Videopresentaciones sobre Francis Hutcheson

TRANSCRIPCIÓN DE LAS VIDEOPRESENTACIONES DEDICADAS AL PENSAMIENTO DE FRANCIS
HUTCHESON:
-Francis Hutcheson y el “sentido interno” de lo bello
-Hutcheson y el problema de la diversidad de gustos
Profesor: Juan Martín Prada
AVISO: Este documento se ha realizado a través de software de reconocimiento de voz,
partiendo de las videopresentaciones impartidas por el profesor Juan Martín Prada e incluidas
en este curso MOOC. Dada la dificultad para convertir una presentación oral en texto escrito,
este documento puede contener algunas variaciones respecto al material original.
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Francis Hutcheson nació en 1694 en el condado de Down (en el Úlster, Irlanda del Norte). Lo
vemos aquí retratado por el pintor Allan Ramsay, sujetando en su mano una copia del libro de
Cicerón De finibus bonorum et malorum (Sobre los límites del bien y del mal). De hecho,
Hutcheson era profesor de filosofía moral en la Universidad de Glasgow, siendo uno de los
pensadores que más influyeron en filósofos como de David Hume, Adam Ferguson (para
muchos el padre de la sociología moderna) o Adam Smith.
Hutcheson, gran seguidor de Shaftesbury, fue también uno de los primeros filófosos en escribir
sobre temas de estética, y, de hecho, el texto en el que vamos a centrar esta sesión titulado An
Inquiry concerning Beauty, Order, Harmony, Design, podría ser considerado como “el primer
tratado sistemático de Estética de la modernidad” (Arregui, p. IX).
Este texto es en realidad el libro I de su Investigación sobre el origen de nuestras ideas de
belleza y virtud, publicado por primera vez en 1725, aunque la que vemos en la imagen es una
edición corregida por el autor de 1729. En castellano existe una buena traducción de este texto
realizada por Jorge Vicente Arregui y publicada en la editorial Tecnos en 1992.
En este tratado, que el propio Hutcheson describía como “una investigación de los diversos
placeres que la naturaleza humana puede experimentar” (y que en verdad no es sino una
investigación sobre la universalidad del sentido de la belleza) abordará muchos aspectos clave
de la estética del siglo s.XVIII.
Como afirmó Diderot, Hutcheson se habría propuesto con este tratado dos objetivos, “el
primero, explicar el origen del placer que experimentamos en presencia de lo bello, y el
segundo, averiguar las cualidades que debe tener un ser para producir en nosotros ese placer
individual” (Diderot, Escritos sobre arte, ed. Siruela, p. 19). Es decir, este tratado intentará dar
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una explicación de por qué sentimos placer cuando contemplamos algo bello, así como
identificar las cualidades que debe tener ese “algo” para suscitar en nosotros ese placer.
Para empezar, creo que conviene recordar que Hutcheson parte de una premisa que será
fundamental en toda la estética británica posterior y es la suposición de que “hay algún
sentido de la belleza natural a los hombres” (p. 7). Es decir, que para Hutcheson existiría “un
acuerdo de los hombres en sus gustos por las formas tan completo como en sus sentidos
externos, que todos creen naturales” de modo que “el placer o el dolor, el deleite o la aversión
están naturalmente unidos a sus percepciones”… ¿y qué quiere decir Hutcheson son esta
afirmación? Pues bien, lo que viene a decir es que, al igual que hay olores, sabores o sonidos
que nos resultan a todos agradables o desagradables, lo mismo sucedería con la
contemplación de muchos objetos; unos producirían necesariamente en todos nosotros la
sensación de agrado y otros nos producirían desagrado. Así, por tanto, asegura Hutcheson,
“Los objetos no nos agradan según nosotros deseemos que lo hagan: la presencia de algunos
objetos nos agrada necesariamente, y la presencia de otros nos desagrada también
necesariamente” (p. 4.)
Y ante esta afirmación, creo que no podemos dejar de hacernos una pregunta… ¿qué
cualidades han de tener entonces las cosas para que éstas susciten en nosotros la idea de la
belleza? Hutcheson nos respondería de una forma muy sencilla: “Las figuras que suscitan en
nosotros las ideas de belleza parecen ser aquellas en las que hay uniformidad en la variedad”
(p.24).
Para el filósofo irlandés, la regularidad y la uniformidad estarían tan abundantemente
difundidas por el universo que estaríamos determinados a buscarlas como fundamento de la
belleza en las obras de arte (p. 96). Y difícilmente, nos dirá Hutcheson, hay algo que haya sido
tomado alguna vez por bello en lo que no haya realmente algo de esta uniformidad y
regularidad. Pues, insisto, “las sensaciones placenteras surgen solo de los objetos en que hay
uniformidad en la variedad” (p. 31-32).
Desde luego, Hutcheson está plenamente convencido de que hay “un acuerdo universal del
género humano en el sentido de la belleza” y que este acuerdo se basa en la uniformidad en la
variedad (p. 67-68). Y para ejemplificarlo, acude a algunos ejemplos, quizá no demasiado
acertados, pero que sí nos permiten entender cómo trata de justificar él este acuerdo
universal en relación a la belleza. Así, la belleza de un triángulo equilátero sería para
Hutcheson menor que la de un cuadrado, que sería menor que la de un pentágono, cuya
belleza sería superada por la de un hexágono (p. 24). En su opinión, “en igualdad de
uniformidad, la variedad aumenta la belleza”.
Para nuestro filósofo también podríamos hablar de “la belleza de los teoremas, o verdades
universales demostradas”, pues en los teoremas veríamos “una asombrosa variedad a la vez
que una manifiesta uniformidad” (p. 33). “En un teorema (añade Hutcheson) podemos
encontrar incluida, con el acuerdo más exacto, una infinita multitud de verdades particulares e
incluso, a menudo, un infinito de infinitos”.
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Y si la belleza depende de la uniformidad en la variedad ¿qué sería para Hutcheson la
deformidad o fealdad? pues bien, para él la fealdad, la deformidad, sería “la ausencia de
belleza o la deficiencia en la belleza esperada en alguna especie” (p. 66.).
Esta idea de que la fealdad es la ausencia de belleza cuando ésta se la espera es desde luego
una definición muy interesante, y sobre la que creo que merece la pena que nos detengamos
algo más. “De este modo (escribe Hutcheson) la mala música complace a los rústicos que
nunca han oído nada mejor, y el oído mas fino no se ofende con los sonidos de los
instrumentos, si no son demasiado aburridos, cuando no se esperaba ninguna armonía. Y sin
embargo, por el contrario, cuando ésta se esperaba, molesta una disonancia mucho más
pequeña en la ejecución. Un burdo montón de piedras no repugna en modo alguno a quien
molestaría la irregularidad en arquitectura, donde se esperaba belleza”. Es decir, que la
fealdad tendría que ver con una situación en la que se espera belleza y ésta, sin embargo, no
existe o es deficiente.
Otro aspecto muy importante en la estética de Hutcheson es la división que él hace entre lo
que él llama “sentidos externos”, como el sentido de la vista, el tacto o el oído, y lo que
denomina “sentidos internos” (el sentido interno de lo bello y el sentido interno de lo bueno).
¿Y qué es ese “sentido interno de lo bello”? Pues sería “nuestra capacidad de percibir la
belleza, la regularidad, el orden y la armonía” (p. 5). Una idea que toma, como ya hemos visto,
de Shaftesbury.
Este sentido interno sería, digamos, “hermano” de lo que Hutcheson denomina “sentido
moral” o “moral sense” y que Hutcheson definirá como “la determinación a ser agradados por
la contemplación de los afectos, acciones o caracteres de los agentes racionales que llamamos
virtuosos”. Es decir, que al igual que existe un sentido interno que nos permitiría percibir la
belleza, la regularidad, el orden, la armonía de las formas, habría otro sentido moral que nos
determinaría a sentir agrado cuando contemplamos acciones virtuosas.
Y con este comentario creo que podríamos cerrar esta primera presentación para continuar en
la segunda viendo cómo nuestro filósofo va a afrontar la cuestión del relativismo de gusto…
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Inicio esta segunda sesión centrada en el pensamiento estético de Hutcheson recordando que
para él “el fundamento de la belleza” es siempre un tipo de uniformidad, o unidad de
proporción entre las partes y de cada parte respecto del todo” (p. 39). Es decir, uniformidad
en la variedad. Y siendo el fundamento de la belleza siempre un tipo de uniformidad, una
unidad de proporción entre las partes, sería por ello posible explicar que haya tanta diversidad
de gustos observable en la arquitectura, jardinería y en las artes en general en los diversos
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países. Pues todas esas artes en los diferentes países, escribe Hutcheson, “pueden tener
uniformidad, aunque las partes en uno puedan diferir de las partes en otro” (p. 39). “Las
construcciones chinas o persas no son ((afirma)) como las griegas o las romanas y, sin
embargo, las primeras ((las construcciones chinas o persas)), tienen su propia uniformidad de
las diversas partes entre sí y respecto del todo, del mismo modo que la tienen las griegas o
romanas (…) aunque otros países no siguen las proporciones griegas o romanas, sin embargo
hay en ellos una proporción mantenida, una uniformidad y parecido de las figuras
correspondientes” (p. 39). “Los mismos edificios indios (apostilla Hutcheson) tienen cierto tipo
de uniformidad, y muchas de las naciones orientales, aunque difieren en muchas cosas de
nosotros, tienen sin embargo una gran regularidad y belleza en sus costumbres, como los
romanos en las suyas” (p. 70).
Aquí Hutcheson está tratando de justificar, como vemos, la compatibilidad entre ese sentido
interno de la belleza que él defiende, y la diversidad de gustos que empezaba a hacerse más
que obvia en las artes del momento, sobre todo en el mobiliario, las artes aplicadas, la
arquitectura, la jardinería, etc. No olvidemos que el gusto por las formas exóticas del arte
egipcio, japonés, chino o indostánico empezará a ser muy fuerte desde mediados del siglo XVIII
en Inglaterra, siendo desde luego un muy buen ejemplo el Real Jardín Botánico de Kew en el
sudoeste de Londres, que vemos en la imagen, en el que podemos contemplar esa Pagoda
erigida en el año 1762, a partir de un diseño basado en la arquitectura china tradicional.
Sin embargo, no podemos pasar por alto que Hutcheson, al defender la uniformidad en la
variedad como el fundamento universal de nuestra consideración de una forma como bella, al
defender por tanto que existe un acuerdo universal de los hombres en sus gustos por las
formas, estaba enfrentándose a los posicionamientos subjetivistas que en relación a la belleza
estaban proliferando en el campo filosófico en aquellos momentos: “Nada es más común entre
quienes se han zafado, siguiendo al Sr. Locke, de las infundadas doctrinas de las ideas innatas,
que mantener que todo nuestro gusto por la belleza y el orden proviene o del interés, o de la
costumbre o de la educación, por la única razón de la variedad de gustos en el mundo. Y,
partiendo de esto, concluyen que todos nuestros gustos no surgen de ninguna capacidad
natural de percepción o sentido” (p. 71). Es decir, lo que está cuestionado el filósofo irlandés
aquí son esos posicionamientos que consideraban que la belleza es algo puramente relativo,
que nuestro gusto por el orden y la belleza no es algo natural, sino adquirido por la costumbre
o la educación. Evidentemente, Hutcheson no puede asumir que nuestra apreciación de lo
bello esté simplemente sometida a lo adquirido por la costumbre o por la educación, es decir,
que sea algo adquirido en un contexto cultural determinado, pues para él nuestro gusto por la
armonía, por la uniformidad en la variedad, surgiría de una capacidad natural de percepción
que todos los seres humanos tenemos.
Pero veamos más atentamente cómo Hutcheson elabora esta crítica al relativismo de gusto.
Por una parte, “todos ellos (se está refiriendo a los defensores del relativismo de lo bello)
admiten que nuestros sentidos externos son naturales y que los placeres o dolores de sus
sensaciones, aunque puedan aumentarse o disminuirse por la costumbre o la educación y
contrapesarse por el interés, son, sin embargo, realmente anteriores a la costumbre, el hábito,
la educación o la previsión del interés”. Y hasta ahí, digamos, Hutcheson no tiene nada que
objetar. En efecto, por ejemplo, el olfato es un sentido externo natural, que, según Hutcheson,
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hallaría placer en todos los seres humanos cuando olemos, por ejemplo, el aroma del jazmín o
de una rosa, aunque este placer, sin embargo, podría aumentarse o disminuirse por las
costumbres olfativas de nuestra cultura o por las pautas impuestas por nuestra educación. Lo
mismo sucedería con el sentido que nos proporciona las sensaciones de dulce, salado, ácido o
amargo. Acerca del gusto del paladar escribe: “la mente esté siempre determinada a recibir la
idea de dulce cuando partículas de determinada forma penetran en los poros de la lengua”. Y
así, podríamos presuponer, siguiendo a Hutcheson, que la miel, por ejemplo, a todos los seres
humanos nos parecería dulce, o el agua de mar salada.
Pero si bien los relativistas reconocen como naturales a los sentidos externos, como el olfato,
por ejemplo, no sucedería esto con lo que Hutcheson denomina “sentido interno”, y que para
él es también totalmente natural. Por tanto, al igual que todos los seres humanos sentimos el
sabor dulce cuando saboreamos azúcar o miel, todos sentiremos (según Hutcheson) la idea de
la belleza ante los objetos en los que hay uniformidad en la variedad.
Hay que insistir de nuevo, creo, en que la universalidad del sentido de la belleza que defiende
Hutcheson no sería en absoluto incompatible con la enorme variedad de formas artísticas que,
motivadas por un gusto por lo exótico cada vez mayor, empezaban a llenar los interiores y
jardines británicos, en los que pirámides egipcias o construcciones chinas, por ejemplo hacían
las delicias de los paseantes. “De tal modo (escribe nuestro filósofo) los hombres pueden tener
diferentes gustos sobre la belleza y, sin embargo, la uniformidad ((o la unidad en la variedad))
ser el fundamento universal de nuestra consideración de una forma cualquiera como bella”.
Algo que descubriremos “en la arquitectura, la jardinería, el dibujo, (…) y el mobiliario de las
casas” en donde, en efecto, y como ya señalé antes, el gusto por el orientalismo empezaba a
hacerse cada vez más manifiesto en Europa, y sobre todo en Inglaterra.
Un aspecto también muy importante en la teoría de la belleza de Hutcheson es su distinción de
dos tipos de belleza en las formas corpóreas: por un lado, estaría la belleza original o absoluta,
y que es de la que hemos estado hablando hasta ahora en esta videopresentación, esa belleza
que “es percibida en las obras de la naturaleza, las formas artificiales, figuras y teoremas” y
cuyo fundamento sería la uniformidad en la diversidad. Por otra parte, estaría la belleza
“comparativa” o “relativa” y que es la que tendría que ver con las artes imitativas, la pintura, la
escultura, la poesía etc. Una distinción ésta de Hutcheson sobre la que, por cierto, Diderot
hará interesantes comentarios en su obra Investigaciones sobre el origen y naturaleza de lo
Bello ya en 1752.
La belleza relativa sería pues para Hutcheson “la que percibimos en los objetos que son
considerados comúnmente como imitaciones o semejanzas de otra cosa” (p. 20). Sería, por
tanto, un tipo de belleza que estaría basada en la inclinación que todos tenemos a la
comparación. Lo bello “relativo” sería pues lo bello que percibimos en un objeto considerado
como la imitación de un original, es decir, esa forma de lo bello que consiste en la conformidad
que existe entre el modelo y la copia. No obstante, hay que tener en cuenta que “para obtener
solo la belleza comparativa no es necesario que haya ninguna belleza en el original”. En
opinión de Hutcheson “una exacta imitación sería todavía bella, aunque el original careciera
absolutamente de ella. De este modo, las deformidades de la vejez en una pintura o las más
bastas rocas o montañas en un paisaje, tienen mucha belleza si están bien representadas”. No
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obstante, afirmará, “realmente la belleza es mayor cuando ambos ((es decir, la representación
y lo representado)) tienen alguna belleza original o dignidad además del parecido”. Una
afirmación que veremos asumida por Diderot años más tarde, y para quien “no se puede negar
que la pintura de un objeto que tenga alguna belleza absoluta normalmente gusta más que la
de un objeto que no la tenga”.
Observaciones todas estas que, en todo caso, serían aplicables también a “las descripciones de
los poetas tanto de los objetos naturales como de las personas” (p. 42). En su opinión, los
poetas, los escritores épicos y dramáticos debieran procurar “la representación exacta de las
costumbres o caracteres que acontecen en la naturaleza, de modo que las acciones y
sentimientos sean adecuados a los caracteres de las personas a los que son adscritos en la
poesía épica y dramática” (p. 42). “Por medio del parecido, las semejanzas, metáforas y
alegorías alcanzan su belleza, tenga o no belleza el sujeto o la cosa con la que se compara” (p.
43).
Otra observación que hace Hutcheson y que es también, a mi juicio, de gran interés, tiene que
ver con lo que él llama las “asociaciones de ideas”, algo que también Diderot señalará años
más tarde como una fuente de diversidad en los juicios del gusto. Veamos lo que escribe
Hutcheson a este respecto: “las asociaciones de ideas convierten en placenteros y deleitables a
objetos que naturalmente no eran aptos para proporcionar tales placeres y que, del mismo
modo, una casual conjunción de ideas puede provocar disgusto cuando no hay nada
desagradable en la forma” (p. 67).
Según Hutcheson, ésta sería la causa de muchas fantásticas aversiones a figuras de algunos
animales y a algunas otras formas. Así, añade: “los cerdos, las serpientes de todo tipo y
algunos insectos que son realmente bastante bellos, son mirados con aversión por mucha
gente que ha adquirido algunas ideas accidentales asociadas a ellos”. “Hay horrores suscitados
por algunos objetos que son solo el efecto del miedo por nosotros mismos o de la compasión
hacia otros cuando, o bien la razón o bien alguna alocada asociación de ideas, nos hacen
captar peligro, y que no son efectos de la forma”. Y esto porque descubrimos que la mayor
parte de estos objetos que al principio suscitan horror “pueden llegar a ser ocasiones de placer
cuando la experiencia o la razón ha quitado el miedo, como con las bestias salvajes, un mar
tempestuoso, un escarpado precipicio o un oscuro valle umbroso” (p. 67). “La astucia de los
sacerdotes paganos puede convertir tales lugares oscuros en el escenario de las ficticias
apariciones de sus deidades, y de aquí que les asociemos ideas de algo divino”.
Por tanto, “la asociación de ideas (…) es una causa grande de la aparente diversidad de gustos
en el sentido de la belleza, del mismo modo que en los sentidos externos y, a menudo, hace
que los hombres sientan aversión por objetos de belleza, y gusto por otros carentes de ella,
pero bajo diferentes concepciones que las de belleza o deformidad” (p.73).
¿Y cuál es el origen de estas asociaciones de ideas? Hutcheson señala que la educación, pues
“mediante ella recibimos muchas opiniones especulativas, a veces verdaderas y a veces falsas,
y somos conducidos a creer que un objeto puede ser naturalmente apto para proporcionar
placer o dolor a nuestros sentidos externos cuando en realidad ese objeto no tiene tales
cualidades”. Ciertamente, y como podemos comprobar aquí, la educación en Hutcheson
aparece en ocasiones con un matiz de indudable negatividad, afirmando que “De ese modo se
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suscitan las aversiones a la oscuridad, a muchos tipos de alimentos y a algunas acciones
inocentes; preferencias sin ningún fundamento se suscitan de modo similar.” Y, de hecho,
mencionará de forma recurrente la necesidad de “desarraigar los prejuicios de la educación”
(p. 79.) aunque, no obstante, reconocerá también que la educación y la costumbre influyen
positivamente en nuestros sentidos internos “al aumentar la capacidad de nuestras mentes de
retener y comparar las partes de las composiciones complejas” (p. 78-79), defendiendo de esta
manera la capacidad del entendimiento para mejorar nuestro gusto, algo que veremos luego
defendido por Burke o Hume, entre otros.
El caso es que, escribe Hutcheson: “con tal cantidad de ideas agradables y desagradables que
pueden asociarse con las formas de los cuerpos o las melodías, siendo los hombres de tan
diferentes disposiciones y estando inclinados a tal variedad de sentimientos, no es asombroso
que muchas veces no concuerden en sus gustos por los objetos, incluso aunque su sentido de
la belleza y armonía sea perfectamente uniforme, porque muchas otras ideas pueden agradar
o desagradar según las personas, los temperamentos y las circunstancias pasadas” (p. 74). De
esta manera “Sabemos qué agradable puede resultar un paraje silvestre a una persona que
haya pasado los felices días de su juventud en él, y qué desagradables pueden serle lugares
muy bellos si fueron el escenario de su miseria. Y esto puede ayudamos en muchos casos a dar
cuenta de la diversidad de los gustos sin negar la uniformidad de nuestro sentido de la
belleza”.
Pero independientemente de los efectos de estas asociaciones de ideas, y ya para terminar
esta presentación, no debemos olvidar que para nuestro filósofo, al igual que para
Shaftesbury, “hay una capacidad natural de percepción, o sentido de la belleza en los objetos,
antecedente a toda costumbre, educación o ejemplo” (p. 75).
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