El loteo del Edén. Sobre Terrenal, de Mauricio Kartun

El loteo del Edén
Sobre Terrenal, de Mauricio Kartun
Por Jorge Monteleone
Cada vez que el teatro recurre al mito realiza un retorno, si no a la verdad, al enigma de
lo humano. No hay en el mito una interpretación única ni puede ser reducido a
principios morales o ejemplares, por eso nos atraviesa una y otra vez como un filo que
nos escinde y nos desgarra. Así en el mito la violencia nos despierta de nuestra fe en la
piedad. Edipo arrancándose los ojos cuando sabe que poseyó a su madre, Medea
asesinando a sus hijos para vengarse de su marido, pero también el Hombre-dios que
siente que su Dios-padre lo ha abandonado mientras agoniza en la cruz, o Caín que
comete fratricidio contra Abel, su hermano inocente. “No hay mitología sin violencia”
declaró Mauricio Kartun hacia el 2009, en aquel Seminario de Desmontaje de Ala de
criados dictado en su estudio. Y así el teatro, en la medida en que representa la
estructura mítica, es también, decía Kartun, “una ceremonia de violencia”. Pero a la vez,
en tanto metáfora, el teatro es la sutura de aquel tajo que produce la imagen mítica.
“Como siempre, a la herida que produce la imagen sólo la cauteriza la metáfora. La
cierra, la sana. Y así toda obra es cicatriz. Terrenal es el costurón resultado de aquel tajo
y esta sutura”, declaró el dramaturgo en una entrevista con Jorge Dubatti a propósito de
su obra más reciente (“Creo en el Dios Mito…”, incluida en Terrenal: pequeño misterio
ácrata. Buenos Aires, Atuel, 2014).
Con esta nueva pieza teatral, Kartun retorna a los mitos bíblicos, tal como había
hecho en Salomé de chacra (2012) con el episodio de la decapitación de Juan el
Bautista a manos de la hija de Herodías, recreándolos, en cierto modo reescribiéndolos
en un ámbito argentino y preservando en el teatro la extraordinaria potencia imaginaria
del mito. En Terrenal el motivo corresponde al capítulo IV del libro del Génesis, que
narra el episodio de Caín y Abel. A esa fuente original, Kartun sumó la de Flavio
Josefo, historiador judío fariseo, que entre otras obras escribió las Antigüedades judías
en el 93 d.C. En el programa de mano se incluye un breve fragmento que resume el
mito:
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Ellos (Adán y Eva) tuvieron dos hijos varones. El mayor se llamaba Caín,
nombre que traducido significa posesión, y el pequeño Abel, que significa
nada. (…). Mientras Abel, el más joven, procuraba ser justo y se dedicaba a la
vida pastoril, Caín pensaba únicamente en la riqueza y por ello fue el primero
que tuvo la ocurrencia de arar la tierra. (…). Tras acordar ellos hacer de lo suyo
una ofrenda a Dios, éste se complació más con los frutos espontáneos y
naturales y no por los producidos por la fuerza y la argucia de personas avaras.
De ahí que Caín irritado por haber preferido Dios a Abel, mató a su hermano.
Y tras recorrer muchas regiones Caín en unión con su mujer tomó posesión de
Naid, y allí construyó su vivienda, en la que nacieron sus hijos. (…).
Acrecentaba su patrimonio con abundancia de riquezas fruto de la rapiña y de
la violencia y merced a su invención de las medidas y las pesas cambió la
moderación con la que antes vivían los hombres, convirtiendo su vida, que era
pura y generosa por el desconocimiento de estas novedades, en siniestra. Fue el
primero en poner lindes a las tierras. Y en fundar una ciudad y en fortificarla
con murallas para proteger aquel patrimonio, obligando a los suyos a vivir
todos encerrados allí
El subtítulo de Terrenal es “Pequeño misterio ácrata”. Allí comienza el
sincretismo de la pieza. Los misterios medievales fueron representaciones de episodios
bíblicos en las iglesias que ganaron creciente popularidad entre los siglos XII y XV. El
vocablo misterium significa “ceremonia” y así el teatro se ofrecía como una ceremonia
religiosa, didáctica, en lengua vernácula, para ilustración del pueblo iletrado. El
episodio de Caín y Abel conformó sin duda parte de aquellos misterios y Kartun toma
esa denominación para traducirla a una escena modesta, argentina y popular: un teatro
de varieté. Pero, al mismo tiempo, el varieté es el remedo del Gran Teatro del Mundo
desplazado a una irrisión de tarima y tinglado cómico, “un tabladito de balneario,
inservible” o “quince numeritos deshilvanados enhebrados por un bufo [para] una platea
de borrachitos distraídos”.
En esa escena menesterosa, de raído decorado, reaparecen Caín y Abel en
territorio nacional. Son, al unísono, el clásico binomio cómico del humor argentino
(desde el dúo Buono-Striano hasta Alfredo Barbieri y Don Pelele) y unos remotos
Estragon y Vladimir que esperan un Dios venidero: Tatita. Hermanos y antagonistas,
con esos trajes negros polvorientos que el tiempo achicó desde la primera comunión, los
diminutos sombreros de fieltro y esos moños en la camisa abrochada como leves
sombras del bigotito recto, han reencontrado el Edén en el loteo que les tocó. El pastor
de rebaños Abel se ha reducido a buscador del gusano isoca para la pesca –que
desentierra y vende en el camino junto al futuro asfalto que va al río Tigris– y de
escarabajos torito, insecto sagrado en Egipto y plaga de las morroneras que el agricultor
Caín cultiva con método de razón instrumental que domina la naturaleza: “para rico el
morrón mío. La tengo cortita yo a la naturaleza. Me viene al pie la naturaleza a mí”,
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dice. Y mide el terrenito y levanta una parecita piedra sobre piedra y frecuenta el galpón
con aire de tabernáculo y espera al Padre Eterno.
La epifanía del Dios ocurre detrás de una chapa con una voz que confunde un
trueno de utilería. Un viejo ventrudo y polvoriento, decidor de erres arrastradas con
ritmos orales del Noroeste, chistoso y bailarín y amante de la farra, prefiere las desidias
ociosas de Abel al cálculo de propietario de Caín. Elige al indigente para llevarlo al
baile, a la música, mientras Caín, rabioso, comprende que no hoy un orden trascendente
que lo justifique, no hay una ley divina que ampare su derecho a la propiedad y los
bienes. Pero si no la hay, habrá que inventarla. Así funda su derecho en el crimen:
después de amenazarlo y exterminar sus escarabajos, asesina a su hermano y en él mata
la fuerza centrífuga de la anarquía, el gasto, el don, la danza y la pulsión libertaria.
Pero Terrenal no es un misterio medieval, sino “un pequeño misterio ácrata”:
anarquista. Así como los señoritos de Ala de criados (2009) destrozaban a los catalanes
libertarios y su biblioteca ácrata, y así como Juan el Bautista es un anarquista
sacrificado en Salomé de chacra, en Terrenal, Abel representa la víctima propiciatoria
del propietario Caín, futuro patrón. Luego de la serie de piezas estrenadas entre 2006 y
2012, El niño argentino, Ala de criados y Salomé de Chacra, a las Kartun llamó
“trilogía patronal”, Terrenal representa, como afirmó su autor, “el non plus ultra
patronal (…), su mito de origen”. La elección de este fragmento mediado por el relato
de Flavio Josefo en lugar del texto original del Génesis orienta el sentido de la pieza,
tanto como cierta relectura de Los mitos hebreos, de Robert Graves y Raphael Patai.
Kartun reparó en los motivos que se repiten en ambos textos: Caín es el primer
homicida y a su delito sigue su vínculo con la propiedad. Caín, apunta Graves, “se
enriquecía mediante la rapiña, enseñaba malas prácticas y vivía con lujo. Su invento de
los pesos y las medidas puso fin a la inocencia de la humanidad. Caín fue también el
primer hombre que colocó piedras limítrofes alrededor de los campos y que construyó
ciudades amuralladas en las que obligaba a los suyos a establecerse”. En su texto, no en
el Génesis, Kartun toma la imagen del cuerno que portará Caín en su cabeza luego del
homicidio para ser protegido de los animales (“Tatita triste le alarga el cuerno. Su
córneo sombrerito de cotillón”, reza la didascalia). Así el mito de origen de lo patronal
se vincula al homicidio como condición concurrente para la posesión y la explotación
de la tierra.
“Terrenal” es, entonces, el espacio donde ese mito de origen debe tener lugar,
porque la tierra es el sitio donde la sangre se derrama. Esa tierra primigenia es el Edén:
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“Y Él le dijo: ¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la
tierra. Ahora, pues, maldito seas tú de la tierra, que abrió su boca para recibir de tu
mano la sangre de tu hermano. Cuando labres la tierra, no te volverá a dar su fuerza;
errante y extranjero serás en la tierra” (Gen. 4: 10-12). ¿Cómo es posible, sin embargo,
que la Divinidad no conociera de antemano el crimen? ¿Fue arbitraria la elección de
Abel o acaso en el plan divino se hallaba inscrito su sacrificio compensatorio o
iniciático? ¿Y acaso Dios no preservó al errante Caín con su marca para que no sea
ultimado y no fue aquel asesino a fundar luego una ciudad? Los primeros comentaristas
del Génesis –sugiere Graves– debían encontrar alguna explicación de la preferencia de
Dios por la ofrenda de Abel o algún motivo distinto de los celos con el fin de negar la
arbitrariedad divina.
Pero de esta ambivalencia la pieza de Kartun obtiene su fuerza dramática. “Soy
el correcto y elige al desviado” declama Caín y exige la ley sacra, la guerra santa.
Acepta llevar la marca del fratricidio porque sólo puede ser patrón: sabe para siempre
que llenará la tierra de caínes para que honren a Tatita Dios “en la misa de la
producción”. Es así que en la economía de la violencia se funda el capital. Y es la tierra,
precisamente, el espacio que dará lugar a la razón instrumental, ese dominio cuya
finalidad es la riqueza, la acumulación y la conquista. El Tatita de Terrenal, el Dios que
condena la raza caínica, se derrumba en su conciencia del fin: la naturaleza, infusa en él
mismo, dejará de ser sagrada para transformarse en propiedad. El Edén se ha loteado:
“Paraíso a la miseria…–se lamenta Tatita–. Ya hice lo mío. Fui naturaleza viva y
terminé naturaleza muerta. (…). A partir de ahora soy ausencia, Caín. De la ruta para
allá sos dueño de tu destino”. “Dueño… qué lindo suena”, le responde Caín.
Kartun ha declarado en más de una entrevista sobre Terrenal que su Dios es el
del filósofo Baruch Spinoza. Inmoralista es Spinoza en su Ética, como sugirió Deleuze:
no prohíbe “moralmente”, se sitúa más allá de la moral del bien y del mal, para afirmar
en cambio la naturaleza de lo bueno y de lo malo, lo que conviene o no a nuestra propio
cuerpo. Para Spinoza, la Ley moral es un deber y su única finalidad es la obediencia y
nos separa de la vida: “El gran secreto del régimen monárquico (…) consiste en engañar
a los hombres disfrazando con el nombre de religión el temor (…), de modo que luchen
por su servidumbre como si se tratase de su salvación”, escribe en el prefacio de su
ígneo Tratado teológico-político (1670). De allí que el Caín de Terrenal, luego de
predicar que la propiedad es divina y que cumple con su deber al explotar la naturaleza
para extender la obra de la creación, exija a los gritos bajo la tormenta en la “Escenita
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II” una Ley moral: “¡¡Una ley, concha!! ¡¡Exigo una ley!!”. Sabe que de ella depende su
propio poder de dominación. Pero Tatita es el Dios de Spinoza: proclama la alegría en
lugar del resentimiento y, más allá del bien y del mal, declara que el mundo es un
ritmo, una música, la alternancia de los contrarios, incluso la batalla del dos –que no es
violencia sino dialéctica–, la música del universo: “La miseria no es pelear. Miseria es
matar al par. El uno crece de a dos. El dos peleando es armonía. Es vuelo. El uno sólo,
crece monstruo”, dice Tatita. Y también: “Ustedes sólo tenían que estar. Escuchar la
música celeste y estar. Escuchar la armonía y bailar. Los puse acá a que escuchen y
bailen y vos infeliz [se dirige a Caín] te pusiste a edificar una peña con boletería y
marquesina. A cobrar la entrada y a pelear por cartel”.
La maldición caínica coincide con una lectura ácrata del Dios de Spinoza, que
había diagnosticado en el mundo, como supo Deleuze, una traición al universo y al
hombre: el hombre del resentimiento y la autodestrucción odia la vida y de ella se
avergüenza; “multiplica los cultos a la muerte, que lleva a efecto la sagrada unión del
tirano y del esclavo, del sacerdote, el juez y el guerrero, siempre ocupado en poner
cercos a la vida, en mutilarla, en matarla a fuego lento o vivo, enterrarla o ahogarla con
leyes, propiedades, deberes, imperios” (Gilles Deleuze, Spinoza: Filosofía práctica).
Terrenal metaforiza el origen de esa maldición en el asesinato de Abel y la errancia de
Caín transformado en aquel hombre denunciado por Spinoza. “El mío es un Dios zurdo.
Spinoziano, justamente”, declaró Kartun. Y así el último, espléndido monólogo de
Tatita revela en el destino de Caín la progenie libertaria de Abel, que ha embarazado a
la Señorita Maestra prometida al propietario homicida:
En la estirpe Caín viajará siempre de polizón la estirpe Abel. (…). Vivirás para
hacerla a tu modo y esa sangre vivirá para enfrentarte. Vos la alzarás en brazos
y ella te alzará la voz. Vos le dirás de hacer y ella te dirá de ser y de estar. Le
hablarás del individuo y ella del prójimo. Ella del bien, vos de los bienes. Ella
de ilusiones, vos de intereses. Vos le harás la cabeza y ella te hará frente. Y
luchará por una causa… mientras vos te quejás por efectos… Gritarás, y esa
sangre más. A veces cada tanto a los bifes conseguirás vencerla. Pero
convencerla, Caín, ni a sogazos.
De esa parada sale en un rato el colectivo de lo eterno…
Caín vivo… Abelito muerto… Hermanos humanos monos a las manos.
El modo del dramaturgo para explorar ese mito de origen no es geométrico, sino
desopilante. La risa es el atajo del misterio ácrata devenido varieté del mundo. En la
histórica puesta del dramaturgo en el Teatro del Pueblo, Abel (Claudio Da Passano)
parece suspendido en su asombro como un Stan Laurel del suburbio; Caín (Claudio
Martínez Bel) “morcillea” su petulancia y en algún momento exclama como podría
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haberlo hecho Pepe Marrone en un teatro de revistas; Tatita (Claudio Rissi) cuenta
chistes de peña criolla y sentencia refranes con el aire campechano y fané de un Horacio
Guarany hasta desmoronarse en la derrota de su larga sombra borrándose del mundo. Y
sobre todo los personajes inventan una lengua, o mejor dicho, el ritmo de una lengua
que suena criolla y parece mescolanza, “canyengue” y “cachengue” con elevaciones de
salmodia, de vulgar elocuencia creacionista: “¡Qué gran teatro del mundo…! Un varieté
de relleno la vida… Rutinas, ruido y rabia. Pura destreza que no dice nada. Una
eternidad aprendiendo habilidad inútil, se le caen al malabarista las botellas, barren los
vidrios y entran dos imitadores. ¡Theatrum Mundi se llenan la boca los monos, y
después hacen morisqueta de rascada…! Tarimita de pasatiempo la vida”. Así suena esa
lengua creada por Kartun. Eso le enseñaron a lo lejos Ramón del Valle Inclán en el
habla esperpéntica de Luces de bohemia y Leopoldo Marechal en la encarnación
criollista de las mitologías griega y cristiana de Antígona Vélez o La batalla de José
Luna. El mismo procedimiento constructivo que tiene el autor para juntar desechos,
objetos olvidados, restos gastados y darles una nueva objetividad escénica, acaso es el
mismo con el que acopia signos de la lengua popular y citas de la cultura alta en el
prisma de la dicción teatral.
La risa y la lengua cómica que puntúan Terrenal son el distraído y luminoso
atajo con el cual Mauricio Kartun relata otra vez la ceremonia de la violencia en un mito
de origen, allí donde sólo el teatro puede ser autoconciencia, conjuro, música pura.
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FICHA TÉCNICA
TERRENAL
Pequeño misterio ácrata
Se estrenó en el Teatro del Pueblo, en Buenos Aires, el sábado 20 de setiembre de 2014
Elenco:
Abel: Claudio Da Passano
Caín: Claudio Martínez Bel
Tatita: Claudio Rissi
Escenografía y vestuario: Gabriela A. Fernández
Iluminación: Leandra Rodríguez
Diseño sonoro: Eliana Liuni
Fotografía: Malena Figó / Vivi Porras
Asistencia de escenografía y vestuario: María Laura Voskian
Realización escenográfica: Gonzalo Palavecino y Lucía Garramuño
Realización de vestuario: Mirta Miravalle
Asistencia de dirección: Ana Darling
Dirección: Mauricio Kartun
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