¿Aprenden nuestros hijos e hijas en la escuela?

¿Aprenden nuestros hijos e hijas en la escuela?
Hace unos días me contaba un amigo que una vez preguntó a su hija a
la salida del cole qué había aprendido esa jornada, pero la muchacha no
entendía a qué se estaba refiriendo realmente su padre. Finalmente, fue este
quien comprendió: su hija, como la inmensa mayoría del alumnado, no se
plantea si va a la escuela a aprender, o qué es eso de aprender. Si mi amigo
hubiese preguntado a su hija si tenía deberes aquella tarde o si había habido
alguna anécdota divertida con algún compañero o cuál de las clases de la
jornada había sido la más aburrida, habría obtenido una respuesta clara y
rápida. Sin embargo, lo del aprender le sonaba a chino.
De hecho, lo que realmente interesa es aprobar, pasar de curso, a ser
posible con buenas notas o, al menos, sin suspensos. Ante una asignatura o
un profesor nuevos la primera pregunta que se le formulará es si habrá que
hacer muchos trabajos para aprobar o si los exámenes van a ser muy difíciles.
Si lo exigido primordialmente a un alumno es aprobar (o no suspender), este
calculará ipso facto y bajo la ley del mínimo esfuerzo cuánto necesitará para
salir indemne de la quema del suspenso; en casos de urgencia,
confeccionará una artística chuleta sobre la que proyectará sus esperanzas
de no suspender. Otros alumnos y alumnas cumplirán holgadamente con lo
que se les pide para finalmente conseguir una buena calificación en la
materia. En cualesquiera de los casos, salvo muy contadas excepciones,
preguntar si aprenden en clase les transportará a mundos ignotos y ajenos a
sus intereses personales.
¿Acaso es otra cosa lo que preocupa a los padres y madres, también
lo que suele preguntarse al tutor? “Su hijo es inteligente, aunque bastante
vago, esperemos que saque el curso adelante”. “Su hija es de las que mejor
se portan en clase, aunque debe esforzarse un poco más, si quiere aprobar el
curso”. Se les pondrá profesores particulares o se les inscribirá en una
academia para que mediante ese refuerzo puedan aprobar y no arruinar las
vacaciones de verano de la familia, pero lo que raramente se les preguntará
es si aprenden en la escuela. Eso se da por supuesto como el valor en el
ejército, pero no forma parte de las preocupaciones primarias de una familia.
Pocas veces he asistido a un claustro de profesores, a una sesión de
evaluación o a una reunión de departamento en que se hayan planteado
cuestiones de este tipo. Se facilitan elaborados cuadros estadísticos por
ciclos, grupos o materias de los porcentajes del alumnado que aprueba todo,
o tiene una, dos, tres o más asignaturas suspendidas, pero no se cuestionará
si han aprendido o no la materia, por la sencilla razón de que se da por
supuesto que los contenidos y los métodos son correctos, y lo que realmente
falla es a) que el alumnado no estudia y no se esfuerza; b) que los padres
consienten demasiado a sus hijos, especialmente a los díscolos y vagos; c)
que las leyes y normas educativas (principalmente de origen socialista) han
sido y siguen siendo nefastas para la enseñanza; d) que cualquier tiempo
pasado fue mejor (sobre todo el anterior a la LOGSE y a la implantación de la
enseñanza obligatoria hasta los 16 años). ¿Tiene cabida preguntarse si
aprende y qué aprende realmente el alumnado en el aula?
Desde los cinco a los dieciséis años, como mínimo, el alumnado
estudia tres o cuatro horas semanales cada curso Lengua y Literatura
castellana. En esos diez años va recorriendo los laberínticos caminos del
sujeto y del predicado, del fonema y del lexema, de la oración principal y la
subordinada, de Gonzalo de Berceo, Quevedo, Cervantes, Larra, Baroja o
Gerardo Diego. Finalmente, aunque aprueban, la mayor parte es acusada de
que no les gusta leer y se expresan deficientemente de forma oral y por
escrito. La lengua debería ir perfeccionándoles en el arte de hablar, escribir y
leer, pero son los mismos especialistas en la materia los que concluyen que
al término del proceso buena parte del alumnado habla y escribe mal, y lee
muy poco o nada. ¿Se preguntan asimismo qué han hecho con ellos durante
esos diez años?
Algo similar ocurre en otras asignaturas consideradas “troncales”. Por
ejemplo, matemáticas se convierte durante esos diez años, de forma
progresiva, en un potro de tortura, en una cabalística ininteligible, cada vez
más alejada de sus vidas y sus intereses, que a no pocos solo les resulta
superable mediante el sacrificio de la familia contratando profesores
particulares o academias donde se les explica la calculística o se les ayuda a
resolver los problemas que tienen como deberes. ¿Se preguntan los
especialistas qué ocurre durante diez meses de cada curso durante diez años
para que una buena parte del alumnado tenga tantas dificultades y obtenga
tan exiguos resultados en matemáticas?
¿Qué academia de idiomas no cerraría o acabaría denunciada por su
propio alumnado si fuese incapaz de garantizar que en diez años no se va a
dominar un idioma? Se da la paradoja de que una considerable parte del
alumnado apenas balbucea o comprende a una persona que se expresa en
el idioma que supuestamente ha estado aprendiendo desde los cinco a los
dieciséis años.
¿Nos preguntaremos alguna vez si nuestros escolares aprenden, qué
aprenden, cómo aprenden? Cada persona debe encontrar su lugar en el
mundo, encontrarse a sí misma, adquirir los conocimientos y las destrezas
adecuadas para ganarse digna y holgadamente la vida, elegir su camino,
plantearse qué mundo quiere y comprometerse con y por ese mundo. Ese es
el primer objetivo de la escuela, su cometido fundamental. Sobre esta base,
los contenidos y las asignaturas adquieren sentido. De lo contrario, se
convierten en un cúmulo interminable de obstáculos y zancadillas.