CONFERENCIA MAGISTRAL: "Reflexiones éticas en torno al

¿Por qué las normas sobre instrucciones previas no son suficientes para garantizar
una muerte en paz?
Vicente Bellver Capella. Universidad de Valencia. Valencia (España)
El testamento vital es un documento que redacta una persona plenamente capaz en el
que manifiesta sus voluntades con respecto a los cuidados de salud que quiere que se le
proporcionen en el futuro, si para entonces no es capaz de decidir por sí misma. Algunas
personas, en lugar de indicar lo que quieren y no quieren que se les haga, prefieren
nombrar a un representante para que sea él quien tome las decisiones en caso de no
poder tomarlas ellas. Esa expresión de voluntades puede alcanzar también a los
momentos posteriores a la muerte, indicando qué destino quieren que reciba su cuerpo o
partes del mismo (por ejemplo, que se destine a la investigación, o que se donen sus
órganos). Pero la novedad del testamento vital está en poder dar indicaciones para
cuando se está todavía vivo pero no se puede decidir porque se ha perdido la capacidad
para hacerlo.
Como la mayoría de las novedades en bioética, surge en los Estados Unidos en los años
setenta. Más tarde llegó a Europa y concretamente en 1997 quedó recogida en el
Convenio Europeo de Derechos Humanos y Biomedicina, también conocido como
Convenio de Oviedo. En el artículo 9, que lleva como título “Deseos expresados
anteriormente” se dice: “Serán tenidos en consideración los deseos expresados
anteriormente con respecto a una intervención médica por un paciente que, en el
momento de la intervención, no se encuentre en situación de expresar su voluntad”.
En los últimos años se han aprobado en España muchas leyes tanto a nivel estatal como
autonómico que regulan los derechos de los pacientes. La Ley 41/2002, de 14 de
noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y
obligaciones en materia de información y documentación clínica contiene una
referencia expresa a las llamadas instrucciones previas1.
1
“1. Por el documento de instrucciones previas, una persona mayor de edad, capaz y libre, manifiesta
anticipadamente su voluntad, con objeto de que ésta se cumpla en el momento en que llegue a situaciones
en cuyas circunstancias no sea capaz de expresarlos personalmente, sobre los cuidados y el tratamiento de
su salud o, una vez llegado el fallecimiento, sobre el destino de su cuerpo o de los órganos del mismo. El
otorgante del documento puede designar, además, un representante para que, llegado el caso, sirva como
interlocutor suyo con el médico o el equipo sanitario para procurar el cumplimiento de las instrucciones
previas.
2. Cada servicio de salud regulará el procedimiento adecuado para que, llegado el caso, se garantice el
cumplimiento de las instrucciones previas de cada persona, que deberán constar siempre por escrito.
3. No serán aplicadas las instrucciones previas contrarias al ordenamiento jurídico, a la lex artis, ni las
que no se correspondan con el supuesto de hecho que el interesado haya previsto en el momento de
El testamento vital recibe otros nombres como el de instrucciones previas, voluntades
anticipadas, directrices anticipadas, etc. Aunque el término testamento vital ha hecho
fortuna entre la opinión pública es probablemente el menos afortunado de todos. Un
testamento contiene las voluntades de una persona para después de su muerte, mientras
que el testamento vital, como el propio nombre indica, se refiere a las voluntades del
interesado para cuando aún vive. En lo sucesivo hablaré de documentos de instrucciones
previas (DIP) aunque también son idóneos los términos directrices anticipadas o
voluntades anticipadas.
Como voy a ser bastante crítico con los DIP, me veo en la obligación de empezar
diciendo que no soy contrario a su regulación: creo que es bueno que los ciudadanos
tengamos la oportunidad de expresar nuestros deseos sobre el futuro de nuestra atención
sanitaria, con la seguridad jurídica de que serán respetados por las personas que nos
atiendan. Ahora bien, esta convicción no me hace perder de vista los enormes riesgos
que trae consigo su regulación jurídica, algunos de los cuales mencionaré.
En las páginas siguientes me voy a ocupar de dos cuestiones. Primero expondré las
críticas que se han planteado a los documentos de instrucciones previas (DIP), desde
una perspectiva exclusivamente jurídica. Estas críticas se reparten en dos grupos: las
que proceden del furor legislador en el campo de la atención sanitaria, que es un signo
definitorio de la política sanitaria de nuestro tiempo; y las que tienen que ver
directamente con la concreta regulación de los DIP. En la segunda parte, ofrezco unas
sugerencias dirigidas a conseguir el fin que se pretende alcanzar con la regulación de los
DIP: que las personas sean tratadas según sus valores y deseos cuando llegan al final de
sus vidas y carecen de la capacidad para decidir por sí mismas. Como desarrollaré en
esa segunda parte, si el esfuerzo se centra principalmente en aprobar normas jurídicas
sobre los DIP y no en desarrollar un nuevo paradigma de relación entre los
profesionales de la sanidad y los pacientes dudo que se alcance ese importante objetivo.
1.- Críticas y dudas acerca de la regulación jurídica de los DIP.
manifestarlas. En la historia clínica del paciente quedará constancia razonada de las anotaciones
relacionadas con estas previsiones.
4. Las instrucciones previas podrán revocarse libremente en cualquier momento dejando constancia por
escrito.
5. Con el fin de asegurar la eficacia en todo el territorio nacional de las instrucciones previas manifestadas
por los pacientes y formalizadas de acuerdo con lo dispuesto en la legislación de las respectivas
Comunidades Autónomas, se creará en el Ministerio de Sanidad y Consumo el Registro nacional de
instrucciones previas que se regirá por las normas que reglamentariamente se determinen, previo acuerdo
del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud” (art. 11).
Cuando empezó el proceso de regulación de los DIP en España ya se tenía información
acerca de la experiencia de su implantación en los Estados Unidos. Los datos no eran
muy alentadores pues constataban algo que no podía sorprender: que las gentes no se
animaban a poner por escrito los cuidados de salud que querían recibir en el futuro para
el caso de que no pudieran manifestarlo por sí mismas. A pesar de ello, la regulación de
los DIP en España se presentó no sólo como un avance en los derechos de los pacientes
sino como la satisfacción de una demanda formulada por la mayoría de la sociedad
desde hacía tiempo. Lo cierto es que, a fecha de hoy, son muy pocos los DIP
registrados. Y si ahora que ha surgido por primera vez la posibilidad de hacerlos no se
ha producido ninguna avalancha de individuos deseosos de plasmar por escrito sus
voluntades, cabe aventurar sin temor a equivocarse que el número de DIP no crecerá
significativamente en los próximos años.
Las críticas desde el Derecho al proceso de regulación de los DIP son de dos tipos: las
que vienen de la tendencia actual a regular cualquier aspecto de la vida humana, lo que
denomino el “furor legislador”; y las que surgen de pretender regular minuciosamente
un tipo de relación tan compleja y sensible.
a) Los problemas del “furor legislador”.
a.1.- Los efectos colaterales del principio más normas, más votos. Los políticos y los
ciudadanos parecen convencidos de que aprobar más leyes y decretos da más votos en
las siguientes elecciones. Si de año en año aumentan las propuestas y proyectos de ley,
las enmiendas, los decretos, órdenes y reglamentos, se concluye que el Parlamento y el
gobierno están haciendo bien su trabajo. Y así como cada año se exige a un trabajador
que incremente su productividad y a una empresa sus beneficios, los ciudadanos
pensamos que esos criterios de evaluación deben trasladarse también a la actividad
legislativa del parlamento y ejecutiva del gobierno. Por eso, cuando las cámaras
legislativas presentan su memoria y ponen de manifiesto un incremento de su actividad
con respecto al año anterior, sus representantes se sienten ufanos y la opinión pública
satisfecha.
El campo de la sanidad no ha quedado al margen de esta tendencia por regular más
materias, más exhaustivamente y por parte de más órganos reguladores. Concretamente
en los últimos años en España se han multiplicado las normas reguladoras de los
derechos de los pacientes: existe una norma de ámbito estatal y, además, una ley en
prácticamente cada región. Todas las leyes coinciden en proclamar el derecho al
“consentimiento informado” como el derecho estrella de los pacientes. Los DIP
aparecen como una concreción importante de ese derecho.
Por lo general, esas normas de derechos de los pacientes han contado con un amplio
respaldo de las asambleas legislativas porque ningún grupo parlamentario quiere
quedarse fuera de lo que la ciudadanía percibe como un incremento de la nómina de los
derechos. Los medios de comunicación también suelen acoger de forma entusiasta la
aprobación de estas leyes.
Ese entusiasmo por la proliferación de normativas sanitarias y, en particular, por la
aprobación de decálogos de derechos de los pacientes cada vez más abultados, debería
ser atemperada por las siguientes consideraciones.
1.- A más normas, más complejidad y, en consecuencia, más confusión, desorden e
inseguridad a medio plazo. Al ser tantas y tan minuciosas las normas se vuelven
obsoletas inmediatamente, y es imposible que no entren en conflicto unas con otras.
Sirva como muestra de esta confusión la diversidad de normas que existen en España en
un área tan sensible como el consentimiento informado de los menores maduros, en la
que no resulta nada sencillo saber el criterio que debe prevalecer en cada caso.
2.- Más regulación supone automáticamente más control, lo que trae consigo dos
efectos perniciosos para la sociedad. Por un lado, se incrementa la burocracia, es decir,
el desvío de recursos de la atención sanitaria strictu sensu a los aspectos organizativos.
Ello genera una mayor rigidez en las estructuras sanitarias y en la misma relación
sanitaria. El profesional acaba teniendo que dedicar más energía a rellenar los papeles
que tienen que ver con el paciente que al propio paciente. Pero más grave aún es el
segundo efecto: el desmesurado control de las acciones individuales. En el mejor de los
casos eso redunda en la pérdida de la creatividad y la espontaneidad; en el peor, en la
extensión de un totalitarismo sutil, que va sustrayendo a la libertad individual esferas de
la actuación profesional. Estos efectos resultan especialmente perjudiciales en la
atención sanitaria, en la que la relación entre el profesional y el usuario es única en cada
caso. Ese carácter único e irrepetible de la relación se acentúa cuando aparece el final de
la vida en el horizonte. Aspirar a una regulación que dé perfecta cobertura a esa fase de
la relación sanitaria no sólo es una ingenuidad sino un riesgo para la misma relación. De
igual modo que la firma de un documento de consentimiento informado no garantiza la
autonomía del firmante, el DIP tampoco es garantía de que el final de la vida del
firmante vaya a compadecerse con sus deseos y valores más firmes.
3.- La continua proclamación de derechos tiene los mismos efectos que una borrachera:
a la euforia de un momento sustituye el prolongado malestar. ¿De qué sirve que se
reconozcan más y más derechos si se carece de garantías jurídicas y de recursos
económicas para hacerlos efectivos? Sólo contribuye al descrédito del Derecho y de los
derechos, lo que resulta sumamente negativo para la sociedad, cuya estabilidad depende
de la confianza en el Derecho y las instituciones.
Allá donde se han aprobado normas reguladoras de los DIP, por lo general, se han
realizado campañas informativas dirigidas tanto a los ciudadanos como a los sanitarios
para dar a conocer esta posibilidad que se ofrece al paciente. Por lo general han sido
campañas “acomplejadas” ya que apenas han llegado a salir de los centros hospitalarios
y muchas veces se han quedado en la distribución de unos cuantos carteles y folletos
explicativos. Si la redacción de DIP por los pacientes fuera un derecho fundamental,
¿habría sido necesario hacer campañas para su conocimiento y utilización por los
ciudadanos? ¿Y habría sido tan tibia la acogida por parte de los pacientes?
El balance de estas iniciativas no resulta alentador porque, si bien da la impresión de
que tanto políticos como ciudadanos y sanitarios han quedado satisfechos con la
regulación, los DIP apenas se emplean. ¿Es porque las personas no quieren pensar sobre
los cuidados de salud que quieren recibir al final de sus vidas? ¿O es porque quieren
abordar lo relativo al final de sus vidas de forma distinta a como proponen las normas
sobre voluntades anticipadas que se han venido aprobando? Me inclino por esta segunda
opción por lo que digo más adelante.
a.2.- A más Derecho, menos derechos de los pacientes. Prácticamente ningún paciente
podrá decir hoy en día que no se le ha pedido el consentimiento antes de someterse a
cualquier prueba diagnóstica o tratamiento. Por lo general, han firmado muchos papeles
que acreditan que han sido exhaustivamente informados acerca de lo que se les iba a
hacer. Pero el efecto inmediato y seguro no ha sido un mayor respeto de su voluntad
sino una mayor protección del sanitario frente a las eventuales reclamaciones del
paciente. El sanitario sabe que con el papel firmado por el paciente sus espaldas quedan
cubiertas. Por su parte, el paciente entiende que la firma de esos papeles -de los que no
entiende mucho y que frecuentemente ni siquiera lee- no es más que un requisito
“necesario” para recibir la atención sanitaria que precisa. Lo que, en principio, tenía que
ser una garantía para el paciente se convierte en una garantía para el sanitario. ¿Por qué
se produce este efecto?
Porque se ha perdido de vista que lo fundamental para que el paciente pueda decidir con
información y libertad es la existencia de una relación de mutua confianza entre
profesional y paciente. Esa confianza debe construirse a partir de la evidente
desigualdad que existe entre las partes: por un lado, un ciudadano con escasa educación
sanitaria o necesitado de cuidados de salud y, por otra, un profesional capaz y dispuesto
a procurar uno u otro servicio. La primera condición para que surja ese reconocimiento
mutuo es el compromiso del profesional de no aprovecharse ni imponerse a la otra
parte. El Derecho puede y debe adoptar medidas para evitar los eventuales abusos. Pero
pensar que a mayor regulación jurídica mejor garantía frente a los abusos es una
ingenuidad que trae consigo efectos perniciosos. El Derecho, particularmente el
Derecho que impone sanciones, es un instrumento necesario en ocasiones pero siempre
insuficiente para alcanzar la excelencia. Puede servir para evitar ciertos abusos, pero no
para conseguir la excelencia en una relación tan especial como la sanitaria (o la
educativa). Cuando se pretende alcanzarla a base de regulaciones complejas y
minuciosas el resultado suele ser contraproducente. Por un lado, los esfuerzos que
deberían dedicarse al paciente (o al alumno) se dedican a cumplir con los formalismos,
como ya he dicho. Se desplaza la atención de la persona al protocolo. Pero, además, la
proliferación normativa no reduce las posibilidades para que quienes ostentan la
posición de fuerza en la relación puedan actuar con indiferencia, a la defensiva o incluso
abusar de las personas que dependen de ellos, y hacerlo incluso “al amparo de la
legalidad”.
Para lograr una relación basada en el reconocimiento y respeto mutuo, me parece
imprescindible acabar con la espiral legisladora en que vivimos, y centrar los esfuerzos
en promover el carácter moral de los profesionales y de los ciudadanos. Un mínimo de
regulación es necesaria; pero más allá de ese mínimo el efecto es desolador.
Por lo dicho, ante las nuevas normas reguladoras de los DIP conviene mostrarse, cuando
menos, cauteloso. Puede que lleguen a ser un instrumento útil; pero dar por supuesto
que su mera aprobación garantiza el respeto de las voluntades de los pacientes al final
de sus vidas es un error que podría conducir a una situación peor que la anterior a la
regulación.
b) La dificultad de regular los DIP.
Voy a señalar sólo algunas de las dificultades que se suscitan a la hora de regular
jurídicamente los DIP. No pretendo agotar la cuestión ni dar respuesta a todas las
dificultades que planteo, sino sólo poner de manifiesto que la regulación de esta materia
resulta problemática.
b.1.- El grado de cumplimiento de los DIP. Ya hemos visto que el Convenio de Oviedo
dice que las voluntades anticipadas deberán ser tenidas en cuenta. La ley española, por
su parte, habla de garantizar el cumplimiento de las instrucciones previas. Cada una de
estas normas exige un distinto nivel de compromiso respecto de los DIP, que no es fácil
precisar con exactitud. Pero, más allá de la dificultad interpretativa, se plantea la duda
acerca de qué criterio debe prevalecer ya que las dos normas son de aplicación en
España.
b.2.- Los menores ante los DIP. La atención médica a los menores resulta
particularmente delicada por la doble dificultad que plantea: de una parte, evaluar con
precisión su capacidad; de otra, resolver los conflictos entre los padres y los menores en
los supuestos en los que choquen las voluntades de unos y otros. Cuando nos
encontramos ante un adolescente que puede perder su capacidad para decidir sobre los
futuros cuidados de salud, la situación se hace aún más complicada. Por ejemplo, en el
caso de un adolescente que con 13 años elaboró un DIP, ¿a qué voluntad damos
preferencia: a la que manifestó cuando tenía la capacidad propia de su edad a través del
DIP, a la que manifiesta ahora con 16 años y una capacidad notablemente limitada, o a
la que manifiestan ahora sus padres y que no coincide ni con una ni con otra? Pretender
una regulación exhaustiva, que dé respuesta precisa a todos los casos que puedan
plantearse es imposible. Y quedarse sólo con el DIP como única referencia puede
resultar perjudicial para el propio firmante.
b.3.- La valoración de la capacidad y los deseos actuales de la persona que ha firmado
un DIP. Supongamos que una persona enferma de Alzheimer manifestó por escrito en el
pasado, en pleno uso de sus facultades, que renunciaba a tratamientos de soporte vital
cuando ya no pudiera decidir por sí mismo. Ahora, cuando su capacidad está muy
menguada o prácticamente ha desaparecido, pide que se le haga todo lo posible para
seguir viviendo. Supongamos justo lo contrario: que quien en su momento expresó por
escrito su voluntad de recibir en el futuro todos los tratamientos disponibles, pide lo
contrario cuando parece que ha perdido prácticamente su capacidad. ¿Qué se debe hacer
en estos casos? Las regulaciones actuales en España no lo dicen. Mi propuesta no es
aprobar nuevas normas para abarcar los nuevos supuestos que se vayan planteando sino
que éstos sean resueltos atendiendo a principios, interpretados en función de las
circunstancias concretas.
b.4.- La interpretación de los DIP. En ocasiones, los DIP son claros y se ajustan a la
situación en la que se encuentra el paciente que los ha redactado. Pero en muchas otras
esas indicaciones serán ambiguas y/o no harán exacta referencia a la situación que
atraviesa el paciente. ¿Qué hacer en esos casos? ¿Quién es el legítimo intérprete de ese
documento: el médico, la enfermera que más le haya tratado, algún familiar en
particular? ¿Qué sucede si existen discrepancias entre la interpretación de unos y otros?
¿Cómo interpretar el documento cuando se han producido cambios sustanciales en los
conocimientos médicos? ¿El documento debe ser tenido en cuenta como criterio de
interpretación o debe ser aplicado sólo cuando se ajuste exactamente a las eventuales
circunstancias que consideró el paciente al redactarlo?
b.5.- Problemas relacionados con el nombramiento de un representante. Tiene muchas
ventajas que la persona que quiere decidir sobre su futuro para el caso de que no pueda
tomar decisiones por sí mismo nombre a un representante que lo haga por él. Muchos de
los problemas que he planteado en el párrafo anterior quedan así resueltos. Aun así, el
nombramiento de un representante también trae consigo algunas dificultades. ¿Qué
hacer si el representante toma decisiones que van en contra de los intereses del paciente
o si toma esas decisiones en contra de los valores o deseos conocidos de aquel? ¿Se
debe exigir al representante que dé razones justificativas suficientes de esa decisión que
parece contraria al paciente o simplemente se debe ejecutar? Si nos inclinamos por la
primera opción, ¿quién valora si las razones aportadas por el representante son o no
suficientes para ejecutar la decisión?
b.6.- Sobre la información acerca de los DIP. Algunos pueden entender que, una vez
que los pacientes han sido informados sobre la posibilidad que tienen de redactar DIP y
no lo han hecho, no existe ningún compromiso por parte de los sanitarios de
preocuparse por cuáles sean los deseos del paciente acerca de sus cuidados de salud
cuando ya no pueda expresarlos. Este es un efecto perverso típico de la regulación
jurídica: el de presumir que quien no se ajusta a lo dispuesto en la norma para ejercer su
derecho renuncia al mismo. Por satisfacer a quienes quieren que los DIP se expresen por
escrito y de acuerdo a cierta formalidad, corremos el riesgo de que el Derecho acabe
desprotegiendo a la mayoría de personas, que no quiere someterse a ese procedimiento
pero sí que se respeten sus valores y deseos cuando ya no los pueda expresar por sí
mismo.
El Derecho, al tiempo que incrementa las garantías de que la atención sanitaria del
paciente se ajustará a los deseos expresados con antelación, suscita infinidad de nuevos
problemas que nos llevan a acoger con cautela la regulación de los DIP. En el pasado
reciente se medicalizó el proceso del morir. La muerte se trasladó a los hospitales, se
convirtió en un fracaso evitable de la medicina, y dejó de verse como el final natural y
necesario de cualquier vida humana. Ahora damos una nueva vuelta de tuerca al proceso
del morir y, además de medicalizarlo, lo juridificamos. Todo lo relativo al final de la
vida se convierte en objeto de regulación y lo que, en principio, se hace por garantizar la
vida, la dignidad y la libertad del paciente, corre el riesgo de volverse contra el propio
paciente. Cuando las escasas energías que le quedan debería concentrarlas en afrontar su
propia muerte contando con el apoyo del equipo sanitario y de sus allegados, el paciente
se encuentra ante un laberinto de procedimientos jurídicos a los que tiene que someterse
si no quiere arriesgarse a sufrir graves perjuicios. Pero, además, como las normas
jurídicas muchas veces resultan insuficientes se acaba recurriendo al juez: todo menos
lograr una muerte en paz.
2.- Sugerencias para que los deseos del paciente sean tenidos en cuenta cuando ya
no puede expresarlos.
a) El rechazo de unas bases erróneas.
Muchas personas no saben exactamente qué querrían que se hiciese con ellas en una
situación terminal en la que no pudieran decidir: sólo quieren tener la seguridad de que
serán bien tratadas. Otras personas sienten pánico ante el pensamiento acerca del final
de su vida y no están dispuestas a dejar nada por escrito en relación con esos momentos.
Otras, en fin, pierden repentinamente su capacidad de decisión cuando todo hacía pensar
en muchos años de vida saludable por delante y ni siquiera se habían planteado la
cuestión relativa al final de sus vidas. La mayoría de estas personas no hacen DIP. Eso
no significa que el médico Desde una posición formalista estricta, tendríamos que
pensar que las personas que pierden su capacidad y no han suscrito un DIP no han
manifestado una preferencia sobre su futuro y, en consecuencia, los médicos tienen
libertad para actuar como mejor les parezca dentro de la buena praxis. Pero sabemos
que no es así. El ser humano tiene un derecho inalienable a decidir sobre los cuidados
de salud que quiere recibir cuando ya no pueda manifestarlo por falta de capacidad, y
tiene unos valores con arreglo a los cuales desea ser tratado. El hecho de que la persona
no haya expresado por escrito esos deseos no quiere decir que haya renunciado a su
derecho. Simplemente quiere decir que los profesionales de la salud carecen de un buen
instrumento para conocerlos, pero siguen disponiendo de muchos otros elementos para
descubrirlos y tienen el deber de dar cumplimento a ese derecho.
El imperativo ético de los profesionales de la sanidad ante el final de la vida de los
pacientes no consiste en lograr que muchos de ellos redacten DIP, sino en ayudar a que
el proceso de morir de cada uno de ellos sea, por decirlo en términos musicales, el
último movimiento de una obra -la biografía del paciente- que dé plenitud de sentido al
conjunto. Para que así sea, ese final deberá mantener continuidad con todo lo anterior,
particularmente con sus afectos, ilusiones, valores, creencias; y deberá ser
protagonizado por el paciente tanto como pueda.
Ese objetivo se alcanza más fácilmente si los profesionales de la sanidad toman
conciencia de que morir es con-morir. Si aceptamos que el ser humano no es un
individuo independiente sino constitutivamente interdependiente, reconoceremos que
una de las acciones más perversas que los seres humanos podemos hacer es abandonar a
las personas a su propia muerte. Es obvio que la muerte es un acontecimiento ante el
que cada uno se enfrenta en soledad: nadie se muere con otro y nadie se puede morir por
otro. Pero esa soledad ha de ser una soledad acompañada. Y los profesionales de la
salud han de ser expertos en ese acompañamiento en el morir. Ellos ven morir todos los
días, pero han de ser conscientes de que para cada persona que inicia su morir se trata de
un tiempo único y absolutamente trascendental en su vida, en el que ellos tienen un
deber especial de ayuda. Para proporcionar esa ayuda a morir en paz, el profesional de
la salud debe apartarse tanto del encallecimiento de su sensibilidad, como de la pérdida
de la ecuanimidad y la capacidad para aplicar sus conocimientos científicos por el
desmesurado influjo de sus sentimientos o pasiones.
En ese acompañamiento, el profesional no puede mantener una posición pasiva. En los
últimos decenios se han asumido como verdades indiscutibles las dos siguientes: que
durante casi toda la historia de la medicina el enfermo había sido tenido como un infirmus, como alguien que no sólo había perdido su salud física sino también su
capacidad como sujeto moral y, por tanto, para tomar decisiones por sí mismo; y que la
enfermedad no resta autonomía al paciente y que, en consecuencia, el profesional de la
salud no debe ni suplantar ni interferir en las decisiones de aquel. Ambas afirmaciones
se han constituido en axiomas, en verdades evidentes por sí mismas, a partir de los
cuales se obtienen una serie de corolarios que informan toda la actuación ética de los
profesionales de la salud. Pero esos dos dogmas son falsos y, en consecuencia, también
lo que se deduce a partir de ellos.
En primer lugar, la condición de enfermo no ha estado siempre asociada a la de persona
moralmente impedida para tomar sus decisiones. Ya Platón propone un modelo de
relación médico-paciente basado en la confianza y la amistad, en la que el médico no
debe decidir al margen o en contra de la voluntad del paciente. No seré quien niegue los
abusos que se han cometido en el pasado en el ejercicio de la medicina al no tener en
cuenta la totalidad del bien de los pacientes, que incluye como un aspecto fundamental
el respeto por su libertad. Pero tampoco se puede desconocer la importante tradición de
la medicina basada en la confianza y la amistad, que tantos frutos de excelencia
profesional ha generado a lo largo de los siglos, según la cual el respeto a la autonomía
del paciente, en la medida en que existía, era parte del bien del paciente que el médico
debía proteger. Desde esa filosofía -que actualmente tiene en Pellegrino y Thomasma a
sus más destacados teorizadores en los Estados Unidos y a Gonzalo Herranz en Españael morir se entiende como un proceso ante el que los profesionales de la sanidad
refuerzan su compromiso total de servicio al paciente.
En segundo lugar, pensar que la pérdida de salud no afecta sustancialmente a la
autonomía del paciente es un error que pone de manifiesto hasta qué punto se pueden
elaborar teorías al margen de la experiencia cotidiana. Este error tiene su origen en el
dualismo cartesiano. Para Descartes el ser humano estaba constituido por dos
sustancias: la res cogitans, en la que reside el pensamiento, y la res extensa, identificada
con el cuerpo, que es la prótesis material a través de la cual el espíritu humano
interviene en el mundo2. Según este planteamiento, al igual que cuando un coche se
estropea nadie piensa que, por eso, se resienten las capacidades intelectivas y volitivas
de su dueño, tampoco la persona se resiente en sus capacidades cognitivas y volitivas
cuando su cuerpo enferma.
Pero basta con acudir a la propia experiencia para comprobar la falsedad de este
axioma. Cuando alguien enferma, aunque se trate de una nimiedad, enferma en su
totalidad. ¿No constatamos diariamente cómo un pasajero dolor de muelas puede alterar
notablemente a quien lo padece? ¿No hemos experimentado nosotros mismos cómo al
enfermar dejamos de ser, al menos parcialmente, dueños de nosotros mismos? Si ni
siquiera somos del todo dueños de nosotros mismos cuando estamos sanos, ¿lo vamos a
ser al enfermar? La enfermedad es un fenómeno total, que no sólo afecta a nuestro
2
Ese dualismo alcanza su máxima expresión, y pone de manifiesto su falsedad, cuando se defiende la
eutanasia como forma de liberar a la persona de los sufrimientos que padece. Es obvio que la eutanasia no
libera a nadie de sus sufrimientos; lo único que hace es suprimir a la persona que los padece.
cuerpo sino a la totalidad de la persona, incluidas las capacidades específicamente
humanas. La atención sanitaria, en consecuencia, no puede consistir simplemente en
informar acerca del diagnóstico, pronóstico y tratamiento, dejar que el interesado tome
sus decisiones, y llevarlas a cabo. Si ese modo de proceder ya resulta insuficiente para
comprar ciertos objetos de consumo o contratar determinados servicios para los que
solicitamos el criterio de alguien en quien confiar, cuánto más sucederá al tratarse de un
servicio que afecta a un aspecto constitutivo de nuestro ser como es la salud.
Por lo general, ni el paciente espera ser tratado como si llevara su automóvil al
mecánico, ni hacerlo resulta respetuoso con su autonomía. El verdadero respeto al
paciente exige del profesional las siguientes actuaciones: primero, evaluar la capacidad
del paciente para tomar decisiones por sí mismo (cosa que no se exige a quien vende
camisas o repara automóviles respecto de sus clientes), respetándola en la medida en
que esa capacidad exista; segundo, ayudar a la recuperación de esa capacidad tanto
como se pueda; tercero, ayudar al paciente a hacerse cargo de la situación en que se
encuentra, y a que las decisiones que tome sean coherentes con sus creencias, ideales y
valores más auténticos (con frecuencia el ser humano siente pugnar preferencias
contrapuestas que hay que ordenar y que, en momentos de enfermedad, puede
resultarnos más difícil de lograrlo por la confusión que vivimos); cuarto, deliberar con
el paciente acerca de la idoneidad de sus decisiones relacionadas con la salud para, en su
caso, cuestionar las que el profesional considere completamente perjudiciales para el
paciente. En este último caso, no se trata de imponer un determinado comportamiento o
estilo de vida al paciente, sino de persuadirle acerca del error de ciertas decisiones y de
la idoneidad de otras. Si no lo consigue, y el profesional estima que se le está
solicitando algo que va contra la lex artis o su conciencia, estará legitimado para
negarse a intervenir.
b) Para ayudar a morir en paz.
La persona que encara el final de su vida no es un individuo completamente dueño de sí
mismo y de su futuro, que no tiene duda alguna acerca de lo que quiere que se haga con
él hasta su muerte. Ese individuo sólo existe en la imaginación de algunos expertos en
bioética, que especulan con agentes morales en lugar de con personas de carne y hueso.
La persona real suele estar debilitada, temerosa, dubitativa, variable en su ánimo,
sabiendo mejor lo que no quiere que lo que quiere y, sobre todo, buscando a alguien en
quien confiar. Pero esa persona real quiere que su morir, aunque no pueda vivirlo con
plena conciencia y capacidad, sea conforme a sus deseos más genuinos. Abomina de
una muerte que no sea conforme a sus valores y, sin embargo, no suele entusiasmarse
ante la posibilidad de redactar un DIP.
Por ello, si se quiere ayudar a las personas a morir en paz, la prioridad no tiene que ser
la creación de un sistema eficaz para la elaboración, conservación y acceso a esos DIP.
La prioridad, más bien, será crear un clima de confianza entre los profesionales y los
pacientes de modo que los segundos puedan tener la tranquilidad moral de que nadie se
va a adueñar del final de sus vidas sino que van a recibir toda la ayuda que necesitan
para morir en paz. Con ello no rechazo los DIP de forma absoluta. Pueden ser una
valiosa ayuda. Pero fácilmente se pueden convertir en lo contrario. El afán por regular el
final de la vida -aprobando normativas, protocolos de actuación, modelos de DIP, etc.puede distraernos de la atención por las personas concretas que mueren y, además,
dejarnos convencidos de que eso es lo mejor para los pacientes.
El veterano director de cine Mike Nichols, que alcanzó la fama mundial con su opera
prima ¿Quién teme a Virginia Wolf? (1966) protagonizada por Elizabeth Taylor y
Richard Burton, filmó en 2001 Wit (2001), una película extraordinariamente ilustrativa
para el tema que estamos tratando. Se trata del relato en primera persona de los últimos
meses de vida de una prestigiosa profesora universitaria de literatura, desde que le
diagnostican un cáncer de ovario hasta que muere. El título original de la película Wit
(ingenio) fue traducido al español como Amar la vida. Emma Thompson, que interpreta
a la profesora Vivian Bearing, hace un magnífico papel en su doble condición de
narradora y protagonista de lo narrado.
La película arranca con la conversación en la que profesora Bearing recibe de su médico
con toda crudeza la información acerca del cáncer que padece, del posible tratamiento y
de su eventual pronóstico. Apelando a la capacidad de resistencia de la paciente, el
doctor la invita a someterse a un tratamiento particularmente agresivo, que no le
devolverá la salud pero que le permitirá a él avanzar en sus investigaciones.
Acostumbrada a la disciplina, Vivian se somete al tratamiento aunque es consciente de
que los médicos no se preocupan tanto por ella como por lo que puedan obtener de ella
en cuanto sujeto de experimentación.
El contrapunto a esta relación marcada por el enseñamiento terapéutico y
experimentación con la paciente lo encontramos en la relación entre Vivian Bearing y
Sussie, la enfermera que la cuida. Este personaje es uno de los muchos aciertos de la
película, pues se trata de una de las pocas enfermeras en la historia del cine que han
quedado inmortalizadas mostrando una profesionalidad y madurez moral superior a la
de los médicos que atienden a la protagonista.
Una de las escenas más significativas de la película para lo que ahora nos interesa es el
diálogo que mantienen la paciente y la enfermera cuando la enfermedad avanza ya
rápida e irreversiblemente hacia una muerte próxima. Para entonces la enfermera ha
conseguido cierto grado de intimidad con Bearing. Es, pues, un momento idóneo para
charlar sobre el final y así lo hace. Con afecto y claridad le dice que en cualquier
momento podría sufrir una parada cardio-respiratoria y que sería conveniente que
manifestara si querría que, en sus actuales circunstancias, la reanimaran o no. La
profesora le dice que, llegado el caso, no la reanimen. A los pocos días se produce la
previsible parada. La enfermera llega a la habitación cuando el equipo de reanimación
ha iniciado sus maniobras de resucitación y emplea todos los medios para impedir que
continúen, llegando incluso a enfrentarse a uno de los médicos que atiende a la paciente.
No cuenta con ningún documento escrito ni testigo en el que ampararse para adoptar esa
posición de máxima resistencia; pero le basta que Bearing le hiciera en privado aquella
manifestación para enfrentarse a quien quiera ir ahora en contra de ella. Sabe que el
enfrentamiento con el equipo de reanimación y el médico le pueden reportar
consecuencias negativas. Pero no duda; las prefiere antes que traicionar a su paciente.
De estas escenas podemos extraer algunas orientaciones acerca del modo en que los
profesionales de la sanidad deben actuar ante las voluntades anticipadas de los
pacientes: 1) afirmar el primado del paciente sobre los avances científicos que puedan
obtener los médicos; 2) dedicar tiempo al paciente para crear el clima de confianza
necesario para que los pacientes hablen con libertad de lo más íntimo y conocer con
precisión cuáles son sus voluntades con respecto al final de su vida; 3) defender los
derechos del paciente y concretamente el cumplimiento de sus voluntades futuras,
incluso frente a los propios compañeros o superiores.
De acuerdo con lo dicho, ofrezco las siguientes sugerencias dirigidas a mejorar el
cumplimiento de las voluntades anticipadas de los pacientes.
1.- Los profesionales de la sanidad deben aprender a ver la muerte no sólo como la
etapa final de todo ser humano, sino como una etapa trascendental, a la que cada
persona debe encontrar un sentido y encaje en el conjunto de su trayectoria personal.
Médicos/as y enfermeras/os tienen aquí un papel de ayuda de primera magnitud. Pero,
por desgracia, aún no se les forma suficientemente para ayudar a morir en paz, cuando
esta última misión es igual o más importante que las demás de la medicina y la
enfermería. La muerte sigue percibiéndose como un fracaso de la medicina, y a los
profesionales dedicados al final de la vida se les tiene como de segunda categoría. El
necesario cambio de mentalidad requiere de un cambio sustancial en los planes de
estudio para que, independientemente de la formación específica que reciban los
profesionales dedicados a especialidades más próximas a la muerte, todos se formen en
una antropología del dolor y la muerte. No oculto las dificultades de acordar los
contenidos de esa antropología; pero la dificultad del reto no justifica retrasos en
acometerlo.
2.- Si los profesionales son capaces de asumir la atención a la persona durante el final
de su vida como un aspecto fundamental de su trabajo, dedicarán tiempo a los pacientes.
Tiempo para escucharles, para transmitirles afecto y confianza, para conocerles bien,
para descubrir sus necesidades y disponer los medios para que sean atendidas. Es obvio
que para conseguir este objetivo no basta con un cambio en la actitud de los
profesionales. Es necesario el concurso de las políticas sanitarias en dos líneas: dotando
recursos humanos suficientes para que los profesionales dispongan de tiempo para
dedicar a los pacientes, y no se vean obligados a hacerlo a base del heroísmo personal; y
formando a los profesionales en la adquisición de las habilidades de comunicación y
ayuda en unas circunstancias tan comprometidas, porque no basta la buena voluntad
para ofrecer una ayuda eficaz. En estas condiciones, los DIP pueden llegar a resultar
superfluos porque los profesionales implicados en cada paciente podrán llegar a tener un
conocimiento preciso de los valores que el paciente quiere que informen las decisiones
relativas al final de su vida. Qué duda cabe que la enfermería tiene un papel destacado
en esta labor, pues al tener un mayor trato con el paciente, está en mejores condiciones
para escucharle y conocerle.
3.- Si el paciente llega solo al final de su vida necesitará de mayores atenciones para
suplir la ausencia de unos allegados que le presten apoyo. Pero lo más común será que
los pacientes estén rodeados de un círculo mayor o menor de personas con las que
mantiene especiales vínculos afectivos y que forman un apoyo insustituible en ese
período final de la vida. La complicidad con ellos es un recurso extraordinario del que
dispone el equipo sanitario para mejorar la atención al paciente. Pero se deben tener
presentes dos consideraciones. En primer lugar, que no siempre los deseos de los
allegados coinciden con los intereses del paciente. Por tanto, los profesionales han de
velar por que el bien del paciente no sea menoscabado por sus allegados. El ejemplo
paradigmático sería el empeño por ocultar información al paciente sin que conste el
deseo explícito o implícito del mismo de que sea otra persona la que reciba esa
información En segundo lugar, que los familiares y allegados tienen afecto por el
paciente pero no la preparación para ayudarle en todo de la mejor manera. En este
sentido, conviene que los profesionales ejerzan cierta pedagogía con los acompañantes
para que no se agoten, no violen los derechos del paciente, y desarrollen de forma
idónea el importante papel que les corresponde. Son ellos, precisamente, quienes mejor
pueden complementar la información que los profesionales van obteniendo acerca de las
preferencias del paciente.
4.- Si se dedica tiempo al paciente y se logra ganar su confianza, y si se consigue la
complicidad de la familia para que nos ayude a conocer al paciente y para compartir con
ella las tareas de cuidado, estaremos en las mejores condiciones para conocer sus
voluntades con respecto al futuro para el caso de que entonces no pudiera decidir por sí
mismo. Esas instrucciones previas podrán entonces llevarse a cabo sin dificultades
porque estarán ajustadas a las circunstancias concretas del paciente. Con ello vuelvo
sobre lo que constituye el eje de todo este artículo. Los DIP no son la mejor garantía de
que las voluntades anticipadas de un paciente serán secundadas. Son sólo un medio, que
resultará eficaz en la medida en la que se enmarque en un proceso continuo de
comunicación entre el paciente y los profesionales de la sanidad. Por ello, si se desea
garantizar el derecho a la autonomía del paciente también cuando ya no puede expresar
su voluntad, hay algo tan importante o más que la regulación de los DIP. Es el
desarrollo de un temple ético en los profesionales de la sanidad que les lleve a ganarse
la confianza del paciente a través de su respeto incondicional y a buscar la complicidad
de la familia. Sólo así logrará saber con exactitud qué atención sanitaria desea recibir el
paciente cuando ya no pueda decidir por él mismo, y se la procurará.
Bibliografía consultada y recomendada:
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