En esta conversación entre Sócrates y Calicles, Platón nos presenta a Sócrates como alguien que no se dedica a la política en el sentido en que lo hacen sus conciudadanos, sino al verdadero arte de la política. Se nos ofrece una descripción de Sócrates que lo presenta como alguien que, con exactitud y valentía, les dirá la verdad a los atenienses para su bien, sin complacerlos como los aduladores, exponiéndose por ello a ser juzgado y condenado del mismo modo que juzgarían los niños a un médico acusado ante ellos por un cocinero. El texto se encuentra al final del Gorgias. Sóc. – Explícame, por tanto, a qué clase de servicio de la ciudad me invitas. ¿Es al de luchar con energía para que los atenienses sean mejores, como hace un médico, o al de servirlos y adularlos? Dime la verdad, Calicles; justo es, en efecto, que termines la conversación exponiendo tus pensamientos con la misma franqueza con que empezaste a hablarme; dímelo con exactitud y valentía. Cal. – Pues bien, te digo que se trata de servirlos. Sóc. – Luego me invitas, amigo, a ser un adulador. Cal. – Un misio, si prefieres la expresión, Sócrates, porque si no obras así… Sóc. – No repitas lo que ya has dicho muchas veces, que el que quiera me llevará a la muerte, para que tampoco yo repita que matará un malvado a un hombre bueno; ni tampoco vuelvas a decir que me privará de mis bienes, si tengo alguno, para que yo no diga que, cuando me los haya arrebatado, no sabrá qué hacer con ellos, y que así como me los quita injustamente, así también, una vez en posesión de ellos, los usará injustamente, es decir, ignominiosamente y, por tanto, miserablemente. Cal. – ¡Qué impresión me das, Sócrates, de tener una firme confianza en que no te ha de suceder nada de eso! ¡Como si vivieras fuera de aquí y no corrieras el riesgo de ser llevado a un juicio por un hombre quizá muy malvado y despreciable! Sóc. – Sería yo verdaderamente un insensato, Calicles, si no creyera que en esta ciudad a cualquiera puede sucederle lo que sea. Sin embargo, estoy seguro de que, si comparezco ante un tribunal con el riesgo de ser condenado a algo de lo que tú dices, mi acusador será algún malvado – pues ningún hombre honrado acusaría a un inocente-; incluso no sería nada increíble que se me condenara a muerte. ¿Quieres que te diga por qué tengo esta sospecha? Cal. – Desde luego. Sóc. – Creo que soy uno de los pocos atenienses, por no decir el único, que se dedica al verdadero arte de la política y el único que la practica en estos tiempos; pero como, en todo caso, lo que constantemente digo no es para agradar, sino que busca el mayor bien y no el mayor placer, y como no quiero emplear esas ingeniosidades que tú me aconsejas, no sabré que decir ante un tribunal. Se me ocurre lo mismo que le decía a Polo, que seré juzgado como lo sería, ante un tribunal de niños, un médico a quien acusara un cocinero. Piensa, en efecto, de qué modo podría defenderse el médico puesto en tal situación, si se le acusara con estas palabras: «Niños, este hombre os ha causado muchos males a vosotros; a los más pequeños de vosotros los destroza cortando y quemando sus miembros, y os hace sufrir enflaqueciéndoos y sofocándoos; os da las bebidas más amargas y os obliga a pasar hambre y sed; no como yo, que os hartaba con toda clase de manjares agradables.» ¿Qué crees que podría decir el médico puesto en ese peligro? O bien, si dijera la verdad: «Yo hacía todo eso, niños, por vuestra salud», ¿cuánto crees que protestarían tales jueces? ¿No gritarían con todas sus fuerzas? Cal. – Quizá; al menos hay que suponerlo. Sóc. – ¿No piensas que se encontraría en un gran apuro sobre lo que debería decir? Cal. – Sin duda. Sóc. – Pues yo sé que me sucederá algo semejante, si comparezco ante un tribunal. En efecto, no podré citar placeres que les haya proporcionado, placeres que ellos consideran beneficios y servicios útiles; pero yo no envidio ni a los que los procuran ni a los que los disfrutan. Si alguien me acusara de corromper a los jóvenes porque les hago dudar, o de censurar a los mayores con palabras ásperas en privado o en público, ni podré decir la verdad: «Todo lo que digo es justo y obro en beneficio vuestro, oh jueces», ni ninguna otra justificación, de manera que probablemente sufriré lo que me traiga la suerte. Cal. – ¿Y te parece bien, Sócrates, que un hombre se encuentre en esa situación en su ciudad y que no sea capaz de defenderse? Sóc. – Sí, Calicles, con tal de que tenga aquel solo medio de defensa que tú has reconocido repetidas veces, a saber, que se haya procurado a sí mismo la protección que consiste en no haber dicho ni hecho nada injusto contra los dioses ni contra los hombres. Hemos convenido en varias ocasiones que este modo de defenderse en el más eficaz. Si alguien me demostrara que soy incapaz de procurarme esta clase de protección y de procurársela a otro, me avergonzaría al ver probado mi error, tanto en presencia de muchas personas como de pocas, como de esa sola que me refuta, y si, por esta incapacidad, fuera condenado a muerte, me irritaría; pero si perdiera la vida por faltarme la retórica de adulación, estoy seguro de que me verías sobrellevar serenamente la muerte. Porque nadie teme la muerte en sí misma, excepto el que es totalmente irracional y cobarde; lo que sí teme es cometer injusticia. En efecto, que el alma vaya al Hades cargada de multitud de delitos es el más grave de todos los males. PLATÓN, Gorgias, 521a-522e. Traducción de J. Calonge en PLATÓN, Diálogos II, Editorial Gredos, Madrid, 1983, p. 136-139.
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