LA ALEGRÍA DE SER CRISTIANOS Fichas para padres y catequistas Catequesis 1 Primera Parte: CREO EN DIOS PADRE ¿Por qué tenemos un Credo? Como Pueblo de Dios tenemos un Credo y lo proclamamos en nuestras celebraciones litúrgicas. Pero cuando rezamos el Credo ¿Nos hemos detenido a pensar en lo que significa? Profundizar en el Credo es una necesidad porque a veces aprendemos cosas dispersas y nos falta una comprensión profunda de las verdades esenciales de nuestra fe. “Porque el Credo no lo han compuesto los hombres según su capricho, sino que de toda la Escritura ha sido recogido lo más importante. Y como el grano de mostaza contiene en un grano muy pequeño gran número de ramas, de igual modo este resumen de la fe encierra en pocas palabras todo el conocimiento y la piedad contenida en el Antiguo y el Nuevo Testamento”. (San Cirilo de Jerusalén –siglo IV) Mire aquél inmenso árbol que nace de una semilla. Así el Credo recoge toda la Historia de la Salvación Israel en el Antiguo Testamento también tenía su Credo “Entonces tú dirás estas palabras ante Yahvé: Mi padre era un arameo errante, que bajó a Egipto y fue a refugiarse allí, siendo pocos aún; pero en ese país se hizo una nación grande y poderosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura servidumbre. Llamamos entonces a Yahvé, Dios de nuestros padres, y Yahvé nos escuchó, vio nuestra humillación, nuestros duros trabajos y la opresión a que estábamos sometidos. Él nos sacó de Egipto con mano firme, demostrando su poder con señales y milagros que sembraron el terror. Y nos trajo aquí para darnos esta tierra que mana leche y miel. Y ahora vengo a ofrecer los primeros productos de la tierra que tú, Yavé, me has dado.” (Dt 26, 5-10) Este es el Credo israelita más antiguo, que se repetía al presentar las primicias de las cosechas ante el sacerdote. Antes de disfrutar de los bienes de la tierra, los israelitas recordaban la acción liberadora de Dios para con su pueblo y se comprometían a compartir con los pobres: las viudas, los huérfanos, los extranjeros, y también con el levita –sacerdote- que no tenía tierra porque se dedicaba al culto (Dt 26, 12-14). Nuestro Credo era una profesión de fe sobre lo que Yahvé hizo con nosotros: Él nos sacó de Egipto y nos guió hacia la Tierra Prometida.t (Meditemos: Dt 6, 20-24; Jos 24, 1-14; Sal 78; Sal 105; Sal 136) Las tres partes del Credo Apostólico: El credo cristiano contiene tres partes, que se refieren al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, pero la más desarrollada es la que se refiere al Hijo, Jesucristo. Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos. Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén. El Credo concede mayor amplitud a la acción de Jesucristo que a las de las otras dos divinas Personas, porque es a través del Hijo que conocemos plenamente al Padre y al Espíritu Santo. Es Jesucristo quien nos ha revelado a plenitud el misterio del Padre y del Espíritu Santo (Lc 10,22, Col 2, 2-3). Nadie viene al Padre sino por mí. Si me conocen a mí, también conocerán al Padre. Desde ya, ustedes lo conocen y le han visto. (Jn 14, 6-7) Yo les enviaré, desde el Padre, el Espíritu de la Verdad, que procede del Padre... En verdad, les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Intercesor no vendrá a ustedes. (Jn 15,26a; 16, 7) Al rezar el Credo, proclamamos que Dios camina con nosotros La fe en Jesucristo es el centro de nuestra F E T R I N I T AR I A . Al participar en el misterio pascual de su vida, muerte y resurrección (KERIGMA), penetramos en el centro mismo de nuestra fe cristiana. A esto nos invita el Credo. El Credo expresa esa gozosa experiencia de salvación ligada a Cristo: al rezarlo, proclamamos que Dios continúa caminando con nosotros hoy, tal y como caminó con su pueblo en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Profesar la fe nos permite hacer presentes los grandes hechos de la historia de la salvación: la Creación, la Redención y la santificación en el Espíritu, hechos que todavía hoy dan sentido a nuestra vida, avivan nuestra esperanza y nos mueven al compromiso. ¿Cómo se desarrolló el Credo? Un poco de historia Nuestro Credo actual se desarrolló lentamente durante los siglos segundo y tercero, a partir de la LITURGIA BAUTISMAL. Recordando las palabras del Señor en Mateo 28, 19: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos; bautícenlos y conságrenlos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado”. Durante la ceremonia bautismal se preguntaba a los candidatos al bautismo: ¿Crees en Dios Padre Todopoderoso? ¿Crees en Jesucristo, el Hijo de Dios? ¿Crees en el Espíritu Santo? Y el candidato respondía en latín a cada una de esas preguntas diciendo “Credo”, o sea: “YO CREO”, y con cada respuesta se sumergía en el agua bautismal. Ya durante el siglo tercero se elaboró en ROMA un Credo sin preguntas y respuestas en el que se proclamaban las verdades fundamentales de nuestra fe en forma corta. Este es el texto que ha llegado hasta nosotros hoy y al que llamamos CREDO APOSTÓLICO, por ser un fiel reflejo de la fe de los apóstoles. Las Iglesias de Oriente conservaron en cambio hasta el día de hoy varios Credos, por ejemplo el Credo más largo que rezamos a veces en la misa dominical, llamado de Nicea-Constantinopla, por haber sido proclamado en esas ciudades durante los Concilios Ecuménicos que se celebraron allí en la antigüedad. En un texto de San Ireneo (Predicación Apostólica 6-7), un gran obispo y teólogo de los siglos segundo y tercero, encontramos ya los mismos elementos de nuestro Credo actual: Esta es la Regla de nuestra FE: Dios, Padre, no creado (...) creador del universo; así es el primer artículo. Segundo artículo: el Verbo de Dios (...), Cristo Jesús nuestro Señor (...) que apareció a los profetas (...) y al final de los tiempos, para reunir en si todas las cosas, se hizo hombre entre los hombres (...) Tercer artículo: el Espíritu Santo por el que los profetas profetizaron (...), y que al final se derramó de un modo nuevo sobre nuestra Humanidad (...). Por esto nuestro BAUTISMO se realiza El Credo de San Ireneo remarca la influencia de la fórmula BAUTISMAL Cada vez que recitamos el Credo recordamos todo lo que Dios ha hecho por nosotros, dando nuestra respuesta de fe... Es como encender una luz en la oscuridad y poder andar seguros. El Credo es para la vida, para ponernos a caminar como Abraham y seguir a Jesucristo. «Recitar con fe el Credo es entrar en comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; es entrar también en comunión con toda la Iglesia que nos transmite la fe y en el seno de la cual creemos». (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 197). Creo en Dios… Decir «Creo» es un acto de fe realizado por cada uno de nosotros y en el que nadie puede reemplazarnos. Por ello recordaremos la figura de Abraham, el primer creyente. Con Abraham y Sara comienza la Historia de la Salvación. Caminemos con Abraham, el Padre de la Fe ¿Recordamos la historia de Abraham y Sara? Génesis 12 Primer paso: “¡Deja...y anda!” ¿Qué hemos dejado nosotros por nuestra Fe? Abram tuvo que abandonar su país, la gente de su raza, su familia... ¿Nos ha puesto la fe en camino hacia nuevos valores y metas en nuestra propia vida? Segundo paso: “Partió pues Abram...como se lo había dicho Yahvé.” ¿Hemos obedecido el llamado de Dios? ¿Nos hemos puesto en camino para cumplir su Palabra? Tercer paso: Los cananeos estaban entonces en el país. Yahvé se apareció a Abram y le dijo: “Esta tierra se la daré a tu descendencia”. La realidad era completamente contraria a la promesa divina, pues los Cananeos eran dueños de la tierra, pero Abram confía en la promesa: confía que esa tierra ajena un día le pertenecerá a su pueblo, que ni siquiera existe todavía. Al contemplar la cruel realidad de injusticia que nos rodea, ¿somos nosotros también capaces de soñar con un mundo según las promesas de Dios, en que haya justicia y fraternidad? ¿O nos acomodamos a este mundo tal cual es, sin empujarlo hacia el cambio? Cuarto paso: “Abram atravesó Canaán hasta el lugar sagrado de Siquem y allí edificó un altar a Yahvé. Desde allí pasó a la montaña... y allí también edificó un altar a Yahvé.” ¿Qué animaba en su marcha al patriarca? ¿Qué nos enseña esto a nosotros para nuestra vida? Quinto paso: “Luego Abram avanzó por etapas hacia el país de Negueb...” ¿Tenemos también nosotros paciencia para caminar por etapas, aceptando que nuestro camino no nos lleve de un día para otro hacia la meta? Sexto paso: “En el país hubo hambre y Abram bajó a Egipto a pasar allí un tiempo...” La fe de Abram no le impide enfrentar los problemas de aquella gente; él se ve también acorralado por el hambre. ¿ Nos sorprende a nosotros cuando experimentamos situaciones similares, sin que ningún milagro las resuelva? Génesis 15, 1-7 Séptimo paso: “Yavé lo sacó fuera y le dijo: “Mira al cielo y, si puedes, cuenta las estrellas; pues bien, así serán tus descendientes”. Y creyó Abram a Yavé...Yavé le dijo: “Yo soy Yavé que te sacó de Ur de los caldeos para entregarte esta tierra en propiedad”. El tiempo ha transcurrido y Abram sigue sin descendencia; piensa incluso que su heredero será su sirviente Eliezer de Damasco. Pero Yahvé renueva su promesa y Abram fortalece su fe... Ante las dificultades y penalidades de la vida, sintiéndonos a veces desfallecer y perder la esperanza de que sea posible el Reino de fraternidad y justicia, ¿nos fortalece la Palabra de Dios, para empeñarnos aún más en construir el Reino? Génesis 17, 1-8 Octavo paso: Cuando Abram tenía noventa y nueve años, se le apareció Yahvé y le dijo: “Yo soy el Dios de las alturas, anda en mi presencia y trata de ser perfecto...No te llamarás más Abram, sino Abraham: porque te tengo destinado a ser padre de muchas naciones”. Cuando ya Abram parecía no tener futuro alguno, Dios finalmente cumple su maravillosa promesa de concederle un hijo y lo convierte en padre de una multitud de creyentes. Así se transforma en Abraham, en Padre de una muchedumbre. Creemos en Iglesia, comunidad de creyentes: “Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes.” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 166) Génesis 22, 1-18 Noveno paso: Dios quiso probar a Abraham y le dijo: “Toma a tu hijo, al único que tienes y al que amas, Isaac, y anda a la región de Moriah. Allí me lo sacrificarás en un cerro que yo te indicaré”. Estando ya Abraham a punto de sacrificar a su hijo único, el Ángel de Dios le grita: “No toques al niño ni le hagas nada. Pues ahora veo que temes a Dios, ya que no me negaste a tu hijo, el único que tienes”. Y Dios lo bendice: “Juro por mí mismo que, ya que has hecho esto y no me has negado a tu hijo, el único que tienes, te colmaré de bendiciones y multiplicaré tanto tus descendientes que serán como las estrellas del cielo y como la arena que hay a la orilla del mar... Porque obedeciste mi voz, yo bendeciré, por medio de tus descendientes, a todos los pueblos de la tierra”. ¿SON MUCHOS LOS TESTIGOS DE LA FE? En la larga y maravillosa historia de Yahvé con su pueblo, hay también muchos otros testigos de la fe: está Jacob, llamado Israel, quien luchó con Dios y le ganó la bendición (Gn 32, 25-32); Moisés, el liberador del pueblo; los grandes Profetas que mantuvieron viva la conciencia de la Alianza y plantearon sus exigencias; hay mujeres valientes como Ester y Judith; mujeres de fe como Rut y Ana... El Espíritu de Yahvé también alentó a personas sencillas que jugaron un papel importante en la Historia de la Salvación: mujeres estériles que concibieron hijos, como Sara, Rebeca (Gn 25,21) y Raquel (Gn 29,31); campesinos humildes como Gedeón (Jue 6-8) y el profeta Amós (Am 7, 14-15); líderes del pueblo como Débora y el rey David; mujeres decididas como Yael (Jue 4-5)... Meditemos Mateo 8, 5-13 Vemos la misericordia del capitán romano, que se duele de su sirviente. No es un hombre duro de corazón, pese a ser un militar. Lucas añade que lo quería mucho (Lc 7,2) Su humildad: Roma era una potencia m i l i t a r que mantenía tropas de ocupación en Palestina y esa situación humillaba profundamente a los judíos. El capitán tal vez por eso mismo se consideraba indigno de que Jesús viniera a su casa. Llama “Señor” a Jesús, empleando un título de grandeza con el que manifestaba comprender el misterio de su persona; poseía como militar autoridad y subordinados que le obedecían, pero en no se le ocurre comparar su autoridad con la de Jesús, pues sabía que éste era un profeta. Un ejemplo de confianza en el Señor (Mt 8,5-13). Jesús sana al siervo de un centurión (Lc 7, 1-10) “Entrando Jesús en Capernaum, vino a él un centurión, rogándole, y diciendo: Señor, mi criado está postrado en casa, paralítico, gravemente atormentado. Y Jesús le dijo: Yo iré y le sanaré. Respondió el centurión y dijo: Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; solamente dí la palabra, y mi criado sanará. Porque también yo soy hombre bajo autoridad, y tengo bajo mis órdenes soldados; y digo a éste: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace. Al oírlo Jesús, se maravilló, y dijo a los que le seguían: De cierto os digo, que ni aun en Israel he hallado tanta fe…Entonces Jesús dijo al centurión: Ve, y como creíste, te sea hecho. Y su criado fue sanado en aquella misma hora. Creer, ¿qué significa realmente? Para mí tener FE es saber que Dios existe. Creer significa aceptar las verdades del Credo y aprender bien la Doctrina. Para mí creer es vivir de acuerdo a lo que Jesús enseña en el Evangelio. Y tú ¿qué piensas de la FE? LA FE es una nueva manera de vivir LA FE es más que una opinión o una doctrina. LA FE significa un cambio de vida. El Credo nace dentro de la antigua liturgia bautismal: al candidato al bautismo primero se le preguntaba si renunciaba al Maligno, a su servicio y a sus obras, para luego interrogarle si creía en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Al dar su sí definitivo, el candidato se sumergía por tres veces en el agua bautismal y de esa manera manifestaba que moría al pecado de su vida anterior y comenzaba una vida nueva en Cristo. Para aquellos antiguos cristianos, con el bautismo, sus vidas daban un vuelco y esto se manifestaba proclamando: Creo en Dios...Porque el bautismo sin la FE no aprovecha (Mc 16, 16; Hch 2, 38). Tenemos también el caso de San Pedro (Lc 5, 1-11): él y sus compañeros habían regresado cansados de andar pescando toda una noche sin conseguir nada y cuando Jesús le dice: “Lleva la barca a la parte más honda y echa las redes para pescar”, Pedro no le replica: “¡Señor, eso es absurdo! En lo más hondo del lago es donde menos se pesca...Venimos además cansados y con las manos vacías”. Pedro confía en Jesús y sale de nuevo a pescar. Y fue entonces que las redes casi se rompían de tantos pescados que agarraron... San Pablo viene a decir lo mismo de otra manera: “lo que importa es tener la FE que actúa mediante el amor” (Gal 5, 6; Ef 3,17). El apóstol Santiago lo refuerza: “Hermanos, ¿qué provecho saca uno cuando dice que tiene fe, pero no la demuestra con su manera de actuar? ¿Será esa fe la que lo salvará? Si a un hermano o a una hermana le falta la ropa y el pan de cada día, y uno de ustedes les dice: “Que les vaya bien: que no sientan frío ni hambre”, sin darles lo que necesitan, ¿de qué les sirve? Así pasa con la fe si no se demuestra por la manera de actuar: está completamente muerta” (St 2, 14-17). La fe debe moldear toda nuestra vida. Meditemos: Mt 7, 21; Lc 6, 46; Mc 9, 23; Ef 3, 17; Jn 4, 14; Jn 6, 44; Ef 2, 8; Jn 6,45; Hb 11, 1-39; 2 Pe 1, 5-9; St 2, 14; Gal 5, 6; Is 45, 22-24. “Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra...” ¿CUÁNTOS RELATOS BIBLICOS HAY DE LA CREACIÓN? Hay dos relatos bíblicos de la creación. El primero y más antiguo es aquél en que se nos presenta a Dios como alfarero, moldeando a Adán del barro de la tierra y a Eva de la costilla de Adán. El segundo relato es más moderno y ahí Dios crea el mundo y los seres humanos por la sola fuerza de su palabra. El más antiguo (Gn 2,4b-25) es llamado YAHVISTA y fue escrito 900 años antes de Cristo, y el segundo (Gn 1, 1- 2,4), conocido como SACERDOTAL, fue escrito unos 400 años después del primero. El interés de los autores bíblicos no consistía tanto en describir la manera en que había surgido el mundo (tema de la ciencia), sino afirmar la acción divina como origen de la humanidad. Fue durante el exilio babilónico que los israelitas descubrieron al Dios creador. Al principio los israelitas consideraban a Yahvé como su Dios, pero para ellos era natural aceptar que los demás pueblos tuviesen otros dioses. Yahvé no era visto como un Dios único, sino como el mayor y más poderoso entre los dioses: “¿Quién como Tú, Yahvé, entre los dioses? (Ex 15, 11); No invoquen los dioses extranjeros, ni siquiera los nombren (Ex 23, 13). Cuando mires al cielo y veas el sol, la luna, las estrellas y todos los astros del firmamento, no te dejes arrastrar a adorarlos como dioses y a servirlos. Pues Yahvé tu Dios, les dio eso a los demás pueblos, pero a ustedes los eligió y los sacó del crisol ardiente, de Egipto, para que fueran su propio pueblo como lo son ahora” (Dt 4, 19-20; Jue 11, 24). Durante las primeras etapas de su historia, el Pueblo de Dios celebraba a Yahvé como su liberador y redentor (Ex 20, 1). La experiencia del Éxodo constituía el corazón mismo de su fe. Fue tan sólo siglos más tarde, en un momento difícil, cuando el pueblo finalmente comprendió que Yahvé su Dios era además creador de todas las cosas y el único Dios verdadero: durante el exilio babilónico, en los siglos sexto y quinto antes de Cristo. Entonces el Templo de Jerusalén había sido destruido, el país arrasado y los israelitas desfallecían en tierra extranjera, sufriendo esclavitud. En medio de tantas desdichas y calamidades, se preguntaban: ¿Dónde está nuestro Dios? En momentos tan angustiosos surgió el gran “segundo” profeta Isaías (cuyos oráculos se encuentran en Isaías 40-55; era continuador y discípulo del primer Isaías que vivió 150 años antes), proclamando a Yahvé como creador del cielo y de la tierra y único Señor de la historia universal (Is 40,12-18; 43, 5-9; 44, 24-27; 46, 9-10). En Is 40, 7-29). El relato SACERDOTAL de la creación (Gn 1,1 - 2,4) también fue escrito durante el exilio babilónico, bajo la influencia del “segundo” profeta Isaías. Ahí se insiste, no ya en poemas como los del “primer” Isaías, sino bajo el ropaje de un hermoso relato. Allí el Dios de Israel es el único creador del cielo y la tierra, las plantas y los animales, y los seres humanos creados imagen y semejanza de Dios. Los israelitas comprendieron que eran imagen del Dios creador, aunque viviesen como esclavos en Babilonia. La fe en el Dios creador nos devuelve así la confianza de que el Señor camina hoy y siempre con nosotros hoy. Reflexionemos 1. ¿Es la Biblia un libro de ciencia que explicarnos la manera cómo surgió el mundo? 2. quiere Lea con su grupo Isaias 40, 21-31: ¿Cuál es el mensaje de este texto para nosotros hoy? ¿Qué esperanza reaviva en nosotros saber que Dios es creador? 3. Lo que aquí hemos estudiado, ¿fortalece nuestra fe en el Dios creador? ¿De qué manera? ¿Podemos vivir con esperanza? “Dios, que es amor y misericordia, conduce todo hacia su consumación definitiva (Reinado de Dios). El drama del dolor, el pecado y la muerte, pasarán un día (Apocalipsis 19, 5-8; 21, 1-8). Las fuerzas del mal serán vencidas (1Co15,24). Como dice San Agustín: «El Dios Todopoderoso por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal» (CIC 311). ”Creo en JESU-CRISTO, su único Hijo, nuestro Señor...” Examinemos ahora, en los Evangelios, los tres títulos que damos a Jesús en esta parte del Credo: CRISTO, HIJO de Dios y SEÑOR. 1. Mc 8, 27-33: “Jesús es el Cristo” Jesús quiere saber lo que la gente piensa de Él. Los discípulos le responden que lo consideran un profeta. El insiste: ¿quiénes piensan ustedes que soy yo? Y Pedro, en nombre del grupo, responde: “Tú eres el Cristo”. Sin embargo, Jesús ordena a los discípulos guardar silencio, pues él es un Mesías diferente al que esperaba Israel y quiere así evitar malos entendidos sobre su persona. Explica entonces a sus discípulos que deberá pasar por el trago amargo de su Pasión, pero Pedro lo lleva aparte y lo reprende. Y entonces Jesús lo rechaza como expresión de Satanás, diciéndole: Tú no piensas como Dios, sino como los hombres. “Jesucristo” es más que un nombre: Jesucristo no es simplemente un nombre, sino un título y una confesión de fe. Jesús era nombre común en Israel (significaba Dios salva), no así el título de Cristo. Cristo es una palabra griega que significa ungido. Mesías, mashiah en hebreo, también significa ungido. Los israelitas UNGÍAN con aceite a sus reyes (1 S 9, 16; 10, 1; 16,1.12-13; 1 R 1, 39) y sacerdotes (Ex 29, 7; Lv 8, 12), y alguna vez también a los profetas (1 R 19, 16). De esa manera reconocían que Dios los escogía y consagraba para una misión que El mismo les encomendaba. El Mesías de Israel debía ser ungido por el Espíritu del Señor (Is 11, 2) como rey y sacerdote (Za 4, 14; 6, 13), pero también como profeta (Is 61, 1; Lc 4, 16-21). Los discípulos reconocieron en Jesús al Mesías de Israel, en su triple función de sacerdote, profeta y rey. Por eso le llamaron Jesucristo (Mc 1,1), fundiendo su nombre con el título de Cristo, afirmando que Jesús era el Cristo. Juan 13, 2-17: “Jesús es el Maestro” a lo “Si yo, siendo el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado un ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes...Pues bien, ustedes saben estas cosas: ¡Felices si las ponen en práctica! (Jn 13, 13-17) 2. Marcos 15, 33-40: “Jesús es el Hijo de Dios” Un grupo de curiosos contempla indiferente la crucifixión. Uno de ellos quiere incluso averiguar si el profeta Elías descenderá del cielo para bajar a Jesús de la cruz. Jesús expira impotente, clamando a Dios con palabras tomadas del Salmo 22. El capitán romano, sacudido por su muerte, lo reconoce como Hijo de Dios en medio de su humillación. Se rompe el velo del Templo, simbolizando que Dios no oculta ya más su presencia en el santuario de Jerusalén. La función del Templo ha concluido, porque ahora ya no hay más distancia entre Dios y su pueblo... Las mujeres acompañan a Jesús en su sufrimiento... ¿Qué sentimos y pensamos al leer este texto? ¿Descubrimos realmente en la impotencia de ese crucificado al Hijo de Dios? «Hijo de Dios» se llamaba al rey, al pueblo o al Mesías... En Israel, cuando una persona estaba unida con Dios de manera especial, se le llamaba hijo de Dios. En Ezequiel 4, 22 se llama así a todo el Pueblo de Dios por ser su elegido. Cuando los reyes eran ungidos y tomaban posesión de su cargo, recibían también ese título de honor: Tú eres mi hijo (Sal 2, 7), ya que gobernarían en representación de Dios, el verdadero y único Rey. El título de Hijo de Dios se reservaba también al heredero de David, al MESI AS (2 Sam 7, 14). Ahora Dios revela que su Hijo amado es Jesús y que debemos escucharle (Mt 17,5). Jesús mismo evitó usar el título de «Hijo de Dios» Jesús mismo, para no despertar falsas expectativas sobre su persona, evitó usar el título mesiánico de Hijo de Dios (Mc 1, 23-26; Mt 16, 20). Con todo, el pueblo intentó proclamarlo rey, camino rechazado por Jesús desde las TENTACIONES del desierto. Fue hasta después de su RESURRECCIÓN, cuando la comunidad entera reconoció como de discípulos y discípulas lo Cristo, Señor, e Hijo de Dios. Con estos títulos no sólo estaba afirmando su resurrección (Rm 1,2-4; Hch 13, 33), sino reconociendo que Jesús, en su vida y en su muerte, se había manifestado desde siempre como el Hijo del Padre y que todo estaba destinado a tenerle a Él como cabeza (Col 1,15-20). Confesar que Jesús es el Hijo, significa seguirlo. Ningún profeta ni ninguna otra revelación podrá ya superar la revelación de Dios en la persona de Jesús (Lc 10, 21-22; Jn 14, 9.16). En Él ya nos ha manifestado Dios todo lo necesario “para nuestra salvación” (Jn 3, 16). 62 | C a t e q u e s i s s o b r e E l C r e d o Equipo Teyocoyani | 63 3. Filipenses 2,6-11: “Jesús es el Señor” Cuando el Antiguo Testamento se tradujo a la versión griega utilizada por las primeras comunidades cristianas, la palabra YAHVÉ se tradujo como KYRIOS, esto es, SEÑOR. Decir “Señor” para los primeros cristianos venía a ser entonces lo mismo que decir “Dios” y ese título fue el que luego aplicaron a Jesús (Hch 2, 36; Rm 10, 9; 1 Co 12, 3; 2 Co 1,2 y 4; Fil 2, 11). Él mismo indirectamente se lo había aplicado al discutir con los fariseos sobre el sentido del salmo 110 (Mt 22, 41-46). En los Evangelios aparecen muchas personas que se dirigen a Jesús llamándole “Señor”, pidiéndole socorro y curación (Mt 8, 2; 14, 30; 15, 22). “A lo largo de toda su vida pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban su SOBERANÍA DIVINA” (CIC 447). Proclamar a Jesús como Señor significa: Negarse a adorar a otros dioses y servir a otros “señores”, pues nadie puede servir a dos señores, a Dios y el dinero (Mt 6, 24). Los primeros cristianos tuvieron que pagar con su vida – mártires- por confesar a Jesús como Señor, pues ese título era reclamado para el emperador romano. La idolatría sigue siendo hoy una realidad y un peligro para nuestra fe: caemos en idolatría cuando convertimos en fin supremo de nuestra vida al dinero, el poder, la violencia, la comodidad, el placer sin criterios morales, la fama... Es propio de los ídolos “prometer” vida pero generar muerte. Segunda Parte: CREO EN JESUCRISTO… Que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; nació de Santa María Virgen... ¿DIOS Y HOMBRE VERDADERO? Concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nacido de Santa María Virgen: Esta parte del Credo surgió de la necesidad de profundizar aún más en el significado de la persona de Jesús. Después de su resurrección, hubo quienes estuvieron dispuestos a adorarle como Dios, negando su humanidad. Otros en cambio reconocían su humanidad, pero negaban su divinidad. La Iglesia proclamó siempre que Jesús es Dios y hombre verdadero: no mitad Dios y mitad hombre, sino plenamente humano y plenamente divino. Jesús fue plenamente humano En cuanto ser humano, él fue semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (Hb 4, 15): tuvo su familia, creció y vivió en una comarca de Palestina, aprendió la lengua y las costumbres de su pueblo, y se dedicó al oficio de carpintero hasta iniciar su vida pública alrededor de l o s 30 años. Entonces se hizo bautizar por Juan el Bautista en las riberas del río Jordán e inició un movimiento profético propio, anunciando la llegada del Reino. El gran proyecto de Dios que anunciaba Jesús se manifestó en sus enseñanzas, parábolas y milagros: perdonando pecados, dando de comer a los hambrientos, sanando enfermos, resucitando muertos...El Reino traía la liberación de todas las opresiones que aplastan a la humanidad, tanto personales (nuestros propios pecados), como colectivas (toda clase de injusticias), e incluía la liberación de la muerte, que pone límite a toda esperanza humana. Como ser humano sintió cansancio y sufrimiento, hambre y sed, conflicto y persecución, y supo desde dentro lo que eran la tristeza, la angustia y la soledad humanas. También experimentó la dicha de amar y ser amado, el entusiasmo de entregarse a una causa noble y justa, la confianza en Dios, las inspiraciones del Espíritu Santo y el asombro y la gratitud ante la belleza de la creación. Naciendo del seno de María fue un hombre enteramente humano, que vivió su vida como uno más; en otras palabras fue nuestro propio hermano. Como dice el Concilio Vaticano II: “Trabajó con manos humanas, obró con voluntad humana, amó con corazón humano” (GS 22). Con Jesús se inicia una nueva creación Pero el Credo no sólo afirma la plena humanidad de Jesús, sino que le confiesa también como un hombre que provenía totalmente de Dios: concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nacido de la Virgen. De esta forma nos da a entender que Jesús es una persona histórica única, pues vino a nosotros desde el seno mismo de Dios. Con él se inicia una nueva creación. Él es el hombre nuevo, el segundo Adán, salido también directamente de manos de Dios, pero esta vez con la colaboración de María (Gal 4,4). Por medio de ella, el Padre inicia una nueva historia humana, por la fuerza del Espíritu Santo: el propio Espíritu hace surgir la vida de Jesús en el vientre de su madre la Virgen María. El mismo Espíritu Santo lo ungirá también al comienzo de su misión para anunciar la buena nueva a los pobres, la liberación a los cautivos y el año de gracia del Señor (Lc 4, 14-22). La Carta a los Colosenses proclama: “Porque en él reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2, 9; 2 Co 4,4). A través del nacimiento virginal, Mateo y Lucas nos comunican una profunda verdad de nuestra fe: Y el gran don de Dios a la humanidad la salvación no proviene de nosotros mismos, es un don de Dios tiene nombre, se llama Jesús de Nazaret. “Tanto amó Dios al mundo que entregó su Hijo Único, para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). La concepción virginal subraya que Dios actúa y se hace presente en la vida de Jesús desde su mismo inicio; destaca que Jesús es el Hijo único de Dios. María también es mencionada en el Credo porque colaboró con su disponibilidad a la salvación de la humanidad. En cuanto a nosotros los bautizados, creyendo en Jesús tenemos la posibilidad de un nuevo comienzo en nuestra vida. El nuevo Adán vino para crear una nueva humanidad basada en el amor y la justicia. Por medio de Jesucristo, podemos también nosotros llegar a ser hombres y mujeres nuevos. Meditemos: Fil 2, 6-11; gal 4, 4-5; 1 Jn 4, 9.14; Ez 37; Lc 2, 8-20; Lc4, 14-22. Sobre la Encarnación «El Hijo de Dios, descendiendo al seno de la Virgen se revistió de carne por obra del Espíritu Santo. Dios se unió con el hombre. Como Mediador entre Dios y el hombre, el verbo se revistió del hombre para llevarlo al Padre. ¡Cristo quiso ser hombre, para que el hombre pueda ser lo que es Cristo! Pues el Padre, con el fin de conservarnos y darnos la vida, envió a su Hijo; para que nos redimiese; y este Hijo quiso ser y hacerse hombre, para hacernos hijos de Dios» (San Cipriano) «Para que nadie pensara que era distinto de nosotros, se sometió a la fatiga, quiso tener hambre y no se negó a pasar sed, tuvo necesidad de descanso y no rechazó el sufrimiento, obedeció hasta la muerte y manifestó su resurrección, ofreciendo en todo esto su humanidad como primicia, para que tú no te descorazones en medio de tus sufrimientos, sino que, aun reconociéndote hombre, aguardes a tu vez lo mismo que Dios dispuso para él» (San Hipólito de Roma) «Se encarnó verdaderamente y no en apariencia. Pues si la encarnación fue falsa, también lo sería la salvación humana...En Él existen ambos, el hombre visible y el Dios invisible». (Nicetas de Remesiana) Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado Sorprende que el Credo pase directamente del nacimiento de Jesús a su muerte, sin describir su vida pública, sus enseñanzas y sus milagros. Y extraña también que en un recuento tan corto de su vida aparezca mencionado precisamente aquel hombre que lo envió a la cruz. Esto sucede para dejar bien claro que la crucifixión fue un hecho histórico, que tuvo lugar en Palestina bajo el poder de Poncio Pilato. El nombre del gobernador romano sirve para ponerle fecha y lugar exactos a la crucifixión del Señor y para cortar el paso a quienes querrían adorar al Hijo eterno de Dios, negando su encarnación y su cruz. Se hace constar así que la muerte de Jesús fue un hecho bien real. El Credo remarca que Jesucristo también saboreó el trago amargo de la muerte y fue incluso sepultado. La muerte y resurrección de Jesús son decisivas para comprender su persona y su obra. Tales acontecimientos son los que mejor explican e iluminan su vida. Por eso el Credo se concentra en ellos: padeció, murió, resucitó... Según los evangelios, Jesús mismo anunció tres veces que moriría violentamente (Mc 8, 31; 9, 31; 10,33). Hay que reconocer que Jesús tuvo suficientes razones para prever una muerte violenta. Se le acusó de actuar en nombre del jefe de los demonios (Mc 3, 22), de ser falso profeta, de blasfemar contra Dios (Jn 10, 31-33) y de no respetar el sábado; cualquiera de estas acusaciones bastaba para que le aplicaran la pena de muerte. Si a alguien en Israel se le advertía públicamente de una falta grave contra la Ley, y sin embargo volvía a cometerla, se le consideraba entonces reo de muerte. Ya en los primeros capítulos del evangelio de Marcos se nos cuenta que Jesús fue advertido de quebrantar el sábado (Mc 2,24) cuando sus discípulos arrancaban espigas. Pero él no se amedrentó, sino que más bien respondió tajantemente: “El sábado ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2, 27). Por eso poco después cura en sábado dentro de una sinagoga al hombre del brazo tullido (Mc 3, 1-6) por lo que los dirigentes enseguida decretan su muerte (Mc 3, 6). Lucas por su parte cuenta que al principio de su vida pública, sus propios paisanos de Nazaret intentaron despeñarlo desde un cerro (Lc 4,29), por haberse negado a hacer milagros entre ellos. En la última cena Jesús se muestra consciente de su próximo fin y lo acepta activamente: el pan será su cuerpo entregado y el cáliz su sangre derramada. El evangelista Juan pone en boca suya estas palabras: “Nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente” (Jn 10, 18). Interpretaciones de la muerte de Jesús Jesús murió como profeta: Las primeras comunidades cristianas Jesús definitivo consideraron como el a profeta que Dios había enviado al mundo y que había sido asesinado como los antiguos profetas. Él había sido el Justo perseguido del cual habla el Salmo 22 y el Siervo sufriente de Yahvé, que “soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores” (Is 53, 4-11.12; Jer 11, 18-21; 26, 8-11; 20-23; 1 Re 18, 4.13; 2 Cr 24, 19-21; Mi 3; Lc 16, 19-31; Mt 21, 33-46). Jesús había muerto como un profeta mártir (Lc 24, 19-21; 13, 34; Hch 4, 10). La muerte de Jesús era parte del plan de Dios: En el Antiguo Testamento se decía que ser crucificado era una maldición divina (Dt 21, 23; Gal 3, 13). Un crucificado era entonces un maldito, un abandonado por parte de Dios y de los hombres. Esto parecía contradecir cualquier intento de darle un sentido salvador a la crucifixión de Jesús. Pero los discípulos respondieron que Dios mismo así lo había querido y dispuesto y que su muerte era parte de su plan de salvación (Hch 2, 23). Jesús murió por nuestros pecados: Finalmente, el Nuevo Testamento interpretó la muerte de Jesús como sacrificio de expiación por los pecados de la humanidad: Jesús, que era inocente, había sufrido en lugar de los demás, que eran culpables, para salvarnos a todos (Rm 4, 25; 5, 8-10; Ef 5, 2); su muerte se interpretó como un acto de amor misericordioso, por medio de la cual Jesús mismo entregó su vida, para darnos vida a quienes estábamos muertos por el pecado (2 Co 5, 18-19). Escribe san Pablo: “En primer lugar les he transmitido la enseñanza que yo mismo recibí, a saber: que Cristo murió por nuestros pecados, tal como lo dicen las Escrituras; que fue sepultado; que resucitó al tercer día como lo dicen también las Escrituras” (1 Cor 15, 3-4). ¿Qué hacer ante el dolor humano? El ejemplo de Jesús nos invita a enfrentar el dolor humano de cuatro maneras complementarias: Mostrando compasión hacia los que sufren. Combatiendo todo sufrimiento y tratando de eliminar sus causas. Aceptando las consecuencias dolorosas de nuestros compromisos a favor de los pobres y por la construcción del Reino de Dios. Sobrellevando los sufrimientos propios de nuestra condición humana (enfermedades, duelos, frustraciones, pérdidas de todo tipo) en comunión con Jesús crucificado. † Descendió a los infiernos ¿Cómo entienden ustedes eso del descenso de Cristo a los infiernos? ¿Qué podrá significar que Cristo descendió a los infiernos? Esto presupone una concepción judía del mundo, según la cual la creación se dividía en tres partes: el cielo, la tierra y el sheol. El sheol era la región de los muertos, donde éstos no podían alabar más a Dios (Sal 30,10), una especie de morada subterránea. No se trataba de un lugar de castigo, sino simplemente del sitio adonde iban a parar los difuntos (Job 30, 23; 3, 17-19). Allí vivían en la sombra y alejados de Dios (Sal 6, 6; 88, 11-13). El descenso de Cristo a esta región de los muertos significa en primer lugar que Cristo realmente murió, que experimentó la amargura y el abandono de la muerte. Él estuvo “entre los muertos”. Y que al resucitar, “predicó a los muertos” que habían vivido antes de él (1 P 4, 6), para conducirlos al cielo (1 P3, 19-20; Ef 4, 9). Simbólicamente se afirma aquí la posibilidad de salvación para aquella parte de la humanidad que vivió antes de Cristo o que aún no le conoce (Mt 27,52; Rm 14,9). Al tercer día resucitó de entre los muertos ¡CRISTO HA RESUCITADO! ¿En qué se basa nuestra fe en la Resurrección? Sus seguidores comenzaron a proclamar en Jerusalén que Jesús estaba vivo y se les había manifestado. El apóstol Pedro en Jerusalén decía: “Al Señor de la Vida lo hicieron morir, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos de ello” (Hch 3, 15; Hch 10, 40-41). Las confesiones de fe: Los primeros y más antiguos testimonios de la Resurrección que conservamos en el Nuevo Testamento son dichos breves en que se recoge la confesión de fe de las primeras comunidades. Estos dichos son como credos resumidos en que se expresa la convicción de que Jesús vive: “Porque si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10, 9). Otra confesión de fe muy corta la encontramos en Lc 24,34: “El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón”. (1 Cor 15, 3-8) De este pasaje podemos sacar la conclusión de que para Pablo la fe en la Resurrección tiene como fundamento las apariciones del Señor a los apóstoles y discípulos, tanto varones como mujeres. Recordemos igualmente que los Evangelios se escribieron alrededor de 20 años después de las principales epístolas de Pablo y que sus escritos son los más antiguos testimonios de la Resurrección en el Nuevo Testamento. Los relatos de la tumba vacía Los cuatro evangelistas cuentan que después de la Pasión algunas mujeres fueron a la tumba a embalsamar el cuerpo del Señor y la encontraron vacía. María Magdalena pensó al principio que se trataba de un robo y que alguien había sacado el cuerpo del Señor (Jn 20,2.13.15), pero luego se le aparecieron unos ángeles o el mismo Señor y le dijeron que estaba vivo: “¿Por qué buscan entre los muertos al que vive?” (Lc 24, 5). Pero la reacción de los discípulos fue de incredulidad, pensaron que eran cosas de mujeres (Lc 24, 11.22-24.34) y creyeron en la Resurrección hasta que Cristo en persona se les apareció a ellos mismos. Las historias de la tumba vacía servían a las primeras comunidades Resurrección resucitado. para hacer y para una catequesis proclamar que sobre Jesús la había La tumba vacía no es el fundamento de nuestra fe en la Resurrección; fundamento de nuestra fe en la Resurrección es el Resucitado que se manifiesta a María Magdalena junto a la tumba y la envía como apóstol de los apóstoles! “Anda a decirles a mis hermanos que subo donde mi Padre, que es Padre de ustedes; donde mi Dios, que es Dios de ustedes. María Magdalena fue a anunciar a los discípulos: He visto al Señor y me ha dicho tales y tales cosas” (Jn 20, 17-18). Ese encuentro personal con Cristo es el que fundamenta nuestra fe en la Resurrección. ¿Cuántas fueron las apariciones? Es difícil decirlo. Pablo afirma que fueron cinco (1 Cor 15, 3-8) Marcos (en la versión original, que concluía su evangelio en MC 16, 8) no habla de ninguna aparición (MC 16, 1-8), aunque testimonia que Jesús ha resucitado y se mostrará en Galilea (Mc 16, 7) Mateo conoce una aparición a las mujeres y otra a los Once en Galilea (MT 28, 1-11. 16-21) Lucas relata dos apariciones: la de los discípulos de Emaús y la de los Once en Jerusalén (Lc 24, 13-53) Juan habla de cuatro apariciones: la de María Magdalena junto a la tumba vacía, la de los discípulos en Jerusalén, la de Tomás en presencia de los demás apóstoles (Jn 20, 11-18, 1923.24-29) y la de los discípulos junto al lago de Tiberiades en el capítulo final (Jn 21) Pero habría que añadir también las apariciones del Resucitado en Hechos de los Apóstoles: la aparición a Esteban en el momento de su martirio (Hch 7, 56) y las apariciones a Pablo (Hch 9, 4-6; 1 Cor 15,8; Gal 1,15). Las más tardías fueron sin duda las de Palo, probablemente algunos meses después de la muerte de Jesús. Al tercer día Por lo general pensamos que su cuerpo estuvo en la tumba durante tres días y hasta entonces resucitó. Los mismos evangelios dan pie a esta interpretación, pues cuentan que Jesús fue enterrado el viernes por la tarde y no se manifestó resucitado sino hasta el amanecer del domingo. Pero el dato de los tres días tiene en la Biblia más bien un significado religioso. En el Libro segundo de los Reyes se cuenta que el rey Ezequías estaba enfermo y el profeta Isaías llega a anunciarle que morirá pronto, pero el rey, angustiado, suplica por su vida a Yahvé con abundantes lágrimas, y Yahvé cambia su decisión y ordena a Isaías comunicarle al rey que escuchó su súplica y que vivirá: “He visto tus lágrimas; te doy la salud. En tres días más subirás a la Casa de Yahvé (2 Re 20, 1-5). En el libro del profeta Oseas leemos: “Vengan, volvamos a Yahvé. Pues él nos ha desgarrado y Él nos curará. Él nos ha herido y Él nos vendará. Dentro de dos días nos dará la vida, y al tercer día nos levantará, y en su presencia viviremos” (Os 6, 1-2). Al tercer día significa aquí dentro de un tiempo muy corto. Por último está el famoso pasaje del libro de Jonás, donde se cuenta que éste estuvo tres días y tres noches en el vientre de la ballena (Jon 2,1.2.11). Dicho relato siempre fue visto por la Iglesia como símbolo de la Resurrección de Cristo (Lc 11,29-30.32). Los tres días no significan entonces 72 horas del reloj; el tercer día es el día de la actuación de Dios, el día de su acción salvadora. Y eso querían expresar los autores del Nuevo Testamento con la fórmula de los tres días: que Dios pronto rescató a Jesús de la muerte, que actuó en su favor para darle vida, vida eterna, plena y sin fin. Meditemos: Rm 6, 3-5; 1 Cor 15, 1-11; 2 Cor 5, 14-17; Ef 2, 410; 1Pe 1, 3-12; 1,20-2,3; Ez 37, 1-14. Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso ¿Cómo entendemos nosotros esta parte del Credo, de que Jesús «subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios»? Leamos el relato de la Ascensión en Hechos 1, 1-11: ¿A quiénes se manifiesta el Señor después de su Pasión y por cuánto tiempo? ¿De qué les platica? ¿Qué les concede y con qué fin? ¿Qué importancia tiene todo esto para nosotros? ¿LA ASCENSIÓN ES OTRA CARA DE LA MISMA RESURRECCIÓN? En el Evangelio de Juan, la Ascensión o subida al cielo de Jesús aparece como manifestación de su Resurrección. Cuando el Señor resucitado dialoga con María Magdalena junto a la tumba vacía, éste le dice: «anda a decirles a mis hermanos que subo donde mi Padre» (Jn 20, 17). La Ascensión y Resurrección son aquí una y la misma cosa. También en los evangelios de Lucas y Marcos la Ascensión acontece el mismo día de la Resurrección, como efecto de la misma (Lc 24, 50; Mc 16, 19). Mateo ni siquiera menciona la Ascensión al final de su evangelio, pues lo decisivo para él es destacar que Cristo resucitado envía a sus discípulos a proclamar, enseñar y bautizar, prometiéndoles a los suyos mantenerse junto a ellos hasta el fin del mundo, comunicándoles su vida y fortaleza (Mt 28, 16-20). Aunque el Credo no entra en detalles sobre la relación entre la Resurrección y la Ascensión, en nuestro año litúrgico transcurren sin embargo 40 días entre la fiesta de Pascua y la de la Ascensión del Señor Jesús a los cielos. ¿De dónde proviene esta idea de que la Resurrección y la Ascensión son dos hechos distintos, entre los cuales transcurren 40 días? Sin duda, proviene de Hechos de los Apóstoles, la segunda obra escrita por el evangelista Lucas entre los años 80 y 90 del siglo primero. Únicamente en este libro tardío del Nuevo Testamento se separaron en el tiempo, como si fuesen dos acontecimientos diferentes, la Resurrección y la Ascensión a los cielos (Hch 1, 3.9). En los demás escritos del Nuevo Testamento, la elevación del Señor a los cielos acontece con la misma Resurrección (Ef 1, 20). La intención del autor de Hechos de los Apóstoles consiste en describir cómo el Evangelio se va abriendo camino desde Jerusalén hasta Roma, lo cual sucede por la fuerza del Espíritu Santo. Tras la Ascensión, el Espíritu desciende en Pentecostés sobre los discípulos para darles vida y fortaleza. De allí en adelante, Cristo actuará en su Iglesia únicamente a través del Espíritu. La presencia de Jesús entre nosotros no ha disminuido desde entonces, sino que se ha vuelto incluso más intensa que cuando recorría Palestina con sus discípulos, pues al subir al cielo, ha entrado en una nueva forma de contacto y cercanía con nosotros por medio del Espíritu Santo (Jn 16, 7; (Hch 1, 8-9). Con la Ascensión no se describe por tanto una elevación del cuerpo de Cristo en el espacio, sino la entrada de Jesús en el mundo invisible y misterioso de Dios. Cuando el Credo afirma que Jesús subió a los cielos, quiere decirnos que el Señor está ahora junto a Dios y continua presente entre nosotros. Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos... ¿Qué hemos oído decir sobre el juicio final? ¿Qué historias se nos han contado acerca de él? ¿Qué cosas recordamos que nos hayan impresionado más? ¿Cómo nos imaginamos nosotros el Juicio final? ¿Cuándo y cómo pensamos que será? ¿Nos inspira confianza y esperanza o más bien temor? ¿Qué textos de la Escritura nos impresionan más sobre este tema y por qué? EL JUICIO SERÁ DE AMOR El tema del Juicio tal vez despierte en nosotros sentimientos de miedo, asociado a un Cristo severo, que con gesto imperioso y rostro amenazante, juzga implacablemente a la humanidad. A diferencia de Juan el Bautista, Jesús no ponía en primer lugar el juicio de Dios, sino su MISERICORDIA. Para él, la bondad de Dios era la puerta de entrada al Reino, como lo muestran sus inolvidables parábolas del padre bondadoso, de la oveja extraviada y la moneda perdida, recopiladas en el capítulo 15 del Evangelio de Lucas. Dios quiere que todas las personas se salven Al hablar del Juicio, jamás debemos olvidar que la voluntad de Dios es que todas las personas sin excepción alcancen su salvación: «Pues él quiere que todos los seres humanos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Ti 2, 4; Mt 18, 14; 2 Pe 3, 9; Hch 10, 34-35). Ya en el Antiguo Testamento, en el libro del profeta Ezequiel, leemos palabras tan esperanzadoras como éstas: «Por eso tú di a la gente de Israel: Ustedes han dicho: “Se nos piden cuentas por nuestras maldades y pecados, y por eso nos vamos consumiendo, ¿cómo podremos quedar con vida?” Pero así dice el Señor Dios: Por mi vida juro que no quiero la muerte del malvado, sino que cambie de conducta y viva. Conviértanse, cambien de conducta, malvados, y no morirán gente de Israel» (Ez 33, 10-11; Is 55, 6-7; Rm 4, 5-8). La bondad, misericordia y paciencia de Dios son para nosotros una constante invitación a la conversión, pues como dice el apóstol Pablo: «¿Qué conclusión sacaremos? ¿Qué vamos a seguir en el pecado para que la gracia se dé con mayor abundancia? Por supuesto que no» (Rm 6, 1). Es Jesús quien juzgará y eso nos da confianza Quien nos juzgará será el mismo Jesús y eso nos da confianza. A él ha encomendado el Padre la tarea de juzgar, por haber compartido con nosotros nuestra condición humana y experimentado también en carne propia el dolor, el abandono, la libertad y la tentación. «El Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo la misión de juzgar. Y también lo ha constituido juez por ser hijo del hombre» (Jn 5, 22.27). El Juicio venidero debe por tanto entenderse a la luz de la actuación de Jesús en su primera venida. Y él mismo declaró a Nicodemo: «El hijo del hombre no ha venido a juzgar al mundo, sino a que el mundo se salve por él» (Jn 3, 17). El Juicio acontece ahora mismo El Juicio acontece ahora mismo, pero queda oculto a nuestros ojos: «En verdad les digo: el que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, vive de vida eterna; ya no habrá juicio para él, porque ha pasado de la muerte a la vida» (Jn 5, 24). En la misma medida en que nos unamos pues a Cristo y obedezcamos su Palabra, hacemos innecesario el Juicio para nosotros. Ya aquí se está realizando el Juicio final en nuestra vida: «El que cree en él no se pierde; pero el que no cree ya se ha condenado, por no creerle al Hijo Único de Dios» (Jn 3, 18; 5, 25). En la parábola del juicio final en Mateo 25 también se nos aclara que el juicio de Cristo no será tan sólo sobre nuestras acciones, sino también sobre nuestras omisiones, sobre el bien que pudimos hacer y no hicimos (Mt 25, 4445); tendremos también que dar cuentas de nuestra forma de administrar los bienes y carismas que Dios nos concedió, tal y como se revela en la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30). En Mt 25, 31-45 nos advierte Jesús que desde ahora nos aguarda en quienes pasan hambre, o sed, o no tienen ropa ni hogar, o sufren cárcel o enfermedad. El Juicio será por tanto en primer lugar sobre nuestra solidaridad con los pobres y sufrientes. Tercera parte CREO EN EL ESPÍRITU SANTO Nosotros invocamos al Espíritu Santo al persignarnos, pero aún nos falta descubrir más claramente su presencia y acción. Si amamos a Jesús y queremos seguirle, el Espíritu está ya con nosotros, pues «nadie puede decir “Jesús es el Señor”, sino guiado por el Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). «Dios nos ha comunicado su Espíritu; con esto comprobamos que permanecemos en Dios y él en nosotros» (1 Jn 4, 13). El Espíritu es para nosotros como un guía que nos acompaña desde nuestro bautismo. Pero, ¿cómo podremos distinguir mejor su presencia viva entre nosotros? Jn 3, 1-8: ¿Qué nos llama la atención de este encuentro entre Jesús y Nicodemo? ¿Qué le pide al Señor? ¿Cómo se manifiesta aquí el Espíritu? Dos cosas muy importantes aprendemos de éste diálogo de Jesús con Nicodemo: Una es que el Espíritu sopla donde quiere, no está atado a nada (ni siquiera a la Iglesia) y puede manifestarse de muchas maneras sorprendentes para nosotros (Mc 9,38-40).Y otra es que por el Espíritu acontece un nuevo nacimiento. El evangelista Juan atribuye asimismo al Espíritu la tarea femenina de consolar como una madre (Is 66, 13). “Yo rogaré al Padre y les dará otro Consolador que permanecerá siempre con ustedes” (Jn 14, 16). En el Espíritu Santo descubrimos pues a Dios como Madre. “El Espíritu es nuestra Madre, porque el paráclito, el Consolador, está pronto para consolarnos como una madre consuela a sus hijos y porque los hijos renacen de él y son así los hijos de esta Madre misteriosa que es el Espíritu Santo”. Macario el Sirio (Siglo IV) ¿Hemos experimentado ya al Espíritu Santo como madre consoladora en momentos de dificultad? ¿De qué formas? Meditemos: Núm 11, 24-30; Is 42, 1-9; Ez 11, 18-20; Mi 3, 8; Jl 3,1-2. 5. No hay vida cristiana sin el Espíritu Santo El evangelista Juan nos narra cómo Cristo resucitado se apareció a los discípulos en Jerusalén y, después de soplar sobre ellos, les dijo: “Reciban el Espíritu Santo; a quienes ustedes perdonen, queden perdonados, y a quienes no libren de sus pecados, queden atados” (Jn 20, 22-23). El soplo de Jesús sobre los discípulos nos recuerda el primer soplo de vida en la creación del hombre (Gn 2,7b). El poder de perdonar o dejar atados los pecados se refería aquí originalmente al bautismo, el gran sacramento del perdón de Dios, por medio del cual se ingresaba a la comunidad de seguidores de Jesús; al “soplar” sobre ellos, el Resucitado estaba haciendo un gesto simbólico que representaba al Espíritu. Por nuestro propio bautismo también nosotros hemos recibido ese soplo del Espíritu (Mt 3, 11b; Hch 2, 38); somos recreados por el Espíritu. Unidos a Cristo en la fe, participamos del Espíritu Santo; por el Espíritu vivimos en comunión con Jesucristo y es el Espíritu quien nos acompaña entre la Resurrección del Señor y su segunda venida, ayudándonos a perseverar y crecer en nuestro compromiso cristiano. El Espíritu nos inspira a seguir a Jesús Jesús, en el sermón con que comenzó su vida pública en la sinagoga de Nazaret (Lc 4, 16-22), retomó la línea profética, según la cual el Espíritu se manifiesta a través de la solidaridad con los pobres y maltratados (Is 61, 1-3; 42,1-9; 63,10-14). El Espíritu debe llevarnos por los mismos caminos de Jesús: a practicar la misericordia, denunciar las injusticias (Lc 6, 24-25; 16,19-31; Mt 23) y entregar nuestra propia vida en el servicio a los más pobres. “El sacrificó su vida por nosotros y en esto hemos conocido el amor; así también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos” (1 Jn 3, 16). La santa Iglesia católica... Nuestra fe es únicamente en Dios A primera vista se pudiera tener la impresión que, después de proclamar nuestra fe en Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo), fuéramos ahora a proclamar nuestra fe en la Iglesia. Pero en realidad esto sería un malentendido, pues sólo es Dios en quien creemos. El Catecismo de la Iglesia nos lo explica así: “Hacemos profesión de creer que existe una Iglesia Santa y no de creer en la Iglesia, para no confundir a Dios con sus obras, y para atribuir claramente a la bondad de Dios todos los dones que ha puesto en su Iglesia” (CIC 750). Nuestro acto de fe sigue por tanto siendo en el Dios trinitario y no en la Iglesia. (Esta diferencia quedaba bien clara en la versión original del Credo en latín, pero al traducirse al español, se oscureció y necesita por eso ser aclarada): “Creo que la Iglesia es santa y católica”: así podríamos recoger el sentido de esta parte de nuestra profesión de fe. La Iglesia es santa y pecadora Nuestro Credo proclama la santidad de la Iglesia; sin embargo, una afirmación semejante nos plantea hoy dificultades. Hemos adquirido dolorosa conciencia de los pecados de nuestra Iglesia. Muchas personas se desalientan por eso; hay quienes se declaran incapaces de percibir en el rostro de la Iglesia católica el rostro de su Maestro Jesucristo y le dan la espalda. SOMOS PECADORES ALCANZADOS POR CRISTO “Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (1 Jn 1, 8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos (Mt13, congrega a 24-30). La Iglesia, pues, pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación”. (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 827) Hemos de confesar con humildad que, como Iglesia, los miembros del Pueblo de Dios, a todos los niveles, estamos llamados a la conversión y purificación interior (1 Jn 1, 8-10). La mejor respuesta que podemos dar frente a los pecados de la Iglesia, es dejar que el fuego del Espíritu Santo nos abrase y purifique, renovando con fidelidad nuestro propio seguimiento de Jesús. Esta ha sido la respuesta que han dado siempre los santos y santas de la historia y la que más eficazmente ha contribuido a restituir a la Iglesia su verdadero rostro. Como laicos y laicas pareciera que aún no caemos en la cuenta de que nuestros propios pecados (y no sólo los de los dirigentes eclesiales) desfiguran también el rostro de la Iglesia. Y Cristo “deseaba una Iglesia espléndida, sin mancha ni arruga ni nada parecido, sino santa e inmaculada” (Ef 5, 27). Desde un principio la Iglesia fue santa y pecadora (1 Co 15, 34). Ya en las comunidades del apóstol Pablo aparecieron serios problemas: hubo divisiones internas (1 Co 3, 3-4; 12, 20); casos de inmoralidad (1 Co 5, 1;6, 15-20); pleitos legales entre miembros de la misma comunidad (1 Co 6, 6-9); ostentación de los ricos frente a los pobres (1 Co 11, 20-22) y falsa seguridad en sí mismos (1 Co 10, 1-6. 12-13). Por eso Pablo exhorta a los Corintios: “¿No saben que un poco de levadura fermenta toda la masa? Echen, pues, fuera esa levadura vieja, para ser una masa nueva. Si Cristo se hizo nuestra víctima pascual, ustedes han de ser los panes sin levadura. Celebremos, pues, la Pascua; no más levadura vieja, que es la maldad y la perversidad; tengamos pan sin levadura, o sea, la pureza y la sinceridad (1 Co 5, 6b-8). LA IGLESIA: SANTA Y NECESITADA DE PURIFICACIÓN “Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación” (Concilio Vaticano II LG, n. 8) Cristo santifica a la Iglesia La santidad de la Iglesia le viene tan sólo de Jesucristo, que la transmite a sus miembros como vida nueva en el amor, en el servicio, en el compromiso por el Reino de Dios. La santidad es fundamentalmente apertura al Espíritu, que nos conduce al seguimiento de Jesucristo. Y ¿cuántas personas no conocemos ya en nuestras propias diócesis, parroquias, comunidades y familias, que se entregan a veces con heroica generosidad al servicio de los demás, compartiendo, orando y perdonando de corazón, dando testimonio del Evangelio y comprometiéndose por la justicia? Tales personas están ya dando su vida por los demás (2 Co 5, 15) y, aunque humanamente tengan fallas y defectos, en ellas brilla el Espíritu que santifica a la Iglesia. Los santos y santas universalmente reconocidos son como luminarias que el Espíritu Santo pone entre nosotros, para alumbrarnos; el Espíritu los ha colmado de gracias para enriquecernos a todos. Y en María, la madre del Señor, la Iglesia realizó ya la plenitud de su santidad. Ella es por eso imagen y anticipo de lo que el Pueblo de Dios aspira llegar a ser (Ef 5, 27). Ella «mientras vivió en este mundo una vida igual a la de los demás, llena de preocupaciones familiares y de trabajos, estaba constantemente unida con su Hijo y cooperó de modo especialísimo a la obra del Salvador» (Vaticano II, Al 4). MARÍA ES LA IGLESIA SIN MANCHA NI PECADO “La Iglesia en la Santísima Virgen llegó ya a la perfección, sin mancha ni arruga. En cambio, los creyentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad. Por eso dirigen sus ojos a María”. Concilio Vaticano II (LG, n. 65). La comunión de los santos... Según Ef 1,1, ¿quiénes son los santos y santas? ¿Cómo entienden ustedes esta parte del Credo? ¿Qué querrá decir? El Credo se refiere aquí de nuevo a la Iglesia, esta vez como asamblea y comunidad de personas santificadas por Cristo en el Espíritu. Los santos, en el lenguaje del Nuevo Testamento (Hch 9,32.41; Ef 1,1; Fl 1,1; 4, 21-22; Col 1, 2. 4; Flm 5; Heb 3,1), son los varones y las mujeres que formaban las primeras comunidades cristianas y que habían aceptado a Jesucristo, procurando vivir su seguimiento. No se trataba de gente sin fallas ni defectos; eran santos en cuanto que –igual que nosotros- habían sido llamados y elegidos por Dios para “reproducir la imagen de su Hijo” y “para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8, 29). Los “santos” son los fieles: Comunidad de los santos significa entonces lo mismo que comunidad de los fieles, comunidad de varones y mujeres creyentes. Y la comunión nace y se nutre por la Eucaristía: “Uno es el pan y por eso formamos todos un solo cuerpo, porque participamos todos del mismo pan” (1 Co 10, 17). La Eucaristía compartida crea la comunión La comunión en las cosas santas, esto es, en la Palabra de Dios y los sacramentos de la Iglesia, principalmente en la Eucaristía. Y también como comunión entre los santos, es decir, como unión de personas creyentes que comparten la vida y la misión. Unión que abarca tanto a los vivos como a los muertos y que une a los fieles de hoy con los mártires y justos del pasado. La participación en la eucaristía comunitaria forma entre los que comulgan una comunidad; el pan compartido genera la comunión de los santos. “Así reconocerán todos que ustedes son mis discípulos: si se tienen amor unos a otros” (Jn 13, 35). El perdón de los pecados... “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mc 2,17b). Con estas palabras explicó Jesús su actitud de sentarse a la mesa con publicanos y pecadores, ante la crítica y la incomprensión de los maestros de la Ley. Ellos no podían comprender que compartiera la mesa con cobradores de impuestos, prostitutas y gente que ejercía profesiones contrarias a la Ley israelita. A pesar de ser judíos, los publicanos servían a Roma para recaudar sus pesados impuestos y sacaban provecho del sudor y la sangre de los pobres. En la cultura israelita, al compartir la mesa se suprimían las barreras sociales y se establecía comunidad. Hoy también es así, pero lo era mucho más entonces. Un fiel judío no se sentaba jamás a la misma mesa con un no-judío, pues entre ellos no era posible la comunidad. Tampoco entre amos y esclavos o entre personas de diferente condición social se compartía una misma mesa. Jesús compartió la mesa con los pecadores Al sentarse Jesús con las personas menos estimadas de aquella sociedad, provocaba escándalo. Por la vía de los hechos y no de las palabras, estaba comunicándoles el perdón, la acogida y aceptación de parte de Dios, y la posibilidad de un nuevo comienzo en sus vidas. El banquete con los pecadores era asimismo un adelanto del banquete celestial, preparado por Dios en su Reino definitivo (Mt 8, 11; Lc 14, 16-24; Is 55, 1-3. 6-7). Jesús primero ofrecía invitaba a la conversión el perdón, luego Como el padre de la parábola que corría a abrazar a su hijo antes de que éste le pidiera perdón (Lc 15, 20), Jesús mismo se acercaba a estas personas para perdonarlas y ofrecerles su amor. Quizás nadie notó tan claramente esa actitud del Señor como aquella mujer pecadora que cubrió de besos, lágrimas y perfume sus pies (Lc 7, 36-50). Jesús no le había criticado ni exigido nada; al contrario, ella se sintió amada por él, y por eso recapacitó y derramó lágrimas de arrepentimiento. La acogida del Señor provocaba la reacción de arrepentimiento. “El Reino de Dios se ha acercado” anunció Jesús en Galilea al comienzo de su predicación (Mc 1, 15). Y la cercanía del Reino se hacía palpable en su propia actitud de salir él mismo a los caminos de Palestina en busca de las ovejas perdidas de Israel (Lc 15, 1-7; Mt 15, 24) El ofrecimiento del perdón venía en primer lugar, antes de la exigencia de conversión. Sólo después de ese acercamiento misericordioso venía, en segundo lugar, la invitación: “Tomen otro camino y crean en la Buena Nueva” (Mc 1, 15). También a la mujer adúltera que iba a ser ape- dreada mostró Jesús primero su bondad y su misericordia, y sólo después la invitó a cambiar de vida (Jn 8, 1-11). Hay que compartir el perdón recibido Jesucristo quiere que el perdón de Dios lo compartamos también con el prójimo: “Quede bien claro que si ustedes perdonan las ofensas de los hombres, también el Padre celestial los perdonará. En cambio, si no perdonan las ofensas de los hombres, tampoco el Padre los perdonará a ustedes” (Mt 6, 14-15; 18, 21-22; 18, 23-35; 6, 12). “Si no perdonamos, no hay perdón. ¿Por qué? Perdonar es otra manifestación del amor: Si Dios nos ha reconciliado con Él perdonándonos, debemos nosotros ahora ser testigos de la reconciliación en un mundo dividido por el pecado. El pecado es todo aquello que rompe la comunión con Dios y con los hermanos y hermanas, impidiendo la realización del proyecto de Dios para la humanidad. El pecado “Pecado es aquello que dio muerte al Hijo de Dios y pecado sigue siendo aquello que da muerte a los hijos de Dios. No se puede ofender a Dios sin ofender al hermano. “¿Qué puedo hacer y no hice? ¿Qué hice mal? Que al decirle al Señor en la Misa que me perdone por pecados de omisión, estoy señalando el capítulo más misterioso de la maldad de cada corazón, lo que pudo hacer y no se hizo. ¡Cuánto vacío en la vida, cuánto bien dejamos de hacer!” “Querer hablar únicamente de confesarse para no tener pecados uno, pero luego no luchar también contra la injusticia del ambiente, no es ser verdadero pueblo de Dios. Es necesario que, junto con el esfuerzo por no tener yo pecados personales, trabaje también para arrancar los pecados sociales y de raíz, contra el poder del infierno y del demonio” (Monseñor Oscar Arnulfo Romero). La Resurrección de la carne y la vida eterna, amén. ¿Cambia algo en nuestra vida si creemos o no en la Resurrección? ¿Qué cambia para nosotros? ¡Cuánta entrega y esperanza, cuánto sacrificio y amor ha despertado el anuncio de la Resurrección de Cristo, proclamada por los apóstoles hace dos mil años! Se trata de un acontecimiento que todavía hoy marca profundamente nuestras propias vidas, porque seguimos experimentando al Señor presente en medio de nuestras comunidades. El Resucitado actúa hoy en la Iglesia, y con su Resurrección ha entrado una corriente de vida nueva en la humanidad. Cristo vencedor de la muerte anticipa nuestra propia resurrección: también nosotros viviremos con Él después de pasar por nuestra propia muerte. “Miren mis manos y mis pies, soy yo. Tóquenme y fíjense bien que un espíritu no tiene carne ni huesos, como ustedes ven que yo tengo” (Lc 24, 39). Creemos en la resurrección de la carne, en la existencia de una vida nueva en la que participaremos con Cristo, una vez transfigurados y glorificados.El apóstol Pablo explica este misterio con una comparación: dice que será como cuando uno siembra una semilla que se pudre en la tierra y luego nace una planta (1 Co 15, 36-38). “Lo que tú siembras no revive si no muere”. Es necesario primero morir para poder llegar a ser transformados y entrar así a esa nueva dimensión de la vida, que Dios tiene reservada para nosotros, en la que nuestra existencia corporal no estará ya atada a tiempos ni lugares, ni tampoco sufriremos privaciones ni enfermedades (Mt 22, 30; Ap 21, 4). “Se siembra lo corruptible, resucita incorruptible; se siembra lo miserable, resucita glorioso; se siembra lo débil, resucita fuerte; se siembra un cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual” (1 Co 15, 42-44). Se trata de una existencia corporal pero muy diferente de la actual. Por eso es que los discípulos no reconocían a Jesús resucitado, porque estaba transfigurado. Y también nosotros seremos transfigurados con Él, dice Pablo: “Cristo Jesús el Señor...cambiará este nuestro humilde cuerpo y lo hará semejante a su propio cuerpo, del que irradia su Gloria, usando esa fuerza con la que puede someter a sí todas las cosas” (Fil 3,21). ¿Vale la pena vivir y «morir» por Cristo? Nuestra fe en la resurrección no significa tan sólo esperar un futuro con Cristo más allá de la muerte; significa confesar que hoy todavía vale la pena vivir y “morir” con Cristo (2 Co 5, 15), compartiendo los logros y alegrías, pero también las penas y dolores de nuestro pueblo, desviviéndonos por crear condiciones de vida más humanas y dignas. La vida nueva del Resucitado brilla ya desde ahora en nosotros si practicamos el amor solidario, y tanto más, cuanto mayor sea nuestra entrega. El amor y la solidaridad son una señal anticipada de la Resurrección. “Hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a nuestros hermanos” (1 Jn 3, 14). El Evangelio de Juan afirma que si creemos en Cristo y escuchamos su palabra, vivimos ya de vida eterna y hemos pasado de la muerte a la vida (Jn 5, 24). El Resucitado nos transmite fuerza y coraje para oponernos a las condiciones de muerte que por todas partes nos rodean en Nicaragua, y para sembrar vida y esperanza en nuestras comunidades. Nuestros esfuerzos por lograr un mundo más humano, fraterno y solidario, encontrarán un día su plenitud en la Resurrección. “Así, pues, hermanos míos muy amados, sigan firmes y no se dejen impresionar. Progresen siempre en la obra del Señor, sabiendo que con él nuestras penas no son en vano” (1 Co 15, 58). Así alentaba Pablo a los cristianos de Corinto después de exponerles el misterio de la Resurrección. Más allá de lo que logremos en nuestra vida, nuestro compromiso por el Reino será un día recogido por Cristo, quien lo llevará a su plenitud en la Resurrección. Dios mismo concluirá la obra. Con el «amén» que significa «así es» o «así lo creo» al final del creo, cada creyente confirma con su propio acto de fe la confesión de fe de la Iglesia. El Credo inició con un «yo creo» personal y acaba de nuevo confirmándolo con el amén. ¿Qué signos de resurrección encontramos en nuestras comunidades? ¿Está ya presente en nuestras comunidades la vida eterna? (1 Jn 3,14). Meditemos: 1 Co 15; Rm 6, 3-14; Ef 2, 4-6; 2 Co 4, 14; 1 Tes 4, 13-18; Fil 3,20;Mt 20, 30; Ap 1, 17; Jn 5, 28-29. 39-40. 44. 54. 58; Jn 11,1- 46; 14, 3.
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