¡Qué gente, caballero, pero qué gente!

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LECTURA
DOMINGO
10 DE ENERO DE 2016
juventud rebelde
¡Qué gente, caballero, pero qué gente!
Lo cubano y los cubanos por el mundo: ese fue el tema al que convocó el más reciente concurso de nuestra
sección La Tecla del Duende. Aquí van, como regalo de principio de año, algunas de las historias ganadoras. Con
belleza, jocosidad y hondura se retrata, desde disímiles lugares, facetas de cómo somos y sentimos
EL CAN BAZUQUERO
ESA noche estaba tan oscuro en el refugio,
que ni las manos las veía. Angola definitivamente no se parecía a Cuba, allí hasta los
mosquitos eran salvajes. Todo estaba en
silencio afuera, Blanco era el que hacía la
guardia de los flecheros. El albergue estaba
a 15 metros de la cocina, donde estaba
Blanco. Yo escasamente tenía sueño, después de haber expulsado a los sudafricanos, no tenía cosas más importantes en
qué pensar, que salvar mi vida y llegar a
Cuba en una pieza. Así que me invadía la
nostalgia, sobre todo de mi hijo, aún en la
barriga de su madre, bueno, mi esposa, a
todo riesgo de lo que lleva esa palabra. Algo
sonó en la cocina, supuse que Blanco se
había quedado con hambre, como siempre.
—Déjame ir a pasar el insomnio en la
guardia—, pensé en voz alta.
Agarré la AK, cuando iba saliendo una ráfaga de balas retumbó en el campamento. Me
tiré al suelo y asomé la cabeza: Blanco, frente
a la puerta de la cocina, batía su AK, alumbrando con las trazadoras, y gritando como un
loco. El albergue completo se puso en guardia,
medio pelotón salió a defender posiciones. El
capitán Resquejo salió con dos más alumbrando con linternas. Blanco estaba sentado,
con la AK en las piernas; alguien lo alumbró,
de la frente le salían gotas de sudor, estando
a seis grados Celsius.
—¿Qué pasó?... ¿Qué pasó?—, preguntó Resquejo.
— Alguien se movía por allá— dijo tartamudeando Blanco, con la mirada fija en el
horizonte.
—¿Qué cosa?
—Alguien, y anda con una bazuca.
Las linternas buscaron el objeto. Efectivamente a unos 20 metros había un bulto,
pero no se veía más nada. Un grupo nos
acercamos lentamente. Blanco, el pobre…,
bueno, estaba blanco. Fabré fue el primero
en ver lo que era.
—Bajen las armas —gritó—. ¡Blanco,
coño! Dejaste sin perro a alguien y sin termo
a nosotros. (Léster Daniel Fernández Ballester,
Las Tunas)
¿LES GUSTAN LAS ALUVIAS?
Diciembre del año 1977. Antonio Vilariño
y yo nos encontramos en España para realizar una exploración sobre precios de distintos equipos que se necesitan para una
importante inversión que se planifica realizar
en Cuba.
A través de la Oficina Comercial de Cuba
en Madrid se coordinan reuniones con distintas empresas españolas con posibilidades. El mes de diciembre es complicado en
España. Se acercan las fiestas navideñas y
de fin de año y todo el país se prepara para
su celebración. No obstante, se logra organizar un buen programa de encuentros y visitas a instalaciones fabriles.
Una importante empresa española nos
invita para que visitemos su oficina central
en Bilbao y además la fábrica productora.
Se propone realizar el viaje por carretera
para que podamos admirar el paisaje. El
tren y el avión son más rápidos pero no permiten ver las bellezas naturales del país.
Llegamos a un restaurante típico español. Largas mesas de madera con bancos
muy parecidos a los utilizados en la Edad
Media. Un lugar para disfrutar una buena
comida. Entregan la carta. Uno de los españoles comenta en voz alta: «Hay aluvias».
Los españoles se miran y se relamen de
gusto anticipadamente. Todo parece indicar
que ese es un plato exquisito. Nosotros
miramos la carta. Hay carne de todo tipo:
chuletas de cordero, chuletas de cerdo, filete mignon, carnes de res de distintos tipos.
Uno de los amigos españoles nos pregunta:
«¿Les gustan las aluvias»?
Yo inmediatamente respondo: «Me
encantan» (solo sabía que son un tipo de frijol, pero no tenía idea de cómo las preparaban, mas conociendo a los españoles,
seguro era algo delicioso). Vilariño, que tenía
muy buen apetito, responde: «Sí, a mí me
traen las aluvias, pero también un filete mignon bien grande».
El español le advierte: «Mire, no hay
problemas con pedirle el filete mignon, pero
si va a comer aluvias, mejor espera a terminar con ellas y después le traen el filete, porque LAS ALUVIAS SON LAS ALUVIAS». Le
dije: «Vilariño, hazle caso a la voz de la experiencia. Después te comes el filete. Él contesta: «Tú sabes que yo me como todo lo
que me pongan».
¡Y llegaron las aluvias! Para cada uno trajeron una olla sopera, con unos frijoles colorados grandes, rojos, espesos. Y dentro,
nadando entre ellos: lacones enteros, trozos
de jamón, carnes de distintos tipos, chorizos, tocinos, lomos ahumados y no sé cuántas cosas más.
Le dije: «Vila, ¿ahora qué?». Solo me respondió: «¡Me embarqué!». Y tuvo que hacer
de tripas corazón y comerse todo aquello,
incluido el filete. No pudo dormir esa noche.
(Roberto Figueroa Silva, La Habana)
UNIDOS A GOLPE DEL DESTINO
Transcurría el año 1996. Todo ocurrió en
el Hospital Pediátrico Juan Manuel Márquez,
de La Habana…
En la sala de Neurocirugía, en el 7mo.
piso, se encontraban ingresados dos niños,
después de haber sido operados por tumor
de cabeza. Uno era de Chernobil, vino desde
Ucrania; el otro era cubano, perteneciente a
la entonces provincia La Habana, de un pueblo llamado Güines. Sus nombres eran:
Sacha, de Ucrania, y Leordano, de Cuba.
Como todos los niños de esta sala, estos
debían estar acompañados de sus madres
o de algún familiar o persona cercana, porque sus condiciones de salud no les permitían valerse por ellos mismos. A estos dos
los tenían en un cuarto aparte, por ser los
más malitos. Después de operados, dependían del cuidado de sus madres, que los trataban con mucho amor, al igual que el personal de enfermería y los médicos.
El amanecer en la sala era de un silencio
triste, ya que los pequeños no hablaban, no
reían, ni caminaban. Eran animados por las
voces de sus mamás y del personal que los
atendía.
En el caso de la madre ucraniana, su nombre era Nina, y el de la madre de Leordano,
Maura. Después de la hora del aseo de los
niños, Nina preparaba un jugo natural de
naranja y lo compartía también con Leordano
(…). Estos alimentos eran asignados por las
instancias de Tarará; centro cubano donde se
encontraban alojados los niños de Chernobil.
La mañana se llenaba de agitación por la
visita de los médicos, las curas (venía el
carrito de las curas), y aquellas enfermeras
llegaban muy alegres para que los niños las
escucharan en su interior. (…) Después el
almuerzo, hasta llegar la hora de la visita,
que en el caso de estos pequeños en particular no recibían muchas, ya que los dos
eran de lejos.
En el cuarto donde se encontraban tenían
un fogoncito, que se había autorizado teniendo en cuenta las condiciones en que se
hallaban los infantes. Nina, la ucraniana, con
su ensalada de vegetales, y la madre de
Leonardo con el café, que temprano en la
mañana y en la tarde nos gusta a los cubanos. En muchas ocasiones se les daba a los
médicos y demás personas que se acercaban al sentir el olor.
Así pasaba un día tras otro, hasta aquel
de la anécdota del sillón de ruedas… En la
sala existían no más de tres sillones de ruedas para trasladar a los niños a coger el sol,
hacerse algún análisis u otra prueba, y eso
la ucraniana no lo entendía. Era lo único que
no quería compartir. El día amaneció un
poco gris... La madre cubana preparó el
sillón para darle el Sol a Leordano en la hora
del mediodía. Se demoraba un poco en ajustar el sillón para que el niño no se cayera.
Cuando ya estaba dispuesta a salir, la ucraniana le preguntó a través del traductor que
para dónde iban. A darle sol al niño, porque
el día está un poco gris, para que no se ponga amarillo, responde Maura. La otra casi no
los deja salir. Llegó la enfermera en ese
momento y preguntó que qué pasaba; que
el sillón era para todos los niños de la sala.
Entonces fue cuando la ucraniana se
quedó tranquila y se pudo dar el paseo. La
enfermera, tratando de reflexionar con
todos, explicó que había que comprenderla,
que ella estaba en una situación muy triste,
lejos de su país y de su familia. La madre
cubana entendió que la enfermera tenía
toda la razón.
Los traductores que acompañaban a
Nina eran jóvenes cubanos que trabajaban
en Tarará; le decían en español: «Nina, los
cubanos somos así, tienes que aprender a
compartir lo poco que tenemos». Ella respondía con un silencio y los miraba. Debo
señalar que la unión de aquellas madres de
distintos idiomas fue linda y la fraguó para
siempre el destino de sus hijos.
Llegó el día del fin para uno de los niños:
16 de diciembre de 1996. Leordano partió
alrededor de las 11:15 a.m. en la Terapia
Intensiva del hospital. Nina era la que más
lloraba, junto a la enfermera que lo atendía
directamente.
Su madre, que en este punto puedo decir
que era yo, no supe qué expresar. La mayor
parte de mi vida la perdí ese día. (…).
Después, cuando partió el pequeño
Sacha, me puse muy triste y no pude consolar a Nina. Eso ocurrió en septiembre de
1997 (…) Esta narración está dedicada a
todos los niños que como Leordano y Sacha
no tuvieron larga vida, pero sus añitos significaron toda una vida para sus madres. (Maura Portela Marrero, Mayabeque).
LA PALABRA
Sereno, majestuoso, aquel crucero surcaba las azules aguas rumbo a París. A bordo,
una legión de turistas franceses disfrutaba
feliz del regreso a casa, luego de haber visitado Cuba.
Formando parte de la tripulación, una
joven cubana prestaba sus servicios en la
augusta nave, contratada por aquella agencia de viajes gracias a su inteligencia. La chica hablaba un francés genuino.
Durante la excursión, la joven se percataba del interés que despertaba en un compañero de trabajo, de origen francés, cuando
intercambiaba hábilmente con algún turista.
Este, a su vez, hablaba el español con bastante soltura. Además, no perdía oportunidad
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para poner a prueba las habilidades que
poseía la cubanita cuando de hablar francés
se trataba. La sometía a preguntas que ella
respondía siempre con acierto, socavando así
la prepotencia de aquel sujeto. Aquella mañana el joven francés se le acercó presuroso,
con un papel en la mano, haciéndola blanco,
nuevamente, de su altivez.
—A ver, amiga mía, ¿sabe usted lo que
esta palabra significa en mi país?
La cubanita leyó rápidamente y sonrió socarrona. «Pues no puedo decir el significado porque esto es, simplemente, una marca. No tiene traducción», aseguró. Asombrado y derrotado a la vez, la miró y pidió permiso para alejarse, pero la muchacha lo detuvo. —Calma, amigo mío, creo que tengo derecho a la revancha,
dijo, mientras extraía del bolso que colgaba de
su hombro papel y lápiz. —Veamos, ¿sabe
usted lo que significa esta palabra en mi país?
Y extendió, ante los ojos curiosos del francés,
aquel letrero donde se leía: OFICODA. Examinó
el joven la palabra una y otra vez, y muy contrariado dijo al cabo: —No alcanzo a saber el
significado. —Pues bien, dijo ella satisfecha, si
alguna vez decide vivir en Cuba y no sabe lo
que esto significa, ¡morirá por inanición! (Julia
Hernández Santallana. La Habana).
LA CUBANA
Quiero ser Presidente, le dije a mi mamá
en un mitin de la plaza 28 de Julio en la ciudad de Iquitos. Tenía la edad de cinco años
y Fernando Belaúnde levantaba el brazo en
señal de «adelante» saludando al mar de
gente. Me impactó sobremanera ver cómo
tantas personas comulgaban con el ideal
de un mismo hombre. Esa imagen y ese
sueño se grabaron en mi subconsciente,
se archivaron en un tierno rincón de mi
mente pueril mientras crecía, y volvió a reaparecer hace unos años, con mayor insistencia hace unos días, todo gracias a la
cubana Ernestina.
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Terminada la Universidad, ingresé a laborar a un lugar caótico, ruinoso y de mala
entraña; existía una bien surcada discriminación. Nunca un jefe saludaba al personal de
«rango inferior». ¿Cómo puedes saludar con
beso a esa cubana?, anda al baño y lávate,
me increpaba una abogada regordeta refiriéndose a la cubana Ernestina, del personal
de limpieza; pero la que en realidad necesitaba ir al baño y lavarse era aquella mofletuda que siempre olía a pezuña de burro
(…). La cubana Ernestina se escabullía avergonzada de la oficina sin mirar atrás. Joven,
ya no me salude delante de los jefes, mejor
abajo nomás en la entradita y, arriba, haga
de cuenta que ni me conoce, decía ella con
una sonrisa precaria y gris. Jamás le hice
caso, la saludaba con beso donde me la
encontraba y con mayor gusto si había un
jefe por ahí. Siempre la traté con cariño, en
innumerables ocasiones escuché atento
sus conversaciones tan sentidas. Ciertamente encontraba interesante todas sus
experiencias de vida, era fiel a sus consejos
porque realmente lo creía, estaba convencido de la importancia que tenía la esencia de
ese ser humano.
Una tarde, revisando los correos en el trabajo, me llega el aviso de un banco que financiaba una maestría en gestión pública. Mi subconsciente activó como alerta de luz parpadeante el recuerdo y el sueño grabados en el
mitin. Una herramienta en gestión es fundamental si se quiere ocupar un rol protagónico
en el Estado, y más aún si pretendo un gobierno en algo decente, pensé. Me tomó un mes
reunir toda la documentación que me exigían,
nadie quiso ser mi aval, pero no me importó.
¿A dónde va tan contento, joven?, pregunta la
cubana Ernestina. Voy a… voy a ser Presidente del Perú, respondo. Dejo mi solicitud en el
banco. Las clases comienzan en una semana.
La espera es insufrible. A 48 horas del inicio de
clases, el banco por fin contesta. Usted tiene
una cita con su sectorista hoy a las 5:30 p.m.,
dice el correo. ¿Por qué tan tarde?, cuestiono
para mis adentros. Salgo del trabajo con tiempo y llego temprano. El sectorista me recibe
con una cordialidad promedio y con el rostro
serio, algo anda mal.
Perdone que hayamos demorado tanto,
pero hemos sido muy minuciosos con su
expediente, el comité de riesgos ha encontrado inconsistencias en usted, lamento
informarle que su préstamo ha sido rechazado, dice el sectorista con palabras técnicas y en tono solemne, en lugar de expresar sin reparos que mi sueldo tiene aspecto de mierda, sabe a mierda y no puede ser
otra cosa más que mierda pura, por lo que
teniendo esa sesuda conclusión, dudan
con justa razón de mi capacidad de pago.
La valentía y solidaridad han distinguido a lo mejor de los cubanos. Mural de Raúl Martínez ubicado en la Cujae.
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La luz deja de parpadear, el sueño se apagó, la oportunidad áurea de estar al frente
de un mitin se fue. La cita había sido a esa
hora porque el sectorista sabía que no
duraría más de 5 minutos. Tuve que tragarme el sapo y regresar al trabajo cabizbajo a terminar con mis pendientes.
Desmotivado y afligido, la cubana
Ernestina advierte mi malestar. ¿Todo
bien, joven?, pregunta. Sí, solo que tendrás que esperar un poco para que sea
presidente, rechazaron mi préstamo, digo.
¿Puedo ayudarlo en algo?, vuelve a preguntar. La verdad no creo que mucho,
necesito $12 500 dólares a primera hora,
respondo. Ernestina, limpia ese baño que
está inmundo y no interrumpas al doctor,
llama la atención con su vozarrón la abogada mofletuda que huele a pezuña.
Chaucito, joven, se despide. Hago un
amago de sonrisa, tengo el semblante
averiado por la tristeza.
Al día siguiente y algo recompuesto, Ernestina se me acerca como escondiéndose, así lo hacía todas las veces por la vergüenza que le habían instaurado. Joven,
un favor, quiero que converses con un
amigo, te va a esperar. La cubana Ernestina me da un papel con una dirección.
¿Para qué?, pregunto. Anda nomás, de
ahí me cuenta, chaucito, dice y se va. Llegada la noche, veo el papel en mi bolsillo,
desganado y a regañadientes, pues no
tenía muchas ganas de nada, decido ir.
Acudo a la dirección para ver cuál era el
favor que quería Ernestina. Llego a una
casa por el olivar de San Isidro, pasaje
Cura Béjar No. 169. Toco a la puerta, pido
con el nombre que tengo en el papel. Una
señora entrada en años me hace pasar. El
señor baja en un momento, me dice.
Observo la sala, hay un stand con varios
libros de tapas añejas, sin duda el dueño
de casa es una persona mayor que lee
mucho. Gustavo Ontaneda, para servirlo,
me sorprende una voz mientras husmeo
los libros. Le doy la mano y sonrío. Estimado Luiz Carlos, una amiga me ha
hablado de ti, me dice. Aquel señor era un
alto funcionario del banco, Ernestina
había trabajado más de 15 años con él.
La persona que menos recursos tenía fue
mi aval, sin dar un centavo y tan solo con
el valor de su palabra abogó por mí.
A la otra mañana, el sectorista adusto
ahora me pela los dientes, me sonríe con
fervor y me trata como a un rey. Hubieras
empezado diciéndome que conocías al
gerente, pues, luchito, firma aquí, me dice el
jijuna y yo escudriño todos sus movimientos
con desprecio, con frialdad oriental. Regreso
a mi trabajo. Delante de todos, abrazo a la
cubana Ernestina e inflo sus cachetes a
besos. Dime qué puedo hacer para pagarte
todo esto, digo. Joven, usted ya hizo mucho
por mí, la humildad y la sencillez no se negocian, responde. Se me hacen agua los ojos
y la vuelvo a abrazar.
Es inevitable recordarla cuando estoy a
pocos meses de la graduación. Con su
trabajo diario supo ganarse la admiración
y el respeto de muchos, porque ella es
como un billete de un millón de dólares
que por más que la arruguen, la tiren al
suelo y la pisen, nunca perderá su verdadero valor, siempre seguirá valiendo exactamente lo mismo. Elegí entregarle mi
amistad sin condición, ella a cambio me
devolvió un sueño. Yo no sé si llegue a ser
presidente, pero de lo que estoy seguro
es que su ser y su palabra valen un mundo, su esfuerzo por salir adelante aún
más, y ante una eventual campaña electoral la elegiría de nuevo. Yo voto por ella.
Gracias, Ernestina, un beso. (Luiz Carlos
Reátegui del Águila, Perú).
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Anatomía de un teatro
por CIRO BIANCHI ROSS
[email protected]
UNO de los rostros más entrañable de la
ciudad se transforma a ojos vista. Aludo al
tramo que corre a lo largo del Paseo del
Prado, entre la calle Virtudes y la Calzada
de Monte. En ese espacio se construyó el
hotel Parque Central y, más que restaurarse, se edificaron otra vez los hoteles Telégrafo y Saratoga, más flamantes ahora que
como lo fueron en sus orígenes. Hoy se
rehabilita el Capitolio, y la prohibición de
parqueo desde Neptuno a Monte confiere
una perspectiva al Prado hasta ahora inédita, por no aludir al sistema de luminarias
que pone asimismo una nota novedosa en
el área. Hay algunos buenos restaurantes.
Faltaría proceder a la eliminación de timbiriches estatales y privados, y sigue siendo
inconcebible que en un establecimiento
que produce tanto dinero como la Pastelería Francesa, pedazos de nylon sustituyan
los cristales rotos de sus vidrieras. Un
poco más allá, cruzando el Parque Central,
se construye el hotel Manzana. Se restaura el teatro Payret. ¿Sucederá igual con el
edificio de la casa editora Abril?
En esfuerzo constructivo tan colosal se
inscribe la remodelación del Gran Teatro de
La Habana, que reabrió sus puertas el
pasado 1ro. de enero con el nombre de Alicia Alonso, merecido homenaje a la eximia
bailarina que se presentó en su escenario
por primera vez en 1950. Gran Teatro de La
Habana Alicia Alonso.
¿Qué tal si dedicamos la página de hoy
a rememorar algunas curiosidades de ese
coliseo?
LOS NOMBRES
La primera de ella sería el nombre. Digamos antes que, a nuestro juicio, el Gran Teatro es una institución cultural que ha transitado por diversas etapas, desde su inauguración en 1838 hasta hoy. Cuando se construía el edificio de la esquina de Prado y San
Rafael, la prensa comenzó llamarlo Teatro
Nuevo, pero Francisco Marty, el catalán que
había recibido del Gobierno colonial la concesión para construirlo, no demoró en atajarles los caballos a los periodistas. Se llamaría, dijo, Gran Teatro de Tacón, como
muestra de agradecimiento a su protector y
amigo el Capitán General que tanto dinero
le dio a ganar.
Para la construcción del teatro, Tacón
concedió a don Pancho Marty una discutida franja de terreno realengo situada casi
al frente de la puerta de Monserrate de la
muralla, en una de las zonas más codiciadas de extramuros, y suministraría la piedra necesaria, en tanto que garantizaba la
mano de obra con los reclusos de la cárcel de La Habana, esclavos y peones.
Como respaldo de la empresa, pondría
Marty su cuantiosa fortuna. En el juicio de
residencia que se le siguió en Madrid a su
salida del gobierno, Tacón declaró que el
Gran Teatro había significado una inversión de 200 000 pesos. Marty dijo por su
parte que el costo del edificio fue de
291 507 pesos con 16 reales, cifra que
no incluía los recursos aportados por la
administración colonial.
El 15 de abril de ese año iniciaba el teatro su primera temporada dramática y, con
ella, quedaba oficialmente inaugurado. Por
esas coincidencias de la vida, ese día llegaba a Cuba la Real Orden que disponía el
cese de Miguel Tacón como gobernador
general de la Isla y su sustitución por Joaquín de Ezpeleta. Don Pancho Marty
acompañó a su amigo hasta la tumba,
pero no se metió en el hueco junto con él.
Siguió disfrutando hasta su fallecimiento
de los favores de los capitanes generales
siguientes.
Con el fin de la dominación colonial
española se imponía un cambio de nombre.
El Gran Teatro de Tacón empezaría a llamarse Gran Teatro Nacional. Pero como apunta
el historiador Francisco Rey Alfonso en su
Biografía de un coliseo, el nuevo nombre
estuvo sujeto durante años a una consideración ambivalente pues, por una razón u
otra, aun en formulaciones oficiales lo mismo se le llamaba de esa manera que Teatro Nacional a secas, denominación que terminó por imponerse a partir de 1915, cuando en el portal del nuevo edificio se incrustaron las iniciales TN.
Ya para entonces, el teatro había pasado a ser propiedad del Centro Gallego. En
1906 esa sociedad regional española
pagaba a la empresa norteamericana
Tacón Realty Company —que había comprado a los herederos de don Pancho
Marty— más de medio millón de pesos por
el teatro y sus edificaciones anexas, desplegadas en la manzana enmarcada entre
Prado, San Rafael, San José y Consulado.
Como deferencia al presidente Estada Palma o en un gesto de delicadeza hacia los
cubanos, el teatro no cambiaría de nombre. Seguiría siendo el Teatro Nacional.
Solo que ese nombre que identificaba un
establecimiento perteneciente a una entidad extranjera molestaba a muchos. Poco
tenía de Nacional, porque la nación nada
tenía que ver con él.
A mediados de los años 50 empieza a
edificarse en la llamada entonces Plaza Cívica o de la República, actual Plaza de la
Revolución José Martí, el edificio que albergaría al Teatro Nacional de Cuba. No podrían
existir dos teatros con igual nombre en una
misma ciudad. Se imponía una nueva denominación para el coliseo de Prado y San
Rafael. Se llamaría Teatro Estrada Palma. El
cambio ocurrió ya en 1959, el 24 de octubre, fecha en la que entonces se celebraba
en Cuba el Día del Periodista.
No por mucho tiempo identificó el nombre
de Estrada Palma a nuestro emblemático
escenario. El 19 de agosto de 1961, en
ocasión del aniversario 25 del asesinato
de Federico García Lorca, la Junta Interventora del Centro Gallego daba a conocer que
el coliseo llevaría el nombre del poeta granadino. Ahí no paró el asunto. En 1967 se
le dio el nombre de Gran Teatro de Ballet y
Ópera de Cuba, y diez años después el de
Liceo de La Habana Vieja cuando se rescataron para la cultura los valiosos espacios
que fueron parte del palacio social del Centro Gallego y que daban cabida entonces a
la Sociedad de Amistad Cubano-Española
(SACE). A partir de entonces se buscó una
nueva organización de las potencialidades
del edificio, rebautizado en 1981 como
Complejo Cultural del Gran Teatro García
Lorca, sede estable, bajo la dirección general de Alicia Alonso, del Ballet Nacional de
Cuba, la Ópera Nacional, el Teatro Lírico
Gonzalo Roig, el coro y la orquesta. El desarrollo de esas agrupaciones da lugar a un
suceso significativo en la historia del
inmueble: todas sus áreas se suman al trabajo cultural. La incorporación de los nuevos locales, apunta el historiador Francisco
Rey Alfonso, daba inicio a un proyecto
ambicioso e inédito en Cuba. Al teatro, llamado ahora Sala García Lorca, se añadieron las salas Ernesto Lecuona (conciertos),
Lezama Lima (conferencias) y Bola de Nieve (actividades musicales), así como otros
locales destinados a clases, ensayos,
exposiciones…
En junio del 85, ese complejo cultural pasa
a denominarse, siempre bajo la dirección
general de Alicia, Gran Teatro de La Habana.
Surgen las salas Alejo Carpentier (artes
escénicas), Imago (artes visuales) y Artaud
(teatro arena), al tiempo que importantes
agrupaciones artísticas, como el Ballet
Español, Danza Contemporánea y el Ballet
de Lizt Alfonso, hacen del coliseo su sede.
Eventos internacionales tienen su escenario principal en el Gran Teatro, que se reafirma como el símbolo por excelencia de las
artes escénicas en Cuba.
LA ARAÑA
El Gran Teatro Tacón fue en su momento uno de los mejores del mundo. Su austera fachada contrastaba con el lujo y la
elegancia de su interior. La eximia bailarina
Fanny Elssler lo comparó con el San Carlo,
de Nápoles, y la Scala, de Milán, «y no creo
que sean mucho más grandes ni más elegantes en proporciones y estilo». La condesa de Merlin lo vio, en 1844, como un
salón que no desentonaría en Londres ni
en París, en tanto que otros viajeros se
resentían al encontrar en la colonia lo que
no existía en la metrópoli. El palco destinado al Gobernador lucía mejor adornado que
el que se destinaba a los reyes en algunos
países. Ochenta ventanas y 22 puertas
ventilaban la estancia. Su acústica era
insuperable. En 1878 admitía a 2 287 personas sentadas y a otras 750 que podían
colocarse de pie detrás de los palcos, aunque se dice que en sus inicios tenía capacidad para unos 4 000 espectadores. En
ese entonces la plantilla del teatro la conformaban un director, un secretario, un contador, un tenedor de libros, un portero
mayor y 13 porteros y acomodadores. También un expendedor de boletos, un mecánico, cuatro carpinteros, dos serenos, una
costurera con cinco ayudantes, un cartelero y varios conserjes, tramoyistas y utileros,
así como cierto número de extras, que solo
eran llamados a trabajar, y cobraban, cuando las circunstancias lo requerían.
Su lámpara central, en forma de araña,
constituía, según la copla popular, uno de
los elementos distintivos de la ciudad, junto
al Morro y la Cabaña. «Tres cosas tiene La
Habana / que causan admiración: / son el
Morro, la Cabaña / y la araña de Tacón».
Se decía que esa lámpara solo la superaban en tamaño las de la Ópera de París y
el Palacio Real madrileño. Si bien provocaba la admiración de muchos, irritaba a
otros, a aquellos que debían presenciar el
espectáculo desde los pisos superiores del
teatro. Esto es, desde la tertulia y la cazuela: los obligaba a hacer prodigios para ver el
escenario completo. Se hicieron muchas
sugerencias para remediar esa situación,
pero la araña del Tacón permaneció en su
mismo sitio durante más de 60 años.
La luminaria sufrió una seria avería
cuando una noche de 1863 los espectadores decidieron tomar la escena por asalto.
Había vuelto a abrir sus puertas, luego de
una de las tantas remodelaciones que
sufriera, y lo hizo con la presentación de
una compañía de tan mala calidad que el
público de la tertulia y la cazuela, molesto
y enfurecido, arremetió contra los cómicos
lanzando a la platea y al escenario los brazos de las butacas y cuanto objeto contundente encontró a su alcance. Rey Alfonso
en su Biografía de un coliseo se permite
otra lectura, quizá más exacta, de ese incidente: los espectadores más humildes
asumieron tan agresiva actitud no contra
los actores, sino en repudio al régimen
colonial.
La famosa lámpara desaparecería el 9
de enero de 1900. Se limpiaba el teatro
con vista a la temporada de ópera que se
iniciaría al día siguiente, cuando la mítica
araña se desprendió del techo y cayó estrepitosamente sobre el lunetario. Para sustituirla se adquirió a toda prisa un plafón en
forma de estrella que sostenía 120 bombillas eléctricas. Los tiempos habían cambiado, el nombre de Tacón resultaba obsoleto
y se sugirió dar al Gran Teatro el nombre de
La Estrella. La idea no progresó. La lámpara con forma de estrella fue también sustituida. A mediados de 1915 comenzó a funcionar un ventilador absorbente que hacía
descender a 20 grados la temperatura de
la sala.