Año 1 Nº 1. 2011 arqueo lógicas antropo UNIVERSIDAD MAYOR DE SAN SIMÓN INSTITUTO DE INVESTIGACIONES ANTROPOLÓGICAS Y MUSEO ARQUEOLÓGICO Año 1 Nº 1. 2011 arqueo antropo lógicas UMSS UNIVERSIDAD MAYOR DE SAN SIMÓN INSTITUTO DE INVESTIGACIONES ANTROPOLÓGICAS Y MUSEO ARQUEOLÓGICO 2011 D. L. Instituto de Investigaciones Antropológicas y Museo Arqueológico de la Universidad Mayor de San Simón © INIAM – UMSS 2-3-85-11 P.O. arqueoantropológicas es una publicación anual del Instituto de Investigaciones Antropológicas y Museo Arqueológico Universidad Mayor de San Simón Octubre 2011 Comité Editorial: María de los Ángeles Muñoz Walter Sánchez Fernando Garcés INIAM – UMSS Jordán E-199, esq. Nataniel Aguirre Telefax: (591-4) 4250010 Casilla: 992 Email: [email protected] Website: www.museo.umss.edu.bo Cochabamba – Bolivia. ISSN: 2225-0808 Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la fotocopia y el tratamiento informático, sin autorización del titular del Copyright, bajo las sanciones previstas por las leyes. Este número de arqueoantropológicas es publicado gracias a la cooperación de la Agencia Sueca para el Desarrollo Internacional, ASDI. Prohibida su venta Impreso en la Planta Gráfica de Editorial Serrano Ltda. Tel/fax (4) 4231936 - 4539895 c/L. Castel Quiroga 1887 (San Pedro) Cochabamba – Bolivia 3 arqueoantropológicas Año 1 Nº 1. 2011 CONTENIDO Presentación 5 Patrimonio y usos sociales de la arqueología: reflexiones a partir de la gestión de Incallajta-Bolivia MARÍA DE LOS ÁNGELES MUÑOZ 7 Poder local y presencia inka: el caso de los yungas de Cochabamba WALTER SÁNCHEZ CANEDO 23 Los estilos cerámicos “Tupuraya Tricolor”, “Sauces Tricolor” y “Cochapampa Tricolor” de los valles de Cochabamba, Bolivia CHRISTOPH DÖLLERER RAMÓN SANZETENEA ROCHA 55 Caciques, territorios y multietnicidad en la frontera oriental: Pocona y Totora en el siglo XVI MERCEDES DEL RÍO 99 Identidades políticas: del ñuqayku al ñuqanchik y viceversa FERNANDO GARCÉS V. 119 SECCIÓN INFORMES Proyecto Formativo: Informe preliminar sobre el sitio Orouta, Provincia Carrasco, Cochabamba RAMÓN SANZETENEA ROCHA DONALD L. BROCKINGTON 129 MISCELANEA In Memoriam a Donald L. Brockington 138 118 Mercedes del Río 1995 Fronteras y Territorialidad. 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Ello implica mirar también la pluralidad de proyectos emancipatorios que requieren dialogar entre sí, planteando la necesidad –antes que de una teoría común– de una teoría de la traducción. Estas políticas plurales de la identidad no están exentas de riesgos que muestran las tensiones entre universalismo y particularismo, entre igualdad (equidad) y diferencia. Se plantea entonces la tarea de articular los posicionamientos identitarios subalternos desde la particularidad de demandas específicas con solidaridades más amplias que caminen hacia proyectos emancipatorios. Palabras claves: identidades políticas, subaternidad, equidad, diferencia. Reflexionar sobre identidades políticas nos abre dos rutas de entrada que constituyen la centralidad de los planteamientos a desarrollar: el de las identidades, por un lado, y su posición dentro del conjunto de fuerzas que definen las relaciones sociales de poder, por otro. ¿De qué estamos hablando cuando hablamos de identidad o identidades? Quienes más han pensado en la configuración de las identidades, en los últimos años, han sido aquellos que han tenido su eje reflexivo en la problemática cultural (Guerrero 2002). Y esto es comprensible debido a la centralidad que ha adquirido lo cultural en el análisis social y en la configuración de poder tanto a nivel global como de los Estados-nación (Garcés 2009). La reflexión que planteamos aquí, sin embargo, está enmarcada en el ámbito de las identidades políticas. El concepto de identidad tiene que ver, en su articulación semántica, con “idéntico”. Cuando se habla de identidad, entonces, se hace referencia, implícita o explícitamente, a lo que es idéntico (a sí mismo); es decir, la identidad daría cuenta de la conjunción entre lo que se es y lo que se enuncia que se es o lo que otros enuncian sobre ese ser. Esto nos lleva a pensar la identidad en términos ontológicos, en términos del ser como entidad estable, permanente, fija. Bajo estos supuestos la identidad está marcada por la mirada moderna que piensa la realidad desde entidades fijas y esenciales. En efecto, una de las características que se le ha atribuido al proyecto moderno, desde la crítica posmoderna, es su carácter de propulsor de una racionalidad totalizante, binarista y esencializante, ciega y anuladora de otras racionalidades (Lyotard 1990). Desde la perspectiva que nos interesa, la razón totalizante moderna ha sustentado el principio de esencialidad que fijaba determinadas características a identidades de sujeto (Vattimo 2000). 1. Instituto de Investigaciones Antropológicas y Museo Arqueológico (INIAM - UMSS). [email protected] 120 Fernando Garcés V. Incluso la teoría crítica moderna (Horkheimer 1937), al intentar comprender los procesos sociales desde la mirada de totalidad social y en búsqueda de formular respuestas a las promesas incumplidas de la modernidad (fraternidad, igualdad y libertad), también fue tributaria de esta esencialización de identidades, llevando a fijar un solo sujeto y un solo modelo de institucionalidad y de transformación social (Santos 2000: 23-40). El advenimiento de un paradigma posmoderno de lectura de la realidad ha contribuido a que dicha esencialización sufra un desmoronamiento o, por lo menos, una pérdida de centralidad. En efecto, la posmodernidad se caracteriza por la exaltación de los juegos flexibles, la descentrición del sujeto, las movilidad de la relación significante – significado, etc. (Lander 1995; Lyotard 1990). La mirada ontológica moderna sufre, entonces, un traspié: “el ser no coincide necesariamente con lo que es estable, fijo y permanente, sino que tiene que ver más bien con el evento, el consenso, el diálogo y la interpretación” (Vattimo 2000: 22). Esta mirada es la que ha permitido comprender las identidades políticas subalternas en términos relacionales y relativos (Coronil 2000; Mallon 2001), lo cual ha llevado, por un lado, a un efervescencia de la expresión plural de las identidades de sujetos y, por otro lado, a redefiniciones continuas de los lugares de dominación, resistencia y participación de los colectivos sociales identitarios. Wade (1997), por ejemplo, destaca que las identidades étnicas y raciales deben verse en contexto nacional y global como construcciones cambiantes, flexibles y relacionales con el género, la religión, la sexualidad, poniendo sobre la mesa el tema de las resistencias y de la relacionalidad y continuidad cultural. Sobre las resistencias, hay que recordar que los planteamientos posmodernos y la propuesta foucaultiana han puesto énfasis en la ubicuidad del poder en los espacios de vida cotidiana (Foucault 1977, 1978). Esto hace que las resistencias se desliguen de las intenciones (todos pueden estar resistiendo) lo que le quita fuerza política. Así mismo el énfasis en la relacionalidad identitaria lleva a una hiperflexibilización que termina negando una “mismidad cambiante” presente en todas las culturas (Wade 1997: 115-132). Este desplazamiento comprensivo también ha tenido su efecto en la definición del espacio o campo político. Comprendido el ejercicio político como la acción desplegada en el ámbito estatal y las búsquedas de trasformarlo o contestarlo, al punto que en ocasiones política y Estado resultan intercambiables en tanto espacio de poder (Bobbio 1985: 102), las últimas décadas han asistido a permanentes esfuerzos de redefinición, no sólo de las fronteras del campo político (Bourdieu 1999), sino de los términos mismos de referencia de lo que él implicaría (Escobar, Álvarez y Dagnino 1998). En este sentido, varios movimientos sociales también redefinen los términos de la misma modernidad. Esto se ve en el caso de los indígenas, quienes muchas veces se plantean “cómo entrar en la modernidad sin dejar de ser indios” (Calderón, en Escobar, Álvarez y Dagnino 1998: 146), lo cual no quiere decir que queden estrictamente definidos dentro de los paradigmas de la modernidad occidental. Lo que se deriva de ello es que no se puede pensar las identidades políticas exclusivamente dentro de la profundización del imaginario democrático de occidente, entendido éste en el ámbito estricto de una modernidad que ensalza derechos individuales, liberalismo político y reglas de juego garantes del capital. Según lo dicho, la proliferación de las diferencias ha afectado el campo político, lo ha redefinido en tanto que los excluidos por la profesionalidad del campo han irrumpido en él (Bourdieu 1999). Se trata de una disputa por la redefinición de las fronteras del ámbito político en cuanto a sus participantes, instituciones, procesos, agenda y campo de acción. En definitiva, se trata de que “La política debe ser vista también como las luchas de arqueoantropológicas Año 1 Nº 1. 2011 121 poder generadas en una amplia gama de espacios culturalmente definidos como privados, sociales, económicos y culturales” (Escobar, Álvarez y Dagnino 1998: 149). Así, las acciones plurales de los sujetos y las identidades políticas plurales han llevado a horadar lo modernamente definido como “político o política”, abriéndose el debate sobre dupletas tales como: X “La política” (la institucionalidad del ejercicio político en el marco del Estadonación) vs. “Lo político” (allí donde existe una relación de poder hay una relación política que puede potenciarse o interrumpirse bajo la relación amigo-enemigo) (Schmitt 1932). X Policy (los supuestos filosóficos u operativos dentro de los cuales se mueve una determinada institucionalidad) vs. politics (el ejercicio de poder a nivel social) (Garcés 2005). X Polis (los arreglos institucionales para consensuar una vida armónica) vs. polemos (la conflictividad que caracteriza las relaciones sociales y por tanto de poder) (Mouffe 1993). La apertura semántica de la política, hoy, está atravesada por la comprensión de espacios institucionales pero también de espacios de deliberación e incidencia de la sociedad civil, de ejercicio del poder desde la acción colectiva micro y macrosocial, de los mecanismos de articulación a, o de subversión de, los ámbitos de acción del poder, de los arreglos en las reglas de juego que se expresan en la búsqueda de armonización o conflictividad de y desde las diferencias, etc. ¿Cómo se articula, entonces, la apertura de sentidos de las identidades con las posiciones de sujeto a nivel político? En primer lugar, y retomando lo ya enunciado, la teoría crítica moderna no pudo escapar de la designación de un sujeto como transformador de la historia y como agente subsumidor y condensador de otras posibles identidades. En los filones comprensivos contemporáneos se enfatizará, entonces, en la pluralidad de actores, propuestas y teleologías estratégicas que caracterizan las luchas por el poder y la definición del campo político, expresadas en posiciones referentes al género, a la sexualidad, a la “raza”, a la cultura, a la generación, etc., incluyendo la clase en este etcétera ya que no es posible pensar la diferencia haciendo abstracción de la jerarquía (Wieviorka 2001; Wade 1997). Obviamente, esto significa no sólo una pluralidad de actores sino también de proyectos emancipatorios o liberadores que requieren dialogar entre sí. A este respecto, Santos (2000) propone que no habiendo un principio único posible de transformación social, no habiendo agentes históricos de transformación únicos, no habiendo una forma única de dominación, lo que se necesita en la contemporaneidad de las luchas sociales no es tanto una teoría común sino una teoría de la traducción que haga mutuamente inteligibles las luchas. Volveremos sobre este tema más adelante. Pero por otro lado, la crítica a la razón moderna y el énfasis en la flexibilidad de las dinámicas identitarias también tienen varios riesgos que se vislumbran en tiempos posmodernos. Anotemos algunos de ellos: 122 Fernando Garcés V. a) Una politización de la cultura a la par de una despolitización de la política y la economía El centro de atención de las últimas décadas, con respecto al análisis de las identidades, está en la diferencia pero principalmente en cuanto diferencia cultural. Ello lleva, en frecuentes ocasiones, al olvido reflexivo sobre las diferencias económicas y sociopolíticas. En este sentido se presta atención al reconocimiento (cultural) y no tanto a la redistribución (económica). Hay así una despolitización de la economía y una politización de la cultura (Díaz-Polanco 2006). Por otro lado, recordemos que la crítica posmoderna a la modernidad tiene dos rutas de énfasis: en cuanto razón instrumental y en cuanto razón histórica. Por razón instrumental se entiende el “proyecto histórico del progreso material sobre la base del creciente control y transformación de la naturaleza, factible como consecuencia del desarrollo científico-tecnológico” (Lander 1995: 3-4). La razón histórica, por el contrario se entiende como la posibilidad de incidir conscientemente, colectivamente, sobre el presente y el futuro de la sociedad, y no ser simplemente espectadores de acontecimientos más allá de todo control humano, independientemente de que éstos puedan generar profundas injusticias o –eventualmente– conducir a la catástrofe (Lander 1995: 4). La crítica más mordaz de la posmodernidad a la modernidad se ha dirigido contra la razón histórica (bajo la forma de socialismo) y no contra la razón instrumental que es la que tiene entronizado el progreso como la religión ineludible a la que todos debemos caminar. Este hecho ha propiciado el ambiente de descrédito en los procesos de transformación social. Así, se han difuminado formas light de ejercicio político enmarcadas en los reacomodos del sistema político liberal bajo las banderas de la pluralidad multiculturalista (Díaz-Polanco 2006). b) Un optimismo cuasi ciego de las potencialidades emancipatorias de la diferencia Éste es el optimismo sobre el cual Arditi (2000) llama la atención; es decir, pensar que la liberalización de las diferencias contendría bondades esenciales. Hay una celebración de la diferencia, liberadora del totalitarismo moderno, que contendría cuasi esencialmente características emancipatorias, “sin tomar en cuenta la indeterminabilidad de tal vínculo” (Arditi 2000: 107). Si bien la deconstrucción posmoderna ha demostrado la imposibilidad de lo que Laclau y Mouffe (1985) llaman la sutura final, no es lícito afirmar que de allí se derivará necesariamente un compromiso ético de abrirse a la heterogeneidad del otro, o de optar por una sociedad democrática. Por cierto es un objetivo por el que vale la pena luchar, pero precisamente el hecho de que uno deba luchar quiere decir que no existe conexión lógica entre la crítica de la metafísica de la presencia y el imperativo ético (Arditi 2000: 112). El vínculo entre diversidad y emancipatoriedad debería concebirse como una posibilidad antes que como una necesidad. Una celebración incondicional de la diferencia “deja de lado la incertidumbre del resultado, que es precisamente lo que no puede hacerse en la formulación teórica y la descripción sociológica, y mucho menos cuando éstas entran al escenario de la política” (Arditi 2000: 113). No se puede, entonces, afirmar, prima facie, la bondad de las diferencias ya que ello nos puede llevar a consecuencias grotescas: arqueoantropológicas Año 1 Nº 1. 2011 123 Por una parte, si toda diferencia es válida por principio, entonces en principio nada puede ser prohibido o excluido. Eso presupone, o bien un mundo en el que se cancelaron las relaciones de poder, o que cualquier intento de limitar la gama de diferencias válidas es de por sí represivo. La cancelación del poder es sencillamente una expresión de deseos, porque un orden –cualquier orden– tiene que trazar fronteras para defenderse de los que lo amenazan, mientras que negar los límites es peligroso, pues iguala todo ejercicio de la autoridad con el autoritarismo y de esa forma desdibuja la distinción entre regímenes democráticos y autoritarios (Arditi 2000: 115). Sobre este riesgo, Negri y Hardt (2001) también plantean que las políticas de las diferencias resultan, no sólo compatibles sino promovidas por el Imperio, en tanto éste ha manejado siempre y por excelencia un discurso antifundacional y antiesencialista: “Circulación, movilidad, diversidad y mezcla son sus verdaderas condiciones de posibilidad. El comercio junta las diferencias, ¡y cuantas más, mejor!” (Negri y Hardt 2001: 171). El Imperio celebra la proliferación de las diferencia proclamando: “¡Larga vida a la diferencia! ¡Abajo la binariedad esencialista!” (Negri y Hardt 2001: 162). Este riesgo de la celebración a ciegas de la proliferación de las diferencias está estrechamente relacionado con el énfasis en las luchas fragmentadas de las identidades políticas. c) Un énfasis fuerte en las luchas fragmentadas que se separan del concepto de totalidad social Según Gitlin (2000) la radicalización de la política de la identidad va en desmedro de una política de lo compartido. Es decir, la proliferación de las diferencias ha cuestionado los enfoques más restrictivos de la política y el sujeto, desplazando una visión reduccionista de la acción política centrada en los partidos políticos y ayudando a legitimar las identidades de género, raciales y étnicas en un ambiente intelectual dominado por la identificación de una única identidad política, la de clase (Arditi 2000: 114). Sin embargo, este proceso desconoció el reverso de la diferencia: el desconocimiento de los límites a las diferencias aceptables y el endurecimiento de las fronteras entre las distintas imágenes del mundo. De esta manera, en frecuentes ocasiones se pasó de un esencialismo de la totalidad a un esencialismo de la particularidad o de los elementos (Laclau y Mouffe 1985: 141). En este sentido, el “encerramiento de los dialectos en feudos exclusivos subvirtió la naturaleza de la solidaridad como un medio para convocar a distintas gentes en la lucha contra la opresión” (Arditi 2000: 117). El problema de fondo en este horizonte de luchas fragmentadas tiene que ver con el descrédito que han sufrido los universales –metarrelatos gustan llamar los posmodernos–. Ellos están asociados al imaginario de un fundamento último que permite dirimir disputas, reduciendo las tradiciones de la periferia a un mero particularismo. Arditi plantea que esto no tiene por qué ser así de manera necesaria; es decir, se puede pensar la universalidad como categoría impura y no como fundamento, ya que ella puede servir para pensar un terreno de intercambio en la negociación política. La negociación indica que hay una disputa entre las partes (aspecto éste que marca el carácter de irreductibilidad y, por tanto, de imposibilidad de lograr una sociedad totalmente reconciliada) y que hay una necesidad de construir acuerdos que trasciendan la particularidad de los participantes, lo cual tiene que ver con el sentido y el alcance de las propias reglas de juego, las cuales no son externas a la propia negociación (ellas deben ser definidas constitutivamente en el proceso mismo de negociación): “Con esto se des- 124 Fernando Garcés V. taca que la idea de universalidad no coincide con la de un referente o fundamento estable para dirimir disputas, sino más bien se refiere a una categoría ‘impura’ por cuanto que su condición como referente es configurada –al menos parcialmente– por la disputa, el intercambio o la negociación en cuestión (Arditi 2000: 122). Lo que se encuentra detrás de estos planteamientos es la tensión entre universalismo y particularismo, entre igualdad (equidad) y diferencia; lo que se encuentra detrás de este debate es la pregunta de cómo superar la fragmentación a fin de construir un proyecto sociopolítico desde las posiciones de subalternidad. La salida política que se propone en estos tiempos de diferencia es la búsqueda de universales construidos desde la articulación conflictiva de las particularidades, la búsqueda de un nuevo tipo de hegemonía. Sin embargo, es necesario tomar en cuenta que no es posible pensar, en el imaginario político actual, un proyecto transformador de sociedad fuera del marco de la democracia: por primera vez en la historia, las democracias no tienen un enemigo irreductible: ya no existe un proyecto diferente de la democracia, ya ningún partido tiene como programa la destrucción de la democracia, ni reivindica el uso de la violencia política. Este dato histórico es radicalmente nuevo. Se ha ingresado en una era de consenso democrático, y ello porque ya no hay, en nuestros sistemas políticos, una opción distinta de la democracia. Ya no hay partidos que puedan cristalizar el descontento de los individuos en la dirección de un modelo alterno […]. La clase política podrá estar desacreditada, acusada de corrupción, etc., pero ya no hay ataques reales contra los principios de la democracia pluralista como tal (Lipovetsky 2000: 34). Es en este contexto democrático que Chantal Mouffe (1993) plantea la necesidad de comprensión del antagonismo, el agonismo y el conflicto como parte constitutiva de la democracia misma. Para ello será necesario un giro en la comprensión del ejercicio político que nos permita transformar al enemigo (mirada antagonística) en adversario (mirada agonística), reconocer su legítima existencia y por tanto tolerarlo. Desde esta perspectiva, el pluralismo no sería un mal tolerado por los regímenes democráticos sino su necesidad constitutiva, multiplicando los espacios en los que las relaciones de poder se abran a la contestación democrática. La autora plantea como tarea la profundización de la revolución democrática y para ello se requiere crear nuevas posiciones subjetivas que permitan la articulación común de, por ejemplo, antirracismo, antisexismo, anticapitalismo. Estas articulaciones requieren a su vez un nuevo sentido común que transforme la identidad de los distintos grupos y que pueda articular las exigencias particulares con las exigencias de los otros mediante el principio de equivalencia democrática (Mouffe 1993: 39). Este sería el aporte posmoderno y su énfasis en la comprensión desencializada de las identidades: gracias a ella, las múltiples posiciones de sujeto se tornan la base de una propuesta de democracia plural y radical, siendo a la vez una crítica al concepto racionalista de sujeto unitario (Mouffe 1993: 27-42). Laclau y Mouffe (1985), por su parte, afirman el carácter relacional de toda identidad social. Este carácter relacional está dado por el concepto de articulación que implica la recomposición de elementos separados. Simultáneamente, para estos autores, ubicarse en el terreno de la articulación significa renunciar a la concepción de sociedad como totalidad fundante de procesos parciales. Así, “Una concepción que niegue todo enfoque esencialista de las relaciones sociales debe también afirmar el carácter precario de las identidades y la imposibilidad de fijar el sentido de los ‘elementos’ en ninguna literalidad última” (Laclau y Mouffe 1985: 132). arqueoantropológicas Año 1 Nº 1. 2011 125 De igual manera, la mirada relacional de las identidades sociales y políticas viene aparejada con el concepto de sobredeterminación. En él lo social se constituye como orden simbólico, lo cual implica que las relaciones sociales no constituyen momentos necesarios de una ley inmanente. El concepto de sobredeterminación está marcado por la comprensión de las identidades que nunca logran ser plenamente fijadas. Visto así, el concepto de sobredeterminación colisiona con el de determinación en última instancia por la economía. Los autores mencionados plantean que si la economía es determinante para todo tipo de sociedad entonces ella se define con independencia de todo tipo particular de sociedad. “Pero si las condiciones de existencia se definen haciendo abstracción de toda relación social, su única realidad es la de asegurar la existencia y el papel determinante de la economía” (Laclau y Mouffe: 135). Esta es la razón por la que no es posible sostener la clásica distinción metafórica althusseriana de estructura y superestructura: “no nos hace avanzar demasiado el saber que las superestructuras intervienen en el proceso de reproducción, si sabemos también desde el comienzo que son superestructuras, que tienen por tanto un lugar asignado en la topografía de lo social” (Laclau y Mouffe 1985: 137). Vemos entonces que hay una imposibilidad de fijación última de sentido, lo cual significa que tiene que haber fijaciones parciales porque si no el flujo de las diferencias sería imposible. De aquí se deriva que hablar de sujeto significa hablar de posiciones de sujeto, en el sentido de que esta categoría “está penetrada por el mismo carácter polisémico, ambiguo e incompleto que la sobredeterminación acuerda a toda identidad discursiva” (Laclau y Mouffe 1985: 163164). El juego de la sobredeterminación reintroduce, en las posiciones de sujeto, una totalidad imposible que desemboca en la posibilidad de articulación hegemónica. Desde otra perspectiva pero dentro del mismo horizonte de reflexión, Hopenhayn (2000) nos recuerda que la diferencia se hace frente al otro, pero también con el otro, debido a un pluralismo interpretativo que socava las pretensiones de valor absoluto. Y en términos específicos de identidades políticas, sus acciones están determinadas por su posición en la estructura de relaciones de fuerzas del campo político en un momento determinado (Bourdieu 1999). En fin, nuestra reflexión teórica desemboca en una necesidad política: la tarea de articular los posicionamientos identitarios subalternos desde la particularidad de las demandas específicas con las solidaridades más amplias que caminen hacia procesos emancipatorios. Esta articulación puede ser comprendida de mejor manera a través de la distinción de un nosotros que excluye al interlocutor y un nosotros que lo incluye; es decir entre la construcción de la identidad política propia y la articulación con otras subalternidades. En quechua esta distinción se marca lingüísticamente con los sufijos –yku y –nchik: con el primero se hace referencia a un ‘nosotros’ excluyente (ñuqayku) y con el segundo a un ‘nosotros’ incluyente (ñuqanchik). Así mismo, nos muestra la tarea política de luchar por la simultaneidad de reconocimiento y redistribución (Díaz-Polanco 2004), de diferencia y equidad (Wieviorka 2001), a la manera como lo plantea Santos (2007: 34): “Tenemos derecho a ser iguales cuando la diferencia nos inferioriza; tenemos el derecho a ser diferentes cuando la igualdad nos descaracteriza”. 126 Fernando Garcés V. Bibliografía Arditi, Benjamín 2000 El reverso de la diferencia, El reverso de la diferencia. Identidad y política, (editado por Benjamín) Arditi. Caracas: Nueva Sociedad. 99-124. Bobbio, Norberto 1985 Estado, gobierno y sociedad. Por una teoría general de la politica. Bogotá: FCE (2ª reimpr). Bourdieu, Pierre 1999 El campo político. La Paz: Plural. Coronil, Fernando 2000 Listening to the Subaltern: Postcolonial Studies and the Neocolonial Poetics of Subaltern States, Postcolonial Theory and Criticism, (editado por Laura Chrisman y Benita Parry). Cambridge: The English Association, 35-55. 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