Leonardo Oyola El caballo de bastos De Sacrificios, Ediciones Aquilina SA, Buenos Aires, 2010. Tenía cinco años, como mucho, cuando empecé a preguntarle a la tía Chiqui sobre la muerte y por qué las personas se tenían que ir al cielo. Eso. Y por qué yo no vivía ni con mi mamá ni con mi papá. Adonde había estado antes de la panza de mi mami. Y por qué las nenas hacíamos pis de sentadas y los varones de parados. Ña Chiquita, paciente como ella sola, me contó de Dios y la Virgencita. Y como pudo me habló de lo importante que eran nuestras respectivas vidas. Explicándome que la muerte era parte, una parte esencial, de nuestra propia existencia. Que marcaba el final de una etapa. Y que nosotros, en espíritu, una vez muertos nuestros cuerpos, continuábamos viaje hacia el otro lado, donde íbamos a experimentar sensaciones nuevas que estaban destinadas a disfrutarse sólo cuando llegara el momento que teníamos designado cada uno para cruzar hacia el más allá. La vida y la muerte eran cara y seca de una misma moneda. Ambas muy presentes en la rutina de la tía. También ambas muy presentes en mis días. Pero nosotras éramos la minoría. Porque casi todos los mortales comprueban su propia finitud en este mundo cuando pierden a alguien cercano. Demasiado cercano. Eso los pone en contacto no sólo con la pérdida del ser querido sino con el umbral hacia lo que hay después de esto. Nosotras, la gente como Ña Chiquita y yo, mal que nos pese, convivimos con la cercanía de la Vieja Cosechera. Siempre. Será por el lugar donde tuvimos que parar. Gran parte será por lo que hacemos. Por la gente que nos frecuenta. Pero sobre todo será porque ya nacemos marcadas. ¿Que cómo es eso? La tía Chiqui no podía tener chicos. Es decir: biológicamente no podía dar vida. Dar a luz. He ahí un verdadero milagro. De todos los días, pero milagro al fin. Porque los milagros en algún punto no son más que contradicciones. Ña Chiquita lo que más dio en vida fue vida, y hasta dio la propia. Amén de que cualquiera que la haya conocido sabía que era un sol. Ella fue mamá de crianza de varios huérfanos. Todos abandonados a nuestra suerte. Salvo la Nani. La última de una familia que ya no les ponía nombre a sus hijos. Los numeraba. Me acuerdo bien de ella porque yo era adolescente cuando la madre le pidió a la tía Chiqui si se podía hacer cargo de la beba. Que ella no sabía qué más podía hacer con tantas bocas para alimentar. Que yo sepa, porque nunca le pregunté si hubo más, Ña Chiquita por lo menos crió a dos varones y a tres nenas. A Juan Antonio, Rubenci- to, Isabelita, la Nani y a mí. A los chicos, allá en el campo, en su Paraguay natal. En su Paraguay pora. En un pueblo que se llamaba Mbuyapey. A mi prima Isabel, mitad allá y otra mitad por acá. A mí, desde que me encontró y recogió en el basural del Cinturón Ecológico, siempre me tuvo bajo su ala por el Puerto Apache. Lo mismo con la Nani, hasta que a la tía le llegó su hora. Cuando se nos fue a dar una vuelta con la Sin Nombre. Cuando se nos fue para no volver. A Juan Antonio y a Rubencito no los conocí salvo por fotos y lo que Ña Chiquita contaba de vez en cuando de ellos. Juan Antonio, decía la tía Chiqui, era un mitaí poco social y bastante inútil para lo que mandes. Que no estaba hecho para la escuela, el trabajo, el campo o el servicio militar. Que la pasó muy mal. Y que terminó mucho peor. Rubencito era todo lo contrario. Un gran orgullo para la tía y parece también que lo era para su pueblo. Nunca supe el porqué. De Isabelita sí que tengo recuerdos. Más bien flashes. De verla cocinar, junto a la tía, tortafritas o sopa paraguaya los domingos a la tarde. De acurrucamos las dos frente al televisor en blanco y negro para ver los dibujitos, en un sillón individual con el tapizado todo estropeado; sillón que así lo dejé cuando tuvimos que irnos del Puerto. Me acuerdo de su risita de ardilla. De un novio que ella tenía que la doblaba en altura aunque el flaco fuera más chico en edad. Un animal, el Huguito. Pero lo que más me acuerdo de Isabelita es que solamente ella le decía "mamá" a la tía. A la Nani y a mí no nos salía. Pero a mi prima Isabel, sí. Para esa época, la que estaba contando al principio, esa época en la que me la pasaba preguntando de todo, murió Isabelita en circunstancias nefastas. Trabajaba cama adentro durante la semana cuidando a un chico de mi misma edad, además de llevarlo y buscarlo en el jardín de infantes y ocuparse de las tareas domésticas del departamento. Mi prima se cayó de un séptimo piso. Nunca supimos lo que realmente le pasó. Y nunca lo vamos a saber. Pero bien en claro tenemos que no fue como dijeron sus patrones. Tal como quedó en la carátula del expediente policial. De entrada nos habían dicho que Isabelita había tenido un accidente. Nos vino a buscar un abogado en taxi. Preguntando por nosotras supo por cuál hueco encarar y no perderse por los pasillos del Apache. Cuando encontró nuestra casilla se presentó, se disculpó por su apariencia y nos dijo a quién estaba representando. Recién entonces nos reveló el motivo de su visita. Nos dio a entender que Isabel todavía estaba viva. Y nos pidió que lo acompañáramos hasta el Hospital Antártida, en Caballito. La tía Chiqui hizo el amague de intentar dejarme con doña Saladino. Pero yo me agarré bien fuerte de ella. Primero a una de sus piernas. Después le atrapé un brazo. Y cuando la tía finalmente me alzó quedamos cara a cara para que mis ojos le gritaran no me dejés con Ana, Ña Chiquita; yo quiero ir con vos. Ella supo leer en mi mirada. Y una vez más, no me abandonó. En el camino, la tía se dio cuenta de que no íbamos para el hospital cuando en lugar de bajar derecho por Rivadavia lo hicimos por la avenida Independencia. Estábamos en el asiento de atrás del auto, los tres. Era febrero y el calor se hacía sentir. Yo iba sentada sobre el regazo de ella. Sobre las piernas del abogado iba su saco. En los sobacos de una camisa al tono se le notaban bien marcados los lamparones de transpiración. Ña Chiquita giró la cabeza para mirar por única vez en el viaje a ese hombre y le preguntó: —¿Se murió, no? Mi hija, ¿se murió? El tipo tragó saliva. No le contestó y se puso a mirar para fuera. Yo me encontré en el reflejo del espejo retrovisor con los ojos sorprendidos del conductor, esperando escuchar tanto como mi tía la respuesta del hombre del transpirado traje azul. —Eso es algo que todavía no le puedo precisar —balbuceó mientras nos estacionábamos frente al edificio donde había ocurrido la tragedia. La tía me abrazó muy fuerte y yo tuve miedo. Mucho miedo. Supe, en ese mismo instante, cuando ella me bajó a la vereda, que mi prima Isabel se había ido al cielo. En la entrada no había policías. No había bomberos. Ni siquiera curiosos. Y mucho menos, periodistas. Sólo el portero. Un hombre pelado. De bigote tupido. Un bigote con muchas canas. No puedo olvidarme su rostro. Más bien esa cara. La que tenía cuando lo cruzamos. Era la de un nene. Un nene ocultando algo. Un nene obligado a no decir lo que desearía poder contar a todo el mundo. La puerta del edificio estaba abierta de par en par. El abogado nos indicó que pasáramos haciendo un gesto con la mano. No fue necesario llamar al ascensor. Venía bajando. Se escuchó un ¡PIN! y adentro nos encontramos con una de las personas más desagradables y más detestables que me tocó cruzar en mi vida. Y eso que soy una bruja. Y que he conocido varios diablos, bichos de los más asquerosos, monstruos horribles, hasta políticos. Pero hombres así... Son lo peor. Porque no son hombres. Son hienas. Son buitres. Son carroñeros. Son los que comen de tus tripas. Son los que se alimentan de tu dolor. Piel bronceada en Mar del Plata. Anteojos de sol. Pulseras y cadenitas de oro. Chomba Lacoste. Pantalón de vestir. Mocasines. Voz gruesa. Radial. Sólo le faltaba en la frente el cartel luminoso con la palabra "GARCA" bien grande y en imprenta mayúscula. Se llevó una mano a la nariz para bajarse un poco los anteojos y poder mirar bien al abogado cuando le preguntó casi susurrando: —¿La señora está al tanto? El abogado, secándose la transpiración de la frente con un pañuelo de tela blanco, negó con la cabeza. El garca de chomba Lacoste chasqueó la lengua. Tomó aire y nos encaró mientras nos hacía entrar en el ascensor: —¿Señora Tillería? Ña Chiquita cabeceó. —Mi nombre es Fernando. Soy de la empresa funeraria. Ante todo mi más sincero pésame. Sé que es un momento difícil. Y para eso estoy acá. Para ayudarla a despedir a su hija como se merece... Llegamos al séptimo y las puertas volvieron a hacer ¡PIN! antes de abrirse. La tía me arrastró de una mano apurando el paso para huir del buitre Fernando. Pero también para llegar a hablar de una puta vez con alguien que nos dijera qué era lo que había pasado con Isabel. La patrona de mi prima salió a nuestro encuentro inmovilizando a Ña Chiquita con un fuerte abrazo. Se conocían porque la tía le tiraba las cartas. Como a la Marabunta. Lo que no estoy en condiciones de asegurar —como eso de qué vino primero, si el huevo o la gallina—, es si Isabel le contó a esta mujer de la tía Chiqui o si fue la tía la que le pidió trabajo para mi prima. —¡Estaba deprimida, Chiquita! —balbuceó la mujer entre sollozos espasmódicos. Era un manojo de nervios. Se le notaba que había llorado mucho. También parecía que estaba a punto de explotar. Su aflicción era real. Eso no era para nada fingido. —¡Estaba deprimida, Chiquita! —le repetía una y otra vez, gritándole al oído de la tía. Gritándolo para que todos los que estábamos presentes la escucháramos. —¡Estaba deprimida, Chiquita! —le aseguró antes de largar por fin a la tía, que a último momento evitó soltarse, agarrando ella a la patrona de Isabel. —Delante de la nena no se le ocurra decirlo. Delante de la nena, no. La mujer se quedó dura. Lo mismo pasó con su hija y su yerno. Tartamudeando, buscó seguir con su libreto: —Pero pero... Hay que... hay que decir lo que pasó, ¿no? —Yo conozco a mi hija. Mi Isabel jamás hubiera hecho lo que usted está insinuando. Le vuelvo a pedir: no se le ocurra decirlo. La patrona de Isabelita tragó saliva. Intercambió miradas con su hija, con su yerno y hasta con el abogado, que levantando un poco la perita parecía alentarla a seguir con algo que tenía que repetir de memoria. —Pero Chiquita: Isabel estaba dep... —¿Adonde la llevaron? Se hizo un silencio. El garca de la cochería, como si estuviera dando un parte meteorológico, después de aclararse la garganta nos informó: —El cuerpo está en la morgue judicial. Se le está realizando una autopsia. Dada las circunstancias del fallecimiento, los restos de su hija no van a poder ir a tierra ni cremarse hasta que se cierre la investigación. A última hora de hoy o primera de mañana, va a poder reclamar el cuerpo en las oficinas de Ayacucho y Viamonte. Si usted me deja su documento, yo puedo encargarme de... La tía lo cortó en seco hablando entre dientes: —De mi hija me ocupo yo. El tipo se sacó los anteojos de sol con una mano mientras que con la otra se refregaba la boca. Se mordió algo antes de escupirlo. Hizo una media sonrisa y arqueando las cejas le explicó a mi tía: —Los dueños de casa ya se hicieron cargo de todos los gastos del funeral. Incluso de la cuota mensual del nicho por un año completo. —¡Me duele que me trate así! ¡Me duele lo que está diciendo! —se puso como loca la patrona de Isabelita y lo dejó pagando al garca de la chomba Lacaste—. Si con un cuchillo cortó la red de protección en un costado para tirarse. ¡Mire si mi nieto se largaba detrás de ella! ¡Mire si se pensaba que era un juego y la seguía! ¡Si estaban los dos solos, por el amor de Dios! A la tía se le escaparon unas lágrimas. Pero igual se mantuvo firme. Era dura. Tenía lo que hay que tener. —¿Dejó una carta? Se hizo otro silencio. Más insoportable. Esta vez el garca de la cochería se quedó en el molde. La tía insistió: —¿Dejó una carta? ¿Algo escrito? ¿Algo diciendo por qué lo hacía? Todos miraron para el lado del abogado, al que —seguro que le pagaban por eso— no le quedó otra que hacerse cargo del hierro caliente. —Nada. —¿Entonces por qué dicen eso de mi Isabel? —¡¡¡PORQUE ES LO QUE PASÓOOOO!!! —gritó hecha una furia la patrona. Y después no hizo más que moquear y llorar. Hilos de baba se tejían en su boca. Su hija también lloraba cuando la abrazó para consolarla. El abogado intervino: —Señora Tillería: estamos todos en estado de shock. Devastados por lo que pasó. Entiendo que usted se niegue a ver cómo son las cosas... —Yo sé cómo son las cosas: Isabel estaba en negro. Y murió en su trabajo. En esta casa. Tuvo un accidente. Ustedes se están cubriendo. Cesaron las lágrimas y se pararon los relojes cuando Ña Chiquita dijo: —Tienen miedo de que les vaya a hacer un juicio. Menos el buitre de la cochería, el resto no pudo evitar esconder sus caras de pánico. El abogado incluido, que transpiró más todavía intentando convencer a mi tía de lo que para ellos había pasado. —Señora Tillería, por favor. Su dolor no la deja pensar bien. —Todo lo contrario. Y si tanto les preocupa eso, no es mi intención sacar un dinero de la muerte de mi hija. Sólo quiero saber qué pasó. —Lo que le estamos diciendo. —Si el dinero me la trajera de vuelta a mi Isabel, pelearía por él. Pero ella ya no está con nosotros. ¿Para qué quiero esa plata entonces? —Señora Tillería... —Nos vamos —me dijo la tía, levantándome en brazos. Salimos del departamento y Ña Chiquita llamó al ascensor. Al abogado lo traíamos pegado detrás de nosotras. —Señora Tillería, la familia separó todos los objetos personales de Isabel... ¡PIN! hicieron una vez más las puertas del ascensor al abrirse. Pero no lo tomamos. Volvimos a entrar a esa casa para buscar las cosas de mi prima. En la pieza desde donde Isabelita se había caído, repartidas en cuatro bolsas de cartón y en una de consorcio, estaban sus ropas y zapatillas, un oso panda de peluche, su maquillaje y dos libros. Uno era de tapa dura y de color amarillo, con un dibujo de dos hombres arrodillados ante una mujer vestida de blanco. El otro era una edición bien barata del Nuevo Testamento. La tía entró a la pieza y vio que faltaba la red que sellaba la ventana. La que supuestamente mi prima había cortado para tirarse. Mientras se acercaba, fue como si el abogado le leyera la mente: —La red completa se la llevó la policía para realizar la investigación. —¿Y las hojas de la ventana se las llevaron ellos también? ¿Para qué? ¿Para que no se vieran los vidrios rotos o para cambiarlos? El abogado no le respondió. Ña Chiquita se asomó al borde y miró para abajo. Pasaron más de diez años para que me describiera lo que había visto: el hueco que había dejado el cuerpo de mi prima cuando hizo impacto contra ese patiecito. Baldosas hundidas. Macetas y un triciclo volcados como si los hubieran querido arrastrar hacia un pozo. Nada de sangre. Y salvo el desorden, todo muy limpio. Sí, aquella vez Ña Chiquita se asomó al borde y miró para abajo. Cuando dejó de hacerlo estaba acongojada. Se tuvo que agarrar el pecho con las dos manos. —¿Se siente bien? ¿Quiere un vaso de agua? —Podría ser —le aceptó con la voz entrecortada. Mientras lo tomaba miró las bibliotecas enfrentadas, una en cada pared. Le llamó la atención la parte de arriba de una, la de su izquierda. Estaba llena de telarañas. La de la derecha estaba impecable. Brillaba. Brillo de Blem. La tía Chiqui primero sonrió y después se puso a llorar. Y yo lloré con ella. Cuando nos tranquilizamos, me hizo señas para que agarrara el oso panda y ella se hizo cargo de las bolsas. Encarando para irnos nos salió al cruce la patrona de Isabel. —Ella estaba deprimida, Chiquita —insistió por última vez. —Déjeme pasar —le pidió la tía y ella se corrió. Mientras el ascensor volvía a subir al séptimo, el abogado en voz muy baja le recordó a la tía que ella legalmente no era nada de Isabel. Y que, como mi prima, ella era una ciudadana paraguaya que jamás había hecho los papeles necesarios para radicarse en la República Argentina. Las puertas hicieron ¡PIN! casi junto al "¡Bajo con ustedes!" del garca de la cochería. En el ascensor este hijo de puta le ofreció a Ña Chiquita, por una diferencia mínima, un cajón mucho mejor que el que habían comprado sus jefes para Isabelita. Como la tía no le contestó, el tipo le mostró su tarjeta y después la dejó enganchada en los brazos cruzados del oso panda. Cuando estuvimos en la vereda, Ña Chiquita la agarró y la rompió en varios pedacitos que arrojó al aire. Caminamos unas cuadras hasta la parada del 2. Esperando el colectivo, usé el mismo tono con el que sabía preguntarle sobre la muerte y por qué las personas se tenían que ir al cielo, por qué yo no vivía ni con mi mamá ni con mi papá, adonde había estado antes de la panza de mi mami y por qué las nenas hacíamos pis de sentadas y los varones de parados, para despejarme una duda: —¿Qué quiere decir deprimida? La tía me sonrió. —Deprimida quiere decir que estaba triste. Arrugué la frente y protesté en desacuerdo: —Isabelita no estaba triste. Ña Chiquita me dio la razón moviendo la cabeza. —Para nada. Me alegró el "para nada" de la tía. Me gustó saber y sentir que las dos pensábamos lo mismo. —¿Y por qué dice eso la señora? —Porque nos está mintiendo, Fátima. Esa mujer miente. Todos en esa casa mienten —me dijo parando el colectivo. Pobre Isabelita. Ésas habían sido sus cartas. Y así fue como le tocó irse. Nunca hizo falta que le preguntara a Ña Chiquita qué era lo que no quería que la patrona de Isabel dijera delante de mí. Cuando fui un poco más grande me di cuenta sola. La tía no quería que esa mujer dijera que Isabelita se había suicidado. Por un tiempo creí que era para que yo después tampoco preguntara qué era suicidarse. Seguro que algo de eso también había. Pero lo principal para la tía Chiqui era no deshonrar la memoria de mi prima Isabel. Lo que ella era. Lo que somos nosotras. Porque a nuestra manera, somos católicas. Somos cristianas. Y nuestras creencias no nos permiten suicidarnos. Aunque otra cosa muy diferente es dar la vida por otro. Morir por los demás. Morir por los que amamos. Como lo hizo Jesús. Mi tía murió un poco cuando pasó lo de Isabel. Al principio no pudo dormir. Después se relajó. Pasó mucho tiempo. Yo ya no pensaba en mi prima. Un día, de la nada, mientras me arreglaba para ir a bailar, me contó que ella estaba tranquila de que no le había pasado algo pesado a Isabel. Que había tenido un accidente. Que si la hubieran matado, que incluso si hubiera sido verdad que ella se había matado, mi prima se habría quedado por acá. Para pedir justicia o para pedir perdón. De hecho, como al año, la patrona de Isabel se apareció en el Apache para hacerse tirar las cartas. Ña Chiquita se negó a hacerlo. La mujer lo entendió. Pero ésa era la excusa: en realidad se había acercado para ver si mi prima se nos había aparecido. Para ver si ella había hablado con nosotras desde el más allá. Le dijimos que no. Le dijimos la verdad. Y ella suspiró y sonrió. Para todas fue un alivio que no dijera nunca más "ella estaba tan deprimida"... Los restos mortales de mi prima Isabel descansan en el nicho municipal 14.089, en la fila cuatro de la galería veintidós del cementerio de la Chacarita. La dejamos ahí un viernes. En el subte B, volviendo a casa, Ña Chiquita me dijo: —Fátima, las lágrimas por nuestros muertos se evaporan. Las flores sobre sus tumbas se marchitan. Pero lo que rezamos por el descanso de sus almas, nuestras plegarias, las recoge Dios. Hay que rezar. Siempre. Eso es lo primero. Pero las flores tampoco están de más. Y llorar a los nuestros, menos. Y cuando llegamos al final del recorrido frente al Luna Park, la tía me recitó y me enseñó una oración de San Agustín: Yo muero pero mi amor no muere. Los voy a amar en el Cielo como los amé en la Tierra. Sean virtuosos: no lloren ni se dejen dominar por la tristeza. Voy al Cielo donde los espero, mediante la bondad de Dios. Queda para los que lloran lo que hay de más hermoso: la esperanza de encontrarnos allá arriba. Y entretanto, sóbrela Tierra, el recuerdo de sus consejos y el ejemplo de sus vidas. Jesús misericordioso, danos el descanso eterno. Amén Y así fue como me enteré con mis cinco añitos de lo que era la muerte y por qué las personas se tenían que ir al cielo. Descubrir por qué yo no vivía ni con mi mamá ni con mi papá, adonde había estado antes de la panza de mi mami y por qué las nenas hacíamos pis de sentadas y los varones de parados no fue tan heavy en comparación con lo de Isabel y las pérdidas que vinieron después. Muchas. Demasiadas. Demasiadas muertes. Nacimos marcadas. La gente como Ña Chiquita y yo. Será por eso que, en compensación, como para equilibrar la cosa un poco, Dios en algún momento nos da esa oportunidad única: la de sentir todo lo contrario. En el caso de la tía Chiqui, esa oportunidad única, fue la de adoptar a Juan Antonio, Rubencito, Isabelita, la Nani y yo. Y si me preguntan cuál fue ese momento para mí, definitivamente, fue el haber quedado embarazada cuando menos me lo esperaba.
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