Lunes 15 de agosto de 2016 · Nº 4 DÍNAMO Ilustración: Ramiro Alonso Repensando el socialismo La carta robada 02 LUNES 15·AGO·2016 DÍNAMO Socialismo: pasado y futuro de una palabra En el primer número de Dínamo, el pensador Boaventura de Sousa Santos decía en una entrevista, refiriéndose al futuro de los movimientos sociales y de la izquierda latinoamericana: “Hay otras formas de transformación social que quizá no se van a llamar socialismo ni comunismo: se van a llamar respeto, dignidad, protección de los territorios, derechos del cuerpo de las mujeres”. La afirmación me quedó resonando. La abdicación propuesta no resultaba extraña. Varias organizaciones políticas de izquierda de América del Sur mantienen en su nombre o en sus documentos fundacionales el término “socialismo”, pero no hacen un mayor esfuerzo por explicar los caminos por los que se llegará a algún tipo de socialismo. De hecho, gran parte de la izquierda latinoamericana parece haber dejado de usar el término. En sus diversas vertientes, desde las más moderadas hasta las más radicales, desde los llamados “progresismos” hasta las versiones autonomistas o ambientalistas, ha quitado de su horizonte político dicha palabra. Con la excepción del desalentador ejemplo venezolano del socialismo del siglo XXI, el término parece un resabio del pasado. La tradición socialista en América Latina fue rica y extremadamente plural. Por un lado están las tradiciones reformistas dentro del socialismo, y en menor medida las del comunismo, que participaron en frentes políticos que llegaron al gobierno en algunos países a mediados del siglo XX. También existieron experiencias insurreccionales vinculadas al trotskismo y al comunismo. Algunos nacionalistas económicos devenidos en dependentistas durante la década del 60 culminaron concluyendo que el único camino de la liberación nacional era el socialismo. En este sentido, el socialismo en América Latina admitió diferentes compañías durante el siglo: “reformismo socialista”, “socialismo democrático”, “socialismo nacional”, “socialismo indígena”, “socialismo autogestionario”, “democracia radical socialista” y “socialismo cristiano” son algunos de los conceptos que incluyeron dicha palabra. Dos emblemáticas figuras de la segunda mitad del siglo XX expresan el abanico de posibilidades del socialismo latinoamericano. De un lado tenemos a Fidel Castro, con su socialismo de partido único, y del otro, a Salvador Allende, con su tránsito democrático al socialismo. Hasta los 80, el socialismo fue un tema de las agendas políticas de las izquierdas. Incluso en un contexto de renacimiento de la democracia liberal, intelectuales como Juan Carlos Portantiero y Ernesto Laclau buscaban conciliar, al menos teóricamente, democracia y socialismo. Aunque en el Uruguay del presente la palabra “socialismo” se asocia a una suerte de régimen estatista estigmatizado, como le ocurre a “sesentista”, lo cierto es que existieron pensadores de izquierda, como Carlos Quijano, cuyo pensamiento tuvo repercusión continental y que reivindicaron la conciliación entre socialismo y democracia. Incluso en sus vertientes más radicales, figuras como la de Raúl Sendic, influenciado por la obra de Rosa Luxemburgo, tomaron distancia de la deriva estatista cubana. En síntesis, en América Latina y Uruguay la palabra tuvo múltiples significados asociados a una vaga aspiración de igualdad económica y social e implicó diversas formas de relacionamiento con el régimen democrático liberal, así como con el Estado y el mercado. Sin embargo, toda esa diversidad se perdió en los 90. Aunque hoy está naturalizado, el abandono de la palabra “socialismo” es muy reciente en la historia de la izquierda latinoamericana. No tiene más de 25 años. Data de los 90, cuando tuvo muy mala prensa. Las razones son más que conocidas y remiten a un giro de época, sobre el cual se está escribiendo y se escribirá mucho más. La caída del socialismo real y su contracara, la victoria de la hegemonía liberal estadounidense, tendió a cancelar la posibilidad de pensar futuros de izquierda y la palabra vinculada al futuro era “socialismo”. La constatación de que varias experiencias que se pretendían emancipadoras de la humanidad devinieron en regímenes autoritarios o totalitarios y terminaron siendo resistidos por las grandes mayorías de los países que las vivían fue un duro golpe para sectores muy importantes de la izquierda, incluso para aquellos que no se identificaban y marcaban distancia con el socialismo real. Aquellos debates no admitieron mayores matices y llevaron a asociar las tradiciones socialistas como el marxismo con una lógica criminal. Varias ideas vinculadas al marxismo fueron asociadas y reducidas al problema del autoritarismo que había en Karl Marx, y desde allí se desplegaron a todas sus vertientes de seguidores. Otros intentaron mostrar cómo el marxismo también tuvo un papel central en moderar y contener los impulsos más salvajes del capitalismo occidental, cómo la propia idea de democracia liberal estaba muy vinculada a la lucha de los trabajadores influenciados por ideas socialistas (quienes en la segunda mitad del siglo XIX reclamaban su derecho a ser ciudadanos mientras el liberalismo lo negaba), o cómo diferentes variables del Estado de bienestar fueron fuertemente influenciadas por movimientos de inspiración marxista. Sin embargo, estos pensadores quedaron al margen de las corrientes principales. En América Latina, algunos intentaron replicar ese tipo de argumentos acerca de la dimensión criminal del socialismo, pero la evidencia histórica de que lo sufrido por las víctimas de las prácticas autoritarias desarrolladas por la revolución cubana y algunos movimientos guerrilleros no tenía punto de comparación con las masacres impulsadas por gobiernos civiles o militares en alianza con Estados Unidos mostró que, en nuestro continente, los asuntos vinculados a la violencia política criminal tenían muy poco que ver con el socialismo. De todos modos, la creciente preocupación por los derechos humanos a partir de los 80, alentada en algunos países por militantes de izquierda, llevó a que varios comenzaran a tomar distancia de los proyectos políticos de izquierda que asociaban el socialismo con formas políticas autoritarias. Asimismo, nuevos movimientos sociales amparados en nuevas visiones, según las cuales la idea de emancipación se fragmentaba en diferentes sujetos, como las mujeres, los homosexuales, los indígenas y los afros, denunciaron otros elementos autoritarios de diversas experiencias de izquierda del siglo XX que, más allá de gradualismo o el radicalismo, habían compartido una visión masculina, elitista y eurocéntrica en la manera de relacionarse con los sujetos populares latinoamericanos. En conjunto con los debates sobre el autoritarismo, la experiencia del socialismo real también mostró su incapacidad de desarrollar una organización económica alternativa a la del capitalismo. Como consecuencia, la crisis del socialismo real trajo aparejado un nuevo mundo unipolar, que no ofrecía muchas alternativas al pensamiento económico neoliberal del clima globalizador. En muchos sentidos, se puede decir que la izquierda latinoamericana salió renovada de este embate. Incorporó una reflexión sobre ciertos derechos humanos asociados a los valores del liberalismo democrático que algunos sectores de izquierda habían banalizado décadas anteriores. Asimismo, amplió las nociones de derechos sobre otros actores sociales. Una izquierda mucho menos autoritaria y con un nuevo lenguaje para hablar de diversos derechos marcó el momento del giro a la izquierda de esta última década. Pero, a la hora de pensar la organización material de la sociedad, estos gobiernos no pudieron escapar de una crítica vaga al neoliberalismo y en varios casos explicitaron honestamente que su horizonte no trascendía el capitalismo. Fue así que el intelectual y vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera planteó la aspiración de un “capitalismo andino y amazónico” y José Mujica reclamó un “capitalismo en serio”. Llamativamente, los críticos por izquierda planteaban la idea del “buen vivir” o denunciaban el “extractivismo”, pero la pregunta sobre cómo construir una sociedad más igualitaria en el orden económico y social parecía suspendida. Tal vez, la principal victoria de los defensores de la hegemonía neoliberal que se construyó desde los 90 fue la inevitable asociación de la idea socialista a la experiencia del socialismo real y el haber cancelado el carácter plural de una idea que inspiró muchas experiencias políticas del siglo XX. ¿Por qué la palabra “socialismo” no puede volver a ser parte del lenguaje de la izquierda contemporánea como una idea fuerza, tan abstracta como las palabras “respeto”, “dignidad” y “derechos humanos”? Ser capaces de desanudar esa asociación es central para volver a construir proyectos de futuros posibles que interpelen la desigualdad creciente del capitalismo contemporáneo. ■ Aldo Marchesi DÍNAMO LUNES 15·AGO·2016 03 No es “lo que hay, valor”: pensar el socialismo desde la historia El siglo XX registra diferentes ensayos de socialismo. Es probable que sus fracasos o mutaciones no siempre generen la necesaria identificación afectiva como para citarlos en pos de “invitar” al socialismo. Pero desde una perspectiva histórica resulta al menos necesario tener en cuenta qué pasó (y qué pasa) con esos socialismos, para aprender, no repetir, ser creativos y también humildes a la hora de proponerse pensar el socialismo de cara al futuro. Comparto a continuación seis temas centrales para hacer dialogar el socialismo y su historia con el objetivo de dinamizar y calibrar las visiones socialistas en colectivo hacia el futuro. 1. Un punto inicial: las proyecciones del marxismo-leninismo (con excepción, quizá, de la Nueva Política Económica soviética -de corta duración-) estuvieron lejos de cumplirse. Esto no invalida el aporte teórico y analítico del marxismo. Ni supone adoptar una posición de juez que califica lo bueno o lo deseable de las prácticas de sus seguidores. Sí asumir, con evidencia histórica a la vista, que las revoluciones proletarias no ocurrieron y que el capitalismo mundial no se derrumbó. Pero proyección errada no supone intención descartable. Exige revisar práctica y teoría para revalorizar las dificultades que rusos, chinos y cubanos enfrentaron para formar regímenes socialistas incompletos o frustrados. Cuántas veces una discusión se ha intentado cerrar diciendo “Marx no previó eso”, como si fuera el oráculo de Delfos. 2. Cuando las hubo, las revoluciones sucedieron en países con un capitalismo apenas desarrollado o muy poco maduro para ser caracterizado como tal. Su deriva implicó un sesgo complejo para la práctica de la política de las izquierdas a nivel mundial: los bolcheviques y Lenin, los chinos y Mao Zedong, los cubanos y Fidel Castro, los vietnamitas y Ho Chi Minh triunfaron sobre estructuras de dominación y construcciones institucionales “premodernas”, de tipo aristocrático o colonial decimonónico. 3. Aquellas experiencias no arrojaron luz como para imaginar o emular organizaciones, estrategias ni relatos propicios para ser aplicados en contextos de sociedades capitalistas desarrolladas con Estados, empresas y burguesías modernas y poderosas. Tanto Perry Anderson como Edward Carr señalaron hace tiempo cómo el leninismo fue un valioso ejemplo eficiente para formar un partido capaz de sustituir el poder nobiliario y semifeudal en decadencia que representaba el zarismo y que constituyó un modelo de “modernización por la vía socialista” para los pueblos de oriente y en situación colonial. Pero poco pudo aportar para resolver creativamente la complejidad del accionar político en sociedades desarrolladas a partir de la segunda industrialización, del fordismo, de la democracia y del capitalismo de masas. 4. Las sociedades y las economías en las que se implementó el socialismo han mostrado una tendencia a consolidar un aparato político autoritario y rígido, con poca capacidad de incluir la diversidad político-cultural y la innovación técnica, en la medida en que debieron afrontar la enorme tarea de modificar estructuras económicas que lejos estaban de ofrecer la abundancia necesaria para desplegar el ideal socialista. La cuestión de China debería seguir siendo materia de estudio para el caso del desarrollo económico, más allá de que continúa la senda rígida desde lo político. 5. Todo ensayo de caminar hacia el socialismo debería tomar nota de las viejas polémicas entre bolcheviques y mencheviques, de las discusiones chinas entre Mao y Deng Xiaoping y de los problemas actuales que se enuncian en Cuba respecto de los “problemas del igualitarismo” en economías aún subdesarrolladas: el reparto en sociedades cuya producción resulta insuficiente conduce al voluntarismo, el burocratismo y la negligencia. El socialismo en la pobreza podrá ser moralmente más justo (lo que no deja de ser polémico), pero históricamente no demuestra ser una senda para el desarrollo pleno del ideal inicial. 6. Los intentos por caminar democráticamente hacia el socialismo han chocado contra la oposición de sectores dominantes a nivel global y local (Chile, Venezuela) y con problemas de construcción cultural de una nueva hegemonía que permita superar los pilares del afán de lucro y la propiedad privada (la socialdemocracia en toda su extensión), con innovaciones creativas y duraderas que den cuenta de un sistema nuevo y superador del capitalismo. De forma que el análisis de las condiciones económicas de partida en relación con los procesos de construcción de hegemonía contracultural alternativos debe estar presente a la par de los deseos y los ideales. ¡Valor! Así como “el fin de la historia” se terminó solo, hay que retomar el valor de discutir en pos del renacer de ideologías positivas (pero no absolutas, ¡por favor!) con su hermosa invitación a una vida mejor entre todos (si no, ¿para qué escribir, militar, debatir?). Salvo algún caso raro, nadie piensa en el socialismo por resentimiento y revancha, sino porque es un desafío hermoso y superador, que incluye a todos en la búsqueda de más libertad y solidaridad. Esta postura debe acompañarse con un mínimo de criticidad respecto de lo que pasó con los socialismos, para evitar la protesta idealista alejada de la realidad. Y con especial énfasis en atender la cuestión del “valor”, de la generación de riqueza y de los estímulos creativos para la productividad. Es importante para esto reposicionar el marxismo en su dimensión imperfecta, propositiva y crítica, sin elevarlo a la categoría de método único o de propuesta definitiva. Las corrientes marxistas en diálogo con el humanismo y los enfoques poscoloniales permiten evitar la centralidad de la lucha de clases como motor (único) de la historia y de la práctica política. Sin negar la existencia del conflicto, pero conscientes de que la historia demuestra que no todo ni siempre es por la lucha de clases (Sudáfrica y el fin del apartheid, por ejemplo). Así se podrán incorporar diversas cuestiones étnicas, de género, ecológicas, tecnológicas y generacionales que, cuando los colectivos sociales (y no camarillas iluminadas) pongan en juego creativamente, darán lugar a experiencias cercanas a formas más lindas, solidarias y libres de pasar por esta tierra… que es la idea, ¿no? ■ Gabriel Quirici Vigencia del debate sobre socialismo Los avances, las contradicciones y los retrocesos de los progresismos en América Latina y las recientes derrotas en Argentina, Brasil y Venezuela abren debates de fondo sobre proyectos societarios, que incluyen también la situación del capitalismo central y de los países que siguieron bajo gobiernos de derecha. Al contrario de las opiniones críticas o conformistas que generalizan la defensa o el cuestionamiento totales, creo que no hemos vivido procesos lineales. Avances sociales y políticos significativos coexisten con muchos factores de disgregación social, concentración de la riqueza y valores contrapuestos. Hay una pugna entre proyectos de sociedad que se traduce en muchos campos. En las políticas públicas, en la construcción de trama social, en los valores ideológicos y en la acción política se produce una gran lucha por la hegemonía. Muchas veces se ha perdido esa batalla. En la izquierda han faltado debates sobre los proyectos de sociedad futuros, incluido el socialismo y otras alternativas al capitalismo. El pragmatismo que vino de la mano de reducir la política a la gestión de gobierno le quitó importancia a ese plano ideológico y teórico de la contienda. Durante dos siglos, el socialismo estuvo en el centro de las grandes luchas de la humanidad. La conversión socialdemócrata en derecha y el derrumbe de los regímenes estalinistas fueron la apoteosis del capitalismo y su vertiente más extremista, el neoliberalismo. Sin embargo, las teorías eufóricas del libre mercado, las privatizaciones, las desregulaciones y la desprotección social no dieron los resultados prometidos, sino que, por el contrario, generaron deterioro social y un incremento brutal de las desigualdades. El imperialismo en sus nuevas formas trajo más guerras, destrucción, terrorismo, crisis migratorias y múltiples resistencias. Las alternativas de superación al capitalismo deben refundarse como proyecto ideológico. La herencia de los modelos del siglo XX pesa demasiado como para poder levantar las banderas socialistas sin saldar cuentas con el pasado y sus ideas erróneas. La subestimación del valor de las democracias, de las libertades públicas y los derechos humanos, como parte esencial del socialismo, supuso un grave daño a las luchas populares. Cuando predominaron, estas concepciones privaron a la izquierda de su esencia libertaria, contrapusieron justicia social y democratización. Hay que cuestionar también la concepción lineal y mecanicista de la historia según la cual el socialismo es el resultado inexorable del desarrollo de las fuerzas productivas que chocan con las relaciones de producción capitalistas. Esa idea del crecimiento económico lleva también a ignorar la problemática ambiental. Esta forma de analizar la sociedad reduce su diversidad y empobrece el análisis de clases al no integrar las múltiples fuerzas sociales que luchan en cada formación social. No se incluyen otras contradicciones que surgen de las relaciones de desigualdad y opresión, como las de género, raza o culturas impuestas por el poder dominante. Aún hoy hay quienes las rechazan o minimizan. La principal idea fuerza de una alternativa al capitalismo es, en mi opinión, la democratización radical de la sociedad y el Estado. Como señalan Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, se trata de redefinir el proyecto socialista en términos de una radicalización de la democracia como articulación de las luchas contra las diferentes formas de subordinación de clase, género, etnia y otras, incluidas las resistencias a la alteración de los equilibrios ecológicos. En un sentido similar, Erik Olin Wright habla de justicia social y justicia política, y propone un igualitarismo democrático que surge de la combinación de ambas. La democracia radical es un derecho propio, dice Wright, y también un valor instrumental para la justicia social. Una democracia participativa significa una forma de Estado y sociedad en la que la población tiene injerencia en las políticas públicas, en el plano local y nacional. No excluye los mecanismos representativos, pero crea mayores controles y vínculos con los representantes y un conjunto de prácticas directas de la población respecto de los temas colectivos. Lo local es un espacio para formas de participación y po- der popular donde lo comunitario y lo ciudadano convergen. El territorio opera como campo donde se vinculan las políticas con la comunidad. Con la idea de “utopías reales”, Wright toma ejemplos de instituciones que funcionan hoy con formas no capitalistas que van desde el Presupuesto Participativo a Wikipedia o la cooperativa Mondragón, y propone luchar por alternativas deseables, factibles, emancipatorias. No luchamos por un capitalismo regulado, sino por construir una sociedad diferente desde transformaciones estructurales de los principales campos de la vida social, fortaleciendo a sus actores. Esos cambios en la salud, la educación, la cultura, los medios de comunicación, la convivencia, los espacios públicos, las relaciones de género pasan por su mayor democratización como sistema, incluida la economía. La democratización radical hace a la concepción de una sociedad distinta y es una respuesta a los problemas de la población para ejercer sus derechos. ■ Pablo Anzalone 04 LUNES 15·AGO·2016 DÍNAMO Activos y autogestión en los gobiernos del Frente Amplio Para quienes valoran los cambios que se han producido durante los gobiernos del Frente Amplio (FA), pero creen que pudo haberse hecho más, surge hoy la siguiente pregunta: ¿qué puede esperarse de los años que le quedan al actual gobierno? ¿Qué expectativas podemos tener de que se implementen políticas que no se implementaron durante los años recientes de bonanza económica? Esta duda surge no solamente porque hay muchos menos recursos fiscales para aplicar políticas que requieren recursos, sino además porque los costos políticos de casi cualquier medida crecen en un contexto recesivo. Simplemente, el gobierno tiene menos espalda para implementar cambios, aun cuando estos no comprometan recursos públicos. Cuando digo que pudo haberse hecho más, me refiero a medidas de tipo redistributivo. Que no se malentienda. El gobierno implementó varias medidas que favorecieron una distribución más equitativa de los ingresos: la reforma tributaria, el Plan de Emergencia, las Asignaciones Familiares, el Plan de Equidad, la reforma de la salud y la reinstauración de los Consejos de Salarios. Incluso las medidas de ajuste que se están discutiendo actualmente, con sus propuestas de cambios en el Impuesto al Valor Agregado, el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas y el Impuesto a las Rentas de las Actividades Económicas, tendrían un efecto redistributivo positivo sobre los ingresos. Sin embargo, llama la atención lo poco que se avanzó en mejorar la distribución de los recursos con los que cuentan las personas para obtener ingresos. Lo que los economistas llaman, genéricamente, “activos”. Un activo sería cualquier cosa que posea una persona que pueda darle un uso productivo (directa o indirectamente) y así obtener un ingreso: el capital físico y la tierra, el capital financiero y, también, los conocimientos y las calificaciones. Las medidas de redistribución del ingreso, como las aplicadas por los gobiernos del FA, tienen efectos de una sola vez y son más fácilmente reversibles, mientras que una mejor redistribución de los activos tendría efectos dinámicos y más duraderos. Sin embargo, la propiedad de la tierra parece haberse concentrado, datos sobre la distribución del capital casi no hay y no ha habido grandes avances a la hora de mejorar los niveles educativos de los sectores de menores ingresos. Se implementaron algunas medidas para mejorar el acceso a la propiedad de la vivienda, pero estas, a pesar de haber dinamizado la industria de la construcción, no parecen haber mejorado el acceso de los sectores de la sociedad a los que tradicionalmente se les hacía imposible la adquisición de una vivienda. Con el apoyo de: Una de las pocas políticas que se aplicaron durante los gobiernos del FA (en particular durante el segundo) que tienen la potencialidad de mejorar la distribución de los activos fue la promoción de las empresas autogestionadas (EA). En este tipo de empresas, la propiedad del capital productivo está en manos de los trabajadores de las empresas. Esta es sólo una de las ventajas normativas de este tipo de organización. Entre otras características, en estas empresas los trabajadores pueden alcanzar una mayor autorrealización, tienen la capacidad de decidir sobre aspectos de su vida laboral que afectan su bienestar y además no son explotados. En el primer gobierno del FA no se aplicó ninguna política particularmente importante orientada hacia la promoción de las EA. La principal medida fue la creación de las cooperativas sociales en el marco del Plan de Emergencia. Sin embargo, esta disposición estaba encaminada a que las EA fueran un instrumento de una política social más que a la promoción de las EA en sí mismas. Siendo un gobierno de izquierda, uno debería suponer que esa falta de iniciativa no se debió a que no se visualizaran como positivas las ventajas recién mencionadas. Tal vez, podría existir entre algunos actores de gobierno cierto escepticismo sobre el desempeño económico de las EA en términos de eficiencia. Sin embargo, una impresión de este tipo se apoya más en prejuicios que en los datos disponibles. Si bien en la literatura económica han surgido varias hipótesis pesimistas sobre el desempeño de las EA, son pocas las que se vieron respaldadas por la evidencia empírica. Las cuatro hipótesis principales son que las EA toman decisiones ineficientes al elegir los niveles de empleo y salarios; que son menos productivas, debido a que los trabajadores tienden a holgazanear; que subinvierten y que la heterogenei- dad de sus miembros las lleva a tomar decisiones costosas e ineficientes. La primera hipótesis es contradicha por todos los estudios empíricos sobre el tema, incluidos los realizados para Uruguay.1 Respecto de la segunda, los trabajos empíricos realizados encuentran que las EA son tanto o más productivas que las empresas capitalistas (EC).2 Sobre la tercera, diferentes trabajos muestran que efectivamente la mayoría de las EA tienden a invertir menos que las EC. Sin embargo, tal como resulta ejemplificado por diversas experiencias de EA que operan en sectores de tecnología de punta,3 dicha tendencia no es inevitable y puede ser alterada con una adecuada estructura de incentivos. Respecto de la cuarta hipótesis, hay trabajos que muestran que las EA pueden tener dificultadas para retener a los trabajadores más calificados. De modo que hay elementos que muestran un panorama más positivo para las EA cuando se las compara con las EC, mientras que otros dan Redactor responsable: Lucas Silva / Edición y coordinación: Marcelo Pereira, Natalia Uval / Diseño y armado: Martín Tarallo / Ilustraciones: Ramiro Alonso / Corrección: Karina Puga / Textos: Pablo Anzalone, Gabriel Burdin, Andrés Dean, Gabriel Quirici, Aldo Marchesi, María Inés Moraes, Marcelo Pereira, Diego Piñeiro DÍNAMO uno más negativo. Aun así, el efecto combinado de todos ellos podría resumirse cuando se analiza la supervivencia comparada de estos dos tipos de empresas. En este caso, la evidencia muestra que las EA sobreviven tanto o más que las EC.4 En el segundo gobierno del FA se dio un impulso a la promoción de las EA. En el discurso, este impulso se justificaba por las virtudes mencionadas más arriba y por la búsqueda deliberada de formas de organización alternativas al capitalismo. En este marco es que se creó el Fondo para el Desarrollo (Fondes). Esta medida, que en su momento celebramos, no parece haber sido utilizada de la manera más adecuada si la idea era promover las EA. Viendo la forma en que se utilizó el Fondes, da la impresión de que dicho instrumento fue utilizado con el fin de resolver los problemas de empleo de corto plazo que se daban por el cierre de las EC, más que para promover las EA. La gran mayoría de las EA que contaron con financiamiento del Fondes fueron empresas recuperadas, varias de las cuales tenían serios problemas de viabilidad. Prestarles dinero a estas empresas resolvió un problema de empleo en lo inmediato, y se pateó la pelota para adelante un par de años. Pero a la larga, cuando las EA financiadas mostraron problemas de sostenibilidad, el propio Fondes terminó perdiendo legitimidad. Y en esa pérdida de legitimidad se apoyó una reforma al Fondes impulsada por el actual gobierno, que tuvo como resultado la reducción de los recursos disponibles para financiar las EA. Si la prioridad del Fondes hubiera sido promover las EA en sí mismas, se debería haber sido más exigente en el análisis de la viabilidad de los proyectos y haber seleccionado más EA no en ramas en las que las EC estaban cerrando, sino en los sectores que mostraran mayor dinamismo. Al día de hoy, el gobierno cuenta con dos instrumentos que pueden utilizarse en forma potente para promover las EA. El primero es la implementación del Sistema de Cuidados. Como ya fundamenté un una columna anterior en la diaria (http://ladiaria.com. uy/ULQ), esta es una excelente oportunidad para promover cooperativas de cuidados mixtas (de trabajadores y usuarios). El segundo es el Fondes reformado. Aun con recursos reducidos y ahora con destino a una población más amplia, sigue siendo un instrumento con una gran potencialidad. Sin embargo, para ello no sólo deberían cambiar los criterios de selección de proyectos. El Fondes también debería utilizarse para generar una estructura de incentivos a las EA que las ayudara a resolver algunos de los problemas específicos que enfrentan. ■ Andrés Dean 1. G. Burdín y A. Dean (2009), “New evidence on wages and employment in worker cooperatives compared with capitalist firms”, Journal of Comparative Economics, Elsevier, vol. 37 (4). 2. E. Fakhfakh et al (2012), “Productivity, Capital, and Labor in Labor-Managed and Conventional Firms: An Investigation on French Data”, ILR Review, Cornell University, ILR School, vol. 65 (4). 3. Ver los casos de Mondragón, la EA de automoción robótica Isthmus en Estados Unidos, etcétera. 4. G. Burdín (2014), “Are Worker-Managed Firms More Likely to Fail Than Conventional Enterprises? Evidence from Uruguay”, ILR Review, Cornell University, ILR School, vol. 67 (1). LUNES 15·AGO·2016 05 Socialdemocracia, pero de la buena Quizás el único experimento exitoso de redistribución de ingresos a gran escala compatible con el logro de altas tasas de crecimiento y elevado bienestar ha sido el ensayado por los partidos socialdemócratas en los países nórdicos (Dinamarca, Finlandia, Noruega y Suecia). Los logros obtenidos por este grupo de economías pequeñas y abiertas resultan intrigantes. La izquierda uruguaya le ha prestado poca atención a esta experiencia. Cierta izquierda de orientación socialista aún mira el experimento “reformista” con desconfianza o, incluso, con indiferencia. Tampoco los ahora frecuentes encuentros “socialdemócratas” han aportado mucha claridad. Muchas veces, la noción de socialdemocracia se confunde con ciertos lugares comunes propios del “centro” político, que ofrecen una caracterización que mutila convenientemente el modelo de sus piezas más interesantes. ¿Cuáles son, entonces, los rasgos centrales de la estrategia económica socialdemócrata? Muchos identifican el modelo nórdico por su potente sistema impositivo y su Estado de bienestar. Hay mucho de razón en esto. Cuando se compara la distribución de ingresos antes y después de impuestos y transferencias sociales, se observa que estos países están entre los que redistribuyen más intensamente. Los impuestos hacen una parte nada despreciable del trabajo. En 2012, la presión fiscal se ubicaba en un rango de entre 40% y 50%, cuando en Estados Unidos era de 24%. La tasa marginal máxima del impuesto a la renta personal rondaba entre 60% y 70% (40% en Estados Unidos).1 Dicho impuesto reduce la desigualdad (medida por medio del coeficiente de Gini) en diez puntos porcentuales (PP) en Dinamarca y Finlandia (seis PP en Estados Unidos). El joven impuesto a la renta uruguayo lo hace apenas en dos PP. Vistos en perspectiva histórica comparada, estos países parecen reposar en un equilibrio de altos impuestos y servicios públicos universales de alta calidad, fundamentales para transformar el crecimiento económico en bienestar. Los pegotines con leyendas como “Bajen el costo del Estado” son difíciles de encontrar en los autos nórdicos. Pero la película no termina aquí. Los impuestos y las transferencias públicos operan sobre una distribución de ingresos de mercado de por sí más igualitaria. Al menos dos políticas explican esto: por un lado, un sistema educativo con una oferta pública extendida y de elevada calidad en todos sus niveles; por otro, las instituciones que regulan el funcionamiento del mercado de trabajo. Estos países han logrado mantener elevadísimas tasas de sindicalización de la fuerza laboral y alta cobertura de la negociación salarial, aunque variando su grado de centralización. Menos conocidas son las particularidades que asumió la política salarial en estos países, principalmente en las décadas del 60 y 70. La denominada “política de negociación salarial solidaria”, fuertemente apoyada por los sindicatos nórdicos, se orientó a reducir los diferenciales salariales (entre empresas al interior de cada rama y entre ramas) para trabajadores con similares ocupaciones. La meta era que cualquier portero, por ejemplo, ganara lo mismo independientemente de la empresa y la industria donde trabajara. Era el principio de “igual tarea, igual remuneración”, pero aplicado a toda la economía. En la práctica, el esquema nórdico operó como un impuesto a las empresas menos productivas (que debían pagar salarios superiores a su nivel de productividad) y como subsidio a las más productivas. Lejos de convalidar la heterogeneidad productiva existente, la política salarial jugó en este caso un rol asimilable al de la política industrial y favoreció la destrucción creativa de empresas y actividades. En cuanto a las “víctimas” de la reestructuración, la lógica del modelo fue proteger (generosamente) al trabajador (mediante políticas activas de empleo y de seguro social), pero no a puestos de trabajo específicos en empresas moribundas. Justamente, la idea era que muriera quien tuviera que morir. Además de reducir la desigualdad, estos países crecieron sostenidamente sobre la base de actividades de mayor productividad. Un cambio estructural apuntalado por una política salarial poco convencional.2 A menudo se sugiere que el modelo nórdico tiene prerrequisitos económicos y culturales de los que otros países, sobre todo aquellos en desarrollo, carecen. En particular, se menciona la existencia de cierta prosperidad económica inicial y la homogeneidad de su población, que, entre otras cosas, habría facilitado los consensos necesarios para implementar políticas redistributivas y de seguro social. También se han indicado precondiciones de tipo cultural: sindicatos más propensos a cooperar que a la “lucha de clases”, fuertes preferencias redistributivas y otras virtudes cívicas supuestamente propias de la población nórdica. Sin este “material humano”, se señala, el modelo sería difícilmente replicable en otras partes. Pero, en realidad, muchas de estas cosas podrían ser resultado del propio modelo antes que precondiciones para implementarlo. Y hay bastante evidencia en esta dirección. Surge, entonces, la duda de qué fue primero, si el huevo o la gallina. Durante largo tiempo, el modelo nórdico generó desconfianza en la izquierda socialista. Para muchos, la redistribución de ingresos y poder que se puede obtener manteniendo intacta la estructura de propiedad capitalista es muy limitada. El problema es que hasta el momento no se conoce ningún mecanismo validado históricamente de socialización de la propiedad que sea económicamente viable, esto es, cuya implementación no reduzca el ingreso nacional de la economía ni su tasa de crecimiento. Conocida es la experiencia de los países que fueron socialistas cuyo resultado fue muy malo. Resta comprender si el fracaso obedeció a la socialización de la propiedad en sí o al mecanismo utilizado, estatismo y falta de mercados. Podrían existir formas viables de socialismo de mercado, pero que por ahora no han pasado de ser interesantes bosquejos teóricos. Los propios países nórdicos intentaron una vía gradual de redistribución de la propiedad, pero no prosperó, posiblemente por razones políticas antes que económicas. El llamado Plan Meidner, implementado en Suecia a comienzos de 1980, se financiaba con un impuesto adicional a la renta empresarial cuya recaudación se destinaba a “fondos laborales”, organizados regionalmente y controlados mayoritariamente por los sindicatos. Estos fondos eran invertidos en la compra de acciones de empresas en el mercado de capitales. El plan fue fuertemente resistido por el sector empresarial y no llegó a tener una incidencia económica importante. Es cierto que, pese a exhibir una distribución del ingreso relativamente igualitaria, la propiedad en los países nórdicos está fuertemente concentrada. Pero este dato merece ser mirado con más detalle. Ser propietario de un activo confiere tres tipos de derechos: el derecho a controlar el activo, el derecho a usufructuar los ingresos derivados de su explotación y el derecho a transferirlo. Los dos primeros están limitados en los países nórdicos. Primero, como ya se dijo, el sistema tributario “expropia” una parte de las rentas de capital para financiar bienes públicos. Segundo, la regulación laboral transfiere ciertos derechos de control desde los propietarios de las empresas a los trabajadores. Esto incluye la obligación de formar consejos de empresa y la posibilidad de incorporar representantes de los empleados en directorios. Pero hay otro aspecto al cual la crítica socialista de la vía socialdemócrata debería aggiornarse. Un mecanismo socialista de redistribución basado en alguna forma de propiedad pública (no necesariamente estatal), aun asumiendo que pudiera implementarse sin pérdidas de eficiencia económicas significativas, sólo operaría sobre 30% del ingreso nacional, que es la incidencia aproximada de los ingresos de capital en muchos países. Pero la mayor parte de la desigualdad total se explica por la desigualdad salarial, derivada de la heterogeneidad de empresas y trabajadores en términos de productividad y calificaciones, que se mantendría fundamentalmente inalterada. La política redistributiva específicamente socialista, la que socializa los ingresos de capital, podría tener efectos modestos, al menos en términos de reducción de la desigualdad de ingresos. Paradójicamente, sin recurrir a mecanismos socialdemócratas de redistribución, una economía socialista hipotética podría tener que convivir con mayores niveles de desigualdad en comparación con los que produce la variedad nórdica de capitalismo. Los socialistas no deberían ceder en su aspiración de maximizar la libertad real y las posibilidades de realización de que disponen todas las personas. Para ello, la defensa de cierta igualdad material sigue siendo indispensable y el epicentro de la lucha ideológica. Los valores no se transan ni se actualizan. En lo que sí hay que ser pragmático es en las fórmulas concretas de implementación. Estas varían en función de una realidad social que va cambiando y de las tortuosas lecciones que va dejando la historia. En este marco, la vía de la socialdemocracia nórdica (correctamente caracterizada) debería ser objeto de mucha más atención. ■ Gabriel Burdín 1. H. Kleven (2014), “How Can Scandinavians Tax So Much?”, JEP 28 (4), 77-98. 2. E. Barth y otros (2014), “The Scandinavian model-An interpretation”, JPubE, 117 (C), 60-72. 06 LUNES 15·AGO·2016 DÍNAMO Distribución de la tierra y el ingreso en Uruguay Cuando despuntaba el siglo XXI, el panorama del sector agropecuario era desalentador. Con un endeudamiento cercano al equivalente del producto bruto agropecuario de un año y precios en baja de los diversos productos, arreciaban los cierres de empresas. A ello se sumó la devaluación del real en Brasil en 1999 y la debacle económica de Argentina en 2001. Sin embargo, poco tiempo después comenzaron a percibirse signos de recuperación. Mejoras en los precios en los mercados internacionales de alimentos y fibras impulsados por el crecimiento de los países emergentes, como China y la India, la expansión de los biocombustibles, el avance de la forestación, entre otros factores, tonificaron los mercados agrícolas e indujeron una creciente demanda de tierras para compra o arrendamiento. La demanda provocó un alza espectacular en el precio de la tierra. Si entre 1970 y 2000 (años para los que hay registros fiables) la tierra en promedio se había transado a 500 dólares por hectárea, durante los diez años siguientes el precio promedio se multiplicó por siete, oscilando alrededor de los 3.500 dólares por hectárea. Aun a esos precios, las compraventas de tierra en los primeros 15 años del siglo han orillado los ocho millones de hectáreas, es decir la mitad de la superficie agropecuaria del país. Lógicamente, también subieron los precios de los arrendamientos y las superficies anualmente dadas en arriendo. En este proceso, sin duda hubo ganadores y perdedores. El gráfico siguiente lo muestra con claridad. (Va gráfico Evolución de cantidad de establecimientos según años) El gráfico muestra que la cantidad de explotaciones agropecuarias creció entre 1908 y 1961 para decrecer en los años siguientes. Pero también muestra cómo esta variación se debió casi exclusivamente a la disminución de las explotaciones con menos de 100 hectáreas. En 1961 se llegó al máximo histórico de 86.928 explotaciones, de las cuales 65.034 tenían menos de 100 hectáreas. En 2011 llegamos al mínimo histórico de 44.890 explotaciones, de las cuales 24.931 tenían menos de 100 hectáreas. Como también se desprende del gráfico, las explotaciones medianas que tenían entre 100 y 999 hectáreas oscilaron en torno a las 17.000 explotaciones a lo largo del siglo. Las grandes explotaciones de 1.000 y más hectáreas se mantuvieron bastante estables durante el siglo XX en el entorno de las 4.000 explotaciones, con un leve crecimiento en la primera década del XXI. Sin embargo, esta categoría controla 60% de las tierras del país. Paradójicamente, la estructura agraria de 2011 es similar a la de 1908. Pero, además de concentrarse, la propiedad de la tierra también se extranjerizó. Según el censo de 2000, 90% de la tierra era propiedad de uruguayos. Según el de 2011, estos sólo poseían 50% de la tierra. La tierra que vendieron los uruguayos la compraron principalmente sociedades anónimas en las que es más probable que operen capitales extranjeros. Nadie tiene dudas acerca de la importancia del sector agropecuario en la economía del país. En primer EVOLUCIÓN CANTIDAD ESTABLECIMIENTOS SEGÚN AÑOS. 100.000 90.000 80.000 70.000 60.000 50.000 40.000 30.000 20.000 10.000 0 1908 1913 1937 1000 y más lugar, produce los alimentos y las fibras necesarios para el consumo de su población. En segundo lugar, exporta. Según la Dirección de Estadísticas Agropecuarias y el Ministerio de Ganadería Agricultura y Pesca, en 2014 el total de las exportaciones del país sumaron 9.000 millones de dólares. De ellos, 76%, o sea, unos 7.000 millones de dólares, los exportó el sector agropecuario y agroindustrial. Los 1951 1961 100-999 1970 1980 0-99 1990 2000 2011 Total productos agrícolas (principalmente la soja, el trigo y el arroz) representaron 29% de las exportaciones; la carne bovina, 16% y los lácteos, 9%. Otros rubros con participaciones menores completan la oferta exportable. Los ingresos generados por las ventas en el mercado interno y las exportaciones son captados por todos aquellos que participan en las cadenas de valor agropecuarias y agroindustriales. Sin embargo, la propiedad de la tierra, un bien finito e irreproducible, genera la posibilidad de que su propietario capte una renta por el solo hecho de poseerla. Se ve claramente en el caso de quienes arriendan su tierra: sin hacer nada, sin trabajarla, tienen la posibilidad de captar un ingreso al arrendarla. Si además la trabajan, también captan la renta empresarial, que dependerá de su habilidad como empresarios. Sin duda, una empresa agropecuaria también distribuye parte de su ingreso en los salarios de sus trabajadores y en subcontrataciones a otras empresas, de servicios, de acopio, etcétera. Pero, además de los dos tipos de renta mencionados, en este caso la multiplicación por siete del precio de la tierra en una década ha dado la posibilidad de captar una renta extraordinaria, dada por la diferencia entre el precio de la tierra en el momento en que se compró y el precio en el momento en que se vendió (o se venderá). Quienes arriendan su tierra también captan una renta extraordinaria materializada en los valores multiplicados del precio del arrendamiento anual. En síntesis, la concentración de la tierra implica una concentración de los ingresos que su posesión genera. La pérdida de 21% de los productores (12.241 explotaciones) en la primera década de siglo y el crecimiento de las explotaciones más grandes nos permite sugerir que este ha sido el mayor retroceso desde que Uruguay tiene estadísticas que permiten medirlo (1908). ■ Diego E Piñeiro DÍNAMO LUNES 15·AGO·2016 07 Tierra y riqueza en la historia del agro uruguayo La tierra no siempre fue sinónimo de riqueza ni objeto de codicia en Uruguay. En la mitad del siglo XVIII podía considerarse un recurso superabundante en relación con el tamaño de aquellas comunidades humanas minúsculas que protagonizaron la colonización europea de estos territorios: en la jurisdicción del Montevideo colonial, cuya superficie era de aproximadamente un millón y medio de hectáreas, vivían, según las estimaciones más recientes, cerca de 20.000 personas en 1760 y cerca de 30.000 en 1810.1 Como en muchas otras partes de América, donde la relación entre humanos y recursos naturales era tan favorable, usar y habitar la tierra posiblemente fue un denominador común entre distintos grupos de recién llegados antes que un deseo reprimido. Como han dicho los historiadores argentinos al referirse a Buenos Aires en el período colonial, los territorios del Río de la Plata eran un “país de la abundancia”.2 Esta impresión parece confirmarse para el “lado uruguayo” del río, a partir de algunos estudios que analizan el nivel de vida y la desigualdad durante períodos de la historia que pueden llamarse “precapitalistas”. Una investigación reciente mostró, con ayuda de un censo de fortunas de 1751, que ese año la concentración de la riqueza de los montevideanos alcanzaba un coeficiente de Gini de 0,5, una cifra francamente inferior a la de Nueva Inglaterra (con un Gini de 0,80) en 1774 y a la del conjunto de las 13 colonias inglesas (con un Gini de 0,73) ese mismo año.3 Para entender el significado de esas cifras, es útil analizar qué había que tener para ser rico en aquella economía. Estudios sobre Montevideo y otros centros poblados del sur del Uruguay actual muestran que, entre la mitad del siglo XVIII y la mitad del XIX, los tres activos que daban forma a la riqueza de los habitantes de esas regiones eran el ganado, el suelo (urbano y rural) y los esclavos. Mientras que casi la totalidad de los hogares registrados en los padrones de población del período colonial contaban como propios aunque fuera algunos ganados y todos ellos accedían al suelo de una u otra forma, sólo una porción menor a un cuarto del total tenía esclavos. Los activos que verdaderamente jugaban un papel diferenciador en la distribución de la riqueza total eran el ganado y la tierra (urbana y rural), cuya tenencia estaba más concentrada que el conjunto de la riqueza: el Gini de la tenencia de bienes raíces era de 0,6 y el de los ganados, una cifra parecida.4 Aunque ha sido menos estudiado y no se conocen todavía números precisos, todo indica que el suelo urbano tenía niveles de concentración mucho más altos que la tierra de uso agrario, y que además era un diferenciador definitivo de los niveles de riqueza. Ciertamente, la tierra de uso agrario era un activo mucho menos valioso. Los estudios que analizaron la información patrimonial conservada en los procesos sucesorios de los montevideanos durante el período colonial mostraron que, en promedio, el valor de la tierra representaba menos de 25% del valor total de un establecimiento productivo rural, mientras que los ganados en los establecimientos de orientación ganadera (las estancias) llegaban a ser más de 70% del valor total.5 Si bien esta situación fue cambiando lentamente a medida que se iba ocupando el territorio y expandiendo la frontera agrícola, vale la pena señalar que el mercado de tierras de chacras y estancias montevideanas era exiguo todavía en la primera década del siglo XIX y que los precios que se pagaban por una hectárea eran ínfimos al lado de lo que se pagaba, por ejemplo, por un esclavo. A pesar de esto, ya a fines del período colonial habían empezado a expresarse claramente propuestas doctrinarias y políticas en favor de la propiedad individual de la tierra como institución que garantizaría el desarrollo económico y social del campo. El trasfondo de esas voces era la intensificación del comercio atlántico de cueros, que después de 1780 abrió nuevas oportunidades de hacer riquezas y disparó una voracidad también nueva por el control de los recursos, sobre todo en re- para castigar enemigos, premiar el esfuerzo bélico, asentar jefaturas militares y pagar deuda pública vieja, así como contraer nueva. Pero existe gran evidencia de que a fines del siglo XIX, ya con reglas del juego, mercados y agentes capitalistas en pleno desarrollo en el campo uruguayo, la tierra como activo cobró una nueva jerarquía económica y social. Estaba en estado avanzado el “alambramiento de los campos”, que venía a poner punto final al largo proceso de consolidación de los derechos individuales de propiedad sobre los recursos naturales, y, en consecuencia, se había formado un mercado de tierras completo, que ya no dejaba fuera más que las llamadas “sobras fiscales”. El precio y la renta de la tierra subieron de manera tendencial durante el último cuarto del siglo XIX y los primeros 15 años del XX, en consonancia con el auge de las commodities del país en los mercados mundiales. La tierra se había convertido en sinónimo de riqueza. SUPERFICIE POR ESTRATO DE TAMAÑO 70 64,2 60 56,5 55,5 58,4 55,8 56,6 50 43,3 40 35,7 34,7 36,4 34,0 30,8 30 20 9,5 9,2 8,8 10 7,6 5,0 7,0 0 1908 1913 Menores de 100 hás 1951 1956 De 100 a 999 hás 1970 1980 Más de 1000 hás Fuente: elaboración propia en base a Finch, H. (1980), Historia económica del Uruguay contemporáneo y censos agropecuarios de 1908, 1951, 1956, 1970 y 1980. lación con los ganados cimarrones que pastaban fuera de la jurisdicción de Montevideo. Fue en ese marco que se consumó, entre 1780 y 1810, el avance de agentes privados sobre los ganados y los pastos de las antiguas estancias comunales de los guaraníes misioneros al norte del Río Negro, el caso más notable (y silenciado) de apropiación de los recursos de un grupo indígena por parte de europeos y criollos que registra nuestra historia. Bienvenido, capitalismo agrario No es fácil saber con exactitud si el proceso de apropiación privada de la tierra que había empezado a fines del período colonial se interrumpió o se enlenteció durante la primera mitad del siglo XIX, un período caracterizado por las guerras, la reconfiguración completa de los mercados regionales y una sucesión de rupturas institucionales. Desde 1810 hasta por lo menos 1860, la tierra se usó ampliamente Latifundio, siglo XX y después Puede decirse que, en la historia agraria uruguaya, el siglo XX empezó en 1905 con la apertura del primer frigorífico y terminó al comenzar la década de 1990, con el derrumbe de las exportaciones laneras. Fue un “siglo XX corto” caracterizado por el predominio de la carne y la lana en la oferta exportable del país, el estancamiento tecnológico de la ganadería y la ocurrencia de episodios puntuales y problemáticos de desarrollo agrícola. Detrás, estuvo siempre la sombra del latifundio. Obsesión de intelectuales y políticos del siglo XX, la cuestión de la desigualdad en la tenencia de la tierra constituyó una persistencia por encima de todos los escenarios políticos de la centuria; una persistencia marcada tanto en los hechos como en los discursos sobre los hechos. Como muestra el gráfico en esta columna, las unidades productivas de menos de 100 hectáreas alcanzaban a tener 5% de la tierra de uso agro- pecuario en 1908 y 7% en 1980. Sin embargo, como puede leerse en el gráfico que acompaña la columna de Diego Piñeiro, en 1908 los predios de menos de 100 hectáreas eran cerca de 25.000, mientras que las explotaciones de más de 1.000 no llegaban a 4.000. Las proporciones no eran muy diferentes en 1980, a pesar del aumento en la cantidad de predios pequeños. En otras palabras, a lo largo del siglo XX una miríada de productores “chicos” no llegó a tener el 10% de la tierra, mientras que una cantidad mucho menor de productores de más de 1.000 hectáreas nunca tuvo menos de 55% de la superficie agropecuaria. La idea de una “reforma agraria” nació casi con el siglo XX: el batllismo del 900 sentó las bases de la desconfianza al ruralismo y, aunque no ganó la batalla fiscal contra los ganaderos en 1915, sí ganó la batalla ideológica contra el latifundio para el resto del siglo. Aun así, los proyectos y programas del siglo XX no revirtieron un proceso iniciado casi 100 años atrás. El siglo XXI se inició en el campo uruguayo, casi enseguida de la caída del Muro de Berlín, con una explosión de transformaciones tecnológicas y productivas que vinieron a fundar una especie de segundo capitalismo agrario. Es temprano para saber la forma que cobrará la cuestión agraria en este nuevo escenario histórico, pero el problema de la desigualdad en la tenencia de la tierra permanece, nuevamente, en los hechos y las palabras. ■ María Inés Moraes 1. Las cifras de población en: POLLERO, R. y SAGASETA, G., “Serie estimada de la población total para la jurisdicción de Montevideo entre 17601860”, en Proyecto de investigación: Desempeño económico, instituciones y equidad en el Río de la Plata, 1760-1860 (Montevideo: Informe No 1, 2015). 2. FRADKIN, R. y GARAVAGLIA, J. C., En busca de un tiempo perdido: la economía de Buenos Aires en el país de la abundancia, 1750-1865 (Buenos Aires: Prometeo, 2004). 3. Las cifras de Montevideo en: VICARIO, C., “The formation of human capital in pre-modern Latin America” (Eberhard Karls Universität Tübingen, 2015). Las cifras de América del Norte en COATSWORTH, J. H., “Inequality, institutions and economic growth in Latin America”, Journal of Latin American Studies 40, No 3 (2008). 4. VICARIO, C., obra citada. 5. Cifras en: MORAES, M. I., “Las economías agrarias del Litoral rioplatense en la segunda mitad del siglo XVIII: paisajes y desempeño” (Universidad Complutense de Madrid, 2011). Referencias COATSWORTH, John H. “Inequality, institutions and economic growth in Latin America”. Journal of Latin American Studies 40, No. 3 (2008): 545-569. FRADKIN, Raúl y GARAVAGLIA, Juan Carlos. En busca de un tiempo perdido: la economía de Buenos Aires en el país de la abundancia, 1750-1865. Buenos Aires: Prometeo, 2004. MORAES, María Inés. “Las economías agrarias del Litoral rioplatense en la segunda mitad del siglo XVIII: paisajes y desempeño”. Universidad Complutense de Madrid, 2011. POLLERO, R. y SAGASETA, Graciana. “Serie estimada de la población total para la jurisdicción de Montevideo entre 1760-1860”. En Proyecto de investigación: Desempeño económico, instituciones y equidad en el Río de la Plata, 1760-1860. Montevideo: Informe No 1, 2015. VICARIO, Carolina. “The formation of human capital in pre-modern Latin America”. Eberhard Karls Universität Tübingen, 2015. 08 LUNES 15·AGO·2016 DÍNAMO Movimientos sociales, socialismo y política Cuando terminé de leer la edición anterior de Dínamo, me quedé con la sensación de que le faltaba algo. No por las notas, que (al igual que las ilustraciones) plantean perspectivas interesantes y valiosas, sino quizá porque, en el conjunto, puede dejar una imagen algo angélica de los movimientos sociales uruguayos, contrapuesta en general con la de nuestros partidos de izquierda, en una representación que (exagero a propósito) ubica a los primeros como una fuente límpida de demandas positivas para el avance hacia un mundo mejor, y a los segundos, o por lo menos a la mayor parte del Frente Amplio, como un habitual freno de tales demandas. ¿Qué tiene que ver eso con la cuestión del socialismo, eje temático de esta edición? Mucho, sin duda. Porque el socialismo, en cualquiera de sus definiciones, es un proyecto que requiere acción específicamente política, colectiva y sostenida, a partir de una concepción integral de la sociedad y dirigida a transformarla de modo integral. Implica, por lo tanto, una teoría que identifique los procesos decisivos para que la sociedad exista en su configuración actual y proponga un camino para modificar profundamente dichos procesos o sustituirlos por otros. La pregunta, especialmente actual en estos tiempos de desencanto con el desempeño de muchas fuerzas políticas de izquierda, es en qué medida puede resultar viable dar impulso a esas tareas políticas desde los movimientos sociales. En una gran parte de los proyectos impulsados en nombre del socialismo, la referencia originaria para abordar esta cuestión fue ¿Qué hacer? (1902), de Lenin (¿me llevarán a la hoguera por mencionarlo?), donde se plantea, entre otras cosas, que las luchas sindicales no pueden conducir por sí solas a la revolución, y que la imprescindible politización de los trabajadores implica que estos conozcan y comprendan la totalidad de los procesos sociales, no sólo aquellos en los que están directamente involucrados. ¿Fue acertado aquel planteo y tiene vigencia hoy, en relación con cualquier movimiento social? El enfoque leninista no se agotaba, por supuesto, en las afirmaciones del párrafo anterior. Lo acompañaban otras premisas que, por su formulación original o por el modo en que fueron asumidas luego (no es ese el tema de esta nota), moldearon, a partir de la visión marxista de los conflictos de clase como antagonismo principal, una concepción del partido revolucionario como centro jerárquico de la sociedad, fundada en la tesis de que ese partido era el representante exclusivo de los intereses de los trabajadores -incluso con independencia de lo que los trabajadores opinaran al respecto- y, por ello, de todas las ideas correctas acerca del programa y la estrategia socialista, la gestión del Estado, la filosofía, el arte y cualquier otro asunto que el propio partido considerara necesario definir (exagero de nuevo, pero no demasiado). Tal concepción ha tenido consecuencias trágicas e inaceptables, y no hay que perder ni un minuto en reivin- dicarla. Pero sí parece necesario reconsiderar lo que Lenin sostenía acerca de los límites de la acción organizada en función de conflictos sociales y de la necesidad indispensable de una organización específicamente política para superar esos límites. Es cierto que, en la actualidad, algunos de los argumentos clásicos para fundamentar aquella concepción han perdido solidez. Por ejemplo, ya no parece tan claro que sólo un partido pueda cumplir la función de proveer información indispensable para la politización de los movimientos sociales: estos pueden hoy valerse bastante mejor por sí mismos, e incluso establecer redes de cooperación para que cada uno acceda a los datos de la realidad que los demás manejan y todos puedan coordinar sus acciones. Por otra parte, y dado que la crisis del llamado “socialismo real” se asoció en importante medida con la escasez de protagonismo social democrático, se ha desarrollado una saludable desconfianza hacia la idea, esquematizada hace un par de párrafos, del partido revolucionario como centro de mando: es claro que las viejas tesis sobre la función partidaria de “aportar visión política” a los movimientos sociales entrañan riesgos graves de reproducir esa pretensión jerárquica, y con ella las consabidas postergaciones de muy diversas demandas sociales, por considerarlas secundarias o destinadas a resolverse por añadidura cuando se supere el capitalismo (como si el socialismo fuera “el fin de la historia” y de todos los conflictos). Otra línea de cuestionamiento (y no pretendo agotarlas en esta breve revisión) se apoya en el rechazo conceptual de cualquier “gran relato” sobre la sociedad que postule la centralidad y el predominio de un determinado conflicto, y en la tesis de que existen, por el contrario, múltiples tensiones y dominaciones, cuya impugnación puede articularse de muy distintos modos, sin que corresponda ni sea conveniente jerarquizar por definición una de ellas. En ese marco, la centralidad del desempeño partidario también es rechazada, y los movimientos sociales son vistos como “actores políticos” -o, por lo menos, como instituyentes de identidades políticas- tan legítimos como cualquier otro. Sin embargo, hablar de socialismo implica la convicción de que no se trata sólo de corregir tales o cuales situaciones, para revertir los perjuicios que sufren tales o cuales partes de la sociedad, sino que además es preciso cambiar aspectos profundos del conjunto de las relaciones sociales, para lograr una vida mejor de todos los seres humanos. Y si bien parece indispensable, después de muchos fracasos, que nuestro pensamiento político tenga su punto de partida en la diversidad social y se mantenga fuertemente arraigado en ella, parece evidente que no podremos avanzar hacia el socialismo, y que ni siquiera podremos comprender de qué se trata, si no vemos la necesidad de que las organizaciones partidarias hagan algo más que atender, desde los poderes Ejecutivo y Legislativo, las demandas y el lobby de los movimientos sociales, como si estos les dieran una lista de compras para el supermercado (confiando en que van a traer todo sin quedarse con el vuelto). A los partidos les toca articular el sentido político de las luchas emancipatorias, organizar el análisis político de la experiencia social y proponer su proyección más allá de lo particular. Tienen funciones propias e insustituibles: que no las estén cumpliendo, o que las estén cumpliendo de una manera que desagrada y desencanta a muchos, es otro problema, que no pueden resolver por sí solos los movimientos sociales. El asunto tiene particular relevancia porque, en el Uruguay de hoy y en el marco de las luchas por la llamada “nueva agenda de derechos”, se ha fortalecido mucho una concepción particularista y “esencialista” de los sujetos sociales, que le suele dar más importancia a la diversidad de las personas que a las características comunes de la humanidad. La lucha contra muchos estereotipos de lo “normal” implica el riesgo de que consideremos más importante multiplicar el reconocimiento de lo que “son” muy distintos subgrupos humanos, y del modo particular en que debe regularse su relación con los demás, que ampliar los derechos de cualquier ser humano, incluyendo el derecho a fortalecer lo que tiene en común con el resto y a desarrollar su potencial más allá de lo que se considera que “es”. En la perspectiva de un proyecto emancipador, la identidad humana deseable no es una relación de pertenencia, como la que indica la arroba en una dirección de correo electrónico (tal o cual persona en tal o cual lugar), sino una intersección compleja de pertenencias, con posibilidades múltiples, para todas las personas. En la escala de los movimientos sociales, esa es la diferencia cualitativa entre el corporativismo y la visión política integral. Decía Publio Terencio Africano: “Hombre soy, nada de lo humano me es ajeno”. Hoy podríamos objetarle que usara la palabra “hombre”, pero lo grave sería que perdiéramos de vista qué quería decir. ■ Marcelo Pereira
© Copyright 2024