contribuciones del departamento de los estudios

C O N T R I B U C I O N E S D E L D E P A R TA M E N T O D E L O S
ESTUDIOS ETROLÓGICOS
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OSO
B
Colección S EC R ET K NOT S
Seg undo número, 2015
www.secretknots.net
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comunicación pública de esta obra sólo puede ser
realizada con el consentimiento de sus autores, salvo
excepción de adjudicaciones a dedo.
C O N T R I B U C I O N E S D E L D E P A R TA M E N T O D E L O S
ESTUDIOS ETROLÓGICOS
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Una visión
de futuro
JULIÁN CRUZ
PU BL I C A D O P OR S EC R ET K NOT S
Fu n d a d o e n p a r t e e n t r e l a Ac a d e m i a No r t o n I y
el Departamento de los Estudios Etrológicos
A Alf redo Rodríguez ,
que me inspiró este cuento
después de una f ideuá valenciana
Un a v i s i ó n d e f ut u ro
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S EC R ET K NOT S
Hace unos meses leía yo una extraña noticia en
el periód ico. Se trataba de la muerte del artista Ulrich
Vermeeren, un chico joven que había tenido un gran
éxito. Yo leía el artículo con sorpresa y creí que me encontraba soñando. Pero no era así. Hice el esfuerzo de
no l lorar, pues admiraba a Ulrich y siempre pensé que
era el mejor artista de su generación. En el artículo se
decía que Ulrich se había suicidado, porque él había
querido expresarse mejor como artista pero decía que
no había encontrado la satisfacción en su trabajo.
Quise comprobar si en otros med ios habían hablado de
su suicid io, pero después de todo, sólo encontré esta
fuente. Era como si los med ios especial izados en arte
S EC R ET K NOT S
Un a v i s i ó n d e f ut u ro
hubieran decid ido soterrar la noticia ; tal vez el espíritu de Vermeeren había perd ido la seriedad que tuvo en
vida , y nad ie quería recordarle. Pero, ¿quién querría
traicionarle de esa forma?
Apenas acabé de leer el artículo cuando pensé que debía investigarlo por mi cuenta.
Por unos instantes, me quedé paral izado, y creí que algunas personas habían conspirado contra él. Rápidamente l lamé a mis amigos y les pregunté si conocían la
noticia. Entre sus respuestas las había ásperas y otras
d istantes, como si la historia no les hubiera afectado.
Mis amigos de pronto colgaban el teléfono como si quisieran guardar cierta d iscreción. Yo no entend í nada.
De pronto creí verme envuelto en una extraña
encrucijada ; quise pensar que estaban poniendo obstáculos para que yo no supiera qué había pasado exactamente y tal vez me encontraba en una situación muy
pel igrosa. Después de todo, los artistas son maestros
del engaño y saben cómo ayudarse entre el los. Una vez
más, pensé si alguien quería que Ulrich y su espíritu
desaparecieran y porqué alguien haría tal cosa.
Al d ía siguiente, ví sobrecogido que su página
web estaba cerrada. A los pocos minutos yo ya había
descubierto que su nombre había menguado y que la
gran mayoría de las críticas y artículos de su trabajo ya
no estaban. En ese momento supe que no estaba loco, y
que detrás de todo aquel lo había una mente oscura que
lo manejaba. Sabía , en cualquier caso, que yo no pod ía
l lamar de nuevo a mis amigos. Supe que debía ser frío y
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Un a v i s i ó n d e f ut u ro
silencioso y no levantar sospechas. Pensé que la forma
más corta de acercarme a Ulrich era a través de su galerista. Pero también pensé que quizá él estaba detrás
de la gran conspiración. Me acosté porque mi estómago estaba revuelto y sufría unos escalofríos tremendos.
Apenas pude cerrar los párpados. Me levanté a las pocos minutos, pues no pude dormirme. Me convencí a mí
mismo de que debía enfrentarme al caso animado.
Esa noche me encontraba paseando a solas pensando
cómo debía organizarme. Decid í perderme entre algunas cal les desconocidas, pero de pronto me encontré
con unos amigos, que estaban sentados en un terraza
apartada. El los me hablaron de cosas triviales, hasta
que yo les pregunté si sabían que Ulrich había muerto.
El los rehuyeron la respuesta y siguieron a lo suyo. De
pronto sentí que el los estaban cubiertos por una suciedad rara y que escond ían un secreto.
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S EC R ET K NOT S
La mañana siguiente l lamé por teléfono a la galería de Vermeeren, Warmen Geist. Pregunté por su galerista , Joachim Schwindel , pero la recepcionista me
pid ió que l lamara la próxima semana porque él estaba
de viaje. Yo la mentí y la d ije que necesitaba hablar con
él , que era muy buen amigo suyo. Aquí hubo un silencio
por su parte, pues estoy seguro de que el la desconf iaba
de mis palabras. Mantuve la calma y luego insistí otra
vez.
-Escuche…necesito hablar con Joachim. Tengo
pend iente con él una venta. Quise haberlo hecho antes,
pero yo también he estado de viaje.
S EC R ET K NOT S
Un a v i s i ó n d e f ut u ro
-Puedo dejarle una nota de que usted ha l lamado. Dígame…
No la dejé terminar.
-Mire. Nuestro asunto se ha alargado mucho y
no quiero perder el tiempo. Sólo quiero que me d iga
dónde se encuentra Joachim.
-Disculpe, señor. Entiendo que puede l lamarle
a su número privado si es cierto que son amigos. –d ijo
el la en un tono antipático.
-No sé porqué usted ha deducido que no lo he
hecho. Lo cierto es que no he conseguido hablar con
él. Por eso he l lamado aquí y usted me está haciendo
perder la paciencia.
-Disculpe de nuevo, señor. Como ya le he d icho,
el Sr. Schwindel se encuentra de viaje y no volverá hasta el próximo miércoles.
Yo empecé a respirar fuertemente y después d ije :
-Usted no lo comprende y eso me irrita. ¿ Quiere que la despidan por desid ia? ¿ Quiere Joachim saber
que usted ha imped ido una venta con su torpe desgana?
Un breve l lanto se oyó al otro lado del teléfono, seguido de un dulce gemido. Yo, para calmarla , d ije :
-Escuche. Disculpe mi vehemencia. Sólo estoy
tratando de hacerla comprender que necesito hablar
con él.
La oí jadear como excitada , pero no sé porqué. Luego
me d ijo :
-Resulta que el Sr. Schwindel ha estado triste
esta última semana. Se ha marchado una semana a la
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Un a v i s i ó n d e f ut u ro
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casa de un tía suya que es rica y que vive en Basilea.
El la se rió un poco y continuó hablando.
-Me d ijo que iba al l í a descansar. Al principio
me pareció extraño y pensé por un momento que él tenía otra amante. Verá , a mí eso me molestaba mucho.
Yo no dejaba de pensar si el la quería realmente
decirme éso. Seguí escuchándola.
-Realmente pensé que tenía otra amante y que
d ijo que era su tía para confund irme. Cuando él se marchó, yo l lamé inmed iatamente al hermano de Joachim,
Klaus, y le pregunté cómo se l lamaba su tía. Entonces,
movida por la desconf ianza , busqué la d irección de su
tía Olga entre sus carpetas y documentos, incluso en
su correo electrónico. Pero usted tiene que comprender
que yo todo esto lo hice porque estoy enamorada de
Joachim. Visto así, parece que me volví majara. Pero
descubrí que su tía Olga no vive en Basilea.
Oí de nuevo sus gemidos ; sus labios parecían estar pegados a mi oreja. Entonces yo d ije :
-Tal vez la mujer de Joachim sepa dónde está.
El la respond ió nerviosa :
-¿Es que usted no conoce a la señorita Fabiola? El la me od ia porque sospecha de mi relación con
él. Pero luego soy yo quien sufre las desavenencias de
Joachim y me resisto quieta y no puedo decir nada. Usted no lo comprende, ¿verdad?
Traté de comprender que el la no estaba tan chif lada ,
después de todo. Así que, de forma educada , la d ije :
-Mire. Escuche con atención y no se excite. Yo
no quiero interferir en su relación con Joachim, pues
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usted siente ese placer y yo no debo decirle que no lo
haga. Ahora bien, si Joachim no ha ido a casa de su tía ,
¿dónde se encuentra?
El la se quedó en silencio. Mi paciencia se derretía y
pensé que no podría improvisar por mucho más tiempo.
-Él está en Basilea , eso lo sé. Me preocupé de
husmear en su correo electrónico y f inalmente encontré el resguardo del bil lete de avión. Pero sólo sé
eso. Tal vez es verdad que ha ido al l í a descansar, pero
¿ porqué me mintió sobre su tía? No me extrañaría que
él pensara que soy tonta y d istraída , -en esto que se
detuvo a l lorar- Al l legar a Basilea seguro que varias
muchachas le han recibido con los brazos abiertos, y
seguro que está montado encima de el las –y volvió a
l lorar como un niño infel iz.
Tuve que apoyar el teléfono sobre el escritorio por unos
segundos ; no pod ía creerme que esta historia , que no
me interesaba en absoluto, me estuviera conmoviendo.
-Escucha –comencé a hablarla de tú- no pienses esas cosas. Dime, ¿sabes porqué Joachim ha estado
triste? Eso me inquieta.
-No lo sé, no lo sé…
El la ocultaba la muerte de Vermeeren, y estaba seguro
de que él la había d icho que no d ijera nada.
-¿Y no sabes dónde se hospeda en Basilea , entonces? Algún número de hotel , algo así.
-No, le prometo que no sé nada. Por cierto…
no vuelva a l lamarle a su teléfono móvil. Lo ha dejado
aquí.
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II
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S EC R ET K NOT S
Era jueves y sólo tenía hasta el miércoles para
f inal izar mi misión. Esa tarde, poco antes del anochecer, subí al avión que me l levaría a Basilea.
Basilea era una ciudad grande, pero reconocería a
Joachim en cualquier lugar ; le he visto fotograf iado en
otras ocasiones y resulta d if ícil no encogerse ante su
gél ida expresión. Nad ie sabía que me encontraba al l í
en su búsqueda.
El desasosiego y el nervio me inundaban, pues
no sabía como daría con él. No tenía mucho tiempo y
temía que su recepcionista le avisara de mi sospecha si
él regresaba. Al d ía siguiente, me puse a caminar decid idamente por la cal le buscando alguna galería de arte.
Entre otras cosas, pod ía hacerme pasar de nuevo por
un buen amigo suyo que sabía que Joachim estaba aquí.
Alguien debía conocerle. Dí muchas vueltas hasta que
encontré la primera galería.
Improvisé un astuto plan para que yo no resultara rid ículo. Pregunté por él pues mentí de nuevo d iciéndoles
que él me había d icho que iba a organizar una exposición colectiva con el los. Primero se extrañaron y luego
me d ijeron que no sabían nada.
Pero sabía que no pod ía detenerme demasiado si las
caras eran de asombro, así que les d ije que entonces
me había confund ido. De este modo, aproveché para
decirles que desconocía las galerías de arte de Basilea y
que si pod ían ayudarme para encontrar la falsa que es-
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taba buscando. Me guié por un mapa que me regalaron
y fui visitando una a una , hasta que encontré a alguien
que me respond ió alegremente :
-Ah, sí, Joachim ha venido unos d ías a Basilea.
Pero… d iscúlpeme que se lo d iga , yo desconocía que
fuéramos a hacer una exposición conjunta.
-Eso es curioso, pues yo le había entend ido lo
contrario. Verá , aproveché que estaba también en la
ciudad y quería verle. Cuando hablé con él , hace una
semana , salté de alegría , pues han pasado muchos años
desde la última vez que nos vimos. Pero ayer, cuando
l lamé a su galería , me d ijeron que había dejado su teléfono móvil al l í. De modo que no puedo ponerme en
contacto con él.
-¿ Sí? Vaya , pues no sé qué decirle. Yo en su lugar
iría mañana a la f iesta de inauguración del Museo de
Arte Contemporáneo, y seguro que usted le encuentra
al l í.
La invitación me hizo sentir vivo y en el momento que
pensé que pod ía encontrarme frente a él , me excité
mucho, aunque a penas pod ía reprimir mi malestar.
III
Al d ía siguiente yo me encontraba en una cál ida terraza urd iendo mi plan nocturno. Hice muchos
apuntes en un cuadernil lo que había comprado antes,
de modo que pasé las horas redactando mi posible es-
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tratagema. El hecho de que las cosas se torcieran me
provocaba angustia , y eso que, en f in, fuera como fuera
la situación, ya era de por sí incómoda.
Estuve pensando en los labios de su recepcionista y en sus tímidos quejidos, y no dejaba de darle
vueltas a la idea de que Schwindel la habría amenazado
para ocultar la muerte de Vermeeren. Aún así, no l legaba a comprenderlo. En ese instante, un frío espasmo recorrió mi cuerpo, alertado por una idea macabra :
¿Descubrió Vermeeren que eran amantes? O, más bien,
¿descubriría Schwindel que Vermeeren se veía con su
mujer? Puede que hubiera algún comisario entre med ias.
Sabía de antemano que mi plan estaba y estaría sujeto
al azar, y que cualquier gesto mío sería decisivo. Por
suerte, tenía la invitación para la f iesta , y eso me hacía
sentir seguro.
Las horas previas a la f iesta de inauguración
las pasé metido en la bañera de mi hotel. Descansé entre las pompas y la espuma del gel. Hubo un momento
en que pensé que debía abandonar mi tarea y volver a
casa , pero de pronto una imagen poderosa atravesó mi
pensamiento : los artistas deben ser vengados, de algún modo. Puede que esto suene torpe, pero era lo que
sentía y lo sentía como una gran prueba del espíritu, y
nada más.
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S EC R ET K NOT S
IV
Eran las siete y med ia de la tarde cuando me
d ispuse a sal ir del hotel. Yo l levaba el cuerpo un poco
encogido y me temblaban las manos. Me coloqué un
pañuelo en el bolsil lo de la chaqueta para ir l impiándome el sudor de la frente.
Había tomado un taxi y éste me dejó en la puerta del Museo. De pronto me rodeaba una multitud de
invitados : los hombres vestían con rid ículos chaqués,
y las mujeres eran delgaduchas y se las veía tensas. Yo
l legué al mostrador y enseñé mi invitación. Me miraban con sus ojos sombríos, que se escond ían detrás de
cientos de gafas absurdas. Las gafas de la gente eran
como una prótesis monstruosa.
Los primeros minutos me escapé deprisa a la
mesa de los aperitivos. Desde al l í, f ingiendo mi extraño papel , reposaría con calma. Sabía que, tarde o temprano, Joachim Schwindel se acercaría a hurgar entre
las copas y los cruasanes d iminutos. Era sólo una cuestión de tiempo. Yo me encontraba a gusto, pues nad ie
me prestaba atención.
Al cabo de un rato, dejé de oír el sonido de la
sala y pude concentrarme en mi pensamiento. ¿Y si en
real idad fuera cierto que Vermeeren se suicidó?
A pesar de que comencé a dudar de mi propósito, de
igual modo sabía que Schwindel sabía la verdad sobre
su muerte, y era algo que estaba ocultando.
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Yo seguía inmerso en mis enredos cuando de
pronto le ví. Ahí estaba él , conversando frívolamente
con dos señores. Hacía rápidos movimientos para agarrar canapés, pero resultaban muy fugaces, pues enseguida volvía a d irigir una tonta sonrisa a sus acompañantes.
A los pocos minutos yo empecé a desl izarme entre los
asistentes, acercándome a él lentamente. Yo movía los
ojos hacia los lados, sonriendo a los demás, sin mayor
propósito más que el de no crear sospecha. Me acerqué
a él de costado, de forma que pod ía oírle con d isimulo.
El hall de los aperitivos estaba abarrotado y nad ie le
prestaba atención a las obras expuestas. De ahí que,
con esa enorme concentración de gente, pod ía seguir a
Schwindel sin que él reparara en mí.
La conversación que Schwindel tuvo con sus
acompañantes era vulgar y yo no intuí que ocultara
ciertos datos sobre la muerte de Vermeeren. Pero él
se expresaba con titubeos y yo pod ía sentir su nerviosismo. Hubo un momento en el que él se giró y chocó
repentinamente contra mí. Juré no mirarle f ijamente
a los ojos, pero sentí que él me clavaba los suyos. Después, volvió a girarse y se fue con sus acompañantes.
Al fondo del hall había una puerta oscura que estaba
entreabierta ; el los se metieron por al l í.
Yo me d irigí hacia la puerta y vi una pequeña
habitación que daba a un patio. Schwindel y sus acompañantes estaban sentados en una pequeña escal inata
del patio fumándose un cigarro.
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No sabía cómo pod ía quedarme a solas con
Schwindel. Los otros dos me entorpecían y sólo quería
que se marcharan de al l í. Decid í que era el momento
de hablar con él , así que anduve a paso l igero y me
acerqué a el los con total normal idad.
-Buenas noches, ¿es usted el Sr. Schwindel , el
dueño de Warmen Geist?
Él reaccionó con lentitud.
-Pues… sí, soy yo.
-Disculpe mi intromisión –de nuevo comencé a
inventarme mi historia- verá , soy…
Él me interrumpió irritado :
-¿Es usted de seguridad? Ya sé que no deberíamos estar fumando aquí, pero la entrada está colapsada.
Yo, riéndome, le d ije :
-No, no… no se preocupe. Se lo expl icaré : soy
coleccionista y querría hacerme con algunas piezas de
su galería.
-Ah, en ese caso, d isculpe mi torpeza. Podemos
hablar de esto acompañados de una copa , ¿ le parece?
Él sonreía. Se d irigió a sus acompañantes y les d ijo que
luego se verían. Vino hacia mí como embriagado. Caminaba con un paso enfermizo, como si el alcohol le
hubiera paral izado las piernas. Sus facciones gél idas
pronto se volvieron tibias ; parecía un mono contento.
Yo, por el contrario, estaba fresco y sentía los cosquil leos de mi risa , que era algo mal igna.
-Dígame, Sr. Schwindel , ¿qué le ha traído por
Basilea?
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Él , nublado por la bebida , me miraba con los ojos torcidos. Sus pobladas cejas comenzaron a rizarse extrañamente y se reía sólo, como un loco.
-Yo… -d ijo más tarde- tengo en la mente un oscuro secreto, ¿comprende? Hip, hip.
- Comprendo –respond í.
-Verá , Basilea acoge a los espíritus blandos
como el mío. –y se echó una carcajada.
Fuimos de nuevo a la barra de los aperitivos y las copas.
La gente seguía al l í congregada como en un aquelarre.
Yo no me sentía tranquilo y no pod ía mirarle sin sentir
escalofríos.
Una vez l legamos a la barra , Schwindel soltó sus
garras y sacó al instante un botel la para los dos. Los
camareros le l lamaron la atención, pero él hizo un breve gesto con sus dedos como si estuviera apuntándoles
con un revólver y luego se rió con una mueca d iaból ica.
Sabía que si él seguía bebiendo yo podría persuad irle
con mayor facil idad , así que dejé que se rel lenara la
copa todo el rato.
-Dígame, Joachim, ¿cuándo podré ir a su galería
para ver las piezas en vivo?
Él , que ya se encontraba a punto de desvanecerse, me
respond ió :
-Aaah… Lo que a mí me gustaría saber… hip… es
qué le interesa en concreto.
- Comprendo. Verá , me gusta mucho un pintor
suyo… eh… Hans…
-Ah, sí… Döbl in, Hans Döbl in –y mientras decía
esto su sal iva comenzaba a pender de un hilo.
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-Y esta otra chica , Eva Westermeier, también.
-Eva… sí, el la es simplemente… tan dulce.
¡Cuánto tiempo tardé en descubrirla , a mi pesar!
-Ah, y luego está este otro chico… ¿cómo se l lama? ¿Ulrich?
De pronto su rostro se volvió negro y sus ojos se encend ieron. Comenzó a morderse el labio inferior con
ansias hasta que éste empezó a sangrar. Me sujetó los
hombros con fuerza.
-Una horrible traged ia , señor. ¡Un gran artista ,
tan joven y tan sutil ! Pero él se ha quitado la vida…
ahora… reposa con su pecado –d ijo mientras mostraba
una l igera risita- Eso es así… hip.
En la sala hacía mucho calor, y Schwindel , que estaba
mareado, se acercó a una pared para apoyar la cabeza.
Era extraño porque parecía una estatua deforme.
-Joachim, le d ije, venga conmigo un rato afuera.
Vamos a pasear y respirar aire fresco. Seguro que se
sentirá mejor.
Él se agarró de mi brazo y se reía , pero mantenía
los ojos cerrados. Tal vez él pensara que pod ía atravesar mejor la sala si no veía el espectáculo grotesco que
había a nuestro alrededor. Yo sujeté las dos copas y la
botel la y sal imos juntos.
Estábamos solos, f lanqueados por la espesura del jard ín del Museo. Un instante después, yo l levé
a Schwindel a que se sentara a un banco apartado de
la entrada. Entonces le miré f ijamente y sentí que detrás de sus ojos no había nada. Yo serví lo último que
quedaba de alcohol y le ofrecí la copa. Él la cogió con
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ímpetu y se detuvo a ver las burbujas. De pronto supe
que ése era el momento y no otro. Cuando Schwindel
se acercó la copa a los labios y comenzó a beber, yo le
estampé la botel la en la cabeza.
Él se quedó inconsciente, aunque de vez en cuando farful laba palabras sueltas. Rápidamente le arrastré por la
negrura del jard ín hasta una sal ida trasera del museo.
Más tarde, lo erguí como pude y lo mantuve med io en
pie, pues su cuerpo estaba torcido y no l legaba a apoyarse correctamente. Cuando l legamos a la cal le, le
senté contra una verja y él adoptó una forma parecida
a la de un muñeco.
Sabía que no pod ía prestarle atención a mis pensamientos, si las cosas estaban bien o mal hechas. En ese momento, lo único importante era que sal iéramos de al l í.
Paré al primer taxi que se puso delante nuestro
y yo avisé al taxista de que me encontraba en una situación molesta.
-Escuche, mi amigo está como una cuba y no se
tiene en pie. Necesito acompañarle hasta su hotel , pues
dudo que él sea capaz de ind icarle la d irección. Dígame, ¿ no haría usted lo mismo por un buen amigo?
-Haría lo que usted , por supuesto. Suban, no se
preocupe.
Antes de montar a Schwindel en el taxi, comprobé en
su cartera la d irección del hotel donde realmente se
hospedaba , pues venía impresa en una de las caras de la
tarjeta electrónica que sirve para abrir la puerta de su
habitación. Monté a Schwindel con cuidado en el taxi.
Le enseñé al taxista la d irección del hotel y yo intenté
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suavizar la situación siendo amable y d ivertido.
-¡ El museo parecía un gal l inero, no se lo puede
usted imaginar! Y claro, hemos estado bebiendo desde
el principio.
-¡ Jesús! La cultura y el alcohol siempre van de
la mano –d ijo el taxista mientras se reía.
-Total , que mi amigo está frito. Pero es una persona del icada , y como no suele sal ir mucho, cuando lo
hace se le va de las manos.
- Caramba , caramba.
Cuando l legamos a la puerta del hotel , yo me
desped í alegremente del taxista y él sonrió mucho.
En la recepción expl iqué la misma tontería que le había contado al taxista , y el los lo entend ieron. Se ofrecieron incluso a ayudarme pero yo les d ije que no se
molestaran.
Subí a Schwindel en el ascensor y luego le l levé a rastras a su cuarto. Parecía que no iba a volver a
balbucear de nuevo, pero de pronto soltó una l igera
risa y después se quedó con la boca abierta. Cuando le
dejé tumbado sobre la cama él se quedó profundamente dormido, y no hubo nuevos ruidos.
Yo seguía dándole vueltas a la situación cuando
de pronto ol í un leve hedor. Como no sabía de dónde
proced ía , dejó de parecerme interesante. Al rato de estar dormido, yo maniaté sus manos y pies fuertemente
con dos sábanas que había en los armarios. Me senté en
una butaca que estaba junto a la ventana y esperé al l í
sentado hasta que recobrara el sentido.
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V
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El sol comenzó a ascender y yo miraba por la
ventana tranquilamente. El mundo que había afuera
era menos interesante que lo que había en este cuarto,
pues la vida aquí era misteriosa.
Dieron las ocho de la mañana y Schwindel comenzó a revolverse sobre la cama. Yo le miraba con
atención y veía cómo su rostro o, más bien, su horrible
rostro, se iluminaba con sutileza. Yo no había conseguido dormir ni un poco, así que me pasé la noche fumando mientras le observaba. Había aprend ido tantas
cosas de él , con su gesto retorcido y mustio, con sus
manos agrietadas, con sus poderosas cejas y, de algún
modo, después de verle dormido durante tantas horas
sentí que no era un ser tan d istinto a mí.
Antes de que se despertara , le amordacé con
cuidado la boca. Llamé a la recepción y les ped í que
nos subieran el desayuno, que ya correríamos nosotros
con la cuenta. Al cabo de cinco minutos, l lamaron a la
puerta , y como primero había que recorrer un pasil lo,
el recepcionista no podría asomarse ni ver nada.
-Buenos d ías. ¿ Qué tal se encuentra hoy el Sr.
Schwindel? -preguntó.
-Está mejor que anoche. Se muere de hambre.
Me entregó una bandeja enorme y me hizo una
sonrisa simpática. Bajé mis ojos a la bandeja y la ví repleta de dulces, frutas, algunos bocad itos salados y dos
cafés en taza grande. Después de unos segundos que
nos quedamos en silencio, él d ijo :
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-Hay un olor extraño en el cuarto, ¿se ha dado
cuenta?
Yo le miré sorprend ido.
-Es el olor del tabaco, el alcohol y el cansancio,
compréndalo.
-Ah, pues sí, tal vez. Pero me huele a otra cosa…
-¿Y qué es lo que huele, entonces?
-Es un aroma d istinto, señor… verá , huele como
a huevos podridos.
-Me alegro de que sea usted tan d irecto. Ahora ,
si me lo permite, voy a tomarme el café, que no me gusta frío. Buenos d ías.
Antes de cerrar la puerta ví que el recepcionista había arrugado la expresión de su cara , como si un
fantasma hubiera ocupado su cuerpo y éste no l legara a
ajustarse bien a su forma.
Llevé la bandeja a la cama y le d í unos pequeños azotes a Schwindel , que todavía seguía dormido.
Le quité también la mordaza de la boca.
Me fui a la butaca y me senté a fumar un cigarril lo ; cada vez que echaba el humo lo hacía sobre la taza
de café, de modo que ésta lo recogía y, cuando el humo
subía de nuevo, lo hacía muy lentamente.
-Schwindel , Schwindel , despierte de una vez.
No sea usted pesado, -d ije subiendo la voz.
Abrió los ojos con d if icultad , como si tuviera
los párpados pegados. Tenía unas legañas gigantes y
unos ojeras moradas. Con ahogo, pronunció sus primeras palabras de la mañana :
-Eh… ah… ¿ Qué hace us…usted aquí?
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-Ha pasado usted una noche terrible ; era incapaz de ponerse en pie, así que tuve que traerle a su habitación.
Confund ido, Schwindel respond ió :
-¿ Qué hago amordazado de pies y manos?
De pronto se meneó en la cama con fuertes sacud idas.
Intentó morder el nudo de las sábanas que ataban sus
manos, pero le resultaba imposible. Histérico, me gritó :
-¡¿ Qué signif ica todo esto?!
-Relájese, Schwindel… Me d irá , acaso, ¿es que
no va a desatarme ya? Por supuesto que no. Lo haré
en cuanto se calme y se comporte. Quiero que me responda a unas preguntas… Y, lejos de lo incómoda que
resulta esta situación para los dos, le ped iría que no
gritara. A los dos nos duele la cabeza.
-Usted me d ijo que era un coleccionista… me ha
traicionado.
Me acerqué a él con paso l igero y me senté a su regazo.
-Tiene usted primero que desayunar. Luego vendrán las preguntas.
Con cierta ternura le iba l levando a la boca trocitos de
fruta. Después le acercaba la taza de café y él daba tímidos sorbos. Poco a poco, y con paciencia , Schwindel
se había comido la bandeja entera.
Me senté de nuevo en la butaca y observé el mundo a
través de la ventana. Fuera , las cosas eran simples y
bonitas, y la gente pasaba las horas fel izmente. Pasean,
compran, quedan y se d ivierten. Pero en esta habitación el calor del mundo se apaga y se consume. El he-
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dor que descubrí anoche ya se me ha hecho tan famil iar que lo encuentro incluso simpático.
-Sr. Schwindel , usted me contó anoche cosas
que me intrigan, -le d ije.
-Sorpréndame.
-Usted d ijo que un oscuro secreto le había traído a Basilea.
Él , que había recuperado cierta frescura después del
desayuno, me respond ió intensamente :
-¿Ése es el motivo de mi humil lación? -d ijo y
luego se rió- Querido amigo, usted no sería capaz de
comprender el misterio que yo conozco.
-¿ Qué cree que voy a hacer con usted si no me
corresponde?
Schwindel se detuvo unos segundos a pensar.
-No podrá torturarme eternamente. Ni siquiera
se atrevería usted a matarme.
- Cál lese, no d iga tonterías de loco.
-Limítese a decirme qué quiere.
Yo me levanté y me acerqué a la ventana. En ese
instante pegué mis labios contra el cristal y solté un
fuerte suspiro. Pensé que yo no era responsable de la
pesad il la en la que andaba metido, y simplemente deseaba sal ir de aquel la atmósfera repugnante.
-Mire. ¿ Quiere saber el motivo por el que estoy
aquí? -d ije.
-Nada me gustaría más -d ijo con burla.
-Anoche, en el Museo, le d ije que me gustaban
tres artistas de su galería. Curiosamente, usted se quedó estupefacto cuando pronuncié el nombre de Ulrich
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Vermeeren. Escuche atentamente : el otro d ía ví en el
periód ico una crónica escueta que hablaba del suicid io
de Vermeeren. Pero a las pocas horas me d i cuenta de
que había algo turbio en el caso ; su web había desaparecido, así como la mayoría de las reseñas de su trabajo.
Su espíritu se había esfumado de la noche a la mañana.
Al d ía siguiente yo hablé con la recepcionista de su galería , que estaba totalmente alocada. La presioné para
que me d ijera dónde se encontraba usted , pues desde
el primer momento pensé que Ulrich no se había suicidado, y que usted sabía la verdad. De modo que cogí
el primer vuelo de la mañana a Basilea en su búsqueda ,
hasta que al f inal le encontré en la f iesta del Museo. Mi
espíritu me ha incl inado a pensar que el oscuro secreto
que esconde tiene que ver con la muerte de Vermeeren.
Y después de pensar mucho en eso, siento que estoy
fuertemente destinado a vengarle.
La cara de Schwindel , de pronto, se entumeció
y se volvió pál ida como la nieve. Hubo un momento en
que creí que se desvanecía , pero me miró con ansiedad
y comprend ió el pel igro que corría , así que se mantuvo
f irme. Los dos comenzamos a sudar fríamente y nos
miramos a los ojos.
El misterioso hedor recorría de nuevo la habitación y
los dos lo sentimos profundamente.
Schwindel , por f in, dejó de resistirse y respond ió :
-Me complace saber que usted es tan d il igente.
Antes de que le cuente el motivo por el que me hal lo en
Basilea , d ígame… ¿qué hará conmigo después?
-No sea usted memo. Los de la recepción ya me
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conocen y no sería acertado matarle. Puede que le torture un poco, y nada más. -Respond í con gracia.
Schwindel se rió con dulzura.
-Bien, supongo que tenemos todo el tiempo del
mundo. Pero permítame ped irle que me desate las manos para fumar un cigarro.
Yo me tumbé en la cama al lado suyo, y los dos
parecíamos una pareja que acababa de tener sexo, aunque, sinceramente, él parecía un pobre l isiado. Le l levé
el cigarril lo a la boca y yo se lo iba metiendo y sacando
para que d iera suaves caladas.
-Le contaré la verdad , es el momento.
No pod ía esperar más. Yo sentí por un instante
la sorpresa que invade a un niño cuando abre los regalos de Navidad y piensa que la magia ha querido que los
tenga.
-Usted sabe que Ulrich Vermeeren había sido
una de las grandes promesas del arte actual. Yo no pod ía estar más contento de trabajar con alguien que era ,
a todas luces, el artista joven más rompedor de su época. Los premios y los halagos le l lovían a todas horas,
pero éso no acl imató la inquietud de Ulrich, que siempre se exigía mucho más. Mi memoria se ha cuidado de
guardar los buenos momentos que pasé junto a él , quizá los mejores en mi trayectoria como galerista. A él le
movía un espíritu d istinto al mío, pues el suyo trataba
de conquistar la vida y el arte y que ambos fueran una
y la misma cosa. Yo, en cambio, me satisfacía con los
premios y las ventas y la amable compañía de las ratas
de mi profesión.
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Desde hacía varios meses, Ulrich no se encontraba
bien. A pesar de que su obra se vend ía y le caían premios de al l í y al lá , él se sentía vacío e inapetente. Yo
quise saber los motivos con total honestidad , pero él se
l imitaba a arquear las cejas y apartar su cara , como si
yo fuera incapaz de comprenderle.
Hace tres semanas yo recibí la l lamada de un coleccionista suizo. Él estaba poderosamente atraído por
Ulrich, pero yo no sabía si de un modo profesional o
tal vez erótico. Porque ya recordará usted las facciones
del joven Vermeeren, que eran como las de los tiernos
angel itos de Hans Meml ing. En cualquier caso, el coleccionista vino a verme a la galería y me habló del que,
según él , sería el último grito en el arte. En este sentido, él estaba d ispuesto a soltar mucho d inero a cambio
de una pieza de Ulrich que él deseaba con auténtica
devoción.
Al d ía siguiente me acerqué a ver a Ulrich a
su estud io. Yo no sabría expl icarle bien lo que sentía
entonces, pues las palabras y la voz del coleccionista
suizo vivían dentro de mí y me acariciaban. Él me había prometido una gran suma de d inero y no pod ía decepcionarle. ¡Su voz!, era su voz la que me seducía y
me excitaba , hasta tal punto que sentí ser hechizado.
No puedo mentirle : la voz susurrante del coleccionista
me hacía sentir de un modo impuro y sensual , que no
había experimentado antes en mi vida , y deseaba con
todo mi empeño besarle como se besa al ser amado.
Yo mentí a Ulrich sobre mi propósito, y le d ije simplemente que alguien estaba muy interesado en su traba-
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jo. Él se sentó en su sil la y bajó la mirada. Yo empecé
a temblar y luego l loré. Ulrich me miró con una gran
amargura y me d ijo que ya no quería ser artista y que
era la hora de decir ad iós. Ulrich no se quitó la vida ni
esos fueron los motivos que le l levaron a morir.
Verá , en aquel instante la voz del coleccionista
sonó en mi cabeza. Se trataba de un tono muy seductor,
como la melod ía más dulce. Yo oía , « hazlo, hazlo, no
te detengas», y la «s» f inal se prolongaba como un
suave zumbido.
Me acerqué a Ulrich un poco más. El tenía los
ojos puestos en el inf inito, como si se encontrara med itando tristemente. Me lancé a su cuel lo como se lanza un tigre a por su presa y comencé a ahogarle. Yo sé
que él vio el mal en mis ojos y yo vi en los suyos una
pena terrible. Después de asf ixiarle, hice el esfuerzo
de recobrar el entusiasmo y recordé que había una gran
suma de d inero esperándome.
Pero no se trataba , entiéndame, de matar simplemente a Ulrich.
Schwindel se detuvo y me pid ió otro cigarril lo.
Como yo me encontraba tan bloqueado, reaccioné con
una extraña normal idad , y de nuevo le fui sacando y
metiendo el cigarril lo en la boca. Cuando se lo acabó,
volvió a hablar :
-En f in, yo debía cumpl ir mi propósito. Cuando
vi el cuerpo apagado de Ulrich me eché a reir, pero
también sentí una compasión enorme por él. Yo sabía
que era un artista irrepetible, un joven coronado con
las estrel las. Aunque seguía sintiéndome raro, conse-
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guí la pieza que quería el coleccionista.
Schwindel se detuvo, echó su cabeza hacia atrás
y suspiró.
-Tenía que traer personalmente la pieza a Basilea y como el coleccionista era tan amable, corrió con
todos los gastos. Fíjese de qué tipo de pasión hablamos
que él me ha pagado el viaje y este hotel. Debía reunirme con él pasado mañana , pero usted ha detenido el
curso normal de la vida y eso me repugna. Ahora podrá comprobar a qué oscuro secreto me referí anoche,
cuando nos conocimos en la f iesta. Y verá la expresión
de algo nuevo que convivirá con nosotros con total
normal idad. Sea testigo del horrible enigma que nos
une en este cuarto. Abra ése armario y traiga la maleta
que hay en su interior.
Me levanté de la cama y me coloqué en frente
del armario. Para cuando lo abrí, el hedor ya era insoportable, venía de ahí dentro. Agarré la maleta que estaba en la repisa superior y la bajé con cuidado. A decir
verdad , era poco pesada.
La dejé sobre la cama y Schwindel y yo nos miramos.
-Adelante. No sea tímido ; ábrala. –d ijo él.
Despacio, puse mis manos sobre la maleta y pasé
mis dedos por el la , sintiendo al instante una desagradable experiencia f ísica. Yo no sabía entonces qué horror se presentaría ante mí, pero mantuve la serenidad
y la calma.
Solté los cerrojos de ambos lados y la maleta se
abrió de golpe. En ese momento vi varios calzoncil los,
un par de pantalones, crema de afeitar y una cosa gran-
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de y rectangular envuelta en papel de periód ico.
La cogí con del icadeza y la saqué fuera. La miraba f ijamente y pod ía sentir una especie de remol ino
en mi tripa que subía a mi cabeza , y yo tenía la sensación de que estaba poseído por el la. Después de eso,
quité el papel de periód ico.
Nunca habría sospechado que lo que al l í me encontré sería tan terroríf ico. La caja… alojaba un cerebro. ¡ El cerebro de Ulrich Vermeeren! Estaba al l í; parecía estar bien conservado y fresco, pero el olor daba
náuseas.
Salté del susto y me caí hacia atrás. Estaba tumbado
sobre el suelo y Schwindel se reía.
-¡ Jaja! ¡Creí que se iba a desmayar!
Yo era incapaz de hablar.
-¿Es que usted no lo comprende?... Ay, pues le
d iré qué es lo que ocurre. Verá… Es el comienzo de un
nuevo negocio y yo estaré entre los pioneros, entre los
más avispados. ¿ Mmm?
-¡¿ Qué debería entender de esta locura?!, -respond í muy nervioso.
-¿Ve? Usted no tiene visión de futuro, en cambio, yo sí la tengo. Hasta ahora , vender piezas y objetos de artista era una tarea agotadora , pues el mercado
ha menguado mucho, y usted lo sabe. Pero… ¿y si le
d ijera que esos problemas pueden resolverse?
Escuche atentamente : de acá a un tiempo, nad ie querrá cuadros o esculturas. Pero, mientras tanto,
hay quien compra aún por capricho todas esas cosas.
Pero piense usted en los videoartistas… ¡ Pobres insen-
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satos! Creyeron que podrían vivir si las instituciones
les compraban sus piezas, pero ya nad ie les toma en
serio. Ahora tenemos la posibil idad de que vivan en
nuestra memoria de un modo mejor y único. ¿Lo comprende ahora? Venderemos sus cerebros. ¡ Jaja! ¿No es
maravil loso? Apenas si vend iera uno podría pagar el
alquiler durante dos años… imagínese si son más. Un
mercado en expansión, sin duda , ¡hay que aprovecharlo! Entonces se me ofreció la posibil idad de empezar
con Ulrich y aquí estamos. No se trata , entiéndame, del
placer que nos reporta. ¡Se trata de la unión del artista
con la vida , en su total expresión! Lejos quedarán sus
cachivaches inútiles, pues tendremos sus cerebros en
nuestras vitrinas, y éstos empezaran a decorar nuestros
salones y la gente d irá « yo tengo el cerebro de tal , ¿y
tú?». ¡ Jaja!
Dejaremos que los artistas vayan fortaleciéndose, abriéndose paso entre los demás. Las cosas seguirán
su curso y el los estarán contentos por exponer y ser
respetados. Y para cuando ya f lojeen, nos quedaremos
con sus cerebros. Ésa será la forma de rend irles tributo
y admiración y, al mismo tiempo, habremos hecho de
el los un mito duradero.
Schwindel se quedó en silencio unos segundos.
-En f in, no fue fácil extraerle el cerebro. Entiéndame, yo no soy neurocirujano ; pero habrá visto que
está bien conservado.
-Joachim, voy a l lamar a la pol icía.
-No sea infantil. Parece que aún no ha comprend ido que esto es la forma de mostrar mi amor hacia
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Ulrich. Él quería abandonar el arte y nad ie pod ía imped irlo. Imagíneselo : podría haber acabado dando clases o, aún peor, ded icándose al d iseño. Pero si mantenemos el genio que alberga su cerebro siempre estará
con nosotros. No se me ocurre mejor homenaje para
alguien tan bel lo y del icado.
Si usted l legó a respetar a Ulrich tanto como yo, no
l lamará a la pol icía. El amor, a veces, vive su propia
vida y necesita sobrevivir con cierta maldad , aunque
no nos agrade. Y si ese amor nos ayuda a tener d inero,
dejemos que así sea.
-Prométame que mi cerebro no acabará decorando una estantería.
-¡ Bah! No tiene de qué preocuparse. Usted ni
siquiera es famoso. Disfrute con lo que ya tiene y sea
fel iz.
Antes de desatar a Schwindel yo le solté un bofetón y me eché a l lorar. Me miró con una expresión
calmada y supe que él comprend ía mi frustración.
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Cuando regresé a casa yo me sentí invad ido por
una extraña tranquil idad. Y, a pesar de que mi aventura
había sido d isparatada , yo sabía que debía esforzarme
para empezar mi vida de nuevo y no preocuparme ni
detenerme demasiado en aquel los terribles recuerdos
de Basilea.
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De aquel viaje pasaron varios meses y yo seguí
viviendo fel iz con mis cosas. Nunca l legué a hablar con
nad ie de lo que había descubierto y simplemente me
contenté sabiendo que pod ía estar a mi aire.
Hace unos d ías, me vinieron de nuevo los recuerdos de Basilea. Yo me encontraba leyendo el periód ico, como todas las mañanas, cuando me encontré con
una noticia sorprendente. Tenía los ojos f ijos sobre las
palabras y de pronto me d í cuenta de que mi espíritu no
pod ía ser más fel iz : Joachim Schwindel se había suicidado y no se sabía porqué.
No recuerdo en toda mi vida haberme reído
más. Y lo que más desató mi risa fue cuando yo pensé que, incluso para coleccionar cerebros, había gente
inculta y que carecía del menor gusto. ¿ Quién querría
tener el cerebro de Joachim Schwindel en su salón? Y
seguí riéndome mi vida entera.
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