El chico de las flores

Pampanitos
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El chico de las flores
Cuando leí en la tarjeta que las flores eran para Conchi Colino,
yo no sabía quién era; sólo cuando entré en su camerino para
entregárselas me di cuenta de que sí la conocía: era la enfermera Subijana de Hospital de sangre, la serie de televisión de
los viernes por la noche, la favorita de mi madre. En realidad,
nadie recordaba el nombre de esta actriz, sólo el de su personaje, la heroica enfermera que recorría las trincheras haciendo
torniquetes a los milicianos y que improvisaba vendas con su
propia falda si era necesario (lo era, más que nada, para mostrar las piernas de vez en cuando). Hospital de sangre estaba
ambientada durante la Guerra Civil y la enfermera Subijana se
hizo muy popular a partir del episodio en el que el camarada
Pablito moría desangrado en sus brazos tras una operación
desesperada en la que le cosieron el vientre con el cordón de
sus propias botas. A la enfermera Subijana le dieron una medalla (en la serie) y un premio tp de Oro (en la vida real). A partir de entonces, en todos los episodios llevaba la medallita colgada en el peto de su uniforme y esa imagen acabó por destacarla del resto de enfermeras: dejó de ser una más del reparto y terminó convirtiéndose en la protagonista. Los guionistas
reforzaron su personaje atribuyéndole amoríos con Durruti,
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con el poeta Miguel Hernández y (en la última temporada) con
el general Miaja.
El caso es que la enfermera Subijana debutó en el teatro. Lo hizo
en el papel de Electra, no la de Sófocles, sino la de Galdós, cuya
obra se repuso para celebrar el centenario de su estreno. Mis tíos
tienen un puesto de flores en Cibeles y no es raro que les encarguen ramos para llevarlos al teatro los días de gran estreno: en
estos casos siempre me piden que las entregue yo, porque el mozo
que tienen contratado es muy bruto y temen que cause mal efecto.
«Para algo estás estudiando Filología Hispánica», me dicen. La
verdad es que lo único productivo que he sacado de mis estudios
ha sido este trabajito de llevar flores a los camerinos. Yo lo hago
con gusto, no sólo por el dinero (mis tíos no me pagan ni un euro,
pero me permiten quedarme con las propinas), sino también porque me divierte curiosear dentro de los teatros y conocer a los actores (y, sobre todo, a las actrices). No es por presumir, pero a veces
me han invitado a tomar una copa, y después a cenar y luego a su
ático (todas viven en un ático). Bueno, esto último sólo me pasó
una vez y con una actriz bastante madura que vivía en un entresuelo tenebroso, pero yo fantaseo con que se repita con una estrella joven de las que salen en las portadas de las revistas; al fin y al
cabo (modestia aparte) creo que soy bastante guapo, o al menos lo
suficientemente guapo como para gustar a las chicas.
Aquella noche algún admirador había comprado un centro de
amarilis y rosas con el encargo de entregarlas en mano a Conchi
Colino tras la función. Ni mi tía ni yo teníamos la más remota
idea de quién era esa actriz, así que cuando la vi en el camerino,
pensé: “¡La enfermera Subijana! Le tengo que pedir un autógrafo, vaya sorpresa que se va a llevar mi madre”. A ella le parecía la chica más guapa de España y no podía entender cómo se
había liado con el vejestorio del general Miaja.
—¡Absurdo! ¡Ridículo! Estos guionistas ya no saben qué inventar —se indignaba mi madre al final de cada episodio. Luego
se pasaba la semana deseando que llegara el siguiente.
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—Pobre enfermera Subibaja, enamorada de un calvo —suspiraba.
Y allí estaba yo aquella noche, ante la enfermera Subijana, con
mi centro de amarilis y rosas en las manos. Conchi Colino no
pareció alegrarse lo más mínimo. Estaba de muy mal humor,
con surcos de lágrimas en el maquillaje. Cogió el sobre (que iba
sin remitente), extrajo la tarjeta e inmediatamente la espachurró
y la metió entre las flores, al tiempo que me daba un empujón
para que saliera del cuarto.
—No quiero flores, fuera.
—Pero…
—Devuélveselas a quien las manda. Adiós.
—Es que no sabemos quién es.
—Pues para ti.
Y me echó. Era la primera vez que me sucedía algo así. En
la tarjeta sólo había dos líneas manuscritas: “Me ha gustado
mucho la función, enhorabuena, bombón”. ¿Qué podría haberle ofendido tanto? Seguramente la Colino había reconocido la letra de alguien a quien aborrecía. Quizá no le gustaba
que la llamaran “bombón”. Bien pensado, como elogio suena
bastante mal, ¿quién puede decir algo así? Me imaginé inmediatamente a un señor mayor, con dentadura postiza, aliento
a coñac, manos calientes y unos dedos pringosos. Seguro que
las flores las había mandado el general Miaja, me podía jugar
el cuello.
Cuando volví, el quiosco de mis tíos ya estaba cerrado. Cogí el
metro y fui a casa, a Aluche. Le di el centro de flores a mi madre,
que se puso contentísima.
—¡Qué bonitas, pero qué bonitas! —exclamó entusiasmada.
—Eran para Conchi Colino, mamá.
—¿Quién es esa?
—La enfermera Subijana. Me las ha regalado.
Nunca pensé que esta noticia fuera a causarle tanta emoción.
Casi se me echa a llorar.
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—¡La enfermera Subibaja! —mi madre nunca pronunció bien
ese apellido—. ¡Ay, qué suerte tienes, hijo mío! ¿Y por qué te las
ha dado a ti?
—No lo sé. Ella no las quería.
—Claro, te habrá visto tan guapo, tan buen mozo. ¿Y no le has
pedido un autógrafo?
—No me ha dejado decir ni mu. Estaba enfadadísima.
—Excusas. Seguro que no te has acordado de pedírselo, ¡con
la ilusión que me habría hecho! Pero, claro, tú nunca piensas en
tu madre, sólo vas a lo tuyo.
—¡Mamá!
—Ni mamá ni monas, eres un egoísta.
Cuando a mi madre se le mete algo en la cabeza es imposible
convencerla de lo contrario, así que no insistí. Colocó el centro
de flores encima de la televisión y al día siguiente vimos juntos
el episodio de Hospital de sangre. El general Miaja quería romper
su noviazgo con la enfermera Subijana y ella le amenazaba con
cortarse la yugular con un bisturí si la dejaba por otra.
—Ay, qué dramatismo, qué dramatismo —decía mi madre
mientras lloraba a moco tendido. Luego añadió—: Esto no hay
quien se lo crea, ella tan joven, él tan viejo, y que sea él quien se
desenamore, no puede ser, no puede ser.
Pero no dejaba de llorar, sobre todo en la escena final, cuando
la enfermera Subijana y Miaja se reconciliaban y se besaban apasionadamente en un balcón del Estado Mayor mientras sonaban
las alarmas antiaéreas de Madrid.
La prensa del viernes no había comentado nada del estreno,
pero en la del sábado aparecieron varias críticas sobre Electra.
Todas ponían verde la función, desde los tijeretazos al texto original (“Ultraje a Galdós” era uno de los titulares) hasta las actuaciones (“penosas”, “patéticas”, escribía el crítico más benévolo).
Se ensañaron especialmente con Conchi Colino, a la que calificaban de “televisiva” (ni siquiera la llamaban actriz, sólo “televisiva”: “la televisiva Colino no estuvo a la altura del personaje”, “la
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televisiva Colino parecía perdida en el escenario”, “poco estimulante debut de la televisiva Subijana”, y así).
—¡Pobre enfermera Subibaja! —se apiadó mi madre—.
Seguro que lo dicen por envidia. Ese es el problema de España,
la envidia.
Mi madre todo lo explicaba aludiendo al carácter nacional,
cuyos defectos —curiosamente— parecían ser los mismos que
los de sus cuñadas, así que de niño yo pensaba que España
era como una tía más: tacaña, malhumorada, pobre, envidiosa, quizá con un fondo de buen corazón.
Mi madre enseñó el centro de flores a todas las vecinas. Le
encantaba presumir:
—Es de la enfermera Subibaja. Se lo ha regalado a mi hijo, es
que son muy amigos.
—Pues a ver si nos consigue un autógrafo.
—Pues eso está hecho, ¿verdad, Miguelín?
—Claro, mamá.
A ver quién decía otra cosa. Ese mismo sábado me acerqué
al quiosco de mi tía y le pregunté si había algún ramo para el
Teatro Alcázar. Me miró con cara de pasmo.
—Ni para el Alcázar ni para ningún sitio, si no ya te habríamos llamado.
—Ya, claro, pero he venido por si acaso.
—Pues te has paseado a lo tonto. Los estrenos son los jueves
y el resto de días ya nadie manda flores, deberías saberlo. Tanta
carrera y tanta Filología y no te enteras de nada.
—Sí, ya lo sé, pero me he dicho: voy a ir por si acaso…
—Oye, ¿a ti te pasa algo?
Al final he comprado un ramo de claveles (mi tía es muy tacaña y ni siquiera me ha hecho descuento) y me he plantado en el
teatro. El portero, pese a que me conoce de sobra, me ha sometido al mismo interrogatorio de siempre:
—¿Para quién son?
—Para Conchi Colino.
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—¿Para quién?
—Para la enfermera Subijana. Son de un admirador, debo
entregarlas en mano.
—Pasa, pasa.
Golpeé la puerta del camerino con un poco de miedo. En
cuanto me vio, exclamó:
—¿Otra vez? Devuélvelas, no las quiero.
—Espere, por favor, escúcheme. Estas no se las manda nadie.
Quiero decir, que son mías, las traigo yo.
—¿Tú?
—Yo.
—¿Seguro que no son del gordo Miaja?
—¡Por supuesto que no!
Me miró de arriba abajo y pareció sopesar algo. Después extendió los brazos y recogió las flores. Sonrió.
—Pasa, que busco la propina. ¿Te apetece un ron?
Un ron, dos, ¿vamos a cenar?, ¿qué edad tienes?, elige tú el
vino, yo también empecé Filología, ¿tomamos una copa?, conozco un sitio donde podemos bailar, ¿me acompañas a casa?, me
gustas, el corazón se me quiebra, / el cabello se me eriza, / y todo el
cuerpo me tiembla, a ver qué escondes ahí, más suave, Miguel,
me haces daño, está amaneciendo, ¡se ve todo Madrid!, ponte el
albornoz, que vas a coger frío.
Lo peor es que salí del ático de la enfermera Subijana sin acordarme de pedirle un autógrafo para mi madre. Tiene razón: soy
un egoísta.