La figura del hombre de negocios en la literatura hispana

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La figura del hombre de negocios
en la literatura hispana
GERMÁN TORRES
En Elites in Latin America (1967) Seymour Martin Lipset, basándose en la
tesis de Max Weber, plantea el desarrollo económico de un país como resultado de la combinación de varios elementos: “Structural conditions make development possible; cultural factors determine whether the possibility becomes a reality” (3). Entre los factores de tipo cultural figura, de manera
prominente, la imagen que una sociedad tiene de la actividad comercial y de
quienes la practican. Tal imagen es reflejo de toda una serie de estructuras sociales, legales y culturales que componen el contexto general en que habrá de
llevarse a cabo la actividad económica, y que hasta cierto punto habrá de facilitar, o impedir, el progreso material de la población. El presente estudio
tratará, a través de la obra literaria, de identificar y rastrear el valor que en
países hispanos se le asigna al empresario y a la acumulación de riqueza. La
literatura se ha escogido, en este caso, por ser fruto de una realidad social particular y, por ello, un vehículo ideal para contextualizar ciertos rasgos culturales que nos permitan acercarnos al sentir popular de una nación y una época.
Históricamente, la representación literaria del comerciante o empresario, como la de toda actividad comercial en general, ha sido negativa. En la
literatura europea la imagen del hombre de negocios se sitúa entre dos extremos. Por un lado como ejemplo de la codicia y oportunismo que motivan
las acciones del ser humano. A esta categoría pertenecen Shylock, de The
Merchant of Venice (1597) de Shakespeare y Goriot, de Le père Goriot (1835)
de Balzac. Por otro lado, el negociante aparece como “el nuevo rico”, una
figura inadaptada que se destaca por su afán de aparentar lo que no es, como
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los personajes de las comedias de Molière, burgueses enriquecidos en oficios
que la nobleza consideraba indignos, pero que sin embargo ya amenazaban
su hegemonía social.
Aún en Estados Unidos, una sociedad en la cual el capitalismo ha llegado
a convertirse en elemento esencial de la identidad nacional, el hombre de negocios no siempre ha recibido un trato favorable en la literatura. Emily Stipes
Watts en The Businessman in American Literature (1982) analiza las causas
que han llevado al novelista a una postura que podría tildarse de anticapitalista y concluye que tal actitud se remonta a la tradición intelectual de los puritanos de Nueva Inglaterra1 y se afianza bajo la influencia de tradiciones literarias como el realismo crítico de finales del siglo XIX. A las razones ideológicas
que menciona Watts podría agregarse otras como el mito de capitanes de industria como Vanderbilt, Carnegie, Rockefeller y Mellon, cuya imagen negativa perdura como símbolo del egoísmo y la codicia que, en la mentalidad
popular, representan los “robber barons” y que dan pie a personajes como Silas Lapham (The Rise of Silas Lapham, 1885, de William Dean Howells),
Frank Cowperwood (The Financier, 1912, de Theodore Dreiser) y George
Babbitt (Babbitt, 1922, de Sinclair Lewis).
En la literatura peninsular
En la literatura peninsular, la imagen del hombre de negocios sigue un
rumbo similar. Las causas son diversas, pero se remontan, de manera general,
a la situación de España durante la Reconquista: una nación entregada a la
tarea de unificar el territorio nacional, en la cual primaba ante todo la actividad militar. Angus Mackay enfatiza así el papel secundario del comerciante:
“Merchants and artisans [ . . . ] often found that economic wealth and status
was not paralleled by any participation in the local power structure” (52). La
iglesia también contribuye a asentar una actitud de rechazo hacia la actividad
mercantil durante la Reconquista. En un contexto altamente estratificado en
el cual la nobleza y el clero se encontraban a la cabeza del edificio social, la
doctrina eclesiástica tenía como función proteger sus privilegios, consolando
la pobreza de la gran mayoría de la población con promesas de reivindicación
social y felicidad en el otro mundo.2
La literatura peninsular recoge de manera temprana el sentir popular hacia la actividad mercantil. En textos medievales es frecuente la crítica—y la
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burla—del escritor hacia la clase comercial. Ejemplos abundan en las obras
más conocidas de la época: el engaño a los prestamistas judíos Raquel y Vidas
en el Poema de Mio Cid (ca. 1207), cuya comicidad sirve para divertir al
público con una broma que hoy en día equivaldría a un desfalco;3 el consejo
de Patronio en El Conde Lucanor (ca. 1335) en “El milagro que hizo Santo
Domingo cuando predicó en el entierro del comerciante”, cuya conclusión
hace un llamado a rechazar la riqueza material a favor de la vida eterna; y la
advertencia en la “Fábula sobre el poder que tiene el dinero”, en el Libro de
buen amor (ca. 1343), con la cual el narrador critica el efecto corrosivo que el
dinero tiene en la sociedad y en el individuo.
El escritor medieval comprende el hecho que una sociedad en la cual el
dinero funciona como árbitro y factor determinante en su organización,
cuestionaría inmediatamente las bases—estáticas y absolutistas—sobre las
cuales reposaba el edificio social del feudalismo. La estratificación social de la
época se basaba en un modelo ordenado de acuerdo a una visión religiosa en
la cual la Corona y la Iglesia hacían de representantes divinos en la tierra. En
una sociedad organizada de tal manera, la acumulación de riqueza material
que resultara del esfuerzo propio—especialmente con el comercio, actividad
vedada al noble—se consideraba una amenaza al orden establecido. La
riqueza, nos advierte Juan Ruiz en el Libro de buen amor, “Convierte en caballeros a necios aldeanos, / en condes y hombres de pro a algunos villanos”
(183). Con mayor movilidad económica se desatarían cambios profundos
que subvertirían los papeles tradicionales.
La ruptura definitiva con el sistema feudal ocurre con el Renacimiento,
época en la cual con los adelantos tecnológicos y la exploración de territorios
recién descubiertos resurge la actividad económica y cambia la actitud hacia
la riqueza.4 España, por lo tanto, comienza el siglo XVI con un breve periodo
de expansión económica. En la literatura tales cambios se presentan con
mayor claridad en La Celestina (1499) de Fernando de Rojas. José Antonio
Maravall nota en la obra “una apetencia de la riqueza, por sí misma, [que]
bulle en el ánimo de los personajes, convencidos de que su posesión enaltece
y honra a la persona” (58). Efectivamente, el ánimo de lucro es lo que motiva
a Celestina y a los demás personajes de clase popular, hecho que se nota, entre otras cosas, en el abundante léxico de tipo comercial. Las relaciones entre
los diferentes estamentos sociales, que antes se basaban en privilegios y responsabilidades, se basan ahora en factores netamente económicos en un am-
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biente en el cual cada uno se abre paso por sí mismo. El individuo de clase
popular—antes a la merced del paternalismo de la nobleza—se ve ahora
obligado a responsabilizarse por su propio destino.
Aunque Pleberio representa la burguesía mercantil, enriquecida hasta tal
punto que puede adoptar el nivel de vida de la antigua nobleza,5 es Celestina
quien, por su esfuerzo, dedicación e ingenio, demuestra más claramente los
beneficios de la iniciativa privada. Y a pesar de que su negocio se basa en la
alcahuetería y la prostitución, el personaje no pierde oportunidad de justificar su modo de ganarse la vida: “Bivo de mi oficio como cada oficial del
suyo, muy limpiamente” (273). No cabe aquí una interpretación tan literal
que insinúe en Rojas un relativismo moral según el cual el valor social de la
prostitución sea el mismo que el de otros oficios. Pero la aseveración del personaje sí anuncia una mayor participación de la clase popular en la actividad
económica de la época, y plantea una idea clave para el espíritu de la libre empresa: la independencia económica es el fundamento de la libertad personal,
hecho que recalca otro de los personajes al criticar a quienes trabajan de criados en casa de ricos: “Por esto [ . . . ] he querido más bivir en mi pequeña casa
esenta y señora, que no en sus ricos palacios sojuzgada y cativa” (233).
El personaje de Celestina reúne en sí una serie de atributos que todavía
hoy en día son rasgos esenciales del carácter emprendedor. Sobresale ante
todo un profundo conocimiento de la sicología del ser humano y el enorme
esfuerzo con que se dedica a su profesión y que, sin duda, es lo que le permite
convertirse en la mejor practicante en su campo. Como indica Alan Deyermond en un estudio sobre el negocio de la alcahueta, “aun admitiendo bastante exageración hay que reconocer su productividad extraordinaria” (4).
Tales características personales se complementan con un instinto nato para
los negocios, que se manifiesta en su gran capacidad organizativa; un sistema
de control que le permite ofrecer sus servicios con mayor eficiencia (141);
conocimiento de las leyes de oferta y demanda (151, 235) y del hecho que el
intercambio comercial no es un juego de suma-cero y que por lo tanto beneficia a quienes participan en él (115); y la capacidad de aceptar un alto nivel
de riesgo (123). Mención especial merecen la calma y disciplina que demuestra en las negociaciones que lleva a cabo para facilitar el encuentro sexual entre Calisto y Melibea. Según Neal Beckmann, experto en negociación comercial, para tener éxito es necesario saber las reglas de juego, comprender la
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sicología del contrincante y ser capaz de adaptarse a circunstancias imprevistas durante el proceso (5). Los requisitos que enumera Beckmann describen
paso a paso la actuación de Celestina durante la primera visita a casa de Melibea, episodio en el cual sale a relucir la sangre fría y la compostura del personaje ante una situación que bien podría habérsele salido de las manos. Es
precisamente el don de negociación de Celestina lo que le permite llegar a un
acuerdo que represente los intereses de ambas partes y que sirva de punto de
partida para lograr sus objetivos. Como ella misma asegura después, “nuevas
maestras de mi oficio, con menos experiencia, habrían fracasado en el intento” (171–72).
La amplia gama de destrezas empresariales con que Rojas dota a su personaje, por extraordinarias que parezcan a un público lector, eran parte del
conocimiento económico y comercial de la época.6 El propósito de la obra,
sin embargo, no es alabar el genio empresarial de la protagonista sino alertar
al lector ante las trágicas consecuencias ocasionadas por la codicia (Rojas 83).
En este sentido la intención del autor concuerda ampliamente con los convenios de entonces. Según Raymond de Roover, para ser aceptables en la mentalidad de finales de la Edad Media, las utilidades de una empresa o negocio
debían ser moderadas y tener una finalidad social—beneficiar a la comunidad, por ejemplo (340). En Celestina, por el contrario, prima ante todo el
deseo de acumular riqueza para beneficio personal, hecho que se comprueba
al insistir en que las ganancias sean repartidas de acuerdo al esfuerzo individual y no por partes iguales (271). El genio emprendedor de Celestina sirve
para componer un personaje nefasto, guiado ante todo por la ambición y
cuya muerte es, hasta cierto punto, resultado de sus fallos morales.
En ese sentido, la obra de Rojas no se deshace de viejos prejuicios culturales, y el hecho es que en España, a pesar de la apertura económica y social
ocasionada por el Renacimiento, perduran la desconfianza y la sospecha hacia la actividad comercial. En textos de la época se destacan “las violentas
arremetidas contra los ricos que hacen uso abusivo y puramente egoísta de
sus bienes” (Abellán 167). A comienzos del siglo XVI, en sectores que se podrían considerar reformistas queda latente una actitud crítica ante el concepto de propiedad privada y del capitalismo como forma de organización
social. Entre las figuras principales del erasmismo, por ejemplo, predomina,
de manera un tanto amorfa y general, la idea de un comunismo cristiano bajo