La libertad, sólo la libertad Carta de Pentecostés a los Amigos del Desierto 25 de mayo de 2015 “Os doy un mandamiento nuevo”, dice Jesús. “Que os améis.” Pero el amor sólo puede tener una ley: la libertad. El drama de nuestra Iglesia es que hemos convertido esta libertad una vez más en un código de prescripciones y preceptos. Muchos, muchísimos, viven la religión desde el cumplimiento; pocos, poquísimos, son los que alimentan su práctica desde dentro, insuflando espíritu a esas leyes externas. ¿Cómo puede extrañar tanto que la gente normal se haya alejado de la Iglesia? Yo mismo, de no ser por Dios, me alejaría de ella. Lo más sensato, en esta sociedad nuestra, es alejarse de la Iglesia, de esa Iglesia que reproduce fatalmente aquello que Jesús condena: vivir desde la ley, no desde el espíritu. Pero lo que Jesucristo ha venido a instaurar es el espíritu, no la ley; la libertad, no la obligación; la responsabilidad personal, no el cumplimiento exterior. Y la libertad, el espíritu, la responsabilidad ante la propia conciencia son infinitamente más exigentes que ajustarse a cualquier código exterior. No podremos ser libres, no podremos adentrarnos en el mundo del espíritu, sin entrar en nuestra conciencia. Lo que hemos de poner de nuestra parte es, precisamente, frecuentar ese paraíso luminoso y oscuro que es nuestra conciencia. Lo demás se nos dará por añadidura; y lo demás es la libertad, la paz y la alegría. ¿Quién no quiere eso? Nuestros templos estarían llenos si ofreciéramos libertad, si ofreciéramos alegría, si ofreciéramos paz en medio de tanto desasosiego. Pero no nos interesa llenar un templo. Nos interesa –o al menos a mí- despertar la vida que hay en el templo que es cada ser humano. Estamos en este templo para recordarnos que somos un templo. Que estamos habitados. Que el protagonista de esta historia, de la nuestra, es el Espíritu. Que Él puja por salir y manifestarse. Y que nosotros, a poco que nos pongamos a escucharle, sabremos esto con una certeza inquebrantable. Nosotros somos la luz del mundo, queridos amigos y amigas del desierto, es decir, queridos hombres y mujeres que frecuentáis vuestra conciencia. Nosotros hemos visto en nuestra meditación, o al menos lo hemos vislumbrado, que no sólo somos sombras, sino también luz. Y no se enciende una lámpara para esconderla bajo una mesa, sino para colgarla de lo alto y que caliente y alumbre a quienes andan perdidos o tienen frío. En medio de esta noche madrileña, en torno a este gran cirio que representa la luz de Cristo, nosotros, como los sarmientos en la vid, queremos ser iluminados por el Espíritu y queremos irradiar libertad. Porque lo que más falta hace en este mundo es libertad, es decir, hacer las cosas desde dentro, desde nuestra conciencia personal. Lo que más falta hace es poner las leyes al servicio de los hombres, no los hombres al servicio de las leyes. Lo que más falta hace es vivir la vida como permanente novedad, no como mera repetición. A mí no me interesa reconstruir la religión, me interesa que estemos vivos. El sentido de la religión es únicamente despertar la vida que se está muriendo, las conciencias adormecidas, los corazones abotargados, las existencias anodinas. Y, ¿quién no quiere estar vivo? ¿Qué ha podido pasar en un hombre o en una mujer para que hayan dejado de querer estar vivos? El espíritu de Dios no promete seguridad, promete vida. No se nos promete dinero, prestigio o salud, sino sólo –nada menos- paz, alegría y libertad. Mejor un enfermo alegre que un sano deprimido. Mejor un hombre anónimo en paz que un famoso estresado. Mejor un pobre libre que un poderoso esclavo. Este es el camino del Espíritu, el del ser. El gran Fernando Pessoa lo dijo mucho mejor que yo: “No al poder. No al placer. No a la gloria. La libertad, sólo la libertad”.
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