LG- Formación del Estado argentino

La formación del Estado argentino *
Prof. Liliana Garulli
* Estas breves notas se proponen abordar el proceso de formación del Estado
nacional argentino sintetizando, a partir de criterios didácticos, sólo algunos de los
aportes bibliográficos relevantes para este tema.
I. Los conceptos
Hacia 1880 se cierran en Argentina varios procesos convergentes: el proceso de
formación de un sistema de dominación política, de un mercado y de una nación. A su
vez, estos procesos se desarrollan sincrónicamente con la consolidación de la burguesía
terrateniente de Buenos Aires como la clase fundamental en la sociedad argentina.
Si bien con algunas especificidades, el caso argentino permite establecer puntos de
comparación con otras experiencias latinoamericanas: la formación del Estado en la
mayoría de los países de la América española debe rastrearse desde la época de las
guerras por la independencia. La disolución de los vínculos coloniales con la metrópoli
no significó entonces la automática conformación de Estados nacionales, pero esta
ausencia de sistemas de dominación formalmente constituidos, sin embargo, no supuso
la absoluta inexistencia de formas estatales de control de la sociedad civil. Superada la
traumática etapa revolucionaria, caracterizada por la desintegración y desorganización
de los espacios comerciales y la sangría de recursos para hacer frente a las guerras
emancipadoras, la mayoría de las flamantes “naciones” americanas se sumergió en
prolongados enfrentamientos civiles que pusieron de manifiesto, de alguna manera, la
debilidad de las nuevas formas estatales, y la compleja trama de intereses expresados en
una marcada fragmentación política hacia el interior de las nacientes “repúblicas”. Las
guerras civiles, como expresión de un conjunto variado de factores centrífugos,
contribuyeron a retrasar y obstaculizar la centralización política en un Estado nacional
durante varias décadas.
Las clases dominantes criollas se apropiaron de parte de las instituciones del aparato del
estado colonial, pero inaugurando un nuevo tipo de política económica basada en la
libertad comercial, uno de los objetivos que había motorizado las revoluciones contra el
perimido e ineficiente sistema monopólico con el que España pretendía proteger su
1
costoso rol de intermediaria entre sus colonias y los países productores de las
mercancías que éstas consumían. Aunque embrionaria, la existencia de aquellos
“Estados” luego de los estallidos revolucionarios se manifestó, en líneas generales, en la
adopción de medidas de libre comercio, en la abolición de la esclavitud, en la
expropiación de tierras de la iglesia o de las comunidades indígenas, en la contratación
de empréstitos en el exterior, para adecuar las condiciones internas de las sociedades
americanas a los requerimientos de las economías centrales en el contexto de la
Revolución Industrial. Tengamos en cuenta que la división internacional del trabajo
comenzaba progresivamente a incorporar a América latina como abastecedora de bienes
primarios. Todo ese conjunto de disposiciones establecidas para favorecer la
vinculación de las nacientes economías con el mercado capitalista mundial no podría
haberse realizado sin un mínimo aparato estatal.
Pero es recién en la segunda mitad del siglo XIX cuando comienzan a evidenciarse las
condiciones que aceleran la formación y consolidación de los estados nacionales
modernos en América latina. En este punto, la experiencia latinoamericana no se
diferencia del modelo clásico europeo: Según Oscar Oszlak, “el surgimiento de
condiciones materiales que hacen posible la conformación de un mercado nacional es
condición necesaria para la constitución de un estado nacional” 1. (Como diferencia
cultural acotemos que los Estados latinoamericanos se establecieron negando los
elementos constitutivos de las naciones-etnias americanas preexistentes). Y si en la
primera mitad del siglo XIX, liberales y conservadores se enfrentaron abiertamente y
sus ensayos de organización no resultaron duraderos, fue precisamente un “liberalismo
conservador” la síntesis ideológica de los grupos dirigentes que acabaron organizando
los Estados – oligárquicos- en el último tercio del siglo.
En un ensayo en el que revisa los elementos teórico-metodológicos para el estudio de
los Estados nacionales en América latina, Oscar Oszlak
2
se detiene en resaltar las
dificultades que surgen de un complejo entrecruzamiento de categorías analíticas
“acabadas” (nación, capitalismo, mercado) y que son utilizadas, sin embargo, para
1
Oscar Oszlak. Formación histórica del Estado en América latina: elementos teórico-metodológicos para
su estudio, Buenos Aires,
2
Oscar Oszlak, ibidem
2
recorrer un proceso formativo –el del Estado- hasta confluir en una forma específica de
éste: el Estado nacional. Según este autor, los conceptos complejos y ambivalentes
empleados para analizar estos procesos no son, además, “mutuamente excluyentes”.
Ejemplifiquémoslo de esta manera: la “nación” implica, entre otras cosas, la existencia
de un “mercado”; éste nos habla de “relaciones de producción” que remiten a la
constitución de “clases sociales” y el conflicto derivado de la existencia de éstas explica
la necesidad de un “sistema de dominación” (“Estado”), vinculado, territorial e
ideológicamente, a la idea de nación.
Mientras el Estado es una institución del orden político, la nación es una realidad del
orden cultural, uno de los ítems más controvertidos del léxico político, una noción que
resulta difícil precisar. Homi Bhabha 3 habla de la nación como una “invención”, como
una de las “estructuras principales de ambivalencia ideológica dentro de las
representaciones culturales de la modernidad”. Por ser una realidad del orden cultural, la
nación nos remite al campo de las identidades, al conjunto de elementos –tradiciones,
lengua, vínculos religiosos, hábitos de vida compartidos, historia en común- que nos
hacen particulares. Para Guillermo O’Donnell
4
la nación es “el arco englobante de
solidaridades que postula la homogeneidad de un ‘nosotros’ frente a un ‘ellos’ de otras
naciones”. Ese “arco de solidaridades” es el principal elemento integrador que
cohesiona, aglutina, por encima de los intereses diferenciados y contradictorios que
surgen dentro de una sociedad a partir de su desarrollo material. Podríamos sostener, en
esta línea, que la nación puede definirse no sólo por lo que “es” sino también por
aquello que “no es”, puede definirse a partir de la diferencia con el “otro” que está
colocado “afuera”.
No debe considerarse a la “nación”, entonces, como una categoría acabada y perfecta,
cristalizada o inmutable. Al igual que el Estado, la nación es una construcción, es el
resultado de un proceso y no de un formal acto constitutivo. Es una entidad a la que le
asignamos un campo de significados y es la resultante de un desarrollo en el que
adquiere centralidad el Estado, desplegando uno de sus atributos fundamentales: la
internalización de una identidad colectiva.
Pero entonces, si la existencia de la nación es el resultado de un proceso, ¿cuándo
adquiere “entidad” la nación argentina? ¿En 1810? ¿Con la declaración de la
3
4
Homi Bhabha. “Narrating the Nation, Londres, 1990.
Guillermo O’Donnell. El Estado burocrático-autoritario, Buenos Aires, 1982
3
independencia? ¿Con la sanción de la Constitución nacional en 1853? ¿Se modifica la
nación con la llegada masiva de inmigrantes a fines del siglo XIX? ¿La idea de nación
presente en el imaginario de la Generación del 80 es la misma durante el Estado
peronista?
El sentido de detenernos en estos elementos conceptuales complejos que le otorgan
especificidad a la categoría “Estado-nación” es comprender la dificultad de precisar “no
sólo un momento a partir del cual puede afirmarse su respectiva existencia (la del
Estado y la de la nación) sino, además, aquél en que nación y Estado coexisten como
unidad.” 5
El Estado moderno –capitalista- expresa las relaciones de poder presentes en la
sociedad, es la instancia política que articula un sistema de dominación social. Las
relaciones sociales de producción conforman el “entramado fundamental” de una
sociedad, la definen. El Estado es un aspecto de dicha relación social: bajo el modo de
producción capitalista garantiza y organiza la reproducción de las relaciones sociales
que hacen de la burguesía la clase dominante. 6 Por lo tanto, no surge espontáneamente
ni es creado a partir de un acto voluntarioso de las elites. Es el resultado de un proceso
de construcción social.
Oszlak propone considerar la formación del Estado como un “gradual proceso de
adquisición de los atributos de la dominación política”. La existencia del Estado se
verificaría a partir del desarrollo de un conjunto de capacidades que definen la
“estatidad”, es decir, la condición de “ser Estado” a lo largo de un período que, en el
caso de nuestro país, recorre varias décadas de definiciones y enfrentamientos. Estos
atributos son los siguientes:
1.- Capacidad de externalizar su poder. Se refiere a la obtención del reconocimiento
como unidad soberana dentro de un sistema de relaciones interestatales.
2.- Capacidad de institucionalizar su autoridad, imponiendo una estructura de
relaciones de poder que garantice su monopolio sobre los medios organizados de
coerción. (El Estado como agente integrador de la sociedad, como núcleo del sistema
político, monopolizador de todos los mecanismos institucionales de mando)
5
Oscar Oszlak, op.cit.
Cfr. Guillermo 0’Donnell, “Apuntes para una teoría del Estado”, Documento Cedes; David A. Gold et
al., “Recientes desarrollos en la teoría marxista del Estado capitalista”, En “Capitalismo y Estado”,
Editorial Revolución.
6
4
3.- Capacidad de diferenciar su control, a través de la creación de un conjunto
funcionalmente diferenciado de instituciones públicas con reconocida legitimidad para
extraer recursos de la sociedad civil, con cierto grado de profesionalización de sus
funcionarios y cierta medida de control centralizado sobre sus variadas actividades.
4.- Capacidad de internalizar una identidad colectiva, mediante la emisión de
símbolos que refuerzan sentimientos de pertenencia y solidaridad social y garantizan en
consecuencia, el control ideológico como mecanismo de dominación. 7
Durante varias décadas, la existencia del Estado argentino se asentó exclusivamente en
el reconocimiento externo –por parte de Inglaterra- de su soberanía. Después de los
primeros diez años de gobiernos “independientes”, la derrota del directorio a manos de
caudillos del interior en 1820 acabó con el gobierno central e inauguró la etapa de las
autonomías provinciales. Entre 1829 y 1852 la unidad nacional se resumió en una serie
de pactos confederativos entre algunas provincias -que sugerían la intencionalidad de no
abandonar el objetivo de constituir una nación- y en la delegación del manejo de las
relaciones exteriores en la figura del gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de
Rosas.
II. El proceso formativo
Como anticipamos en el apartado anterior, la formación del Estado argentino no resultó
automáticamente de la guerra emancipadora. Se desarrolló en el contexto de lo que
Waldo Ansaldi denomina una “crisis orgánica”: el largo período que va desde 1806 con las invasiones inglesas- hasta 1880 -con la organización del Estado nacional. Según
este autor, en este período se puede constatar una crisis de hegemonía (de autoridad) de
la clase dirigente. La crisis se manifiesta, en su inicio, porque el poder colonial (lo
viejo) se resiste a morir y el poder burgués criollo (lo nuevo) no tiene aún garantizada su
vida. La burocracia virreinal, los comerciantes monopolistas, el clero español se tornan
anacrónicos e incapaces de impulsar al conjunto de la sociedad hacia las nuevas
exigencias; pierden su autoridad, su capacidad de conducción. La crisis se resuelve,
7
Oscar Oszlak. “Reflexiones sobre la formación del Estado y la construcción de la sociedad argentina”.
En: Desarrollo Económico, Vol.21, Nº 84, 1982. (Trabajo presentado en el XIV congreso
Latinoamericano de Sociología, San Juan de Puerto Rico, octubre de 1981)
5
luego de transitar distintos nudos históricos, en 1880 con la consolidación del Estado y
de la fracción de clase que detentará el poder, logrando hacer de sus intereses
particulares, los generales de la nación.
En palabras de Ansaldi:
“En 1810-1812 la crisis orgánica deviene, sin solucionarse, revolución anticolonial. En ella –
como en toda revolución- el problema fundamental es el problema del poder, esto es, la cuestión
de qué clase, fracción de clase o alianza de clases tendrá el control del Estado o, mejor aún, el
control de la sociedad política y de la sociedad civil. En este caso, es precisamente tal cuestión la
que no encuentra definición precisa y esta indefinición prolonga la crisis orgánica: durante siete
décadas se intentará con mucha dificultad dar con una respuesta que permita la consolidación de
una clase fundamental capaz de dominar la sociedad argentina y construir un Estado nacional. En
1880 ha de cerrarse la crisis orgánica abierta en 1806, con una solución que será, con todo,
notablemente débil y cuestionada con mucha rapidez”.8
Correspondería, en este punto, identificar el conjunto de factores de índole y magnitud
diversa que contribuyeron a retrasar la organización nacional luego de roto el vínculo
colonial con nuestra metrópoli de entonces, España, y que funcionaron como fuerzas
centrífugas que obstaculizaron las pretensiones de Buenos Aires de constituirse como
centro indiscutido del poder político.
. En primer lugar, la vastedad y extensión de lo que hasta entonces había constituido el
Virreinato del Río de la Plata se combinaba con factores geográficos que favorecían el
aislamiento de ciertas regiones y que explicaban la autonomía de algunas de ellas con
respecto de Buenos Aires, o su posterior separación de las Provincias Unidas, ya sea
porque sus recursos económicos lo posibilitaban, como en el caso de la Banda Oriental,
o porque además de contar con ellos, su situación geográfica no había reforzado los
vínculos de pertenencia con el resto del territorio, como en el caso del Paraguay. La
lógica interna del espacio rioplatense tendía más “a la separación que a la unidad
nacional”. 9 El territorio nacional distaba de ser una unidad inseparable. En las primeras
páginas de Facundo, Sarmiento señala que el mal que aquejaba a la Argentina era la
extensión, “(…) el desierto la rodea por todas partes, se le insinúa en las entrañas…”
8
Waldo Ansaldi. Notas sobre la formación de la burguesía argentina, 1780-1880. En Enrique Florescano
(coordinador) Orígenes y Desarrollo de la Burguesía en América Latina, 1700-1955, México, Editorial
Nueva Imagen, 1985.
9
Waldo Ansaldi, op.cit.
6
. Las rutas interprovinciales eran pobres, costosas o inexistentes, otro factor que tendía a
la fragmentación y que además encarecía los productos de las provincias debido al costo
del transporte.
En los escritos de Sarmiento y Alberdi estos problemas aparecen expresados como una
metáfora ideológica –el “desierto”-. En sus obras, estos intelectuales “fundadores”
completan el diagnóstico con la proposición de soluciones:
“Hoy debemos constituirnos, si nos es permitido este lenguaje, para tener población, para tener
caminos de fierro, para ver navegados nuestros ríos, para ver opulentos y ricos nuestros estados.
(…) Nuestros contratos o pactos constitucionales en la América del Sur, deben ser especie de
contratos mercantiles de sociedades colectivas formadas especialmente para dar pobladores a
estos desiertos (…); para formar caminos de fierro, que supriman las distancias que hacen
imposible esa unidad indivisible en la acción política (…)” 10
. Los intereses económicos regionales eran contradictorios. El conflicto entre el centro
unificador –Buenos Aires- y las distintas regiones del interior, “aunque disimulado por
divergencias culturales e ideológicas” 11, tenía causas económicas. La liberalización
comercial ratificada por la Revolución de 1810, facilitaba la exportación de los “frutos
de la tierra” (cueros, sebo, más adelante tasajo) y por ende, contaba con el apoyo de los
terratenientes bonaerenses. El ingreso de divisas por ese concepto permitía la
importación de manufacturas baratas –cuyos impuestos aduaneros eran monopolizados
por Buenos Aires- lo que garantizaba el acuerdo de la burguesía mercantil porteña. Esta
importación de manufacturas producidas en Inglaterra con técnicas capitalistas deterioró
la producción artesanal del “interior”. El sistema financiero de Buenos Aires, según el
parecer de las provincias, respondía a una ecuación doblemente injusta: la región que
pretendía centralizar el poder se apropiaba de las rentas provenientes de la importación
de manufacturas que se consumían fuera de su territorio y que obligaban a las distintas
economías regionales a una competencia que daba por resultado el colapso de sus
producciones artesanales.
10
Juan Bautista Alberdi, “Bases y puntos de partida para la organización política de la República
Argentina, 1852.
11
Leopoldo Allub. “Estado y sociedad civil: patrón de emergencia y desarrollo del Estado Argentino,
1810-1936”
7
“La instauración del capitalismo dependiente en Buenos Aires contribuía de esta manera a la
pauperización creciente de numerosas capas sociales, y a la ‘puesta en disponibilidad’ (Gino
Germani) de individuos que podían eventualmente ser encuadrados en las huestes de los
caudillos” 12
Las políticas de liberalización comercial y el monopolio de los recursos de la aduana
por Buenos Aires llevó a las provincias del interior a establecer impuestos aduaneros en
sus propios límites provinciales los que sobre-encarecían sus productos. Estos
impuestos contribuían a desintegrar aun más el espacio económico argentino.
. El idioma no era tampoco un elemento aglutinante ya que por entonces en muchas
provincias estaba generalizada la utilización de las lenguas indígenas, debido a la
heterogeneidad racial producto del mestizaje.
Todos estos factores estimularon el desarrollo de fuerzas regionalistas y de prolongados
períodos de aislamiento o de absoluta independencia provincial, combinados con el
caudillismo, como forma particular de ejercicio de la dominación en algunas provincias
del interior. La población rural resistía el liderazgo de Buenos Aires pero aceptaba el de
sus autoridades locales, los caudillos, que desplegaban su dominación carismática,
basada no sólo en el ejercicio de la fuerza, sino también en el prestigio emanado de sus
cualidades excepcionales y de la tradición. Las distintas regiones del interior no veían,
en realidad, cuáles serían las ventajas provenientes de mantenerse como parte de las
Provincias Unidas. A modo de ejemplo: durante este período de enfrentamiento entre
las intenciones de Buenos Aires y las resistencias por parte de las provincias, Santiago
del Estero, Catamarca y Tucumán llegaron a declararse repúblicas y se dieron nuevas
constituciones; Entre Ríos, Corrientes y Misiones se unieron para formar la República
de Entre Ríos, entre otros intentos secesionistas condenados al fracaso.
Ahora bien, si la declamada “unidad nacional” de la “nación argentina” se refería más a
la apelación de elementos simbólicos que a una realidad concreta que la desmentía, ¿qué
fue lo que impidió el total desarrollo de las tendencias centrífugas? Según Oszlak,
12
Leopoldo Allub, op.cit.
8
“Paradójicamente, el aislamiento y el localismo, en condiciones de precariedad institucional,
magros recursos y población escasa, impidieron el total fraccionamiento de esas unidades
provinciales en estados nacionales soberanos” 13
Buenos Aires aspiró, desde el primer momento de la revolución, a constituir un Estado
unificado bajo su hegemonía
14
sin considerar ofrecer compensaciones o ventajas a las
clases dominantes del interior por la aceptación incondicional de su liderazgo. Los
intentos de organización nacional a partir de constituciones unitarias –centralistas-, que
cercenaban las autonomías provinciales, terminaron en fracasos estrepitosos que
incrementaron los enfrentamientos. A partir del nudo histórico de 1820 y la disolución
del poder central, las provincias funcionaron como “cuasi” estados (mantenían fuerzas
regulares propias, emitían moneda, impartían justicia, establecían aduanas internas)
dentro de una federación cuyos vínculos de nacionalidad todavía se asentaban en la
débil identidad colectiva creada por las guerras de la independencia.
En este contexto de dispersión del poder, la existencia del Estado nacional se fundaba
en uno sólo de sus atributos: el reconocimiento externo de su soberanía política. En
efecto, mientras Inglaterra se apresuraba a reconocer a la joven “nación” argentina,
hacia dentro, el Estado en formación no lograba imponer y obtener acatamiento ni
subordinar a las fuerzas que sistemáticamente lo cuestionaban, es decir, no lograba
institucionalizar su autoridad.
Durante mucho tiempo se impuso dentro de nuestra historiografía –fundamentalmente
en los textos escolares aunque no únicamente allí- una lectura simplificada de esta etapa
conflictiva de la historia argentina que resaltaba los aspectos anecdóticos. La
“anarquía”, “unitarios y federales” o “porteños y provincianos” fueron la forma que
adoptó una producción historiográfica reduccionista del pasado argentino, que
automáticamente tipificó como anarquía el cuestionamiento de las distintas provincias
del interior a las pretensiones hegemónicas de Buenos Aires, y que fue más allá al
identificar, sin matices, a los unitarios como porteños y a los federales como
13
Oszlak. “Reflexiones…”, op.cit.
La noción de hegemonía aparece en este artículo como la capacidad de dirección político-cultural que
ejerce un grupo social sobre el conjunto de la sociedad.
14
9
provincianos. En este punto, Waldo Ansaldi, en el trabajo ya citado, propone
complejizar el problema de la siguiente manera:
“Frente a la tradicional división regional en Litoral e Interior, es necesario complicar la
caracterización espacial, primordialmente en el segundo. Es que ni uno ni otro constituyen (…)
bloques homogéneos, aunque en el primero los elementos unificadores tienden a predominar,
apuntando a definir relaciones de producción capitalistas –capitalismo rural más específicamente
ganadero-, en particular en las nuevas tierras que van incorporándose a la actividad económica
de la región (…). Ahora bien, aunque ambos grandes espacios tienen estructuras heterogéneas,
en el litoral existe un área dinámica capaz de subordinar a las más retrasadas, situación que no
encuentra similitud en ninguna de las regiones interiores, por lo menos hasta 1870-1880. (…)”
La heterogeneidad estructural del interior, a su vez, contribuye a explicar su incapacidad para
“constituir un bloque frente al litoral o, al menos, a la burguesía terrateniente y comercial de
Buenos Aires” (…)
“(…) En cada región hay una clase dominante enfrentada con sus propias clases subalternas,
pero también con contradicciones que le oponen a las clases dominantes de las otras regiones. Es
así como el conflicto que en un primer momento del análisis aparece como un conflicto entre
regiones, en un segundo se nos revela como una contradicción de clases (…).
“Si las guerras civiles aparecen sobre todo como un enfrentamiento político es porque ése es el
nivel más claro en que se expresan las contradicciones sociales (estructurales)” 15
III. El camino hacia el orden
Como adelantamos más arriba, las perspectivas de organización nacional y
centralización política se activaron con la aparición de condiciones materiales para la
estructuración de una economía de mercado a mediados del siglo XIX, luego de más de
cuatro décadas de guerras civiles e intentos separatistas. La derrota de Rosas en Caseros
cerró la etapa de “descentralización autonomista” en la cual las provincias se reservaban
el máximo de su capacidad de decisión. Se aceleró, entonces, lo que Natalio Botana
denomina el proceso de “reducción a la unidad”. 16
15
Waldo Ansaldi, op.cit.
“De un modo u otro, por la vía de la coacción o por el camino del acuerdo, un determinado sector de
poder, de los múltiples que actúan en un hipotético espacio territorial, adquiere control imperativo sobre
el resto y lo reduce a ser parte de una unidad más amplia”. Cfr. Natalio Botana, “El orden conservador. La
política argentina entre 1880 y 1916”, Editorial Sudamericana, 1998.
16
10
La caída del régimen rosista –producto de una coalición de fuerzas del litoral con apoyo
extranjero y de sectores disidentes de Buenos Aires- coincidió con el aumento de la
demanda externa de productos de la tierra impulsada por la llamada segunda Revolución
Industrial y sus avances tecnológicos, que comenzaron a poner en evidencia el
agotamiento de la economía saladeril y la no adecuación de la estructura económica a
los nuevos requerimientos de la producción y el intercambio.
Muchos de los factores que mencionamos como obstáculos a la centralización política
también funcionaron como limitantes al desarrollo económico. Caracterizaron un
espacio en el que predominaba la desorganización, el atraso, el caos, el desorden.
Impedían el progreso que ya se avizoraba como una meta de la evolución social, como
un destino argentino. A la dispersión y aislamiento de los mercados regionales, a la
escasez de población y a la precariedad –o inexistencia- de medios de comunicación y
transporte, se agregaban la anarquía monetaria –muchas provincias emitían su moneda-,
la inexistencia de un mercado financiero y las dificultades para expandir la frontera
territorial incorporando nuevas tierras. No existían, en el espacio argentino, garantías
sobre la propiedad privada, las actividades productivas y hasta la propia vida –guerra
civil, caudillismo e incursiones indígenas. La violencia y la crueldad extrema para con
los enemigos no eran, además, una modalidad exclusiva de los malones de indios, sino
que caracterizaban el comportamiento de las facciones enfrentadas dentro del supuesto
ámbito de la “civilización”. El caos jurídico y la precariedad institucional expresaban la
debilidad del Estado como articulador de la sociedad civil y retaceaban la confianza de
los extranjeros en el país.
Todos estos factores se constituyeron en la agenda de problemas que la instancia
política se ocuparía de resolver en sintonía con el credo de la filosofía positivista en
boga. Siguiendo a Oszlak, 17 para la elite que lideró el proceso de organización nacional
“El ‘orden’ aparecía como la condición de posibilidad del ‘progreso’, como el marco dentro del
cual, librada a su propia dinámica, la sociedad encontraría sin grandes obstáculos el modo de
desarrollar sus fuerzas productivas. Pero a su vez, el ‘progreso’ se constituía en condición de
legitimidad del orden. (…)
“El ‘orden’ excluía a todos aquellos elementos que pudieran obstaculizar el progreso, el avance
de la civilización, fueran éstos indios o montoneras (…) Por eso, el ‘orden’ también contenía una
implícita definición de ciudadanía, no tanto en el sentido de quienes eran reconocidos como
11
integrantes de una comunidad política, sino más bien de quiénes eran considerados legítimos
miembros de la nueva sociedad. (…)
Orden y progreso aparece como la expresión que mejor vincula el proceso interno - la
organización nacional- con el contexto internacional, es decir, la expansión de la
Revolución Industrial y del liberalismo como paradigma dominante. El orden como
requisito del progreso. El progreso (demanda externa, inversiones extranjeras,
préstamos) como legitimante de un orden que en esta etapa se impone generalmente por
la fuerza. En este punto, la constitución aparecía como una pieza fundamental. Pero,
¿qué tipo de constitución? Aquella que pusiera fin al “desierto”, recomendaba Juan B.
Alberdi.
“En sus Bases ha expuesto Alberdi los fundamentos teóricos de su punto de vista: lo que la
Argentina necesita para superar, en una suerte de salto cualitativo, el círculo infernal de miseria y
guerras civiles, es la introducción acelerada de capitales extranjeros e inmigrantes también
extranjeros. Facilitar esa introducción es toda la tarea del futuro gobierno argentino; para
facilitarla debe asegurar, aun a precio muy elevado, el orden. Y también la libertad civil y
comercial; no la política, que puede provocar turbulencias dañinas. El régimen político que bajo
la máscara republicana organice una dictadura heredera de los instrumentos de compulsión
creados por el rosismo, orientados ahora por un plan de progreso económico acelerado, es lo que
Alberdi llama la república posible. La república posible es, para Alberdi, el único camino que
queda abierto a un régimen de libertad en la Argentina, sólo concebible en un remoto futuro en el
cual toda la realidad nacional se habrá transformado sustancialmente: entonces y sólo entonces, a
la república posible remplazará la república verdadera”.18
La sanción de la Constitución Nacional en 1853 apuntó a lograr un equilibrio entre las
diferentes fuerzas sociales que contribuyeron a darle forma. Se proponía, por un lado,
evitar que la autoridad se ejerciera en beneficio exclusivo de alguna provincia –Buenos
Aires-, y por otro, garantizar el ejercicio de esa autoridad en función de los intereses
generales, es decir, de todas las provincias. Sin embargo, no logró ser una prenda de
unidad. Buenos Aires rechazó el texto constitucional en función de aspectos que
consideró lesivos para sus intereses particulares (la fracción terrateniente que carecía de
un proyecto nacional se opuso, por ejemplo, a la federalización de la aduana) y se
separó de la Confederación Argentina. Durante una década, la realidad de dos Estados –
17
Oszlak. “Reflexiones…”, op.cit.
12
el de la poderosa provincia porteña y el de la Confederación- siguió evidenciando la
dispersión del poder, a pesar de la formal existencia del texto constitucional. Este
larvado enfrentamiento habría de culminar en Pavón (1861) y en la victoria de Buenos
Aires por sobre la constelación de provincias.
“Este triunfo que culminará con la victoria de la sociedad portuaria luego de una larga y
desgastante lucha no determinará condiciones favorables para la posterior evolución
democrática. No sólo porque consolidará la hegemonía en el proceso modernizador de clases
terratenientes y comerciales cuyos intereses estaban muy vinculados con el exterior, sino porque
supondrá la más completa subrogación de los vencidos. No habrá pacto, transacción o
negociación alguna con éstos, a los cuales por otra parte dentro de este modelo económico no
había nada que ofrecer, lo que favorecerá de esta forma una gran concentración del poder en el
área de la sociedad portuaria y la consiguiente subordinación del resto de la nación a la misma.
Se reedita así la política centralista que caracteriza la etapa colonial” 19
En sus notas –ya citadas- sobre la formación de la burguesía argentina, Waldo Ansaldi
identifica aquí otro nudo histórico: Buenos Aires logró imponerse sobre el litoral fluvial
(Santa Fe, Entre ríos, Corrientes) conformándose, a partir de Pavón (1861), un bloque
regional capitalista que necesitó sólo dos décadas para convertirse en nacional,
“extendiendo su hegemonía al conjunto de la sociedad argentina, bien entendido que para
alcanzarla hará uso intensivo y extensivo de la coacción, la violencia, contra todos los sectores
opositores (gauchos, indios, caudillos, paraguayos y hasta los mismos sectores burgueses
secesionistas de Buenos Aires)”
En síntesis, la Confederación significó un intento de creación de un Estado nacional,
pero debió subordinarse a Buenos Aires. La victoria de ésta en Pavón –dejaremos de
lado todas las incógnitas acerca del desempeño militar de los contendientes y del
resultado final- dejó al descubierto lo que en realidad se escondía detrás de un aparente
enfrentamiento entre dos unidades políticas –la Confederación Argentina y el Estado de
Buenos Aires. En Pavón, la coalición de todas las provincias no consiguió derrotar a
Buenos Aires, la región más dinámica del espacio rioplatense, el nexo con Europa.
18
Tulio Halperín Donghi. “Prólogo” a D. F. Sarmiento, Campaña en el Ejército Grande Aliado de Sud
América, FCE, 1958.
19
Daniel G. Delgado. “Modernización dependiente y democracia. Un comentario a la obra de Barrington
Moore. En Crítica y Utopía, 1985.
13
A partir de este momento, los gobiernos posteriores a Pavón, comenzando por el del
General Mitre, desde la provincia hegemónica y utilizando sus recursos y organismos se
dieron a la tarea de encarar una agenda de cuestiones que necesitaban ser resueltas, otras
debían ser modificadas y muchas definidas por primera vez. Todas ellas permitieron el
afianzamiento institucional del Estado nacional.
En este proceso de definición de los ámbitos de su incumbencia, el Estado fue
subrogando, es decir, transformando en “públicos” y “generales”, intereses y
funciones propios de los particulares, a partir de distintas modalidades de
penetración estatal sobre diversos ámbitos de la sociedad civil.
Los sectores dirigentes que completaron la organización del Estado a partir de Pavón
debieron enfrentar las resistencias de grupos de interés (los sectores autonomistas de
Buenos Aires, por ejemplo, y su negativa a ceder la ciudad para el efectivo asiento del
Estado nacional), de instituciones (la Iglesia) o de las provincias. Todos fueron llevados
a transferir funciones que habían ejercido desde siempre. (El Estado tomará a su cargo
el registro de las personas, la celebración del matrimonio civil, la administración de los
cementerios, hasta ese momento en manos de la Iglesia; o reclamará como de su
exclusivo monopolio la emisión monetaria, la administración de justicia, la formación
de un ejército nacional y de un sistema de recaudación impositiva, no sin lesionar
algunos “derechos” provinciales.)
En su clásico trabajo “El orden Conservador”, la hipótesis que defiende Natalio Botana
presenta la formación definitiva del Estado Nacional y del régimen político que lo hizo
manifiesto como
“un fenómeno tardío que sucedió a la guerra civil de la década del cincuenta y a las presidencias
fundadoras de Bartolomé Mitre, Domingo F. Sarmiento y Nicolás Avellaneda. Fenómeno tardío
que tuvo, entre otros, dos rasgos distintivos: la constitución de un orden nacional, en primer
lugar, al cual quedaron subordinados los arrestos de autonomía que, sobre todo, sobrevivían en la
provincia de Buenos Aires, y la fórmula política, en segundo término, que otorgó sentido a la
relación de mando y obediencia privilegiando algunos valores en detrimento de otros.” 20
20
Natalio R. Botana, op. cit.
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Variadas fueron las modalidades estatales para con la sociedad civil en esta última etapa
de afianzamiento institucional y de definición de ámbitos y jurisdicciones.
El Estado argentino combinó la más cruda represión física a las fuerzas contestatarias,
por un lado, con otros mecanismos de control social basados en prácticas consensuales.
Para Homi Bhabba, “los orígenes de las tradiciones nacionales se vuelven tanto actos de
afiliación y establecimiento así como momentos de desaprobación, desplazamiento,
exclusión y contienda cultural”. 21 Para el caso argentino, la contienda cultural de la que
habla este autor se entabla entre la ciudad-puerto que se arroga encarnar la
“civilización”, y la “barbarie” del interior, con sus montoneras, sus caudillos, sus
indígenas, su retraso económico.
Durante la presidencia de Bartolomé Mitre se tomaron las medidas tendientes a la
organización de un ejército permanente que hiciera efectivo el cumplimiento de las
disposiciones del Poder Ejecutivo central. Esto respondía a la aspiración del Estado de
disponer del monopolio de los medios de violencia legítimos, la más conocida, si se
quiere, de las dimensiones estatales del pensamiento weberiano.
La imperiosa búsqueda de orden (la civilización) explica la centralidad que adquirió el
ejército en esta etapa para terminar con la “barbarie”. La guerra al indígena, la guerra
del Paraguay, la neutralización de los últimos levantamientos de caudillos del interior
dan cuenta de esta modalidad y del rol del ejército. La guerra contra el Paraguay es un
ejemplo emblemático de esta etapa:
“(…) la guerra es hecha en nombre de la civilización, y tiene por mira la redención del
Paraguay, según dicen los aliados; pero el artículo 3 del protocolo admite que el Paraguay,
por vía de redención sin duda, puede ser saqueado y devastado, a cuyo fin da la regla en
que debe ser distribuido el botín, es decir, la propiedad privada pillada al enemigo. ¡Y es un
tratado que pretende organizar una cruzada de civilización, el que consagra este principio!
(...)”.
La política actual del general Mitre no tiene sentido común si se la busca únicamente por su
lado exterior. Otro es el aspecto en que debe ser considerada. Su fin es completamente
interior. No es el Paraguay, es la República Argentina. (...)
“No es una nueva guerra exterior; es la vieja guerra civil ya conocida, entre Buenos Aires y
las provincias argentinas, si no en las apariencias, al menos en los intereses y miras
positivos que la sustentan.
21
Homi Bhabba, op.cit.
15
"La unión decantada deja en pie toda la causa de la guerra civil de cincuenta años, a saber:
la renta de las catorce provincias invertida en la sola provincia de Buenos Aires”. 22
A partir de 1862 hasta 1880, el peso del ejército nacional en la política interna no
dejó de crecer. Cerrado el ciclo formativo del Estado argentino, su rol represivo
se prolongó en la neutralización de las protestas obreras en el siguiente período.
La cooptación fue otro mecanismo que permitió la integración de las clases dominantes
del interior como aliadas subordinadas al proyecto del puerto a partir de compromisos y
prestaciones recíprocas, esto es, por el camino del acuerdo. El avance del Estado
nacional hacia el interior supuso el otorgamiento de ventajas materiales, obras públicas,
o financiamiento que garantizaran esa subordinación.
“Desde el punto de vista político, las antiguas clases dominantes del interior, remozadas,
articulan con la burguesía del litoral una alianza –cuya expresión política será el Partido
Autonomista Nacional (PAN)- que les permite beneficiarse con los usos del poder estatal, como
ilustran las leyes proteccionistas del azúcar y del vino (desde 1876). Antes de saborear los dulces
beneficios de la caña, la burguesía del Tucumán demuestra hasta dónde está comprometida con
la del litoral: entre 1861 y 1869 contribuye a la destrucción de las montoneras riojanocatamarqueñas lideradas por Vicente Peñaloza y Felipe Varela. Como un símbolo de ello, las
fuerzas acaudilladas por este último son vencidas (…) por las que dirige Julio Argentino Roca,
que también terminará con el montonero entrerriano Ricardo López Jordán (1871) y dirigirá la
campaña final contra los indios de la Patagonia (1879) (…).
“(…) en ese momento Roca está representando el poder de un Estado nacional que intenta ganar
el monopolio legítimo de la violencia, Estado que, justamente, los burgueses del noroeste están
contribuyendo a constituir.” 23
La candidatura –y posterior elección- de Julio A. Roca para el cargo de presidente de la
nación en 1880 expresó, por un lado, el reconocimiento a su trayectoria militar: desde su
participación en la batalla de Cepeda como oficial de Urquiza, el tucumano sirvió en el
ejército nacional en todas las acciones tendientes a consolidar el poder central. Una de
las últimas –el sometimiento forzoso y cruento de catorce mil indígenas de la Patagonia
y la “recuperación” de quince mil leguas de tierras- afianzó el poder de los propietarios
terratenientes ganaderos. Por otro, su designación traducía la alianza de los gobernantes
22
J.B. Alberdi, La Guerra del Paraguay, Buenos Aires, Hyspamérica, 1988.
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del interior y la unificación de sus intereses. En la figura de Roca se sintetizaba este
proceso aglutinador de los sectores dirigentes del país: un hombre del interior
vehiculizando el proyecto del puerto y del Estado nacional.
La modalidad ideológica fue otra forma de penetración del Estado en la sociedad civil.
La difusión de valores y sentimientos, de símbolos nacionales que reforzaran vínculos
de pertenencia, fue uno de los mecanismos con los que se apuntó a legitimar la
dominación del Estado, es decir, a convertir esa dominación en hegemonía.
En este sentido, la escuela, como difusora de ideología, cumplió un rol muy importante
inculcando los valores de la “argentinidad”, los avatares de la historia nacional, el
pasado compartido, las particularidades de nuestra extensa geografía, de allí la
centralidad que adquirió la educación en las políticas públicas desde las preocupaciones
de Sarmiento 24 hasta la sanción de la ley 1420 de enseñanza laica.
Reforzando estas cuestiones identitarias, hacia fines de siglo, la naciente producción
historiográfica fue funcional a los intereses del Estado argentino: comenzó a
preocuparse por ubicar el punto de arranque de la historia argentina, fijando el momento
fundacional de nuestra nación, sobre todo cuando el problema de la “identidad
nacional” volvía a replantearse a partir del arribo de grandes contingentes de
inmigrantes europeos. El Estado contribuyó a solidificar una versión del pasado
argentino identificándose con ella y negando otras. De esta forma, su necesidad de
legitimación lo llevó a apropiarse no sólo de una interpretación de ese pasado, sino del
pasado mismo.
A modo de síntesis: en los casi veinte años posteriores a Pavón -que abarcan las
presidencias de Bartolomé Mitre, Domingo F. Sarmiento y Nicolás Avellaneda hasta
llegar a la designación de Julio A. Roca en 1880-, el poder central se ocupó de resolver
todos y cada uno de los factores que limitaban la expansión económica y favorecían la
dispersión del poder político. Desde la provincia hegemónica, se tomaron las decisiones
con carácter nacional. Se organizaron efectivamente los tres poderes de gobierno
sancionados por la Constitución. Se constituyó una administración pública e
instituciones que reforzaron la presencia del Estado en las provincias. Se definió un
23
Waldo Ansaldi, op.cit.
Los datos del censo de 1869 arrojaron cifras alarmantes: sobre un total de 1.743.199 habitantes
censados, el 71 por ciento no sabía leer ni escribir.
24
17
sistema normativo que apuntó al ordenamiento jurídico del nuevo Estado (Códigos
nacionales). Se completó el proceso de integración del
territorio de la República
Argentina, es decir, el ámbito sobre el que habría de ejercerse el poder político. En
efecto, entre 1862 y 1880, el proceso de unificación política se relacionó
dialécticamente con el proceso de integración del territorio, combinándose las
operaciones militares del ejército nacional con el tendido de los ferrocarriles y del
telégrafo y las obras de infraestructura: los recursos obtenidos por la incorporación de
nuevas tierras a la producción contribuyeron a su vez a la consolidación institucional del
Estado. Quince mil leguas de nuevas tierras fueron sustraídas al control indígena luego
del último tramo de la “conquista” del desierto. Y fue el gobierno central el que
desarrolló los mecanismos necesarios para incorporar esas tierras a la explotación
capitalista y distribuirlas en manos privadas, consolidando la gran propiedad
terrateniente. El gobierno central, además, alentó la unificación de los intereses de los
sectores dominantes regionales y allanó el camino a los capitales extranjeros.
Como cierre de este proceso se resolvió a favor del Estado nacional el conflicto entre
éste y la poderosa provincia de Buenos Aires. Luego de tres enfrentamientos armados –
y tres mil muertos-, entre las milicias de Buenos Aires y las tropas del ejército
conducidas por Julio A. Roca, la provincia rebelde debió ceder la ciudad puerto al
Estado nacional. La ley de federalización de la ciudad de Buenos Aires cerró el proceso
formativo del Estado en Argentina.
Para Natalio Botana en la obra ya citada, la organización de un régimen político revistió
en ese momento una importancia fundamental para consolidar la paz recién obtenida y
la precaria integridad territorial que acababa de conquistarse gracias a una aún débil
identidad nacional.
“Y gobierno aparecía como un concepto representativo de una operación tanto o más compleja
que la consistente en implantar una unidad política. Implicaba actos y procedimientos capaces de
edificar instituciones que mantuvieran en existencia la unidad política recién fundada. Exigía
seleccionar a quienes gobernarían y en virtud de qué reglas unos, y no otros, tendrían el
privilegio de mandar. El país se había dictado una fórmula prescriptita de carácter federal, la
Constitución Nacional, y sobre esa fórmula o, quizás, encubierta bajo sus sentencias ideales,
había que trazar una fórmula operativa que hiciera factible la producción de actos de gobierno.
(…) De ese modo, la construcción del régimen emprendida por los hombres del 80, y la fórmula
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política que la sustentó, contiene en sus cimientos las respuestas precarias formuladas al drama
de la desintegración territorial y de la guerra interna.” 25
La oligarquía terrateniente ganadera estaba en condiciones de consolidar el perfil
económico de la Argentina integrada al mercado inglés.
25
Natalio Botana, op. cit.
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