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LA ALEGRÍA DE SER CRISTIANOS
Fichas para padres y catequistas
Catequesis
1
Primera Parte:
CREO EN DIOS PADRE
¿Por qué tenemos un Credo?
Como Pueblo de Dios tenemos un Credo y lo proclamamos en
nuestras celebraciones litúrgicas. Pero cuando rezamos el Credo
¿Nos hemos detenido a pensar en lo que significa?
Profundizar en el Credo es una necesidad porque a veces
aprendemos cosas dispersas y nos falta una comprensión
profunda de las verdades esenciales de nuestra fe.
“Porque el Credo no lo han
compuesto los hombres según
su capricho, sino que de toda
la Escritura ha sido recogido lo
más importante. Y como el
grano de mostaza contiene en
un grano muy pequeño gran
número de ramas, de igual
modo este resumen de la fe
encierra en pocas palabras
todo el conocimiento y la
piedad contenida en el Antiguo
y el Nuevo Testamento”.
(San Cirilo de Jerusalén –siglo
IV)
Mire aquél
inmenso árbol
que nace de una
semilla. Así el
Credo recoge
toda la Historia
de la Salvación
Israel en el Antiguo Testamento
también tenía su Credo
“Entonces tú dirás estas palabras ante Yahvé: Mi
padre era un arameo errante, que bajó a Egipto y fue a
refugiarse allí, siendo pocos aún; pero en ese país se hizo
una nación grande y poderosa.
Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos
impusieron dura servidumbre. Llamamos entonces a Yahvé,
Dios de nuestros padres, y Yahvé nos escuchó, vio nuestra
humillación, nuestros duros trabajos y la opresión a que
estábamos sometidos.
Él nos sacó de Egipto con mano firme, demostrando
su poder con señales y milagros que sembraron el terror. Y
nos trajo aquí para darnos esta tierra que mana leche y
miel. Y ahora vengo a ofrecer los primeros productos de la
tierra que tú, Yavé, me has dado.” (Dt 26, 5-10)
Este es el Credo israelita más antiguo, que se repetía al presentar
las primicias de las cosechas ante el sacerdote. Antes de disfrutar
de los bienes de la tierra, los israelitas recordaban la acción
liberadora de Dios para con su pueblo y se comprometían a
compartir con los pobres: las viudas, los huérfanos, los
extranjeros, y también con el levita –sacerdote- que no tenía
tierra porque se dedicaba al culto (Dt 26, 12-14).
Nuestro Credo era una
profesión de fe sobre lo
que Yahvé hizo con
nosotros:
Él nos sacó de Egipto y
nos guió hacia la Tierra
Prometida.t
(Meditemos: Dt 6, 20-24; Jos 24, 1-14; Sal 78; Sal 105;
Sal 136)
Las tres partes del Credo Apostólico:
El credo cristiano contiene tres partes, que se
refieren al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, pero la
más desarrollada es la que se refiere al Hijo,
Jesucristo.
Creo en Dios,
Padre Todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra.
Creo en Jesucristo, su
único Hijo, Nuestro Señor,
que fue concebido por obra
y gracia del Espíritu Santo,
nació de Santa María
Virgen, padeció bajo el
poder
de Poncio Pilato, fue
crucificado, muerto y
sepultado,
descendió a los infiernos,
al tercer día resucitó de
entre los muertos,
subió a los cielos
y está sentado a la derecha
de Dios, Padre
todopoderoso. Desde allí ha
de venir a
juzgar a vivos y muertos.
Creo en el Espíritu
Santo, la santa
Iglesia católica,
la comunión de los santos,
el perdón de los
pecados, la
resurrección de la
carne y la vida
eterna.
Amén.
El Credo concede mayor amplitud a la acción de Jesucristo
que a las de las otras dos divinas Personas, porque es a
través del Hijo que conocemos plenamente al Padre y al
Espíritu Santo. Es Jesucristo quien nos ha revelado a
plenitud el misterio del Padre y del Espíritu Santo (Lc
10,22, Col 2, 2-3).
Nadie viene al Padre sino por
mí. Si me conocen a mí, también
conocerán al Padre. Desde ya,
ustedes lo conocen y le han
visto. (Jn 14, 6-7)
Yo les enviaré, desde el Padre,
el Espíritu de la Verdad, que
procede del Padre... En verdad,
les conviene que yo me vaya,
porque si no me voy, el
Intercesor no vendrá a ustedes.
(Jn 15,26a; 16, 7)
Al rezar el Credo, proclamamos que Dios
camina con nosotros
La fe en Jesucristo es el centro de nuestra F E
T R I N I T AR I A . Al participar en el misterio pascual de su
vida, muerte y resurrección (KERIGMA), penetramos en el
centro mismo de nuestra fe cristiana. A esto nos invita el
Credo.
El Credo expresa esa gozosa experiencia de salvación
ligada a Cristo: al rezarlo, proclamamos que Dios continúa
caminando con nosotros hoy, tal y como caminó con su
pueblo en el Antiguo y en el Nuevo Testamento.
Profesar la fe nos permite hacer presentes los grandes
hechos de la historia de la salvación: la Creación, la
Redención y la santificación en el Espíritu, hechos que
todavía hoy dan sentido a nuestra vida, avivan nuestra
esperanza y nos mueven al compromiso.
¿Cómo se desarrolló el Credo?
Un poco de historia
Nuestro Credo actual se desarrolló lentamente durante los
siglos segundo y tercero, a partir de la LITURGIA
BAUTISMAL. Recordando las palabras del Señor en Mateo
28, 19:
“Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis
discípulos; bautícenlos y conságrenlos al Padre y al
Hijo y al Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo
que yo les he encomendado”.
Durante la ceremonia bautismal se preguntaba a los
candidatos al bautismo: ¿Crees en Dios Padre
Todopoderoso? ¿Crees en Jesucristo, el Hijo de Dios?
¿Crees en el Espíritu Santo? Y el candidato respondía en
latín a cada una de esas preguntas diciendo “Credo”, o sea:
“YO CREO”, y con cada respuesta se sumergía en el agua
bautismal.
Ya durante el siglo tercero se elaboró en ROMA un Credo
sin preguntas y respuestas en el que se proclamaban las
verdades fundamentales de nuestra fe en forma corta. Este
es el texto que ha llegado hasta nosotros hoy y al que
llamamos CREDO APOSTÓLICO, por ser un fiel reflejo
de la fe de los apóstoles. Las Iglesias de Oriente
conservaron en cambio hasta el día de hoy varios Credos,
por ejemplo el Credo más largo que rezamos a veces en
la misa dominical, llamado de Nicea-Constantinopla, por
haber sido proclamado en esas ciudades durante los
Concilios Ecuménicos que se celebraron allí en la
antigüedad.
En un texto de San Ireneo (Predicación Apostólica 6-7), un
gran obispo y teólogo de los siglos segundo y tercero,
encontramos ya los mismos elementos de nuestro Credo
actual:
Esta es la Regla de nuestra FE:
Dios, Padre, no creado (...) creador
del universo; así es el primer
artículo. Segundo artículo: el Verbo
de Dios (...), Cristo Jesús nuestro
Señor (...) que apareció a los
profetas (...) y al final de los
tiempos, para reunir en si todas las
cosas, se hizo hombre entre los
hombres (...) Tercer artículo: el
Espíritu Santo por el que los
profetas profetizaron (...), y que al
final se derramó de un modo nuevo
sobre nuestra Humanidad (...). Por
esto nuestro BAUTISMO se realiza
El Credo de San Ireneo
remarca la influencia de
la fórmula BAUTISMAL
Cada vez que recitamos el Credo recordamos todo lo
que Dios ha hecho por nosotros, dando nuestra
respuesta de fe... Es como encender una luz en la
oscuridad y poder andar seguros. El Credo es para la
vida, para ponernos a caminar como Abraham y seguir a
Jesucristo.
«Recitar con fe el Credo es
entrar en comunión con
Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo; es entrar también
en comunión con toda la
Iglesia que nos transmite
la fe y en el seno de la cual
creemos». (Catecismo de
la Iglesia Católica, n. 197).
Creo en Dios…
Decir «Creo» es un acto de fe realizado por cada uno de nosotros
y en el que nadie puede reemplazarnos. Por ello recordaremos la
figura de Abraham, el primer creyente. Con Abraham y Sara
comienza la Historia de la Salvación.
Caminemos con Abraham, el Padre de la Fe
¿Recordamos la historia de Abraham y Sara?
Génesis 12
Primer paso: “¡Deja...y anda!”
¿Qué hemos
dejado nosotros
por nuestra Fe?
Abram tuvo que
abandonar su
país, la gente de
su raza, su
familia...
¿Nos ha puesto la fe en camino hacia nuevos valores y
metas en nuestra propia vida?
Segundo paso: “Partió pues Abram...como se lo había dicho
Yahvé.”
¿Hemos obedecido el llamado de Dios? ¿Nos hemos
puesto en camino para cumplir su Palabra?
Tercer paso: Los cananeos estaban entonces en el país.
Yahvé se apareció a Abram y le dijo: “Esta tierra se la
daré a tu descendencia”.
La realidad era completamente contraria a la promesa
divina, pues los Cananeos eran dueños de la tierra, pero
Abram confía en la promesa: confía que esa tierra ajena
un día le pertenecerá a su pueblo, que ni siquiera existe
todavía.
Al contemplar la cruel realidad de injusticia que nos
rodea, ¿somos nosotros también capaces de soñar con un
mundo según las promesas de Dios, en que haya justicia y
fraternidad? ¿O nos acomodamos a este mundo tal cual es,
sin empujarlo hacia el cambio?
Cuarto paso: “Abram atravesó Canaán hasta el lugar
sagrado de Siquem y allí edificó un altar a Yahvé. Desde
allí pasó a la montaña... y allí también edificó un altar a
Yahvé.”
¿Qué animaba en su marcha al patriarca? ¿Qué nos enseña
esto a nosotros para nuestra vida?
Quinto paso: “Luego Abram avanzó por etapas hacia
el país de Negueb...”
¿Tenemos también nosotros paciencia para caminar por
etapas, aceptando que nuestro camino no nos lleve de un
día para otro hacia la meta?
Sexto paso: “En el país hubo hambre y Abram bajó a
Egipto a pasar allí un tiempo...”
La fe de Abram no le
impide enfrentar los
problemas de aquella
gente; él se ve también
acorralado por el
hambre.
¿ Nos sorprende a
nosotros cuando
experimentamos
situaciones similares,
sin que ningún milagro
las resuelva?
Génesis 15, 1-7
Séptimo paso: “Yavé lo sacó fuera y le dijo: “Mira al
cielo y, si puedes, cuenta las estrellas; pues bien, así
serán tus descendientes”. Y creyó Abram a Yavé...Yavé
le dijo: “Yo soy Yavé que te sacó de Ur de los caldeos
para entregarte esta tierra en propiedad”.
El tiempo ha transcurrido y Abram sigue sin descendencia;
piensa incluso que su heredero será su sirviente
Eliezer de Damasco. Pero Yahvé renueva su promesa y
Abram fortalece su fe...
Ante las dificultades y penalidades de la vida,
sintiéndonos a veces desfallecer y perder la esperanza
de que sea posible el Reino de fraternidad y justicia,
¿nos fortalece la Palabra de Dios, para empeñarnos aún
más en construir el Reino?
Génesis 17, 1-8
Octavo paso: Cuando Abram tenía noventa y nueve años,
se le apareció Yahvé y le dijo: “Yo soy el Dios de las
alturas, anda en mi presencia y trata de ser
perfecto...No te llamarás más Abram, sino Abraham:
porque te tengo destinado a ser padre de muchas
naciones”.
Cuando ya Abram parecía no
tener futuro alguno, Dios
finalmente cumple su maravillosa
promesa de concederle un hijo y lo
convierte en padre de una multitud
de creyentes. Así se transforma en
Abraham, en Padre de una
muchedumbre.
Creemos en Iglesia, comunidad de creyentes:
“Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo.
Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha
dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de
otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a
los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra
fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran
cadena de los creyentes.” (Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 166)
Génesis 22, 1-18
Noveno paso: Dios
quiso probar a Abraham y le
dijo: “Toma a tu hijo, al único que tienes y al que
amas, Isaac, y anda a la región de Moriah. Allí me lo
sacrificarás en un cerro que yo te indicaré”.
Estando ya Abraham a
punto de sacrificar a su hijo
único, el Ángel de Dios le
grita: “No toques al niño ni
le hagas nada. Pues ahora
veo que temes a Dios, ya
que no me negaste a tu
hijo, el único que tienes”.
Y Dios lo bendice:
“Juro por mí mismo que, ya que has hecho esto y no me
has negado a tu hijo, el único que tienes, te colmaré de
bendiciones y multiplicaré tanto tus descendientes que serán
como las estrellas del cielo y como la arena que hay a la
orilla del mar... Porque obedeciste mi voz, yo bendeciré, por
medio de tus descendientes, a todos los pueblos de la tierra”.
¿SON MUCHOS LOS TESTIGOS DE LA FE?
En la larga y maravillosa historia de Yahvé con su
pueblo, hay también muchos otros testigos de la fe:
está Jacob, llamado Israel, quien luchó con Dios y le
ganó la bendición (Gn 32, 25-32); Moisés, el liberador
del pueblo; los grandes Profetas que mantuvieron
viva la conciencia de la Alianza y plantearon sus
exigencias; hay mujeres valientes como Ester y Judith;
mujeres de fe como Rut y Ana... El Espíritu de Yahvé
también alentó a personas sencillas que jugaron un
papel importante en la Historia de la Salvación: mujeres
estériles que concibieron hijos, como Sara, Rebeca (Gn
25,21) y Raquel (Gn 29,31); campesinos humildes como
Gedeón (Jue 6-8) y el profeta Amós (Am 7, 14-15);
líderes del pueblo como Débora y el rey David; mujeres
decididas como Yael (Jue 4-5)...
Meditemos Mateo 8, 5-13
Vemos la misericordia del capitán romano, que se duele
de su sirviente. No es un hombre duro de corazón, pese a
ser un militar. Lucas añade que lo quería mucho (Lc 7,2)
Su humildad: Roma era una potencia m i l i t a r que
mantenía tropas de ocupación en Palestina y esa situación
humillaba profundamente a los judíos. El capitán tal vez
por eso mismo se consideraba indigno de que Jesús
viniera a su casa.
Llama “Señor” a Jesús, empleando un título de grandeza
con el que manifestaba comprender el misterio de su
persona; poseía como militar autoridad y subordinados
que le obedecían, pero en no se le ocurre comparar su
autoridad con la de Jesús, pues sabía que éste era un
profeta.
Un ejemplo de confianza en el Señor (Mt 8,5-13). Jesús
sana al siervo de un centurión (Lc 7, 1-10)
“Entrando Jesús en Capernaum, vino a él un centurión, rogándole,
y diciendo: Señor, mi criado está postrado en casa, paralítico,
gravemente atormentado. Y Jesús le dijo: Yo iré y le sanaré.
Respondió el centurión y dijo: Señor, no soy digno de que entres
bajo mi techo; solamente dí la palabra, y mi criado sanará. Porque
también yo soy hombre bajo autoridad, y tengo bajo mis órdenes
soldados; y digo a éste: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi
siervo: Haz esto, y lo hace. Al oírlo Jesús, se maravilló, y dijo a los
que le seguían: De cierto os digo, que ni aun en Israel he hallado
tanta fe…Entonces Jesús dijo al centurión: Ve, y como creíste, te
sea hecho. Y su criado fue sanado en aquella misma hora.
Creer, ¿qué significa realmente?
Para mí tener FE es
saber que Dios
existe.
Creer significa aceptar
las verdades del Credo y
aprender bien la Doctrina.
Para mí creer es vivir
de acuerdo a lo que
Jesús enseña en el
Evangelio.
Y tú ¿qué
piensas de
la FE?
LA FE es una nueva manera de vivir
LA FE es más que una opinión o una doctrina.
LA FE significa un cambio de vida.
El Credo nace dentro de la antigua liturgia bautismal: al
candidato al
bautismo primero se
le
preguntaba si
renunciaba al Maligno, a su servicio y a sus obras, para
luego interrogarle si creía en Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Al dar su sí definitivo, el candidato se sumergía por
tres veces en el agua bautismal y de esa manera
manifestaba que moría al pecado de su vida anterior y
comenzaba una vida nueva en Cristo.
Para aquellos antiguos cristianos, con el bautismo, sus vidas
daban un vuelco y esto se manifestaba proclamando: Creo
en Dios...Porque el bautismo sin la FE no aprovecha (Mc
16, 16; Hch 2, 38).
Tenemos también el caso de San Pedro (Lc 5, 1-11):
él y sus compañeros habían regresado cansados de andar
pescando toda una noche sin conseguir nada y cuando
Jesús le dice: “Lleva la barca a la parte más honda y
echa las redes para pescar”, Pedro no le replica: “¡Señor,
eso es absurdo! En lo más hondo del lago es donde
menos se pesca...Venimos además cansados y con las
manos vacías”.
Pedro confía en Jesús y sale de nuevo a pescar. Y fue
entonces que las redes casi se rompían de tantos
pescados que agarraron...
San Pablo viene a decir lo mismo de otra manera: “lo
que importa es tener la FE que actúa mediante el amor”
(Gal 5, 6; Ef 3,17).
El apóstol Santiago lo refuerza: “Hermanos, ¿qué
provecho saca uno cuando dice que tiene fe, pero no la
demuestra con su manera de actuar? ¿Será esa fe la que
lo salvará? Si a un hermano o a una hermana le falta la
ropa y el pan de cada día, y uno de ustedes les dice:
“Que les vaya bien: que no sientan frío ni hambre”, sin
darles lo que necesitan, ¿de qué les sirve? Así pasa con
la fe si no se demuestra por la manera de actuar: está
completamente muerta” (St 2, 14-17).
La fe debe moldear toda nuestra vida. Meditemos: Mt
7, 21; Lc 6, 46; Mc 9, 23; Ef 3, 17; Jn 4, 14; Jn 6, 44; Ef
2, 8; Jn 6,45; Hb 11, 1-39; 2 Pe 1, 5-9; St 2, 14; Gal 5, 6;
Is 45, 22-24.
“Padre Todopoderoso,
creador del cielo y de la tierra...”
¿CUÁNTOS RELATOS BIBLICOS HAY DE LA
CREACIÓN?
Hay dos relatos bíblicos de la creación. El primero y más
antiguo es aquél en que se nos presenta a Dios como
alfarero, moldeando a Adán del barro de la tierra y a Eva
de la costilla de Adán. El segundo relato es más moderno y
ahí Dios crea el mundo y los seres humanos por la sola
fuerza de su palabra. El más antiguo (Gn 2,4b-25) es
llamado YAHVISTA y fue escrito 900 años antes de Cristo, y
el segundo (Gn 1, 1- 2,4), conocido como SACERDOTAL,
fue escrito unos 400 años después del primero. El interés de
los autores bíblicos no consistía tanto en describir la manera
en que había surgido el mundo (tema de la ciencia), sino
afirmar la acción divina como origen de la humanidad.
Fue durante el exilio babilónico que los israelitas
descubrieron al Dios creador.
Al principio los israelitas consideraban a Yahvé como su
Dios, pero para ellos era natural aceptar que los demás
pueblos tuviesen otros dioses. Yahvé no era visto como un
Dios único, sino como el mayor y más poderoso entre los
dioses:
“¿Quién como Tú, Yahvé, entre los dioses? (Ex 15, 11);
No invoquen los dioses extranjeros, ni siquiera los
nombren (Ex 23, 13). Cuando mires al cielo y veas el sol,
la luna, las estrellas y todos los astros del firmamento, no
te dejes arrastrar a adorarlos como dioses y a servirlos.
Pues Yahvé tu Dios, les dio eso a los demás pueblos, pero
a ustedes los eligió y los sacó del crisol ardiente, de
Egipto, para que fueran su propio pueblo como lo son
ahora” (Dt 4, 19-20; Jue 11, 24).
Durante las primeras etapas de su historia, el Pueblo de
Dios celebraba a Yahvé como su liberador y redentor (Ex
20, 1). La experiencia del Éxodo constituía el corazón mismo
de su fe. Fue tan sólo siglos más tarde, en un momento
difícil, cuando el pueblo finalmente comprendió que Yahvé
su Dios era además creador de todas las cosas y el
único Dios verdadero: durante el exilio babilónico, en los
siglos sexto y quinto antes de Cristo.
Entonces el Templo de Jerusalén había sido destruido, el
país arrasado y los
israelitas desfallecían en tierra
extranjera, sufriendo
esclavitud. En medio de tantas
desdichas y calamidades, se preguntaban:
¿Dónde está nuestro Dios? En momentos tan angustiosos
surgió el gran “segundo” profeta Isaías (cuyos oráculos se
encuentran en Isaías 40-55; era continuador y discípulo del
primer Isaías que vivió 150 años antes), proclamando a
Yahvé como creador del cielo y de la tierra y único Señor
de la historia universal (Is 40,12-18; 43, 5-9; 44, 24-27; 46,
9-10). En Is 40, 7-29).
El relato SACERDOTAL de la creación (Gn 1,1 - 2,4)
también fue escrito durante el exilio babilónico, bajo la
influencia del “segundo” profeta Isaías. Ahí se insiste, no ya
en poemas como los del “primer” Isaías, sino bajo el ropaje
de un hermoso relato. Allí el Dios de Israel es el único
creador del cielo y la tierra, las plantas y los animales, y los
seres humanos creados imagen y semejanza de Dios.
Los israelitas comprendieron que eran imagen del Dios
creador, aunque viviesen como esclavos en Babilonia. La fe
en el Dios creador nos devuelve así la confianza de que el
Señor camina hoy y siempre con nosotros hoy.
Reflexionemos
1. ¿Es la Biblia un libro de ciencia que
explicarnos la manera cómo surgió el mundo?
2.
quiere
Lea con su grupo Isaias 40, 21-31: ¿Cuál es el
mensaje de este texto para nosotros hoy? ¿Qué
esperanza reaviva en nosotros saber que Dios es
creador?
3. Lo que aquí hemos estudiado, ¿fortalece nuestra fe
en el Dios creador? ¿De qué manera?
¿Podemos vivir con esperanza?
“Dios, que es amor y misericordia, conduce todo hacia su
consumación definitiva (Reinado de Dios). El drama del
dolor, el pecado y la muerte, pasarán un día (Apocalipsis
19, 5-8; 21, 1-8). Las fuerzas del mal serán vencidas
(1Co15,24). Como dice San Agustín: «El Dios
Todopoderoso por ser soberanamente bueno, no permitiría
jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera
suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien
del mismo mal» (CIC 311).
”Creo en JESU-CRISTO,
su único Hijo, nuestro Señor...”
Examinemos ahora, en los Evangelios, los tres títulos que
damos a Jesús en esta parte del Credo: CRISTO, HIJO de
Dios y SEÑOR.
1. Mc 8, 27-33: “Jesús es el Cristo”
 Jesús quiere saber lo que la
gente piensa de Él. Los
discípulos le responden que lo
consideran un profeta. El
insiste: ¿quiénes piensan
ustedes que soy yo?
Y Pedro, en nombre del grupo, responde: “Tú eres el
Cristo”. Sin embargo, Jesús ordena a los discípulos
guardar silencio, pues él es un Mesías diferente al que
esperaba Israel y quiere así evitar malos entendidos sobre
su persona.

Explica entonces a sus discípulos que deberá pasar
por el trago amargo de su Pasión, pero Pedro lo lleva
aparte y lo reprende. Y entonces Jesús lo rechaza como
expresión de Satanás, diciéndole: Tú no piensas como
Dios, sino como los hombres.

“Jesucristo” es más que un nombre: Jesucristo no
es simplemente un nombre, sino un título y una confesión
de fe. Jesús era nombre común en Israel (significaba Dios
salva), no así el título de Cristo.
Cristo es una palabra griega que significa ungido.
Mesías, mashiah en hebreo, también significa ungido.
Los israelitas UNGÍAN con aceite a sus reyes (1 S 9, 16; 10,
1; 16,1.12-13; 1 R 1, 39) y sacerdotes (Ex 29, 7; Lv 8,
12), y alguna vez también a los profetas (1 R 19, 16). De
esa manera reconocían que Dios los escogía y consagraba
para una misión que El mismo les encomendaba.
 El Mesías de Israel debía ser ungido por el Espíritu
del Señor (Is 11, 2) como rey y sacerdote (Za 4, 14; 6, 13),
pero también como profeta (Is 61, 1; Lc 4, 16-21).
 Los discípulos reconocieron en Jesús al Mesías de
Israel, en su triple función de sacerdote, profeta y rey.
Por eso le llamaron Jesucristo (Mc 1,1), fundiendo su
nombre con el título de Cristo, afirmando que Jesús era el
Cristo.
Juan 13, 2-17: “Jesús es el Maestro”
a
lo
“Si yo, siendo el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, también
ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado un ejemplo, para
que hagan lo mismo que yo hice con ustedes...Pues bien, ustedes saben
estas cosas: ¡Felices si las ponen en práctica! (Jn 13, 13-17)
2. Marcos 15, 33-40: “Jesús es el Hijo de Dios”
Un grupo de curiosos contempla indiferente la crucifixión.
Uno de ellos quiere incluso averiguar si el profeta Elías
descenderá del cielo para bajar a Jesús de la cruz.
Jesús expira impotente, clamando a Dios con palabras
tomadas del Salmo 22. El capitán romano, sacudido por su
muerte, lo reconoce como Hijo de Dios en medio de su
humillación. Se rompe el velo del Templo, simbolizando
que Dios no oculta ya más su presencia en el santuario de
Jerusalén. La función del Templo ha concluido, porque ahora
ya no hay más distancia entre Dios y su pueblo... Las
mujeres acompañan a Jesús en su sufrimiento...
¿Qué sentimos y
pensamos
al leer este texto?
¿Descubrimos
realmente en la
impotencia
de ese crucificado
al Hijo de Dios?
«Hijo de Dios» se llamaba al rey, al pueblo o al Mesías...
En Israel, cuando una persona estaba unida con Dios de
manera especial, se le llamaba hijo de Dios. En Ezequiel 4,
22 se llama así a todo el Pueblo de Dios por ser su elegido.
Cuando los reyes eran ungidos y tomaban posesión de su
cargo, recibían también ese título de honor:
Tú eres mi hijo (Sal 2, 7), ya que
gobernarían en
representación de Dios, el verdadero y único Rey. El título
de Hijo de Dios se reservaba también al heredero de
David, al MESI AS (2 Sam 7, 14). Ahora Dios revela que su
Hijo amado es Jesús y que debemos escucharle (Mt 17,5).
Jesús mismo evitó usar el título de «Hijo de Dios»
Jesús mismo, para no despertar falsas expectativas sobre
su persona, evitó usar el título mesiánico de Hijo de Dios
(Mc 1, 23-26; Mt 16, 20). Con todo, el pueblo intentó
proclamarlo
rey, camino rechazado por Jesús desde las
TENTACIONES del desierto.
Fue hasta después de su RESURRECCIÓN, cuando la
comunidad entera
reconoció
como
de
discípulos
y
discípulas
lo
Cristo, Señor, e Hijo de Dios. Con
estos títulos no sólo estaba afirmando su resurrección
(Rm 1,2-4; Hch 13, 33), sino reconociendo que Jesús, en
su vida y en su muerte, se había manifestado desde
siempre como el Hijo del Padre y que todo estaba
destinado a tenerle a Él como cabeza (Col 1,15-20).
Confesar que Jesús es el Hijo, significa seguirlo. Ningún
profeta ni ninguna otra revelación podrá ya superar la
revelación de Dios en la persona de Jesús (Lc 10, 21-22;
Jn 14, 9.16). En Él ya nos ha manifestado Dios todo lo
necesario “para nuestra salvación” (Jn 3, 16).
62 | C a t e q u e s i s s o b r e E l C r e d o
Equipo Teyocoyani
| 63
3. Filipenses 2,6-11: “Jesús es el Señor”
Cuando el Antiguo Testamento se tradujo a la
versión griega utilizada por las primeras comunidades
cristianas, la palabra YAHVÉ se tradujo como KYRIOS,
esto es, SEÑOR. Decir “Señor” para los primeros
cristianos venía a ser entonces lo mismo que decir “Dios”
y ese título fue el que luego aplicaron a Jesús (Hch 2, 36;
Rm 10, 9; 1 Co 12, 3; 2
Co 1,2 y 4; Fil 2, 11). Él mismo indirectamente se lo había
aplicado al discutir con los fariseos sobre el sentido del
salmo 110 (Mt 22, 41-46).
En los Evangelios aparecen muchas personas que
se dirigen a Jesús llamándole “Señor”, pidiéndole socorro
y curación (Mt 8, 2; 14, 30; 15, 22). “A lo largo de toda su
vida pública sus actos de dominio sobre la naturaleza,
sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la
muerte y el pecado, demostraban su SOBERANÍA
DIVINA” (CIC 447).
Proclamar a Jesús como Señor significa: Negarse a
adorar a otros dioses y servir a otros “señores”, pues nadie
puede servir a dos señores, a Dios y el dinero (Mt 6, 24).
Los primeros cristianos tuvieron que pagar con su vida –
mártires- por confesar a Jesús como Señor, pues ese
título era reclamado para el emperador romano.
La
idolatría sigue siendo hoy una realidad y un peligro para
nuestra fe: caemos en idolatría cuando convertimos en fin
supremo de nuestra vida al dinero, el poder, la violencia, la
comodidad, el placer sin criterios morales, la fama... Es
propio de los ídolos “prometer” vida pero generar muerte.
Segunda Parte:
CREO EN JESUCRISTO…
Que fue concebido por obra y gracia del
Espíritu Santo; nació de Santa María Virgen...
 ¿DIOS Y HOMBRE VERDADERO?
Concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nacido
de Santa María Virgen: Esta parte del Credo surgió de la
necesidad de profundizar aún más en el significado de la
persona de Jesús. Después de su resurrección, hubo
quienes
estuvieron dispuestos a adorarle como Dios,
negando su humanidad.
Otros en cambio reconocían su
humanidad, pero negaban su divinidad. La Iglesia proclamó
siempre que Jesús es Dios y hombre verdadero: no mitad
Dios
y mitad hombre, sino plenamente humano y
plenamente divino.
Jesús fue plenamente humano
En cuanto ser humano, él
fue semejante a nosotros
en todo, menos en el
pecado (Hb 4, 15): tuvo su
familia, creció y vivió en una
comarca
de
Palestina,
aprendió la lengua y las
costumbres de su pueblo,
y se dedicó al oficio de carpintero hasta iniciar su vida
pública alrededor de l o s 30 años. Entonces se hizo
bautizar por Juan el Bautista en las riberas del río
Jordán
e
inició
un movimiento profético propio,
anunciando la llegada del Reino. El gran proyecto de Dios
que anunciaba Jesús se manifestó en sus enseñanzas,
parábolas y milagros: perdonando pecados, dando de
comer a los hambrientos, sanando enfermos, resucitando
muertos...El Reino traía la liberación de todas las opresiones
que aplastan a la humanidad, tanto personales (nuestros
propios pecados), como colectivas (toda clase de
injusticias), e incluía la liberación de la muerte, que
pone límite a toda esperanza humana.
Como ser humano sintió
cansancio y sufrimiento,
hambre y sed, conflicto y
persecución, y supo desde
dentro lo que eran la
tristeza, la angustia y la
soledad humanas.
También experimentó la dicha de amar y ser amado, el
entusiasmo de entregarse a una causa noble y justa, la
confianza en Dios, las inspiraciones del Espíritu Santo y
el asombro y la gratitud ante la belleza de la creación.
Naciendo del seno de María fue un hombre enteramente
humano, que vivió su vida como uno más; en otras
palabras fue nuestro propio hermano. Como dice el
Concilio Vaticano II: “Trabajó con manos humanas, obró
con voluntad humana, amó con corazón humano” (GS 22).
Con Jesús se inicia una nueva creación
Pero el Credo no sólo afirma la plena humanidad de
Jesús, sino que le confiesa también como un hombre que
provenía totalmente de Dios: concebido por obra y gracia
del Espíritu Santo, nacido de la Virgen. De esta forma nos
da a entender que Jesús es una persona histórica única,
pues vino a nosotros desde el seno mismo de Dios. Con él
se inicia una nueva creación. Él es el hombre nuevo, el
segundo Adán, salido también directamente de manos de
Dios, pero esta vez con la colaboración de María (Gal 4,4).
Por medio de ella, el Padre inicia una nueva historia
humana, por la fuerza del Espíritu Santo: el propio Espíritu
hace surgir la vida de Jesús en el vientre de su madre la
Virgen María.
El mismo Espíritu Santo lo ungirá también al comienzo de
su misión para anunciar la buena nueva a los pobres, la
liberación a los cautivos y el año de gracia del Señor (Lc 4,
14-22). La Carta a los Colosenses proclama: “Porque en él
reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2,
9; 2 Co 4,4).
A través del nacimiento virginal, Mateo y Lucas nos
comunican una profunda verdad de nuestra fe: Y el gran
don de Dios a la humanidad la salvación no proviene de
nosotros mismos, es un don de Dios tiene nombre, se
llama Jesús de Nazaret. “Tanto amó Dios al mundo que
entregó su Hijo Único, para que todo el que crea en él no se
pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
La concepción virginal subraya que Dios actúa y se hace
presente en la vida de Jesús desde su mismo inicio; destaca
que Jesús es el Hijo único de Dios.
María también es mencionada en el Credo porque colaboró
con su disponibilidad a la salvación de la humanidad.
En
cuanto
a
nosotros
los
bautizados, creyendo en Jesús
tenemos la posibilidad de un nuevo
comienzo
en
nuestra
vida.
El
nuevo Adán vino para crear una
nueva humanidad basada en el
amor y la justicia. Por medio de
Jesucristo,
podemos
también
nosotros llegar a ser hombres y
mujeres nuevos.
Meditemos: Fil 2, 6-11; gal 4, 4-5; 1 Jn 4, 9.14; Ez
37; Lc 2, 8-20; Lc4, 14-22.
Sobre la Encarnación
«El Hijo de Dios, descendiendo al seno de la Virgen se
revistió de carne por obra del Espíritu Santo. Dios se unió
con el hombre. Como Mediador entre Dios y el hombre, el
verbo se revistió del hombre para llevarlo al Padre. ¡Cristo
quiso ser hombre, para que el hombre pueda ser lo que es
Cristo! Pues el Padre, con el fin de conservarnos y darnos la
vida, envió a su Hijo; para que nos redimiese; y este Hijo
quiso ser y hacerse hombre, para hacernos hijos de Dios»
(San Cipriano)
«Para que nadie pensara que era distinto de nosotros,
se sometió a la fatiga, quiso tener hambre y no se negó a
pasar sed, tuvo necesidad de descanso y no rechazó el
sufrimiento, obedeció hasta la muerte y manifestó su
resurrección, ofreciendo en todo esto su humanidad como
primicia, para que tú no te descorazones en medio de tus
sufrimientos, sino que, aun reconociéndote hombre, aguardes
a tu vez lo mismo que Dios dispuso para él» (San Hipólito de
Roma)
«Se encarnó verdaderamente y no en apariencia. Pues
si la encarnación fue falsa, también lo sería la salvación
humana...En Él existen ambos, el hombre visible y el Dios
invisible». (Nicetas de Remesiana)
Padeció bajo el poder de Poncio Pilato,
fue crucificado, muerto y sepultado
Sorprende que el Credo pase
directamente del nacimiento de
Jesús a su muerte, sin describir su
vida pública, sus enseñanzas y sus
milagros.
Y extraña también que en un recuento tan corto de su vida
aparezca mencionado precisamente aquel hombre que lo
envió a la cruz. Esto sucede para dejar bien claro que la
crucifixión fue un hecho histórico, que tuvo lugar en
Palestina bajo el poder de Poncio Pilato.
El nombre del gobernador romano sirve para ponerle
fecha y lugar exactos a la crucifixión del Señor y para cortar
el paso a quienes querrían adorar al Hijo eterno de Dios,
negando su encarnación y su cruz. Se hace constar así que
la muerte de Jesús fue un hecho bien real.
El Credo remarca que Jesucristo también saboreó el trago
amargo de la muerte y fue incluso sepultado. La muerte y
resurrección de Jesús son decisivas para comprender su
persona y su obra. Tales acontecimientos son los que mejor
explican e iluminan su
vida. Por
eso el
Credo se
concentra en ellos: padeció, murió, resucitó...
Según los evangelios, Jesús mismo anunció tres veces que
moriría violentamente (Mc 8, 31; 9, 31; 10,33).
Hay que reconocer que Jesús tuvo suficientes razones
para prever una muerte violenta. Se le acusó de actuar en
nombre del jefe de los demonios (Mc 3, 22), de ser falso
profeta, de blasfemar contra Dios (Jn 10, 31-33) y de no
respetar el sábado; cualquiera de estas acusaciones
bastaba para que le aplicaran la pena de muerte. Si a
alguien en Israel se le advertía públicamente de una falta
grave contra la Ley, y sin embargo volvía a cometerla, se
le consideraba entonces reo de muerte.
Ya en los primeros capítulos del evangelio de Marcos se
nos cuenta que Jesús fue advertido de quebrantar el
sábado (Mc 2,24) cuando sus discípulos arrancaban
espigas. Pero él no se amedrentó, sino que
más bien
respondió tajantemente: “El sábado ha sido hecho para
el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2, 27).
Por eso poco después cura en sábado dentro de una
sinagoga al hombre del brazo tullido (Mc 3, 1-6) por lo que
los dirigentes enseguida decretan su muerte (Mc 3, 6).
Lucas por su parte cuenta que al principio de su vida
pública, sus propios paisanos de Nazaret intentaron
despeñarlo desde un cerro (Lc 4,29), por haberse negado
a hacer milagros entre ellos.
En la última cena Jesús se muestra consciente de su
próximo fin y lo acepta activamente: el pan será su cuerpo
entregado y el cáliz su sangre derramada. El evangelista
Juan pone en boca suya estas palabras: “Nadie me quita
la vida, yo la doy voluntariamente” (Jn 10, 18).
Interpretaciones de la muerte de Jesús
Jesús murió como profeta:
Las primeras comunidades
cristianas
Jesús
definitivo
consideraron
como
el
a
profeta
que Dios había
enviado al mundo y que
había sido asesinado como
los antiguos profetas.
Él había sido el Justo perseguido del cual habla el Salmo
22 y el Siervo sufriente de Yahvé, que “soportó nuestros
sufrimientos y aguantó nuestros dolores” (Is 53, 4-11.12;
Jer 11, 18-21; 26, 8-11; 20-23; 1 Re 18, 4.13; 2 Cr 24,
19-21; Mi 3; Lc 16, 19-31; Mt 21, 33-46). Jesús había
muerto como un profeta mártir (Lc 24, 19-21; 13, 34; Hch
4, 10).
La muerte de Jesús era parte del plan de Dios: En el
Antiguo Testamento se decía que ser crucificado era una
maldición divina (Dt 21, 23; Gal 3, 13). Un crucificado
era entonces un maldito, un abandonado por parte de Dios
y de los hombres. Esto parecía contradecir cualquier
intento de darle un sentido salvador a la crucifixión de
Jesús. Pero los discípulos respondieron que Dios mismo
así lo había querido y dispuesto y que su muerte era parte
de su plan de salvación (Hch 2, 23).
Jesús murió por nuestros pecados: Finalmente, el
Nuevo Testamento interpretó la muerte de Jesús como
sacrificio de expiación por los pecados de la humanidad:
Jesús, que era inocente, había sufrido en lugar de los
demás, que eran culpables, para salvarnos a todos (Rm 4,
25; 5, 8-10; Ef 5, 2); su muerte se interpretó como un acto
de amor misericordioso, por medio de la cual Jesús mismo
entregó su vida, para darnos vida a quienes estábamos
muertos por el pecado (2 Co 5, 18-19).
Escribe san Pablo: “En primer lugar les he transmitido la
enseñanza que yo mismo recibí, a saber: que Cristo
murió por nuestros pecados, tal como lo dicen las
Escrituras; que fue sepultado; que resucitó al tercer día
como lo dicen también las Escrituras” (1 Cor 15, 3-4).
¿Qué hacer ante el dolor humano?
El ejemplo de Jesús nos invita a enfrentar el dolor humano de
cuatro maneras complementarias:

Mostrando compasión hacia los que sufren.

Combatiendo todo sufrimiento y tratando de eliminar sus
causas.

Aceptando
las
consecuencias
dolorosas
de
nuestros
compromisos a favor de los pobres y por la construcción
del Reino de Dios.

Sobrellevando
los
sufrimientos
propios
de
nuestra
condición humana (enfermedades, duelos, frustraciones,
pérdidas de todo tipo) en comunión con Jesús crucificado.
† Descendió a los infiernos
¿Cómo entienden
ustedes eso del
descenso de Cristo a los
infiernos?
¿Qué podrá significar que Cristo descendió a los
infiernos?
Esto presupone una concepción judía del mundo, según la
cual la creación se dividía en tres partes: el cielo, la tierra y
el sheol. El sheol era la región de los muertos, donde éstos
no podían alabar más a Dios (Sal 30,10), una especie de
morada subterránea. No se trataba de un lugar de castigo,
sino simplemente del sitio adonde iban a parar los difuntos
(Job 30, 23; 3, 17-19). Allí vivían en la sombra y alejados
de Dios (Sal 6, 6; 88, 11-13).
El descenso de Cristo a esta región de los muertos significa
en primer lugar que Cristo realmente murió, que experimentó
la amargura y el abandono de la muerte. Él estuvo “entre los
muertos”. Y que al resucitar, “predicó a los muertos” que
habían vivido antes de él (1 P 4, 6), para conducirlos al cielo
(1 P3, 19-20; Ef 4, 9). Simbólicamente se afirma aquí la
posibilidad de salvación para aquella parte de la humanidad
que vivió antes de Cristo o que aún no le conoce (Mt 27,52;
Rm 14,9).
Al tercer día resucitó de entre los muertos
¡CRISTO HA RESUCITADO!
¿En qué se basa nuestra fe en la Resurrección?
Sus seguidores comenzaron a proclamar en Jerusalén que
Jesús estaba vivo y se les había manifestado. El apóstol
Pedro en Jerusalén decía: “Al Señor de la Vida lo hicieron
morir, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros
somos testigos de ello” (Hch 3, 15; Hch 10, 40-41).
Las confesiones de fe: Los primeros y más antiguos
testimonios de la Resurrección que conservamos en el
Nuevo Testamento son dichos breves en que se recoge la
confesión de fe de las primeras comunidades. Estos dichos
son como credos resumidos en que se expresa la
convicción de que Jesús vive: “Porque si confiesas con tu
boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo
resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10, 9). Otra
confesión de fe muy corta la encontramos en Lc 24,34: “El
Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón”.
(1 Cor 15, 3-8) De este pasaje podemos sacar la conclusión
de que para Pablo la fe en la Resurrección tiene como
fundamento las apariciones del Señor a los apóstoles y
discípulos, tanto varones como mujeres. Recordemos
igualmente que los Evangelios se escribieron alrededor de
20 años después de las principales epístolas de Pablo y
que sus escritos son los más antiguos testimonios de la
Resurrección en el Nuevo Testamento.
Los relatos de la tumba vacía
Los cuatro evangelistas cuentan que después de la
Pasión algunas mujeres fueron a la tumba a embalsamar
el
cuerpo
del Señor y la encontraron vacía. María
Magdalena pensó al principio que se trataba de un robo y
que alguien había sacado el cuerpo del Señor (Jn
20,2.13.15), pero luego se le aparecieron unos ángeles o el
mismo Señor y le dijeron que estaba vivo: “¿Por qué buscan
entre los muertos al que vive?” (Lc 24, 5). Pero la reacción
de los discípulos fue de incredulidad, pensaron que eran
cosas de mujeres (Lc 24, 11.22-24.34) y creyeron en la
Resurrección hasta que Cristo en persona se les apareció a
ellos mismos.
Las historias de la tumba vacía servían a las primeras
comunidades
Resurrección
resucitado.
para
hacer
y para
una
catequesis
proclamar
que
sobre
Jesús
la
había
La tumba vacía no es el fundamento de nuestra fe en la
Resurrección; fundamento de nuestra fe en la Resurrección
es el Resucitado que se manifiesta a María Magdalena junto
a la tumba y la envía como apóstol de los apóstoles! “Anda
a decirles a mis hermanos que subo donde mi Padre,
que es Padre de ustedes; donde mi Dios, que es Dios de
ustedes.
María
Magdalena
fue
a
anunciar
a
los
discípulos: He visto al Señor y me ha dicho tales y tales
cosas” (Jn 20, 17-18). Ese encuentro personal con
Cristo
es
el
que
fundamenta
nuestra
fe
en
la
Resurrección.
¿Cuántas fueron las apariciones? Es difícil decirlo.
 Pablo afirma que fueron cinco (1 Cor 15, 3-8)
 Marcos (en la versión original, que concluía su evangelio




en MC 16, 8) no habla de ninguna aparición (MC 16, 1-8),
aunque testimonia que Jesús ha resucitado y se mostrará en
Galilea (Mc 16, 7)
Mateo conoce una aparición a las mujeres y otra a los Once en
Galilea (MT 28, 1-11. 16-21)
Lucas relata dos apariciones: la de los discípulos de Emaús y la
de los Once en Jerusalén (Lc 24, 13-53)
Juan habla de cuatro apariciones: la de María Magdalena
junto a la tumba vacía, la de los discípulos en Jerusalén, la de
Tomás en presencia de los demás apóstoles (Jn 20, 11-18, 1923.24-29) y la de los discípulos junto al lago de Tiberiades en el
capítulo final (Jn 21)
Pero habría que añadir también las apariciones del
Resucitado en Hechos de los Apóstoles: la aparición a Esteban
en el momento de su martirio (Hch 7, 56) y las apariciones a
Pablo (Hch 9, 4-6; 1 Cor 15,8; Gal 1,15). Las más tardías
fueron sin duda las de Palo, probablemente algunos meses
después de la muerte de Jesús.
Al tercer día
Por lo general pensamos que su cuerpo estuvo en la tumba
durante tres días y hasta entonces resucitó. Los mismos
evangelios dan pie a esta interpretación, pues cuentan que
Jesús fue enterrado el viernes por la tarde y no se manifestó
resucitado sino hasta el amanecer del domingo. Pero el dato
de los tres días tiene en la Biblia más bien un significado
religioso.
En el Libro segundo de los Reyes se cuenta que el
rey Ezequías estaba enfermo y el profeta Isaías llega a
anunciarle que morirá pronto, pero el rey, angustiado,
suplica por su vida a Yahvé con abundantes lágrimas, y
Yahvé cambia su decisión y ordena a Isaías comunicarle
al rey que escuchó su súplica y que vivirá: “He visto tus
lágrimas; te doy la salud. En tres días más subirás a la
Casa de Yahvé (2 Re 20, 1-5).
En el libro del profeta Oseas leemos: “Vengan, volvamos
a Yahvé. Pues él nos ha desgarrado y Él nos curará. Él
nos ha herido y Él nos vendará. Dentro de dos días nos
dará la vida, y al tercer día nos levantará, y en su
presencia viviremos” (Os 6, 1-2). Al tercer día significa
aquí dentro de un tiempo muy corto.
Por último está el famoso pasaje del libro de Jonás,
donde se cuenta que éste estuvo tres días y tres noches
en el vientre de la ballena (Jon 2,1.2.11). Dicho relato
siempre fue visto por la Iglesia como símbolo de la
Resurrección de Cristo (Lc 11,29-30.32).
Los tres días no significan entonces 72 horas del reloj;
el tercer día es el día de la actuación de Dios, el día de su
acción salvadora. Y eso querían expresar los autores del
Nuevo Testamento con la fórmula de los tres días: que Dios
pronto rescató a Jesús de la muerte, que actuó en su favor
para darle vida, vida eterna, plena y sin fin.
Meditemos: Rm 6, 3-5; 1 Cor 15, 1-11; 2 Cor 5, 14-17; Ef 2, 410; 1Pe 1, 3-12; 1,20-2,3; Ez 37, 1-14.
Subió a los cielos
y está sentado a la derecha de Dios,
Padre todopoderoso
¿Cómo entendemos nosotros esta parte del Credo,
de que Jesús «subió a los cielos y está
sentado a la derecha de Dios»?
Leamos el relato de la Ascensión en Hechos 1, 1-11:
¿A quiénes se manifiesta el Señor después de su
Pasión y por cuánto tiempo? ¿De qué les platica? ¿Qué
les concede y con qué fin? ¿Qué importancia tiene
todo esto
para nosotros?
¿LA ASCENSIÓN ES OTRA CARA
DE LA MISMA RESURRECCIÓN?
En el Evangelio de Juan, la Ascensión o subida al cielo de
Jesús aparece como manifestación de su Resurrección.
Cuando el Señor resucitado dialoga con María Magdalena
junto a la tumba vacía, éste le dice: «anda a decirles a
mis hermanos que subo donde mi Padre» (Jn 20, 17).
La Ascensión y Resurrección son aquí una y la misma
cosa. También en los evangelios de Lucas y Marcos la
Ascensión acontece el mismo día de la Resurrección,
como efecto de la misma (Lc 24, 50; Mc 16, 19).
Mateo ni siquiera menciona la Ascensión al final de su
evangelio, pues lo decisivo para él es destacar que Cristo
resucitado envía a sus discípulos a proclamar, enseñar y
bautizar, prometiéndoles a los suyos mantenerse junto a
ellos hasta el fin del mundo, comunicándoles su vida y
fortaleza (Mt 28, 16-20).
Aunque el Credo no entra en detalles sobre la relación entre
la Resurrección y la Ascensión, en nuestro año litúrgico
transcurren sin embargo 40 días entre la fiesta de Pascua y
la de la Ascensión del Señor Jesús a los cielos.
¿De dónde proviene esta idea de que la
Resurrección y la Ascensión son dos hechos
distintos, entre los cuales transcurren 40 días?
Sin duda, proviene de Hechos de los Apóstoles, la
segunda obra escrita por el evangelista Lucas entre los años
80 y 90 del siglo primero. Únicamente en este libro tardío del
Nuevo Testamento se separaron en el tiempo, como si
fuesen dos acontecimientos diferentes, la Resurrección y la
Ascensión a los cielos (Hch 1, 3.9).
En los demás escritos del Nuevo Testamento, la elevación
del Señor a los cielos acontece con la misma Resurrección
(Ef 1, 20).
La intención del autor de Hechos de los Apóstoles consiste
en describir cómo el Evangelio se va abriendo camino desde
Jerusalén hasta Roma, lo cual sucede por la fuerza del
Espíritu Santo. Tras la Ascensión, el Espíritu desciende en
Pentecostés sobre los discípulos para darles vida y
fortaleza. De allí en adelante, Cristo actuará en su Iglesia
únicamente a través del Espíritu. La presencia de Jesús
entre nosotros no ha disminuido desde entonces, sino que
se ha vuelto incluso más intensa que cuando recorría
Palestina con sus discípulos, pues al subir al cielo, ha
entrado en una nueva forma de contacto y cercanía con
nosotros por medio del Espíritu Santo (Jn 16, 7; (Hch 1, 8-9).
Con la Ascensión no se describe por tanto una elevación
del cuerpo de Cristo en el espacio, sino la entrada de
Jesús en el mundo invisible y misterioso de Dios. Cuando
el Credo afirma que Jesús subió a los cielos, quiere
decirnos que el Señor está ahora junto a Dios y continua
presente entre nosotros.
Desde allí ha de venir a juzgar a
vivos y muertos...
¿Qué hemos oído
decir sobre el juicio
final?
¿Qué historias se nos han
contado acerca de él?
¿Qué cosas recordamos que
nos hayan impresionado más?
¿Cómo nos imaginamos nosotros el
Juicio final?
¿Cuándo y cómo pensamos que será?
¿Nos inspira confianza y esperanza o
más bien temor?
¿Qué textos de la
Escritura nos
impresionan más sobre
este tema y por qué?
EL JUICIO SERÁ DE AMOR
El tema del Juicio tal vez despierte en nosotros
sentimientos de miedo, asociado a un Cristo severo, que
con gesto imperioso y rostro amenazante, juzga
implacablemente a la humanidad.
A diferencia de Juan el Bautista, Jesús no ponía en primer
lugar el juicio de Dios, sino su MISERICORDIA. Para él,
la bondad de Dios era la puerta de entrada al Reino,
como lo muestran sus inolvidables parábolas del padre
bondadoso, de la oveja extraviada y la moneda perdida,
recopiladas en el capítulo 15 del Evangelio de Lucas.
Dios quiere que todas las personas se salven
Al hablar del Juicio, jamás debemos olvidar que la voluntad
de Dios es que todas las personas sin excepción
alcancen su salvación: «Pues él quiere que todos los seres
humanos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad»
(1 Ti 2, 4; Mt 18, 14; 2 Pe 3, 9; Hch 10, 34-35). Ya en el
Antiguo Testamento, en el libro del profeta Ezequiel,
leemos palabras tan esperanzadoras como éstas:
«Por eso tú di a la gente de Israel: Ustedes han dicho:
“Se nos piden cuentas por nuestras maldades y
pecados, y por eso nos vamos consumiendo, ¿cómo
podremos quedar con vida?” Pero así dice el Señor
Dios: Por mi vida juro que no quiero la muerte del
malvado, sino que cambie de conducta y viva.
Conviértanse, cambien de conducta, malvados, y no
morirán gente de Israel» (Ez 33, 10-11; Is 55, 6-7; Rm
4, 5-8).
La bondad, misericordia y paciencia de Dios son para
nosotros una constante invitación a la conversión, pues
como dice el apóstol Pablo: «¿Qué conclusión sacaremos?
¿Qué vamos a seguir en el pecado para que la gracia se
dé con mayor abundancia? Por supuesto que no» (Rm 6, 1).
Es Jesús quien juzgará y eso nos da confianza
Quien nos juzgará será el mismo Jesús y eso nos da
confianza. A él ha encomendado el Padre la tarea de
juzgar, por haber compartido con nosotros nuestra
condición humana y experimentado también en carne
propia el dolor, el abandono, la libertad y la tentación. «El
Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo la
misión de juzgar. Y también lo ha constituido juez por ser
hijo del hombre» (Jn 5, 22.27).
El Juicio venidero debe por tanto entenderse a la luz de la
actuación de Jesús en su primera venida. Y él mismo
declaró a Nicodemo: «El hijo del hombre no ha venido a
juzgar al mundo, sino a que el mundo se salve por él» (Jn 3,
17).
El Juicio acontece ahora mismo
El Juicio acontece ahora mismo, pero queda oculto a
nuestros ojos: «En verdad les digo: el que escucha mi
palabra y cree en el que me ha enviado, vive de vida
eterna; ya no habrá juicio para él, porque ha pasado de
la muerte a la vida» (Jn 5, 24). En la misma medida en que
nos unamos pues a Cristo y obedezcamos su Palabra,
hacemos innecesario el Juicio para nosotros.
Ya aquí se está realizando el Juicio final en nuestra vida:
«El que cree en él no se pierde; pero el que no cree ya se
ha condenado, por no creerle al Hijo Único de Dios» (Jn 3,
18; 5, 25).
En la parábola del juicio final en Mateo 25 también se nos
aclara que el juicio de Cristo no será tan sólo sobre
nuestras acciones, sino también sobre nuestras omisiones,
sobre el bien que pudimos hacer y no hicimos (Mt 25, 4445); tendremos también que dar cuentas de nuestra
forma de administrar los bienes y carismas que Dios nos
concedió, tal y como se revela en la parábola de los
talentos (Mt 25, 14-30).
En Mt 25, 31-45 nos advierte Jesús que desde ahora nos
aguarda en quienes pasan hambre, o sed, o no tienen ropa
ni hogar, o sufren cárcel o enfermedad. El Juicio será por
tanto en primer lugar sobre nuestra solidaridad con los
pobres y sufrientes.
Tercera parte
CREO EN EL ESPÍRITU SANTO
Nosotros invocamos al Espíritu Santo al persignarnos,
pero aún nos falta
descubrir más claramente su
presencia y acción. Si amamos a Jesús y queremos
seguirle, el Espíritu está ya con nosotros, pues «nadie
puede decir “Jesús es el Señor”, sino guiado por el
Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). «Dios nos ha comunicado su
Espíritu; con esto comprobamos que permanecemos en
Dios y él en nosotros» (1 Jn 4, 13). El Espíritu es para
nosotros como un guía que nos acompaña desde nuestro
bautismo. Pero, ¿cómo podremos distinguir mejor su
presencia viva entre nosotros?
Jn 3, 1-8: ¿Qué nos llama la atención de este encuentro
entre Jesús y Nicodemo? ¿Qué le pide al Señor? ¿Cómo
se manifiesta aquí el Espíritu?
Dos cosas muy importantes aprendemos de éste diálogo de
Jesús con Nicodemo: Una es que el Espíritu sopla donde
quiere, no está atado a nada (ni siquiera a la Iglesia) y puede
manifestarse de muchas maneras sorprendentes para
nosotros (Mc 9,38-40).Y otra es que por el Espíritu acontece
un nuevo nacimiento.
El evangelista Juan atribuye asimismo al Espíritu la
tarea femenina de consolar como una madre (Is 66, 13). “Yo
rogaré al Padre y les dará otro Consolador que
permanecerá siempre con ustedes”
(Jn 14, 16). En el
Espíritu Santo descubrimos pues a Dios como Madre.
“El Espíritu es nuestra Madre, porque el paráclito, el
Consolador, está pronto para consolarnos como una
madre consuela a sus hijos y porque los hijos renacen de
él y son así los hijos de esta Madre misteriosa que es el
Espíritu Santo”. Macario el Sirio (Siglo IV)
¿Hemos experimentado ya al Espíritu Santo como
madre consoladora en momentos de dificultad? ¿De qué formas?
Meditemos: Núm 11, 24-30; Is 42, 1-9; Ez 11, 18-20; Mi 3, 8; Jl
3,1-2. 5.
No hay vida cristiana sin el Espíritu Santo
El evangelista Juan nos narra cómo Cristo resucitado se
apareció a los discípulos en Jerusalén y, después de soplar
sobre ellos, les dijo:
“Reciban el Espíritu Santo; a quienes ustedes perdonen,
queden perdonados, y a quienes no libren de sus pecados,
queden atados”
(Jn 20, 22-23). El soplo de Jesús sobre los
discípulos nos recuerda el primer soplo de vida en la creación
del hombre (Gn 2,7b). El poder de perdonar o dejar atados los
pecados se refería aquí originalmente al bautismo, el gran
sacramento del perdón de Dios, por medio del cual se ingresaba
a la comunidad de seguidores de Jesús; al “soplar” sobre ellos,
el
Resucitado estaba haciendo un gesto simbólico que
representaba al Espíritu.
Por nuestro propio bautismo también nosotros hemos recibido
ese soplo del Espíritu (Mt 3, 11b; Hch 2, 38); somos recreados por el Espíritu. Unidos a Cristo en la fe, participamos
del Espíritu Santo; por el Espíritu vivimos en comunión con
Jesucristo y es el Espíritu quien nos acompaña entre la
Resurrección del Señor y su segunda venida, ayudándonos
a perseverar y crecer en nuestro compromiso cristiano.
El Espíritu nos inspira a seguir a Jesús
Jesús, en el sermón con que comenzó su vida pública en la
sinagoga de Nazaret (Lc 4, 16-22), retomó la línea
profética, según la cual el Espíritu se manifiesta a través de
la solidaridad con los pobres y maltratados (Is 61, 1-3; 42,1-9;
63,10-14). El Espíritu debe llevarnos por los mismos caminos
de Jesús: a practicar la misericordia, denunciar las injusticias
(Lc 6, 24-25; 16,19-31; Mt 23) y entregar nuestra propia vida
en el servicio a los más pobres. “El sacrificó su vida por
nosotros y en esto hemos conocido el amor; así también
nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos” (1 Jn 3,
16).
La santa Iglesia católica...
Nuestra fe es únicamente en Dios
A primera vista se pudiera tener la impresión que, después de
proclamar nuestra fe en Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo),
fuéramos ahora a proclamar nuestra fe en la Iglesia. Pero en
realidad esto sería un malentendido, pues sólo es Dios en
quien creemos.
El Catecismo de la Iglesia nos lo explica así: “Hacemos
profesión de creer que existe una Iglesia Santa y no de
creer en la Iglesia, para no confundir a Dios con sus obras, y
para atribuir claramente a la bondad de Dios todos los dones
que ha puesto en su Iglesia” (CIC 750). Nuestro acto de fe
sigue por tanto siendo en el Dios trinitario y no en la
Iglesia. (Esta diferencia quedaba bien clara en la versión
original del Credo en latín, pero al traducirse al español, se
oscureció y necesita por eso ser aclarada): “Creo que la
Iglesia es santa y católica”: así podríamos recoger el
sentido de esta parte de nuestra profesión de fe.
La Iglesia es santa y pecadora
Nuestro Credo proclama la santidad de la Iglesia; sin embargo, una
afirmación semejante nos plantea hoy dificultades. Hemos adquirido
dolorosa conciencia de los pecados de nuestra Iglesia. Muchas
personas se desalientan por eso; hay quienes se declaran
incapaces de percibir en el rostro de la Iglesia católica el rostro de su
Maestro Jesucristo y le dan la espalda.
SOMOS PECADORES ALCANZADOS POR CRISTO
“Todos
los
miembros
de
la
Iglesia,
incluso
sus
ministros, deben reconocerse pecadores (1 Jn 1, 8-10). En
todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada
con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los
tiempos (Mt13,
congrega
a
24-30).
La
Iglesia,
pues,
pecadores alcanzados ya por la salvación de
Cristo, pero aún en vías de santificación”. (Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 827)
Hemos de confesar con humildad que, como Iglesia,
los
miembros del Pueblo de Dios, a todos los niveles, estamos
llamados a la conversión y purificación interior (1 Jn 1, 8-10). La
mejor respuesta que podemos dar frente a los pecados de la
Iglesia, es dejar que el fuego del Espíritu Santo nos abrase y
purifique, renovando con fidelidad nuestro propio seguimiento
de Jesús. Esta ha sido la respuesta que han dado siempre los
santos
y
santas
de
la
historia
y
la
que
más
eficazmente ha contribuido a restituir a la Iglesia su verdadero
rostro.
Como laicos y laicas pareciera que aún no caemos en la cuenta
de que nuestros propios pecados (y no sólo los de los
dirigentes eclesiales) desfiguran también el rostro de la Iglesia.
Y Cristo “deseaba una Iglesia espléndida, sin mancha ni arruga
ni nada parecido, sino santa e inmaculada” (Ef 5, 27).
Desde un principio la Iglesia fue santa y pecadora (1 Co 15,
34). Ya en las comunidades del apóstol Pablo aparecieron
serios problemas: hubo divisiones internas (1 Co 3, 3-4; 12, 20);
casos de inmoralidad (1 Co 5, 1;6, 15-20); pleitos legales entre
miembros de la misma comunidad (1 Co 6, 6-9); ostentación
de los ricos frente a los pobres (1 Co 11, 20-22) y falsa
seguridad en sí mismos (1 Co 10, 1-6. 12-13). Por eso
Pablo exhorta a los Corintios: “¿No saben que un poco de
levadura fermenta toda la masa? Echen, pues, fuera esa
levadura vieja, para ser una masa nueva. Si Cristo se hizo
nuestra víctima pascual, ustedes han de ser los panes sin
levadura. Celebremos, pues, la Pascua; no más levadura vieja,
que es la maldad y la perversidad; tengamos pan sin
levadura, o sea, la pureza y la sinceridad (1 Co 5, 6b-8).
LA IGLESIA: SANTA Y NECESITADA DE
PURIFICACIÓN
“Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no
conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los
pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a
los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada
de purificación y busca sin cesar la conversión y la
renovación” (Concilio Vaticano II LG, n. 8)
Cristo santifica a la Iglesia
La santidad de la Iglesia le viene tan sólo de Jesucristo, que
la transmite a sus miembros como vida nueva en el amor, en
el servicio, en el compromiso por el Reino de Dios. La
santidad es fundamentalmente apertura al Espíritu, que nos
conduce al seguimiento de Jesucristo.
Y ¿cuántas personas no conocemos ya en nuestras propias
diócesis, parroquias, comunidades y familias, que se entregan
a veces con heroica generosidad al servicio de los demás,
compartiendo, orando y perdonando de corazón, dando
testimonio del Evangelio y comprometiéndose por la justicia?
Tales personas están ya dando su vida por los demás (2
Co 5, 15) y, aunque humanamente tengan fallas y defectos,
en ellas brilla el Espíritu que santifica a la Iglesia. Los santos y
santas universalmente reconocidos son como luminarias que el
Espíritu Santo pone entre nosotros, para alumbrarnos; el
Espíritu los ha colmado de gracias para enriquecernos a todos.
Y en María, la madre del Señor, la Iglesia realizó ya la
plenitud de su santidad. Ella es por eso imagen y anticipo de lo
que el Pueblo de Dios aspira llegar a ser (Ef 5, 27). Ella
«mientras vivió en este mundo una vida igual a la de los
demás, llena de preocupaciones familiares y de trabajos,
estaba constantemente unida con su Hijo y cooperó de modo
especialísimo a la obra del Salvador» (Vaticano II, Al 4).
MARÍA ES LA IGLESIA
SIN MANCHA NI PECADO
“La Iglesia en la Santísima Virgen llegó ya a la
perfección, sin mancha ni arruga. En cambio, los
creyentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado
para crecer en la santidad. Por eso dirigen sus ojos a
María”. Concilio Vaticano II (LG, n. 65).
La comunión de los santos...
Según Ef 1,1, ¿quiénes son los santos y santas?
¿Cómo entienden ustedes esta parte del Credo? ¿Qué querrá
decir?
El Credo se refiere aquí de nuevo a la Iglesia, esta vez como
asamblea y comunidad de personas santificadas por Cristo
en el Espíritu. Los santos, en el lenguaje del Nuevo
Testamento (Hch 9,32.41; Ef 1,1; Fl 1,1; 4, 21-22; Col 1, 2.
4; Flm 5; Heb 3,1), son los varones y las mujeres que
formaban las primeras comunidades cristianas y que habían
aceptado a Jesucristo, procurando vivir su seguimiento. No
se trataba de gente sin fallas ni defectos; eran santos en
cuanto que –igual que nosotros- habían sido llamados y
elegidos por Dios para “reproducir la imagen de su Hijo” y
“para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos”
(Rm 8, 29).
Los “santos” son los fieles: Comunidad de los santos
significa entonces lo mismo que comunidad de los fieles,
comunidad de varones y mujeres creyentes. Y la comunión
nace y se nutre por la Eucaristía: “Uno es el pan y por eso
formamos todos un solo cuerpo, porque participamos todos
del mismo pan” (1 Co 10, 17).
La Eucaristía compartida crea la comunión
La comunión en las cosas santas, esto es, en la Palabra de
Dios y los sacramentos de la Iglesia, principalmente en la
Eucaristía.
Y también como comunión entre los santos, es decir, como
unión de personas creyentes que comparten la vida y la misión.
Unión que abarca tanto a los vivos como a los muertos y
que une a los fieles de hoy con los mártires y justos del pasado.
La participación en la eucaristía comunitaria forma entre los
que comulgan una comunidad; el pan compartido genera la
comunión de los santos. “Así reconocerán todos que ustedes
son mis discípulos: si se tienen amor unos a otros” (Jn 13, 35).
El perdón
de los pecados...
“No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”
(Mc 2,17b). Con estas palabras explicó Jesús su actitud de
sentarse a la mesa con publicanos y pecadores, ante la
crítica y la incomprensión de los maestros de la Ley. Ellos no
podían comprender
que
compartiera
la
mesa
con
cobradores
de impuestos, prostitutas y gente que ejercía
profesiones contrarias a la Ley israelita. A pesar de ser judíos,
los publicanos servían a Roma para recaudar sus pesados
impuestos y sacaban provecho del sudor y la sangre de los
pobres.
En la cultura israelita, al compartir la mesa se suprimían las
barreras sociales y se establecía comunidad. Hoy también es
así, pero lo era mucho más entonces. Un fiel judío no se
sentaba jamás a la misma mesa con un no-judío, pues entre
ellos no era posible la comunidad. Tampoco entre amos y
esclavos o entre personas de diferente condición social se
compartía una misma mesa.
Jesús compartió la mesa con los pecadores
Al sentarse Jesús con las personas menos estimadas de
aquella sociedad, provocaba escándalo. Por la vía de los
hechos y no de las palabras, estaba comunicándoles el
perdón, la acogida y aceptación de parte de Dios, y la
posibilidad de un nuevo comienzo en sus vidas. El banquete
con los pecadores era asimismo un adelanto del banquete
celestial, preparado por Dios en su Reino definitivo (Mt 8, 11;
Lc 14, 16-24; Is 55, 1-3. 6-7).
Jesús primero ofrecía
invitaba a la conversión
el
perdón,
luego
Como el padre de la parábola que corría a abrazar a su hijo
antes de que éste le pidiera perdón (Lc 15, 20), Jesús
mismo
se acercaba a estas personas para perdonarlas y
ofrecerles su amor. Quizás nadie notó tan claramente esa
actitud del Señor como aquella mujer pecadora que cubrió de
besos, lágrimas y perfume sus pies (Lc 7, 36-50). Jesús no le
había criticado ni exigido nada; al contrario, ella se sintió
amada por él, y por eso recapacitó y derramó lágrimas de
arrepentimiento. La acogida del Señor provocaba la reacción
de arrepentimiento.
“El Reino de Dios se ha acercado”
anunció Jesús en Galilea al
comienzo de su predicación (Mc
1, 15). Y la cercanía del Reino se
hacía palpable en su propia
actitud de salir él mismo a los
caminos de Palestina en busca de
las ovejas perdidas de Israel (Lc
15, 1-7; Mt 15, 24)
El ofrecimiento del perdón venía en primer lugar, antes
de la exigencia de conversión. Sólo después de ese
acercamiento misericordioso venía, en segundo lugar, la
invitación: “Tomen otro camino y crean en la Buena
Nueva” (Mc 1, 15). También a la mujer adúltera que iba a ser
ape- dreada mostró Jesús primero su bondad y su
misericordia, y sólo después la invitó a cambiar de vida (Jn 8,
1-11).
Hay que compartir el perdón recibido
Jesucristo quiere que el perdón de Dios lo compartamos
también con el prójimo: “Quede bien claro que si ustedes
perdonan las ofensas de los hombres, también el Padre
celestial los perdonará. En cambio, si no perdonan las ofensas
de los hombres, tampoco el Padre los perdonará a ustedes”
(Mt 6, 14-15; 18, 21-22; 18, 23-35;
6, 12).
“Si no perdonamos, no hay perdón. ¿Por qué?
Perdonar es otra manifestación del amor: Si Dios nos ha
reconciliado con Él perdonándonos, debemos nosotros ahora
ser testigos de la reconciliación en un mundo dividido por el
pecado. El pecado es todo aquello que rompe la comunión
con Dios y con los hermanos y hermanas, impidiendo la
realización del proyecto de Dios para la humanidad.
El pecado
“Pecado es aquello que dio muerte al Hijo de Dios y pecado sigue
siendo aquello que da muerte a los hijos de Dios. No se puede
ofender a Dios sin ofender al hermano.
“¿Qué puedo hacer y no hice? ¿Qué hice mal?
Que al decirle al Señor en la Misa que me perdone por pecados de
omisión, estoy señalando el capítulo más misterioso de la maldad
de cada corazón, lo que pudo hacer y no se hizo. ¡Cuánto vacío en la
vida, cuánto bien dejamos de hacer!”
“Querer hablar únicamente de confesarse para no tener pecados
uno, pero luego no luchar también contra la injusticia del ambiente,
no es ser verdadero pueblo de Dios. Es necesario que, junto con el
esfuerzo por no tener yo pecados personales, trabaje también
para arrancar los pecados sociales y de raíz, contra el poder del
infierno y del demonio”
(Monseñor Oscar Arnulfo Romero).
La Resurrección de la carne
y la vida eterna, amén.
¿Cambia algo en nuestra vida si creemos o no en la
Resurrección? ¿Qué cambia para nosotros?
¡Cuánta entrega y esperanza, cuánto sacrificio y amor ha
despertado el anuncio de la Resurrección de Cristo,
proclamada por los apóstoles hace dos mil años! Se
trata
de
un acontecimiento que todavía hoy marca
profundamente nuestras propias vidas, porque seguimos
experimentando al Señor presente en medio de nuestras
comunidades. El Resucitado actúa hoy en la Iglesia, y con su
Resurrección ha entrado una corriente de vida nueva en la
humanidad.
Cristo vencedor de la muerte anticipa nuestra propia
resurrección: también nosotros viviremos con Él después de
pasar por nuestra propia muerte. “Miren mis manos y mis
pies, soy yo. Tóquenme y fíjense bien que un espíritu no
tiene carne ni huesos, como ustedes ven que yo tengo” (Lc
24, 39). Creemos en la resurrección de la carne, en la
existencia de una vida nueva en la que participaremos con
Cristo, una vez transfigurados y glorificados.El apóstol Pablo
explica este misterio con una comparación: dice que será
como cuando uno siembra una semilla que se pudre en la
tierra y luego nace una planta (1 Co 15, 36-38). “Lo
que
tú siembras no revive si no muere”. Es necesario
primero morir para poder llegar a ser transformados y entrar
así a esa nueva dimensión de la vida, que Dios
tiene
reservada para nosotros, en la que nuestra existencia
corporal no estará ya atada a tiempos ni lugares, ni tampoco
sufriremos privaciones ni enfermedades (Mt 22, 30; Ap 21,
4).
“Se siembra lo corruptible, resucita incorruptible;
se siembra lo miserable, resucita glorioso;
se siembra lo débil, resucita fuerte;
se siembra un cuerpo animal,
resucita cuerpo espiritual” (1 Co 15, 42-44).
Se trata de una existencia corporal pero muy diferente de la
actual. Por eso es que los discípulos no reconocían a Jesús
resucitado, porque estaba transfigurado. Y también nosotros
seremos transfigurados con Él, dice Pablo: “Cristo Jesús el
Señor...cambiará este nuestro humilde cuerpo y lo hará
semejante a su propio cuerpo, del que irradia su Gloria,
usando esa fuerza con la que puede someter a sí todas las
cosas” (Fil 3,21).
¿Vale la pena vivir y «morir» por Cristo?
Nuestra fe en la resurrección no significa tan sólo esperar un
futuro con Cristo más allá de la muerte; significa confesar que
hoy todavía vale la pena vivir y “morir” con Cristo (2 Co 5,
15), compartiendo los logros y alegrías, pero también las
penas y dolores de nuestro pueblo, desviviéndonos por crear
condiciones de vida más humanas y dignas.
La vida nueva del Resucitado brilla ya desde ahora en
nosotros si practicamos el amor solidario, y tanto más, cuanto
mayor sea nuestra entrega. El amor y la solidaridad son una
señal anticipada de la Resurrección. “Hemos pasado de la
muerte a la vida porque amamos a nuestros hermanos” (1
Jn 3, 14).
El Evangelio de Juan afirma que si creemos en Cristo y
escuchamos su palabra, vivimos ya de vida eterna y hemos
pasado de la muerte a la vida (Jn 5, 24).
El Resucitado nos transmite fuerza y coraje para oponernos a
las condiciones de muerte que por todas partes nos rodean
en Nicaragua, y para sembrar vida y esperanza en nuestras
comunidades.
Nuestros esfuerzos por lograr un mundo más humano,
fraterno y solidario, encontrarán un día su plenitud en la
Resurrección. “Así, pues, hermanos míos muy amados, sigan
firmes y no se dejen impresionar. Progresen siempre en la
obra del Señor, sabiendo que con él nuestras penas no
son en vano” (1 Co 15, 58).
Así alentaba Pablo a los
cristianos de Corinto después de exponerles el misterio de la
Resurrección.
Más allá de lo que logremos en nuestra vida, nuestro
compromiso por el Reino será un día recogido por Cristo,
quien lo llevará a su plenitud en la Resurrección. Dios mismo
concluirá la obra.
Con el «amén» que significa «así es» o «así lo creo» al
final del creo, cada creyente confirma con su propio acto de
fe la confesión de fe de la Iglesia. El Credo inició con un «yo
creo» personal y acaba de nuevo confirmándolo con el amén.
¿Qué signos de resurrección encontramos en nuestras
comunidades?
¿Está ya presente en nuestras comunidades la vida
eterna? (1 Jn 3,14).
Meditemos: 1 Co 15; Rm 6, 3-14; Ef 2, 4-6; 2 Co 4, 14; 1 Tes 4,
13-18; Fil 3,20;Mt 20, 30; Ap 1, 17; Jn 5, 28-29. 39-40. 44.
54. 58; Jn 11,1- 46; 14, 3.