Pola Oloixarac Las teorías salvajes Editorial Entropía, Buenos Aires, 2008. Desde los once años, Kamtchowsky participaba de charlas donde las maestras se preocupaban por qué pasaba con la masturbación y si a los chicos ya les salía lechita; las clases eran mixtas y todo el mundo se divertía. Las maestras treintonas simulaban hacerse las serias; por alguna cósmica sabiduría escolar, las clases de Biología y de Educación Cívica y Sexual eran a menudo contiguas. Asociando el concepto de "cuerpo" al de "comunicación", el lema "traigan todas las dudas que tengan" pretendía esclarecer una alianza entre la felicidad y el conocimiento, lo que daba por resultado la idea mayor de "sexualidad". La noción abstracta del placer se presentaba como la sección del pensamiento contigua al accionar del estrógeno y la testosterona en el cuerpo, evidente en la acumulación de grasa bajo las nalgas, el busto en las chicas y el llenado de las bolsitas escrotales de los varones. En algún momento (todos sabían que era inminente) las risitas nerviosas se convertirían en miradas furtivas a un compañerito o compañerita, que diría "sí" con la cabeza; entonces todo sería cuestión de "dejarse llevar", sobre todo las chicas, y para eso no había instrucciones. Era natural que la ansiedad permeara las clases. Este diagnóstico permitía que la chabacanería de los pequeños fuera apenas registrada o cercenada; por lo general las maestras fruncían un poco el ceño, combinando rápidamente el mensaje negativo con una dosis de simpatía y complicidad. La figura del castigo era programáticamente elusiva; como un siniestro gas que obstruye la oxigenación de los alvéolos pulmonares, era justamente su ausencia lo que permitía a todos respirar en clase. Los estallidos de violencia y descontrol podían prevenirse pero no evitarse. En caso necesario, los focos problemáticos eran invitados a pasar al frente; en ese momento las maestras se concentraban en hacerlos pasar por estúpidos, dulcemente; esto les permitía retomar el cetro de mando sin sentirse represoras. Una docente cometió el error de provocar a un chico: "A ver, si te gusta tanto hablar de tu pitulín por qué no venís al frente y nos lo mostrás". El chico aprovechó para mear en la cara a una compañerita, cuya risita curiosa mutó a una expresión de horror. En la reunión de padres algunos se mostraron consternados; se habló de un caso similar con un síndrome postraumático que impedía tragar jugos Cepita. En el recreo, Kamtchowsky fue al baño y encontró su propia bombacha manchada de sangre. La sangre era oscura, viscosa, difícil de lavar. Al regresar a su casa tardó varias horas en comunicárselo a su madre. Llegada la noche, su madre le explicó que no le había puesto Carolina por temor a que los amiguitos del colegio le dijeran caca: la pequeña Kamtchowsky era marrón, pero no era por eso, se esforzó la madre en agregar. Los vestíbulos ominosamente vacíos de la mente de la pequeña Kamtchowsky empezaban a abarrotarse de pensamientos; albergaban la sombría intuición de que había algo asqueroso, algo realmente asqueroso que debía esconder por todos los medios posibles, y de súbito comprendió que lo sabía desde muy temprano, porque sencillamente no había manera de no estar al tanto de eso, aunque no pudiera explicar con seguridad de qué se trataba. Cuando la pequeña Kamtchowsky tuvo edad suficiente (once años), su madre le pidió que pasara a máquina los cuadernos de su tía Vivi; tenía idea de llevarlos a una editorial para publicarlos. Suponía que la verdad fundamental del manuscrito, además de su indiscutible importancia histórica, radicaba en el uso del tiempo presente, las desprolijidades de la escritura rápida y cierto desorden estructural; sólo corregiría los errores de ortografía. Kamtchowsky sugirió un aumento en su asignación de hija, pero no lo consiguió. Al poco tiempo de casada la madre de K, su hermana menor fue secuestrada mientras repartía volantes en una fábrica de Avellaneda. Rodolfo Kamtchowsky acompañó a su flamante esposa a realizar las averiguaciones pertinentes, pero hubo poco que pudieran hacer. Vivi nunca apareció, hubo rumores de que fue vista en la Mansión Seré, un centro clandestino de detención que funcionaba en la localidad de Morón. Dejó algunos vestidos floreados, un Winco roto y un diario en primera y segunda persona donde relataba los sucesos que acompañaron su vida hasta una semana antes del secuestro. La mayoría de las entradas de su diario, a partir de los diecisiete años, eran cartas a Mao Tse-Tung, prócer chino del Ejército Rojo; una letra del nombre fue cambiada para disimular. Eran cuadernos de tapa dura, tamaño oficio. Los había enterrado en un sotanito con goteras, olían bastante mal. Querido Moo: Hay un nosequé de temblor, de agitación, de locura y futuro en las calles. Vida, debe ser. ¡No nos van a callar, hijos de p! Estamos en días jodidos, Moo, negros. En lo personal y en lo político. Las cosas con L. no van bien y cada vez nos cuesta más acercarnos. Me parece además que está viéndose con una mina. Yo sé que nuestra relación es libre, es abierta, pero me siento una hipócrita. Porque yo nunca le pedí que fuéramos como esas parejitas burguesas —más bien lo contrario. Siempre lo apoyé en su militancia contra los valores putrefactos de la sociedad. Los dos rechazamos la represión de la burguesía y elegimos un camino nuevo, irreductible y luminoso, aunque lleno de espinas. Y yo sé que si no me lo puedo bancar, chau, lo que tengo que hacer es salirme del medio y se terminó. Pero no puedo, Moo. La verdad es que lo quiero, y me duele este estado de cosas. Me doy cuenta de que puedo hacer muy poco para cambiarlo, y que si de verdad quiero seguir con él, tal vez lo mejor es cambiar mi modo de ver las cosas. Por ejemplo: el otro día. Vino a casa y estuvimos lo más bien, tomando mate y charlando, sobre todo de él. Contó que en su UBR ahora se reagruparon con los compañeros de la tendencia, están todos muy excitados. De pronto lo noté un poco raro, como si quisiera contarme algo, pero no se atreviera a decírmelo. Le dije que confiara en mí, que siempre voy a estar acá para apoyarlo (quizás es medio cursi, pero me salió así). Entonces sacó del bolsillo un papelito arrugado y lo leyó: Pero, ¿en qué Argentina estamos? El pueblo salió a defender el gobierno que buscó y la policía lo puteó, lo corrió a gases, le tiró las motos y los coches encima. Esto no lo soñaba ni Lanusse. La juventud maravillosa salía a la calle para manifestar que la sangre derramada no podía ser negociada, que los peronistas más leales no podían estar presos, que al pueblo victorioso del 11 de marzo y del 23 de setiembre no se lo podía cargar de esa forma poniendo de jefes policiales a quienes lo reprimieron durante 18 años y se lo trataba así, como si fuera el enemigo. La gente se reagrupaba y seguía avanzando. Los hechos hablan por sí mismos. Cuando terminó de leer, L. tenía una expresión muy emocionada en el rostro. Le hablé muy dulcemente, le dije que yo también compartía su impotencia. Hacía poco los habían corrido de la plaza Once, yo no fui porque estaba indispuesta pero L. fue. Entonces me interrumpió, me dijo: "No nena, es un poema, un poema que escribió Silvina. Uf, no debería mostrarte estas cosas. Son íntimas". Sentí que me ponía roja de furia, te juro Moo, le quería pegar una patada en ya sabés dónde (¿para qué me las mostrará además, si son tan íntimas?). Después dijo: "Yo me enteré de que su nombre es Silvina de casualidad. Pero no se supone que lo sepa, y vos no digas nada de que te dije". Sentí que me ardía la cara, como si hubiera comido una bolsa de ajíes. El guardó muy tranquilo el papelito. Pero me tragué la furia y disimulé hablando lo más rápido que pude: ¿Así, y por qué, por qué se supone que no lo sepas? "Por la militancia, Vivi, por qué va a ser" me dijo muy serio. Se puso impaciente y al rato se fue. Perdón Moo, pero aquello no era un poema. Que lo haya escrito, vaya y pase, a lo sumo no tendrá faltas de ortografía (y lo bueno que sería, a veces te juro que por poco hacen la V peronista con b larga) ¿pero dónde está el poema? Pará, ya sé, me vas a decir que soy una prejuiciosa, que no entiendo la libertad del arte, la forma sin forma, en fin, que padezco la típica ceguera burguesa. Admito que tal vez el hecho de que no parezca un poema pueda ser algo bueno en sí, como pasa con Stockhausen en la música (que no es muy musical que digamos). De pronto, todo se me hizo dudas. Supongo que si L. se hubiera quedado un rato más me hubiera quedado mirándolo sin expresión. Me quedé con un malhumor que no podía dormir, no podía pensar, no podía nada. Estaba tan alicaída que hasta me puse a hojear la Siete Días que había en casa. ¡Qué revista pésima! Pero si esa cosa es un poema, entonces esta publicidad de vaqueros en la Siete Días también es un poema. (En la foto hay dos muchachos y una chica, pantalones súper acampanados, maquillaje a lo Nosferatu.) LOS APARECIDOS Los vieron aparecer, como espíritus luminosos en la penumbra del anochecer. Eran jóvenes y se reían del frío. Porque sentían la caricia de sus Levi's. Suaves como la claridad de las estrellas. Y cálidos como el resplandor de una fogata, los aparecidos estaban poseídos por la mágica alegría de vivir. Poseían a Levi's. Y cantaban. Pero la gente gris —la que cree que la alegría no es de este mundo— no supo entenderlos. "Fantasmas", murmuraron los grises. Y cerraron sus puertas con candado. Los aparecidos no los vieron. Porque ya habían desaparecido, cantando, en la noche. Abrigados por el hechizo de sus Levi's. Yo no soy esa gente gris. No soy ni seré nunca. Me juego por las cosas que importan. Creo en mi mundo interior y lucho contra los corazones cerrados de la burguesía. Yo no estoy en la solución individual. Estoy con las causas que afectan al tercer mundo y los sectores populares que resisten día a día con su lucha. No me quedo inmóvil al borde el camino, como dice Benedetti, no me lleno de calma... Ay, Moo, te juro que trato de hacerme a la idea, aceptar la libertad de nuestra unión, pero es tan difícil. Es que todo es muy libre entre nosotros, aparentemente, pero a mí me jode, no lo puedo superar. El otro día pasé por la unidad básica, no fui a la de L. porque sabía que si iba se iba a armar. Bueno, me hicieron sentar y esperar un rato, en eso entró un morocho buenmocísimo, con el pelo largo, enrulado, y unos bigotes enormes. Me alegré de estar sentada, porque tengo la cola un poquito chata (te lo conté) y así no se notaba. Me dijo que se llamaba Fernando — ¿sería su nombre de verdad o de guerra? "Hola Fernando, yo soy Vivi", le dije. Bueno, a los diez minutos era como si nos conociéramos de toda la vida. Sentí una cosa tan rara, Moo, como si la lógica de mis pasos y la cifra de mis días (los signos en mis sueños) me llevaran ahí, a ese escritorio, de una vez y para siempre. O tal vez estoy exagerando porque estuve leyendo Borges y se me pegó esa manera de pensar los acontecimientos. Después se lo conté a L. por teléfono, y me colgó. No me creyó. Igual como no soy rencorosa fui a verlo y le regalé el Libro de Manuel, porque Cortázar siempre nos gustó mucho a los dos y qué sé yo, es como un talismán para nosotros. Me acuerdo una vez que cenamos en Pippo y L me llamaba "Magüita", por La Maga, de Rayuela, y después volvimos a su departamento e hicimos el amor y yo me sentía en las nubes, amada por mi manera de ser, acariciada por él. Moo, para que veas la diferencia: ahora rompió el envoltorio, lo miró y comentó que es una porquería. Que con ese libro pierde la política, pero más pierde la literatura. O al revés, depende qué le importe más a uno. ¿Pero cómo podés saber, si no lo leíste?, dije yo. L. es muy intuitivo pero tampoco es vidente. "Bueno, estuve con el Pelado Flores y me mostró unos pasajes... uf, patéticos", inventó el muy imbécil. Me di cuenta de que había leído el reportaje que le hicieron a Cortázar en "Crisis" y copiaba las provocaciones del entrevistador porque se la pasó prepoteando a Cortázar toda la tarde, tachándolo de brulote, como si fuera el dueño de la razón revolucionaria. L. dice que el lema de los hippies es boludo. Que para qué hacer el amor y no la guerra: mejor hacer las dos. "La guerra es afrodisíaca, es calentona. Y también el amor. ¡Y es verano!" Creo que si L. me hubiera besado después de decir esto, te juro que organizaba yo sólita la in- surrección popular, la 5ta Internacional pro-china y viet-cong ¿y sabés qué? después nacionalizaba todo y se terminaba el rollo con los peronachos, a pura insurrección obrera y gobierno popular. ¡Ay, Moo, lo que daría por tenerlo entre mis piernas otra vez y hacerlo despacio, dejarlo saciarse y volver a empezar! Por entonces, en la vida de Kamtchowsky llegaba a su fin la ola brasileña de Gal Costa, María Bethania, Toquinho, "Eu preciso te falar", los hits "Amanha tal ves" y "Lança perfume", de Rita Lee. De acuerdo con un extenso estudio de mercadotecnia, el éxito comercial de estas canciones se explicaba en relación a cierto nivel tímbrico en la ecualización de los agudos; aparentemente, los ingenieros de sonido se habían propuesto excitar los mismos circuitos cerebrales de placer que son estimulados por la cocaína. Asimismo, contra cualquier expectativa racional, volvía a ponerse de moda el tema "Conociéndote" de César "Banana" Pueyrredón y su coletazo, "No quiero ser más tu amigo". Su padre partió a Chile a dirigir la construcción de una planta industrial; Kamtchowsky simplemente dejó de verlo. Los quince años que transcurrieron entre aquel derramamiento de sangre y el comienzo de esta historia no fueron fáciles para Kamtchowsky. Ya era consciente de que resultaba físicamente desagradable a los demás, de que su madre probablemente quería matarla y que no sabía "dejarse llevar". Lo comprobó con Mati, un compañerito de escuela, bastante feo él también. Kamtchowsky trataba de adaptarse al ritmo, abrir lascivamente la boca y tirar la cabeza hacia atrás. Percibía la incomodidad de algunos momentos "sensuales", pero hacía lo posible por agradar. Mati y Kamtchowsky alternaban la coordinación de sus mochas desnudeces con algunos momentos inmóviles; entonces se miraban mansamente, atentos a la aparición eventual de emociones: luego moverían sus músculos de manera similar. La activación de sus aparatitos reproductores se vio enriquecida compulsivamente por las investigaciones de Mati en su bibliografía onanista. Si bien los dos estaban explorando (eufemismo aventurero para los verbos relativos al crecimiento), el esfuerzo principal consistía en transitar el guión que va de la Curiosidad a la curiosa Experiencia del Romanticismo. Eran dos estadios, uno instintivo y animal, otro humano y racional; lo natural era que de uno se pasara al otro. Amar y estar enamorado también eran cosas importantes, casi o más que la tarea para el hogar. En general se aburrían y terminaban jugando al Atari. Mati era gordito, tenía una boca bembona y ojos saltones, como escarabajos lelos; en un par de años, cuando pegara el estirón, los ojos se le separarían hacia los costados de la cara, acentuando el índice de renacuajo potencial que ya croaba suavemente en su interior; también descubriría que era ambidiestro para hacerse la paja y dibujar con pis en los lavabos. Kamtchowsky era extrañamente consciente de que todo aquello no era más que un simulacro para el crecimiento posterior; se dejaba hacer. Pensaba que Mati lo hacía para sonar cool, aunque evidentemente no le salía; le daba ganas de acariciarle el jopito engelado y decirle que se calmara, que ya aprenderían. Así como su padre había calculado series de Fourier a la tierna edad de diez años, Kamtchowsky también participó de un descubrimiento preexistente, y por lo tanto trivial: coger consistía en un conjunto de procedimientos que podía señalizarse. Dada una repetición uniformemente acelerada de centímetros avanzando dentro de ella, estocadas a lo largo de una línea recta (glande (G) = vector de fuerza), la operatoria dejaría a Kamtchowsky estrolada contra la pared, con la cabeza perforada a lo largo del eje horizontal (la abcisa) Cuando el pudor de la autoconciencia no les dio para más, Mati optó por implementar los rudimentos del arte de herir en la intimidad. Le dijo que se daba cuenta de que fingía todos los orgasmos, que era una frígida de mierda, que si lo quería calentar viniera y se la chupara: a lo mejor se metía un dedo en el culo y le acababa en las tetas. Penetraban gimiendo en una zona franca emocional donde las conductas erráticas más o menos agresivas (a las que pronto sumarían desórdenes alimenticios, tendencias suicidas, abuso de sustancias y stress) eran celebradas como ritos de pasaje que expresaban una sensibilidad peculiar, una forma más o menos ordenada de crecer en libertad. Kamtchowsky se puso inmediatamente furiosa; algo (¿intuición femenina?) le decía que era más inteligente que él, que lo había sido todo este tiempo, no iba a dejarle ganar. Entonces le miró la bragueta, dejó caer un comentario ácido nítrico y salió de ahí. Ambos habían crecido en un ambiente que propiciaba las demostraciones de sensibilidad, creatividad personal y originalidad, reflejadas de manera fundamental en el escenario del sexo, orbe por excelencia del juego y la libertad. En general, los modelos exitosos que caracterizan al adolescente medio presentan un patrón superficialmente benéfico; correlativa y simultáneamente, su terreno empírico se manifiesta pantanoso, desmoralizador y vulgar. Los compañeritos de Kamtchowsky atravesaron sus años pospúberes consultando un catálogo de vectores de personalidad, asequibles mediante la exacerbación de aquellos detalles que se habían revelado, súbita y tempranamente, como propios, esto es, auténticos y reales. Identificarlos permitía delinear el perfil de las estrategias posteriores para llamar la atención sobre sí mismos, entre otros dispositivos que regulaban el piso calórico de sus sistemas de amor propio, de acuerdo con una fórmula donde el binomio audiencia y empatía se convertía en modalidad existencial. En Bambi (1945), la llegada de Bambi al bosque es el aprendizaje del héroe a la vista de la multitud. Todos los animalitos del bosque se han congregado para verlo ponerse de pie; su madre lo empuja con el hocico y Bambi trastabilla, se bambolea hacia atrás y hacia adelante, sigue intentando y cae redondo al piso; es encantador pero niño, y por lo tanto torpe, débil necesitado de atención, de cariño; Bambi se va de bruces al suelo, pero se gana el amor de su audiencia, los animalitos del bosque. La transformación de las observaciones iniciáticas en sistemas personales implica la participación activa de los pequeños "sujetos sujetados" en el buceo de sus propios pasados; asimismo, la certeza de que en la línea de tiempo vivido se esconde una clave. Naturalmente, la búsqueda de las claves expiatorias del comportamiento promueve una predilección por los hechos sórdidos, violentos, donde la humanidad del pequeño en cuestión se recorta con mayor premura y legibilidad. También se encontraban entrenados para aceptar lo más naturalmente que podían el compañerismo de hombres y mujeres mayores que se resistían a formar modelos de comportamiento adulto. Sin embargo, un día Kamtchowsky creció y dijo: En ausencia de una moralidad objetiva y vinculante, no nos queda otra opción que confiarnos a la privacidad de una ética de los procesos mentales. De aquí se desprende una forma de responsabilidad individual. No se trata de un prurito kantiano; en ningún momento di por sentado que habría un "nosotros" verdadero, de ningún tipo. Kamtchowsky se agenció un noviete al poco tiempo de anotar esa afirmación. Se llamaba Pablo, tenía anteojos y una dolorosa expresión de incomodidad por todo lenguaje corporal; se habían cruzado varias veces en el cine del Malba. Los dos se miraban de lejos, pero pensaban de sí mismos que eran demasiado horrendos incluso para resultar deseables a otra persona horrenda como ellos. Detectaban, además, la mutua repelencia de ciertas notas biográficas comunes: ambos habían cambiado tempranamente Anteojito por la inefable Humi, la revistita de los niños progres; sus padres nunca se habían molestado en esconder demasiado bien las Sex Humor, dotando al desarrollo hormonal de sus hijos de un aire de naturalidad completamente infundado; videocasseteras, microondas y yogurteras habían resultado compañeros más fieles que cualquier perro culposo olisqueando permisos para defecar. Por ese tiempo, Kamtchowsky se había decidido a usar pollera: tenía miedo de que su traste lastimara a alguien si continuaba forzándolo al encierro. Se pintaba los ojos con horrísonas sombras verdes y disimulaba su papada con pañuelitos. Usaba zapatos de plataforma y medias estampadas con microchips y dibujos electrónicos. Se sentaba en las primeras filas del cine, evitando la promiscuidad de las risas ajenas, allí se despatarraba en el asiento chupando sus mentitas masticables, jugando a que nadie la viera. Pablo tenía costumbres similares, desde que detectó las de ella. Esperó que la luz bajara para sentarse a dos butacas de distancia. Ella corrió su mochila al puente de vacío entre ambos: él contribuyó idéntica displicencia colocando su morral despacito en el suelo. Luego se aplicó a mirarla durante toda la película. Kamtchowsky ve todo, veía todo, pero no recogió sus piernas abiertas de par en par sobre la butaca delantera. Era Don Quixote, de Pabst (1933). Ella lo ignoró programáticamente lo que duró la película. El se acercó subrepticio y le susurró al oído: "Pendeja puta", luego se levantó y se fue. Cuando Kamtchowsky dejó la sala, al finalizar la proyección, Pablo la esperaba con un ramito de pasto arrancado. "Disculpá que te insulté, pero no quería ser obvio de entrada y decirte que me gustás mucho". Ella manifestó entender perfectamente y le enseñó a masturbarla con paquetitos de Sweet Mints. Ella, que se había quedado inmóvil mientras Pablo (en adelante, Pabst) horadaba su perfil con su vector de fealdad reconcentrada, estaba fundamentalmente leyendo, estaba siendo partícipe de las señales indicadas. Él la puso en los favoritos de su blog, y ella en los suyos del suyo. El blog de Pabst tenía un fondo verde y negro; las letras de los posts eran de color y se combinaban en tipografía helvética. Cultivaba una serena nostalgia de los años '90, la década que lo había visto desarrollarse y dejar de ser un enano gordito para convertirse en un individuo proporcionado carente de toda belleza y vitalidad. En su blog había referencias a todos los discos y cantantes de los que había huido en cada quincuagésimo de las chicas prohibidas: Milli Vanilli, Jazzy Mel, Ace of Base, Technotronic, eran los fondos sonoros donde navegaban las caritas incorruptas de Flor G, Caro T, Maru Z. Escuchándolos se hacía pajas de humillación, un platillo que había descubierto hacía no mucho, muy excitante. En el mundo de sus pajas la acción mantenía esta estructura: Cuando la quinceañera va de ronda por las mesas, posando para el fotógrafo con cada grupo de invitados, Pabst se acerca por detrás, la toma de los hombros y le encaja un chupón a la fuerza, alcanzando de este modo a rozarle un poco las tetas. Horrorizada, ella lo empuja con asco secándose la barbilla, él se tropieza con el miriñaque del vestido y cae al suelo, ante la mirada de todos. Durante estas animaciones de residuos mentales Pabst se limitaba a lastimarse el pene, pajeándose cada vez más fuerte; quería acabar, en sentido amplio, de una vez con todo aquello. La parte más fricativa y dolorosa era que la eyaculación solía retrasarse: entonces los invitados de la fiesta hacían toda clase de comentarios displicentes, compitiendo por exhibir sus respectivas dotes de ingenio y precisión. La culminación mezclaba las lágrimas y el semen, se sentía muy terapéutica. Su blog estaba salpicado de menciones codificadas de estas prácticas, a manera de pequeños poemas: Lore —que no es lei se ha manchado —el Vestido— de salsa el Salsero se sacude y —no baila Vilma Palma. Había perdido todo contacto con sus compañeros de traiciones mediocres y pegatinas de mocos y trocitos de acné debajo de los bancos, así que no importaba. Tampoco nadie leía ya a Dickinson. En su blog tenía una lista actualizada de recursos para compartir software pirata y una interesante selección de pornografía macabra. No porque sus intereses acariciaran con pareja fruición la guerrilla informática o el abuso sistemático a mujeres embarazadas, sino porque su mente contaminada de las obsesiones propias de una autoestima irremontable había comprendido que el régimen de acceso a la empatía contemporánea se encuentra vinculado al uso inteligente, glamoroso, de la crueldad. Pabst había entablado relaciones más interesantes y profundas acariciando un cuenco de plástico y masturbándose despatarrado en su silla de escritorio que nunca antes en su vida; había conocido gente más simpática, que hacía comentarios expertos, graciosos y altaneros, y tenía un arsenal de mp3, jpgs para compartir y coleccionar. Allí afuera —esto es, adentro de las otras cabecitas— también se jugaba el teatro épico del renacuajo escribiente que asiste a la llamada del Ser. Pabst había entrevisto la composición de este arte logorreico del yo enamorado de su vulnerabilidad, y disfrutaba aterrorizando a los más débiles. Para solitaria maravilla de Pabst, no sólo sadismo verbal y velocidad tipográfica podían combinarse para producir tête-a-têtes altamente tolerables y contactos conducentes a su satisfacción personal. Nuevas praderas psicopáticas emergían espontáneamente, donde Pabst percibía, sin disimular su orgullo, que cierta conexión subterránea entre la maldad y la voluptuosidad había comenzado (tardíamente) a jugar a su favor. Así como lactescente, lechoso y chorrear pueden combinarse satisfactoriamente para evocar "semen" como imagen mental, la brutalidad discursiva de Pabst, su control superciliar sobre las discusiones, la demostración, en fin, de su superioridad, podían atraer —como ciertos insectos se ven atraídos a orquídeas que resuman aroma a insectos en descomposición, persuadidos de que son diferentes de los otros insectos y de que allí podrán alimentarse— la evocación de una extraña belleza, torturada y maldita; el castillo de una mirada majestuosa donde sólo algunos serían admitidos, donde sólo algunos podrían gozar, momentáneamente, de deslizarse inermes entre los cactus. En su ejercicio comunal de odio al resto, Pabst accedía a una nueva imagen de sí mismo, más cercana al flair de Adonis lúcido que jamás podría obtener a fuerza de características físicas. Así mismo, Pabst mandaba a la mierda a mucha gente, y mucha gente lo mandaba a la mierda a él. Al fin, la libertad para la que había sido educado, que tanto contrastaba con los usos reales que su pobre vida había conseguido dar a esa libertad, conseguía un modo de volverse practicable. Aplicando su derecho anónimo a la agresión masiva, Pabst libraba encarnizadas batallas contra invasores y enemigos (ambos, admiradores potenciales). Pabst chapoteaba en su elemento; naturalmente precoz en las técnicas para generar molestia e incomodidad en el otro, parecía conocer desde siempre los vericuetos de la mímica electrónica del desdén. Más de las veces la crueldad pabstiana era decodificada como "crítica", es decir, como parte de un programa de mejoramiento más amplio, merced a un principio muy simple: mantener una actitud pasivo-agresiva o abiertamente destructiva obligaba a una articulación de las debilidades del despreciado/leído, cuyo yo lactante de atención, sediento de atributos, entraba siempre en discusión. Visitas constantes de gente con nicks absurdos, generalmente con preferencia por la "k" en lugar de q o c, que insultaban su blog con cinismos de diverso candor, puntería o lucidez, proporcionaban el teatro de guerra. Las provocaciones de Pabst mezclaban juicios lapidarios con referencias a películas, series de TV, gente con rostros incendiados, miscelánea pop de los 80s-90s, desnudistas, zombis, Bob Patiño, calamares gigantes y todo tipo de información irrelevante: era escueto, categórico y siempre tenía razón. Internet proporcionaba un entorno donde los protocolos de asociación permitían disponer de control sobre la espontaneidad propia y ajena y, por lo tanto, de un instrumento social más evolucionado que la intemperie de las conductas crudas. Por violentas que fueran, las relaciones de Pabst con los demás semejaban una versión retorcida del cariño: a la larga, atención y desdén se confundían. Convivir con una dosis de desprecio era posible, quizás incluso saludable. Todos los actos transitaban la fina línea que separa la conducta espontánea de la performance; en el peor de los casos, siempre quedaba el consuelo equidistante de sentirse "incomprendido", lo que hermanaba al individuo con su linaje favorito de precursores: otros seres incomprendidos, sensibles, habitantes de películas, biografías de poetas malditos, etc. Hasta el mismo masoquismo anuncia la distinción del torturado. En este pantano, el camino hacia la existencia postulaba que cualquier niño/a podía acceder a una audiencia a cambio de volverse visible y por lo tanto vulnerable. Porque en el juicio ajeno había odio, pero —y éste era el descubrimiento más sorprendente— también había amor. Las posibilidades de autoensalzamiento de los renacuajos se multiplicaban en la búsqueda de seres afines; estas sensaciones se multiplicaban a través de miles de links, lo que producía el estilo íntimo-abierto de la comunicación. Así lo explica Pabst, en un post donde imita el estilo juguetón del primer Wittgenstein: Acerca de la Soledad como Recurso Inalienable en la Administración Alimenticia de Egos 1. La vergüenza, ajena provoca una infección en el ojo propio: euforia momentánea. 1.1. Es interactiva: el individuo participa activamente en el agravamiento de la infección. 2.1 El retrato (psico)lógico de los hechos (humanos) es el pensamiento (de la vergüenza ajena). 2.1.1 Renato Descartes sentado al fuego en su salón de estar meditatorio: los muebles inmóviles son personas inmóviles. Reni tiene la peluca puesta y acaricia sus rulos. Está en el centro del mundo: su yo produce actividades que empiezan con cog-sin moverse del sillón. 2.1.2. En estos instantes de gozo, Reni parece olvidar que sus rulos son de hecho inferiores a los de Leibniz. 2.2. La partición del conjunto de lo deseable incluye lógicamente la capacidad de hacerse, uno mismo, despreciable. Al final del post había un jpg de la artista folklórica Soledad, revoleando el poncho. En cuanto a sus víctimas, algunos eran habitúes; después de practicar algunas fintas para defenderse, siempre regresaban. Pabst lo admitía; el medio volvía difícil observarlos agachándose, con la cualidad del siervo ante el vencedor, reconociendo el Dominio Pabstiano de una buena vez —pero un súbito tipeo defectuoso, un argumento invertebrado o una falta gramatical u ortográfica podían proporcionarle la clase de humo en lontananza que otros califican de fuego vencedor. A Kamtchowsky le gustaba el blog de Pabst; además, él era delgado y le llevaba casi una cabeza. Pero no eran los 90s, sino sus infancias que estaban de moda. Ahora que tenían los elementos de juicio para apreciarlas como objetos estéticos, que ya no merodeaban como cuerpitos asustados en medio de los otros ciervos. En rigor, no hay nada estrictamente feo en los rasgos de Pablo. Sólo que el conjunto transmite la sensación de un error, de un animalito mocho que nunca debió traspasar el umbral de largada en la carrera contra la extinción. Su repelencia tal vez se explique por hallarse subordinada al consenso sintáctico de lo que significa pertenecer a una especie. Pabst reflexionaba tirado en la cama, con un ocre pie de Kamtchowsky en la mano. —En los 70s, en cambio, no había manera de sonar cursi. Podías mandarte que tu objetivo en la vida era ser un poeta maldito, y nadie se te reía en la cara. Ahora es diferente. Nuestra franja etaria se encuentra más evolucionada en sentido estético. Por estética me refiero a una actitud mental espontáneamente crítica hacia los acontecimientos, no meramente a la rastra de la acción ordenada. No sé qué cantidad de neuronas entran en juego para configurar un arco de percepción de estas características, pero me parece que implica una operación bastante más compleja que la de "pensarse fuerza constituyente" de algo. Por otra parte, hay que considerar que las condiciones de posibilidad que hacen a una persona "interesante" en un momento determinado responde a una modalidad específica, legible. El derredor siempre te puede dar permiso para ser un pelotudo, pero no todos los permisos son válidos. Quiero decir, adscribir a una ética menos facilitante para el ingreso en la imbecilidad puede ser congelante, su efecto puede percibirse inmovilizador, pero al menos conserva la dignidad de la reflexión y de la autoconciencia. Claro que me refiero a la clase media, a una juventud de clase media más sanamente dada a la introspección. Kamtchowsky observó que la diferencia tal vez estribara en la distancia entre sufijos y prefijos. Una generación de sufijos, como exhibe la morfología de "conciencia-en-si" o “conciencia-para-sí”, centra su atención en aquello que resulta, que se descuelga a posteriori (la sintaxis no miente) de la conciencia; por el contrario, una generación siguiente que ubica la cuestión de la conciencia en los prejuicios inherentes de su mirada opta por el prefijo, por la característica previa e intrínseca de la misma capacidad de razonamiento (e.g.auto-conciencia). Pabst le dio la razón con entusiasmo; era significativa la preponderancia de los culos en aquel período. Clásicos como Los caballeros de la cama redonda (1973), Experto en pinchazos (1979), A los cirujanos se las va la mano (1980), El rey de los exhortos (1979), Te rompo el rating (1981) y ciertos planos culpables de Enrique Carreras denotaban con creces la prevalencia de los sufijos carnales en el territorio nacional. La publicidad de televisores Hitachi, específicamente el slogan "Hitachi, qué bien se TV" sobreimpreso sobre el derrière de Adriana Brodsky, expresaba esta cualidad proteica de la información que recalaba en un área privilegiada para transmitir certezas. El destape de las nalgas, afianzado con la apertura democrática, encontró su hábitat natural en comedias sexualizadas sitas en escenarios castrenses como Los colimbas se divierten (1986), Rambito y Rambón, primera misión (1986), Los colimbas al ataque (1987). La connotación adulta de estas emisiones contrastaba con la indumentaria y el vocabulario deserotizado de la pandilla adolescente de la serie Pelito (1982-1986); en sus tramas inocentes, de contextos familiares de divorcios, papis que fuman y qué hacer con el compañerito negro y pobre del grado (notablemente Cirilo Tamayo en Señorita maestra, 1983), los amores entre niños y niñas eran tan estereotipados como el fetichismo anal de las comedias castrenses, pero las niñas no corrían peligro de contraer lordosis —algo que tampoco ocurría en Cantaniño... (1979). No obstante, el protagonismo de la moral antiputa y la costumbre fenológica de santiguarse ante traseros meritorios no llegaba a explicar lo que percibían como un fenómeno sociológico más amplio. Adelantándose suavemente a una objeción de Kamtchowsky, Pabst admitió que para que su excurso fuera sostenible necesitaría afirmar que la generación de los afijos se correspondía con una relevancia de las tetas en la época actual, lo que a esta altura de los acontecimientos era todavía muy difícil de evaluar; con todo, la teoría no necesitaba ser omniabarcante para lograr la aceptación que haría de ella (en esa cama llena de migas, libros subrayados, cables de computadora y paquetitos de Sweet Mints) un manifiesto hermenéutico de irreductible sagacidad. Los dos eran bien políticamente incorrectos y ponderaban McDonald's. Les encantaba que fuera el único lugar que daba trabajo a las personas mayores, a las viejas que no tenían nada que hacer de sus vidas; McDonald's, incluso con el payaso ridículo y pederasta de Ronald, era el único lugar verdaderamente democrático que conocían. Todos hacían fila, y aquello que obtenían no era más que aquello a lo que podían aspirar; los downs treintañeros sonreían adentro de sus uniformes, sin llegar a tocar el dinero. A veces era un limbo de villeros, pero en general no limosneaban adentro y la clase media y la baja podían convivir en paz. Salían bastante. Buenos Aires era un parque de diversiones culturales rebosante de protoentretenimientos. La relativa celebridad de Kamtchowsky (su documental acerca de sí misma había levantado revuelo en ciertos círculos) los hacía invitados habituales del salpullido de inauguraciones de arte, eventos multimedia, preestrenos de cine nacional "joven" y perfomances artísticas de distinta tópica y contundencia, interés o mediocridad. Como ninguno era hermoso, podían entablar conversaciones sobre el sex appeal de otras entelequias con el justo resentimiento que hacía refulgir de color y comicidad sus puntos de vista. El desprecio por uno mismo y sus seres queridos era un bien inalienable, cuya singular elasticidad en el ámbito de los análisis bio- gráficos se expandía al resto de sus comentarios sobre los demás: eran judíos, pero sabían más a judíos precisamente por antisemitas. El equilibrio social de las vernissages no era tan delicado como el de las fiestas en casas particulares a las que solían concurrir. Según el vicio revisionista en boga, el menú era exactamente igual al de las fiestas que les preparaban sus papas cuando niños, pródigos en chizitos, palitos, salchichitas. Tampoco faltaban los payasos; siempre había algún vejete egotista haciendo algún papelón. Los que emergieron victoriosos de los vientres durante los años de plomo deambulaban como animalitos hipnotizados por su propia hipersensibilidad. Los psicoanalistas a los que concurrían hacían depender sus ahorros de persuadirlos de una módica verdad: armados con la siniestra petulancia que concede "haber asumido" la pertenencia a una familia disfuncional, eran dulcemente permisivos para con sus fobias, desaciertos, olores corporales o carestía de cultura general, pseudos dolencias que podían exhibirse como curiosidades acérrimas o, precisamente, como pruebas palmarias de la igualdad diferencial entre pares. Capaces de despertar ternura, los objetos verbales presentados bajo el halo redentor de "enfermedad" o "problema" aportaban los protocolos de red entre flujos de vanidades deficientes, típicamente lábiles al contagio de la empatía. La idea innata de la "personalidad" era fácilmente sustituible por un Rincón de Ciencias prolijamente atestado de mascotitas neurasténicas: el cuidado de las enfermedades yoicas (su qué-cómo-cuándo, su prospecto y su antídoto) no era diferente del de una iguana: la iguana come a determinada hora determinado bicho, no aguanta el frío; la persona no soporta determinado bicho, no aguanta el frío. Poco a poco, el defecto moral de antaño se veía reconvertido en la prueba visible de la singularidad. Era evidente que la coyuntura festiva no hacía más que ponerlos nerviosos a medida que fingían libar despreocupadamente los goces de la disipación. Ni Pabst ni Kamtchowsky se hallaban lo suficientemente entrenados para encarar un Test de Cooper a través de mundos posibles, mintiendo deportivamente de modo de evitar un juicio innecesario (el de otra persona) por inconducente. La politesse joven daba por sentado que luego de un primer acercamiento no del todo comprendido (la música está fuerte) o admitido (los comentarios iniciales son generalmente malos, aún cuando en el fondo sean buenos), aparecería el tipo de sonrisa que haría a uno de los dos comprender que el otro se acababa de agenciar el título de "pensante" de la dupla, error que determinaba fatalmente los malentendidos posteriores. Kamtchowsky prefería no admitirlo, pero estaba obsesionada con los sodomitas. Le costaba no quedarse imbecilizada sobre el borde del muro humano, mirándolos inmóvil mientras bailaban. No envidiaba su alegría, su éxito momentáneo como raza, las remeritas; se preguntaba cómo era posible que lograran semejante dilatación como para centrar el eje de su vida sexual en el desgarramiento del ano. Si bien resultaba evidente que el ano tenía su lugar en la sombra bajo la categoría de músculo, no comprendía a razón de qué frecuencia podía uno salir a correr por Palermo, digamos, y dejarse dar ocho vueltas por día. Pabst se ofreció gentilmente a romperle el culo, así dejaba de darle vueltas al asunto. —No quiero hacerlo. Creo que me gusta demasiado pensar en eso. Prefiero dejarlo como ese lugar puro a donde no se puede llegar. Así, encontrando una nueva locación para el país de Nunca Jamás en los confines de su cola, se abrazaron y durmieron juntos hasta el amanecer.
© Copyright 2024