Lectura - Juventud Rebelde

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LECTURA
DOMINGO
07 DE FEBRERO DE 2016
juventud rebelde
¡Qué gente, caballero, pero qué gente! (II y final)
¡Le zumba
el merequetén!
Sobre las esencias de ser y sentir cubano, en
cualquier parte del orbe, exploró el último
concurso de nuestra columna La Tecla del
Duende, que este mes cumple 15 años de
fundada. Hoy les ofrecemos otro manojo de
historias, para ahondar en emociones,
chispazos y despistes de los que
poblamos este caimán rebelde.
YO SABÍA QUE TÚ ERAS...
AÑO 2000. 2:00 p.m. aproximadamente. Me encontraba trabajando como jurado de la Fipresci en el Festival de Cine de
Moscú. Una tarde decidí salir por mi cuenta (sin guía ni traductora) hasta las tiendas de juguetes para comprar un mono
de peluche para mi nietecito; ese fue su único pedido.
Observaba detenidamente una amplia variedad en una
vidriera cuando se me acercó en aquella desolada calle un
joven negro con aspecto de etíope. Alto, delgado, elegante,
con un traje azul oscuro satinado. Se paró cerca de mí y yo
me aparté ante la presencia del desconocido. Él me dio tiempo y luego intentó un nuevo acercamiento. Su rostro negro
mate no mostraba ningún tipo de expresión. Esquivé nuevamente su presencia, pero en esta oportunidad traté de tomar
distancia por si se acercaba nuevamente no dejarme tomar
desprevenido. Ya había escuchado una gran cantidad de historias de lo que estaba pasando en esos días en Rusia.
Me paré a un costado de la vidriera para ver un mono grande que se exhibía y el trajeado se acercó nuevamente. Parece que notó mi postura defensiva y acometió sin virar el rostro hacia mí. Justo a mi lado para poder ser escuchado. Entre
dientes, sin mirarme y muy serio dijo:
— ¿Qué bolá, asere?
Lo miré. Sonreí. Se me tiró arriba como si me conociera
de toda una vida y me abrazó diciendo:
— ¡Yo sabía que tú eras cubano!
Lamentablemente no recuerdo su nombre. Estaba con
sus hijos y su esposa de paseo. No vivía en Moscú. Supe
que era natural de Matanzas y se había quedado en la URSS
cuando fue como estudiante, porque el clima le hacía muy
bien para su salud de asmático crónico. Me habló de la xenofobia donde vivía; de cómo habían cambiado las cosas… de
tantas cosas en unos breves 40 minutos, y nos despedimos
con otro fuerte abrazo… (Juan Ramírez Martínez, Granma)
EL TACO Y EL BÉISBOL TAMBIÉN CUMPLIERON SU MISIÓN
Finalizaba el año 1975, la noticia sorprendió a algunos, a
otros nos entusiasmó: Cuba estaba apoyando militarmente
en África a la República Popular de Angola para salvar su
Revolución contra una componenda internacional de grupos
de poder, de la derecha interna y, sobre todo, de las tropas
regulares de Sudáfrica; se pretendía aplastar la joven revolución mediante la invasión directa.
El ejemplo del Che y sus compañeros dejó en una buena
parte de los jóvenes cubanos deseos de participar en una
misión internacionalista de combate. En mi caso ya había firmado la disposición de ayudar a los vietnamitas, pero era
muy joven, no me tuvieron en cuenta. Esta vez logré enrolarme en el Comité Militar de Plaza presentándome voluntariamente. Pertenecía a la Reserva, pero mi unidad no estaba en planes de movilización; me aceptaron sin discusión, y
fui a parar a la Unidad de Artillería terrestre de los cañones
130 mm, que a la sazón se completaban plantillas allí de
manera priorizada por cuanto los sudafricanos tenían unos
cañones similares, de 140 mm, de largo alcance…
El 10 de enero del 1976 aterrizamos en Luanda; en horas
de la tarde ya estaban allí unidades de cubanos preservando
el aeropuerto, el puerto, y se
combatía en el norte contra el
FNLA de Holden Roberto y las tropas
de Mobuto; en el centro y en el sur contra la
Unita de Savimbi y los sudafricanos; había tiroteos en la ciudad, se detenía a miembros de esos grupos y de mercenarios europeos, la ciudad estaba en poder de las Fapla, existía confusión entre los ciudadanos, pero la unidad y moral
alta junto a las Fapla.
Nosotros, en la mayoría muy jóvenes, impresionados con
todo el ajetreo del movimiento de tropas y armas, de la
entrega del fusil (…), el ponernos el uniforme esa misma
noche, las formaciones por pelotones o dotaciones, el proceso de creación de la UJC y el PCC en tiempo de guerra, la
entrega de misiones para la defensa del campamento, todo
era muy rápido...
Nos alojamos en uno de los campamentos que habían
sido del ejército portugués en Luanda, solo esperábamos el
armamento pesado para iniciar la gran ofensiva, pero aún
demoraba unos días, quizá semanas. Mientras, cumplíamos
diferentes misiones por el día, los entrenamientos, guardias,
arme y desarme, limpieza de armamento, cuartel, cuidando
el puerto, entre muchas más.
Nos impresionó mucho de los angolanos, cómo a las
seis de la tarde, al sonar las sirenas, la ciudad se detenía
durante un minuto al bajar el pabellón nacional, todos se
detenían con respeto, quienes viajaban en autos, motos y
camiones se bajaban, se paraban en atención hasta sonar
de nuevo las sirenas. Nosotros hacíamos lo mismo con
gran respeto, no se movían ni las moscas. Por otra parte,
nos estábamos conociendo, comenzaba la llamada hermandad de la guerra, lo cual es cierto y muy sagrado: nos
apoyábamos, nos ayudábamos, nos cuidábamos y así fue
durante toda la misión.
Sin embargo, como buenos cubanos comenzaba la
intranquilidad y el aburrimiento. Al tercer día en el país y tras
los primeros momentos de asombro y expectativas, surgió
una forma de «matar» el tiempo de las tardes (…), y fue
cuando se introdujo el béisbol en Angola, pues comenzamos a jugar al taco, forma simple de batear y fildear sin
guantes y sin bate (eso otro llegaría un tiempo después).
Para los africanos, parados en las cercas, era todo un
espectáculo vernos con un palo y un corcho o un pedazo de
madera (moldeado con cuchilla por nosotros mismos),
batear y correr para atrapar un corcho.
Organizamos un campeonato interno con equipos de cuatro hombres, y las cercas, desde donde los angolanos nos
observaban con curiosidad, eran el límite de los jonrones.
Entre gritos y aplausos no nos dábamos cuenta de que
estábamos entregándoles solidaridad
y uno de los símbolos
culturales más importantes de la cubanía...
Unos días después comenzaba la ofensiva de las Fapla
al sur del país, momento importante para la victoria, pero
también comenzaba el traslado del taco y la pelota (a la
mano), actividades que fuimos mostrándoles (…) a lo largo
de todo el sur del país: Alto Hama, Huambo, Lubango, Hoque,
Viriambundo, Cama... No fueron pocos los niños angolanos
que comenzaban a imitarnos con sus palos como bates y los
corchos como pelotas; después, con la llegada de guantes y
los bates confeccionados por nosotros, se iniciaba la construcción de los terrenos de béisbol (…) y los angolanos disfrutaban nuestra alegría y nuestro deporte nacional. Haciendo justicia, al escribir la historia de la Operación Carlota para
la liberación de Angola, se debe incluir este hecho históricodeportivo-internacionalista: la entrada del béisbol en Angola
en todas sus variantes (taco,chapita,a la mano y normal,con
guantes y bate; al suave y al duro). Mucho nos ayudó a cumplir con la Misión de combate este detalle de cubanía deportiva. (Pedro Borrego Salado, La Habana).
FIDEL
Seis de la mañana y me apresto a tomar la calle; son
poco más de diez cuadras para llegar al SRI, la Sala de
Rehabilitación Integral que nuestro Comandante Hugo Chávez creó con la ayuda inconmensurable del amado pueblo
cubano, que nos ha enviado a sus extraordinarios médicos
para sanar a un pueblo por más de cinco décadas adolorido en cuerpo y alma.
Llego, la cola no es larga, apenas siete viejitos y Mirabel
están antes que yo. Me siento en el siguiente puesto libre
y saludo. Mirabel me mira y pregunta por mi madre, le respondo que ha mejorado inmensamente con las mágicas
manos de su prometido, el gran Fidel. En este punto del
relato me detengo en la sucesión cronológica para indicarles a mis pacientes lectores que Mirabel es la sobrina de
Magda, una viejecita que al resbalar en la calle se dislocó
su hombro izquierdo y ha necesitado rehabilitación por casi
ya dos meses; Mirabel viene muy de temprano a agarrar
puesto para su tía, mismo caso que el mío, ya que es mi
vieja madre de 80 años quien necesita rehabilitación en su
brazo derecho. Y al igual que Mirabel, también llego temprano para tomar puesto por mi madre y así no hacerla
madrugar. También quiero acotar, antes de proseguir el relato, que Mirabel se enamoró perdidamente de uno de los
fisioterapeutas cubanos de nombre Fidel, y están próximos
a casarse.
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Entra Fidel a la sala, viene a saludar a su prometida y posteriormente me saluda. Se retira, ya que debe preparar las
salas para la rehabilitación de los cientos de viejitos que
encontraron en esa milagrosa misión bolivariana de Barrio
Adentro una panacea para lograr solventar sus casi milenarias dolencias. Entra a la sala Marcelo, un viejo chavista que
necesita rehabilitación en un tobillo y me pregunta por mi muy
escuálida madre —aclaro que el término «escuálido» en mi
país, Venezuela, es utilizado para nombrar a un opositor visceral a nuestra amada Revolución—, le respondo que no ha
de tardar en llegar, ya que casi son las siete (…). Marcelo me
escruta con socarrona mirada y lanza al vuelo su habitual frase diaria: «Cómo ha de sufrir esa señora que tanto odia a la
Revolución y a los cubanos (...)». En eso entra mi madre a la
sala, se hace el silencio, Marcelo intuye el suceso y voltea.
Mi madre lo mira con ira y lo señala para sentenciar: «Con
Fidel no te metas, ese muchacho es un santo». Reímos
todos los de la sala y Marcelo toma asiento.
Se inicia la danza de los adoloridos viejitos para buscar el
alivio en las foráneas manos que aquí con amor los ayudan.
Termina la sesión de mi madre, Fidel la acompaña hasta la
puerta y la despide con un beso. Vamos juntos de regreso a
la casa, después de preguntarle hasta el más mínimo detalle de su rehabilitación y de sus actuales dolores, me mira a
los ojos y dice: «Creo que los cubanos no son tan malos
como parecen...».
Ya para terminar la historia, Mirabel y Fidel se casaron
—mi madre hasta un regalo de bodas les dio—. Ambos regresaron a Cuba, ya que el periodo de ayuda de él expiró. Y si
bien mi madre aún es una recalcitrante escuálida y odia a
muerte a la Revolución tanto Bolivariana como Cubana, cuando oye el nombre de Fidel, una dulce sonrisa se dibuja en su
cansado rostro. (Alfredo Domínguez Fernández, Venezuela)
Pero Nidia tenía una idea fija en la cabeza: traérselo a
México para presumirlo a todas nuestras amigas. Muy buena idea para Ernesto y, luego de algunos meses, pésima para
Nidia, quien con celos crecientes descubrió que algunas de
sus amigas también pensaban que había sido una excelente idea.
Como era de esperarse, Nidia no fue la única de mis amigas que disfrutó con los atractivos escondidos de Ernesto. El
tiempo pasó y la relación se deterioró. El matrimonio no duró
más de dos años y la separación llegó.
Ernesto deambuló por varios trabajos, desde cargador en
un negocio de materiales de construcción hasta mesero en
uno de los bares populares de nuestro rumbo.
Hasta que una noche, en el bar, a los del grupo de música se les ocurrió tocar algo de son cubano. No faltaron las
alusiones al verdadero cubano que viajaba entre mesa y
mesa haciendo la delicia de las miradas femeninas con sus
pantalones blancos entallados. Y cuando le preguntaron si
quería tocar con la banda, él tuvo que contestar con una verdad al parecer dolorosa (...): Ernesto no sabía tocar ningún
instrumento. O al menos eso creía hasta esa noche.
Inútil fue negarse a toda la concurrencia que aseguraba al
unísono que los cubanos traen el ritmo en la sangre. Ernesto tuvo que subir al escenario, y para evitar un ridículo de proporciones épicas, pidió la conga.
Está de más decir lo que sucedió después:
Ernesto descubrió su talento musical innato. Y
Cuautitlán Izcalli, el municipio donde vivo,
descubrió al primer músico cubano en vivo
de una calidad incomparable. Hoy el bar ha
cambiado hasta de nombre. Ahora se llama
Malanga Habanera. (Alexandro Arana Ontiveros,
México)
UNA CIUDAD ENTRE SONRISAS Y LÁGRIMAS
Viví cinco años en Moscú en la década del 80 del pasado
siglo con mis hijos y mi esposo. La imagen que nos construimos los jóvenes en los primeros años de la Revolución de
la sociedad soviética era la de una sociedad ideal, capaz de
brindar al hombre todos los beneficios de salud, de educación y de otras esferas de la vida, en la que todos estaban
comprometidos con la construcción del socialismo y en la
que,como dice la letra de la Internacional,el hombre del hombre es hermano. Pero el Moscú de entonces no era exactamente así...
La película Moscú no cree en lágrimas retrata a la perfección la sociedad que me recibió en el año 1982 cuando llegué
a esa ciudad. En ella se presentan los logros y beneficios sociales de la antigua Unión Soviética y a la vez la crudeza de su
Naturaleza, las diferencias sociales existentes y la corrupción
presente en algunos de sus funcionarios. En ella aparecen las
oportunidades para el estudio y la superación que tenían los
obreros y las posibilidades reales de ascender con esfuerzo y
dedicación, pero también se manifiesta la emigración de grandes masas a la capital buscando otras ventajas; se muestra la
convivencia en los albergues para obreros y estudiantes y su
difícil régimen de vida, con las «comandantes» bien rígidas a
diferencia de las nobles «tías» cubanas de las becas de esa
época. Se siente la personalidad del ruso y su carácter marcado por el clima, por las duras condiciones de asedio que han
vivido en medio de la Europa occidental, y la entrega solidaria
de recursos humanos y materiales a otros países.
En Moscú nunca faltan los lugares para disfrutar y aprender y mi familia hizo muy buen uso de esa posibilidad. Todos
los domingos visitábamos uno de sus grandes parques, el
de la Cultura, el Sokolnik, el Ismailovo, la BDNJ, siempre en
Metro, que es como mejor se llega a todos los rincones en
esa ciudad. El paseo por el Metro constituye de por sí una
visita a una hermosa galería con grandes obras de arte. Mis
hijos, que estudiaban en escuelas rusas, visitaban como parte de su plan de estudio los museos y luego nos obligaban a
nosotros, sus padres, a conocerlos. Así visitamos la casa de
Pushkin, conocimos las joyas de los zares y estuvimos en la
casa donde Lenin pasó sus últimos días y de donde salió su
cadáver. Estuvimos en la ciudad de Sagorsk, en el único
museo de juguetes de madera del país y donde se fabrican
las matrioshkas. Un paseo obligado para todos los cubanos
que desde la Isla llegaban, era al Kremlin y a la Plaza Roja,
con su cola incluida para ver a Lenin.
En Moscú aprendí que la blanca y hermosa nieve que se
describe en los cuentos, solo existe en los bosques de abedules donde la gente va a esquiar y a descansar, pero en la
ciudad esta se convierte en un fanguito insoportable y sucio
que se pega a las botas y prácticamente no te deja caminar.
Aprendí también de la capacidad de la mujer rusa de
¿ALGO QUE DECLARAR?
La entrevistadora de la embajada parecía no creer que yo
me estaba pagando el pasaje para ir a Francia.
—¿A qué se dedica usted aquí en Cuba?
—Yo soy vendedor de discos.
Claro, yo no quería hacerle el cuento de la buena
pipa; que si mi mamá, que si mis amigos, que si frito fue y mal se cocinó. Así, otra vez volvió ella a cuestionar por qué iba yo a Europa a participar en un taller
de transformación institucional siendo cuentapropista; y aunque declaré que yo era psicólogo y que
hacía un trabajo voluntario en Cuba con el Foro
Internacional para la Innovación Social, su rostro
expresó un alto grado de desconfianza. Fue necesaria la intervención directa del director del taller
para que la embajada pusiera un cuño en mi pasaporte que
me dio una alegría similar a cuando fundimos la placa de mi
casa.
En el avión busqué primero un poco de intercambio en vivo
con mis compañeros de fila. Mi primer intento se vio frustrado con respuestas secas como: «francés», «oui», y finalmente unos audífonos terminaron con cualquier progresión de
charla. A mi derecha una muchacha se mostró más interesada en mi presencia… pero un joven rubio y macizo a su
lado frenó mi cubaneo. Siete horas de películas, música y
ensueños transcurrieron. Ya con los pies por reventar, y obstinado del nivel de artificialidad de la nave, me quité los zapatos, y fue entonces cuando me tocaron el hombro y escuché
casi en secreto:
—¿Eres cubano? Se trataba de la muchacha; tan cubana,
solitaria y ávida de diálogo como yo. Conversamos y reímos
mucho. En dos cortas horas me declaró sus intenciones con
el viaje, sus temores y algunos de sus sueños.
Una vez superado el trauma me conduje por unos pasillos
largos y rápidos, con aceleradores en el piso y, casi intuitivamente, me monté en un tren que me llevó hasta otro sistema de pasillos y carteles. Todos caminaban velozmente sin
mirar para los lados, como si se tratara en Cuba de un ejercicio Meteoro con una rigurosa visita del nivel provincial. De
pronto, como si hubieran leído en mi cara: «de Contramaestre», un policía me señaló, y yo comprendí al instante que ese
no era el tipo de intercambio que buscaba.
—Vous avez quelque chose a declarer?
—¿Anjá?
—Do you have something to declare?
—¿Declaration? —dije como si comprendiera.
—¿Algo que declarar? —concluyó él.
—Ah… sí, cómo no... Que regreso el día siete —dije con
orgullo.
—Abra su equipaje, por favor. (José Martínez Ortega, La
Habana).
enamorarse con vehemencia y pasión, de ser fiel a toda
costa y entregarse, sin pedir nada a cambio, al hombre que
quiere. En el final de la película Moscú no cree en lágrimas
la protagonista, una humildísima obrera de otra región que
llegó a ser una alta y honesta funcionaria, después de
muchos encuentros y desencuentros a lo largo de años se
encuentra con su hombre, y aunque él no se había portado
muy bien con ella, con una profunda y tierna mirada (...), le
dice: «Yo te he esperado por tanto tiempo»… expresando
un perdón sin límite. Así son ellas. Recuerdo que describí
la película ante mis compañeros en la clase de ruso en la
Academia de Ciencias de la URSS, donde realizaba mis
estudios de doctorado. Cuando pensé que había terminado me dijo la profesora: —Gilda ¿y Ud. cree que ella actuó
bien? Recuerdo que le dije: —Irina Maksovna (así se llamaba mi profesora), si Ud. conociera a las mujeres cubanas no me haría esa pregunta. Y no respondí. Ella sonrió y
aceptó mi callada por respuesta. Salí bien.
A pesar de los más de 30 años transcurridos, con frecuencia, cuando me preguntan si me gustó vivir en Moscú,
antes de responder respiro profundo, miro a mi interlocutor
fijamente y le digo: claro que sí, fue una linda e interesante
experiencia, aunque te aseguro que Moscú es una ciudad
que te enseña a reír, pero también te hace llorar. (Gilda Vega
Cruz, La Habana).
EL RITMO EN LA SANGRE
Mi amiga Nidia quiso casarse con un cubano desde siempre. Decía que había algo que no podía explicar que hacía
que le fascinaran esos negros de piel y corazón lleno de ritmo y sabor.
Al fin de algún tiempo, se embarcó hacia la Isla y allá conoció a Ernesto: un hombre delgado, sonriente y con los atractivos antes descritos. Y algunos otros que nunca se atrevió a
describir entre las risitas morbosas que soltaba cada vez que
se hablaba de sus noches de pasión.
juventud rebelde
Bares
habaneros
CIRO BIANCHI ROSS
[email protected]
EN estos días tocó a este escribidor compartir con un grupo de
embajadores del ron Havana Club.
Se llama así a los representantes
de la prestigiosa marca en los países donde residen; gente joven,
afable, comunicativa y, desde luego, muy receptiva a la historia y las
novedades de la industria y el producto que representan. Este escribidor debía guiarlos en un recorrido
que comenzó a mediodía en el Floridita y terminó, tarde en la tarde,
en el bar Vista al Golfo del Hotel
Nacional de Cuba, luego de haber
pasado por Sloppy Joe’s, Bodeguita del Medio y Dos Hermanos.
Cada uno de esos establecimientos recibió a los visitantes con
un coctel. Vista al Golfo con el coctel Nacional y Sloppy con Cuba
Libre, mientras que Bodeguita del
Medio y Floridita con el Mojito y el
Daiquirí, que es de imaginar. Dos
Hermanos ofreció el Havana Special. Curiosamente, en la cena con
la que se clausuró el encuentro y
que tuvo lugar en el Museo del
Ron, el Havana Special fue también
el coctel de bienvenida.
UN TREN SOBRE LAS OLAS
Para quien esto escribe fue una
sorpresa constatar la vigencia de
ese trago que algunos llaman el
Manhattan cubano, y que el cronista suponía olvidado ya en la
preferencia y el paladar de los bebedores, aunque se reitera en la
carta-menú de muchos bares no
estatales. Una mezcla cuya invención se atribuye a Constantino
Ribalaigua, barman catalán radicado en la capital cubana, que se
inspiró en una línea de transporte
de pasajeros y mercancías que
hacía el recorrido Nueva York-Cayo
Hueso-La Habana-Nueva York.
Desde esa ciudad, el tren
demoraba dos días en llegar a
Cayo Hueso, donde un servicio de
ferry-boats, en una travesía de
diez horas, transportaba los vagones hasta La Habana. Esa ruta se
conoció con el nombre de The
Havana Special y posibilitó que
Cuba la aprovechara para reafirmarse como importante suministrador del mercado norteamericano. Cruzar el mar sentado cómodamente en un vagón de ferrocarril que antes avanzó sobre la
cumbre angosta de una montaña
de coral, parece cosa de hadas.
Como las hadas no existen, solo
un hombre como el multimillonario
Henry Flagler fue capaz de una
empresa como esa que extendió
la vía férrea hasta Miami y desde
allí, de isleta en isleta, la llevó hasta Cayo Hueso para conectar así
con Cuba, el resto del Caribe y el
Canal de Panamá.
El camino de
hierro se acometió con acero y cemento de Alemania
y maderas cubanas. Requirió de siete años de ingente labor. Por largos períodos hasta 4 000 hombres laboraron allí de
manera simultánea.
Tres ciclones —uno,
con 200 trabajadores
muertos— entorpecieron la construcción.
No serían los meteoros el único inconveniente. El primero
de los ingenieros que
asumió el proyecto
enloqueció sobre los
arrecifes, y el que prosiguió la tarea y la llevó a
término, nunca más
pudo volver a trabajar
en lo suyo. De cualquier manera, el 22
de enero de 1912,
con la llegada a Cayo Hueso del primer tren procedente de Miami, Flagler hacía realidad su sueño, y ese
mismo día embarcaba hacia La
Habana a fin de promover su ruta
sobre los cayos. Veintitrés años
después, el 2 de septiembre de
1935, un huracán de categoría cinco destruyó parcialmente la infraestructura ferroviaria. Los propietarios
de The Havana Special vendieron lo
que quedó al estado de Florida. Parte de esas ruinas son todavía visibles. Sobre partes de ellas se erigió la red de carreteras que, desde
1938, une entre sí los cayos floridanos y los enlaza con la península. Desde entonces los ferry no
transportaron vagones de ferrocarril. Prosiguieron su línea de pasajes y carga general y dieron a los
viajeros de ambos lados la oportunidad de visitar la orilla contraria
con su propio automóvil.
El ferry de Cayo Hueso se interrumpió después de 1959. Hoy, a
consecuencia del bloqueo impuesto
a Cuba por Washington, el Havana
Special es solo el coctel creado por
Constantino Ribalaigua, mientras
que en el Cayo un busto de Flagler
recuerda la historia de su famoso
ferrocarril.
TAMBIÉN EN LAS NOVELAS
Todo eso expliqué, en el bar
Dos Hermanos, a los embajadores de Havana Club. Ese establecimiento se ubica frente al muelle
de The Havana Special y abrió sus
puertas en 1892, lo que lo hace
uno de los bares más antiguos de
la capital cubana. Se caracterizó
por su larga barra de madera dura,
incompleta desde que le cercenaron un pedazo a fin de emplazarlo
en uno de los bares del hotel
Moka, en Las Terrazas. Aun así,
sigue siendo larga. El poeta español Federico García Lorca frecuentó el Dos Hermanos durante su
estancia cubana de 1930, y por
allí estuvieron asimismo, entre
otros, Alejo Carpentier y Enrique
Serpa, autor de novelas como
Contrabando y La trampa, y de un
cuento antológico, Aletas de tiburón. Y, por supuesto, el inevitable
Hemingway, que en la festinada
opinión de algunos deambuló por
todos los bares y cantinas habaneros, aunque centró su preferencia en el Floridita. En Dos Hermanos, «con pasos torpes que lo conducían a una pequeña pero satisfactoria libertad», entró una tarde
Andrés, el protagonista de Fiebre
de caballos (1988), la novela inicial de Leonardo Padura. Al comienzo bebió lentamente su trago
amargo y se dedicó a estudiar a la
gente hasta que la cuarta o quinta
cerveza lo dejó sin movimientos y
empezó a ver neblinosos y deformes a los que lo rodeaban, como
si estuviera viendo una película filmada con un grotesco ángulo
ancho.
Floridita fue hasta 1959 el bar
más famoso de la ciudad, pero
Sloppy Joe’s fue siempre el de
más ventas. Supuse que el Sloppy
Joe’s de Cayo Hueso antecedió a
este de la esquina de Zulueta y
Ánimas, en La Habana. Error. El
Sloppy habanero se anticipó en
16 años al del lado de allá, que se
inauguró en 1934 y tres años después se instalaba en la calle Duval, ubicación que todavía mantiene, mientras que otro bar llamado
Capitán Tony ocupaba el espacio
que el Sloppy original dejaba libre.
Capitán Tony no tiene la animación
del Sloppy ni su hechizo, pero allí
se da una situación insólita:
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muchas de las mujeres que lo visitan se despojan del ajustador y lo
cuelgan en las tendederas que
cruzan el salón.
Si Padura fijó el bar Dos Hermanos en la literatura, y Hemingway el Floridita en Islas en el golfo, el inglés Graham Greene, aficionado al ron añejo e inventor de
cocteles diabólicos, inmortalizó el
Sloppy —y también al hotel
Sevilla— en su novela
Nuestro hombre en
La Habana, llevada
además al cine. Un detalle interesante aporta una guía de 1954 publicada en Estados Unidos que facilitaba a turistas
norteamericanos su visita a la
Isla: Sloppy Joe’s era frecuentado por visitantes estadounidenses, no por los norteamericanos
residentes. La colonia norteamericana en La Habana prefería el bar
Mis amigos, en 7ma. y 42, Miramar. Floridita tuvo fluctuaciones
con relación a sus parroquianos.
La mayoría de ellos era de origen
norteamericano hasta el inicio de
la II Guerra Mundial. Durante la
conflagración bélica se llenó de
cubanos. Los norteamericanos no
podían venir a causa de la guerra
y los cubanos no podían salir.
Finalizada la guerra, nacionales y visitantes disfrutaron juntos su Daiquirí, que figura en la lista de diez grandes cocteles del
mundo.
En 1937, el corresponsal en La
Habana de la agencia norteamericana AP dedica una crónica a
Constantino Ribalaigua. Refiere
que un grupo de amigos conversaba sobre béisbol en uno de los
bares del Hotel Nacional cuando
uno de ellos preguntó sobre quién
podría considerarse el mejor cantinero cubano. Constantino Ribalaigua respondió el barman que los
atendía, aunque la pregunta no le
estaba dirigida expresamente. De
inmediato, refiere el periodista,
uno de los del grupo telefoneó al
Sloppy y a Prado 86 y también a
los bares de los hoteles Plaza y
Sevilla, muy famosos en la época.
Obtuvo la misma respuesta. El
reportero visitó a Constantino en
Floridita y quedó maravillado. Confesó el barman que sus mejores
cocteles eran Daiquirí, Presidente
y Pepín Rivero, inspirado en el director-propietario del Diario de la
Marina. El escribidor, que tiene en
su archivo las fórmulas de más de
300 cocteles recogidas en bares y
cantinas de toda la Isla, no ha
podido ver la receta de ese último
coctel. No aparece en el recetario
del Floridita que Constantino publicó en 1939, cuando el señor Rivero todavía vivía. Por cierto, en ese
coctelario se consigna la fórmula
de un Daiquirí elaborado expresamente con Havana Club.
UNA INCÓGNITA
Si es posible precisar el origen
de muchos cocteles y mencionar
a sus creadores por su nombre, el
Cuba Libre queda en el misterio.
Todavía a fines del siglo XIX no se
conocía en Cuba la palabra coctel.
La ginebra superaba al ron en el
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gusto de los bebedores y se hablaba de compuestos, achampanados y meneados. La intervención militar norteamericana puso
una nota de modernidad en los
bares cubanos, y ron, refresco de
cola y hielo hicieron una mezcla de
campeonato. Cesó el coloniaje español, la Isla quedó bajo la égida
de Estados Unidos y nació una república mediatizada. Pero la gente, con una buena dosis de ingenuidad, levantaba su vaso y decía:
Cuba Libre. En 1902 surgía el bar
La Florida que, con el tiempo, pasó
a ser el Floridita, y existían ya entonces el American Club, que quebró y reabrió después y la cantina
que daba servicio a las tropas norteamericanas destacadas en el
campamento de Columbia. Existía, como ya se dijo, el Dos Hermanos. Se habla, asimismo, de
un bar Americano, que el escribidor no ha podido localizar, si es
que existió. En cualquiera de ellos
pudo surgir el Cuba Libre.
La Bodeguita del Medio entusiasmó a los visitantes. Su fundador, Ángel Martínez, repetía que a
los 12 años de edad su padre lo
condenó a cadena perpetua detrás de un mostrador. En 1942
compró el establecimiento que
entonces se llamaba La Complaciente y que no era más que una
bodega de barrio. Allí su esposa
Armenia comenzó a cocinar para
unos pocos clientes, entre ellos
Felito Ayón, un animal de la noche
habanera que se vincula, como
impresor, a hitos imprescindibles
de la poesía cubana, como la Elegía a Jesús Menéndez, de Nicolás
Guillén con dibujos de Carlos Enríquez. Felito, que tenía su negocio
en la misma cuadra de lo que se
llamaba ya La Casa Martínez, decía a sus clientes: «Si no estoy en
la imprenta, búscame en la bodega, una bodeguita que está en el
medio de la calle». De ahí surgió
La Bodeguita del Medio, algo tan
obvio que a nadie se le ocurrió
antes. Así se llama este establecimiento desde el 26 de abril de
1950. Martínez terminó desembarazándose de los víveres y licores
habituales en las bodegas y puso
unas pocas mesas en el reducido
espacio de que disponía, creció la
fama de la cocina de Armenia,
reforzada luego por las manos
prodigiosas de «La China» Silvia
Torres, y los mojitos, que adquirieron allí carta de ciudadanía internacional, hicieron el resto.
Por allí ha pasado todo el mundo,
es un decir. Al igual que por el bar
Vista al Golfo del Hotel Nacional,
donde los embajadores del ron
Havana Club, con el coctel que lleva
el nombre del establecimiento hotelero en la mano, pudieron apreciar
la extensa galería de fotos de famosos que adornan las paredes; clientes todos de la instalación.
Los invitados recorrieron La Habana en coches tirados por caballos,
bicitaxis y grandes carrones convertibles. La noche final, después de
la cena, les regaló una experiencia
memorable: pudieron participar en
un maridaje entre un Cohíba siglo
VI y el ron Unión de Havana Club.
Una combinación perfecta.