La carta robada

Lunes 15 de agosto de 2016 · Nº 4
DÍNAMO
Ilustración: Ramiro Alonso
Repensando el socialismo
La carta robada
02
LUNES 15·AGO·2016
DÍNAMO
Socialismo: pasado y futuro de una palabra
En el primer número de Dínamo, el
pensador Boaventura de Sousa Santos
decía en una entrevista, refiriéndose al
futuro de los movimientos sociales y
de la izquierda latinoamericana: “Hay
otras formas de transformación social
que quizá no se van a llamar socialismo ni comunismo: se van a llamar
respeto, dignidad, protección de los
territorios, derechos del cuerpo de las
mujeres”. La afirmación me quedó resonando. La abdicación propuesta no
resultaba extraña. Varias organizaciones políticas de izquierda de América
del Sur mantienen en su nombre o en
sus documentos fundacionales el término “socialismo”, pero no hacen un
mayor esfuerzo por explicar los caminos por los que se llegará a algún tipo
de socialismo. De hecho, gran parte de
la izquierda latinoamericana parece
haber dejado de usar el término. En sus
diversas vertientes, desde las más moderadas hasta las más radicales, desde
los llamados “progresismos” hasta las
versiones autonomistas o ambientalistas, ha quitado de su horizonte político dicha palabra. Con la excepción
del desalentador ejemplo venezolano
del socialismo del siglo XXI, el término
parece un resabio del pasado.
La tradición socialista en América
Latina fue rica y extremadamente plural. Por un lado están las tradiciones
reformistas dentro del socialismo, y
en menor medida las del comunismo,
que participaron en frentes políticos
que llegaron al gobierno en algunos
países a mediados del siglo XX. También existieron experiencias insurreccionales vinculadas al trotskismo y al
comunismo. Algunos nacionalistas
económicos devenidos en dependentistas durante la década del 60
culminaron concluyendo que el único camino de la liberación nacional
era el socialismo. En este sentido, el
socialismo en América Latina admitió
diferentes compañías durante el siglo:
“reformismo socialista”, “socialismo
democrático”, “socialismo nacional”,
“socialismo indígena”, “socialismo
autogestionario”, “democracia radical
socialista” y “socialismo cristiano” son
algunos de los conceptos que incluyeron dicha palabra. Dos emblemáticas
figuras de la segunda mitad del siglo
XX expresan el abanico de posibilidades del socialismo latinoamericano.
De un lado tenemos a Fidel Castro,
con su socialismo de partido único,
y del otro, a Salvador Allende, con su
tránsito democrático al socialismo.
Hasta los 80, el socialismo fue un
tema de las agendas políticas de las
izquierdas. Incluso en un contexto de
renacimiento de la democracia liberal, intelectuales como Juan Carlos
Portantiero y Ernesto Laclau buscaban conciliar, al menos teóricamente,
democracia y socialismo.
Aunque en el Uruguay del presente la palabra “socialismo” se asocia a una suerte de régimen estatista
estigmatizado, como le ocurre a “sesentista”, lo cierto es que existieron
pensadores de izquierda, como Carlos
Quijano, cuyo pensamiento tuvo repercusión continental y que reivindicaron la conciliación entre socialismo
y democracia. Incluso en sus vertientes más radicales, figuras como la de
Raúl Sendic, influenciado por la obra
de Rosa Luxemburgo, tomaron distancia de la deriva estatista cubana.
En síntesis, en América Latina
y Uruguay la palabra tuvo múltiples
significados asociados a una vaga
aspiración de igualdad económica y
social e implicó diversas formas de relacionamiento con el régimen democrático liberal, así como con el Estado
y el mercado. Sin embargo, toda esa
diversidad se perdió en los 90.
Aunque hoy está naturalizado, el
abandono de la palabra “socialismo” es
muy reciente en la historia de la izquierda latinoamericana. No tiene más de 25
años. Data de los 90, cuando tuvo muy
mala prensa. Las razones son más que
conocidas y remiten a un giro de época,
sobre el cual se está escribiendo y se
escribirá mucho más. La caída del socialismo real y su contracara, la victoria
de la hegemonía liberal estadounidense, tendió a cancelar la posibilidad de
pensar futuros de izquierda y la palabra
vinculada al futuro era “socialismo”. La
constatación de que varias experiencias
que se pretendían emancipadoras de la
humanidad devinieron en regímenes
autoritarios o totalitarios y terminaron
siendo resistidos por las grandes mayorías de los países que las vivían fue
un duro golpe para sectores muy importantes de la izquierda, incluso para
aquellos que no se identificaban y marcaban distancia con el socialismo real.
Aquellos debates no admitieron
mayores matices y llevaron a asociar
las tradiciones socialistas como el
marxismo con una lógica criminal.
Varias ideas vinculadas al marxismo
fueron asociadas y reducidas al problema del autoritarismo que había en
Karl Marx, y desde allí se desplegaron
a todas sus vertientes de seguidores.
Otros intentaron mostrar cómo el
marxismo también tuvo un papel
central en moderar y contener los
impulsos más salvajes del capitalismo occidental, cómo la propia idea
de democracia liberal estaba muy vinculada a la lucha de los trabajadores
influenciados por ideas socialistas
(quienes en la segunda mitad del siglo XIX reclamaban su derecho a ser
ciudadanos mientras el liberalismo lo
negaba), o cómo diferentes variables
del Estado de bienestar fueron fuertemente influenciadas por movimientos
de inspiración marxista. Sin embargo,
estos pensadores quedaron al margen
de las corrientes principales.
En América Latina, algunos intentaron replicar ese tipo de argumentos
acerca de la dimensión criminal del
socialismo, pero la evidencia histórica de que lo sufrido por las víctimas
de las prácticas autoritarias desarrolladas por la revolución cubana y
algunos movimientos guerrilleros no
tenía punto de comparación con las
masacres impulsadas por gobiernos
civiles o militares en alianza con Estados Unidos mostró que, en nuestro
continente, los asuntos vinculados a
la violencia política criminal tenían
muy poco que ver con el socialismo.
De todos modos, la creciente preocupación por los derechos humanos
a partir de los 80, alentada en algunos
países por militantes de izquierda, llevó a que varios comenzaran a tomar
distancia de los proyectos políticos de
izquierda que asociaban el socialismo
con formas políticas autoritarias. Asimismo, nuevos movimientos sociales
amparados en nuevas visiones, según
las cuales la idea de emancipación se
fragmentaba en diferentes sujetos,
como las mujeres, los homosexuales,
los indígenas y los afros, denunciaron
otros elementos autoritarios de diversas experiencias de izquierda del siglo
XX que, más allá de gradualismo o el
radicalismo, habían compartido una
visión masculina, elitista y eurocéntrica en la manera de relacionarse con los
sujetos populares latinoamericanos.
En conjunto con los debates sobre el autoritarismo, la experiencia
del socialismo real también mostró
su incapacidad de desarrollar una
organización económica alternativa
a la del capitalismo. Como consecuencia, la crisis del socialismo real trajo
aparejado un nuevo mundo unipolar,
que no ofrecía muchas alternativas al
pensamiento económico neoliberal
del clima globalizador.
En muchos sentidos, se puede
decir que la izquierda latinoamericana salió renovada de este embate.
Incorporó una reflexión sobre ciertos
derechos humanos asociados a los valores del liberalismo democrático que
algunos sectores de izquierda habían
banalizado décadas anteriores. Asimismo, amplió las nociones de derechos sobre otros actores sociales. Una
izquierda mucho menos autoritaria y
con un nuevo lenguaje para hablar de
diversos derechos marcó el momento
del giro a la izquierda de esta última
década. Pero, a la hora de pensar la
organización material de la sociedad,
estos gobiernos no pudieron escapar
de una crítica vaga al neoliberalismo
y en varios casos explicitaron honestamente que su horizonte no trascendía
el capitalismo. Fue así que el intelectual y vicepresidente de Bolivia, Álvaro
García Linera planteó la aspiración de
un “capitalismo andino y amazónico”
y José Mujica reclamó un “capitalismo
en serio”. Llamativamente, los críticos
por izquierda planteaban la idea del
“buen vivir” o denunciaban el “extractivismo”, pero la pregunta sobre cómo
construir una sociedad más igualitaria en el orden económico y social
parecía suspendida.
Tal vez, la principal victoria de los
defensores de la hegemonía neoliberal que se construyó desde los 90 fue
la inevitable asociación de la idea socialista a la experiencia del socialismo
real y el haber cancelado el carácter
plural de una idea que inspiró muchas
experiencias políticas del siglo XX.
¿Por qué la palabra “socialismo” no
puede volver a ser parte del lenguaje
de la izquierda contemporánea como
una idea fuerza, tan abstracta como
las palabras “respeto”, “dignidad” y
“derechos humanos”? Ser capaces de
desanudar esa asociación es central
para volver a construir proyectos de
futuros posibles que interpelen la
desigualdad creciente del capitalismo
contemporáneo. ■
Aldo Marchesi
DÍNAMO
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03
No es “lo que hay, valor”:
pensar el socialismo desde la historia
El siglo XX registra diferentes ensayos de socialismo. Es probable
que sus fracasos o mutaciones
no siempre generen la necesaria identificación afectiva como
para citarlos en pos de “invitar” al
socialismo. Pero desde una perspectiva histórica resulta al menos
necesario tener en cuenta qué
pasó (y qué pasa) con esos socialismos, para aprender, no repetir,
ser creativos y también humildes
a la hora de proponerse pensar el
socialismo de cara al futuro.
Comparto a continuación seis
temas centrales para hacer dialogar el socialismo y su historia con
el objetivo de dinamizar y calibrar
las visiones socialistas en colectivo hacia el futuro.
1. Un punto inicial: las proyecciones del marxismo-leninismo
(con excepción, quizá, de la Nueva Política Económica soviética
-de corta duración-) estuvieron
lejos de cumplirse. Esto no invalida el aporte teórico y analítico
del marxismo. Ni supone adoptar
una posición de juez que califica lo bueno o lo deseable de las
prácticas de sus seguidores. Sí
asumir, con evidencia histórica
a la vista, que las revoluciones
proletarias no ocurrieron y que
el capitalismo mundial no se derrumbó. Pero proyección errada
no supone intención descartable.
Exige revisar práctica y teoría para
revalorizar las dificultades que rusos, chinos y cubanos enfrentaron
para formar regímenes socialistas
incompletos o frustrados. Cuántas
veces una discusión se ha intentado cerrar diciendo “Marx no previó eso”, como si fuera el oráculo
de Delfos.
2. Cuando las hubo, las revoluciones sucedieron en países con un
capitalismo apenas desarrollado o
muy poco maduro para ser caracterizado como tal. Su deriva implicó un sesgo complejo para la práctica de la política de las izquierdas
a nivel mundial: los bolcheviques
y Lenin, los chinos y Mao Zedong,
los cubanos y Fidel Castro, los vietnamitas y Ho Chi Minh triunfaron
sobre estructuras de dominación
y construcciones institucionales
“premodernas”, de tipo aristocrático o colonial decimonónico.
3. Aquellas experiencias no arrojaron luz como para imaginar o
emular organizaciones, estrategias ni relatos propicios para
ser aplicados en contextos de
sociedades capitalistas desarrolladas con Estados, empresas y
burguesías modernas y poderosas. Tanto Perry Anderson como
Edward Carr señalaron hace
tiempo cómo el leninismo fue un
valioso ejemplo eficiente para formar un partido capaz de sustituir
el poder nobiliario y semifeudal
en decadencia que representaba
el zarismo y que constituyó un
modelo de “modernización por
la vía socialista” para los pueblos
de oriente y en situación colonial.
Pero poco pudo aportar para resolver creativamente la complejidad del accionar político en sociedades desarrolladas a partir de
la segunda industrialización, del
fordismo, de la democracia y del
capitalismo de masas.
4. Las sociedades y las economías en las que se implementó
el socialismo han mostrado una
tendencia a consolidar un aparato político autoritario y rígido,
con poca capacidad de incluir la
diversidad político-cultural y la
innovación técnica, en la medida
en que debieron afrontar la enorme tarea de modificar estructuras
económicas que lejos estaban de
ofrecer la abundancia necesaria
para desplegar el ideal socialista. La cuestión de China debería
seguir siendo materia de estudio
para el caso del desarrollo económico, más allá de que continúa la
senda rígida desde lo político.
5. Todo ensayo de caminar hacia
el socialismo debería tomar nota
de las viejas polémicas entre bolcheviques y mencheviques, de
las discusiones chinas entre Mao
y Deng Xiaoping y de los problemas actuales que se enuncian en
Cuba respecto de los “problemas
del igualitarismo” en economías
aún subdesarrolladas: el reparto
en sociedades cuya producción
resulta insuficiente conduce al
voluntarismo, el burocratismo y
la negligencia. El socialismo en
la pobreza podrá ser moralmente
más justo (lo que no deja de ser polémico), pero históricamente no
demuestra ser una senda para el
desarrollo pleno del ideal inicial.
6. Los intentos por caminar democráticamente hacia el socialismo
han chocado contra la oposición
de sectores dominantes a nivel
global y local (Chile, Venezuela)
y con problemas de construcción
cultural de una nueva hegemonía
que permita superar los pilares
del afán de lucro y la propiedad
privada (la socialdemocracia en
toda su extensión), con innovaciones creativas y duraderas que
den cuenta de un sistema nuevo
y superador del capitalismo. De
forma que el análisis de las condiciones económicas de partida
en relación con los procesos de
construcción de hegemonía contracultural alternativos debe estar
presente a la par de los deseos y
los ideales.
¡Valor!
Así como “el fin de la historia” se
terminó solo, hay que retomar el
valor de discutir en pos del renacer de ideologías positivas (pero
no absolutas, ¡por favor!) con su
hermosa invitación a una vida
mejor entre todos (si no, ¿para qué
escribir, militar, debatir?). Salvo
algún caso raro, nadie piensa en
el socialismo por resentimiento y
revancha, sino porque es un desafío hermoso y superador, que
incluye a todos en la búsqueda de
más libertad y solidaridad. Esta
postura debe acompañarse con
un mínimo de criticidad respecto
de lo que pasó con los socialismos,
para evitar la protesta idealista alejada de la realidad. Y con especial
énfasis en atender la cuestión del
“valor”, de la generación de riqueza
y de los estímulos creativos para
la productividad.
Es importante para esto reposicionar el marxismo en su dimensión imperfecta, propositiva
y crítica, sin elevarlo a la categoría
de método único o de propuesta
definitiva. Las corrientes marxistas
en diálogo con el humanismo y los
enfoques poscoloniales permiten
evitar la centralidad de la lucha de
clases como motor (único) de la
historia y de la práctica política.
Sin negar la existencia del conflicto, pero conscientes de que la
historia demuestra que no todo ni
siempre es por la lucha de clases
(Sudáfrica y el fin del apartheid,
por ejemplo). Así se podrán incorporar diversas cuestiones étnicas,
de género, ecológicas, tecnológicas
y generacionales que, cuando los
colectivos sociales (y no camarillas
iluminadas) pongan en juego creativamente, darán lugar a experiencias cercanas a formas más lindas,
solidarias y libres de pasar por esta
tierra… que es la idea, ¿no? ■
Gabriel Quirici
Vigencia del debate sobre socialismo
Los avances, las contradicciones y
los retrocesos de los progresismos
en América Latina y las recientes
derrotas en Argentina, Brasil y Venezuela abren debates de fondo
sobre proyectos societarios, que
incluyen también la situación del
capitalismo central y de los países que siguieron bajo gobiernos
de derecha.
Al contrario de las opiniones
críticas o conformistas que generalizan la defensa o el cuestionamiento totales, creo que no hemos
vivido procesos lineales. Avances
sociales y políticos significativos
coexisten con muchos factores
de disgregación social, concentración de la riqueza y valores
contrapuestos. Hay una pugna
entre proyectos de sociedad que
se traduce en muchos campos. En
las políticas públicas, en la construcción de trama social, en los
valores ideológicos y en la acción
política se produce una gran lucha
por la hegemonía. Muchas veces
se ha perdido esa batalla. En la izquierda han faltado debates sobre
los proyectos de sociedad futuros,
incluido el socialismo y otras alternativas al capitalismo. El pragmatismo que vino de la mano de
reducir la política a la gestión de
gobierno le quitó importancia a
ese plano ideológico y teórico de
la contienda.
Durante dos siglos, el socialismo estuvo en el centro de las
grandes luchas de la humanidad.
La conversión socialdemócrata
en derecha y el derrumbe de los
regímenes estalinistas fueron la
apoteosis del capitalismo y su vertiente más extremista, el neoliberalismo. Sin embargo, las teorías
eufóricas del libre mercado, las
privatizaciones, las desregulaciones y la desprotección social
no dieron los resultados prometidos, sino que, por el contrario,
generaron deterioro social y un
incremento brutal de las desigualdades. El imperialismo en sus
nuevas formas trajo más guerras,
destrucción, terrorismo, crisis migratorias y múltiples resistencias.
Las alternativas de superación al capitalismo deben refundarse como proyecto ideológico.
La herencia de los modelos del
siglo XX pesa demasiado como
para poder levantar las banderas
socialistas sin saldar cuentas con
el pasado y sus ideas erróneas.
La subestimación del valor de las
democracias, de las libertades
públicas y los derechos humanos,
como parte esencial del socialismo, supuso un grave daño a las
luchas populares. Cuando predominaron, estas concepciones privaron a la izquierda de su esencia
libertaria, contrapusieron justicia
social y democratización.
Hay que cuestionar también
la concepción lineal y mecanicista de la historia según la cual el
socialismo es el resultado inexorable del desarrollo de las fuerzas
productivas que chocan con las
relaciones de producción capitalistas. Esa idea del crecimiento
económico lleva también a ignorar la problemática ambiental.
Esta forma de analizar la sociedad
reduce su diversidad y empobrece
el análisis de clases al no integrar
las múltiples fuerzas sociales que
luchan en cada formación social.
No se incluyen otras contradicciones que surgen de las relaciones
de desigualdad y opresión, como
las de género, raza o culturas impuestas por el poder dominante.
Aún hoy hay quienes las rechazan
o minimizan.
La principal idea fuerza de
una alternativa al capitalismo es,
en mi opinión, la democratización
radical de la sociedad y el Estado.
Como señalan Ernesto Laclau y
Chantal Mouffe, se trata de redefinir el proyecto socialista en términos de una radicalización de
la democracia como articulación
de las luchas contra las diferentes
formas de subordinación de clase,
género, etnia y otras, incluidas las
resistencias a la alteración de los
equilibrios ecológicos.
En un sentido similar, Erik
Olin Wright habla de justicia social y justicia política, y propone
un igualitarismo democrático
que surge de la combinación de
ambas. La democracia radical es
un derecho propio, dice Wright,
y también un valor instrumental
para la justicia social. Una democracia participativa significa una
forma de Estado y sociedad en la
que la población tiene injerencia
en las políticas públicas, en el plano local y nacional. No excluye
los mecanismos representativos,
pero crea mayores controles y vínculos con los representantes y un
conjunto de prácticas directas de
la población respecto de los temas
colectivos. Lo local es un espacio
para formas de participación y po-
der popular donde lo comunitario
y lo ciudadano convergen. El territorio opera como campo donde
se vinculan las políticas con la comunidad. Con la idea de “utopías
reales”, Wright toma ejemplos de
instituciones que funcionan hoy
con formas no capitalistas que
van desde el Presupuesto Participativo a Wikipedia o la cooperativa Mondragón, y propone
luchar por alternativas deseables,
factibles, emancipatorias.
No luchamos por un capitalismo regulado, sino por construir
una sociedad diferente desde
transformaciones estructurales
de los principales campos de la
vida social, fortaleciendo a sus actores. Esos cambios en la salud, la
educación, la cultura, los medios
de comunicación, la convivencia,
los espacios públicos, las relaciones de género pasan por su mayor
democratización como sistema,
incluida la economía. La democratización radical hace a la concepción de una sociedad distinta
y es una respuesta a los problemas de la población para ejercer
sus derechos. ■
Pablo Anzalone
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DÍNAMO
Activos y autogestión
en los gobiernos del Frente Amplio
Para quienes valoran los cambios
que se han producido durante los
gobiernos del Frente Amplio (FA),
pero creen que pudo haberse hecho
más, surge hoy la siguiente pregunta:
¿qué puede esperarse de los años que
le quedan al actual gobierno? ¿Qué
expectativas podemos tener de que
se implementen políticas que no se
implementaron durante los años recientes de bonanza económica? Esta
duda surge no solamente porque hay
muchos menos recursos fiscales para
aplicar políticas que requieren recursos, sino además porque los costos
políticos de casi cualquier medida
crecen en un contexto recesivo. Simplemente, el gobierno tiene menos
espalda para implementar cambios,
aun cuando estos no comprometan
recursos públicos.
Cuando digo que pudo haberse
hecho más, me refiero a medidas de
tipo redistributivo. Que no se malentienda. El gobierno implementó
varias medidas que favorecieron
una distribución más equitativa de
los ingresos: la reforma tributaria, el
Plan de Emergencia, las Asignaciones Familiares, el Plan de Equidad,
la reforma de la salud y la reinstauración de los Consejos de Salarios.
Incluso las medidas de ajuste que se
están discutiendo actualmente, con
sus propuestas de cambios en el Impuesto al Valor Agregado, el Impuesto
sobre la Renta de las Personas Físicas
y el Impuesto a las Rentas de las Actividades Económicas, tendrían un
efecto redistributivo positivo sobre
los ingresos.
Sin embargo, llama la atención
lo poco que se avanzó en mejorar la
distribución de los recursos con los
que cuentan las personas para obtener ingresos. Lo que los economistas
llaman, genéricamente, “activos”. Un
activo sería cualquier cosa que posea
una persona que pueda darle un uso
productivo (directa o indirectamente) y así obtener un ingreso: el capital
físico y la tierra, el capital financiero
y, también, los conocimientos y las
calificaciones.
Las medidas de redistribución
del ingreso, como las aplicadas por
los gobiernos del FA, tienen efectos
de una sola vez y son más fácilmente
reversibles, mientras que una mejor
redistribución de los activos tendría
efectos dinámicos y más duraderos.
Sin embargo, la propiedad de la tierra
parece haberse concentrado, datos
sobre la distribución del capital casi
no hay y no ha habido grandes avances a la hora de mejorar los niveles
educativos de los sectores de menores
ingresos. Se implementaron algunas
medidas para mejorar el acceso a la
propiedad de la vivienda, pero estas,
a pesar de haber dinamizado la industria de la construcción, no parecen
haber mejorado el acceso de los sectores de la sociedad a los que tradicionalmente se les hacía imposible la
adquisición de una vivienda.
Con el apoyo de:
Una de las pocas políticas que se
aplicaron durante los gobiernos del
FA (en particular durante el segundo) que tienen la potencialidad de
mejorar la distribución de los activos fue la promoción de las empresas
autogestionadas (EA). En este tipo
de empresas, la propiedad del capital productivo está en manos de los
trabajadores de las empresas. Esta es
sólo una de las ventajas normativas de
este tipo de organización. Entre otras
características, en estas empresas los
trabajadores pueden alcanzar una
mayor autorrealización, tienen la capacidad de decidir sobre aspectos de
su vida laboral que afectan su bienestar y además no son explotados.
En el primer gobierno del FA no
se aplicó ninguna política particularmente importante orientada hacia
la promoción de las EA. La principal
medida fue la creación de las cooperativas sociales en el marco del Plan
de Emergencia. Sin embargo, esta disposición estaba encaminada a que las
EA fueran un instrumento de una política social más que a la promoción
de las EA en sí mismas.
Siendo un gobierno de izquierda, uno debería suponer que esa
falta de iniciativa no se debió a que
no se visualizaran como positivas
las ventajas recién mencionadas. Tal
vez, podría existir entre algunos actores de gobierno cierto escepticismo sobre el desempeño económico
de las EA en términos de eficiencia.
Sin embargo, una impresión de este
tipo se apoya más en prejuicios que
en los datos disponibles. Si bien en
la literatura económica han surgido
varias hipótesis pesimistas sobre el
desempeño de las EA, son pocas las
que se vieron respaldadas por la evidencia empírica. Las cuatro hipótesis principales son que las EA toman
decisiones ineficientes al elegir los
niveles de empleo y salarios; que son
menos productivas, debido a que los
trabajadores tienden a holgazanear;
que subinvierten y que la heterogenei-
dad de sus miembros las lleva a tomar
decisiones costosas e ineficientes.
La primera hipótesis es contradicha por todos los estudios empíricos
sobre el tema, incluidos los realizados
para Uruguay.1 Respecto de la segunda, los trabajos empíricos realizados
encuentran que las EA son tanto o más
productivas que las empresas capitalistas (EC).2 Sobre la tercera, diferentes
trabajos muestran que efectivamente
la mayoría de las EA tienden a invertir menos que las EC. Sin embargo, tal
como resulta ejemplificado por diversas experiencias de EA que operan en
sectores de tecnología de punta,3 dicha
tendencia no es inevitable y puede ser
alterada con una adecuada estructura
de incentivos. Respecto de la cuarta
hipótesis, hay trabajos que muestran
que las EA pueden tener dificultadas
para retener a los trabajadores más calificados. De modo que hay elementos
que muestran un panorama más positivo para las EA cuando se las compara con las EC, mientras que otros dan
Redactor responsable: Lucas Silva / Edición y coordinación: Marcelo Pereira, Natalia Uval / Diseño y armado: Martín Tarallo /
Ilustraciones: Ramiro Alonso / Corrección: Karina Puga / Textos: Pablo Anzalone, Gabriel Burdin, Andrés Dean, Gabriel Quirici,
Aldo Marchesi, María Inés Moraes, Marcelo Pereira, Diego Piñeiro
DÍNAMO
uno más negativo. Aun así, el efecto
combinado de todos ellos podría resumirse cuando se analiza la supervivencia comparada de estos dos tipos
de empresas. En este caso, la evidencia
muestra que las EA sobreviven tanto o
más que las EC.4
En el segundo gobierno del FA se
dio un impulso a la promoción de las
EA. En el discurso, este impulso se justificaba por las virtudes mencionadas
más arriba y por la búsqueda deliberada
de formas de organización alternativas
al capitalismo. En este marco es que se
creó el Fondo para el Desarrollo (Fondes). Esta medida, que en su momento
celebramos, no parece haber sido utilizada de la manera más adecuada si
la idea era promover las EA. Viendo la
forma en que se utilizó el Fondes, da la
impresión de que dicho instrumento
fue utilizado con el fin de resolver los
problemas de empleo de corto plazo
que se daban por el cierre de las EC,
más que para promover las EA.
La gran mayoría de las EA que
contaron con financiamiento del
Fondes fueron empresas recuperadas, varias de las cuales tenían serios
problemas de viabilidad. Prestarles
dinero a estas empresas resolvió un
problema de empleo en lo inmediato,
y se pateó la pelota para adelante un
par de años. Pero a la larga, cuando las
EA financiadas mostraron problemas
de sostenibilidad, el propio Fondes
terminó perdiendo legitimidad. Y en
esa pérdida de legitimidad se apoyó
una reforma al Fondes impulsada por
el actual gobierno, que tuvo como resultado la reducción de los recursos
disponibles para financiar las EA. Si
la prioridad del Fondes hubiera sido
promover las EA en sí mismas, se debería haber sido más exigente en el
análisis de la viabilidad de los proyectos y haber seleccionado más EA no
en ramas en las que las EC estaban
cerrando, sino en los sectores que
mostraran mayor dinamismo.
Al día de hoy, el gobierno cuenta
con dos instrumentos que pueden utilizarse en forma potente para promover las EA. El primero es la implementación del Sistema de Cuidados. Como
ya fundamenté un una columna anterior en la diaria (http://ladiaria.com.
uy/ULQ), esta es una excelente oportunidad para promover cooperativas
de cuidados mixtas (de trabajadores y
usuarios). El segundo es el Fondes reformado. Aun con recursos reducidos
y ahora con destino a una población
más amplia, sigue siendo un instrumento con una gran potencialidad. Sin
embargo, para ello no sólo deberían
cambiar los criterios de selección de
proyectos. El Fondes también debería
utilizarse para generar una estructura
de incentivos a las EA que las ayudara
a resolver algunos de los problemas
específicos que enfrentan. ■
Andrés Dean
1. G. Burdín y A. Dean (2009), “New evidence on
wages and employment in worker cooperatives
compared with capitalist firms”, Journal of Comparative Economics, Elsevier, vol. 37 (4).
2. E. Fakhfakh et al (2012), “Productivity, Capital,
and Labor in Labor-Managed and Conventional
Firms: An Investigation on French Data”, ILR Review, Cornell University, ILR School, vol. 65 (4).
3. Ver los casos de Mondragón, la EA de automoción robótica Isthmus en Estados Unidos,
etcétera.
4. G. Burdín (2014), “Are Worker-Managed Firms
More Likely to Fail Than Conventional Enterprises? Evidence from Uruguay”, ILR Review, Cornell
University, ILR School, vol. 67 (1).
LUNES 15·AGO·2016
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Socialdemocracia, pero de la buena
Quizás el único experimento exitoso de
redistribución de ingresos a gran escala
compatible con el logro de altas tasas
de crecimiento y elevado bienestar ha
sido el ensayado por los partidos socialdemócratas en los países nórdicos
(Dinamarca, Finlandia, Noruega y Suecia). Los logros obtenidos por este grupo de economías pequeñas y abiertas
resultan intrigantes.
La izquierda uruguaya le ha prestado poca atención a esta experiencia.
Cierta izquierda de orientación socialista aún mira el experimento “reformista” con desconfianza o, incluso,
con indiferencia. Tampoco los ahora
frecuentes encuentros “socialdemócratas” han aportado mucha claridad. Muchas veces, la noción de socialdemocracia se confunde con ciertos lugares
comunes propios del “centro” político,
que ofrecen una caracterización que
mutila convenientemente el modelo
de sus piezas más interesantes.
¿Cuáles son, entonces, los rasgos
centrales de la estrategia económica
socialdemócrata? Muchos identifican
el modelo nórdico por su potente sistema impositivo y su Estado de bienestar. Hay mucho de razón en esto.
Cuando se compara la distribución de
ingresos antes y después de impuestos
y transferencias sociales, se observa
que estos países están entre los que
redistribuyen más intensamente. Los
impuestos hacen una parte nada despreciable del trabajo. En 2012, la presión fiscal se ubicaba en un rango de
entre 40% y 50%, cuando en Estados
Unidos era de 24%. La tasa marginal
máxima del impuesto a la renta personal rondaba entre 60% y 70% (40%
en Estados Unidos).1 Dicho impuesto reduce la desigualdad (medida por
medio del coeficiente de Gini) en diez
puntos porcentuales (PP) en Dinamarca y Finlandia (seis PP en Estados
Unidos). El joven impuesto a la renta
uruguayo lo hace apenas en dos PP.
Vistos en perspectiva histórica comparada, estos países parecen reposar
en un equilibrio de altos impuestos y
servicios públicos universales de alta
calidad, fundamentales para transformar el crecimiento económico en
bienestar. Los pegotines con leyendas como “Bajen el costo del Estado”
son difíciles de encontrar en los autos
nórdicos.
Pero la película no termina aquí.
Los impuestos y las transferencias públicos operan sobre una distribución de
ingresos de mercado de por sí más igualitaria. Al menos dos políticas explican
esto: por un lado, un sistema educativo
con una oferta pública extendida y de
elevada calidad en todos sus niveles;
por otro, las instituciones que regulan el
funcionamiento del mercado de trabajo. Estos países han logrado mantener
elevadísimas tasas de sindicalización
de la fuerza laboral y alta cobertura de
la negociación salarial, aunque variando su grado de centralización. Menos
conocidas son las particularidades que
asumió la política salarial en estos países, principalmente en las décadas del
60 y 70. La denominada “política de negociación salarial solidaria”, fuertemente apoyada por los sindicatos nórdicos,
se orientó a reducir los diferenciales
salariales (entre empresas al interior
de cada rama y entre ramas) para trabajadores con similares ocupaciones.
La meta era que cualquier portero, por
ejemplo, ganara lo mismo independientemente de la empresa y la industria donde trabajara. Era el principio de
“igual tarea, igual remuneración”, pero
aplicado a toda la economía. En la práctica, el esquema nórdico operó como
un impuesto a las empresas menos
productivas (que debían pagar salarios
superiores a su nivel de productividad)
y como subsidio a las más productivas.
Lejos de convalidar la heterogeneidad
productiva existente, la política salarial jugó en este caso un rol asimilable
al de la política industrial y favoreció
la destrucción creativa de empresas y
actividades. En cuanto a las “víctimas”
de la reestructuración, la lógica del modelo fue proteger (generosamente) al
trabajador (mediante políticas activas
de empleo y de seguro social), pero no
a puestos de trabajo específicos en empresas moribundas. Justamente, la idea
era que muriera quien tuviera que morir. Además de reducir la desigualdad,
estos países crecieron sostenidamente
sobre la base de actividades de mayor
productividad. Un cambio estructural
apuntalado por una política salarial
poco convencional.2
A menudo se sugiere que el modelo nórdico tiene prerrequisitos económicos y culturales de los que otros países, sobre todo aquellos en desarrollo,
carecen. En particular, se menciona la
existencia de cierta prosperidad económica inicial y la homogeneidad de
su población, que, entre otras cosas,
habría facilitado los consensos necesarios para implementar políticas redistributivas y de seguro social. También
se han indicado precondiciones de tipo
cultural: sindicatos más propensos a
cooperar que a la “lucha de clases”,
fuertes preferencias redistributivas y
otras virtudes cívicas supuestamente
propias de la población nórdica. Sin
este “material humano”, se señala, el
modelo sería difícilmente replicable en
otras partes. Pero, en realidad, muchas
de estas cosas podrían ser resultado del
propio modelo antes que precondiciones para implementarlo. Y hay bastante
evidencia en esta dirección. Surge, entonces, la duda de qué fue primero, si
el huevo o la gallina.
Durante largo tiempo, el modelo
nórdico generó desconfianza en la izquierda socialista. Para muchos, la redistribución de ingresos y poder que se
puede obtener manteniendo intacta la
estructura de propiedad capitalista es
muy limitada. El problema es que hasta
el momento no se conoce ningún mecanismo validado históricamente de
socialización de la propiedad que sea
económicamente viable, esto es, cuya
implementación no reduzca el ingreso
nacional de la economía ni su tasa de
crecimiento. Conocida es la experiencia de los países que fueron socialistas
cuyo resultado fue muy malo. Resta
comprender si el fracaso obedeció a
la socialización de la propiedad en sí
o al mecanismo utilizado, estatismo y
falta de mercados. Podrían existir formas viables de socialismo de mercado,
pero que por ahora no han pasado de
ser interesantes bosquejos teóricos.
Los propios países nórdicos intentaron
una vía gradual de redistribución de la
propiedad, pero no prosperó, posiblemente por razones políticas antes que
económicas. El llamado Plan Meidner,
implementado en Suecia a comienzos
de 1980, se financiaba con un impuesto
adicional a la renta empresarial cuya
recaudación se destinaba a “fondos
laborales”, organizados regionalmente y controlados mayoritariamente
por los sindicatos. Estos fondos eran
invertidos en la compra de acciones de
empresas en el mercado de capitales.
El plan fue fuertemente resistido por
el sector empresarial y no llegó a tener
una incidencia económica importante.
Es cierto que, pese a exhibir una
distribución del ingreso relativamente
igualitaria, la propiedad en los países
nórdicos está fuertemente concentrada. Pero este dato merece ser mirado
con más detalle. Ser propietario de un
activo confiere tres tipos de derechos:
el derecho a controlar el activo, el derecho a usufructuar los ingresos derivados de su explotación y el derecho a
transferirlo. Los dos primeros están limitados en los países nórdicos. Primero, como ya se dijo, el sistema tributario
“expropia” una parte de las rentas de
capital para financiar bienes públicos.
Segundo, la regulación laboral transfiere ciertos derechos de control desde
los propietarios de las empresas a los
trabajadores. Esto incluye la obligación
de formar consejos de empresa y la posibilidad de incorporar representantes
de los empleados en directorios.
Pero hay otro aspecto al cual la crítica socialista de la vía socialdemócrata debería aggiornarse. Un mecanismo
socialista de redistribución basado en
alguna forma de propiedad pública
(no necesariamente estatal), aun asumiendo que pudiera implementarse
sin pérdidas de eficiencia económicas significativas, sólo operaría sobre
30% del ingreso nacional, que es la
incidencia aproximada de los ingresos de capital en muchos países. Pero
la mayor parte de la desigualdad total
se explica por la desigualdad salarial,
derivada de la heterogeneidad de empresas y trabajadores en términos de
productividad y calificaciones, que se
mantendría fundamentalmente inalterada. La política redistributiva específicamente socialista, la que socializa
los ingresos de capital, podría tener
efectos modestos, al menos en términos de reducción de la desigualdad de
ingresos. Paradójicamente, sin recurrir
a mecanismos socialdemócratas de redistribución, una economía socialista
hipotética podría tener que convivir
con mayores niveles de desigualdad
en comparación con los que produce
la variedad nórdica de capitalismo.
Los socialistas no deberían ceder en
su aspiración de maximizar la libertad
real y las posibilidades de realización
de que disponen todas las personas.
Para ello, la defensa de cierta igualdad
material sigue siendo indispensable y
el epicentro de la lucha ideológica. Los
valores no se transan ni se actualizan.
En lo que sí hay que ser pragmático es
en las fórmulas concretas de implementación. Estas varían en función de una
realidad social que va cambiando y de
las tortuosas lecciones que va dejando
la historia. En este marco, la vía de la socialdemocracia nórdica (correctamente caracterizada) debería ser objeto de
mucha más atención. ■
Gabriel Burdín
1. H. Kleven (2014), “How Can Scandinavians Tax
So Much?”, JEP 28 (4), 77-98.
2. E. Barth y otros (2014), “The Scandinavian
model-An interpretation”, JPubE, 117 (C), 60-72.
06
LUNES 15·AGO·2016
DÍNAMO
Distribución de la tierra y el ingreso en Uruguay
Cuando despuntaba el siglo XXI, el panorama del sector agropecuario era
desalentador. Con un endeudamiento
cercano al equivalente del producto
bruto agropecuario de un año y precios en baja de los diversos productos,
arreciaban los cierres de empresas. A
ello se sumó la devaluación del real en
Brasil en 1999 y la debacle económica
de Argentina en 2001. Sin embargo,
poco tiempo después comenzaron
a percibirse signos de recuperación.
Mejoras en los precios en los mercados internacionales de alimentos y
fibras impulsados por el crecimiento
de los países emergentes, como China
y la India, la expansión de los biocombustibles, el avance de la forestación,
entre otros factores, tonificaron los
mercados agrícolas e indujeron una
creciente demanda de tierras para
compra o arrendamiento.
La demanda provocó un alza espectacular en el precio de la tierra. Si
entre 1970 y 2000 (años para los que
hay registros fiables) la tierra en promedio se había transado a 500 dólares
por hectárea, durante los diez años
siguientes el precio promedio se multiplicó por siete, oscilando alrededor
de los 3.500 dólares por hectárea. Aun
a esos precios, las compraventas de
tierra en los primeros 15 años del siglo han orillado los ocho millones de
hectáreas, es decir la mitad de la superficie agropecuaria del país. Lógicamente, también subieron los precios
de los arrendamientos y las superficies anualmente dadas en arriendo.
En este proceso, sin duda hubo
ganadores y perdedores. El gráfico siguiente lo muestra con claridad.
(Va gráfico Evolución de cantidad
de establecimientos según años)
El gráfico muestra que la cantidad
de explotaciones agropecuarias creció
entre 1908 y 1961 para decrecer en los
años siguientes. Pero también muestra cómo esta variación se debió casi
exclusivamente a la disminución de
las explotaciones con menos de 100
hectáreas. En 1961 se llegó al máximo
histórico de 86.928 explotaciones, de
las cuales 65.034 tenían menos de 100
hectáreas. En 2011 llegamos al mínimo histórico de 44.890 explotaciones,
de las cuales 24.931 tenían menos de
100 hectáreas. Como también se desprende del gráfico, las explotaciones
medianas que tenían entre 100 y 999
hectáreas oscilaron en torno a las
17.000 explotaciones a lo largo del
siglo. Las grandes explotaciones de
1.000 y más hectáreas se mantuvieron bastante estables durante el siglo
XX en el entorno de las 4.000 explotaciones, con un leve crecimiento en la
primera década del XXI. Sin embargo, esta categoría controla 60% de las
tierras del país. Paradójicamente, la
estructura agraria de 2011 es similar
a la de 1908.
Pero, además de concentrarse,
la propiedad de la tierra también se
extranjerizó. Según el censo de 2000,
90% de la tierra era propiedad de uruguayos. Según el de 2011, estos sólo
poseían 50% de la tierra. La tierra que
vendieron los uruguayos la compraron principalmente sociedades anónimas en las que es más probable que
operen capitales extranjeros.
Nadie tiene dudas acerca de la
importancia del sector agropecuario
en la economía del país. En primer
EVOLUCIÓN CANTIDAD ESTABLECIMIENTOS SEGÚN AÑOS.
100.000
90.000
80.000
70.000
60.000
50.000
40.000
30.000
20.000
10.000
0
1908
1913
1937
1000 y más
lugar, produce los alimentos y las fibras necesarios para el consumo de su
población. En segundo lugar, exporta. Según la Dirección de Estadísticas
Agropecuarias y el Ministerio de Ganadería Agricultura y Pesca, en 2014
el total de las exportaciones del país
sumaron 9.000 millones de dólares.
De ellos, 76%, o sea, unos 7.000 millones de dólares, los exportó el sector agropecuario y agroindustrial. Los
1951
1961
100-999
1970
1980
0-99
1990
2000
2011
Total
productos agrícolas (principalmente
la soja, el trigo y el arroz) representaron 29% de las exportaciones; la carne
bovina, 16% y los lácteos, 9%. Otros
rubros con participaciones menores
completan la oferta exportable.
Los ingresos generados por las
ventas en el mercado interno y las
exportaciones son captados por todos aquellos que participan en las
cadenas de valor agropecuarias y
agroindustriales. Sin embargo, la
propiedad de la tierra, un bien finito
e irreproducible, genera la posibilidad
de que su propietario capte una renta por el solo hecho de poseerla. Se
ve claramente en el caso de quienes
arriendan su tierra: sin hacer nada,
sin trabajarla, tienen la posibilidad
de captar un ingreso al arrendarla. Si
además la trabajan, también captan
la renta empresarial, que dependerá
de su habilidad como empresarios.
Sin duda, una empresa agropecuaria
también distribuye parte de su ingreso
en los salarios de sus trabajadores y en
subcontrataciones a otras empresas,
de servicios, de acopio, etcétera.
Pero, además de los dos tipos de
renta mencionados, en este caso la
multiplicación por siete del precio
de la tierra en una década ha dado
la posibilidad de captar una renta
extraordinaria, dada por la diferencia entre el precio de la tierra en el
momento en que se compró y el precio en el momento en que se vendió
(o se venderá). Quienes arriendan
su tierra también captan una renta
extraordinaria materializada en los
valores multiplicados del precio del
arrendamiento anual.
En síntesis, la concentración de la
tierra implica una concentración de
los ingresos que su posesión genera.
La pérdida de 21% de los productores
(12.241 explotaciones) en la primera
década de siglo y el crecimiento de
las explotaciones más grandes nos
permite sugerir que este ha sido el
mayor retroceso desde que Uruguay
tiene estadísticas que permiten medirlo (1908). ■
Diego E Piñeiro
DÍNAMO
LUNES 15·AGO·2016
07
Tierra y riqueza en la historia del agro uruguayo
La tierra no siempre fue sinónimo de riqueza ni objeto de codicia en Uruguay.
En la mitad del siglo XVIII podía considerarse un recurso superabundante
en relación con el tamaño de aquellas
comunidades humanas minúsculas
que protagonizaron la colonización
europea de estos territorios: en la jurisdicción del Montevideo colonial, cuya
superficie era de aproximadamente un
millón y medio de hectáreas, vivían,
según las estimaciones más recientes, cerca de 20.000 personas en 1760
y cerca de 30.000 en 1810.1 Como en
muchas otras partes de América, donde la relación entre humanos y recursos naturales era tan favorable, usar y
habitar la tierra posiblemente fue un
denominador común entre distintos
grupos de recién llegados antes que un
deseo reprimido.
Como han dicho los historiadores
argentinos al referirse a Buenos Aires
en el período colonial, los territorios
del Río de la Plata eran un “país de la
abundancia”.2 Esta impresión parece
confirmarse para el “lado uruguayo”
del río, a partir de algunos estudios que
analizan el nivel de vida y la desigualdad durante períodos de la historia que
pueden llamarse “precapitalistas”. Una
investigación reciente mostró, con ayuda de un censo de fortunas de 1751,
que ese año la concentración de la riqueza de los montevideanos alcanzaba
un coeficiente de Gini de 0,5, una cifra
francamente inferior a la de Nueva Inglaterra (con un Gini de 0,80) en 1774
y a la del conjunto de las 13 colonias
inglesas (con un Gini de 0,73) ese mismo año.3 Para entender el significado
de esas cifras, es útil analizar qué había que tener para ser rico en aquella
economía.
Estudios sobre Montevideo y otros
centros poblados del sur del Uruguay
actual muestran que, entre la mitad del
siglo XVIII y la mitad del XIX, los tres
activos que daban forma a la riqueza
de los habitantes de esas regiones eran
el ganado, el suelo (urbano y rural) y
los esclavos. Mientras que casi la totalidad de los hogares registrados en
los padrones de población del período
colonial contaban como propios aunque fuera algunos ganados y todos ellos
accedían al suelo de una u otra forma,
sólo una porción menor a un cuarto
del total tenía esclavos. Los activos que
verdaderamente jugaban un papel diferenciador en la distribución de la
riqueza total eran el ganado y la tierra
(urbana y rural), cuya tenencia estaba
más concentrada que el conjunto de
la riqueza: el Gini de la tenencia de
bienes raíces era de 0,6 y el de los ganados, una cifra parecida.4 Aunque ha
sido menos estudiado y no se conocen
todavía números precisos, todo indica
que el suelo urbano tenía niveles de
concentración mucho más altos que
la tierra de uso agrario, y que además
era un diferenciador definitivo de los
niveles de riqueza.
Ciertamente, la tierra de uso agrario era un activo mucho menos valioso.
Los estudios que analizaron la información patrimonial conservada en
los procesos sucesorios de los montevideanos durante el período colonial
mostraron que, en promedio, el valor
de la tierra representaba menos de 25%
del valor total de un establecimiento
productivo rural, mientras que los
ganados en los establecimientos de
orientación ganadera (las estancias)
llegaban a ser más de 70% del valor
total.5 Si bien esta situación fue cambiando lentamente a medida que se iba
ocupando el territorio y expandiendo
la frontera agrícola, vale la pena señalar
que el mercado de tierras de chacras
y estancias montevideanas era exiguo
todavía en la primera década del siglo
XIX y que los precios que se pagaban
por una hectárea eran ínfimos al lado
de lo que se pagaba, por ejemplo, por
un esclavo.
A pesar de esto, ya a fines del período colonial habían empezado a expresarse claramente propuestas doctrinarias y políticas en favor de la propiedad
individual de la tierra como institución
que garantizaría el desarrollo económico y social del campo. El trasfondo
de esas voces era la intensificación del
comercio atlántico de cueros, que después de 1780 abrió nuevas oportunidades de hacer riquezas y disparó una
voracidad también nueva por el control de los recursos, sobre todo en re-
para castigar enemigos, premiar el
esfuerzo bélico, asentar jefaturas militares y pagar deuda pública vieja, así
como contraer nueva. Pero existe gran
evidencia de que a fines del siglo XIX,
ya con reglas del juego, mercados y
agentes capitalistas en pleno desarrollo en el campo uruguayo, la tierra
como activo cobró una nueva jerarquía económica y social. Estaba en estado avanzado el “alambramiento de
los campos”, que venía a poner punto
final al largo proceso de consolidación
de los derechos individuales de propiedad sobre los recursos naturales, y,
en consecuencia, se había formado un
mercado de tierras completo, que ya
no dejaba fuera más que las llamadas
“sobras fiscales”. El precio y la renta
de la tierra subieron de manera tendencial durante el último cuarto del
siglo XIX y los primeros 15 años del
XX, en consonancia con el auge de las
commodities del país en los mercados
mundiales. La tierra se había convertido en sinónimo de riqueza.
SUPERFICIE POR ESTRATO DE TAMAÑO
70
64,2
60
56,5
55,5
58,4
55,8
56,6
50
43,3
40
35,7
34,7
36,4
34,0
30,8
30
20
9,5
9,2
8,8
10
7,6
5,0
7,0
0
1908
1913
Menores de 100 hás
1951
1956
De 100 a 999 hás
1970
1980
Más de 1000 hás
Fuente: elaboración propia en base a Finch, H. (1980), Historia económica del Uruguay
contemporáneo y censos agropecuarios de 1908, 1951, 1956, 1970 y 1980.
lación con los ganados cimarrones que
pastaban fuera de la jurisdicción de
Montevideo. Fue en ese marco que se
consumó, entre 1780 y 1810, el avance
de agentes privados sobre los ganados
y los pastos de las antiguas estancias
comunales de los guaraníes misioneros al norte del Río Negro, el caso más
notable (y silenciado) de apropiación
de los recursos de un grupo indígena
por parte de europeos y criollos que
registra nuestra historia.
Bienvenido, capitalismo agrario
No es fácil saber con exactitud si el
proceso de apropiación privada de la
tierra que había empezado a fines del
período colonial se interrumpió o se
enlenteció durante la primera mitad
del siglo XIX, un período caracterizado por las guerras, la reconfiguración
completa de los mercados regionales
y una sucesión de rupturas institucionales. Desde 1810 hasta por lo menos
1860, la tierra se usó ampliamente
Latifundio, siglo XX y después
Puede decirse que, en la historia agraria
uruguaya, el siglo XX empezó en 1905
con la apertura del primer frigorífico
y terminó al comenzar la década de
1990, con el derrumbe de las exportaciones laneras. Fue un “siglo XX corto”
caracterizado por el predominio de la
carne y la lana en la oferta exportable
del país, el estancamiento tecnológico
de la ganadería y la ocurrencia de episodios puntuales y problemáticos de desarrollo agrícola. Detrás, estuvo siempre
la sombra del latifundio. Obsesión de
intelectuales y políticos del siglo XX, la
cuestión de la desigualdad en la tenencia de la tierra constituyó una persistencia por encima de todos los escenarios
políticos de la centuria; una persistencia
marcada tanto en los hechos como en
los discursos sobre los hechos.
Como muestra el gráfico en esta
columna, las unidades productivas de
menos de 100 hectáreas alcanzaban
a tener 5% de la tierra de uso agro-
pecuario en 1908 y 7% en 1980. Sin
embargo, como puede leerse en el
gráfico que acompaña la columna de
Diego Piñeiro, en 1908 los predios de
menos de 100 hectáreas eran cerca de
25.000, mientras que las explotaciones
de más de 1.000 no llegaban a 4.000.
Las proporciones no eran muy diferentes en 1980, a pesar del aumento
en la cantidad de predios pequeños.
En otras palabras, a lo largo del siglo
XX una miríada de productores “chicos” no llegó a tener el 10% de la tierra, mientras que una cantidad mucho
menor de productores de más de 1.000
hectáreas nunca tuvo menos de 55%
de la superficie agropecuaria.
La idea de una “reforma agraria” nació casi con el siglo XX: el batllismo del
900 sentó las bases de la desconfianza al
ruralismo y, aunque no ganó la batalla
fiscal contra los ganaderos en 1915, sí
ganó la batalla ideológica contra el latifundio para el resto del siglo. Aun así,
los proyectos y programas del siglo XX
no revirtieron un proceso iniciado casi
100 años atrás. El siglo XXI se inició en
el campo uruguayo, casi enseguida de la
caída del Muro de Berlín, con una explosión de transformaciones tecnológicas y
productivas que vinieron a fundar una
especie de segundo capitalismo agrario.
Es temprano para saber la forma que
cobrará la cuestión agraria en este nuevo
escenario histórico, pero el problema de
la desigualdad en la tenencia de la tierra
permanece, nuevamente, en los hechos
y las palabras. ■
María Inés Moraes
1. Las cifras de población en: POLLERO, R. y SAGASETA, G., “Serie estimada de la población total
para la jurisdicción de Montevideo entre 17601860”, en Proyecto de investigación: Desempeño
económico, instituciones y equidad en el Río de
la Plata, 1760-1860 (Montevideo: Informe No 1,
2015).
2. FRADKIN, R. y GARAVAGLIA, J. C., En busca de
un tiempo perdido: la economía de Buenos Aires
en el país de la abundancia, 1750-1865 (Buenos
Aires: Prometeo, 2004).
3. Las cifras de Montevideo en: VICARIO, C.,
“The formation of human capital in pre-modern
Latin America” (Eberhard Karls Universität Tübingen, 2015). Las cifras de América del Norte
en COATSWORTH, J. H., “Inequality, institutions
and economic growth in Latin America”, Journal
of Latin American Studies 40, No 3 (2008).
4. VICARIO, C., obra citada.
5. Cifras en: MORAES, M. I., “Las economías agrarias del Litoral rioplatense en la segunda mitad
del siglo XVIII: paisajes y desempeño” (Universidad Complutense de Madrid, 2011).
Referencias
COATSWORTH, John H. “Inequality, institutions
and economic growth in Latin America”. Journal of
Latin American Studies 40, No. 3 (2008): 545-569.
FRADKIN, Raúl y GARAVAGLIA, Juan Carlos. En
busca de un tiempo perdido: la economía de Buenos Aires en el país de la abundancia, 1750-1865.
Buenos Aires: Prometeo, 2004.
MORAES, María Inés. “Las economías agrarias
del Litoral rioplatense en la segunda mitad del
siglo XVIII: paisajes y desempeño”. Universidad
Complutense de Madrid, 2011.
POLLERO, R. y SAGASETA, Graciana. “Serie estimada de la población total para la jurisdicción
de Montevideo entre 1760-1860”. En Proyecto de
investigación: Desempeño económico, instituciones y equidad en el Río de la Plata, 1760-1860.
Montevideo: Informe No 1, 2015.
VICARIO, Carolina. “The formation of human capital in pre-modern Latin America”. Eberhard Karls
Universität Tübingen, 2015.
08
LUNES 15·AGO·2016
DÍNAMO
Movimientos sociales, socialismo y política
Cuando terminé de leer la edición
anterior de Dínamo, me quedé con la
sensación de que le faltaba algo. No por
las notas, que (al igual que las ilustraciones) plantean perspectivas interesantes y valiosas, sino quizá porque,
en el conjunto, puede dejar una imagen algo angélica de los movimientos
sociales uruguayos, contrapuesta en
general con la de nuestros partidos
de izquierda, en una representación
que (exagero a propósito) ubica a los
primeros como una fuente límpida
de demandas positivas para el avance
hacia un mundo mejor, y a los segundos, o por lo menos a la mayor parte
del Frente Amplio, como un habitual
freno de tales demandas.
¿Qué tiene que ver
eso con la cuestión del
socialismo, eje temático de esta edición? Mucho, sin duda. Porque el
socialismo, en cualquiera
de sus definiciones, es un
proyecto que requiere acción específicamente política, colectiva y sostenida, a
partir de una concepción integral de la sociedad y dirigida a transformarla de modo integral. Implica, por
lo tanto, una teoría que identifique los
procesos decisivos para que la sociedad exista en su configuración actual
y proponga un camino para modificar profundamente dichos procesos
o sustituirlos por otros. La pregunta,
especialmente actual en estos tiempos
de desencanto con el desempeño de
muchas fuerzas políticas de izquierda,
es en qué medida puede resultar viable
dar impulso a esas tareas políticas desde los movimientos sociales.
En una gran parte de los proyectos
impulsados en nombre del socialismo,
la referencia originaria para abordar
esta cuestión fue ¿Qué hacer? (1902),
de Lenin (¿me llevarán a la hoguera
por mencionarlo?), donde se plantea,
entre otras cosas, que las luchas sindicales no pueden conducir por sí solas a
la revolución, y que la imprescindible
politización de los trabajadores implica
que estos conozcan y comprendan la totalidad de los procesos sociales, no sólo
aquellos en los que están directamente
involucrados. ¿Fue acertado aquel planteo y tiene vigencia hoy, en relación con
cualquier movimiento social?
El enfoque leninista no se agotaba, por supuesto, en las afirmaciones
del párrafo anterior. Lo acompañaban
otras premisas que, por su formulación
original o por el modo en que fueron
asumidas luego (no es ese el tema de
esta nota), moldearon, a partir de la
visión marxista de los conflictos de clase como antagonismo principal, una
concepción del partido revolucionario
como centro jerárquico de la sociedad,
fundada en la tesis de que ese partido
era el representante exclusivo de los
intereses de los trabajadores -incluso
con independencia de lo que los trabajadores opinaran al respecto- y, por
ello, de todas las ideas correctas acerca
del programa y la estrategia socialista,
la gestión del Estado, la filosofía, el arte
y cualquier otro asunto que el propio
partido considerara necesario definir
(exagero de nuevo, pero no demasiado). Tal concepción ha tenido consecuencias trágicas e inaceptables, y no
hay que perder ni un minuto en reivin-
dicarla. Pero sí parece necesario reconsiderar lo que Lenin sostenía acerca de
los límites de la acción organizada en
función de conflictos sociales y de la
necesidad indispensable de una organización específicamente política para
superar esos límites.
Es cierto que, en la actualidad, algunos de los argumentos clásicos para
fundamentar aquella concepción han
perdido solidez. Por ejemplo, ya no
parece tan claro que sólo un partido
pueda cumplir la función de proveer
información indispensable para la politización de los movimientos sociales:
estos pueden hoy valerse bastante mejor por sí mismos, e incluso establecer
redes de cooperación para que cada
uno acceda a los datos de la realidad
que los demás manejan y todos puedan
coordinar sus acciones.
Por otra parte, y dado que la crisis
del llamado “socialismo real” se asoció
en importante medida con la escasez
de protagonismo social democrático,
se ha desarrollado una saludable desconfianza hacia la idea, esquematizada hace un par de párrafos, del partido
revolucionario como centro de mando: es claro que las viejas tesis sobre la
función partidaria de “aportar visión
política” a los movimientos sociales
entrañan riesgos graves de reproducir esa pretensión jerárquica, y con
ella las consabidas postergaciones de
muy diversas demandas sociales, por
considerarlas secundarias o destinadas
a resolverse por añadidura cuando se
supere el capitalismo (como si el socialismo fuera “el fin de la historia” y
de todos los conflictos).
Otra línea de cuestionamiento (y
no pretendo agotarlas en esta breve
revisión) se apoya en el rechazo conceptual de cualquier “gran relato” sobre
la sociedad que postule la centralidad
y el predominio de un determinado
conflicto, y en la tesis de que existen,
por el contrario, múltiples tensiones
y dominaciones, cuya impugnación
puede articularse de muy distintos
modos, sin que corresponda ni sea conveniente jerarquizar por definición una
de ellas. En ese marco, la centralidad
del desempeño partidario también es
rechazada, y los movimientos sociales
son vistos como “actores políticos” -o,
por lo menos, como instituyentes de
identidades políticas- tan legítimos
como cualquier otro.
Sin embargo, hablar de socialismo implica la convicción de que no
se trata sólo de corregir tales o cuales
situaciones, para revertir los perjuicios
que sufren tales o cuales partes de la
sociedad, sino que además es preciso cambiar aspectos profundos
del conjunto de las relaciones sociales, para lograr una vida mejor
de todos los seres humanos. Y si
bien parece indispensable, después de muchos fracasos, que
nuestro pensamiento político
tenga su punto de partida en la diversidad social y se mantenga fuertemente arraigado en ella, parece
evidente que no podremos avanzar
hacia el socialismo, y que ni siquiera
podremos comprender de qué se
trata, si no vemos la necesidad de
que las organizaciones partidarias
hagan algo más que atender, desde
los poderes Ejecutivo y Legislativo,
las demandas y el lobby de los movimientos sociales, como si estos les
dieran una lista de compras para el supermercado (confiando en que van a
traer todo sin quedarse con el vuelto).
A los partidos les toca articular el
sentido político de las luchas emancipatorias, organizar el análisis político
de la experiencia social y proponer su
proyección más allá de lo particular.
Tienen funciones propias e insustituibles: que no las estén cumpliendo,
o que las estén cumpliendo de una
manera que desagrada y desencanta
a muchos, es otro problema, que no
pueden resolver por sí solos los movimientos sociales.
El asunto tiene particular relevancia porque, en el Uruguay de hoy y en
el marco de las luchas por la llamada
“nueva agenda de derechos”, se ha fortalecido mucho una concepción particularista y “esencialista” de los sujetos
sociales, que le suele dar más importancia a la diversidad de las personas
que a las características comunes de la
humanidad. La lucha contra muchos
estereotipos de lo “normal” implica el
riesgo de que consideremos más importante multiplicar el reconocimiento
de lo que “son” muy distintos subgrupos humanos, y del modo particular
en que debe regularse su relación con
los demás, que ampliar los derechos
de cualquier ser humano, incluyendo
el derecho a fortalecer lo que tiene en
común con el resto y a desarrollar su
potencial más allá de lo que se considera que “es”.
En la perspectiva de un proyecto
emancipador, la identidad humana
deseable no es una relación de pertenencia, como la que indica la arroba
en una dirección de correo electrónico
(tal o cual persona en tal o cual lugar),
sino una intersección compleja de pertenencias, con posibilidades múltiples,
para todas las personas. En la escala
de los movimientos sociales, esa es la
diferencia cualitativa entre el corporativismo y la visión política integral.
Decía Publio Terencio Africano:
“Hombre soy, nada de lo humano me
es ajeno”. Hoy podríamos objetarle que
usara la palabra “hombre”, pero lo grave sería que perdiéramos de vista qué
quería decir. ■
Marcelo Pereira