Bella de San Severo - Editorial de la UNLP

Bella de San Severo
Aurora Venturini
De no ser por el erotismo de los habitantes de Pompeya y Herculano,
Nápoles por sus quinientas cúpulas votivas pudo ser considerada Ciudad de Dios. Pero es ciudad de dioses paganos, denunciados en las
pinturas y cerámicas, en los búcaros y vasos, y en la Casa del Fauno.
Innegable resulta la religiosidad de lo napolitano. Jean Jacques
Bouchard, escritor de 1631, opinó: “…no dudo que las iglesias de Nápoles igualan y hasta superan a las de Roma en la suntuosidad de ornamento de plata, adornado con terciopelos y sedas doradas…”.
He visitado Il Duomo de San Genaro para ver el relicario de la sangre
del santo cuando se licua. Y es verdad. Imposible de verificar por qué y
cómo. La imagen de pura plata de San Genaro, parte a parte, es llevada
en ceremonia por un clérigo y un monaguillo para lustrar y después conectar. La sagrada estatua brilla en un altar próximo a los fieles, arrodillados en el piso alfombrado, dado que no hay bancos con reclinatorio.
Anoto lo referente al Santo Patrono para no ofenderlo. Pero lo que
me enamoró, alterándome, fue la Capella de San Severo, misteriosa.
Data de 1590.
Su historia, a causa de haber sido guardada con celo por la familia,
es preciosa y llamativa, pero oculta detalles.
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Giovanni Francesco Di Sangro, duque de Torre Maggiore, sufre un
mal que por su característica debe ser cáncer. En 1608, creyeron se trataba de algo espantoso, que no podría curar el conocimiento humano,
y manipularon el mal las curanderas y brujas; también se rezaba en Santa María, y el duque sanó. El milagro merecía una capilla. La familia cedió el predio de la residencia del Palacio San Severo para su fundación,
en el corazón de Nápoles.
En 1737, un príncipe descendiente, Raimondo Di Sangro, entregó al
escultor veneciano Antonio Corradini la extensión de la zona palaciega
para instalar museo y mausoleo.
Corradini vivió en la hacienda de la nobleza, dedicado día y noche
a su métier con mármoles de Carrara. Elaboró las estatuas que están intactas y que superan a las de los museos de otros países que no tienen
comparación en toda Italia.
El ambiente amplísimo de la planta baja del edificio al cual se ingresa por una puerta de madera dura es la Capilla San Severo, con imágenes muy pálidas, veladas por tules delicados y cadenciosos en sus
caídas plegadas.
Una de ellas, El Decoro, significa una dama velada en posición extática.
El Decoro es un ser angelical velado que sostiene un baptisterio.
La Modestia manifiesta tal expresión sumisa que apena sentir desde
el frío mármol sensación de angustia comunicativa.
El visitante se acerca a palpar el tul que es niebla transparente y que
descubre, en lugar de ocultar. El tacto choca con el mármol. El velo y los
velos son Carrara adelgazados hasta la infinitud.
La invención de Antonio Corradini empieza y termina en el ámbito
de la Capella.
La costumbre y modo de ese tiempo atribuyen a poderes mágicos
capturar el aire y petrificarlo, llegando a asegurar que el escultor habría
robado huesa humana, para con procedimientos diabólicos crear el tul
extático estatuario.
Moriría como cualquier humano Corradini y el trabajo se encargó a
Francesco Queirolo.
Los dueños le obligaron a firmar un compromiso de exclusividad de trabajo en la Capella. El súbdito firmó su encierro eterno,
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y aún permanece en el lugar como antes, pero en su bóveda del
mausoleo.
Ese artista debió abandonar Génova y Roma. La “nobleza napolitana” era fuerte y se avecinaba el poder borbónico.
Queirolo se aferró al mármol, material que abunda en el sur peninsular, tanto como en Atenas.
Despertó un bloque con la imagen de La Sinceridad, y otro con la
de El desengaño.
El Barroco tardío lo fatigaría, conduciéndolo a la helada laguna del
Caronte. Su nicho está junto al de Corradini.
Le sucedió Giuseppe Sanmartino, que elaboró el Cristo Velado,
ante el que cualquier observador habrá de persignarse.
Ya emanaba el hálito de su hora final para Sanmartino, y lo esculpió. No es tul, es mármol adelgazado hasta la locura. Más aún, es la
muerte exudada por un cuerpo yacente, torturado por la vida. El suspiro y el llanto, estratificados.
Nadie podría evitar esta escena, porque toda existencia va hacia
esa frontera.
He visto a visitantes de la Capella atónitos ante el Cristo yacente
de Sanmartino, que expresa la imposible sobrevivencia de alguien o
algo, siendo el velo leve pero tieso del ineludible fin.
A la muerte de Queirolo seguirá Francesco Celebrano, quien decorará con sus esculturas el grandioso altar mayor, junto al monumento
al Pater Familiae, Cecco Di Sangro.
El pórtico de la Capella se debe a Paolo Pérsico, como así también
la dulzura del yugo del matrimonio, estatuas que descansan al visitante de la fatiga y la tortura del otro yugo.
En corrillo de brujería, atribuyen la mencionada maravilla de los
velos al ocultismo de Raimundo Di Sangro, moliendo huesos humanos en un radiador de plata. Mezclaba las ralladuras con un ácido de
su invención, luego sumergía tules de ilusión que colocaba sobre las
esculturas, respetando las ondas, los pliegues, los volados y las caídas
que se formaban naturalmente.
De la magia de Raimondo salen las “máquinas anatómicas”: cuerpos
humanos sin músculos, pero con el entramado de venas y arterias intactas.
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Cada vez que he vuelto a Nápoles, visité a la pareja de las vitrinas:
“Hola, Bella”, dije a la dama; a él lo saludé con cariño, tal es su devastación que angustia. El tiempo se ha llevado pedazos de su cuerpo y los
ojos, pero aún parece respirar.
Bella me mira diciéndome algo que viene de su corazón expuesto,
dado que todos los órganos son visibles, y alza el brazo derecho saludando. La excomunión del príncipe Raimondo Di Sangro devino de
la delación de que hubo envenenamiento a la pareja de servidores,
filtrándoles un agente petrificador en las venas. La excomunión y el
fracaso de su defensa ante el Santo Tribunal lo envolvieron en velo
de olvido voluntario y falta de memoria, conduciendo a la muerte, al
príncipe Raimondo, que era un masón a la italiana y, en el fondo, un
devoto de la iglesia, desde su época de formación jesuítica.
La periodista Clara Miccinelli posee en el centro de Palermo un
palacio, cuya antigüedad rayana con el de San Severo lo tornan decadente y atractivo para los fanáticos de las antigüedades barrocas.
Los espiritistas reunidos en el salón de recepciones sesionan los
viernes a la noche; algunos se quedan en el jardín de plantas y dan la
voz: “hay, visitante”, cuando Raimundo Di Sangro asoma cintura hacia
arriba su anatomía correcta, aunque fantástica, saluda a los del jardín
con cortesía noble y rebuscada, siglo XVIII, y ruega que sepan que su excomunión fue injusta, porque no envenenó a los siervos de las vitrinas.
La pareja expuesta, dice: “fue obra de Giuseppe Salerno, que recubrió los huesos de dos esqueletos con alambres encerados, con líquidos y sustancias de su laboratorio”.
Los espiritistas recurren a una médium que, en trance, escupe sangre y repite lo dicho por el fantasma.
Analizada la sangre, no coincidió con el grupo sanguíneo de la expectorante.
La médium dijo que debajo de un parquet del Palacio Miccinelli
había un cofre con pergaminos e incunables masónicos que denunciaban al médico Raimundo Di Sangro, quien experimentaba en humanos y animales, en procura de un remedio para curar una enfermedad, que por lo descripto sería cáncer.
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