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DE CARA A LOS SIMPOSIOS REGIONALES SOBRE FILOSOFÍA
Y AL CONGRESO MUNDIAL DE METAFÍSICA DE 2009,
IMPULSADO POR LA ESCUELA IDENTE,
LA FONDAZIONE IDENTE DI STUDI E DI RICERCA
Y EL INSTITUTO INTERNACIONAL DE METAFÍSICA Y MÍSTICA
Dimensiones del diálogo metafísico: ciencia, cultura y mística
Vías de acceso al pensamiento de Fernando Rielo
por
José María López Sevillano
Presidente de la Escuela Idente
El ser humano en el ejercicio de su experiencia y libertad se caracteriza por el afán
de interpretar, dar sentido y transformar la realidad que significa él mismo y la realidad
que le rodea. Acomete este hecho por medio de dos modos de observación: común y
científica. La observación común puede dejarse influir por las opiniones, por la
información o por los mensajes que el observador recibe por diferentes vías. Esta clase de
observación común es la menos valiosa, requiere poco esfuerzo y se caracteriza por una
especie de actitud inestable, proclive a ser influenciada por toda suerte de opiniones. Es
lo que podríamos denominar “observación común primaria”, que debe ser superada con
otra actitud que puede conseguirse con el esfuerzo intelectual selectivo. Obtendríamos, de
este modo, la “observación común de carácter culto” que, aunque mucho más rica que la
de carácter primario, no puede desprenderse, sin embargo, de sus análisis acomodaticios
sometidos a la opinión; por eso, no es todavía “observación científica”, pero prepara el
camino y dispone la capacidad observadora del ser humano para que éste se procure la
actitud científica por medio de una metodología apropiada.
Los Simposios Regionales de Filosofía y el próximo Congreso Mundial de
Metafísica del año 2009 en Roma deben entender el concepto de “ciencia”, no desde el
monismo cientificista que excluye lo que en la realidad hay de no cuantificable, sino
desde una concepción abierta que facilite, con rigor metodológico, las vías de acceso no
sólo al carácter sensible o matematizable de la realidad, sino también a aquella otra
dimensión que transciende el ámbito exclusivamente experimental. Para adquirir una
actitud científica abierta, auténtica, que esté al servicio del ser humano y para los fines
honestos del ser humano, tenemos, según el pensamiento de Fernando Rielo, dos posibles
formas metodológicas que atienden a las dos dimensiones en las que la realidad se nos
presenta: la metodología experimental y la metodología experiencial.
.- La metodología experimental, que es la que procede a interpretar y transformar
matemática y tecnológicamente la dimensión cuantificacional de la realidad. Esta
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metodología está al servicio material del ser humano, en lo que se refiere, no sólo a sus
necesidades primarias, sino al progreso del conocimiento y dominio del cosmos, de la
naturaleza y de la corporeidad, biología y sicología humanas; y a la posibilitación
material de las condiciones adecuadas para su bienestar en el ámbito personal, familiar,
social, económico, político, cultural, artístico o religioso; en este sentido, el ser humano
es el sujeto y fin de toda creatividad experimental, formal y tecnológica de la ciencia.
.- La metodología experiencial, que es la que procede a interpretar y transformar
metafísica y vivencialmente la dimensión incuantificacional de la realidad. Esta
metodología está al servicio espiritual de los valores y fines que contribuyen a la dignidad
del ser humano, estableciendo las mejores condiciones de posibilidad para que éste
desarrolle, personal y comunitariamente, los valores espirituales, culturales, creativos,
religiosos y, en general, vivenciales que conforman su naturaleza y contribuyen al
conocimiento y realización satisfactoria de su origen y destino ontológico e histórico.
Estas dos formas metodológicas incluyen, a su vez, multitud de métodos regionales
con los que sendas metodologías posibilitan y aportan el carácter de especialización y el
dominio propio de las diversas ciencias experimentales y experienciales. A las ciencias
experimentales, pertenecen las llamadas ciencias de la naturaleza, cosmológicas y
formales; a las ciencias experienciales, corresponden, a su vez, las llamadas ciencias del
espíritu, noológicas, culturales o humanistas. Debe incluirse, dentro del dominio del
campo experimental, la matemática y su “lógica”, porque son estas disciplinas las que
proporcionan a la observación científica, teniendo en cuenta la tendencia perfectiva de la
inteligencia humana, el mayor grado de “precisión” en la construcción de teorías y en la
comprobación experimental para obtención de datos, junto con la verificación, falsación y
corrección de dichas teorías. La limitación instrumental o tecnológica, en un momento
dado, no excluye de la comprobación experimental otros tipos de observación
cuantitativa, cuya interpretación científica, con la ayuda de la matemática y su lógica
formal, puede ser indirectamente verificada por los resultados positivos que se presentan
en el complejo proceso de la investigación. Sin la matemática y su lógica, la metodología
experimental no sería posible. Tampoco sería posible la metodología experiencial sin la
metafísica y su lógica vivencial en tal grado que ninguna corriente filosófica ha podido
obviarlas por una razón muy sencilla: la propensión que posee el ser humano de dar
unidad a su saber y a sus vivencias, llevando su reflexión a límite en su relación con la
realidad, y, en consecuencia, determinar cuál es el grado de compromiso existencial y
ético al que, individual y colectivamente, está dispuesto a llegar.
Si nos referimos a los logros de las ciencias experimentales, nadie puede dudar que
éstos sirven, de hecho, como factor corrector o eficaz árbitro a las desviaciones o
veleidades que puedan darse en el dominio experiencial: ¿acaso los hallazgos de la física,
de la biología o los métodos estadísticos, no son datos de control y de eficacia a ciencias
experienciales como la sociología, la sicología, la ética, la historia, el derecho, la
epistemología o la lingüística? También las ciencias experienciales otorgan una
perspectiva de amplia repercusión constructiva a las ciencias experimentales
estableciendo, fundamentalmente, las bases necesarias que enriquezcan un saber culto,
crítico y unificador que dé lugar a una sólida, dinámica y proyectiva ciencia metafísica
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que proporcione la dirección y el sentido a las ciencias en general, y a cada una de las
ciencias en particular.
Pero nuestros Simposios Regionales y Congresos Mundiales de Metafísica deben ir
aún más lejos. Las ciencias experienciales abren el dominio “experimentalista” de las
ciencias de la naturaleza a amplios horizontes de investigación y progreso en función del
ser humano: de la justicia, del bienestar, de la salud, del disfrute, dentro de una “siempre
mejor forma” de entendimiento y convivencia entre las sociedades y entre los individuos.
La religión, la sicología, la política, el derecho, la sociología, la ética, la bioética, la
sicoética, la pedagogía, pueden favorecer corrientes de opinión pública, sensibilidades o
formas de mentalidad, que hagan desistir al científico experimental de aquellas
intenciones o modos de comportamiento proclives a manipular las investigaciones, o
utilizar la ciencia, en provecho de ocultos intereses particulares, y en detrimento de las
condiciones de posibilidad para que el ser humano ejerza con dignidad y libertad aquellos
derechos y deberes que lo constituyen. Si hemos de admitir una moralidad en el
comportamiento científico, los criterios éticos no deben medirse ni por la eficacia, ni por
la utilidad que la ciencia y su técnica puedan aportar a la sociedad; antes bien, por aquello
que contribuya a la defensa de la persona humana, de su libertad, de sus derechos
inalienables, de su bien verdadero e integral, y de su destino transcendente.
La historia de la filosofía, con su vocación metafísica, se ha hecho cargo, aunque
reduciéndolas a áreas o disciplinas, de dar impulso y fundamento a las ciencias
experienciales; por eso, cada sistema filosófico intentará representar con su propio
método la máxima expresión de la metodología experiencial con el objeto de integrar en
sí las diversas ciencias humanísticas. Multitud de métodos son los que las filosofías han
propuesto como vías de acceso a la realidad, tomando con frecuencia de prestado
elementos metodológicos de las ciencias experimentales. Nominemos, entre otros,
algunos de los métodos más destacados: axiomático-deductivos o hipotético-deductivos,
logístico-analíticos,
holístico-estructuralistas
o
lingüístico-estructurales,
fenomenológicos, lingüístico-hermenéuticos, comunicativo-lingüísticos y comunicativoexistenciales, informáticos, operacionistas, analítico-procesuales e inductivo-funcionales,
sicológico-funcionales y sicológico-existenciales, verificacionistas o confirmacionistas,
refutacionistas o falsacionistas, dialécticos de carácter dialógico, lógico y procesual.
Ninguno de estos métodos parece tener la exclusiva. ¿Puede tener la metafísica un
método propio que recoja como propiedades estructurales las características
fundamentales de estos métodos?
La interpretación y transformación de la realidad incuantificacional experienciable,
infinitamente más amplia y transcendente que la dimensión experimental de la realidad,
no ha tenido el éxito metodológico de las ciencias de lo cuantificable como son las
llamadas ciencias de la naturaleza, de las que el pensamiento filosófico se ha sentido a
veces subyugado. ¿Qué ha pasado con la dimensión incuantificacional? Hay que pensar
que las distintas filosofías, o sistematizaciones acerca de la interpretación de la realidad
en general, se han quedado en el intento de pasar del estado de opinión al carácter culto
de la observación. Pero, en ningún caso, parece ser que los sistemas históricos de
pensamiento han acometido, a pesar de las diversas tentativas, el rigor metodológico de la
observación científica aplicada al dominio incuantificacional de la realidad, sin extrañas
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mezcolanzas con la metodología experimental. Toda ciencia recorre la vía de la
experiencia: las experimentales, la experiencia “matematológica” o pragmática; las
experienciales, la experiencia “mística” o vivencial. Más del 90% de los conceptos
fundamentales del lenguaje humano sirve para expresar, en términos metafísicos, esta
indecible riqueza de la experiencia mística, inacesible a la formulación estrictamente
matemática. Podemos extraer algunos de estos conceptos: espíritu, fe, libertad, amor,
generosidad, misericordia, justicia, paz, dignidad, responsabilidad, virtud, derechos,
deberes, creatividad, conciencia, aspiración, valor, bondad, solidaridad, inmortalidad,
destino, felicidad, etc., etc. Incluso otros conceptos que ad litteram expresan un sentido
puramente formal o matemático, no lo son tales si se tienen en cuenta las connotaciones y
denotaciones que, con sentido vivencial y de transcendencia, presentan en contextos
oracionales, discursivos o dialógicos. No existe, sin embargo, una demarcación absoluta
de las ciencias experimentales con las ciencias experienciales; antes bien, los dos ámbitos
científicos, sin prestarse a la mezcolanza y confusión, están abiertos entre sí en tal grado
que constituyen una franja de intersección en la que unas ciencias aportan información
válida a otras.
Nos detenemos en las ciencias experienciales. La historia del pensamiento —afirma
Rielo— ha consistido en una sucesión de subjetivaciones objetivadas sistemáticamente
que corresponden a las diversas formas de interpretar experiencialmente la realidad. Pero
lo importante, según nuestro autor, no es constatar que haya multitud de interpretaciones,
incluso dispares, acerca de la realidad, aunque estas interpretaciones hayan pasado por el
tamiz de la observación culta. Debemos preguntarnos a qué es debido este hecho y a
dónde puede conducirnos. Un primer arranque de esta observación, aplicada a la historia
de la filosofía, podría movernos a pensar que la multitud de interpretaciones es inevitable,
y bien pudiera llevarnos a considerar que la observación culta de la realidad desemboca
en dos actitudes irrevocables: el escepticismo y el relativismo. Si hacemos un nuevo
esfuerzo de observación, ahora sobre estas dos actitudes, vemos que, aceptándolas,
obtendríamos a primera vista algunos réditos: podemos hacernos con cantidades ingentes
de información, ordenarlas e interpretarlas conforme a las distintas circunstancias,
sensibilidad o intereses del momento, adaptarlas a las tendencias culturales,
caracterológicas o sicológicas del observador; podríamos, en definitiva, manejar todo al
gusto del momento, del individuo o de la sociedad. Son actitudes, diríamos, rentables
superficialmente, pues intentan obviar siempre lo que hay de excedente e insondable en el
ser humano. No se favorece, con ello, una “actitud” y “aptitud” verdaderamente
científicas porque estas posiciones, escepticismo y relativismo, se constituyen en el
refugium difficultatum de los problemas experienciales y vivenciales que acucian,
hondamente, a todo ser humano; entre estos problemas, nos encontramos con la dificultad
de elevar a observación científica la tendencia inextinguible al absoluto o la sed
insaciable de infinito, que constituyen el motor de todas las motivaciones de la persona
humana más allá del carácter estimúlico que mueve a los seres impersonales.
La constatación de la fuerza espiritual de estas vivencias primigenias, presentes en
el modo de sentir y de actuar humanos marcando indeleblemente su consciencia, es
interpretada y asumida por el imperativo de una reflexión ordenada y por la exigencia de
compromiso vital, en tal grado que la forma en que acometamos esta reflexión y la forma
en que nos comprometamos vivencialmente determinarán los diferentes modos de hacer
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filosofía. El ser humano no puede pasar olímpicamente de estas vivencias profundas —
aunque éstas, por distintas causas, se encuentren difusas y débiles— sin dejar en él toda
suerte de represiones y de anomalías, y desarrollar hábitos y actitudes complejas, que
afectarán no sólo a su comportamiento individual y social, sino también a sus creencias, a
su mentalidad, a su formación, a su cultura y, cómo no, a su creatividad espiritual y
estética. La causa de que la objetivación de estas vivencias en la sistematización
filosófica y en el comportamiento religioso sean múltiples y dispares se debe a que no
quedan eliminadas aquellas anomalías y complejidades, pasando éstas a su canalización
cultural y social por medio de la reflexión filosófica.
El primer esfuerzo de superación y desenmascaramiento de lo que estas actitudes
poseen de inauténticas es observar que todas las filosofías se originan y se desarrollan en
virtud de una constante natural que define al acto reflexivo: la búsqueda del fundamento.
Esta constante, en la que cualquier pensamiento pretende validarse, posee la estructura de
tres momentos precisos:
a) el imperativo de la dirección y sentido últimos con el intento de llevar la
experiencia reflexiva a límite;
b) la tendencia a la unificación frente a la percepción fragmentaria y caótica de los
datos de experiencia;
c) la exigencia de compromiso ontológico del que deriva el compromiso ético.
Si todas las filosofías se rigen por esta constante estructurada de la búsqueda del
fundamento, ¿cómo es posible que éstas nos ofrezcan resultados tan distintos y tan
dispares? Rielo descubre que la multitud de interpretaciones depende de la actitud y
aptitud del filósofo ante esta constante del filosofar; esto es, la forma en que el filósofo
acomete la búsqueda del fundamento con el imperativo de la ultimidad, con la tendencia a
la unificación y con la exigencia del compromiso, es lo que determina la diversidad de
filosofías. De lo que se trata, entonces, no es de que todas las filosofías operen desde la
misma constante, sino de la forma cómo se abordan los momentos estructurales de esta
constante y de la forma cómo se elige un modelo que se cree último, unificador y
compromisorio. Las ciencias experienciales, según Rielo, deben ofrecernos la mejor
opción posible, pero no engañados por el afán de convicción de una sofística que nos
ofrece un buen producto a bajo precio, ni por la estética o el arte del buen decir, ni por la
tentación de connivencia con la mentalidad y sensibilidad del momento, ni por el interés
que conlleva la capacidad o posibilidades de la difusión… La mejor opción posible
únicamente nos la puede presentar la metodología científica. La razón es muy sencilla:
sólo la metodología científica puede formar bien nuestra visión de la realidad, señalarnos
el modelo adecuado y exigirnos el compromiso vital.
Según esto, para comprender cualquier filosofía y poseer una actitud crítica ante la
misma, debemos situarnos bajo aquella forma óptima de observar la constante del
filosofar y aquella actitud que nos proporcione el distanciamiento o desprendimiento
suficiente para contemplar las posibilidades del correspondiente modelo. Difícil sería
entender un sistema filosófico si no lo hiciéramos desde esta óptica. Por eso, si con la
constante del filosofar queremos ir al fundamento de todas las filosofías, debemos
responder a estas tres preguntas esenciales: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar en
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nuestra reflexión?, ¿desde qué modelo unitivo o fundante estamos dispuestos a observarlo
todo?, ¿hasta dónde somos capaces de comprometernos vivencialmente? La respuesta que
demos a estos interrogantes nos hará identificar con alguna de las filosofías y discrepar de
las demás, o discrepar de todas las filosofías y establecer otra diferente.
Permanece, no obstante, la raíz del problema porque aún no hemos encontrado la
deformidad más grave, la enfermedad —diríamos— que padece nuestra reflexión
filosófica, y no nos hemos planteado, seriamente, atajar esta enfermedad para poder
formar bien nuestra visión de la realidad. Parece como si nos hubiéramos acostumbrado a
convivir con una especie de virus mutágeno que, distorsionando nuestra reflexión, hiciera
que lo que creemos ser una buena interpretación de la realidad sea, de hecho, una
interpretación anómala. Esta patología se debe a que la estructura mental con la que
reflexionamos está corrompida por una tendencia compulsiva a atrapar cualquier cosa
absolutizándola en sí misma, haciendo con esta forma mentis un constructo conceptual
tautologizado. Esto sucede, sobre todo, en la reflexión sobre el carácter incuantificacional
de la realidad. Cuando procuramos capturar la realidad expresada en constructos como
“ser”, “vida”, “existencia”, “infinito”, “persona”, etc., utilizamos una misma estructura
mental con la que intentamos inmovilizar, clausurar, la realidad significada en un
concepto que adquiere la característica de la identidad elevada a absoluto: “X es X”. Esta
estructura puede desarrollar diversas mutaciones formales en el functor: “X en cuanto X”,
“X = X”, “X 3 X” “X en X”, etc. Pero toda variación en el functor [“es”, “en cuanto”,
“=”, “3”, “en”], cuando éste es un functor monádico —esto es, que une un mismo
término reduplicándolo—, carece de sentido sintáctico, porque el predicado [X] nada
añade al sujeto [X] ya que constituyen el mismo término; carece de sentido lógico,
porque la definición de “X” es por recurso maniobrero de introducir “-X” para negarla
después [--X], siendo que, a su vez, la definición de “-X” es por recurso también
maniobrero de introducir “X” para negarla después [-X]; y carece, finalmente, de sentido
metafísico porque toda estructura identitática se reduce a una petitio principii con el
absurdo de definir “X” por la negación de “-X” y “-X” por la negación de “X”. Todas
las mutaciones que se dan en esta estructura afectan a los diversos constructos: da lo
mismo afirmar “ser es ser” que “ser en cuanto ser”, o “absoluto es absoluto” que
“absoluto en cuanto absoluto”, “vida es vida”, etc., etc. La carga semántica dada a estos
conceptos es, por carecer de definición, una carga a la deriva de una intuición que,
quedando colapsada en sí misma, no puede sino reduplicar el concepto. Es una intuición
deforme que, cediendo a la comodidad de la ignava ratio, llena el vacío de la definición
con la dispersión de una descriptividad connotativa y denotativa, cuyo resultado es hacer
de una misma realidad multitud de interpretaciones dispares. Sumidos en esta patología,
al final todo vale.
De lo que se trata, en definitiva, es utilizar una buena terapia intelectual, es “formar
bien” nuestra interpretación de la realidad buscando la forma de vencer la resistencia
identitática. Nos hemos anclado en la forma mentis, arrastrando con ella la forma
voluntatis y la forma unctionis. O más bien es la forma unctionis la que ha arrastrado a la
forma mentis y a la forma voluntatis. La forma unctionis es “tendencia unitiva hacia
algo”, es la forma de unirnos con algo o con alguien, que es, en definitiva, lo que
determina nuestra forma voluntatis y nuestra forma mentis. En este sentido, la forma
mentis de la identidad tiene su origen en la forma unctionis de la identidad. Es lo que
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Rielo denomina “identidad existencial” de la que deriva la “identidad mental” y la
“identidad volitiva”. Si la tendencia unitiva soy yo mismo o la proyección de mí mismo,
he incurrido en la identidad existencial de mi yo en mi yo en tal grado que mi inteligencia
y mi voluntad quedarán determinadas por esta actitud “egológica”, de la que todo es
proyección. Actuando en este sentido —y la historia del pensamiento no se ha liberado de
esta actitud—, cada pensador ha querido buscar, tener, asumir su propia filosofía; ha
preferido, en el legítimo ejercicio de su libertad, el riesgo de reducir su pensamiento a
opinión particular que contribuir, también desde el legítimo ejercicio de su libertad y de
todas sus aptitudes, a la forma de enriquecer, impulsar y desarrollar la metafísica como
ciencia. Se cumple, de este modo, aquella sabia sentencia de Richard Whateley: “Todos
desean ardientemente tener la verdad de su parte; muy pocos el estar de parte de la
verdad”.
Lo primero que debemos tener en cuenta en nuestro empeño de una verdadera
terapia intelectual no es la “buena intención”, como tampoco lo es la “buena voluntad” o
el “buen corazón”. ¿Qué sistema filosófico no está lleno de buenas intenciones y de
buenos “haceres”? La condición de posibilidad para “formar bien” la interpretación de la
realidad es, sobre todo, la “buena fe”: aquélla que, con apertura dialogal, nos hace llevar a
límite nuestra reflexión; aquélla que, con la máxima simplicidad, nos inclina a la unidad
frente al caos y la dispersión; aquélla que, con lúcido entusiasmo y creíble convicción,
nos hace dar de sí lo que, en realidad, somos. Éste es comportamiento connatural,
genético, más allá de lo biológico o procesual: es el comportamiento ontológico o místico
que, codificado en el espíritu humano, Rielo analiza con empeño metodológico. Pero sólo
puede tener “buena fe” quien hace todo lo que está en sus posibilidades: Facienti quod est
in se, optimam fidem habet. No tener “buena fe” no significa, por otra parte, tener
necesariamente “mala fe”, sino sencillamente “no hacer todo lo posible” o no estar
dispuesto a “hacer todo lo que se puede”. La “buena fe” tampoco es de aquel que,
subjetiva o sicológicamente, cree hacer todo lo posible. Esto es debido, según Rielo, a la
“mentira sicológica” que dimana de las tendencias oscuras y poderosas que surgen de la
misma base del siquismo, de los estados complejos de inconsciencia con sus invasiones
clandestinas, con sus ocultaciones, con sus disfraces, con sus sustituciones, y, en general,
con las contaminaciones que derivan de la cultura, mentalidad y sensibilidad de la época,
cuando éstas se asumen superficialmente o responden a seudonecesidades inconscientes o
disimuladas del siquismo temperamental o emocional.
Si llevar nuestra reflexión a límite significa proyectar nuestras vivencias en un yo
que es reflejo de nuestro yo, sea éste subjetivo o intersubjetivo, nos habríamos quedado
en los límites exiguos de nuestra consciencia individual o colectiva sin salir de nuestro
propio yo; esto es, nos habríamos quedado a mitad de camino, habríamos decidido por lo
convencional o consensuado, habríamos puesto topes arbitrarios a nuestra reflexión
abierta al infinito, lo habríamos relativizado todo, y, en definitiva, habríamos caminado a
la deriva. Nunca conseguiríamos, sin la “buena fe”, dar con la metafísica como ciencia;
esto es, como interpretación última y sistemática “bien formada” de la realidad.
Habríamos optado no por la metafísica como ciencia, sino que nos habríamos dejado
influir por una de tantas filosofías a imagen y semejanza de un yo versátil, mistificado,
incapaz de abrirse más allá de su propia subjetividad o intersubjetividad proyectiva.
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Para conseguir el propósito de la metafísica como ciencia, Rielo propone como
único modelo su concepción genética del principio de relación. Piensa él que la visión
bien formada de este modelo puede venir dada, experiencialmente, por el imperativo
ontológico de llevar nuestra reflexión a límite, cuando ésta se empeña en la mejor forma
de “elevación a absoluto” y la exigencia del compromiso radical cuando éste está
formado por el amor. Y esto por una sencilla constatación experiencial: la inteligencia
humana y todo nuestro ser se perciben disposicionalmente abiertos al infinito del
absoluto. Nadie puede negar esta experiencia connatural a todo ser humano que, con
dirección y sentido, le interpela, le impele y le exige, motivacional y libremente,
transcenderse, superarse, ir más allá de sí mismo; es lo que Fernando Rielo denomina
“experiencia extática”. Se podrá cambiar de nombre a esta experiencia genética, se podrá
rebajar su importancia, tenerla como resultado cultural, y, en resumidas cuentas, podrá
ser sometida a multitud de interpretaciones. Pero ahí permanece esta experiencia
primigenia del ser humano que, distinguiéndole de los demás seres impersonales, le hace
un ser singular, personal, al cual no puede renunciar. Este hecho explica, a su vez, otro
hecho universal: el afán absolutizante del ser humano porque su yo, proclive a llevar todo
a límite, busca la absolutización; esto es, “unirse” con ese absoluto que cree haber
hallado.
El pensamiento rieliano detecta estos hechos, pero no se queda en análisis más o
menos cultos, más o menos sugerentes, sobre ellos. No se trata de que nuestro yo posea
una potencia absolutivadora, verdadera potencia de unión, sino de saber la forma de
utilizarla; esto es, debemos preguntarnos qué es lo que absolutizamos, a qué es a lo que
nos unimos, y también plantearnos el cómo, el por qué y el para qué lo absolutizamos y
nos unimos. Esta actitud nos obliga a ponernos en guardia porque toda la historia de la
filosofía ha sido un claro ejemplo de absolutización de axiomas o principios que, con
vocación a interpretar y transformar la realidad, fueron asumidos como modelos
absolutos. Estas absolutizaciones, dispares según la filosofía en cuestión, han sido
extraídas:
a) de un dato material como el agua, el fuego, la materia, dando como resultado las
diversas formas del cosmologismo, positivismo o materialismo;
b) de un hecho de evidencia como el movimiento, el devenir, el fenómeno, dando
como resultado las diversas formas de la dialéctica, de la hermenéutica o de la
fenomenología;
c) de una acción genérica como el ser, el pensar, el existir, el vivir, dando como
resultado las diversas formas del esencialismo, racionalismo, existencialismo
o vitalismo;
d) de un concepto expresivo como la idea, la sustancia, el yo, la relación, dando
como resultado las diversas formas del idealismo, objetivismo, subjetivismo o
relativismo. Etc., etc.
Rielo no niega la parte de verdad que corresponde a cada uno de los sistemas
filosóficos por una razón muy sencilla que le dicta su propio modelo: no puede existir el
error absoluto. Por la misma razón, tampoco la “absolutización” puede ser absoluta. Hay
una inclinación ineluctable a la verdad como también la hay a la absolutización: cuando
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creemos que algo es verdad, propendemos a absolutizarlo y lo hipostasiamos en
conceptos, en juicios o en raciocinios para intentar convencernos y convencer a los demás
mediante el discurso o la sistematización. Estas tendencias son puestas de manifiesto, de
modo especial, por los filósofos. Descartes, por ejemplo, creyó que su “pienso luego
existo” era la primera verdad clara y distinta; por eso, la convirtió formalmente en un
absoluto irrenunciable. ¿Qué filósofo escapa de convertir su verdad primera en un
absoluto?
La constatación de esta actitud filosofal debe llevarnos a sustituir la actitud
absolutizadora por otra actitud que resulte “bien formada”. Rielo denomina a esta actitud
“bien formada”, tendente al absoluto, “actitud absolutivadora”. La primera actitud
esconde el peso de la incomunicación identitática. Pongamos el ejemplo cartesiano del
cogito: el “pienso luego existo” es simplemente “pienso luego existo”, pues, tomado
como verdad absoluta, ya no se puede ir ni más allá ni más acá; en el “pienso luego
existo” cree Descartes encontrar toda carga semántica, cultural, existencial; ya nada se
puede decir, sino explicar toda la realidad desde este «“yo” pienso», un yo inmanente,
cerrado, que es, en última instancia, el supuesto y la referencia última de interpretación de
la realidad. Ésta ha sido la actitud de todas las filosofías hasta el presente: una proyección
del yo en la que cualquier interpretación de la realidad no puede ir más allá de ser a
imagen y semejanza de ese yo, de esa subjetividad fluctuante del filósofo. Resulta, de este
modo, que lo que la filosofía ha creído ser su verdad absoluta puede, en última instancia,
resolverse en un “yo” que no sólo se dice, como afirma Aristóteles del “ser”, de muchas
maneras, sino que, sobre todo, se proyecta de muchas maneras. El ser de Aristóteles no es
más que una objetivación reflexiva a imagen y semejanza de un yo que concibe lo
abstracto en lo concreto, lo universal en lo particular. La tendencia taxonómica de
Aristóteles con los animales y las plantas le lleva a concebir un mundo de estructuras
donde la metafísica, más que ciencia, se hace una especie de lógica y una especie de
metodología formales de un universal “ser en cuanto ser” que, estructura de la realidad,
no puede sino decirse de muchas maneras y hallarse particularizado en un “ser en cuanto
ser esto o ser aquello”. La realidad es, de este modo, una proyección abstracta de un yo
racional que, concibiendo desde sí mismo lo universal en lo particular, describe la
realidad que cree haber mediante géneros, especies e individuos.
Nuestra experiencia del yo, sin embargo, es finita, pero es una finitud abierta a la
infinitud del absoluto. No existe, por tanto, un finito “yo absoluto”, pero sí tenemos
experiencia de un finito yo abierto al infinito del absoluto. ¿Qué quiere decir esto? Que el
absoluto está presente en el vivir del ser humano; pero no está presente de cualquier
modo. El ser humano habla del absoluto, tiende al absoluto, concibe el absoluto, aunque
esta “constitutividad absolutiva” sea desviada por el propio ser humano en tal grado que
éste puede pasarse la vida “absolutizando” a su imagen y semejanza o proyectando en
“otra cosa” su potencia absolutivadora. La presencia del absoluto no es, pues, como otra
presencia cualquiera; es una presencia esencial, constitutiva de nuestro ser personal. Es
una presencia que, lejos de esa enfermedad proyectiva de un yo ensimismado que no
puede salir de sí, nos lleva a una verdadera comunicación dialogal con el modelo absoluto
que, codificado en nuestro yo como presencia inhabitante de un principio absoluto de
relación que nos define como personas, se nos tiene que presentar constituido,
genéticamente, por personas divinas que se definen metafísicamente entre sí. No puede
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existir, según la concepción rieliana, un absoluto solipsista: éste no sería sino una
proyección del yo cerrado, inmanente, incomunicado e incomunicable; sería, en realidad,
una antropomorfización del absoluto. La codificación del principio genético en el ser
humano hace que el ser humano posea un estado de ser personal que le capacita para
concebir este principio genético de relación y poseer el modo de comportamiento que
marca su código. Pero el principio genético no hace del ser humano un absoluto, sino
persona capax absoluti; esto es, lo hace, más allá de un yo cerrado e inmanente, persona
abierta al absoluto.
Que la persona humana sea capax absoluti no significa que su comportamiento
genético sea la absolutización. Rielo distingue entre “absolutización” y “absolutivación”.
La elevación a absoluto no debe ser una absolutización de algo previo que se transforma
en modelo; en este caso, sería un constructo, una tautología, un concepto cerrado,
idéntico a sí mismo; en definitiva, una absolutización de algo a imagen y semejanza de un
yo concipiente. La elevación a absoluto debe incluir el qué y el cómo de la elevación, la
ruptura de la identidad o huida de la abstracción y el remonte sobre el ámbito
cuantificacional. Sólo así puede convertirse la elevación a absoluto en una constatación
experiencial del modelo, en una verdadera “absolutivación”. Para ello, concibe Rielo una
metodología que venga codificada e impulsada por el propio modelo. De este modo, el
disposicional genético, más que biológico, más que procesual, es, sobre todo, metafísico
y ontológico. La metodología experiencial comienza cuando, proponiéndonos la vía de
acceso a la realidad incuantificacional, encontremos su función primada en la vivencia
del modelo, sea éste implícito o explícito a nuestra reflexión. Pero la función vivencial no
puede separarse de la función epistemológica de llevar nuestra reflexión a límite; no
puede separarse tampoco de la función lógica, que incluye en su formalidad la presencia
del modelo como tertio incluso; y, además, no puede prescindir de la función sistemática
en la que la metafísica encontraría como ciencia su consistencia, completitud y
decidibilidad.
Nuestro yo no estaría abierto al absoluto si el absoluto no estuviera
constituyéndonos disposicionalmente con su divina presencia. Esta divina presencia del
absoluto es, evidentemente, “más” (“+”) que nuestro yo, pero al mismo tiempo lo define.
De aquí la importancia metodológica que adquiere la ruptura de la identidad en el sistema
rieliano. Rielo sustituye la fórmula identitática “yo soy yo” por la concepción genética
que viene expresada en un “yo soy yo y algo + que yo”. Este “+” es el estado de ser en
que deja, constitutivamente, la divina presencia del absoluto a nuestro yo. Es el
patrimonio ontológico o místico en virtud del cual nuestra personalidad cobra dirección y
sentido al infinito del absoluto. El absoluto es, pues, nuestro atractor. Ahora bien, la
forma de relación del absoluto y mi yo no puede ser absoluta porque un término, mi yo,
aunque finito abierto al infinito, posee, sin embargo, el límite de la finitud. Ésta es
vivencia ineludible del ser humano: la experiencia de su finitud. Pero esta experiencia de
la finitud no queda ahí, en su finitud, sino que es experiencia fundamental y primigenia
de una finitud abierta a la infinitud del absoluto. Por eso, nuestra relación con el absoluto
no puede ser absoluta; esto es, no puede constituirse en el absoluto. Y si esta relación no
puede ser absoluta, sí en cambio es una relación abierta al absoluto por codificación, por
presencia del propio absoluto en el ser humano. A partir de aquí, Rielo se centrará en el
Vías de acceso al pensamiento de Fernando Rielo
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absoluto como modelo: un modelo que la persona humana puede conocer porque la
presencia de aquél la está constituyendo como tal persona.
Rota la identidad “yo soy yo” por la congeneticidad del “yo soy yo y algo + que
yo”, podemos observar inmediatamente nuestra constitución relacional: el “+ que yo” es
el estado de ser en que deja a nuestro yo la divina presencia constitutiva del absoluto. La
forma, pues, de nuestra relación con el absoluto todo lo preside espiritual, unitiva,
intelectiva y volitivamente.
Es ahora cuando podemos tener una verdadera actitud disposicional para formar
bien la relación elevada a absoluto. No es cualquier relación: no es la relación del hombre
con la naturaleza, ni del hombre con lo indeterminado, ni del hombre con el otro —sea
este “otro” otro hombre o Dios—, lo que debe elevarse a absoluto. Ya lo hemos visto: no
podemos elevar a absoluto ni siquiera nuestra relación con Dios, porque ésta, inmersos en
nuestra experiencia de finitud, es una relación, aunque abierta al infinito, finita.
Una cosa es cierta: si el absoluto me constituye en relación es porque el absoluto es
también relación. Lo codificado está de modo sumo en el codificante. ¿En qué consiste
esta relación absoluta? ¿Cómo podemos concebirla? La ruptura de la identidad “yo soy
yo”, mejor dicho, la concepción genética de un “yo+” definido por la divina presencia
constitutiva del absoluto, nos hace concebir que tampoco hay identidad absoluta en el
absoluto. La relacionalidad del “yo+” nos tiene que llevar necesariamente a la
relacionalidad del absoluto. He aquí que estamos ya en las mejores condiciones de formar
bien esa regla metodológica de la elevación a absoluto. ¿Qué elevamos a absoluto? La
respuesta es muy sencilla: la relación del absoluto. Pero no existe ni el concepto de “la
relación es la relación” ni el concepto de “el absoluto es el absoluto”, sino un absoluto
que no soy yo, pero que, constituyéndome “relacionalmente”, tiene que ser relación
independientemente de mí, una relación que, elevada a absoluto y rota la identidad, nos es
“videnciada” por dos seres personales en inmanente complementariedad intrínseca: no
menos de dos, porque habríamos incurrido en la identidad absoluta de un ser en su ser
imposibilitando toda relación; no más de dos, porque un tercer ser personal es,
racionalmente, un excedente metafísico. Son, por último, seres porque la nada no puede
constituir relación, y son, además, seres personales porque la persona es la suprema
expresión del ser. ¿Qué es el absoluto? El absoluto no es “absoluto en cuanto absoluto”,
sino el “sujeto absoluto” constituido por, al menos, dos seres personales en inmanente
complementariedad intrínseca. Es “sujeto” absoluto porque las personas divinas son: ad
intra, “sujeto absoluto” de sí mismas; y ad extra, sujeto absoluto de todo lo que no son
“sí mismas”.
Sólo el diálogo de amor de, al menos, dos seres personales que constituyen única
esseidad o congeneticidad, puede ser, exigitivamente, el referente absoluto de una divina
presencia que nos constituye, ontológica o místicamente, como seres personales abiertos
a la infinitud constituida por las personas divinas. Rielo hace así una diferencia
importante entre metafísica y ontología o mística:
.- la metafísica es la ciencia del sujeto absoluto ad intra constituido por personas
divinas;
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.- la ontología o mística es la ciencia de la divina presencia constitutiva de este
sujeto absoluto en la persona finita supuesta la libre creación de ésta por aquél.
La presencia en nosotros del principio absoluto, constituido por personas divinas, es
presencia que, a su vez, constituye nuestro “ser persona” porque sólo la persona puede
ser, ontológicamente, persona entre personas. Esta divina presencia constitutiva del sujeto
absoluto en nosotros es, pues, el atractor que nos hace transcender o salir de nosotros
mismos para comunicarnos transverberativamente como personas con las personas
divinas, con las personas finitas y, en general, con la naturaleza. El modelo absoluto,
modelo constituido por personas divinas, hace que no exista el concepto de persona en
cuanto persona, sino que la persona se define, metafísicamente, por otra persona. La
razón es sencilla: nada hay superior ni inferior al concepto de persona que pueda definir a
la persona. La persona, por tanto, no puede ser definida, metafísicamente, por sí misma,
sino por otra persona realmente distinta. En caso contrario, habríamos incurrido,
absurdamente, en la petitio principii o en la carencia de sentido sintáctico, lógico y
metafísico de todo concepto, expresión o análisis tautológicos o identitáticos.
Ello es evitado, metafísicamente, por la concepción genética del principio de
relación, porque ésta hace imposible la identidad absoluta: ad intra, del ser en cuanto ser
por la congeneticidad de dos seres personales en inmanente complementariedad
intrínseca; ad extra, de la nada en cuanto nada por la genética posibilidad de todo lo que
no es el sujeto absoluto, en virtud de la cual el sujeto absoluto puede crear libremente los
seres y las cosas. Por eso, afirma Rielo que sólo si hay posibilidad genética de ser,
establecida a priori por imposibilitación de la nada absoluta, puede darse la libre creación
de seres y cosas por el sujeto absoluto.
La sustancia de la persona humana es, conforme al modelo, una relación de
congeneticidad mística porque las personas divinas son, metafísicamente, congenéticas
constituyendo único principio de relación, esto es, única geneticidad absoluta. De este
modo, el sujeto absoluto transmite con su divina presencia su patrimonio, su riqueza
personal, al ser humano constituyendo a éste como persona capaz de libertad, de verdad,
de bien, de hermosura; capaz, en fin, de continua riqueza mística a vivir, a desarrollar, a
expresar. El ser humano ha sido constituido, de este modo, mística u ontológica deidad a
imagen y semejanza de la divina o metafísica Deidad. ¿Qué quiere decir esto? Que si las
personas divinas crean con libertad absoluta, omnisciente y omnipotentemente, a la
persona humana a su imagen y semejanza, la libertad de la persona humana es, a imagen
y semejanza de la libertad divina, mística libertad de la divina libertad; pero una mística
libertad que tiene como funciones la mística omnisciencia y omnipotencia de la divina
omnisciencia y omnipotencia. La libertad humana posee, no obstante, dos límites: formal,
la condición de su finitud sujeta a la ignorancia y a la impotencia; transcendental, la
apertura a la infinitud de la omnisciencia y omnipotencia divinas.
Salvado el condicionante de su finitud por el que puede degradar su libertad, la
persona humana posee en su ser y en su actuar carácter teantrópico; esto es, el divino acto
absoluto ad extra de las personas divinas en el místico acto ontológico de la persona
humana hace que toda acción mística de la persona humana sea acción sinérgica porque
es acción de las personas divinas en la persona humana con la persona humana. El
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enunciado que define nuestro carácter teantrópico es sencillo: las personas divinas se
constituyen en acción agente en la acción receptiva de la persona humana.
Hasta aquí el pensamiento rieliano ha intentado fundamentar, con su definición
mística del ser humano, un ecumenismo cultural y religioso aportado por el modelo a la
ratio intellectus. Todas las filosofías, todas las culturas, todas las religiones e, incluso, las
actitudes agnósticas y ateas, adquieren sentido y fundamento dentro de este dialogal
genético, que se presenta abierto en “grado de suficiencia”.
Pero lo mejor de la concepción genética del principio de relación lo va a aportar la
ratio fidei. Para Rielo, esta ratio fidei es necesariamente cristológica. Cristo, el metafísico
por excelencia, nos revela tres hechos fundamentales y decisivos, otorgados a nuestra
inteligencia abierta al absoluto, para entender en “grado de satisfacibilidad” el modelo:
primero, que Él es una de las dos personas divinas que constituyen la concepción genética
del principio de relación; segundo, que Él es el Hijo encarnado en una naturaleza humana
para redimir y salvar al ser humano, y la otra persona divina es el Padre eterno; tercero,
que existe, además, una tercera persona divina, que denomina Espíritu Santo. Si para la
ratio intellectus el modelo era “Binidad”, para la ratio fidei el modelo es “Trinidad”. En
fin, la aportación cristológica, trinitaria y eclesial del pensamiento rieliano, además de
servir de fundamentación a las ciencias experienciales y posibilitar el diálogo con todas
las culturas y religiones, es, quizás, la mejor —prefiero no quedarme corto—
contribución de nuestro tiempo.
Un Congreso de Metafísica sólo puede tener éxito si se propone como finalidad
esencial ofrecer, por medio del empeño dialogal y del trabajo en equipo, una buena
profilaxis y una buena terapia intelectual para docentes y discentes universitarios en las
disciplinas humanísticas. Ninguna disciplina, ninguna ciencia, debe excluirse de su
apertura a la metafísica; incluso el científico experimental puede encontrar su fuente de
inspiración en la metafísica, porque el metafísico auténtico es amante de la ciencia, de
toda ciencia, como lo es también de toda cultura, mentalidad, sensibilidad y religión. Y
es, precisamente, la aperturidad a la metafísica lo que —por desidia, por inhibición o por
la barrera del prejuicio— se intenta ocultar hoy en la enseñanza universitaria. Se hace
necesario que sepamos descubrir, desarrollar y testimoniar la vocación del ser humano a
la metafísica, aunque sólo sea para “formar bien” nuestra visión del mundo y nuestro
compromiso consecuente, factores imprescindibles del sentido de la vida, del progreso y
del bienestar del ser humano como persona y sociedad.