venecia. La ruta estaba
clarísima.
7.
Era medianoche de viernes. Brenda avanzaba dejando atrás al ruidoso
microcentro. Sus tacos llevaban pulso regular. No era sin razón. Cumpliría con
el ritual de todas las noches. Al cruzar lo que quedaba de plaza Miserere,
cantaría para gatos y linyeras.
¨Viene del viento del sur, su recuerdo hasta los callejones, y me dice que no te
olvidé, se detiene entre mil colores…¨ Era la mejor canción de la tía Ingrid. Sin
dudas. Íngrid…estaría feliz de verla acá. Brenda haría todo lo que quedó
pendiente. Ahora, lo principal era Felín Vidales.
Al llegar a Rivadavia escuchó cuatro disparos a lo lejos. No era algo extraño.
Las revueltas por el cambio de gobierno hacían de Buenos Aires una bomba de
tiempo.
No había tiempo para nada. Chequear el estado de Felín resultaba primordial.
Apuró sus pasos y en cuestión de minutos estaba frente al hospital.
Los pasillos estaban intransitables. En casos así era conveniente usar las
escaleras ¿Seguiría estable como la noche anterior? En un momento lo sabría.
Al llegar al pie de las escaleras, una joven residente gritó a lo lejos: «¡Brenda!
Brenda, ¿tenés un minuto?». Siguió su camino sin prestar atención.
No había tiempo que perder.
Miró su Go-d. La señal no era muy buena, pero alcanzaría para una
breve comunicación mediante audios.
Leyó «311». Finalmente estaba frente a la habitación.
Felipe Felín Vidales dormía profundamente. Bastaría con la tenue luz de
la sala. No quería despertarlo. Los sedantes habían actuado perfectamente. El
reemplazo de morfina por codeína no había sido problema. La codeína más el
ketorolac eran suficientes para soportar el dolor.
El pulso y la respiración eran normales.
Se acercó hasta el monitor de diagnóstico para chequear la temperatura
y la presión arterial.
Todo estaba bien, Vidales estaría en unos pocos días en Nueva
Venecia. La verborragia de Felín por momentos resultaba extrema, pero era
algo habitual en pacientes que habían sufrido lesiones en el lóbulo frontal. Él
podía mostrarse en dos estados totalmente opuestos: o permanecía callado en
un hermetismo inalterable o, por el contrario, la llamaba para charlar durante
largo rato. A ella no le importaba. Él estaba bien. Todo lo que decía estaba
guardado en su Go-d. Los mensajes que contenían sus sueños, recuerdos de
su padre adoptivo, los logros de su hermano Dante en Nueva Venecia, hasta
las canciones que había compuesto al despertar. Todo.
El médico llegaría en unos minutos.
Brenda tomó su Go-d y comenzó a filmar los datos del monitor. Luego,
un poco de Felín durmiendo. Detuvo la grabación y agregó una nota de voz:
«Vidales ist ein einem einwnadfreien Zustand.In ein oder zwei Tagen
wird era us den krankenhaus entlassen. Dante wird bei seinem bruder sein. Er
zeigt fremde verhaltensweisen während des schlafes. Er beantwortet fragen
sehr deutlich und sogar eloquenter als wenn er wach ist.Ich werde mich diesem
tema widmen» («Vidales está en perfectas condiciones. En uno o dos dias
tendrá el alta médico. Dante estará con su hermano. Muestra extraños
comportamientos durante su sueño. Contesta preguntas con total claridad e
inclusive con mayor elocuencia que estando despierto. Voy a ir más allá con
este tema.»)
El Go-d cantó: ¨Done¨.
El mensaje se había enviado correctamente.
Brenda besó a Vidales en la frente, apagó la luz y lo dejó durmiendo.
Buen trabajo.
Su Torino la esperaba sobre Callao.
Hora de volver a casa.
***
«MAADI AIRPORT HOSPITAL», leyó en voz alta. Se acercó a la autopista. Si
seguía el sentido norte, estaría en minutos en la estación central de trenes. El
tránsito era escaso. A la velocidad que pasaban, pocos podrían reparar en su
figura a pie.
Amanecía en el Cairo.
Mejorar su aspecto era urgente. La falsa túnica pronto estaría totalmente roja.
A lo lejos vio una pequeña estación de servicio.
Tuvo suerte, el baño estaba desierto.
A medida que limpiaba las heridas, organizó en su cabeza los últimos
acontecimientos.
Había llegado a la ciudad el jueves por la noche. Su contacto era el Dr.
Vladimir Kotov. Un ingeniero químico amigo de don Giorgio. Se encontraron en
el Anubis Café del centro de El Cairo. Su primera impresión fue que el hombre
parecía más viejo de lo que era. Tenía la cara mojada de sudor. Se rascaba la
nariz con un gesto nervioso.
Ordenaron café.
—Sé que don Giorgio y usted fueron grandes amigos —había empezado
ella—, y que trabajó en el proyecto Alquimia. Yo…
El hombre le tomó las manos. Las tenía heladas. ¿Que sucedía?
—No hay tiempo para introducciones —dijo entonces él mientras
buscaba algo en un bolsillo de su saco. Sus manos se movían con precisión—.
Esto es lo importante.
Sacó un Go-d ínfimo y lo puso en manos de Maríah.
— ¿Es todo?
El hombre asintió.
Llegó el café. Ambos lo bebieron rápido.
Luego de eso, el viejo había seguido empleando el mismo tono grave:
—La situación es crítica. Estos tipos van a ir por el proyecto entero.
Dante tiene que sacar todo de ahí, cuanto antes. —Se quedó un instante en
silencio. Luego, miró por la ventana. —Tenemos que hacer esto rápido…
Maríah recordó cómo garabateaba algo en una servilleta. Parecía un
pianista de alta técnica. Sin mover sus hombros escribía con sus manos al ras
de la mesa.
En la claridad difusa del baño, frente a un espejo más o menos limpio
que le devolvía su imagen maltratada, sacudió la cabeza con enojo, no sabía
bien si contra su falta de previsión o contra el puto destino. Ella había creído
elegir un buen lugar, las mesas contiguas estaban repletas de hombres de
negocios, en su mayoría extranjeros y del ambiente bursátil. Apretó los dientes.
A la luz de lo que luego sucedió, su error resultaba gigantesco.
En algún momento, ciertas señales le llamaron la atención en la calle.
No estamos solos acá, había pensado.
—Doc… —intentó interrumpirlo.
Él no le dio tiempo. Giró la servilleta. Con letra clara, en negro se leía:
«Locker 23 T de estación central de trenes. Código: 4s23.»
Luego, con la misma eficiencia que había escrito la nota, rompió la
servilleta.
—Debo irme, Maríah. Conviene que me vaya de acá cuanto antes.
Ella extendió su mano, pero él se fue sin saludarla.
Cuando se preparaba para pagar el café, sonó un disparo…
Luego, gritos.
El pago podía esperar. Corrió hacia uno de los ventanales y miró hacia
la calle. Una muchedumbre se reunía alrededor de algo o alguien en la vereda
de enfrente. ¿Podía ser?
Había salido por la puerta diciéndose que no, que el pobre viejo no. Un
hueco entre las piernas del gentío le dejó ver el charco de sangre. El rostro
crispado parecía haber ahondado más las arrugas. No llegó a ver los ojos, pero
aun así comprendió que la vida lo había abandonado.
Supo que tenía que huir. A la estación, antes que nada. Y después fuera
del país. Se alejó del grupo de mirones buscando un taxi. Pero al girar la
esquina, no llegó a cruzar la calle. Una camioneta le frenó el paso.
Hombres armados salieron de la parte trasera del vehículo.
Las dos vías de escape estaban bloqueadas. Aquello era un comando
profesional. Mierda. No tenía cómo huir. Dolor profundo en los riñones. Un
culatazo. No se la iban a llevar de arriba. Se había erguido con esfuerzo y
golpeado al que había salido por la puerta del conductor. El codo derecho
detuvo a un flaquito que se acercaba torpemente. Tenía una posibilidad.
Metiéndose por callejones —El Cairo estaba lleno de ellos— la camioneta no
podría seguirla.
Pero la descarga había llegado como un rayo. Teaser.
Luego, todo se volvió oscuridad.
Se encontró sonriendo en el espejo. Todo aquello era ahora menos que un
trago amargo. Seguramente Yukiko querría escribirlo y convertirlo en un relato
u algo así. ¿Qué apostamos?
Chequeó su imagen una vez más. Ahora podría pasar inadvertida. A la
estación, los archivos.
Ya afuera, verificó que no hubiera nada extraño alrededor. Todo parecía
estar bien. Aunque era sábado, las calles de El Cairo no dejaban de ser un
caos. Sonrió. Su escenario favorito. El antiguo barrio copto sería el atajo ideal.
A través de un extenso corredor entre dos viejas iglesias llegó a la gran feria de
fin de semana, ahora sí podía apurar el paso. Estaba a unos metros del pasillo
que la conduciría a la estación.
Tras un puesto de venta de lámparas, un vendedor comenzó a gritar a
otro en un dialecto que jamás había escuchado.
¿Acaso la estaban señalando?
No mierdas, no me jodan.
Mantuvo el paso decidido. No miraría hacia atrás.
No es para mí.
No es para mí.
El griterío se extendía a lo largo de la feria.
No podía soportarlo. Miró hacia atrás.
El vendedor que gritaba sin detenerse comenzó a correr en un vector
directo hacia ella.
Las campanas de la iglesia sonaron una y otra vez mezclando su
redoblar con las sirenas.
Policía militar y ambulancias.
¿Milicos?
Unos pibes cruzaron corriendo delante suyo.
Eran tres (pelo enrulado, piernas flacas, dos con sandalias, uno con
nikes) y llevaban una alfombra enrollada. Vio como uno de ellos caía al suelo
herido, mientras el comerciante gritaba hacía los oficiales señalando a los que
aún huían.
Nunca una escena de delincuencia juvenil le dio tal satisfacción.
Hijos de puta, aggghh, muéranse todos, manga de ba-su-ras.
Llegó al corredor que conducía a la estación. Sintió que toda una etapa
quedaba atrás. La idea de tarea cumplida.
Ya estamos nena. Vos lo hiciste.
En el atestado hall todo parecía estar dentro de los parámetros normales
del lugar. Pero no podía relajarse. Avanzó atenta y con paso tranquilo. Sabía
que la buscaban y no podía permitirse ningún exabrupto.
—23… T… acá estás… 4s23.
Abrió el locker. Una mochila, crédito para los pasajes, ropa de turista
(incluida una ridícula gorra con tres chacales caminando y un reloj), y al fondo,
la bendita memoria. ¡Viejo, genio!
Ya en el tren, miró su reloj. Tenía que ver cómo comunicarse con el Veneciano.
El tren estaba por salir en tan sólo unos minutos. La opción de una
comunicación por cabina era un riesgo, el
MINCO
podía tener satélites
monitoreando. No iba a exponerse así.
A travesó el coche comedor dándole vueltas al asunto. Un joven japonés
fotografiaba el ocre paisaje de los suburbios de El Cairo. ¡Qué basura! ¿Para
qué esas fotos? Sobre la mesa, junto a él, había una enorme cantidad de
gadgets. Maríah vio el comunicador. Extendió la mano mientras pasaba. «Jo de
te, maldito voyeur», pensó y se alejó hacia la zona de camarotes.
Ya tenía el Go-d. El
MINCO
no era tan grande como para espiar hasta en
el último aparato de algún oriental ignoto viajando por el mundo.
Marcó la clave. La imagen del Veneciano la miró con sorna.
—Apareciste, borrada.
—Sí, sabés que me tomé unos días en un spa islámico, pero ya estoy.
Tengo los archivos.
—No perdamos más tiempo. ¿Cuándo nos encontramos?
—Esta noche estoy llegando a Turin. ¿Venís? Estaré en Porta Nuova, a
las 22. Binario 7. Me pareció el mejor lugar teniendo en cuenta lo de...
—No —interrumpió el Veneciano. No es el mejor lugar, es el único.
Después hablamos, ciao... —La imagen del Veneciano no desapareció
todavía—. Ah, algo más: Bravissimo, cara!!!! —dijo sonriendo por primera vez.
Y cortó.
Todavía feliz, forzó la puerta de un camarote. El cielo del desierto se
veía por una enorme ventanilla. Sólo le quedaba esperar el arribo.
Miró con más detenimiento el Go-d que había robado. ¿Qué música
escucharía un japonés viajero con esa cara de infeliz? Yukiko lo sabría.
¡Yukiko! Seguro estaría preocupada. Todavía le quedaba un llamado por hacer.
Marcó la clave. Nada. Sin señal. Qué raro. Por lo menos dejarle un
mensaje.
«Estoy bien. Quedáte tranquila», tipeó. «Estaré en unos días en Nueva
Venecia. ¿Podemos encontrarnos allá?»
Ahora sí. A descansar. Buscó entre la música.
Intentó relajarse durante el resto del viaje escuchando el último disco de
Agnes Yorke. Perfecto.
Estaba dejando El Cairo.
8.
El sol salió por fin. Tokio había permanecido gris por semanas.
Su vuelo a Buenos Aires partiría por la noche, tenía todo listo.
Decidió dar un paseo para despejar su cabeza. Optó por lentes oscuros,
había llorado mucho. Pero ¿quién no había llorado mucho en Tokio esa
semana? No importaba. No quería que nadie la viera así.
La ciudad había cambiado nuevamente. Las tareas de reconstrucción
tardarían un tiempo más, pero estaba mucho mejor que días atrás. Caminaba
por veredas conocidas con la alegría sosegada de volver a lugares que eran
una parte feliz de su historia. Amaba ese itinerario desde siempre. De chica su
padre le decía:
—Yukiko, ¿me acompañas al trabajo hoy? Tu madre se nos unirá luego
y ¡daremos un paseo juntos!
Sonrisas. Alegría incomparable.
Con nueve años, visitar Namco era una fiesta. Ella sabía que pasaría
horas en aquel edificio de Ota. Veía a los programadores creando los juegos.
Ponía toda su atención en cada charla. Había estado presente en más de una
reunión. Conocía las discusiones sobre el desarrollo de los juegos preferidos
de sus amigos.
Todo lo que sabía de sistemas y programación se lo debía a su padre.
Nostalgia.
Luego de horas en ese edificio, llegaría el momento de volver a casa.
Pero nunca sin pasar por el Gomi-Park, una extensión de dos kilómetros
repleta de basura electrónica. Con el aeropuerto de Haneda tan cerca, las
autoridades habían decidido llevar los aviones en desuso al gran basural.
Mientras miraba a lo lejos viejos monitores, recordó como había corrido entre
dispositivos de diferentes tamaños pateándolos con alegría.
Llegó al basural caminando lentamente.
—Acá estoy –se dijo y soltó una lágrima.
Gris y blanco. Todo era gris y blanco. Caminó con cuidado entre. «La
basura más limpia del mundo», como decía su padre.
Se sentó sobre una CPU, frente a la nariz de un Airbus 380 de Skymark
Airlines.
Comenzó a tararear una melancólica melodía que cantaba años atrás.
Cerró sus ojos por un momento. Pensó en Felín. Faltaba muy poco.
¿Cómo estaría él? Pensó en todo lo que había pasado. Todo se estaba
conectando. Japón había sido atacado por segunda vez con armamento
climático. La firma que estaba detrás de los ataques era el
MINCO.
Dante
seguramente sabría más. Pensó en Maríah. Tomó su Go-d e intentó ponerse
en contacto con ella. Imposible. Sin señal. No era momento de preocuparse.
Escribiría en cualquier momento.
Volvió a cerrar sus ojos y a cantar. Eso era estar en paz.
La melodía que cantaban a dúo con su madre llegó al primer coro. Se detuvo y
lloró. La sonrisa de Mizuki fue la más cálida expresión que ella pudo sentir.
Se paró y caminó hacia el Airbus secándose las lágrimas.
Iphones y Go-d’s obsoletos crujían bajo sus pasos.
Se detuvo bajo la quieta figura del avión y siguió cantando, sonriendo.
Le pareció escuchar la suave voz de su madre, en ese mismo lugar,
años atrás, diciéndole: «No importa lo que pase, acá, en medio de toda esta
basura, nosotros podemos hacer como en la nieve, podemos hacer angelitos
en la basura y divertirnos saltando de la mano entre los aviones. ¿Puedes
hacer angelitos, Yukiko?»
Claro que podía.
Ahora, más que nunca, lo estaba haciendo.
***
Felín se agitó en la cama. Esa tarde le darían el alta. No podía esperar más.
Sentir el cuerpo abatido, la mente insomne y ansiosa lo estaba volviendo un
monstruo. Cada tanto, Kafka venía a su teatro mental. Entonces, se veía las
manos y no las veía como sus manos, sentía impulsos de morderlas, picarlas,
de buscar algún rastro de basura con algún sabor nuevo.
—Voy a extrañarte, Vidales, a vos y tus canciones —la afable voz de
Brenda lo sacó de sus pesadillas. Pensó que sonaba como una de esas
madres solteras que pueden con todo: seguro cocinaba muy bien y ella misma
le hacía el cambio de aceite al auto.
—Volveremos a vernos, seguramente, no quiero perderme escuchar ese
motor.
—¿El Torino? Cuando quieras. Estaré esperando tu llamado. Además,
me gustaría conocer Nueva Venecia.
Hubo un largo silencio.
—Sí… ¿por qué no?
No sonaba bien pensar en Yukiko junto a Brenda en Nueva Venecia.
Pero… ¿qué sonaría bien en este momento? Claro que lo sabía. La guitarra,
junto a los muelles de Nueva Venecia. Los zorzales azules de Nueva Venecia.
¡Eso sí sonaría bien!
Brenda preparaba unos cuantos papeles para firmar. Burocracia
hospitalaria. Cada tanto lo miraba. Parecía estar esperando algo de él. ¿Podría
hacerle el pedido? Ella tenía que aceptar. Él iba a necesitar dormir; mucho. Y
más aún: ¡poder dormir!
—Brenda..., antes de irme, ¿puedo pedirte algo?
Ella lo miró sin contestar. Sonreía.
—Dame algo de codeína, para llevar.
Vio como la expresión se le tornaba fría y distante.
—¿Estás hablando en serio?
Vidales caminó hacia ella lentamente y le habló casi al oído.
—Sí… quiero descansar como lo hice acá, de la misma manera, bajo las
mismas condiciones. Dale, te espero —dijo en un volumen que resultó casi
imperceptible.
Silencio.
Brenda suspiró sonriente y dejó la sala.
Felín preparó su ropa. Sólo quedaban unas horas y estaría rumbo a
Nueva Venecia.
***
Maríah caminaba por el hall de la estación de Torino P.N.
Una voz entonó a lo lejos una canción llena de obscenidades. Lo vio
venir sonriente. Se abrazaron durante un par de minutos.
—Basura —le dijo ella golpeándolo en la espalda—, la pasé mal.
— ¿Cuándo te vas a hacer hombre, nena? Ya podemos estar tranquilos,
hace mucho tiempo que quería volver a Torino. ¿Sabés?, acá mismo mi viejo
operó contra el
MINCO
de joven. Con Ingrid y los rusos. Ya te lo había contado
¿no?
—Sí, lo tengo presente —dijo Maríah, pero ella estaba pensando en otra
cosa—. No veo la hora de saber qué hay en esos putos archivos —comento
apretando los dientes—; si todo esto valió la pena.
—Paciencia no te voy a pedir, pero sé que todo valió la pena —Era
noche de sábado, las calles del centro turinés estaban repletas.— Estoy en
auto. Nos vamos a Malpensa. Tengo el avión listo para salir.
Ella lo frenó. No podía esperar para darle la mala noticia.
—Escuchame, mataron a Vladimir.
—¿Qué?
El Veneciano se detuvo en un punto y se sentó en la vereda. Levantó la
cabeza y apuntó su mirada al cielo. Cerró sus ojos un momento. La ciudad se
oía cada vez más fuerte. Ella no iba a entender quién había sido Vladimir para
los D’Arezzo.
Maríah contempló cómo él dejaba ver sus ojos vidriosos por un segundo.
Fue una foto que guardaría para siempre: haber visto al Veneciano a punto de
lagrimear por única vez.
La miró y le habló con tono grave.
—Vladimir Kotov había estado años trabajando en el proyecto. Era parte
de la gran resistencia. Hombres y mujeres de ciencia, de las artes, decididos a
lastimar al
MINCO
de la forma que sea. Los unía una gran amistad con mi viejo;
de hecho, hasta me había hecho un regalo increíble, un helicóptero Blackshark.
Nuevo. ¿Entendés? ¡El ruso lo había traído para mí!
Mi viejo admiraba su inteligencia —dijo y sonrió. Recordar a su padre
siempre lo hacía sonreír, por más grave que fuera el tema.
Rumbo al aeropuerto, él fue contándole acerca del cataclismo en Tokio.
Ella abrazaba con fuerza la mochila con los archivos.
—Fue un terremoto de 9,3. Felín estaba dando unas clases —había
contado el Veneciano—. Se golpeó muy fuerte la cabeza y quedó internado.
Después habló del desencuentro con Yukiko y de cómo lo habían
enviado a Buenos Aires.
—Seguramente están dándole a Japón con los nuevos proyectos del
MINCO.
El Veneciano asintió con bronca:
—Sin duda. Son basura y están cada vez más cerca de nosotros. De
todas manera —dijo suavizando el tono—, no podemos hacer nada desde acá,
tenemos que estudiar los archivos a fondo, Vladimir no hablaba de más, y
nunca demostró urgencia por nada… pero esta vez sí.
—Sí, y lo dejó muy claro —dijo Maríah.
Él hizo una pausa larga. En sus ojos la tristeza por la mala noticia se
mezclaba con algo más.
—Tenemos que reagruparnos. Pase lo que pase, tenemos que estar
unidos —agregó después de un rato el Veneciano. Su voz revelaba la actitud
de alguien que no quiere mostrar todas sus cartas—. Cuando Vladimir escribió,
dijo que «WH» estaba sobre nosotros. —El Veneciano se detuvo y le habló con
voz calma—: Sé de quién habla, y sé que haga lo que haga, no va a conseguir
nada de nosotros.
Él soltó su mano y le señaló un Mustang 67.
Estaba muy tranquilo, más de lo habitual.
Maríah eligió no hacer preguntas.
Estarían en el aeropuerto en unas horas.
9.
Cuando descendió, creyó que estaba en calma. Había tenido un vuelo
tranquilo. El puerto aéreo, sus olores, su ritmo, su especial estilo algo rancio,
algo retro, le devolvieron la paz que otorga lo que resulta familiar. Le parecía
haber estado ayer en Buenos Aires. Sin embargo, entre sus manos apretaba
con fuerza el paquete de Supesu de frutilla que había llevado para Vidales, sus
preferidos. Si seguía así, iba a destruir el envoltorio. Sería mejor guardarlos.
Durante veinte minutos esperó en el hall de Air Fox, que estaba
prácticamente vacío, diciéndose que iba a estar todo bien, imaginando la
sonrisa de Vidales cuando se encontraran; ese perfume —a cuero y a
almizcle— tan característico de él que sentiría al abrazarlo; el sabor, mezcla de
menta y hierbas, del beso que le daría. Durante veinte minutos siguió
diciéndose que estaba todo bien, que a esas horas, el tránsito en Buenos Aires
era siempre el mismísimo infierno. Sin embargo, había comenzado a odiar al
transporte de esa ciudad, y al transporte del mundo entero, y a todo lo que
dilatara por más tiempo su reencuentro. Sólo quería verlo, correr y abrazarlo
durante mil años. Volver a escuchar su voz.
Entonces lo vio.
¡Ahí estaba! Caminaba tras una familia que se dirigía a la plataforma de
arribos con ridículos carteles de bienvenida. Parecía más flaco; tal vez más
encorvado. Traía un bolso de mano. Se desplazaba lentamente, apenas
sonreía.
De pronto, de una manera incomoda y odiosa, el tiempo pareció
detenerse: era como correr sobre una cinta de gimnasio. ¿Acaso nunca llegaría
a ese abrazo? Entonces tuvo que admitir que estaba nerviosa, que lo había
estado desde el mismo momento que recuperó la conciencia luego del
terremoto de Tokio y lo había seguido estando aún después de saber que
Vidales estaba vivo, aún después de saber que irían a reencontrarse.
Se aferró a él casi con furia, con una fuerza que, pensó, se semejaba a
la desesperación. Allí estaba su perfume, allí estaban su manos, ese cuerpo
que reconocía como no había conocido a ningún otro. Pero entonces un
movimiento imperceptible de él volvió a alertarla, un brusco gesto como de
rechazo. Alarmada, lo miró a los ojos. Había algo allí que antes no se
encontraba, y no eran sólo la mirada vidriosa, las ojeras propias de quien
acaba de salir de una internación. Se dijo que no fuera tonta, que cualquiera
que hubiera pasado por lo que él pasó se vería igualmente extraño y lo abrazó
nuevamente, con más emoción. Cuánto quería protegerlo. Pero el cuerpo de él
permaneció rígido, como aquellos viejos postes de luz que aún podían verse en
las películas, o en algún lugar apartado donde la ultramodernidad aún no
hubiera llegado.
Él susurró su nombre y la apartó otra vez. También su voz sonaba
distinta. Sin embargo, era él, era Vidales. ¿No estaría siendo una tonta, ella
también sufriendo al fin las consecuencias de tantos días de estrés? No debía
desesperarse: Vidales estaba allí.
Él volvió a hablar:
—Hola, Yu.
¿Eso era todo lo que tenía para decirle? Estaba siendo una tonta, ¿qué
se esperaba?, ¿un reencuentro apasionado casi al borde de la ficción más
melosa? Y, sin embargo, Vidales habría sido más de ese comportamiento,
aunque quizá matizándolo con un ligero dejo de burla, tomándose el pelo por
ser tan romántico. Sintió que sus ojos comenzaban a humedecerse. No quería
que la viese llorando.
—Hola, Vidales —dijo recomponiendo la voz—; de vuelta en casa.
—No hasta que estemos allá…en casa —dijo él con esa nueva voz que
ella no terminaba de entender y que acaso sólo se debiera a alguna
medicación que estaba tomando, o quizá sólo al sufrimiento padecido.
¿Sufriría Vidales todavía? ¿O esta reserva que percibía sería como una
nueva valla que a su vez iría levantando otras y otras y otras?
Definitivamente, estaba muy cansada, más de lo que había admitido
hasta el momento, y quizá su cabeza le estuviera jugando malas pasadas.
Caminaron juntos hacia la sala de espera donde aguardarían el horario
de salida de su vuelo. Durante todo ese tiempo, Yukiko trató de no mirarlo, de
aferrarse más a sus recuerdos para no sacar conclusiones apresuradas sobre
lo que pudiera contemplar en él.
En algún momento, ya sentados en uno de los enormes sillones azules
de Air Fox, él dijo:
—Los extrañaba así, a vos y a Buenos Aires juntos.
Su voz fue sólo un hilo, pero para Yukiko significó casi un clamor, la
confirmación de algo que ella precisaba por sobre todo: en algún lugar, Vidales
—el Vidales que ella amaba— permanecía vivo. Prefirió aferrarse con fuerza a
esa certeza.
—Nuestro vuelo sale en una hora. Dante nos está esperando con
Maríah —comentó él luego de un rato, la mirada perdida en los grandes
ventanales de la estación aérea. Yukiko pensó que eso también era una
promesa de normalidad. Ya habría tiempo para recuperar todo lo otro, entender
qué pasaba. Estaban nuevamente juntos. Lo demás vendría. Paso a paso, se
dijo. Y por un largo rato se esforzó en convencerse de que no se estaba
mintiendo.
10.
«OBTENER «ALQUIMIA» - DESTRUCCIÓN DE NUEVA VENECIA»
La proyección mostró una serie de organigramas que se ramificaban
como un improbable árbol genealógico.
MINCO
—la corporación más poderosa
del mundo, relacionada con el desarrollo y la industria de la robótica
armamentística— figuraba en lo alto del cuadro. Más abajo se destacaban dos
nombres conocidos para Maríah: DR. W OLFGANG HASSLER e ing. FRANÇOIS
CASSEL. Siempre había sospechado que ellos eran parte de la conspiración.
El Veneciano desplegó otra imagen. En el margen izquierdo se leía
verticalmente «FASE 1». Yukiko leyó rápidamente. Una extensa operación
mediática sería desplegada en 75 países. Los titulares de periódicos digitales,
noticiarios radiofónicos y drones informativos deberían exaltar los méritos de la
Confederación Internacional de Seguridad. Se buscaría reforzar la imagen de
una milicia especializada benevolente enviada a Nueva Venecia con el fin de
detener lo que ellos tratarían de presentar como «el desarrollo continuo de
armamento biotecnológico en toda la región».
—Hijos de puta. Van a montar un circo entero para entrar —dijo Maríah,
y su tono estaba al punto de la beligerancia.
—No van a obtener nada de nosotros —respondió el Veneciano
cantando con una sonrisa.
Yukiko rió del modo burlón que usó Dante, de su alegría. Las
holopantallas daban al lugar un algo encantado que sin embargo le parecía
cargado de presagios.
De pronto, algo cambió en el rostro del Veneciano. Se acercó a la
primera pantalla.
—Hassler —dijo mirando el holograma con el entrecejo fruncido—.
Recuerdo que mi viejo me habló de él; se habían conocido en Berlín. De hecho,
participó en la primera fase de Alquimia. Sé que mi viejo nunca confió en ese
tipo.
Luego, Yukiko vio como Dante hacía un gesto con el brazo sobre la
imagen. Ella apreció en ese movimiento la elegancia de alguien que reunía a la
vez el conocimiento y el liderazgo.
En el margen derecho de la imagen se desplegó una serie de datos.
«MARZO-ABRIL ’72
PARA LA O2»
Describía una intensa operación mediática a nivel mundial.
«28 DE MAYO ENTRADA EN NUEVA VENECIA»
El nombre de la ciudad se abría en diversas subpantallas relacionadas
con especificaciones sobre cómo manipular Alquimia.
—¡Mierda! —Maríah golpeó la mesa con fuerza, al tiempo que Vidales
se llevaba los brazos a la nuca.
La mirada del Veneciano era segura.
—Calmate —le dijo con tono tranquilo—, vamos a estar bien.
Entonces el silencio se impuso por sobre los sonidos de cualquier
aparato encendido. Permanecieron así por un tiempo que a Yukiko le resultó
imposible mesurar.
—Estos tipos saben lo que quieren —retomó Dante con una confianza
que a ella le resultó imposible saber hasta dónde era cierta—, pero también
saben que Alquimia es una sustancia altamente inestable. Aún no deben de
tener idea de cómo sacarla de acá. Y mucho menos de qué manera darle un
uso realmente efectivo.
Vidales lo miró sin entender.
—¿Te parece una ventaja? —En su tono se notaba esa confrontación
que Dante siempre había agradecido, porque decía que lo ayudaba a pensar.—
¿Qué se ha hecho en los últimos tiempos en Nueva Venecia como para evitar
el contacto directo de estos hijos de puta con Alquimia?
Dante lo ignoró sin más. Miró un punto fijo e hizo una larga pausa.
Luego se dirigió a Yukiko:
—China, ¿te quedás conmigo revisando los archivos? —Ella pareció
entender que había algo más—. Los ingenieros y todo el equipo de laboratorios
estarán a nuestra disposición. Felín, Maríah, vayan a dormir. Mañana vamos a
charlar tranquilos. Va a ser mejor que descansen bien mientras puedan.
Empezaremos en algunas horas y probablemente ya no volvamos a tener
posibilidades de reposar normalmente nunca más. Nos esperan días difíciles.
Yukiko vio cómo todo en el cuerpo de Vidales hablaba de desasosiego
cuando se despidió de Dante y de Maríah. Trató de tranquilizarlo diciéndole
que no bien pudiera se reuniría con él, pero que no la esperara despierto.
El laboratorio, de pronto, pareció más grande, más silencioso.
El Veneciano pensó que todo parecía cargado de inminencia. La
irritación de Felín todavía permanecía en su cabeza: el tiempo había hecho
estragos con él y él había hecho estragos con su tiempo. Así de simple como
sonaba. El viejo le pidió que cuidara de él, y así lo haría, pero ya no habría
tiempo para estas cosas. Ahora, necesitaba a la china cerca. Y concentrarse.
Todo estaba en orden; aunque no lo aparentara, todo estaba en orden.
11.
Caminaban por el gran túnel que conducía hacia el bunker central. El
Veneciano iba adelante como un hidalgo en sus territorios. Vidales lo seguía
con paso lento. Yukiko y Maríah venían detrás conversando por lo bajo.
De los búnkeres que se levantaban en la isla central de Nueva Venecia,
este era el más grande. Todo parecía realizado en escala para gigantes. La
frialdad de algo a mitad de camino entre lo fabril y un laboratorio contrastaba
con la vegetación que habían abandonado. Dante avanzaba con la seguridad
de quien tiene un propósito. De pronto, se acercó a una sección de la pared y
accionó unos controles. El gigantesco panel se desplazó revelando un ámbito
enorme, todavía más iluminado que el túnel que dejaban detrás. En el centro,
en un cilindro transparente de proporciones abrumadoras, brillaba y latía una
materia que parecía casi viva: Alquimia.
Vidales se detuvo con expresión de asombro.
—Esto realmente cambió —dijo.
El Veneciano lo miró pensando si era el momento de retomar la
conversación de la noche anterior, pero prefirió simplemente asentir y se dirigió
hacia un tablero de comandos.
—Ahora hemos aprendido a controlarla —dijo y accionó uno de los
botones azules.
Se detuvo antes de seguir operando los controles. Era gracioso ver la
cara de Felín expectante y a Yukiko tratando de comprender todo. Maríah se
hacía la indiferente, pero él sabía que era sólo una pose.
Volvió a tocar la pantalla que tenía enfrente y la luz del lugar disminuyó.
Un poco de teatralidad no venía mal. Sumémosle música. Ahora.
Debussy por Ave Bjørk.
La gran columna que era Alquimia comenzó a moverse como si siguiera
los compases. Entonces, Maríah también abrió la boca con asombro.
Felín se adelantó lentamente, parecía no poder creer lo que estaba
viendo.
—La tenés totalmente dominada. ¿Eso significa que podemos moverla?
—Si es así, ¿por qué no la movemos ya mismo?—se precipitó a decir
Yukiko.
El Veneciano sacudió la cabeza.
—China, me extraña, tendrías que haberte dado cuenta. —La miró
fijamente y agregó—: Perderíamos la ventaja que nos da el ser un territorio no
monitoreado por los satélites de esos hijos de puta. Mi viejo hizo un buen
trabajo ocultando parte de las islas bajo un escudo reflectante. Además, esta
es nuestra tierra, no vamos a dejarla.
La música que parecía hacer bailar a Alquimia dio otra emoción a esas
palabras, pero Maríah no estaba para sensiblerías.
—Todo bien —dijo—, pero según esos datitos que me costaron algo
más que algunas ladillas, en tres meses tendremos un ataque con toda la
fuerza que Hassler puede descargar. ¿Estamos preparados para eso? No me
gustaría para nada dejarle a ese pedazo de mierda la maravilla danzante que
tenemos ahí enfrente. Según los trabajos de Rosenberg, bastaría que caigan
50 microgramos de ella sobre el mar para que la vida en la Tierra tal cual la
conocemos desapareciera en cuestión de meses.
El Veneciano quitó la música y volvió a subir las luces. El pragmatismo
de Maríah había deshecho la magia y lo traía de regreso a problemas muy
concretos. El silencio, por un momento, pareció encerrar a cada uno en una
burbuja diferente de preocupación.
Entonces, María volvió a hablar:
—Según dice acá —dijo señalando un pequeño Go-d que sostenía en su
mano izquierda—, tenemos más de 1.000 hombres entrenados, 100 mq-1, 20
dispositivos acústicos de largo alcance, 2 satélites propios, más de 100
cañones antiaéreos, 4 radares, 100 f16, tu Blackshark... ¿Creés que eso será
suficiente?
Él todavía no iba a revelarles todo el plan. Levantó la mano con
autoridad como pidiendo silencio.
—La defensa de Nueva Venecia está preparada —dijo tratando de
poner a sus palabras la mayor firmeza que consiguió—. Alquimia estará bien y
nosotros también.
Miró a cada uno tratando de comprender qué pensaban. Las burbujas de
silencio estaban de nuevo allí.
En el centro del salón, Alquimia latía indiferente a todo.
12.
Yukiko bostezó. Se deslizó entre las sábanas tratando de no hacer ruido
alguno. No quería despertar a Vidales. En la penumbra azulada del cuarto, su
cara le parecía más allá de cualquier preocupación. Seguramente esa noche
no había sido una de ésas. No podía dejar de pensar en lo diferente que lo
veía. Los últimos sueños lo habían despertado en un estado del que ella a
duras penas había podido sacarlo. Pero esta vez dormía tranquilo. Se vistió
rápidamente. Lo miró una vez más y salió.
En el pasillo, la luz era más fuerte. Todavía faltaba un poco para que
fuera de día. Tenía que apurarse antes de que todos comenzaran la actividad
más intensa.
Cuando llegó al portal del salón principal, donde la noche anterior habían visto
Alquimia terminada, pensaba en Vidales y su descanso profundo. Frente a la
enorme puerta, buscó el control que había usado Dante y lo accionó. Sus
pensamientos sobre Vidales y sus sueños se mezclaron con Alquimia. En el
centro del gran laboratorio, la incomprensible masa de energía parecía dormir.
Las luces, más bajas que las del pasillo que había abandonado, igual le
permitían ver la actividad de los sofisticados instrumentos. Se acercó hacía el
panel donde antes había estado Dante. No toleraba los enigmas desde muy
niña, y si había uno en ese momento era la tranquilidad de Dante frente al caos
que parecía rodearlos. Mientras recorría la sala, le vino a la cabeza un episodio
que días atrás había ocurrido durante un almuerzo. Ella estaba preparando las
verduras para la ensalada y escuchaba la conversación de Vidales con Dante.
Entre risas, recordaban una partida de ajedrez. Según el relato chicanero de
Vidales, Dante iba perdiendo y no lo había aguantado. «Siempre el mismo
cabrón, admitilo», le decía tomándole el pelo. «Pateaste el tablero a la mierda y
después me querías reventar a patadas.» Desde la cocina, Yukiko había oído
la tranquila excusa: «Es que la tanada me puede». El Dante que hablaba
tranquilamente de Alquimia la noche anterior contrastaba notablemente con el
de la anécdota del almuerzo. Se preguntó cuál de los dos sería más auténtico y
también en qué imagen podría confiar más.
Caminó junto al enorme ventanal pensando que le quedaba poco antes
de que fuera de día. En la pared opuesta a la que ocultaba a Alquimia se veía
una puerta que Dante se había empecinado en ignorar durante la visita del día
anterior. Allí no podía sino haber un secreto.A un costado se destacaba un
dispositivo azul igual al que Dante había manipulado para mostrarles Alquimia.
Esos debían ser los controles de apertura. En sus vértices había pequeños
puntos color naranja. Extendió la mano. Sólo una pequeña prueba. Colocó sus
yemas sobre dos de los vértices. Sonreía expectante.
Nada ocurrió.
Tocó los puntos anaranjados que se posaban sobre cada vértice. Las
luces de todo el salón se encendieron. Volvió a presionar suavemente sus
dedos sobre los puntos anaranjados y el salón quedó a oscuras. Probó luego,
con ambas manos, diferentes combinaciones. Los colores, comprendió,
respondían a un patrón.
En algún momento la distrajo el primer canto de los zorzales. El sol
empezaba a salir. Zorzales, pensó. Vidales siempre los nombraba como fuente
de inspiración para sus melodías. Seguro todavía estaría durmiendo.
Apoyó la palma entera sobre el triángulo a ver si esta vez la puerta se
abría. ¿Cómo funcionaría eso? La idea de que esa escapada quedara frustrada
la enojó. Debía de ser un escáner dactiloscópico o algo por el estilo. Ofuscada,
decidió abandonar todo. Retiró la palma y giró para irse. A sus espaldas, un
pequeño zumbido la detuvo. Ops, ¿qué había hecho? Giró nuevamente para
ver. La pared enfrentada a Alquimia se desplazaba hacia la derecha.
Caminó unos pasos, con cierta cautela. Ojalá los zorzales se callaran, el
sol diera marcha atrás y pudiera tener más noche por delante. El pasillo que
tenía frente a ella era una invitación a seguir. Ahí había algo más que Alquimia,
algo que no estaba a la vista. Ahora… ¿algo más que Alquimia?
Cruzó esa gran abertura. Del otro lado había un extenso corredor
totalmente blanco se extendía por unos veinte metros. Dio algunos pasos
mientras miraba las paredes. Líneas grises las cruzaban trazando extraños
diseños perpendiculares que se alternaban con las luces. Al final del pasillo
había una enorme puerta. ¿Qué podía ser todo eso? Volvió a irritarse. No
estaba entendiendo nada. Si había un dios, sólo él sabría cuánto le molesta
eso de no entender nada. Y ella no estaba entendiendo nada. Sólo había una
posibilidad: mirar qué había del otro lado de esa gran puerta. Atravesó el pasillo
pensando que le quedaba poco tiempo.
Cuando llegó junto a la puerta, notó a los costados señales que
advertían de altas temperaturas y ordenaban mantener distancia. Eso no la iba
a detener. Buscó a un lado el omnipresente triángulo azul con los puntos
anaranjados. Ahora sabía cómo accionarlo.
La puerta se desplazó con gran trabajo, como si estuviera cerrada a
presión.
Ante sus ojos, todas eran señales de advertencia y extraños protocolos
que no tenía tiempo de detenerse a comprender. Debía seguir adelante. No
interesaba si el lugar estaba monitoreado —todo en Alquimia estaba
monitoreado—, las cámaras no la iban a detener.
Fue hacia el extremo derecho de la sala. Un gran holograma pendía
sobre una brújula. Comenzó a filmar y tomar fotografías con su Go-d de
pulsera.
Tres pantallas de notables dimensiones se erguían sobre las mesas de
comandos. En el centro, un cartel luminoso se destacaba:
FLY ME TO THE MOON.
Solamente los italianos pueden hacer esto. Recordó a Dante y sus delirantes
duetos con el holograma de Sinatra y soltó una risa. Don Giorgio también había
sido un fanático de Frank Sinatra; de hecho, en su tiempo diseñó unos
hologramas del gran Ojos Azules y les produjo giras por todo el mundo. ¡En
Japón había sido un éxito!
Volvió a mirar el panel de comandos. Lo mejor sería estudiar todo
tranquila, con detenimiento, en su cuarto. Sólo un poco más. Continuó
fotografiando, hasta que se detuvo en dos dispositivos azules… triangulares y
azules… Accionó con la palma uno de los controles. Esperó la sorpresa, pero...
nada de nada. Decepcionada, decidió marcharse.
Al girar, observó una vez más la gran mesa y vio que tenía una entrada
para cargar o descargar datos. Esa era una buena oportunidad. Se desprendió
uno de los aros. Cada uno ocultaba un dispositivo de almacenamiento con una
memoria de 1 petabyte. ¿Debía desprenderse el otro también? No, quizá con
uno alcanzaría.
Mientras cargaba la información, observó cientos de mapas, planos,
archivos relacionados con mecánica, varias tablas de equivalencia entre
valores de muchísimos ceros y caracteres totalmente ajenos a su
conocimiento. Iba a tener una larga jornada para descifrar todo eso.
Un bip sonó varias veces. El aro se había cargado. Yukiko miró su reloj,
marcaba las 07:11. Era suficiente por el momento. Hora de irse. Tenía lo que
quería.
Sonriente, volvió por el corredor. Para salir, repitió los mismos pasos que
cuando había entrado. Mientras la última compuerta se cerraba detrás de ella,
divisó una silueta al final del salón. Manejando una clark, Dante se acercaba,
venía cantando. Yukiko no entendió muy bien qué decía. El inglés de Dante era
excelente, pero esta vez no le entendía nada. «Flmglu pfo de mmmm.» Ah, fly
me to the moon. Vio la manzana que traía en la mano. Con la boca llena
cualquier inglés sonaba imposible. ¿Cómo justificar que estaba allí? Tenía que
pensar rápido qué decirle.
—¡¡China!! ¡No te hacía tan madrugadora!
Sintió que empezaba a ponerse colorada. No tenía que mostrarse
nerviosa.
—¡Hola, Dante! —dijo tratando de parecer relajada.
El seguía masticando su manzana con enorme placer.
—En un rato desayunamos juntos en el Gran Yerbal. Va a estar la
doctora Rosenberg. Seguro tenés un montón de preguntas para hacerle.
¿Venís o tenés algo que hacer?
¿Por qué no le preguntaba qué estaba haciendo ahí? ¿Estaba jugando
con ella? ¿La habría visto por las cámaras? Trató de distinguir algún tono
irónico en su voz. Las mejillas le ardían. ¿Se habría dado cuenta de que se
puso colorada? Detestaba mentirle, pero ¿acaso él también no estaba
ocultándole algo?
—Hey, china, ¿una manzana? —dijo él tranquilamente señalando a la
bolsa que colgaba del manubrio de la clark—. Son recién cortadas… ¿Te
tienta?
Pensaba en las cámaras, en cómo Dante la miraba, y no podía
mantenerse tranquila. Estaba temblando.
—¡Dale! Tirala —le dijo.
—¡¡Ahí va!!
La manzana voló unos metros y ella misma se sorprendió al atraparla
con una sola mano.
Todo ese juego la calmó un poco. Aunque todavía sentía sus manos
transpirando.
—¡¡¡Nos vemos en un rato, chinitaaaa!!!
Dante se alejó cantando a los gritos, como solía hacer.
Respiró aliviada.
Antes del desayuno tendría un tiempo para saber más de aquel lugar.
Volvió a su cuarto acariciando su arito izquierdo.
Nerviosa…, pero feliz.
***
Como le venía ocurriendo en los últimos días, Felín se levantó con una
languidez extrema, pero esta vez había sido peor.
No vio a Yukiko en el cuarto ni tampoco en el vestidor. Seguramente ya
habría salido a desayunar con los demás. ¿Tenía que vestirse y seguirla? El
incómodo cansancio con el que despertó todavía estaba ahí. Prefirió quedarse.
Tenía una profunda sensación de pérdida. Además, los jirones de sueño que
podía recordar no eran claros; eran más bien borrosos o eludían su memoria,
no como en sus sueños habituales. Flashbacks difusos, ojos de gato, medusas,
luces violetas, voces que susurraban dialectos extraños, náuseas y mareos.
Las noches no eran para él lo mismo que para los demás. Y esto no era algo
nuevo. Durante años había tratado de llegar al porqué de esos episodios para
poder deshacerse de ellos. Entendiendo su razón —o quizá su origen—, creía,
podría encontrar una solución. Alguna vez, años atrás, había recurrido a
métodos impensados, sometiéndose a hipnosis y regresión consciente, pero
siempre terminaba abandonando la búsqueda.
El Valium y el Clonazepam, habían ayudado, pero sólo hasta ahora.
Hubo un episodio, cuando tenía diez años, que él sentía la piedra sobre la que
se levantaba todo el resto de su extraña experiencia: aquella vez, tuvo cuatro
sueños en una misma noche. Al despertar, los dibujó y describió en su portátil.
Luego, durante el almuerzo, les había contado uno de esos sueños a Don
Giorgio, a su novia Ingrid y a Dante: eran los cuartos de final del Mundial de
Fútbol del año siguiente y en su sueño Argentina vencía a Alemania por cinco
tantos contra cero. Todos se habían reído de su predicción inverosímil.
Entonces, él, sin maldad alguna, agregó que también había soñado con Ingrid.
Más risas. Que en sus sueños ella desaparecía. Un silencio incómodo se
instaló entonces entre los mayores. Después de tantos años, todavía podía
sentirlo. Pero de inmediato Don Giorgio largó una gran carcajada y propuso un
brindis haciéndoles olvidar todo el asunto de los sueños.
Felín recordó con tristeza la imponente figura de Ingrid Müller. Había
llegado a sentir un gran afecto por esa valkiria sonriente. Ella le había dado
algunas lecciones de canto. En ocasiones, improvisaba funciones de títeres
para él y Dante. Ellos dos disfrutaban muchísimo del espectáculo. La habilidad
de Ingrid con los títeres y sus voces era fascinante. Don Giorgio le contó una
vez que se habían conocido, en Stuttgart, en el ’52, durante una entrega de
premios. Él había creado un holograma de Frank Sinatra que recorrió el planeta
dando recitales y ganando premios. El mundo de la ciencia y del espectáculo
estaba de rodillas ante Giorgio. Ese año le entregaron el Tesla de Oro y la
anfitriona del evento fue Ingrid. El papá de Dante regresó a Nueva Venecia con
dos trofeos: el Tesla y la hermosa actriz.
Evocó la alegría de Don Giorgio, el modo en que le brillaban los ojos
cuando miraba a aquella mujer que lo completaba. Seguramente, pensó
después, cuando fue más grande, el viejo no había creído nunca que se
llegase a ocupar el vacío que dejó la mamá de Dante cuando murió. Aquello,
sin duda, había sido para él un regalo inesperado.
Algunos meses después, Ingrid regresó a Alemania para cumplir con un
contrato: una película absurda sobre una monja que cantaba en los Alpes
rodeada de niños también cantores.
Entonces, sucedió el partido y todo lo demás.
ARGENTINA
5 - ALEMANIA 0.
El resultado de su sueño se había cumplido. Pero tuvo que festejarlo él
solo. Dante y su padre habían tenido que dejar Nueva Venecia en vuelo hacia
Berlín. Ingrid había desaparecido.
Más tarde, Felín se enteraría de lo que ocurrió. Don Giorgio había
puesto todos sus recursos al servicio de la policía alemana. Durante días, los
resultados fueron más y más desalentadores. Al borde del desaliento, hubo que
forzar a las autoridades para que no se retiraran de la búsqueda. Finalmente,
Ingrid había aparecido muerta bajo un puente en las afueras de Eisenach.
Estrangulada y con signos de haber sido violada.
Don Giorgio nunca habló con él del tema de los sueños. Ahora, parado
frente a un gran ventanal, se preguntó una vez más por qué habría sido ese
silencio. ¿Estaría el viejo preservándose del dolor por la memoria de Ingrid? ¿O
lo estaría preservando a él de alguna otra cosa?
Felín miró a través del enorme vidrio. A lo lejos, Yukiko y Mariah, Dante y la
doctora Rosenberg desayunaban junto al muelle.
Esbozó una sonrisa. Era lindo ver a Yukiko así, tranquila. No la
preocuparía contándole el regreso de sus sueños. Los momentos de paz
resultaban algo que había que preservar porque pronto serían sólo recuerdos.
Mientras se duchaba, volvió a preguntarse cuándo habían vuelto las
premoniciones. Durante su carrera en la Academia de Artes Musicales de
Nueva Venecia había tenido en sueños claras señales respecto de lo que
estaba componiendo; era… componer soñando. Esto nunca llegó a parecerle
un don, simplemente podía recordar las melodías que había escuchado en
sueños y las anotaba. Pero durante su adolescencia no había tenido sueños
que anticiparan algo o que él hubiera advertido como premonitorios. Fue un
tiempo tranquilo: dormía mucho,leía mucho, escuchaba y tocaba música. Había
disfrutado aquella época. Los encuentros tenían su lugar en el bar del Hangar
13, en la Isla Central. Iban regularmente profesores de la universidad, médicos,
ingenieros y hasta capitanes de navío. Se había formado una orquesta. El bar
les pertenecía como si fuera el living de sus casas. Y esto había sido obra de
Dante. ¡Y cómo fumaban! En el recuerdo, la voz de de Dante estaba allí,
detrás del humo: «Prima la Veneciana, e dopo la Fiorentina». Ése era su
ranking de hierbas. Sonrió vagamente. Otros tiempos.
Salió de la ducha pensando en aquellos sueños que él consideraba la base de
todas las demás experiencias extrañas que había tenido. ¿Cuál había sido el
tercero? ¿Por qué no podía recordarlo? Ver esos dibujos y los textos en su
vieja portátil era algo urgente. Se vistió rápido y fue hacia uno de los depósitos
donde Dante había guardado sus cosas.
Diez grandes cajas, algunas apiladas, otras no, descansaban allí desde
que se había mudado a Tokio. Miró las primeras dos cajas, que estaban
apartadas del resto.
¡Etiquetó las cajas! ¡Qué detalle!
LES PAUL-TELE-FENDER JB. Leyó esas palabras y su cara se iluminó. Ahí
estaban sus primeras guitarras. La telecaster que le había regalado Juárez,
uno de los dueños del bar del hangar 13. Pensó en llevárselas consigo esta
vez. Total… no había traído equipaje ni sacado un pasaje. Sonrió y se sintió
bien por hacer un chiste —el primero— desde lo que había ocurrido en Tokio.
La segunda caja apartada también debía de tener material delicado.
Miró la etiqueta.
GADGETS-DVDs-BASURA EN GENERAL.
pensando en Dante. BASURA
EN GENERAL.
Hijo de puta, jajaja. Sonrió
Esta basura podía contener lo que
buscaba y dar con la nota tónica que quería escuchar.
Abrió con cuidado. Contra un costado estaba su querida Exna. ¡¡Vamos!!
Mientras la portátil se cargaba, se sentó en el suelo y la apoyó sobre la
caja de las guitarras. Sus manos golpeteaban sobre los costados del cartón.
Cuando por fin pudo encenderla no consiguió evitar reírse. El disco
estaba repleto ¡y eran más de diez petabytes! ¡Qué exagerado! Sin embargo,
todavía podía identificarse con aquel adolescente que fue. ¿Dónde había
puesto el archivo? Ah, sí, con la discografía de Luis Alberto Spinetta. El padre
de Don Giorgio había sido amigo de Luis Santiago, el papá de Luis Alberto y en
casa de los Di Arezzo el Flaco era palabra sagrada. Él también había abrazado
esa religión.
Abrió el primer documento y leyó:
«Argentina mete tres goles en el primer tiempo, y dos –incluido uno de
penal– en el segundo. ¡Todos contentos! ¡ ARGENTINA 5 - ALEMANIA 0!»
Pasó por alto sus infantiles dibujos del estadio Camp Nou de Barcelona.
Llegó al siguiente texto:
«Ingrid no está por ninguna parte. No fue de compras a Buenos Aires.
Su hermana Ruth no sabe nada de ella, Giorgio la está buscando pero no la
encuentra. Y no la va a encontrar más.»
El dibujo de este sueño era muy simple y a la vez llamativo. Parecía algo
así como un arco de rugby del cual se desprendían pequeños círculos rojos,
como gotas de sangre.
Llevó su mano derecha hacia el mentón. Miró el dibujo hasta que los
ojos ya no lo percibieron. La sensación que tenía era semejante a la que
sobreviene después de una mala noticia que llega en plena madrugada. Sintió
la quietud del ambiente, el silencio. Su cabeza comenzó a girar.
Sería mejor desayunar. Podía ver lo siguiente mientras desayunaba.
Llegó sin problemas a la cocina a pesar del mareo. El café de Nueva
Venecia siempre fue de lo mejor.
Leyó el siguiente texto. Decía:
«Nubes negras cubren las dos torres al mismo tiempo. En Madrid, nadie
puede correr. Mueren rápidamente. La mayoría son turistas. En París, lo
mismo.»
No había dibujo para ese texto.
Volvió hacia atrás y lo examinó varias veces.
¿Por qué en sus sueños había relacionado esas dos ciudades? No
existía ninguna relación geográfica que permitiera que ambas sufran un
cataclismo simultáneo. Tipeó Madrid + Paris + Muerte. Leyó el primer link, el
más actual.
«DOBLE ATENTADO MADRID-PARÍS: 1.131 MUERTOS
»La Torre Eiffel, en París, y su réplica de Madrid recientemente
inaugurada fueron escenario de simultáneos ataques terroristas
con armas químicas. Le llaman «el nuevo gas sarín. - (hace 6
días)»
Dejó su café sin terminar. Corrió hacia el búnker principal esperando
encontrar a Dante. En la entrada, uno de los centinelas le dijo que el Veneciano
había salido a entrenar en el Bosque de los Zorzales Azules. Tendría que
esperar un rato para poder contarle todo esto.
El sol estaba llegando al cenit. Era un mediodía hermoso en el
archipiélago, pero su cabeza apenas lo percibía.
Se quedó pensando en los dibujos, en los textos que había escrito de
niño, y en todas estas últimas noches, con sueños que no era tales sino
imágenes claras que se tornaban difusas rápidamente y daban lugar a una
extrema taquicardia y posteriores palpitaciones. Algo que entraba y salía de su
mente las veces que quería hacerlo.
Ahora era consciente de que volvería a pasar.
Se sentó cerca del muelle que tenía vista al Bosque del Laberinto
preguntándose si el golpe que lo dejó inconsciente en Tokio podía tener algo
que ver. Sintió que era así. Estaba seguro de que había vuelto…lo que sucedía
cuando tenía diez años había vuelto.
13.
Maríah dejó de dar puñetazos y patadas a la bolsa. Era mediodía y la alarma
de su reloj había sonado por cuarta vez. La puntualidad nunca había sido lo
suyo. Colgó los guantes y se preparó para salir.
Afuera, el sol le sacó una sonrisa. Ese sería un día perfecto para el
histórico discurso que iba a escuchar. Día de fiesta, sí. Cruzó el pequeño tramo
que había entre su dormitorio y el muelle de la Isla Central. Cuando llegó allí,
aún pensaba en el Veneciano. Recordaba lo último que habían hablado esa
mañana en su cuarto. Encendió el motor de su lancha. «Vos sabés que para
los discursos el viejo era un genio», había dicho él mientras se vestía. «Yo, en
cambio, tengo que estar justo en el día, justo en el momento, dependo de
setenta millones de cosas para estar justo en el día. Así y todo, voy a hablarles
como les hubiera hablado él. Voy a invocarlo….» Sin embargo, ella no lo había
visto nervioso. Mientras se abrochaba la camisa, sonreía. Soltó la amarra y
pensó que siempre se sorprendía cuando lo escuchaba en plan gran-jefe-deNueva-Venecia. No podía sustraerse a esa presencia de líder nato.
La lancha avanzaba velozmente. El sol brillaba en lo alto y el calor era
agradable. En la orilla, una vegetación mansa le daba la tranquilidad de lo
familiar. Cómo había extrañado eso en El Cairo. ¿Nostalgia, Maríah? ¿Vos con
nostalgia? Te estás poniendo blanda, mi vieja.
El viento del Sur trajo una música que reconoció rápidamente.
—Es en Nueva Veneciaaaa, donde el mejor yerbaaaal...
En el modo de tocar reconoció a la banda del hangar 13,sonaban muy
bien.
Su voz cruzó las plácidas aguas acompañando el ritmo marcial. El
Himno de Nueva Venecia siempre la podía. Sabía que estaba dotada para
cantar, cada vez que tenía la oportunidad, lo hacía. Encontraba en la música un
lugar de descanso a toda su acción. Otros podían hacer yoga o tai chi, ella
cantaba. Y a veces hasta se le atrevía al bajo. El Veneciano le había regalado
uno diciéndole que ese tenía que ser su instrumento. Después, Felín le dio las
nociones básicas. El bajo con fuzz. Deslizar el arco de la mano por el mástil y
sentir el fuzz en todo el cuerpo, eso era todo.
Caminó hacia la gran llanura tras los yerbales pensando en cómo en el
Veneciano y Vidales la música se había convertido en un idioma más desde
que eran chicos. Sin ir más lejos, el despertador de Veneciano sonaba con la
intro de la canción Sven Uvená, la única que compuso junto a Felín.
Ella, con su bajo, apenas podía participar de ese diálogo, pero no se
quedaba totalmente afuera. La sorprendía el modo en que Don Giorgio había
tenido tiempo para todo, inclusive para instruir a sus muchachos en la música.
Era asombrosa esa gente que podía hacer tantas cosas diversas. Pero, bueno,
ella podía hablar seis idiomas, manejar cualquier tipo de arma y equipos
pesados, había escalado el Aconcagua tres veces y hasta había violado y
matado a dos árabes armados. No estaba mal para una chica de Villa de Mayo
¿no?
—Es en Nueva Venecia donde el mejor yerbaaaal...
Sus gritos repitiendo una y otra vez la tonada marcial espantaron
algunos pájaros que estaban en la orilla. A lo lejos, el Veneciano, en el
escenario, hablaba frente al micrófono. Apenas podía escuchar lo que decía.
Aceleró sus pasos. Más adelante comenzaba la muchedumbre. Hombres y
mujeres de uniforme. Muchos guardapolvos de trabajo. Familias enteras
vestidas como de fin de semana. Maríah atravesó la multitud tratando de
acercarse al escenario. La voz del Veneciano hablaba de la amenaza y del
enemigo que se aproximaba. Ella sabía todo eso, pero nunca lo había
escuchado en aquel tono.
Se acercó al borde de la tarima. El Veneciano brillaba. Llevaba su
camisa preferida, «la clarita», un pantalón verde oscuro y zapatos negros.
Ningún atril ni papeles enfrente. La muchedumbre oía sus palabras como antes
lo había hecho con Don Giorgio. En sus caras había respeto y afecto.
—Este es el sueño de nuestros abuelos. Es el sueño con el que todos
nosotros crecimos —decía él, y en su voz podía interpretarse el sentido de ese
sueño—. Alquimia es el resultado de la unión de nuestras fuerzas, de la gran
labor de todos nuestros hombres de ciencia.
Acá hizo una pausa y miró hacia un grupo de personas detrás de él.
—Quiero pedir una ovación especial, en su cumpleaños, para nuestra
gran estrella, la querida doctora Rosenberg.
El público rugió.
—¡Tenía que hacerlo! —dijo el Veneciano con una sonrisa que mostraba
hasta el último de sus dientes blanquísimos. —¡Somos una gran familia!
Hubo otra mínima pausa. El tono cambió:
—Bien… tendremos por siempre nuestros pies en la tierra y nuestras
mentes en el cielo, así tal cual como querían nuestros antepasados.
»Año tras año hemos visto crecer lo que nuestros abuelos empezaron, lo
que nuestros padres perfeccionaron, y eso, sin duda, converge en Alquimia;
converge en nuestra actual Nueva Venecia. Lo que nos rodea en Nueva
Venecia es un constante ida y vuelta entre la naturaleza y la ciencia. Y no
vamos a permitir que ningún resultado de esta gran unión caiga en manos
equivocadas. Las manos equivocadas… que pretenden sacarnos Alquimia para
usarla en esta nueva guerra. Porque esto es una guerra con todas las letras y
no una acción preventiva, como quieren hacernos creer los medios de
divulgación. Y nosotros sabemos muy bien quién es el enemigo.
Voces apasionadas se elevaron entre la multitud: «No al
MINCO,
no al
MINCO».
MINCO,
no al
Maríah podía verles las caras, comprender sus
sentimientos, su historia no era la de ellos, pero la lucha era la misma.
—El
MINCO
conoce en gran parte las posibilidades de Alquimia —seguía
diciendo el Veneciano—, pero no sabría manipularla y causaría el peor
desastre en la historia de nuestra civilización. Sabemos que Alquimia en manos
del
MINCO
sería el fin. Sabemos que Alquimia no puede entrar en contacto con
el agua de nuestra tierra, sería el fin de todos nosotros, y de todo lo que nos
rodea.
»Debemos pelear. No les daremos nuestras tecnologías en ciencia,
salud, comunicación, agricultura y artes. Ni a ellos ni a nadie. No regalaremos
los frutos sembrados y cosechados por la gente de nuestra gran universidad.
—La voz del Veneciano era un rugido—. Es también gracias a nuestros
científicos, a nuestros ingenieros, que contamos con la tecnología —el tono
había bajado a una irónica amenaza— tenemos armamento para hacer frente a
cualquier ataque. —La gente aplaudió con entusiasmo—. A lo largo de estos
tres meses hemos sumado equipamiento y la construcción de refugios
subterráneos para todas las familias de nuestra tierra. El comandante Gurrieri
nos ha entrenado, conociendo las habilidades de cada uno —dijo volviendo a
un registro más amable—. Tengo la certeza de que Nueva Venecia va a
defender y proteger Alquimia con mente y corazón.
»¡No van a poder llevarse nada de nuestra tierra!
»Todo este paraíso nos pertenece, y Alquimia es nuestro futuro, ¡no el
de un par de enfermos energúmenos armados!
Maríah vio miles de cabezas asintiendo emocionadas, miles de rostros
convencidos.
—Alquimia es Nueva Venecia y nosotros somos Nueva Venecia, ¡ahora
y para siempre!
La voz del Veneciano pareció explotar por toda la isla.
El discurso había terminado.
La multitud continuaba en ebullición. Había gran euforia y gritos. Mariah sentía
temblar el suelo. Las lágrimas no eran lo suyo, pero... El Veneciano se acercó
hasta el extremo del escenario y la tomó de las manos para ayudarla a subir.
—Estuviste de puta madre —le dijo al oído.
—¡Lo hice como el viejo! ¡Mucho tuco y mucho grito!
Esto la hizo sonreír sintiéndose una absurda primera dama. Todo le
parecía una película de ésas en las que ganan los «buenos» gracias a «El
Muchacho». Bien. No estaba nada mal estar tan cerca de «El Muchacho».
Él se apartó para saludar a todos los que se le acercaban. Era uno más
de ellos. Compartía sus sueños y peleaban las mismas batallas. No podía
imaginar al Veneciano lejos de allí. Las islas y su gente eran su vida. Dante
entre los suyos. Tendría para rato con eso, así que mejor dejarlo solo en sus
funciones de líder carismático. Miró alrededor. Apartada de la multitud, como
siempre, Yukiko comía una naranja sentada en el suelo. Fue hasta ella. No hizo
falta hablar, apenas una sonrisa. Yukiko se levantó y juntas se alejaron del
griterío.
Comenzaron a recorrer la ribera de Gran Yerbal.
—Acaban de hablarme desde la JNC—dijo Yukiko—: Tokio se partió en
dos... 9,6.
—No me sorprende. Van a seguir los muy hijos de puta. Este es el tercer
ataque en dos años. Se están cumpliendo tus últimas conjeturas: el
MINCO
está
probando sondas climáticas de alto alcance. El Bloque Oriental no puede solo,
al menos mientras no se pongan de acuerdo.
—No, claro. Al menos mientras los chinos sigan en Rusia.
Maríah vio que Felín se acercaba hasta ellas. Parecía estar contento.
—Los veo y me siento mejor —dijo él tomando de la mano a Yukiko—.
Quieren defender como sea lo que crearon sus padres, sus familias. Podés
recorrer sus casas, y lo ves... son cuarteles, trincheras, refugios perfectos.
Maríah lo palmeó en la espalda y se rió al ver cómo trastabillaba.
Después, poniéndose seria, dijo:
—Todo bien, pero a veces me pregunto si alcanza sólo con las ganas y
con los ensayos.
—Vamos a salir de esto, yo lo sé. Pude verlo —dijo Felín mientras
seguía sosteniendo la mano de Yukiko.
¿Verlo?
¿De
qué
estaba
hablando
ese
proyecto
de
subdesarrollado?
—Ah, ¿sí? ¿Y cómo sabés? —No pudo evitar la ironía en su voz.
Dylan
—Tuve como… visiones en sueños… me pasaba cuando era pibe.
Luego, durante años, nada… Pero desde la internación empecé a sentir que
vuelven: imágenes difusas, rápidas, como los fogonazos en una vieja película.
Él estaba hablando en serio. ¿Y si había algo de verdad en todo eso?
Desde chica había sabido que hay más cosas entre el Cielo y la Tierra de las
que su filosofía podía llegar a comprender.
Desdibujó la burla de su sonrisa.
— ¿Qué viste? —preguntó con tono grave.
Habían llegado hasta una zona de grandes rocas. Felín se sentó en una
con forma plana.
—Mucho fuego —dijo—. Y Alquimia en diferentes estados, como
evaporándose en el aire.
— ¿Podés ser más especifico? —preguntó sentándose junto a él.
—Es todo lo que te puedo decir...: vi mucho, mucho fuego —dijo y atrajo
hacia sí a Yukiko—. Son imágenes que veo muy rápido, demasiado rápido.
El enemigo estaba ahí nomás. Era difícil pensar en nuevas
posibilidades. Pero sería una tonta si descuidaba este dato de Felín. Podía ser
una herramienta interesante. Esa noche, después de la cena, lo interrogaría
más a fondo. Ahora tenía que regresar a su entrenamiento.
Se despidió desmañadamente.
A lo lejos, el Himno de Nueva Venecia sonaba como las últimas hilachas
del día.
14.
Los langostinos cayeron en la cazuela. Yukiko miró el cronómetro. Llevaba
dieciséis minutos preparando el barazushi. Quería romper su propio récord de
cuarenta y dos minutos. Según Dante, el suyo era el mejor barazushi del
mundo. Ese día había sido terrible. Pruebas de fuego antiaéreo. Todo el cordón
montañoso plagado de baterías. Cocinar siempre le había servido para meditar
y también para divertirse y eso era lo que necesitaba ahora. Había pasado toda
la jornada en los comandos de radares y alertas aéreas. Faltaba una semana.
Sólo una semana y las fuerzas del
MINCO
estarían allí. Sacudió su cabeza. No
era momento de pensar en todo eso. Maríah, Dante y Felín estaban tomando
un aperitivo en el living. El aroma de la comida ya habría llegado hasta ellos. La
música que escuchaban sonaba cada vez más fuerte. Un clásico. Los tres
amaban el dubstep de Sasha Grey a todo volumen. Le resultó raro que Dante
no apareciera para preguntarle: Facciamo l’aperitivo, chiinaaa????? Esto
siempre la hacía reír.
Giró hacia la heladera y bajó el postre del freezer. Sería una sorpresa
para todos: Anmitsu alla Nanao, un anmitsu clásico + salsa de chocolate +
salsa de frambuesa del que estaba orgullosa. Sonrió al ver lo impecable que
había quedado. El barazushi ya llevaba cuarenta y dos minutos. No superaría
el récord. Aceptó su derrota contra el reloj. Mientras bailaba al compás del
dubstep, buscó una fuente para servir la comida. Gritos. ¿Qué podría ser? Se
escucharon gritos y luego risas. La voz de Maríah se acercaba. Estaba
partiéndose de risa. Los efectos del aperitivo, seguro. Yukiko la vio venir hacia
donde estaba. ¡Le costaba caminar! Entender lo que Maríah trataba de decirle
era imposible. Yukiko sonrió. Luego, sirvió los ingredientes en la fuente
principal. La comida estaba lista.
Con los ojos llorosos por la risa, María la miraba desde la puerta de la
cocina. Finalmente, cansada de reír, pudo hablarle:
—¡Nena, tenés que venir a ver esto! —Su risa amagó con instalarse
nuevamente, pero pudo contenerla—. ¡Dale, ya, vení, deja eso y vení!
Era imposible que le explicara de qué se trataba, estaba riendo otra vez.
Así que tomó la bandeja con la comida y la siguió hasta el living.
Dante y Felín la miraron sonriendo.
—Chiiiinaaaaa, Facciamo l’aperitivo?
¡¡¡Ahí estaba!!! Tenía que decirlo; caso contrario, no sería él.
—Bueno, ¿qué pasa? Cuéntenme —dijo Yukiko. La intriga había
comenzado a inquietarla.
Maríah se acercó hasta la proyección del holograma frente a la mesa.
—¿Te acordás de las notas que hicimos con la egipcia? ¿Cómo era que
se llamaba?
Yukiko cerró sus ojos.
—Mmmmmm... ¡Anissa!
Maríah se sentó en su silla parodiando una caída.
—Eeeeeeeesa misma. Con la que hicimos el intercambio Cairo-Buenos
Aires.
—¡Sí, claro! Estuvimos viviendo con ella casi un mes. Con el tema de las
frutas de las formas raras. —Yukiko la miró, mientras acomodaba la mesa.
Luego, hizo una larga pausa—. ¡Nena, imposible olvidarme de eso!
—¡Cómo no me habían mostrado esto antes! —dijo El Veneciano, que
estaba sentado frente a la imagen del viejo archivo—. El tipo no se puede
creer, habla tan pero tan mal español que alguien le agregó subtítulos.
—Esa fui yo —asintió Yukiko con una sonrisa.
—¡Genial! —Dante señaló hacia la proyección—. ¡Acá está! ¡Mirá, mirá!
La imagen mostraba a Yukiko entrevistando a un hombre maduro, que
vestía traje y turbante.
Felín se aproximó hasta quedar junto a las figuras que se movían en un
Cairo irreal. Estaba fumando un tabaco.
Ella comenzó a sentir el calor de la vergüenza.
—¡Ahí empieza! —dijo Dante.
HOMBRE: Mucha jjjente
eeehhh... llegannn para ver la feria de
putaslocas... eeeehhh... la grrandes más, digoo… la más grrandes
ideas, grrande atrracccción de nuevo Caiiro, sií, feria de
putaslocas. (El hombre ve que Yukiko esta riendo y la mira
confundido).
YUKIKO: He… (risas) He visto muchísimos taxis llegando… Es
realmente un éxito, así y todo no podemos dejar de consultarlo por
las manifestaciones de grupos proteccio... (pequeñas risas) grupos
proteccionistas que se acercaron a la feria para mostrar su repud...
(carcajadas)… ¡¡No puedo!!!
MARÍAH (riendo tras de cámara): ¡¡Cortá!! ¡¡¡¡Cortá!!!!
Todos rieron a carcajadas. No se podía tolerar. Ella por fin se dejó llevar
y terminó con dolor de panza al recordar ese momento. Había sido hacía
mucho tiempo; de todas maneras, en la actualidad tampoco hubiese podido
suprimir las ganas de reír escuchando esas palabras.
Depositó por fin la bandeja sobre la mesa.
El Veneciano se le acercó. Olía a fernet.
—China, genia. ¡Después de meses logré que lo prepararas! —Miró
hacia el centro de la bandeja—. ¡Y huele de puta madre! ¡Quiero probar!
Yukiko buscó a Felín con la mirada. Estaba terminando su cigarro del
otro lado de la sala.
—¡Hey, dale! ¡¡¡A comer!!!
Por un rato, el único ruido fue el de masticar y algún gruñido de placer.
Estaba delicioso. Felín le sonrió y le dijo que bailarían toda la noche en las
terrazas. Cuando el Veneciano los escuchó, no dudó un segundo:
—Nosotros también vamos. Además… como en los viejos tiempooooos.
—Extrajo algo del bolsillo de su saco.
Maríah aplaudió y golpeó la mesa:
—¡¡¡Era hoooooraaaa era hoooraaaa!!! ¡¡Hace mil que no lo hacemos!!!
Vidales la miró y le habló en un tono suave:
—¿Estás segura, Yukiko?
Pero Dante ya estaba frente a ella, con una semisonrisa y los ojos
entrecerrados.
—A veeer, china, ¿cuántas horas estuviste desaparecida? —dijo en tono
de broma—. Diez ¡¡¡O más!!! ¡No podíamos creerlo!
Todos rieron esta vez. Ese era Dante: podía contar algo en pleno funeral
y hacer que uno riera delante del cadáver.
—Sí, exactamente fueron quince horas —dijo Yukiko—. Yo pensé que
era hierba común, no tomé en serio tus palabras. —Ahora imitaba a Dante con
voz alta y pose histriónica—. Sólo una pitada, ¿entendieron? Por que así se
fuma la Blue Velvet. ¡Así y sólo así! ¡Sólo una pitada!
El Veneciano sonreía y la miraba haciendo un no con la cabeza.
—Ay, chiiiina, chiiiinnnna, ahora ya sabés cómo es. Bueno, esto será por
los viejos tiempos. Ya lo hacemos poco y nada, pero hoy es una noche ideal.
Estamos a una semana. Terminaron las prácticas… ¡Estamos, gente! —Luego,
sonriendo, levantó su vaso cargado de fernet.— Acá estamos y así vamos a
estar, bien vivos y bien locos!
Después que Vidales hubo retirado hasta el último plato y dejado todo en la
lavadora, Yukiko se acercó hasta la mesa con la gran bandeja:
—¡Anmitsu alla Nanao!
Feliz, Maríah se puso pie y la ayudó con los pequeños platos de postre y
la espátula. Había estado atenta en todos los detalles. Sobre cada porción de
crema helada había dibujado con las salsas un kanji para cada uno.
—China brava, te pasaste. Hoy, ¡te pasaste!
Ella sonrió mientras veía cómo Dante preparaba el gran cigarro azul.
La miró, amable:
—China, contame qué quiere decir lo que está escrito sobre el helado.
Ella señaló el kanji que estaba frente a él.
—Este es el tuyo. Quiere decir...
El Go-d de Dante sonó. Él se levantó interrumpiéndola.
—Dame un segundo, chinita —dijo y se alejó ágilmente de la sala.
Maríah la miró sin entender.
Más allá, Dante gesticulaba nervioso.
Felín también se levantó y se acercó hasta él.
¿Qué podría ser? El día había transcurrido normalmente. Las prácticas
habían sido agotadoras, pero los resultados, óptimos.
Vio cómo Felín se llevaba las manos a la cabeza.
Entonces, Dante volvió junto a ellas.
—Era el comandante Gurrieri —dijo.
No podían ser buenas noticias.
Mientras volvía a la mesa, Felín reprodujo el mensaje en altavoz:
«EL
MINCO ESTÁ CRUZANDO LA FRONTERA. EN DIEZ MINUTOS LO TENEMOS
ACÁ.»
Dante tomó rápidamente su Go-d, su Archie y miró a Felín:
—Encendé las alarmas centrales. No hay tiempo. —Luego se dirigió a
ellas—: Ustedes dos, al búnker central, a coordinar las bases… Estos hijos de
mil putas se adelantaron.
La noche se partió en pedazos.
15.
Anochecía. Augusto y Carla estaban tomando un café. Habían estado hablando
sobre qué había sido de sus proyectos desde que llegaron a Nueva Venecia,
pero ahora los rodeaba el silencio.
—¿Por qué estás tan callado? —preguntó ella.
—Sabés lo que pasa, no puedo dejar de pensar en todo esto —
respondió desanimado.
Ella le tomó las manos. La amaba más cuando hacía eso. Ella era la
fuente de su fuerza. Por ella había emprendido esta nueva etapa en un país
diferente, en una cultura diferente. Por ella y por Beli.
—Viste cómo está preparada la defensa… Estuviste ahí, amor, vamos a
estar bien —dijo Carla animándolo.
—No recuerdo dónde guardé el mapa de refugios —señaló él
preocupado—. Tenemos que memorizarlo.
Ella le besó las manos.
—Lo vamos a hacer, tranquilo —dijo con voz suave y comprensiva. Y
después agregó cambiando de tema—: Voy a preparar la cena. ¿Llamás a
Belinda? Necesito su ayuda.
Es cierto, hacía rato que no veía a Beli. La última vez estaba jugando en
el patio trasero. Seguro seguía ahí. La iba a traer a caballito, como a ella le
gustaba. Amaba la risa de su hija y ella siempre se reía cuando la subía a sus
hombros y la hacía saltar.
Cuando estaba llegando a la puerta del fondo, escuchó un sonido
inconfundible: las alarmas centrales de Nueva Venecia habían comenzado a
sonar.
Miró a Carla con horror y vio en su rostro la misma mirada.
Ambos salieron corriendo al jardín.
—¡¡Beli!! ¡¡Beeeeeliiii!!, ¿dónde estás?
Carla recorría el jardín gritando desesperada.
No había señales de Belinda por ningún lado.
Augusto sintió que se le estrechaba el corazón. No había tiempo que
perder. La alarmas seguían sonando. No podía estar muy lejos. No tenía que
estar muy lejos.
Buscaron en todo el jardín.
Nada.
***
Le mostró a Yukiko los radares y comparó con ella algunas proyecciones.
Ambas sabían que quedaba poco tiempo y estaban tratando de ofrecerle al
Veneciano opciones para la ubicación de las primeras líneas de la defensa.
—Cuando lleguen aquí, estaremos listos —había dicho Yukiko, con un
tono que estaba entre el deseo y la promesa.
Entonces, las alarmas externas comenzaron a sonar.
Maríah apretó los dientes.
—Listo, nena, ya están acá —dijo con furia—. Se acabó la espera.
La cara de Yukiko, iluminada por las intermitencias de los radares y las
pantallas que estaba mirando, parecía asustada, pero se recompuso y dijo:
—Fuego en el Bosque Laberinto. Las cámaras del sector noreste
muestran fuego constante.
Mariah no dudó: tomó un micrófono y comenzó a tratar de comunicarse
con las bases del lugar. Nadie respondía. Buscó enlazar una comunicación
satelital. Tenía que informarse el estado de las cosas.
Desde su lugar, Yukiko le señaló una de las pantallas.
—Hey…, Maríah. ¡La pantalla 14, la pantalla 14! ¡Mirá! –dijo señalando
una de las imágens.
Dejó de atender a su portátil para ver la imagen que le señalaba.
Apenas dibujada en la penumbra creciente, una nenita lloraba en un
claro del Bosque Laberinto.
— ¡Mierda, está sola! —dijo con rabia.
Buscó comunicarse con las bases del lugar para ver si alguien podía
hacerse cargo de la situación. No tuvo respuestas.
—Tenemos que hacer algo ya, no podemos dejarla ahí —exclamó
poniéndose de pie.
—Pero
tampoco
podemos
salir
de
comunicaciones entre las bases? —dijo Yukiko.
acá,
¿quién
enlazaría
las
En la pantalla, la nena se había encogido contra un árbol y se agitaba
como si estuviera llorando. Alguna imagen de infancia saltó en su cabeza.
—No puedo soportarlo —dijo. Tomó un arma y salió.
A sus espaldas, sintió como Yukiko saltaba de la banqueta y la seguía.
***
Augusto caminaba desesperado hacia el Bosque Laberinto. El terreno irregular
de la entrada iba a dificultarle la búsqueda.
—Debe estar por acá. ¡Vamos, ¡vamos!
A sus espaldas, Carla gritó.
Miró hacia donde provenía la voz. Su mujer estaba caída entre troncos y
piedras.
Corrió a socorrerla.
Cuando llegó junto a ella, mientras la ayudaba a reincorporarse, vio
cómo en su rostro, apenas visible por la luz del crepúsculo, se dibujaba la
angustia.
—Siempre juega en los nogales. ¡Tenemos que entrar en el bosque! —le
dijo agitada—. Pero no sé si voy a poder moverme con la pierna así.
La alarma sonaba estridente desde algún lugar incierto:
«10 MINUTOS PARA EL
CIERRE DE REFUGIOS.
10
MINUTOS PARA EL CIERRE DE
REFUGIOS.»
***
La lancha avanzaba en un susurro hacia el sector noreste. En la penumbra
creciente, Maríah trataba de consultar la pantalla que le mostraba un mapa del
bosque Laberinto. Las explosiones sonaban cada vez más cerca.
—Debe de estar por ese sector —dijo—. No creo que se haya movido.
—No, pobrecita. Estará congelada del miedo. —La voz de Yukiko
sonaba a sus oídos con la angustia que tendría la nena.
Atracaron en una zona más o menos despejada.
Saltó de la lancha sin preocuparse por amarrar.
—Vamos —gritó mientras corría— No hay tiempo que perder.
«6
MINUTOS PARA EL CIERRE DE REFUGIOS.
6
MINUTOS PARA EL CIERRE DE
REFUGIOS.»
***
Augusto gritaba el nombre de Belinda entre los nogales. Sabía que su voz
sonaba rota. Unos pasos más atrás, Carla se quejó:
—No puedo más. No puedo seguir… No siento mis piernas.
Tendría que continuar solo. En esas circunstancias ella no sería más
que un peso.
—Quedate acá —dijo tratando de que la dulzura se escuchara por sobre
la angustia—. Yo sigo solo. ¡No tiene que estar lejos!
En ese momento, el bosque se iluminó por completo. Una gran
explosión sacudió el suelo.
Se acercó hasta Carla y la abrazó. En algún lugar comenzaron a oírse
aviones que se aproximaban. Se separó de ella y la miró a los ojos:
—Voy a buscar en la zona de claros. Acá vas a estar más segura. No te
muevas. Cuando encuentre a Beli, venimos a buscarte.
Los aviones ya estaban sobre el Bosque Laberinto.
Se alejó de ella desesperado.
Un dron, a unos 30 metros de altura, replicaba el mensaje de los
altoparlantes:
«4
MINUTOS PARA EL CIERRE DE REFUGIOS.
4
MINUTOS PARA EL CIERRE DE
REFUGIOS.»
La noche ya se había instalado en el lugar.
Augusto llegó hasta la zona de claros gritando sin dejar de correr. Pero
allí su andar se volvió más vacilante. El suelo se había tornado más rocoso.
Correr era prácticamente imposible.
Avanzó con cautela. Las altas copas de los pinos madereros que
dividían los claros no dejaban atravesar el fulgor de la luna. Belinda tenía que
estar en algún lado. Gritó más fuerte. Sólo escuchándola gritar podría
encontrarla.
—¡¡¡BELLIIIIII!!!
Una explosión tapó su grito. En el Este, un Hércules de la resistencia
veneciana se había estrellado contra el cordón montañoso.
Cuando el eco del desastre fue más débil, Augusto escuchó un llanto
que venía de su derecha. Se precipitó hacia la voz familiar.
Sí, aquella que estaba allá tenía que ser Belinda. ¿Pero quién era esa
otra silueta que corría a agarrarla?
Atravesó el espacio que los separaba gritando:
—Alejate. ¡¡¡Soltá a mi hija, basura!!!
Entonces vio otra figura más pequeña —claramente una mujer— que
también se acercaba.
—Aléjense.
Belinda no dejaba de llorar.
La primera figura la tomó en brazos. Ahora podía notar que esa también
era una mujer.
—Tranquilo, tranquilo, somos de acá. Vinimos a ayudar —dijo la más
pequeña.
El tono amistoso lo calmó.
La mujer más alta le tendió a Belinda. De cerca, su rostro le pareció
conocido.
Abrazó a la pequeña con todas sus fuerzas y dio las gracias a las dos
mujeres.
—No pueden estar acá —dijo la que tenía aspecto más decidido. En su
voz había algo marcial y volvió a pensar que la había escuchado en otro lado.
Ella consultó una pequeña pantalla que llevaba en su casaca.— Deben ir hacia
el Sur unos cuatrocientos metros, por el sendero que corta el cuarto claro
contando desde acá. Allí tienen la entrada a un refugio.
—Dejé a mi mujer herida a la entrada del Bosque, pero sé llegar desde
ahí. Gracias le agradezc…
—Rápido, muévanse carajo! —gritó la mujer y en ese momento
reconoció de quién se trataba. Murmuró un último agradecimiento, aferró a
Belinda y salió corriendo.
Quizá no las volviera a ver más, pero jamás las olvidaría.
***
Maríah vio cómo se alejaba el hombre con la pequeña en brazos. Yukiko hizo
algún comentario en su voz imperceptible. El fuego antiaéreo había comenzado
a aturdir. Era imposible saber qué decía.
«2
MINUTOS PARA EL CIERRE DE REFUGIOS.
2
MINUTOS PARA EL CIERRE DE
REFUGIOS.»
Mariah observó el rostro de Yukiko. Se había iluminado por un brillo que
no provenía de la explosiones ni de la luna que ya estaba visible. Entre los
estallidos percibió el ruido de varios motores se acercaban. No podían
arriesgarse.
—Corramos —dijo.
Los Jeeps surgieron de los claros entre los árboles y las rodearon.
Era tarde.
Varios hombres armados bajaron de los vehículos con celeridad y les
apuntaron.
Maríah llevó la mano a su cartuchera.
La luz cruzada de los potentes faros la enceguecía. No podía distinguir
dónde estaba Yukiko.
—Manos arriba. Arroje su arma. —La voz era la de alguien viejo y
sonaba con autoridad. Su acento era extraño. De todas maneras, Mariah
entendió.
Una oscura figura surgió en medio del furioso brillo. Tenía el pelo blanco
y un uniforme que parecía de otra época.
El tipo sonrío de un modo asqueroso. Maríah pudo ver que conservaba
sus dientes originales, enteros y amarillentos.
No iba a quedarse a argumentar. Buscó hacia dónde correr. Pero estaba
totalmente rodeada.
Dos hombres la esposaron.
—¡Hijos de puta! —gritó ella agitándose con furia.
—Quieta, Frau Días —dijo el uniformado—. Usted viene conmigo.
¿Quién carajo era ese tipo? ¿Y cómo conocía su nombre? Por un
momento, pensó en correr igual. Pero no abandonaría a Yukiko. ¿Dónde
estaba la japonesa?
El tipo de negro dio órdenes para que la subieran a uno de los Jeeps y
subió él también.
—Cuadrante veintidós, laboratorio central, rápido —ordenó al que
conducía.
A su lado, Maríah se agitó rabiosa.
—No me importa quién sos, pero la vas a pagar, pedazo de mierda —
pronunció entre dientes—. Ni piensen que van a poder con nosotros.
El hombre al mando la ignoró por completo. Tocó el dispositivo sobre su
oído derecho.
—Done… we have the girl, we’ll be there in a minute. Over.
Maríah
pudo
escuchar
la
voz
que
del
otro
lado
respondió
inmediatamente:
—Okay, Hassler, Over.
¿Hassler? ¿Ese mamarracho en uniforme era Hassler? En su cabeza,
varias cosas se agolpaban al mismo tiempo: la suerte del Veneciano y de Felín,
qué habría pasado con Yukiko, cómo se estaría organizando la resistencia,
pero sobre todo un pensamiento se repetía una y otra vez:
«Está acá. Él mismo vino por Alquimia.»
16.
Felín se ocultó entre dos grandes rocas. Los invasores ocupaban el Gran
Yerbal. Habían improvisado una base en la planicie del centro de la isla. Las
columnas de humo negro ocupaban todo el cielo. El conector transparente que
unía Isla Central con Gran Yerbal se incendiaba; pronto colapsaría. Las casas y
las aldeas comerciales cercanas a los yerbales se estaban quemando. Las
construcciones entre la rivera y la planicie central estaban destruidas o por
derrumbarse. Sintió un dolor agudo y punzante en su pierna derecha. Su
cabeza latía y acompasaba un dolor horrible. En su cabeza todo era fuego.
Como en los sueños que había tenido noches atrás. Sabía que esto era
posible. Sabía que podían adelantarse. Era
También estaba
SEGURO
SEGURO
que iban a adelantarse.
de que podrían haber sido veinticuatro horas antes y
no siete días antes. No era momento de pensar. Miró su Archie. Sin señal.
Tenía que comunicarse con Dante. Él volaría el ka-50, Blackshark. ¿Habría
sido una buena idea separarse? Opinaba que no. Pero Dante así lo quiso y,
como siempre sucedía, él terminó acatando esa decisión. En el puesto usaría
el Archie de emergencia. Si es que llegaba.
A unos cien metros frente a él contó ocho helicópteros VH 71 Kestrel en
tierra. También vio despegar dos Apaches hacia el bosque Karos.
—Y esto seguro no es todo —se dijo en voz alta.
Miró a su alrededor tanto como pudo. El humo dificultaba ver. El humo
dificultaba respirar. La tierra comenzó a temblar. ¿Ahora qué? La intensidad del
temblor creció notablemente. Detrás de él, hubo una secuencia de estruendos.
Toda la rivera del Gran Yerbal estaba siendo bombardeada. El aire era de
polvo y piedra, podía sentirlo en los pulmones. Metió la cabeza entre las dos
rocas y aguantó sin respirar. ¿Cuando terminaría todo eso? Ya habían sido
más de dos minutos.
—¡Daaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhh! —exhaló con fuerza y recuperó el
aliento.
El aire había vuelto a ser respirable. El viento corría muy fuerte. ¿De qué
sirven los entrenamientos?, pensó. Deberíamos replantearlo. Agregar vientos,
aire con piedra y mugre.
Miró hacia atrás. El aire se esclarecía. Cruzando el río, Isla Central
estaba intacta; sus búnkeres se iluminaban. Volvió su vista sobre el grupo de
artillería: se habían dividido en grupos de seis y de tres hombres. La mayoría
portaba máscaras antigás y visión infrarroja. Habían comenzado a dispersarse
en la zona. Debía esperar que el lugar se despejara, al menos parcialmente.
Los VH 71 comenzaron a elevarse. Uno tras otro, los ocho helicópteros
despegaron dividiéndose en dos grupos. El primer grupo en separarse tomó
dirección noroeste, hacia Isla Central. Los otros cuatro ganaron altura y
rumbearon hacia el sur, al Rincón de las Nubes.
***
Dante sobrevoló el Bosque Laberinto. Un Apache lo estaba siguiendo. El
controlador aéreo no podía solo. El tipo estaba en una guardia normal de
rutina. Una semana adelante hubieran sido más de cincuenta controladores.
Mierda.
El Apache ya lo tendría en la mira.
Debía maniobrar cuanto antes.
Dejó al helicóptero en caída libre unos quinientos metros. La potencia
ahora era la única alternativa para no caer. La nariz se inclinó levemente.
Estaba a trescientos metros de tierra.
Las alarmas comenzaron a sonar:
TERRAIN. TERRAIN.
Dante maniobró para levantar aun más la nariz del tiburón.
Lo estaba logrando.
En el horizonte vio el monte Laberinto. Ascendió dos mil metros.
Miró el radar. Lo había perdido.
***
Un grito a la derecha. A unos cuarenta metros, tres uniformados rodeaban un
centro de información al turista. Los binoculares ayudarían. Miró. Los tres del
MINCO
portaban armas tubulares. ¿Lanzallamas? Gritaban constantemente. Sin
duda esperaban que alguien saliera. ¿Qué otra cosa podrían esperar? Otro
grito. El más alto de los tres pareció ladrar unas órdenes. Se acomodaron
estratégicamente frente al edificio. Entonces el alto rió y abrió fuego. Sí, eran
lanzallamas. Las otras dos basuras gritaron sumándose al ataque. El centro se
incendiaba. La puerta principal se abrió y una figura humana salió gritando. Se
estaba quemando viva. El tipo más alto volcó un enorme chorro de fuego sobre
su cabeza. Luego, se unieron los otros dos. Formaban tres cordones líquidos
que convergían en una cabeza humana. Se detuvieron. ¿Podía un ser humano
llegar a sentir placer con algo así?
Felín golpeó su frente contra una roca. No quería ver todo eso.
Luego, volvió a asomarse. ¿Explotó? ¿El tipo había explotado? Allí no
había nadie. Sólo el centro turístico quemándose. Apretando los dientes sorbió
las lágrimas. Esos tipos estaban divirtiéndose.
Había que moverse rápido. La meta era alcanzar el puesto 70. Una Kord
CP50-1 y un visor infrarrojo era todo lo que necesitaba. Estaba a sólo setenta
metros. Miró el panorama. En un radio de dos kilómetros quedaba más de una
veintena de hombres quemando todo lo que encontraban. No tardarían
demasiado en volver.
***
Giró lentamente hacia el Este manteniendo la velocidad del tiburón negro en
350 km/h.
La alarma comenzó a sonar.
El Apache lo había encontrado. ¿Estaría dañado el perturbador? Era un
AL-157. Antiguo, tal vez, pero era el mejor para confundir cualquier radar. No
podía estar fallando justo ahora. Mierda.
Miró hacia tierra.
El fuego se comía Nueva Venecia.
Pensó en Felín. No se había comunicado. Su Archie no debía de estar
funcionando. ¿Habría alcanzado el puesto 70 en Gran Yerbal? Tenía que
encontrarlo. Tardaría solo unos minutos en llegar, pero llegaría. Llegaría y lo
encontraría.
El Apache se acercaba en el radar.
Era momento de pelear. Había que anticiparse y hacerlos mierda.
Viró hacia el Sur aumentando potencia.
Al mismo tiempo, no dejaba de intentar comunicarse con Felín. Pero no
había respuesta.
Vio más actividad en las pantallas. El sistema mostró el detalle. El
Apache ya estaba ahí. A los bifes.
Se dejó caer nuevamente. Mil metros hacia tierra.
Estabilizó el tiburón y lo mantuvo en el mismo lugar. Debería esperar a
que pasara por arriba suyo.
—¿Dónde estoy? ¿Me ves, marica? —gritó desaforado.
La alarma comenzó a sonar. Dos misiles llegaban.
Aumento la potencia para poder virar.
Un impacto sacudió todo. Las alarmas sonaron al mismo tiempo.
El rotor de cola había muerto.
La cola del tiburón se partió.
Estaba en caída libre.
No había opciones. Activó el eyector.
Una vez en el aire, accionó el paracaídas.
No funcionó.
La cuerda estaba trabada.
Vio girar un mundo de fuego abajo suyo. No podía ser. Vamos, vamos.
Cerró los ojos. Vamos, vamos.
Consiguió abrir el paracaídas.
Sobre el pie del monte Laberinto, el tiburón negro explotó ante sus ojos.
Preparó las piernas para el impacto.
Cayó sobre un gran pino maderero.
El pie derecho había quedado atado en las ramas y su cuerpo colgaba
boca abajo a unos diez metros del suelo.
—Vamos, más abajo —gritó tratando de soltarse. Su nariz sangraba.
Buscó en el cinturón su cuchillo de caza y se izó para cortar las cuerdas
del paracaídas. El nudo era imposible. Tenía que zafarse. Un desgarro
abdominal podía dejarlo colgando para siempre.
La presión de la sangre en la cabeza era insoportable. Apenas podía
pensar. NECESITABA encontrar una solución. Sentía las venas de las sienes
latiendo. Llegar a la Isla Central era lo único importante. Pero cómo.
Todo estaba destruido. Se desvanecía.
Todo quedó en blanco.
Escuchó. ¿Qué había sido eso? Una baba espesa le recorría la comisura de
los labios. Agrio. ¿Había vomitado? Un ruido parecía haberlo despertado.
Giró el torso hacia atrás. Escuchó. Unos motores se acercaban por
tierra.
Volvió a desvanecerse.
El árbol comenzó a se sacudirse. Abrió los ojos nuevamente.
Dos hombres estaban subiendo por el tronco.
Abajo, un convoy entero parecía estar esperándolo.
Un hombre con el uniforme del MINCO bajó de uno de los Jeeps.
—¡Heredaste la mano de tu padre para volar! Un fiasco igual que él… —
gritó por un megáfono que tenía en la mano.
¿Y quién carajo era ese que hablaba así de su viejo? No podría verle la
cara desde ahí. No importaba. En ese momento las caras ya no importaban.
—Bájenlo rápido —ladró una voz de mando—. Ya hemos hecho nuestra
parte. Herr Hassler estará feliz de hacerse cargo de lo que sigue.
Las caras no importaban. Los nombres sí.
***
Un NH90 descendió frente a Felín, justo en el centro de la gran planicie. Las
hélices comenzaron a detenerse. Un hombre bajó del helicóptero y se detuvo a
un costado. No llevaba máscara. Desde allí, sus rasgos parecían germanos.
Pero tal vez sólo lo estuviera imaginando. Vio cómo el tipo se ponía a fumar un
cigarrillo. Parecía estar esperando a los soldados que se habían dispersado
con los lanzallamas. Con esa luna era más lo que adivinaba que otra cosa.
Necesitaba esa máscara infrarroja. Miró hacia el puesto 70. Estaba a unos
sesenta metros. Sabía que ese era el momento. El centro de información
turística aún ardía. Estaba pronto a derrumbarse. Si reptaba hasta allí, podría
cruzarlo lateralmente y eso lo ocultaría del piloto. Desde ese lugar, sólo serían
cincuenta metros más hasta el puesto 70. El humo y la oscuridad podían
ocultarlo.
Los bombardeos aéreos se detuvieron. Quedaba poco tiempo. Vio que
el piloto encendía otro cigarrillo y se reclinaba sobre el helicóptero. Parecía
muy tranquilo. Felín comenzó a reptar. Muy tranquilo. Quedate así, muy
tranquilo. Ahí, quieto quietito… tranquilo… basura. En su estómago, sentía
cómo la tierra temblaba sin parar.
Los bombardeos continuaron. Él siguió moviéndose. El terreno era muy
irregular. No podía ver mas allá mientras reptaba, pero conocía el terreno. En
su cabeza, la ruta estaba clara.
Unos quinientos metros al frente, una hilera de casas desaparecía una
tras otra. Se hundían de pronto. Era algo que nunca había visto antes. ¿Cómo
lo hacían? La tierra temblaba de una forma distinta, como si el viejo
subterráneo estuviera pasando bajo sus pies. Debía continuar avanzando, no
tendría mucho tiempo más.
Miró a la izquierda. Entre las columnas de humo vislumbró al piloto.
Seguía fumando. Avanzó algunos metros más. Vio restos de un cartel que
todavía se quemaba. Ahora el centro turístico lo estaría ocultando del piloto.
Tuvo la sensación de haber calculado bien. Las cosas parecían estar saliendo
como esperaba.
Llegó hasta el final de lo que quedaba de pared. Los ojos le picaban por
el humo. Oculto por las ruinas del centro turístico, miró hacia el helicóptero. El
piloto no estaba. Mierda. Agudizó su oído tanto como pudo. No se escuchaba
nada más que el sonido del fuego quemando las casas y los árboles. Moverse
no era buena idea. No hasta que supiera dónde se encontraba ese pedazo de
basura. Se dio cuenta que apretaba los dientes con furia. Sus muelas parecían
a punto de estallar. Volvió sobre su izquierda. Ahí estaba. Lo vio subirse al
helicóptero. Comprendió que dependía de cuánto tiempo permaneciera esa
basura dentro de la nave. No era momento para cálculo. Tenía que moverse
rápido. Comenzó a correr sin pensar en ocultarse. No iba a verlo. No iba a
verlo.
El puesto 70 estaba frente a él. Se entraba por una abertura de
cincuenta por cincuenta camuflada en la roca. El mismo había supervisado la
construcción junto a Dante. Tenía dos ametralladoras listas para disparar y un
Archie para comunicaciones de emergencia con la base central.
Se lanzó dentro del refugio. Caída terrible.
—Años de yudo ¿no? —se dijo con bronca.
Cuando se levantó, sólo un pensamiento lo ocupaba: dispararle al
basura cuando se asomara y volar hacia Isla Central.
Entonces, una voz ronca sonó a sus espaldas:
—Quieto. Quedáte quieto. No te muevas.
Hijos de mil putas, lo había agarrado. Ellos lo habían agarrado.
No alcanzó a darse vuelta y sus manos ya estaban esposadas.
Eran siempre las mismas putas trampas del destino. Podía pasar. Era
SEGURO
que eso pasaría.
Un picanazo.
Todo oscuro.
17.
Maríah estaba atada de manos sobre una de las mesas del laboratorio mayor.
Cuatro uniformados la vigilaban.
—Hijos de mil putas, ninguno de ustedes se la bancaría conmigo.
Basuras —dijo e intentó escupir a alguno sin éxito.
Uno de los hombres, el más corpulento, se le acercó.
—Cállate. Tienen a tu novio y a tu amigo —Miró hacía la puerta—. Están
por llegar. —En su voz, ella notó el acento de quien ha aprendido el idioma en
muchos lugares distintos.
Otro de los oficiales usó ese mismo acento indefinido para leer en voz
alta de un holorreproductor portátil:
—«Maríah Días, 21 de junio de 2047. Graduada con honores en
Ciencias de la Comunicación.» También, aunque parezca incongruente, tiene
dos títulos en la liga mundial de Kick Boxing femenino. —Se acercó hasta ella
sin mostrar expresión alguna en el rostro—. Nosotros conocemos bien su
trabajo; hemos seguido sus pasos todo este tiempo.
Maríah acertó esta vez escupiendo al hombre.
—Conocemos bien su trabajo, repito —dijo mientras se limpiaba el
bigote—; la hemos visto en acción. —Hablaba como si mordiera y en su voz
parecía agazaparse una fría amenaza.
Esos payasitos en uniforme le daban asco.
—Ustedes no saben dónde están parados —los provocó—. Ni siquiera
piensan por sí mismos; son basura cumpliendo órdenes. Mírense.
El hombre se acercó y la tomó del cuello.
—Usted no comprende la grav...
—Oficial Bremen, suéltela. —La voz de Hassler se oyó claramente en
toda la sala. Maríah no pudo sino apreciar la autoridad que emanaba del tono
que empleó. Luego, el viejo pronunció algunas frases en un alemán imperativo.
Bremen salió de la sala al instante.
Maríah vio como Hassler se acercó hacia donde estaban ellos fumando
una gran pipa negra. De pronto, giró hacia atrás con algo de muñeco mecánico.
—¡Rápido! ¡Traigan a esos dos! —ladró.
Seis esbirros del
MINCO
entraron arrastrando a Vidales y al Veneciano
maniatados y los ubicaron junto a Maríah.
Felín estaba golpeado y parecía inconsciente.
El Veneciano permanecía tranquilo.
—Bueno, joven D’Arezzo, podemos hacer esto en cuestión de segundos
—dijo Hassler—. Nuestros hombres ya cargaron todos los archivos,
absolutamente todos… sólo falta que nos diga dónde está.
El Veneciano lo miraba en silencio. El viejo se acercó lentamente.
—¿Dónde está Alquimia? —repitió, y su voz condensaba todas las
amenazas del mundo.
El Veneciano sonreía. Entendía esa sonrisa. Si había una salida, él tenía
que permanecer calmo para verla. Maríah admiraba ese control.
—Vos me necesitas, como necesitaste de mi viejo —dijo él con tono
neutro.
La expresión de Hassler cambió por completo.
—Oh, su padre… Dios lo tenga en la más alta de las glorias.
—Callate, viejo hijo de puta, le querés robar el mérito metiéndote con lo
que no conoces. —Bueno, el admirable tono neutro se había ido a la mierda—.
Nunca le llegaste a los talones en nada a mi viejo.
—No le da viejo, no le da —le dijo ella desde su lugar abriendo de par en
par los ojos.
—¡Usted! —Hassler la miró con desprecio. —Su opinión nos merece la
mayor consideración. La admiramos. —La sonrisa del viejo era como una
cuchillada.— En nuestras oficinas es una gran estrella porno. —Se dirigió al
resto de sus hombres—: ¿No es cierto?
¿De qué carajo estaba hablando esa mierda de geriátrico?
Vio cómo el Veneciano se tensaba. Luego, su mirada se detuvo en el
rostro de Hassler. Por primera vez sintió el deseo de aplastarle la cabeza con
alguna herramienta industrial. ¿Una morsa quizá? No era momento de planear
nada. No contaba con elementos... Bueno, ni siquiera con sus manos libres.
Había que esperar. Era lo único que podía hacer.
Hassler se acercó hasta sus camaradas gritando:
—¡UNA GRAAAN ESTRELLA PORNO! Debo decir… ¿la mejor de todas?
Todos ellos rieron. Todas esas basuras rieron.
El Veneciano vio como Hassler se alejaba por un momento hacía la entrada del
laboratorio. Intentó una vez más deshacerse de las esposas. Imposible.
El viejo de mierda estaba disfrutando de todo eso. ¿Cómo detenerlo?
Pensó en su gente. En el comandante Gurrieri y sus hombres. ¿Qué
habría sido de todos ellos? El ataque del
MINCO
no les había dado tiempo ni
espacio para preparar la defensa.
Felín groggy también era un problema. Maríah, no. Maríah siempre era
Maríah y podía contar con sus habilidades. Pero ¿y la china? ¿Dónde estaría la
china? Temía especialmente por ella. Era inteligente, pero muy frágil, y los
bombardeos no se habían detenido por más de una hora. Chinita ojalá estés
escapando… Ojalá estés ahí, en algún lado.
Hassler se acercó sonriendo. Sus hombres hablaban entre sí por lo bajo,
como si supieran lo que se traía entre manos.
—Tenemos algo que les puede gustar. Miren. —Hizo un gesto al oficial
que sostenía una portátil. —¿La pasó bien en El Cairo? —preguntó a Maríah.
Maríah estaba en silencio. Miraba a Hassler con asco.
Una imagen se proyectó en el techo: Maríah, tirada en el piso, boca
arriba, bajo un gordo sudoroso que tenía los pantalones del uniforme
enredándole las piernas. El Veneciano apretó los dientes ante las risotadas que
surgieron.
—Lo volvería a hacer si fuera necesario —dijo entonces ella con
desprecio—. Vos, en cambio, no podrías hacer nada. No creo que ni las
píldoras puedan ayudarte ya, viejo rancio.
Hassler se le acercó y la tomó de la nuca con violencia.
El Veneciano sabía que no podía hacer nada. Sabía, también, que María
podía con eso. Pero aun así se desesperó.
El viejo ahora apoyaba su palma entera sobre la cara de Maríah. Dante
entendió que no debía cerrar los ojos. Sólo resistir. Hassler le clavó la vista
mientras zarandeaba la cabeza de Maríah bajo su palma. Sus ojos, de un azul
acerado, lo miraban provocándolo. No iba a entrar en su juego. No iba darle el
gusto a esa basura. Comprendía que eso era lo que el viejo estaba buscando.
Por eso lo miraba constantemente.
Pero no iba a darle el gusto.
El audio de la proyección llenó el salón de gritos y gemidos que se
mezclaban con las risas burlonas de los uniformados del
MINCO.
Buscó controlar su respiración. Evaluó. ¿Era aquello más de lo que
podía tolerar? Su corazón debía latir más lentamente. Así. Ordenó a su rostro
ser una máscara. Sí, aún, podía con todo eso.
Entonces Hassler, de un tirón, le arrancó a Maríah parte de su remera.
Luego volvió a taparle la cara con la palma de la mano.
Vio como ella intentaba morderlo, pero el viejo zorro sacó la mano justo
a tiempo.
—Hijo de puta. Ni vos ni tu gente podrían conmigo mano a mano —gritó
ella. No parecía, sin embargo, desesperada. Seguramente, en su cabeza,
seguía evaluando posibilidades de ataque y evasión. Esa era Maríah.
Hassler no prestó atención al desafío; en cambio, miraba la proyección
sonriendo. Festejaba las imágenes a los gritos, desquiciado.
—¡Pero miren qué movimientos! Indiscutible. Es una lástima que muera
hoy, con tanto talento… Jajajaja… Suficiente, suficiente. Saquen eso. —La voz
del viejo cambió súbitamente—: Vamos al punto, ya.
El Veneciano vio como Hassler ataba un dispositivo a la pierna de
Maríah y se alejaba unos pasos con algo que parecía un control remoto en la
mano.
—¿Dígame dónde está Alquimia, joven D’Arezzo? —le dijo.
Silencio.
Maríah se estremeció ligeramente. Una descarga la había golpeado. Su
grito fue más de furia que de dolor. Felín volvió en sí sobresaltado.
—No vas a poder llevarte nada, Wolfgang, nunca —dijo Dante
manteniendo la voz calma.
—Tenemos todo el tiempo del mundo. Y, además, voy a mostrarle un
poco de lo que hemos traído aquí.
Hassler accionó una serie de hologramas que exhibían diferentes puntos
de Nueva Venecia.
—Gran
Yerbal.
Empecemos
por
ésa.
—Tomó
su
portátil
de
comunicación—. Comandante Bremen, Gran Yerbal. Fuego continuo y suelten
cinco gusanos más.
—¿Gusanos? ¿Qué mierda es eso? —dijo Maríah recuperándose del
shock eléctrico.
—¡SILENCIO! —dijo el alemán. Otra descarga, mucho más fuerte, la dejó
con espasmos. — Gracias. Verás, amiguita, los gusanos son estructuras
metálicas de quince metros de longitud que actúan bajo tierra. Tienen en sus
cabezas taladros como los que se utilizan en las grandes minas —explicó
teatralmente mientras extraía un pequeño dispositivo de su bolsillo—. Por
supuesto, son controlados a distancia mediante uno de éstos. —Miró a cada
uno alternadamente—. Magia, ¿no es así? —dijo al Veneciano—. Ahora bien
—acomodó el cuello de su camisa—, no quiero distraerlos más. Con esto ya es
suficiente. —Buscó su pipa y la encendió. Caminaba en círculos alrededor de
ellos. —Nuestra intención es llevarnos Alquimia y sus archivos. Ya tenemos los
archivos, ahora queremos lo que tienen de Alquimia. —El Veneciano pudo
sentir su olor a limpieza extrema, tabaco fino y ese dejo agrio que se
desprende a los ancianos—. Hasta que se decida a hablar, joven D’Arezzo,
vamos a seguir destruyendo toda tu tierra. Y si no hablas... —señaló a
Maríah— vamos a cortarla parte por parte…, una pierna, la otra; y si sigues sin
hablar, vamos a cortarle un brazo, el otro, y así; hasta que hables y digas
dónde está el corazón de Alquimia.
En el holograma se veían inmensas columnas de fuego sobre el Gran
Yerbal.
—Uh, uh, mira, mira —dijo señalando con un puntero láser el extremo
derecho de la proyección, por alguna razón, había pasado al tuteo, como si eso
fuera más amenazante—: eso, es lo que hacen los gusanos. ¿Lo ves? Míralo
bien. ¿Quién está haciendo todo esto? No soy yo. Eres tú, Dante —dijo
mirándolo con ojos de demente y señaló el extremo superior izquierda del
holograma de Nueva Venecia.
—¡Ahora, Santa María!
La central energética de la isla Santa María había desaparecido;
también la universidad. El bombardeo era constante otra vez.
—Voy a darte una última oportunidad para hablar. Vamos… es simple.
Por cierto, tenemos mercurio listo para echar sobre vuestro río; y si les
interesan los gusanos, les voy a contar para qué los trajimos aquí.
El Veneciano vio como se acercó hasta quedar cara a cara con él. Trató
de concentrase en ese olor, en la furia que le despertaba y eliminarlos; sólo
estando calmo podría pensar algún plan de evasión... si eso era aún posible.
—Sé que aquí tienen refugios bajo tierra. Tu padre había empezado a
construirlos en tiempos en que aún nos unía una estrecha camaradería.
Entonces, mientras veo esas viviendas abandonadas que están incendiándose,
yo me pregunto —el tono de Hassler era ya una parodia de sí mismo—:
¿dónde se hallan las familias?, ¿dónde los niños? Es una pena que estén
perdiéndose tan caluroso espectáculo. La respuesta es bajo tierra ¿no?
Entonces, allí donde haya un apretado público, allí estarán los gusanos.
Mierda.
—¿Dónde está Alquimia?
El Veneciano vio que el grito había despertado por fin a Felín. Se
miraron. Pudo ver en sus ojos una angustia que tapaba cualquier otro
sentimiento. Seguro pensaba en la china, en los niños y las familias en los
refugios, en el sueño que habían compartido. El corazón de Felín y el recuerdo
de su padre. Por esas cosas tenía que resistir.
No hablaría. No importaba hasta dónde pudiera llegar. No le diría nada.
Hassler tomó su Go-d. ¿Ahora qué?
—Comandante, suelten el mercurio.
¿Mercurio? ¿Con qué iba a salir ahora esta basura?
Dos hombres se acercaron por delante a Maríah y a Felín.
El viejo se sentó y volvió a encender su pipa. Miró hacia el techo y activó
un holotransmisor. Más imágenes de destrucción. Sonreía mostrando sus
humeantes dientes amarillos.
Dante estaba cansado de verlo sonreír, de tenerlo cerca. En la
proyección una lluvia grisácea se esparció sobre el río de Nueva Venecia, entre
Gran Yerbal y la Isla Central. No podía creer lo que estaba viendo. ¿Un Boeing
747? Eso era un Evergreen 947, y estaba apoyado por dos cl-415. Mierda. No
era momento para cálculos, pero la capacidad entre los tres aviones rondaría
los cien mil litros.
Algo se movía a su costado. Sintió un golpe en su brazo derecho. Era
Felín, que intentaba friccionar el precinto con el que lo sujetaron contra el
extremo metálico de la mesa. Impensado. Casi lo había conseguido, pero su
mano ahora estaba atascada de modo tal que no podía moverse en ningún
sentido.
El viejo se estaba acercando; había olvidado su asquerosa sonrisa.
—Tienes 5 minutos —dijo mientras tomaba de los pelos a Maríah
inconsciente—... Menos de 5 minutos... y empiezo a cortarlos en pedazos.
Felín miró a Dante. Desde hacía muy poco, algo había comenzado a llamar su
atención casi imperceptiblemente: un rumor grave de origen impreciso —¿tal
vez debajo de ellos?— iba creciendo como un presagio inexorable. ¿Lo habría
escuchado también él?
Las paredes temblaban. El sistema eléctrico comenzó a fallar. Felín se
preguntó si esos gusanos infernales estarían provocando eso. Entonces vio
cómo el alemán se dirigía precipitadamente hacia la puerta.
—Pero... ¿qué carajo? Comandante, ¿ha ordenado fuego sobre la isla
central?
¿O soltaron los gusanos? —gritó Hassler furioso. Parecía tan
desconcertado como él. Por un momento pareció perder el control absoluto.
Después, su máscara se recompuso en una parodia de eficiencia: ladraba
órdenes, trataba de informarse.
El temblor seguía aumentando.
Un zumbido de tono grave hizo estallar las ventanas.
Siguió intentando liberar sus manos; lo que estuviera sucediendo no iba
a darle más tiempo.
La mampostería comenzó a caer desde el techo.
Las paredes se estaban agrietando a una velocidad asombrosa. El suelo
se sacudía cada vez más fuerte. ¿Cuánto tardaría en derrumbarse todo?
El grave zumbido aumentaba su intensidad.
Como atendiendo a una orden no dada, los soldados del
MINCO
comenzaron a abandonar el laboratorio sistemáticamente. Parecían piezas que
se quitaban de ese tablero para ser puestas en otro.
Sólo quedaban dos uniformados en la sala. Una columna se resquebraja
delante suyo.
Entonces, Hassler dio la orden:
—Nuestra misión es más importante que ellos. Abandonémoslos a su
suerte.
Felín vio como salían mientras las últimas pantallas se desprendían de
las paredes y las luces se estrellaban contra el piso. No le importó. Las
ligaduras estaban a punto de soltarse. Miró a Dante buscando coordinar algo.
¿Sonreía?
—Es Enheduanna—dijo con entusiasmo—. ¡La china pudo hacerlo!
¿De qué hablaba? Recién entonces se dio cuenta de que no había
vuelto a pensar en Yukiko. Pero tenía una enorme confianza en sus
capacidades y ya tendría tiempo de preocuparse.
—Yukiko , ella lo hizo —estaba diciendo Dante exaltado—. Vamos.
¡Dale, dale!
Sólo entendía una cosa de todo aquello: había que correr.
Felín se había librado del precinto.
—¡Vamos! —lo apuró Dante—. No queda más tiempo.
Terminó de desligar a Maríah. Aunque semiconsciente, ella podía
mantenerse en pie.
Dante, que ya había podido soltarse, la cargo en sus espaldas.
—Al salón del búnker central, rápido —lo apremió.
El techo comenzó a caer.
Felín abrió la puerta de una sola patada y cubrió la salida del Veneciano.
Allí no quedaba nadie, Hassler y sus hombres estarían afuera.
Finalmente, abandonaron el laboratorio.
18.
A unos metros, apenas ocultos por la parte trasera del sector de
hidropónicos, podía ver a los oficiales del
MINCO
junto a Hassler. El Veneciano
supo que era imposible que no los descubrieran. Sin embargo, la tierra estaba
temblando. Apretó los puños. Había entonces una única y última jugada. Les
iban a tirar con todo, pero él sabía que podían llegar. La violencia del fuego del
MINCO
y los temblores harían imposible correr con normalidad,pero a ellos
también se les complicaría hacerlo.
Felín y Maríah lo miraron esperando su señal.
Hora de hacerlo. Les habló con firmeza:
—Existe una posibilidad. No tengo tiempo de explicarles. Síganme.
Podemos salir de ésta. ¡Vamos a salir!
Entonces fue sólo correr.
A los pocos metros de carrera escuchó:
—Fuego.
La orden Hassler le pareció una locura en medio de esa confusión. Él,
como oficial, habría puesto a la seguridad de sus hombres por encima de una
vendetta inútil.
Los hombres del MINCO dispararon una y otra vez.
Sentía como si todas sus extremidades estuvieran hirviendo, casi por
estallar.
Los tres corrían en una misma línea, alcanzaron la última curva que
precedía el corredor del búnker central.
Perdieron al MINCO.
Sabía que sólo eran unos segundos.
El corredor estaba a unos pasos.
Felín ahora lo seguía enérgico. ¿De dónde había sacado fuerza
semejante en ese momento?
Los cristales del corredor estallaron sobre ellos.
Giró la cabeza. Felín y Maríah estaban casi a la par.
—DAAAAAAAAAAAAAAAAALEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE.
Hassler junto a sus hombres casi los habían alcanzado.
Faltaba tan poco.
Apenas diez metros.
Tenían que llegar hasta el acceso.
Debían hacerlo.
Uno de los hombres de Hassler estaba justo detrás de Maríah y Felin.
Adivinó, más que vio, cómo se acomodaban para ejecutar a cualquiera
de los tres.
La tierra temblaba más que nunca. Mantener el equilibrio era cada vez
más difícil.
Para todos.
Los disparos pegaban contra el metal de la puerta de acceso.
El acceso ya casi estaba allí.
Giró buscando a los otros.
En ese momento, Maríah quedó paralizada frente a sus ojos. Vio cómo
el hombro izquierdo comenzaba a teñírsele de rojo.
Luego, ella cayó de rodillas.
El tiempo se había terminado.
Cargó a Maríah con agilidad mientras marcaba el código de acceso.
Felín llegó junto a él rojo y sudoroso.
Hubo más disparos mientras la puerta se abría. Los del
MINCO
estaban a
menos de veinte metros de distancia. Casi los tenían.
—¡Yukiko! —gritó como invocando.
La enorme puerta se desplazó por completo y luego se cerró recibiendo
más disparos.
Estaban adentro.
***
El Veneciano dejó a Maríah en el suelo y la cubrió con su campera. Luego le
señaló a Felín dónde colgaban los trajes especiales.
—Quedáte con ella, tengo que ir a los controles. Ponete uno de esos y
ponele otro a ella —en su voz se oía el tono de quien sabe exactamente qué
está haciendo.
Atravesó el angosto corredor hasta la sala central poniéndose el suyo.
Yukiko, sobre el tablero de comandos, se veía concentrada pero tranquila.
—Despegamos en veinte segundos –dijo ella.
El Veneciano se sentó a su lado.
—¡Sabía que eras vos! ¡Sabía que eras vos!
Un fuerte golpe hizo temblar la puerta de acceso. No se preocupó por
eso. Enheduanna era única. La nave estaba construida con aleaciones
desconocidas para Hassler. Un último regalo de su padre.
Felín vio desaparecer a Dante tras un mamparo y volvió a concentrarse en el
hombro de Maríah.
La voz del Veneciano le llegó entonces desde más allá con alguna otra
también querida. Exhaló con alivio. ¡Ella estaba bien!
—Acomódense en sus lugares rápido. ¡Diez segundos! —invitó Yukiko
desde parlantes ocultos quién sabe dónde.
Ya iría a besarla. Pero ahora la prioridad era del hombro de Maríah.
La sangre brotaba sin parar. Él había improvisado un torniquete con su
camisa. El pulso era bajísimo. Soltó una plegaria desesperada. No sabía si ella
lo lograría.
Dante reapareció y se acercó a ellos.
—¿Cómo está? —preguntó mientras cerraba su traje.
—Perdió mucha sangre, pero está respirando.
El Veneciano asintió con preocupación y se dirigió a los comandos
nuevamente.
Los bloques del techo comenzaron a deslizarse. El cielo de Nueva
Venecia nunca le pareció tan azul.
Iniciaron el despegue.
El Veneciano pilotaba con tranquilidad. Estaban arriba de los mil metros
de altura.
El radar mostró como el perturbador de la nave estaba desviando los
misiles del
MINCO
con efectividad. De todas maneras, permanecía atento. No
olvidaba que ese mismo modelo había fallado esa misma noche en el
Blackshark.
—Máxima potencia, china —ordenó.
—Máxima potencia —replicó Yukiko, manipulando los controles con total
soltura. El Veneciano no podía creerlo.
—¿Pudiste con todo el manual en un mes?
Yukiko asintió sin mirarlo.
—Escaneé el software del simulador. Pero eso vos lo sabías. Siempre
pensé que me dejaste escabullir en la sala de control a propósito. Y esta
noche, desde que llegué, tuve una gran ayuda.
—¿De que estás hablando? —preguntó el Veneciano.
Yukiko miró hacia una compuerta ubicada en el techo. Elevó su voz
tanto como pudo:
—¡Verónica! ¿Estás ahí?
El Veneciano parecía no entender. ¿Verónica?
Ver la figura de la doctora Rosenberg acercarse era lo mejor que podía pasar.
Yukiko lo golpeó suavemente en el hombro llamando su atención.
—Ella tiene todos los manuales de procedimiento en su cabeza, trajo los
repuestos más importantes y, por lo que veo, es la única que tiene un Go-D.
Él se acercó para saludar a la madrina de Alquimia.
—Hola Dante, no tenemos tiempo para nada. Empecemos a configurar
la ruta del destino —lo saludó ella.
El Veneciano afirmó con seriedad. La frialdad de esa mujer siempre lo
había perturbado.
Tenía una única tarea por delante: armar la ruta de Enheduanna para
ubicar su órbita por sobre las de las dos nuevas estaciones internacionales.
La doctora Verónica Rosenberg permanecía en silencio observando
fijamente el tablero que mostraba el comportamiento de Alquimia.
Yukiko miró a través de una de las ventanillas. Nueva Venecia se veía
consumida por el fuego. El río parecía hecho de metal.
El altímetro ya marcaba diez mil kilómetros y en ascenso.
Felín se acercó al tablero de comandos y la besó largamente. Tenía las
manos y el traje especial manchados de sangre, pero parecía tranquilo.
Lo miró con preocupación.
—Maríah va a estar bien, ahora vuelvo con ella. Decime, ¿qué hay del
MINCO?
¿Qué hay de sus misiles?
—Estamos fuera de radares. Estamos bien —trató de tranquilizarlo
Dante.
Felín golpeó fuertemente la mesa de comandos y lo miró:
—¿Estamos bien? Mierda, nuestra gente, Dante, ¿qué estamos
haciendo? Les dejamos todo a esas basuras. Van a encontrar a Alquimia de un
momento a otro. ¿Y qué te hace pensar que esos hijos de puta no van a hacer
lo peor con ella?
La mano del Veneciano se levantó con autoridad haciéndolo callar.
—Está con nosotros —dijo suavizando su rostro con una sonrisa—.
Alquimia viaja con nosotros. Esta nave... está volando gracias a ella.
Hubo un silencio que pareció durar una eternidad. Después, Verónica
Rosenberg lo quebró:
—Pero ellos ahora tienen la fórmula. Es todo cuestión de tiempo.
En unos minutos, orbitarían la Tierra a más de cuatrocientos mil metros de
altura.
Epílogo
Subió a la terraza del edificio más alto de Buenos Aires. Desde allí, no habría
interferencias.
Miró su Go-D y se preparó para hablar. Escucharían su voz en
simultáneo en Berlín, en Torino y en Florencia. Nadie podía interceptar la señal
a partir de las doce.
La ciudad dormía. La terraza era suya en ese momento, cuando todo
parecía suspenderse como en PAUSA.
Un bip.
Las doce.
Elevó su voz acentuando fuerte cada una de sus palabras:
—Rosenberg cumplió y escribió. Están orbitando por sobre la estación
Luxor. La mala noticia es que Nueva Venecia está destruida, y Hassler… él
sobrevivió y tiene la fórmula de Alquimia. En estos momentos está en el Cairo
con la cúpula del MINCO.
Su voz se quebró. Terminó la comunicación.
Lo importante estaba dicho.
Nadie podía acusarla de floja.
El mundo era el que estaba por matarse. Lo sabía. Pero la resistencia
daría batalla siempre. Ella se encargaría de eso.
Pensó en los otros, allá arriba. No lo sabían, pero eran aliados.
Lo impidieron una vez, ¿podrían impedirlo dos veces?
Brenda Müller pensó que sí.
Podemos.
FIN