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Repetición y existencia auténtica. Una aproximación al
movimiento de la existencia en Kierkegaard
Domenichino (Domenico Zampieri)
El sacrificio de Isaac (1627)
Anna Valentina Beltrán Sánchez
1
Repetición y existencia auténtica. Una aproximación al
movimiento de la existencia en Kierkegaard
Trabajo de grado para optar al título de Filósofa,
bajo la dirección del Profesor Luis Fernando Cardona Suárez
Anna Valentina Beltrán Sánchez
PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA
Facultad de Filosofía
Carrera de Filosofía
Bogotá D.C., febrero de 2010
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Contenido
Introducción
12
1- Recuperando los orígenes: de vuelta al individuo
15
1.1 El verdadero drama de una existencia atormentada
15
1.2 Hacia la superación de la abstracción del fenómeno humano
24
1.3 La repetición como camino de individuación
37
2- La Repetición como apuesta por la singularidad de la existencia
43
2.1 Aparición del gusto por el teatro
48
2.2 ¿Es posible una repetición en el terreno de lo general?
60
2.3 Recuerdo y repetición
66
2.4 El instante de la repetición
72
3- Job y Abraham: ejemplos de una existencia auténtica
76
3.1 La rebeldía de Job
79
3.2 La recuperación poética de Job
86
3.3 El silencio de Abraham
Bibliografía
101
117
10
A mi familia…
En especial a mis padres y a mi hermano
11
Agradecimientos
El amor que nació por Kierkegaard desde mi tercer semestre en la facultad, me condujo a
trabajar en profundidad su pensamiento y, más que todo su forma de vida, llegando a
apasionarme por completo aquella coherencia siempre presente entre su propia existencia
y su apuesta filosófica. Es así como esta gran admiración hacia el filósofo danés va más allá
de un proceso meramente académico y se centra más bien en la capacidad de tomar la
filosofía como una verdadera forma de vida. En este sentido, quiero agradecer inicialmente
al profesor Gustavo Gómez, quien me dio las pautas necesarias para volver mi vista hacia
el único movimiento que posibilita una existencia auténtica. Seguidamente, quiero expresar
mi más sincera gratitud al profesor Luis Fernando Cardona, quien con su paciencia,
dedicación pasional y experiencia, me guío para encontrar el verdadero sentido de la
apuesta kierkegaardiana. Sin su apoyo, dirección, constancia y disciplina, no hubiese
podido concretar a cabalidad este proyecto vital. Para ti, Fernando, una profunda
admiración y un gran respeto.
Quiero también dar un agradecimiento especial a mis padres y a mi hermano, quienes con
su forma particular de ver la vida me dieron la fuerza y el apoyo necesario para llevar
adelante todo este proceso. Definitivamente soy el resultado de todo ese inmenso amor y
de la gran capacidad que siempre tuvieron para aceptar mi estilo de vida inmerso en los
libros. Gracias a su incondicionalidad puedo sentirme ahora orgullosa de haber culminado
esta etapa tomada de sus manos.
A mis verdaderos amigos, María Fernanda, William, David, Jimena y Carolina con quienes
tuve la maravillosa oportunidad de compartir esta experiencia de escritura y de
pensamiento, además quienes con su sinceridad y su cariño me regalaron muchos momentos
de felicidad. A mis compañeros más cercanos de carrera y a mis amigos de infancia que
aún perduran, quienes también tuvieron la paciencia para escucharme y tratar de
ayudarme a desenmarañar todo el enredo existencial que siempre me ha acompañado. A
Paola, por estar tan cerca de mi y porque a pesar de no encontrarse presente, siempre su
mirada se cruzará con la mía para confrontarme a diario con las implicaciones de un
discurso basado en la existencia.
A Carlos, por haberme regalado la tranquilidad que tanto necesitaba. El tiempo que me ha
brindado me ha permitido reencontrarme con una forma más optimista de ver el mundo y
con su compañía me ha mostrado que sí se puede sentir y vivir de un modo más sencillo y
más puro.
12
Introducción
La gran capacidad de pensar a profundidad y con total apasionamiento los problemas de
su época, y aún más, los suyos propios, acompañó a Sören Kierkegaard durante casi toda
su vida, dejando ver una total congruencia entre su pensamiento y su propia existencia.
Dicha razón fue la motivación que condujo a la realización de este trabajo de grado y al
estudio de la apuesta filosófica kierkegaardiana desde una estrategia existencial, que se
preocupe por resaltar el movimiento particular en el que se puede retornar a una existencia
auténtica. Este carácter de autenticidad tiene como fundamento la vuelta sobre sí mismo, es
decir, el alcance de la subjetividad o la conciencia verdadera de sí mismo que implica, a su
vez, la vivencia en concordancia con el espíritu.
En esta apuesta existencial el individuo es concebido como espíritu y, éste se presenta como
la síntesis entre elementos dialécticos, los cuales caracterizan la permanente contradicción
de las características propias que fundan la existencia humana. Kierkegaard examina
principalmente cuatro síntesis que constituyen en conjunto lo que conoceremos aquí como
individuo; éstas síntesis son las que se logran a través de los siguientes elementos opuestos:
finito e infinito, necesidad y posibilidad, cuerpo y alma, y, finalmente, eternidad y
temporalidad. El tercer momento de estas relaciones constituye la realidad de la existencia,
la cual muestra claramente que el hombre vive constantemente en medio de esas divisiones
y busca desesperadamente un asidero para sostener su cotidianeidad, un sustento que no le
juzgue, que lo ame por encima de todos sus errores, que siempre tenga la capacidad de
perdonarlo y de recibirlo en su seno cuando lleguen a termino sus días.
En este sentido, lo se quiere rastrear aquí es el movimiento de configuración que debe
realizar un sujeto cualquiera para alcanzar una vida bajo la única dimensión que puede
darle un verdadero fundamento a toda su existencia, esto es, bajo la categoría de lo
religioso. Por esta razón, las bases de comprensión de esta investigación son la fe y el
amor, que se constituyen en los componentes más importantes para que el existente llegue a
dar el salto hacía un estadio más profundo en su vida, hacía aquello que lo fundamente y
que le dé la oportunidad de realizar su vida terrena llena de esperanza, con la ilusión de
alcanzar la felicidad eterna.
Antes de acceder a los movimientos tan exigentes y radicales que implican la lucha por
entrar en el terreno de la eternidad, se hace necesario un alto en el camino para retomar
13
los orígenes que nos conducen a la comprensión primordial del significado de lo individual y
observar, a su vez, los intereses que condujeron a Kierkegaard hacia la apuesta por la
existencia. Es así como veremos en una primera parte la autoreferencia de la obra de este
filósofo y su vida, que muestra su postura filosófica, la cual tiende hacia la comprensión del
drama de la propia existencia y hacia la manera en que se debe trabajar para alcanzar
ese componente infinito. Siguiendo ese orden de ideas encontraremos el rechazo por parte
de Kierkegaard de una comprensión abstracta de lo humano, que se encuentra más que
todo expuesta en los postulados de la filosofía idealista; sin embargo, la idea aquí no es
ahondar y tampoco realizar un estudio textual de dichos postulados, sino en la
interpretación que el mismo filósofo danés hace del modo tan general en que se estaba
encasillando el fenómeno existencial. Esta pugna con el sistema permite que resurja el
interés por recuperar al individuo, esto es, por volver a los orígenes, donde se encuentra la
relación íntima entre el individuo y su creador, dejando a un lado las explicaciones
estrictamente racionales de la manera en que cada sujeto desarrolla su existencia, dando
paso a que la realidad sea comprendida como un elemento que integra todos los
componentes dialécticos que constituyen a un individuo. De esta forma, vemos que
… uno de los lemas fundamentales de Kierkegaard consiste en rescatar la existencia
subjetiva de la perdida sufrida con tanta especulación abstracta acerca del pensar.
Como trasfondo resuena el interés por devolver a la fe cristiana la autenticidad
singular de una decisión que carece de apoyo exclusivamente racional (Larrañeta,
1997: 11).
Superando la concepción abstracta que se le ha dado al pensamiento y a la existencia
misma, se abre paso ahora a un plano un poco más específico que se centra en la
reconstrucción de esa subjetividad desde un movimiento que tiende al alcance de ese
componente religioso. Dicho movimiento no es otro que la repetición. Las características que
anteceden al momento de la repetición se presentarán de la mano de la observación de los
dos personajes que componen la novela que lleva por título el mismo nombre de dicho
movimiento existencial. Constantin Constantius y el joven poeta, expondrán sus vidas como
una prueba para comprender el significado de una repetición auténtica y, al mismo tiempo,
entenderán como ésta no se trata de una simple reconstrucción de momentos aislados
consolidados en un pasado. De esta manera, estos dos sujetos van a representar las
condiciones existenciales dentro de los dos primeros estadios de la vida; en uno
14
encontraremos el goce inmediato de lo estético y en el otro la incapacidad del compromiso
ético.
Por esta razón, aquel que decide constituirse como una excepción y hacer de su vida una
existencia única, salta por encima de esos dos estadios y, gracias al instante de la decisión,
puede establecerse ahora en el ámbito religioso. Esta nueva forma de vida le permite a
este sujeto constituirse como individuo y afirmarse como conciencia de sí mismo, ya que
encuentra su propio yo y basa toda su vida en la relación absoluta con Dios y ésta es
garante de amor incondicional y de apertura a una verdadera trascendencia.
Para concluir, encontraremos dos historias excepcionales que relatan la lucha que debe
mantener aquel que desea estar sinceramente ante Dios. Los movimientos de estos dos
personajes son la expresión suprema de la capacidad de soportar una intensa prueba para
conservar intacta la fe y, aún más, por mantenerse firmes en el amor hacia lo divino, el cual
es el verdadero garante de libertad y de una vida eterna. Sin compañía alguna lograron
vencer a las tentaciones de lo terreno y se reconciliaron con su único fundamento vital, de
acuerdo a esta situación excepcional no nos queda otra alternativa que admirar la
rebeldía de Job y callar ante la obediencia de Abraham.
15
Capítulo 1
Recuperando los orígenes: de vuelta al individuo
1.1 El verdadero drama de una existencia atormentada
―Mi culpa ha consistido en carecer de fe,
esa fe que todo lo cree posible para Dios‖.
Kierkegaard
La filosofía como una verdadera forma de vida y la manera particular de entender su
propia realidad desde una óptica literaria fueron una constante en toda la obra del
filósofo danés Sören Kierkegaard, el cual tomó su propia vida como referente para escribir
y comprender de manera un poco radical la situación que lo había conducido a optar por
un pensamiento que se centra en la existencia. El desarrollo de su personalidad se vio
influenciado por las diferentes atmósferas que le rodeaban, a saber, social, personal,
religiosa y básicamente a la formación familiar, exclusivamente paterna, que recibió desde
pequeño. Sören fue hijo menor entre siete hermanos, tenía un atractivo físico poco llamativo,
contó con una severa formación religiosa y con una personalidad única dentro de un grupo
de conciudadanos daneses gracias al sello que le imprimió el talante melancólico de su
padre. De acuerdo a la relación tan íntima que Kierkegaard estableció con su padre,
termina afirmando que a él le debe todo lo que es y, a su vez, asume el sufrimiento y la
lucha religiosa que siempre lo caracterizó.
Se demuestra cierto lo que mi padre decía: <<Existen ciertos pecados de los que un
hombre no puede ser salvado sino por una extraordinaria ayuda divina>>. A mi
padre humanamente hablando, yo se lo debo todo. Me ha convertido en todos
sentidos en el más desdichado de los seres, al hacer que mi juventud fuera un
padecimiento sin igual y que en mi fuero interno me haya sentido a punto de
escandalizarme del cristianismo (Diario íntimo: 215).
Al ser el hijo menor, Kierkegaard sentía que existía una profunda predilección de su padre
hacia él; fue así como desde pequeño surgió una gran simpatía entre padre e hijo (cfr.
Suances, 1997: 28) y, gracias a sus largas conversaciones, que trataban tanto de
problemas teológicos, asuntos éticos, comentarios exegéticos, como de temas políticos y
cotidianos de su pueblo natal y de Dinamarca, esta relación se intensificó con el paso de los
años. Sin embargo, ese aislamiento con el resto del mundo, hizo que el pequeño
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Kierkegaard adoptara la misma postura existencial de su padre y, por esta razón, desde
niño se convirtió en un viejo y a falta de distracción pasó a ocuparse de sí mismo y de sus
pensamientos. Desde que era un chiquillo y, por culpa de su marcada personalidad
melancólica, nunca pudo disfrutar de los goces y características infantiles, llegando a
sentirse como un viejo: ―En medio de mi melancólica tristeza y de la exuberante ironía,
comprendí a mi naturaleza involucrada en el sufrimiento de haber sido viejo cuando
contaba ocho años y de no haber sido nunca joven‖ (Diario íntimo: 270).
La marcada melancolía de su padre a causa de sus culpas pasadas, llegó a Kierkegaard
como una gran carga que debía soportar día tras día, colmando su vida de una gran
infelicidad y de un terrible martirio: ―mi padre arrojo el peso de su melancolía sobre mí
haciéndome infeliz y arrebatándome mi juventud‖ (Ibid: 33). Es entonces como la melancolía
de padre e hijo se constituye así como la espina en la carne y ésta es la cruz que los
acompaña constantemente; sin embargo, en el caso del padre, éste deja ver siempre su
sufrimiento y su profunda tristeza, mientras que el pequeño Sören sabe como ocultarlo muy
bien, casi hasta el punto de hacer creer a los otros que él es una persona como cualquier
otra. Es decir, Kierkegaard siempre ocultó su tristeza bajo el cubrimiento poético y la
mirada estética de su vida. Por esto, el secreto es el que lo atormenta más y aunque a
veces siente perder la cordura, su alma prefirió mantener el disimulo, como si el destino le
forzara a permanecer en su secreto, porque tal vez en esa complicidad entre su espina en
la carne y él mismo, podría alcanzar aquella dimensión religiosa que tanto anhelaba, en
tanto es capaz de renunciar a la felicidad terrena, para consolarse en los bienes que le
pudiera traer su relación con lo infinito.
Por esta razón, Kierkegaard afirma en su Diario íntimo que su ―vida ha sido dispuesta con
un <<aguijón en la carne>> para que alcance aquello con lo que nunca habría soñado‖
(181). Su creencia radicaba en el hecho de que aquel aguijón o espina en la carne podía
devolverle la armonía que nunca existió entre su cuerpo y su alma, puesto que ambos se
dirigían en direcciones contrarias y la satisfacción que quería alcanzar el alma no podía
lograrla, mientras estuviese aún presente el componente corpóreo, el cual no era más que
una cárcel que no le permitía elevarse al alma en búsqueda de su trascendencia y de su
infinitud. Como podemos ver, éste era ya un verdadero dilema filosófico.
Volvemos ahora nuevamente al caso del padre de Sören para comprender mejor el
contexto personal que enmarca su apuesta filosófica. El padre siendo muy joven subió a una
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colina a blasfemar contra Dios por haberle dado una vida tan miserable, ya que padecía
hambre, frío y, quizá lo más insoportable, sufría a causa de su infinita soledad y
desamparo. Esta falta contra Dios atormentó todos los días al padre de Kierkegaard,
llegando a creer que la vida que llevaba era una manera de castigo de Dios, ya que se
hizo un ser longevo para tener que ver morir a la mayoría de sus hijos y a sus esposas,
quedando puesta de esta forma la única esperanza en el pequeño Sören, para que éste se
convirtiera en una especie de chivo expiatorio para subsanar sus culpas. Aunque, contaban
con todos los medios para llevar una vida tranquila y llena de lujos, el padre pensaba que
él había obligado al cielo, por medio de su terrible desesperación de joven, para que
cesara la vida tan desgraciada que llevaba y le diera algún reposo en la tierra, pero
presentía que en algún momento esa capacidad material cesaría y Dios le quitaría de tajo
todas sus posesiones. Además, el padre creía que esa prosperidad se la había dado Dios a
cambio de llevar sobre su espalda el tormento de la culpa que acabó por completo con su
felicidad terrena y con la de su hijo menor.
Por esta razón, en toda la compleja y dramática vida familiar siempre se hizo presente un
componente muy marcado: la fe férrea en Jesucristo. El padre educó a todos sus hijos en
una rigurosa formación religiosa de línea luterana, la cual estuvo determinada no por el
amor y perdón incondicional de Dios, sino que se centró en el hecho de reconocerse
contemporáneo con el dolor de un Jesús agonizante y desamparado. Es así como dicha
creencia cristiana, que en teoría le debía otorgar una cierta tranquilidad, le hacía vivir,
paradójicamente, inmerso en un mundo de grandes dolores, ya que su ―visión cristiana
estaba centrada en el temor de Dios, el abismo del pecado, la imposibilidad de la
reparación, la gratuita ayuda divina y la dependencia de esa gracia hasta en los mas
pequeños detalles‖ (Suances, 1998: 21). Desde muy pequeño Kierkegaard se impregnó de
todos estos elementos y ellos fueron los que determinaron su profunda personalidad
enigmática, de ahí que por culpa de esa severa educación en el cristianismo de corte
luterano, Kierkegaard experimentara una infancia y una juventud perturbada que lo
llevaron a caer en grandes conflictos internos, en tanto quería estar en presencia de Dios y
convertirse en un auténtico cristiano que viviera su fe a plenitud, pero no podía realizar a
cabalidad esto, debido a que su alma no era capaz de alejarse de la gran imaginación de
la que era presa su personalidad poética.
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Dado lo anterior, Kierkegaard se sentía culpable en todos los aspectos de su vida. En
primer lugar, desde niño luchó por tratar de saldar el pecado de su padre y poder
escapar de ese talante melancólico que siempre fue su acompañante existencial; después,
culpable por entender que su don no era propiamente seguir con obediencia un mandato
divino, sino escribir para los hombres aquello que él nunca pudo ser: ―las penas de mi
infancia me llevaron a ser poeta, a cantar para otros lo que no tuve. Sin ellas yo no hubiera
llegado a ser el poeta que soy: un poeta especial, con un conocimiento profundo de la
existencia, un poeta de la vida religiosa‖ (Suances, 1997: 53). Su pecado consistió entonces
en haberse vuelto un poeta con inclinación religiosa, más no un individuo al servicio de la
única verdad que debía fundamentar el resto de sus días. De ahí que la espina en la carne
doliera más, porque él quería creer, quería llegar a ser un verdadero cristiano, pero nunca
pudo llegar a serlo por su terrible incapacidad de renunciar al voto que traía consigo la
poesía, a la cual le dedicaba casi toda su vida y su amor.
Su cruz era entonces el drama de haberse quedado estancado en dimensiones estéticas y
contar, a su vez, con una elasticidad irónica que lo desencajaba de la época en la que
vivía, ya que él echaba ―mano de bromas, cuentos, conversaciones en la calle… para
compensar el abismo de angustia y sufrimiento que tenía a solas consigo mismo‖ (Suances,
1997: 155), de ahí que siempre fuera un incomprendido a causa del estilo tan particular de
llevar su vida de forma tan melancólica y, además, por alejarse de los hombres que
habitan en el mundo, porque los creía seres flojos y sin compromiso, que llevaban una
existencia de manera inconsciente, sumergidos en la mediocridad y en el despilfarro,
haciendo del dinero su único dios y entregándose a falsos lideres (cfr. Suances, 1997: 39).
Al ver esta falta de compromiso de sus conciudadanos para con los movimientos exigentes
del cristianismo, decidió renunciar al mundo para concentrarse en la única verdad que le
había otorgado su estricta formación cristiana: el perdón de los pecados. Sin embargo, en
ese camino se encontró con aquella que iba a convertirse en su salvación para salir de esa
crisis existencial en la que se encontraba. Su nombre: Regina Olsen.
La conoció antes de la muerte de su padre y desde allí supo que ella era la mujer para él.
De esta manera, Kierkegaard encontró refugio en Regina y decidió dedicarle todo su amor
a esta muchacha juvenil y agraciada. Ella a pesar de ser menor que él diez años, logró
cautivar el alma de este ser melancólico y el amor que nació por ella fue fundamental,
entendiendo aquel amor como el ―que ha tenido tal raigambre y compromiso que no puede
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ser sustituido por ningún otro; un amor que forma parte del propio ser y del que ya uno no
se puede desligar‖ (Suances, 1997: 81). Su noviazgo fue vivido tan intensamente, tanto así
que alcanzó el momento en que Kierkegaard, en su deseo de comprometerse eternamente
con Regina, fue a pedir su mano al padre de la misma para casarse con aquella que se
había constituido en la musa de su inspiración y, para que aquel matrimonio consistiera en
la entrega más sincera, alcanzando la felicidad que ambos tanto anhelaban.
Él pensaba que su compromiso con Regina lo iba a sacar de sus estados melancólicos y que
toda esta situación de sus culpas pasadas se disolvería en el momento de consumar la vida
del matrimonio. Sin embargo, en el instante inmediato de haber pedido su mano, y de que
el compromiso tendiese a la realidad, aparecieron las dificultades y se hicieron más visibles
las diferencias de sus singularidades: ―yo estaba orientado principalmente a categorías
religiosas, ella en cambio a categorías inmediatas y estéticas; a ella le faltaban nociones
religiosas‖ (Suances, 1997: 84). Mientras que Regina estaba entregada a las cosas del
mundo y sentía alegría de vivir, Kierkegaard basaba su melancolía en el hecho de tener
que renunciar al mundo para poderse acercar cada vez más a una dimensión religiosa; por
esto, la relación con Regina no podía satisfacerlo del todo, en tanto ella le ofrecía una
realidad inmediata y, él por su parte, llevaba sobre sus hombros el peso de una labor
exigente para llegar a configurarse en su religiosidad, pero para esto debía renunciar al
orden de la inmediatez y del goce estético. Kierkegaard quería alcanzar una vida superior,
mientras que su prometida deseaba vivir inmersa simplemente en los placeres del mundo.
Ambas personalidades vivían entonces en planos diferentes y esta situación atormentó tanto
a Kierkegaard hasta el punto de llevarlo a romper con los vínculos esponsales, con la
excusa de no hacerle daño a Regina a causa de aquel talante melancólico que lo
acompañó desde niño y del cual seguiría preso por el resto de sus días. Al día siguiente de
haber pedido su mano entendió que todo había sido un gran error y aunque dejó pasar
cierto tiempo para que la ruptura no fuera inmediata, un mes después decidió cortar todos
los vínculos con aquella mujer a la cual nunca dejaría de amar, ya que aunque se terminara
el compromiso con Regina, el amor por ella no iba a cambiar jamás. La idea de haber
terminado con Regina le desesperaba tanto, llegando así mismo a asegurar que nunca
debió haber comenzado esa relación, puesto que su intención era que alguien lo
acompañara en sus caminos misteriosos y recónditos hasta llegar a Dios, pero cuando vio la
verdad con claridad entendió que Regina no era más que un obstáculo en su meta de
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alcanzar una relación absoluta con Dios. De esta manera supo que sus destinos no coincidían
y prefirió unirse a ella de manera definitiva en el plano más profundo de su ser, es decir,
en el religioso: ―el noviazgo era un vínculo exterior que más bien impedía mi compromiso
interior con ella‖ (Suances, 1997: 87).
Desde el día decisivo en que rompió con los vínculos esponsales, su alma se replegó más
hacia su melancolía y su tristeza, dejando ver su incapacidad de unirse íntimamente con
cualquier ser humano (cfr. Diario íntimo: 74), su terrible maldición había logrado aumentar
el drama de su existencia y su manera de entender la vida había sido rechazada. Ahora
ya no se encontraba ni siquiera en posesión de aquel honor de un verdadero caballero. En
últimas, él sentía que lo había perdido casi todo:
¿Qué he perdido? Mi único amor. ¿Qué he perdido a los ojos de los hombres? Mi
palabra de honor. ¿Qué he perdido? Precisamente aquello que representa y
representará siempre para mí, sin que el golpe me aterre, mi honor, mi alegría y mi
orgullo; mi promesa de serle fiel. […] ¡Yo sí que sé cuantas lágrimas me ha costado su
belleza! Iba en persona a comprarle flores para adornarla. Hubiera querido
engalanarla con todas las joyas del mundo –claro está que siempre que sirvieran
para realzar sus gracias-, y cuando ella hubo alcanzado el supremo encanto, debí
alejarme. Cuando su mirada, rebosante de vida y de alegría de vivir se cruzaba con
la mía, me vi obligado a partir. Y me marché llorando de amargura (Diario íntimo:
71-72).
El sacrificio de tener que renunciar a los vínculos esponsales con aquella mujer que amaba
hacia ver a un personaje más comprometido con la causa religiosa, porque su relación con
Dios era más importante que cualquier lazo amoroso efímero y terrenal; por esta razón,
creía que estaba siendo obediente a la voluntad divina cuando decidió abandonar a
Regina para continuar con su camino de unión absoluta con la única idea que podía
perdonarle todos los pecados cometidos. Al notar que su amor se hacía tan desgraciado,
prefirió partir de Dinamarca y encontrar un poco de calma y reposo en Berlín. Estando allá
su ilusión se centró en escuchar las clases de los filósofos que estudiaban y habitaban en
Berlín, su esperanza se recobró especialmente en la emoción de asistir a la cátedra de
Schelling, el sucesor de Hegel. Pero, pasados algunos días de su asistencia a dicha cátedra
la decepción empezó a aparecer en Kierkegaard al notar que ―el concepto de realidad
que manejaba era un conjunto de fantasmas idealistas que no rozaban la realidad
existencial‖ (Suances, 1997: 96). Esta gran desilusión lo condujo a desandar el largo camino
que ya había recorrido para reconfortarse en su soledad y fue así como decidió volver a
Copenhague.
21
Al regresar encontró que Regina estaba comprometida con uno de sus amigos de la
infancia, esta situación hizo que Kierkegaard se alegrara de la existencia de su amada y
que, al fin, él pudiera encontrar un poco de paz en esa turbación que le había quedado
por no haber cumplido con su palabra. Y ahora lo acompañará por siempre un recuerdo de
su amor por aquella mujer y un deseo nostálgico por no haberle expresado jamás sus
sufrimientos.
En medio de todas las turbulencias de su vida, Kierkegaard tuvo siempre la convicción de
querer llegar a ser un pastor de alguna iglesia, al igual que su hermano mayor. Por esta
razón, estudió teología y obtuvo el título con la ilusión de ejercer el ministerio pastoral,
como una forma de expiar sus pecados:
Me ha complacido siempre, desde el fondo de mi alma, el deseo de convertirme
algún día en un pastor de campaña. Me complacía como deseo idílico, en contraste
con mi esforzada existencia, y también, desde el punto de vista religioso, como
penitencia, a fin de hallar el tiempo y la paz para arrepentirme verdaderamente de
los pecados cometidos (Diario íntimo: 162).
Pero, antes de establecerse como un pastor, había visto la posibilidad de dictar la cátedra
de filosofía moral que había dejado abandonada Poul Möller tras su muerte. Sin embargo,
para acceder a esta nueva carrera universitaria debía presentar su tesis doctoral. Y, así fue
como empezó sus estudios doctorales con la esperanza de obtener la autorización para
llegar a ser profesor de dicha cátedra. A pesar de sus ilusiones, jamás llegó a obtener el
permiso para dictarla, puesto que para el titular de la misma, Kierkegaard no era de sus
afectos y terminó así por cerrarle las puertas a la carrera académica. Al ver que dicha
oportunidad no logró consolidarse, también decidió retirarse de la idea de ser pastor de
algún pueblo, por el sólo hecho de que su tremenda amargura no le permitiría vivir aislado
del resto de las personas, ya que él necesitaba de ellas y de su compañía. Además, si su
intención se centraba en hacerse sacerdote para expiar sus culpas pasadas esto lo podía
realizar de otra manera, que no lo apartara tanto de los demás. Su renuncia a diferentes
alternativas para intentar darle un sentido a su vida, en vez de hundirlo más en su
melancolía, logró que Kierkegaard la tomara como una especie de aviso divino y se
concentrara nuevamente en el deseo de querer hacer una vida aparte, es decir, en
convertirse en una ―excepción‖ dentro del conjunto de sus conciudadanos; por esto, decidió
retomar la vía exigente y dolorosa del cristianismo y consagrar sus días a la defensa de
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esta religión contra la cristiandad oficial que venía ejerciéndose en Copenhague (cfr.
Suances, 1997: 102).
De esta manera, empezó a dedicar toda su vida en su producción literaria la cual era el
reflejo de la idea que lo acompañaba a toda hora, ésta tenía que ver, por supuesto, con su
relación hacia Dios y la manera en que se debía alcanzar este vínculo de un modo
realmente auténtico. Es así como centra su interés filosófico en lo que tiene que ver con la
complejidad de la existencia humana y siempre llega a considerarse a sí mismo como un
pensador subjetivo, de ahí que reconozca que su ―mérito literario será siempre el de haber
expuesto las categorías decisivas del ámbito existencial con una agudeza dialéctica y una
originalidad que no se encuentra en ninguna obra literaria‖ (Diario íntimo: 140), al igual
que tampoco busca inspiración en obras ajenas, haciendo de su propuesta algo original y
novedoso para la época en la que escribe. Él tenía que concentrar su energía en realizar la
transición de la vida que llevaba ―hacia el planteamiento de problemas religiosos‖, pero,
para lograr esto, debía ―tener una forma de existencia que correspondiera a este tipo de
escritor‖ (Mi punto de vista: 89).
Es así como cree que en su trabajo como escritor religioso iba a encontrar el verdadero
camino hacia su interioridad. En un principio no es capaz de firmar sus obras con su propio
nombre, sino que recurre a los pseudónimos para darle voz a quienes pueden exponer de
manera clara el significado de vivir bajo las categorías estéticas. Las mismas categorías que
se consolidan en un primer estadio existencial, en el cual vive inmerso Kierkegaard por no
renunciar nunca a su condición de poeta. Esta manera de escribir lo atormentaba más,
porque sabía que su trabajo debía concentrarse en alcanzar una relación con su
interioridad, pero tenía demasiado de poeta y no era nada fácil tener que renunciar a
aquella carga, la cual también resultaba ser un castigo del cielo por sus comportamientos
anteriores. Es así como sus pseudónimos se convirtieron en el precio que debía pagar por
aquella penitencia que nunca acabaría de saldar.
De esta manera, Kierkegaard renunció forzosamente a su niñez y, posteriormente, a su
juventud, pero al igual que se convirtió en un viejo desde muy pequeño, se convirtió también
en un poeta: ―lo cual es una segunda juventud. Me convertí en un poeta, pero con mi
predisposición religiosa, o, mejor dicho, con mi decidida religiosidad‖ (Mi punto de vista:
118).
23
Contando con esta predisposición, Kierkegaard puso en marcha toda su genialidad y todo
su pensamiento al servicio de los demás, ya que él tenía la plena convicción de que aquello
que tiene que ver con lo individual es lo más decisivo y más fundamental. Por esta razón,
afirma en uno de sus libros que ―cualquiera que desee realizar algo debe conocer la época
en que vive y luego tener el valor de enfrentarse con el peligro de utilizar los medios más
seguros‖ (Mi punto de vista: 166). Los medios que utilizó el mismo Kierkegaard para dar a
conocer su trabajo religioso fue la ilustración de su propia vida en sus textos. Él debía vivir
en su propia carne el ideal de ser cristiano antes de llegar a lanzar cualquier conjetura o
suposición sobre lo que implicaba realizarse completamente en este voto existencial. A
pesar de esta labor titánica y de su dedicación a la causa del cristianismo, aún así no se
atrevía a llamarse cristiano y mucho menos se consideraba a sí mismo como un sujeto que
reflejara lo que es el verdadero cristianismo. Aunque haya dedicado toda su energía en
llegar a serlo, jamás lo pudo lograr por su incapacidad de concentrarse en alcanzar una
sola tarea a la vez, ya que vivía inmerso en su melancolía e impaciencia, a la vez que
desarrollaba su don como poeta y se dejaba seducir por su increíble capacidad de
imaginación. La vida no le alcanzaba para desenvolver el ideal cristiano en su existencia,
por eso se lamenta y se atreve a decir que será ―el amante infeliz, pues no puedo ser yo
mismo el cristiano ideal; por eso he de ser el poeta‖ (Diario íntimo: 276).
Esta incapacidad de querer creer pero no poder (cfr. Diario íntimo: 8), lo lleva
necesariamente a enfrentarse con la total soledad, en tanto decidió sacrificar la vida
dentro de su generación a cambio de poderse reconciliar con Dios. Aún así nunca alcanzó el
fin tan anhelado, puesto que hasta el último suspiro que exhalo tuvo presente su espina en
la carne y su impotencia espiritual. Su crítica radical a la cristiandad que se estaba
manejando en aquella época, en donde ya no se tenía cercanía a Dios y mucho menos se
vivía al estilo en que vivió Jesús, lo hizo renunciar a cualquier contacto con la iglesia y,
particularmente, con sus servidores, ya que éstos eran para él nada más que servidores
públicos, puesto que sus acciones no demostraban una auténtica vivencia del cristianismo.
Por esta razón, hasta el día de su muerte siempre se negó a recibir la comunión de manos
de un sacerdote y mucho menos quiso acercarse a la confesión. Prefirió que fuera Dios
mismo quien lo juzgara en el momento de su encuentro con Él, quitándose de esta forma el
peso de las relaciones con los demás.
24
En su legado dejó muy claro que el cristianismo no debe entenderse jamás como una
doctrina sin más, sino que ésta es la que permite darle a la vida una explicación consistente
y la que se encuentra a la base de cualquier comunicación de existencia (cfr. Diario íntimo:
225. 236). En este sentido, no se le puede tomar tan a la ligera y mucho menos se puede
afirmar una creencia efectiva en los mandatos divinos, si no se hace de la vida misma una
estrategia para alcanzar la verdadera misión que tiene dispuesta Dios para cada uno de
nosotros, que no es otra que comprometernos eternamente con su palabra de salvación,
para poder así alcanzar la felicidad y la libertad que tanto se desea. Sin embargo, para
obtener este beneficio divino se debe tomar la decisión de hacer de nuestras vidas un
reflejo de la voluntad de Dios y de convertirse, a su vez, en un existente frente a Él,
basando toda nuestra responsabilidad y nuestra existencia en una relación absoluta con la
única verdad que jamás haya existido: el amor infinito de Dios. Claro esta, que para poder
alcanzar esta forma de vida se hacía necesario romper también con los sistemas que
intentan superar a la propia existencia.
1.2 Hacia la superación de la abstracción del fenómeno humano
Ahora bien, retomando la intención kierkegaardiana, debemos decir que el verdadero
problema que se debe pensar a profundidad en la filosofía, apunta al campo existencial
de un individuo y a su relación con una dimensión espiritual que pueda sustentar el resto de
sus días. Dicha propuesta se plantea desde una visión religiosa que logre, al menos,
comprender la lucha constante entre elementos dialécticos que den cuenta de lo que
significa un individuo auténtico. Para nuestro filósofo danés, la existencia se debe
comprender desde una perspectiva religiosa, la cual es la que posibilita la aparición de la
categoría de individuo como un ser concreto, diferenciado e único dentro de una masa de
seres humanos, porque ―si la plebe es el Mal, si el caos es lo que nos amenaza, sólo hay
salvación en una cosa, en convertirse en individuo‖ (Mi punto de vista: 94). En este sentido,
podemos decir que aquel que se considere como un verdadero individuo será aquel que
pueda concretizarse en el instante de la fe, es decir, será aquel que logre el renacimiento
de la autenticidad, en tanto ―el individuo nace con la fe‖ (Migajas filosóficas: 101).
25
Esta apuesta se centra también en la idea de que el ser humano debe convertirse en un
existente serio, dejando de lado su vida desordenada para entregarse a una sola forma
de ser y de entender su propia realidad que consiste, precisamente, en transformarse en un
individuo serio y maduro. Pero, para llegar a alcanzar este tipo de existencia basada en la
seriedad de sus acciones, el individuo debe contar con un componente de fe y encontrar un
fundamento en un vínculo permanente con Dios, ya que esta relación posibilita la renuncia a
las metas puramente temporales, las cuales solamente ocasionan angustia y desesperación,
y con ello se concentra también en ―dejar a un lado la razón y aceptar la paradoja
absoluta; significa confiar en Dios sin tener ninguna prueba racional‖ (Vardy, 1996: 75).
Esa falta de pruebas racionales, permite que el individuo se entregue únicamente a la
experiencia de fe, la cual es extrema, exigente y en algunas ocasiones roza con la locura,
haciendo que el individuo transfigure su existencia para pasar a convertirse en una nueva
persona, que ahora realmente sabe como vivir su vida en concordancia con la voluntad
eterna de Dios.
Sin embargo, antes de llegar al momento religioso, debemos comprender aquí que la
vuelta a la individualidad hace referencia a la categoría de espíritu, la cual se identifica
como la síntesis entre dos elementos dialécticos completamente humanos: cuerpo y alma, por
un lado, finito e infinito, necesidad y posibilidad, tiempo y eternidad, por el otro. Es
evidente que el ser humano vive instalado en un mundo material gracias a su elemento
corpóreo, es decir, que pertenece al orden de la naturaleza, puesto que, su vida está
circunscrita por leyes físicas; pero, al mismo tiempo, es también un ser dotado de una
capacidad inmaterial que es la que le permite ir mas allá de lo puramente natural y, a su
vez, preguntarse por el sentido de su existencia. Esta característica inmaterial, que algunos
llaman alma, posibilita que el existente llegue a establecer un vínculo con su creador y
pueda llegar a forjar un diálogo intimo con el mismo Dios (cfr. Torralba 2008: 83).
En palabras del propio Kierkegaard, comprendemos que ―el hombre es una síntesis de lo
psíquico y lo corpóreo; pero una síntesis inconcebible cuando los dos términos no son unidos
en un tercero. Este tercero es el espíritu‖ (El concepto de angustia: 61). El espíritu se entiende
aquí como la síntesis que supera la disyunción siempre presente entre el cuerpo y el alma,
presentándose así la posibilidad de la integración de estos dos elementos opuestos. Vemos
entonces que
26
La noción de síntesis indica una estructura dialéctica. En la síntesis es presentada la
relación de momentos opuestos en la unidad de un compuesto. La posibilidad de tal
unidad dialéctica se funda en un tercer momento, que es propiamente el de la
síntesis. La estructura específica de la misma se define a partir del modo o forma
como este tercer término se constituye en principio de unidad (Jarauta, 1986: 8).
Ese principio de unidad se alcanza en un ―momento dialéctico‖ que reúne todos los
elementos contradictorios que constituyen a un individuo. Pero, antes de pasar a explicar las
otras síntesis presentes en el existente, es necesario que pensemos el significado de los
elementos (cuerpo-alma) que se unen en la primera síntesis. Por un lado, el cuerpo
representa el lugar de la finitud y de lo necesario, porque coloca al existente en el terreno
de lo temporal y de lo fáctico, muestra, a su vez, el carácter inmediato de la sensibilidad y
de la necesidad, ya que ubica al existente en un espacio concreto y determinado. Por otro
lado, el alma pone al existente en el campo de la posibilidad y, esto le ayuda a trascender
lo concreto y lo puramente sensible, dejando abierto el campo de la infinitud, en tanto, el
alma puede imaginar todo aquello que esté más allá de su alcance. Esta tensión
irreconciliable entre cuerpo y alma, se debe fundamentar en un tercer elemento que le
permita al menos armonizar un poco ese juego dialéctico, pero para ello el yo debe elegir
entre ―Dios como síntesis que fundamente el yo en su doble vertiente: cuerpo-alma; o bien
buscar en sí mismo su fundamento por medio de alguna de las categorías dialécticas, la
estética o la ética‖ (Guerrero Martínez, 1993: 88). Para la apuesta filosófica y existencial
que realiza Kierkegaard, la última opción es parcialmente viable, pero se ve que en ella el
hombre carece de un fundamento verdadero y, entonces su espíritu, queda sumergido en la
desesperación (cfr. Ibid).
Por el contrario, la síntesis que se logra en Dios, permite llegar al último nivel del devenir
subjetivo, que no es otro que el yo concreto o, en otras palabras, la conciencia de sí mismo.
Pero, para que se alcance esta conciencia, el individuo no sólo se compone de la síntesis
entre cuerpo y alma, sino que existen otras tres síntesis importantes en este devenir; a
saber, la síntesis entre finitud e infinitud que es la concreción del individuo, o lo que
podríamos conocer aquí como el llegar a ser sí mismo; la síntesis entre posibilidad y
necesidad que es la libertad y, por ultimo, la síntesis entre temporalidad y eternidad que es
el instante. El hombre es sencillamente la realización efectiva de estas cuatro síntesis:
espíritu, individuo, libertad e instante.
27
En la síntesis de la concreción, vemos que aquel que vive bajo la categoría de la finitud
solamente se dedica a gozar de lo temporal, ocupándose exclusivamente de proyectos
terrenos y, en parte, se dedica a vivir de puras apariencias, porque su existencia se basa
en agradar a los demás y, por esta razón, ante los ojos de los otros es alguien bien visto.
Por su lado, aquel que se entrega a la categoría de la infinitud vive preso en el mundo de
la fantasía y de la abstracción, llegando a creer que todo lo puede, olvidando su propia
realidad y con ello su relación con el mundo. La vivencia en cualquiera de las dos
categorías, hace que el existente se pierda a sí mismo y rechace su doble constitución; por
esta razón, es necesario que aparezca la síntesis de la concreción que se resuelve en
relación con Dios, ya que el existente encuentra un fundamento que es garantía de la
propia realización de su carácter de infinitud y que, a su vez, le permite mantenerse dentro
de un mundo en constante cambio.
La síntesis de la libertad, alcanzada en la relación dialéctica entre posibilidad y necesidad,
permite comprender que el existente que vive exclusivamente dentro de la categoría de
posibilidad se pierde dentro del conjunto de posibilidades, valga la redundancia, que se le
ofrecen a diario, porque no toma partido por ninguna en específico, sino que quiere
disfrutar de todas a la vez y se convierte de esta forma en el títere de su propio yo,
cayendo también en un mundo de pura ilusión y sin alcanzar nunca un carácter concreto.
Mientras que aquel que vive solamente en el plano de lo necesario piensa que todo está
determinado y que todo es trivial (cfr. Guerrero Martínez, 1993: 108), careciendo así de
cualquier tipo de esperanza y creyendo que todo se resuelve desde lo que ya está puesto
para ser así y que, por ninguna circunstancia, puede ser transformado. En este sentido, la
libertad entra a resolver esta tensión, en tanto, gracias a ella el existente entiende que
puede llegar a autodeterminarse y que no todo está acabado, pero, a su vez, comprende
el ancho abismo de la posibilidad y sabe que la elección es una cuestión seria que no se
resuelve únicamente en el acto de decidir por decidir, sino que se implica toda su
interioridad. Sin embargo, la verdadera manera de autofundamentarse se logra en la
relación con Dios ―con la creencia de que para Él todo es posible, con su correspondiente
esperanza. Consiste en la renuncia de una esperanza apoyada en la propia posibilidad,
pero al mismo tiempo es el rechazo de cualquier determinismo que sujete a la necesidad‖
(Guerrero Martínez, 1993: 105).
28
Por último, tenemos la síntesis entre la temporalidad y la eternidad que se resuelve en un
tercer término que es el instante. Si el tiempo se considera aquí como un simple pasar y si
ninguna categoría temporal tiene sentido, todos los momentos se comprenden entonces como
exactamente iguales a los anteriores y lo temporal se consagra como la suma de todos esos
momentos, perdiendo de esta forma todo significado el presente (que es la categoría que
nos interesa rescatar aquí). La eternidad, por su parte, representa lo futuro, pero si no se
alcanza el instante, toda la vida del existente queda entonces reducida a su pasado,
porque su eternidad pasa a comprenderse como la unión de vivencias pasadas, en tanto, la
eternidad se consideraría como una temporalidad o ―una sucesión que pasa‖ y, el tiempo se
resolvería en la categoría del pasado; ―ya que la determinación del tiempo es únicamente
pasar; por lo que tiene que concebirse el tiempo como tiempo pasado‖ (Guerrero Martínez,
1993: 112). Este paso del tiempo tiene que constituirse bajo la forma del instante, ya que
éste posibilita la autenticidad de dicho paso, es decir, abre el horizonte de la decisión y
hace que el existente pueda representarse en su carácter de eternidad. Por esta razón,
Kierkegaard afirma que:
Este instante es de naturaleza especial. Es breve y temporal como instante que es,
pasajero como instante que es, es pasado como le sucede a cada instante en el
instante siguiente, y decisivo por estar lleno de eternidad. Para este instante
tendremos que contar con un nombre singular. Llamémosle: plenitud en el tiempo
(Migajas filosóficas: 34).
Esta plenitud en el tiempo permite que el existente, gracias a su libertad, construya su propia
historia, desarrolle su existencia como mejor le parezca y, de acuerdo con sus experiencias,
evolucione su historia individual, llegando a hacerse un sujeto único. Por tanto, el existente se
constituye ahora como ―un espíritu-en-situación‖ (Torralba, 2008: 71) y, empieza a edificar
toda su existencia hacia delante, hasta el punto de llevarla a una plenitud que sólo se
alcanza en el vínculo absoluto con Dios. En este sentido, veremos que este trabajo está
atravesado por toda la vivencia de un individuo excepcional que decide realizar todo el
camino cristiano, acompañado por un componente fundamental que es la fe, para llegar a
convertirse en un existente frente a Dios. Este proceso se construye en un íntimo diálogo con
Dios, el cual permite que se alcance una verdadera o auténtica religación con el único ser
superior, al cual se le debe dedicar toda la existencia.
29
Es así como la apuesta filosófica de Kierkegaard se centra en la creencia irrefutable de
que la tarea de todo ser humano consiste en conocerse a sí mismo, llegando a constituirse
como un ser único en el mundo, construyendo su personalidad o su propia individualidad en
el seno de una realidad que le trasciende a su misma persona, que se encuentra por fuera
de lo que simplemente le puede ofrecer el mundo y que se halla precisamente en la
relación incondicional entre el individuo y su creador. Vemos entonces que ―el
descubrimiento de sí mismo requiere, para Kierkegaard, la apertura al Tú incondicional de
Dios‖ (Torralba, 2008: 37-38). Sin embargo, este proceso sólo lo puede realizar un sujeto
particular, ya que este camino no sucede en masa, sino que son excepciones las que logran
realizar el salto a un estadio más auténtico, esto es, las que logran romper con su pobre
existencia abstracta dándole cabida así a la realización de una plena concreción de la
existencia, constituyéndose de esta forma en individuos determinados, en existentes únicos
dentro de un conjunto de personas que viven sin más.
De esta forma, nos encontramos aquí con un individuo que vive en virtud de su pasión, ya
que gracias a ésta puede realizar el paso de una existencia inauténtica a una verdadera
existencia o a una existencia que tiene una dimensión infinita, pues se trata aquí de una
existencia que tiene que ver con la profundidad en que es capaz de referir su vida a Dios.
Es así como la realidad no puede ser vivida de manera abstracta, sino que hay un instante
en que el individuo toma la decisión de querer llevar su vida de manera excepcional,
renunciando a los placeres que le pueda ofrecer el mundo y entregándose únicamente a la
eterna voluntad de Dios. Dentro de este rango de personalidades nos vamos a encontrar
con dos excepciones que se van a constituir como verdaderos ejemplos de individuos
auténticos, ya que basan toda su existencia en la relación con Dios y en la creencia
absoluta del amor de Dios. Estos dos ejemplos serán Job y Abraham. Dichos personajes
bíblicos serán el modelo perfecto de una vida bajo una dimensión religiosa y el ejemplo del
intenso amor hacia su creador.
Todo el discurso kierkegaardiano está escrito en clave de amor y, gracias al amor o a la
pasión que dirige todo el accionar humano, se logra el momento de la síntesis entre los
elementos opuestos que constituyen al individuo. Por esta razón, solamente el individuo
apasionado es capaz de realizar el salto cualitativo en el instante de la decisión, dejando
atrás su existencia de pecado para iniciar una nueva vida contando con la conciencia de sí
mismo. En este sentido, puede hablarse de un renacimiento, de la aparición de un hombre
30
nuevo que vive en virtud de su fe y que hace de ésta su principal referencia en todos los
ámbitos de su vida. La fe será vista entonces como la que posibilita el salto por encima de
los límites que pone la razón y la que permite alcanzar un conocimiento de la interioridad
del individuo. Gracias a la profunda vivencia de la fe, cualquier ser humano se puede
convertir en un singular, en un individuo particular que basa su existencia en su nuevo estilo
de vida cualitativo, dejando atrás su vida de pecado y alcanzando así la libertad y la
felicidad eterna que tanto anhela.
Cuando se alcanza el momento de la autoconciencia o conciencia de sí mismo, es que
podemos hablar de un yo concreto o de la llegada a una existencia en virtud al espíritu, ya
que, gracias a la aparición de la conciencia se superan todos los elementos dialécticos que
componen la vida de un ser humano, retornando de esta forma a la relación fundamental o
fundante que deberá ser garante del mantenimiento de esa conciencia que ahora el mundo
no podrá arrebatarle jamás. Pero esta conciencia no se alcanza de un modo teorético, sino
más bien a partir de un desplazamiento del corazón. Por ello decimos ahora que:
El análisis kierkegaardiano de la conciencia conduce siempre a su punto de partida, a
su origen, es decir, al existente, el cual se presenta como la posibilización interna de
la conciencia, en cuanto ésta, como síntesis de momentos opuestos, no es algo simple,
sino algo complejo y término de un proceso. Kierkegaard podrá afirmar ya -sin
perder de vista a Fichte- que la conciencia no es una existencia inmediata, una
realidad fáctica, objetiva, sino que es plenitud, realización, autoconciencia (Jarauta,
1986: 24).
Esta vuelta al origen, lo cual es en sí lo primordial y lo que contiene el garante de una
existencia auténtica, es lo que Kierkegaard ha nombrado como la repetición
(Wiederholung). Dicha noción se consolidará como un momento único e irrepetible, el cual
posibilita que aparezca el individuo religioso o, como lo hemos denominado, el individuo
auténtico. De acuerdo con la exigencia que caracteriza los movimientos de la repetición,
veremos que el existente descubre su verdadera misión en el mundo, que no es otra que
alcanzar su propia conciencia y su concreción, y en compañía del instante de la decisión, el
individuo puede llegar a sentir el momento de la repetición, que es el que le permite
alcanzar la religación con lo infinito y el que le brinda la seguridad de mantener su
existencia bajo una forma de vida eterna.
Teniendo en cuenta lo anteriormente dicho, podemos comprender ahora por qué la
repetición se entiende aquí como un movimiento, en tanto, es el acontecimiento que nos
31
permite dar el paso del estadio ético al religioso. Y en la medida en que hablamos de
paso, no estamos indicando con ello un sujeto totalmente acabado, sino que se encuentra en
proceso de llegar a ser, que está construyendo su propia persona dentro del ámbito
religioso, en la formulación kierkegaardiana, estamos hablando del proceso de hacerse
cristiano. De esta forma, podemos afirmar que el movimiento de la repetición no es otra
cosa más que el mismo movimiento del cristianismo:
… no se realiza directamente en el seno del cristianismo, sino que parte de lo poético
y de lo filosófico para alcanzar al fin la simplicidad de lo cristiano. En otras palabras:
es un movimiento de reflexión que culmina en una reducción a lo más simple. Lo que,
como tal, es lo más cierto y podría sintetizarse en estos términos: tras los devaneos
estéticos, vitales e intelectuales, y después de la rebusca racional, se abre paso una
convicción definitiva: la existencia auténtica está en el reconocimiento de que el
hombre sólo puede ser un combatiente por la posesión de Dios (Maceiras, 1985:119).
Es de esta forma como el sujeto pasa por los diferentes estadios de la vida en los cuales
empieza a comprender su propia situación vital y, gracias al hastío o al sinsentido que le
genera cada uno de ellos, emprende el camino de conocimiento de sí mismo hasta llegar a
la dimensión puramente religiosa. En este sentido, comprendemos que la historia de la vida
individual sucede como un movimiento que va de estado a estado, pero, para pasar de un
estado a otro se necesita el salto cualitativo, el cual es una ―especie de suspensión de lo
racional que jamás puede ser comprendida única y exclusivamente por el movimiento
racional‖ (Torralba, 2008: 103), sino que se efectúa esencialmente en el ámbito de la fe, es
decir, gracias a la verdadera creencia en lo Absoluto que acontece en el acto de intimidad
entre el existente y Dios.
Dicho acto de intimidad entre un existente y Dios lanza una invitación a un ser humano
cualquiera que quiera constituirse auténticamente como una particularidad dentro de una
masa indiferenciada, es decir, como una excepción legítima y justificada. Es entonces como
en esa apuesta por dirigirse directamente al individuo particular, veremos que para
Kierkegaard éste no es reductible a concepciones generales o abstractas, ya que se estaría
desvirtuando aquello que lo configura como un ser único y singular en medio del mundo,
dejándolo precisamente dentro de una multitud indiferenciada, esto es, quitándole su
carácter de identidad, su propia personalidad, en últimas, la conciencia de su propio yo. En
ese orden de ideas, encontraremos que la repetición se va a apartar de cualquier sistema
metafísico y se entenderá únicamente desde la existencia de cada individuo, desde la
32
propia singularidad, y ésta última se construye a golpes de decisión. Por esta razón, la
repetición debe ser también comprendida como una decisión personal y un instante
totalmente particular1, que rompe con cualquier concepción abstracta que quiera
encasillarla (a la repetición y más aún a la existencia) en comprensiones generales.
Esta mención a los sistemas o estructuras metafísicas se relaciona con la pugna que, el mismo
Kierkegaard, emprendió contra el sistema de cuño hegeliano que venía imponiéndose de
manera desenfrenada en Dinamarca, pues para el filósofo danés este sistema encerraba al
individuo en una totalidad indiferenciada y lo abstraía de su propia particularidad. La
postura hegeliana se concentraba en abogar por el hecho de comprender el suceso humano
como un todo, encasillando a cada individuo dentro de sistemas universales que pudieran
da cuenta de sus realidades, mientras que por su parte, Kierkegaard desea comprender al
ser humano en su particularidad, es decir, en su carácter de unicidad, como individuo
irrepetible y diferenciado del resto. Por esta razón, el ser humano, para Kierkegaard, no
puede comprenderse únicamente como una estructura metafísica, sino que el individuo tiene
historia y como tal se despliega en un tiempo y un espacio 2, y, debe ser entendido desde su
propia existencia, desde su realidad, y, desde la manera en que es capaz de configurarse
en sus decisiones, teniendo siempre como precedente la pasión que acompaña el momento
de la elección3.
Considerando el punto neurálgico de la pugna kierkegaardiana contra la filosofía de
Hegel, creemos que es necesario revisar un poco el carácter filosófico que comporta la obra
kierkegaardiana, ya que el conjunto de sus textos indaga por la existencia del individuo
particular y muestra, a su vez, el rechazo de los sistemas metafísicos que dejan de lado al
individuo concreto. En este mismo orden de ideas, es posible afirmar que ―todo el proyecto
teórico de Kierkegaard se ve condicionado por su polémica con Hegel, a quien llama el
Se tomará el instante de la decisión como aquel que posibilita la concreción en el individuo, en tanto, se ve
abocado a la responsabilidad de sus actos y dicha responsabilidad tiene, a su vez, una resonancia con el
carácter de eternidad, ya que, se vislumbra el momento de pasión más grande, que no es otra cosa que la
apertura a la religación con lo divino: ―la concepción religiosa del instante hace de éste un átomo de
eternidad en el que se toma la decisión. Es lo eterno en el presente sin pasado ni futuro. Las cosas que hemos
hecho en el instante las encontramos eternamente ante nosotros como testimonio o reproche. La repetición no
tiene que ver con un recuerdo nostálgico, sino que implica una fidelidad en la profundización del instante en
que nos comprometemos. En el instante del compromiso toco lo eterno‖ (Suances, 1998: 295).
2 Para Kierkegaard, ―el ser humano es, un sujeto histórico, aunque no puramente histórico, como en el
planteamiento historicista, pero tampoco lo considera pura estructura metafísica‖ (cfr. Torralba, 1998: 70-71).
3 Como ya se mencionó anteriormente, veremos que la repetición va a ser comprendida desde un instante de
decisión, que empuja al individuo a encaminar su existencia en un presente, que le permite una reconfiguración
a diario; un instante en el que se juega la actualidad y que logra tocar la eternidad.
1
33
filósofo del sistema. A la gran abstracción, a la especulación sistemática, Kierkegaard
opone como irreductible la subjetividad del existente, del yo concreto‖ (Jarauta, 1986: X).
Si se examina lo humano dentro de un conjunto de postulados abstractos y de teorías,
debemos afirmar que ―la garantía para poder elaborar una teoría estriba siempre en que
el objeto <<sea>> o <<haya sido>>, no en que <<devenga>>‖ (Diario íntimo: 344). Este
planteamiento kierkegaardiano puede ser considerado como razonable, si comprendemos
que la existencia no es una labor inconclusa en el momento de nacer, sino que implica
precisamente una entrega constante, diaria en la ejercitación de la personalidad, para así
poder llegar a poseer la conciencia de sí mismo en un ámbito religioso que sea garante de
acompañamiento y de fundamento de toda la existencia.
Por esta razón, para Kierkegaard la labor de la filosofía no consiste en llegar a ser una
ciencia que explique el fenómeno de lo humano y su relación con un componente religioso,
sino más bien en darle herramientas al existente para que pueda edificar el espíritu y
llegue a alcanzar su autenticidad; por ello, ―la filosofía debe deshacerse del yugo de la
ciencia, del patrón newtoniano y desarrollar, con independencia de las ciencias, su propio
fin y su propia identidad‖ (Torralba, 1998: 167). Dicha apuesta filosófica, la ofrece
Kierkegaard en respuesta a la época en la que vive, la cual tenía como principios
existenciales los postulados generales que ofrecía la filosofía de corte hegeliano, pero no
sólo la de Hegel, sino también ―toda la filosofía moderna racionalista‖ (Ibid.), quien no era
capaz de trascender el discurso estrictamente científico, que de por sí es bastante abstracto,
para comprender la propia existencia.
Es así como el filósofo danés se preocupa principalmente por la falta de pasión de la que
es victima su época y, a su vez, es consciente de la gran falta de espíritu que tiene preso a
todos sus conciudadanos y recalca más que todo la crisis que presenta la vivencia de la
religión en Dinamarca. Kierkegaard, gracias a su gran sensibilidad, ve como ―la mayoría
de los hombres están hoy hasta tal punto privados de espíritu. […] Perdidos en este mundo,
se aferran a esta vida vana, se convierten en una nada; su vida es un derroche inútil‖
(Diario íntimo: 450). Sus pobres existencias se han convertido en simples transacciones
monetarias, puesto que han hecho del dinero y de los placeres del mundo sus dioses,
34
alimentando de esta forma la falsa idolatría y perdiéndose en banalidades 4. Es así como
―el individuo ya no pertenece a Dios, ni a sí mismo, ni a su amada, ni a su arte, ni a su
ciencia; no, tal como un peón pertenece a una hacienda, así el individuo sabe que esta
perteneciendo a una abstracción‖ (La época presente: 65).
De acuerdo con el planteamiento anterior, podemos afirmar que las tareas que incumben
propiamente a la existencia han perdido total interés para los seres humanos, dejando de
lado el significado de su propia realidad, y apartando cualquier ilusión que se quiera
concentrar en el cuidado del crecimiento de la interioridad, permitiéndole madurar hasta el
punto de la decisión (cfr. La época presente: 93). La única salvación o el camino más seguro
para salir de ese adormecimiento se alcanza ―recuperando lo esencial de lo religioso en el
individuo singular‖ (La época presente: 69). Pero, el problema radica en que dicho
―individuo‖ aún no ha logrado encerrar en sí la suficiente pasión que le permita soltarse de
la red de la abstracción. Para Kierkegaard, la anterior situación es la muestra de lo que
pasa claramente en Dinamarca:
Tal es la desdicha de Dinamarca, mejor dicho, el castigo de Dinamarca, de un pueblo
sin verdadero temor a Dios, de un pueblo que se pierde en fruslerías de conciencia
nacional, de un pueblo que idolatra la nulidad, de un pueblo donde los mozos son
príncipes, de un pueblo donde quienes deberían obedecer son insolentes, donde a
diario se puede hallar una nueva prueba de que no hay moralidad pública en el
país, de un pueblo, en fin, que deberá ser salvado por un tirano o por un par de
mártires (Diario íntimo: 201).
Esta gravedad en la adquisición de un componente religioso se puede comprender desde la
falta de entendimiento por parte de la estupidez humana, en tanto aún no se ha tomado en
serio el hecho de que ―la tarea no consiste […] en justificar el cristianismo ante los hombres,
sino en justificarse a sí mismo ante el cristianismo (Diario íntimo: 108). Esa justificación de sí
mismo se obtiene gracias al instante de la decisión, el cual recoge toda la pasión que tiene
el individuo para ponerla en servicio de la verdad, la cual se va a encargar de
fundamentar el resto de sus días. Sin embargo, cuando se vive sin pasión, la realidad se
desvirtúa y da lo mismo mantener siempre el mismo estilo de vida sin desear alcanzar una
individualidad propia, dejando de lado la seriedad con la que se debe mantener toda la
Kierkegaard afirma que ese mundo en el que vive demuestra una gran incapacidad para comprender el
verdadero sentido de lo que implica una existencia autentica, porque ahora ―nuestra época organiza una
verdadera liquidación en el mundo de las ideas como en el mundo de los negocios. Todo se obtiene a precios
tan irrisorios que cabe preguntarse si al fin habrá comprador‖ (Temor y temblor: 7).
4
35
existencia. Este adormecimiento nunca les permitirá a los individuos llegar a constituirse
como seres concretos y mucho menos podrán entender todo lo que se están jugando por su
falta de pasión.
Vemos, pues, que la época en la que vive Kierkegaard ―descansa a ratos en completa
indolencia. Su condición es la del que se queda en cama por la mañana: grandes sueños,
luego adormecimiento, finalmente una cómica o ingeniosa idea para excusar el haberse
quedado en cama‖ (La época presente: 42). Dicha indolencia se basa en el hecho de que
esa época carece de pasión y tiende mucho a la reflexión 5, llegando así a comprender la
realidad como un gran teatro en el que diariamente se juegan diferentes papeles, pero
jamás se alcanza el compromiso con uno solo, ya que no hay un carácter decisivo que lleve
a cada ser humano a dejar de jugar uno y otro personaje, en tanto nada lo mueve a querer
dar el paso a la acción, de esta forma, ―acción y decisión son tan escasos en la época
presente como lo es la diversión de nadar con riesgo para los que nadan en aguas poco
profundas‖ (La época presente: 46).
Ante esta situación de decadencia de lo religioso, Kierkegaard se atreve a afirmar que en
su época:
… se han ido la fogosidad, el entusiasmo y la interioridad que dan brillo a los
vínculos de dependencia y a la corona del gobernante, que hacen feliz la obediencia
del niño y la autoridad del padre, que hacen franca la sumisión del que admira y la
elevación del excelente, que dan al maestro significado válido y al discípulo
oportunidad de aprender, que unen la fragilidad de la mujer y la fortaleza del
hombre en la igual fuerza de la entrega. La relación subsiste, pero no tiene suficiente
elasticidad como para concentrarse en la interioridad y unirse armónicamente. Las
relaciones se manifiestan como existentes, pero también como inexistentes, pero no
totalmente, sino como en una somnolienta constancia (La época presente: 57-58).
Es así como Kierkegaard afirma que él ―no escribe sistemas ni promesas de sistema; no ha
caído en el exceso de sistema ni se ha consagrado al sistema‖ (Temor y temblor: 10), porque
En este caso, la referencia a la reflexión tiende más al hecho de querer racionalizar cualquier
acontecimiento existencial, ya que, en vez de vivirlo de manera plena bajo una existencia religiosa, el ser
humano se inclina más hacia la abstracción de sus sentimientos y de sus vivencias diarias, perdiendo de esta
forma el verdadero sentido de la fe. De esta manera, podemos decir junto con Kierkegaard que: ―la reflexión
es una trampa en la cual uno cae, pero con el salto entusiasta de lo religioso la relación cambia y la trampa
nos catapulta a los brazos de lo eterno. Y la reflexión ha sido y sigue siendo el más inflexible acreedor de la
existencia; astutamente hasta aquí ha comprado las más variadas visiones de mundo, pero la esencial visión
de mundo de la eternidad, que posee lo religioso, no la puede adquirir […] con el salto hacia las
profundidades el individuo aprende a ayudarse a sí mismo, aprende a amar a los demás como a sí mismo,
aunque sea acusado de arrogancia y orgullo –por no aceptar ayuda- o de egoísmo –por no haber querido
engañar a otros ayudándolos‖ (La época presente: 71).
5
36
su intención va por otro camino, tiende a la recuperación espiritual de un existente
cualquiera y, afirma que en su época ―la pasión se borra de un trazo para beneficio de la
ciencia‖ (Ibid.), pero él no quiere beneficiar a la ciencia o a los sistemas metafísicos, sino
que quiere apostarle a la comprensión pura de la existencia. Toda esta situación conduce a
Kierkegaard a que su filosofía se concentre en la recuperación del individuo como un ser
concreto, como un individuo que se encuentra frente a Dios, que cuenta con una profunda
interioridad y que puede dar cuenta de sus valores cristianos en todos los ámbitos de su
existencia. La propuesta consiste entonces en que aquel que decide replegarse en las
esferas de la fe, pueda retirarse de aquellos placeres que le ofrece lo mundano y dejar a
un lado la abstracción de su existencia, para encontrar todo recuperado eternamente en la
relación auténtica con Dios y llegar así a convertirse en un ser concreto y particular.
Nunca la intención de Kierkegaard fue la construcción de un sistema metafísico, o de un
método que trate lo humano desde conceptos abstractos, es decir, que se base en
especulaciones para tratar de comprender todo el entramado de conexiones que componen
el fenómeno de la existencia; por esta razón, ―su quehacer es un pensamiento estructurante
de la existencia, por consiguiente <<edificable>>; un conocimiento que lleva al despliegue
de la realidad, un pensamiento que aboca en el existir‖ (Gabriel, 1973: 40). Lo que quiere
rescatar Kierkegaard con todo su discurso existencial es la realidad misma de un ser
humano cualquiera que decida hacer de su vida una experiencia auténtica, que desarrolle
todos sus complejas relaciones existenciales en pro a alcanzar la vida en virtud de su
espíritu y que pueda llegar a obtener la conciencia de sí mismo o, mejor dicho, que pueda
llegar a la comprensión de su misma persona. Por ello, en esta apuesta existencial,
Kierkegaard rechaza la noción de subjetividad por la que abogaba el idealismo absoluto,
ya que,
… la filosofía idealista se había olvidado del modo de existir peculiar del hombre y
en consecuencia había entendido mal la subjetividad propia del existente. Tan pronto
como la especulación sobrepasa la determinación existencial del ser-espíritu, se
incapacita para entender el sentido real de la existencia. La tarea del pensador
subjetivo y el principio hermenéutico de la dialéctica existencial es la
comprensión-de-sí-mismo-en-la-existencia (Jarauta, 1986: 6-7. La negrilla es del
autor).
Dados los presupuestos de la filosofía idealista, Kierkegaard apunta que la tarea de la
filosofía no puede ser ―la mera descripción formal y lógica del mundo natural, de los hechos
37
del mundo‖ (Torralba, 1998: 167), sino que debe centrarse en la construcción del sujeto,
esto es, debe permitirle a un ser humano cualquiera encontrar herramientas que le ayuden
a comprender su labor edificante y apostarle a ―pensar el sentido de la existencia, el valor
de la vida humana, las formas de existir y de concretar la humanidad del hombre‖ (Ibid.).
Por esto, la filosofía trasciende el discurso científico, va mas allá de la finalidad del patrón
de la ciencia, supera los métodos utilizados por ésta y, además, el objeto con el que
trabaja es de otro orden. De ahí que su propuesta se concentre en comprender lo que
significa propiamente la existencia, y para esto, no es necesario que se encarguen
solamente los filósofos, sino que es una labor que corresponde desarrollar a cada ser
humano, es decir, que ahora es deber de cada quien encargarse de su edificación como
individuo auténtico, esto es, que cada quien tiene que luchar a diario por desarrollar su
interioridad, por conservar su espíritu. En conclusión, ―el ser humano debe edificarse a sí
mismo y en esta tarea consiste precisamente la filosofía‖ (Ibid.).
En esta labor constante por mantener intacta la individualidad, aparece entonces la
repetición como estrategia para comprender todo el marco que rodea el desarrollo del
existente para convertirse en individuo auténtico. La repetición será comprendida
propiamente como un movimiento religioso que implica la capacidad de asumir la voluntad
de Dios en todos los momentos de la vida, pasando necesariamente por una prueba
temporal que le permita al individuo comprobar su imposibilidad de fundamentarse solo el
resto de sus días y pueda, así mismo, reencontrarse con la única verdad que es capaz de
devolverle todo aquello que ha perdido en su mundo finito, ganando el individuo una
felicidad infinita y eterna.
1.3 La repetición como camino de individuación
Si el discurso kierkegaardiano, y más específicamente el de la repetición, nos puede
conducir a pensar en la existencia de un individuo particular, podemos entonces aceptar
que lo específicamente humano está ―estructurado a partir de elementos dialécticos […] por
medio de los cuales el yo de cada individuo descubre sus posibilidades y limitaciones en
orden a la realización de su propia existencia‖ (Guerrero Martínez, 1993: 85-86). Dichos
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elementos pertenecen al orden práctico de la existencia de un individuo, puesto que la vida
no es algo plano y estático, y por esta razón, siempre habrá saltos, crisis, diversas
posibilidades y demás contratiempos; es así como todo se desarrolla dentro de una
constante tensión entre elementos opuestos. En este sentido, la forma en que se aborda aquí
el discurso de la repetición debe tener en cuenta todos los pro y contra de la vida de un
individuo común y corriente, ya que se está apelando a la subjetividad de dicho individuo y
a la manera en que éste mismo puede experimentar la pasión que trae consigo toda esta
lucha entre fuerzas contrapuestas. Esto sucede así debido a que esa es la forma en que se
debe comprender la propia existencia y en que se debe leer la propia realidad, porque
aquel que no esté apasionado, nunca podrá tomar la decisión de enfrentarse con lo eterno
y nunca será, por tanto, capaz de elegirse a sí mismo (cfr. García, 1992: 173-174).
Por esto, podemos decir ahora que la repetición está siempre referida a la intención o
deseo principal del individuo para afirmarse a sí mismo, buscando así convertirse en un
existente auténtico, haciéndose consciente de su relación con Dios, y ganando con ello de un
modo integral su mundo finito (cfr. Temor y temblor: 41). Pero, para esto, se hace necesario
remitir su amor, igualmente, hacia lo infinito, esto es, volcarse hacia lo eterno que es la
causa verdadera de su existencia:
Así, pues, para Kierkegaard no es existente auténtico todo sujeto que realmente es
(existencia en el sentido tradicional); existente auténtico lo es solamente el sujeto
individual que se interesa por sí y por su autodeterminación, que vive referido a sí
mismo y, sobre todo, es consciente de su quehacer de eternidad (Lenz, 1955: 42).
Nos hemos topado ahora con el sentido kierkegaardiano de la tarea constante del
individuo por convertirse en un ser auténtico, pues gracias al carácter de autenticidad el
individuo es capaz de vivir en referencia a sí mismo y a su fundamento eterno; pero esta
referencia solamente se alcanza, por supuesto, gracias al instante de la repetición. En este
sentido, podemos decir ahora que la repetición tiende a convertirse en aquella estrategia
que generalmente se aborda desde una concepción metafísica, en tanto, siempre nos remite
a pensar en la relación humana con lo divino, vista y entendida bajo la categoría del
instante. Sin embargo, aunque la metafísica se pregunte por el concepto de repetición e
intente dar respuestas en correspondencia con sus postulados más generales, es decir, de
acuerdo con aquellos postulados que tienen pretensiones sistemáticas o universales, la
metafísica naufraga en este mismo intento (cfr. La Repetición: 161), ya que entiende que no
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puede hablar de algo que parte de una singularidad, de un ser humano particular y de su
relación con un fin absoluto. De esta manera, la metafísica cae ella misma en una gran
paradoja que sólo se comprenderá desde su dimensión religiosa. Dimensión que pretende
ser pasada por alto por medio del ejercicio reflexivo propio de una razón finita.
La pregunta por la posibilidad de la repetición puede ser abordada desde una
perspectiva metafísica, en tanto encuentra sus raíces en el cuestionamiento por la realidad
del individuo. Ya que, por un lado, nos remite a una comprensión del fundamento de la
existencia y, con ello, de la relación que tiene este individuo con lo real. Pero, por otro lado,
en ese mismo cuestionamiento, la metafísica se olvida de la singularidad del individuo, ya
que encasilla en perspectivas generales o abstractas algo que sólo se ajusta a las vivencias
de un ser humano particular, vivencias que están directamente relacionadas con la tarea de
que cada quien tiene que llegar a ser sí mismo. Esta tarea es algo realmente inaplazable y,
por tanto, constitutivo de la realidad del individuo.
Para entender más a fondo lo dicho anteriormente, me remito a una cita de Francesc
Torralba, que presenta la manera peculiar en la que el filósofo danés entendía la labor
filosófica como una apuesta por comprender la vida misma, es decir, por tratar de
reivindicar la existencia individual de cada ser humano, encontrándole así sentido a su
quehacer filosófico, que hará referencia a temas netamente humanos, a los cuales ninguna
otra filosofía había llegado antes sin caer en cuestiones generales o sistemáticas:
La tarea filosófica, en el pensamiento de Kierkegaard, es fundamentalmente ética,
práctica, pues se trata de pensar la vida del sujeto y sus posibilidades existenciales.
El centro de su filosofía es el hombre de carne y hueso, pero no como objeto de la
antropología filosófica, sino como reto y tarea. Para Kierkegaard, la finalidad de la
filosofía no es teórica ni especulativa, pues no se trata de describir metafísicamente al
ser humano y sus dimensiones, sino de edificarle en el sentido interior del término
(Torralba, 1998:167).
De acuerdo con lo anterior, podemos afirmar ahora que la intención de la filosofía
kierkegaardiana consiste en esclarecer la manera en la que un individuo singular puede ser
capaz de tomar su existencia como una tarea que debe desarrollar y alcanzar a diario,
haciendo de la misma un proceso consciente, en el cual va convirtiendo su vida en algo
verdadero, en algo auténtico. Por eso, también hablamos de un hombre particular que
puede renunciar con total convicción a los placeres que le ofrece lo inmediato y que, a
pesar de todas las luchas terrenas que debe librar, desea con todo su corazón acceder a la
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seriedad y responsabilidad de sus acciones, por supuesto, siempre ofreciendo su vida a un
fundamento y basando su realidad en aquello que lo edifica de manera constante. En este
sentido, podemos afirmar ahora que ―el concepto de existencia pertenece indiscutiblemente
al dominio de la realidad, es categoría de la realidad, ya que significa la constitutiva
determinación del ser existente, según la cual la esencia de un ser fáctico es y puede
devenir‖ (Jarauta, 1986: 4. La negrilla es del autor). Así, afirmamos que la existencia no es
estática e inmóvil, sino que implica, más bien, un constante movimiento, ―un flujo permanente
de experiencias y vivencias‖ (Torralba, 1998: 49). Si esto es así, podemos sostener entonces
que la repetición se ajusta a lo que cada individuo vive desde su propia singularidad,
desde su propia realidad, pues se entiende desde experiencias particulares, que no se
ajustan a una colectividad, sino que hacen parte de las actividades propias y cotidianas de
un ser humano en su configuración fáctica e histórica.
Es cierto que el individuo recupera su mundo finito o integra las cosas externas en su
cotidianeidad, pero debemos entender que antes ha pasado por una exigente labor de
recuperarse a sí mismo en la vuelta hacia su interioridad, es decir, que primero es necesario
volver a replegarse en lo mas íntimo que existe en nosotros, que es el lugar que alberga el
amor hacia Dios, para después de haber recuperado verdaderamente ese vínculo, retomar
la vida que se llevaba de manera seria. Dicha seriedad solamente se alcanza gracias a la
aparición de una experiencia profunda de fe, en la cual el individuo encuentra por fin el
asidero para justificar todas sus acciones presentes y futuras. Por esta razón, decimos que
―la seriedad es la verdadera relación con lo eterno‖ (Diario íntimo: 240). Después de
permitirle al componente de la seriedad instalarse en esta nueva existencia, debemos tener
presente que la forma de conducirse por la vida y las acciones que se generan en pro de
un mejor presente, siempre van de la mano con la fe, ya que también gracias a ella el
individuo puede encontrar un asidero que le sirva de fundamento eternamente.
La vivencia en la fe hace que el individuo asuma para siempre la creencia de que Dios es
una fuente inagotable de amor hacia su criatura y, gracias a esta creencia, la realidad de
este nuevo individuo cambia radicalmente, ya que asume como principio esta única verdad
que le renueva a diario y que hace que su espíritu se regocije eternamente en este amor
verdadero. Ya no hay cabida para las tristezas, angustias o desesperanzas en su
existencia, porque sabe que ―nada puede pasarle si Dios está con él‖ (Torralba, 2008:
140). En esa misma medida, la vivencia profunda de este amor es el fundamento de una
41
alegría que es capaz de trascender toda concepción humana, porque se abre al misterio de
lo infinito y rompe con cualquier situación terrena que quiera amarrar al individuo en
cualquier dificultad. Ahora es Dios quien acoge incondicionalmente a este individuo, el cual
a pesar de sus múltiples infidelidades y deslealtades, Dios seguirá amando y perdonando,
porque Él es todo bondad y amor. Esta relación de intimidad entre el existente y Dios logra
que el corazón humano rebose de felicidad, ya que de aquí en adelante la perfecta
alegría consistirá en ―sentirse acogido eternamente en el regazo de Dios‖ (Torralba, 2008:
141). Pero, este ejercicio de amor no consiste propiamente en la pura efusión de
sentimientos y movimientos pasionales del alma (cfr. Torralba, 2008: 170-171), sino que
tiene que ser comprendido como un deber, el cual se experimenta de acuerdo a la
interioridad de cada individuo y se expresa en la vida cotidiana, en el mundo exterior,
porque entonces ―se trata de un deber personal e íntimo que dimana del interior‖ (Ibid.).
Este nuevo deber o compromiso infinito con el amor de Dios, le permite al individuo
reconciliarse con su creador, quien lo ama más que a noventa y nueve justos y, aunque éste
no lo sepa desde el inicio de su recorrido existencial, el cielo terminará por pronunciarse a
su favor:
Cuando el cielo ama a un pecador más que a noventa y nueve justos, esto no lo sabe
el pecador desde el principio, ni muchísimo menos. Porque lo que el pecador percibe
al iniciar su arrepentimiento es más bien la cólera terrible del cielo, hasta que al
final, bien arrepentido, el pecador obliga en cierto modo al mismo cielo a que se
pronuncie en su favor (La Repetición: 281)
Dicha cólera que viene del cielo se tomara aquí desde el carácter de la prueba, que no es
otra cosa que el lugar donde el individuo tiene que defender su amor infinito a Dios, es
decir, que se comprenderá como el campo de batalla donde el individuo tiene que luchar
para mantener intacta su fe. Además, la prueba se convertirá en el dispositivo por
excelencia para llegar a la comprensión del movimiento de la repetición dentro de un
ámbito religioso, en tanto, la aparición de la prueba en la vida del existente hace que éste
reconozca que por encima de él hay un poder superior, el cual está llamándolo para
entregarle una verdadera felicidad de acuerdo a una promesa de vida eterna, que en
otras palabras no es otra cosa que una vida en concordancia con el espíritu.
El carácter de la prueba hace que el individuo se coloque por encima de su propia
humanidad, en tanto es capaz de sacrificarse a sí mismo para entregarse por completo al
mandato divino. Esto posibilita que la prueba cumpla su cometido y sea catalogada como
42
un componente religioso de trascendencia y, a su vez, de apertura a una nueva vida, de un
renacimiento hacia una vida presente, de una segunda vida como individuo auténtico, en
tanto, ―por medio de él [del renacimiento] viene de nuevo al mundo como si fuera un
nacimiento: como hombre singular, desconociendo del todo el mundo en que ha nacido,
hasta si está habitado o habitan en él otros hombres‖ (Migajas filosóficas: 34-35). Este
nuevo nacimiento posibilita que sea únicamente Dios quien fundamente eternamente la
existencia, pues ya no se necesita de los placeres terrenos y, muchos menos, de las leyes
humanas, para sostenerse en el mundo, porque ahora el individuo es responsable sólo ante
Dios y, de esta forma, se ha creado un vínculo eterno que nadie puede vulnerar. Dicho
vínculo abre paso a un horizonte de felicidad y de libertad, permitiéndole al individuo salir
un poco de ese abismo de desesperación y angustia en el que se encuentra sumergido a lo
largo de toda su vida. Veamos ahora cómo un individuo puede llegar a constituirse a sí
mismo en su relación con Dios.
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Capítulo 2
La Repetición como apuesta por la singularidad de la existencia
Podemos decir que La Repetición, siguiendo, en una primera instancia a Stephen Crites, es un
claro ejemplo de la literatura romántica, en particular, por su narrativa, y puede ser
considerada como el más puro trabajo literario del corpus kierkegaardiano (cfr. Perkins,
1993: 225). Explícitamente decimos que esta novela está constituida en dos partes; en la
primera se narra la historia de un joven enamorado que le confiesa a Constantin
Constantius, personaje principal de la obra y narrador de la misma, los secretos del amor
que sentía por una muchacha del pueblo. Paralelo al relato del joven, se narra la historia
de la segunda visita de Constantin a Berlín, como excusa para pensar en la posibilidad de
la repetición.
Volviendo un poco al relato del joven, diremos que Constantin se convierte en el espectador
de la vida de éste personaje, que ―se encontraba en esa encantadora edad en la que
comienza a anunciarse la madurez del espíritu‖ (La Repetición: 134), y que también, por
tanto, se estaba enfrentando a la fase más alta del amor. Pero, esta situación propicia el
profundo desencadenamiento de una melancolía extraña en el joven, ya que sentía que,
aún teniendo a la muchacha a su lado, la había perdido; esta situación ambigua se
produce, porque se empieza a proyectar ―las posibilidades futuras de esa relación y
entonces tiene miedo de que cada acercamiento sea una pérdida, un desgaste. Y empieza
a sufrir la finitud de la relación amorosa‖ (Biblioteca Kierkegaard Argentina, 2009). Por
esta razón, este joven vive su amor como un recuerdo, como si su relación con la muchacha
existiese en un pasado:
… ya en los primeros días de su enamoramiento se encontraba predispuesto no a
vivir su amor, sino solamente a recordarlo. Lo que quiere decir que, en el fondo, había
agotado ya todas las posibilidades y daba por liquidada la relación con su novia. En
el mismo momento de empezar ha dado un salto tan tremendo que se ha dejado
atrás toda la vida (La Repetición: 138-139).
De esta forma, nos topamos aquí con las ―dos formas que el hombre tiene de intervenir en
el pasado y de darle un sentido: el recuerdo y la repetición‖ (Suances, 1998: 297). En el
caso del recuerdo, hablamos sin más de un pasado, en donde el individuo sólo puede volver
a algo que ya fue, es decir, a alguna acción pasada o algún sentimiento pasado, pero
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solamente bajo la forma de una evocación, o de contemplación cuantas veces se quiera,
pero sin alcanzar ningún tipo de ganancia o acontecimiento nuevo para la existencia.
Mientras que, por su parte, la repetición implica necesariamente una trascendencia, pues
sólo dentro de este juego puede recomenzar una vez más la existencia6.
Debido a que Constantin creía encontrar una verdadera repetición diferente a la del joven
enamorado, si volvía a Berlín, él decidió embarcarse nuevamente en un segundo viaje a
dicha ciudad, tratando con ello de revivir las experiencias que en la juventud le habían
generado tanto placer y agrado: ―sin que nadie se enterara, ni siquiera los amigos más
íntimos –con el fin de evitar toda clase de habladurías que pudieran perturbarme al hacer
el experimento y, por otro lado, quitarme posiblemente el gusto y entusiasmo por la
repetición-, tomé el vapor que hace la travesía desde Copenhague a Stralsund y aquí
reservé una plaza para la primera diligencia hacía Berlín‖ (La Repetición: 164). Su ilusión
estaba puesta en recorrer los mismos sitios que había frecuentado en su primera visita,
encontrando las mismas personas, las mismas situaciones, los mismos objetos, pero siempre
creyendo que sus emociones iban a ser exactamente iguales a la primera vez que pisó
suelo berlinés: ―puesto que ya has estado allí una vez, me dije para mis adentros, podrás
comprobar ahora si es posible la repetición y qué es lo que significa‖ (La Repetición: 129).
Es de resaltar, en este momento, que lo que aquí está en juego es el hecho de emprender
una aventura, de realizar un cierto experimento con su propia existencia. Y, a través de
diferentes anécdotas, el mismo Constantin, entenderá que este experimento se aleja paso a
paso de la atadura del pasado.
Es por esta razón que, al llegar a Berlín se da cuenta que nada es igual, que todo ha
cambiado, desde los detalles de la misma habitación, hasta sus sentimientos al presenciar
de nuevo una obra de teatro que ya había visto cuando estuvo antes allí, por primera vez.
Esta situación genera un gran malestar en Constantin y su viaje experimental se convierte
para él en una enorme pérdida de tiempo. Por esta razón, esta primera parte culmina en
un fracaso, en tanto, ambos relatos, el del joven enamorado y el de Constantin, son la
En este contexto de comprensión de la dimension auténtica de la repetición, John Caputto afirma: ―Repetition
is the affirmation of becoming and time, while recollection, having found itself situated in time, looks for an
honorable way out. Recollection is a movement but, as a movement back-wards, of a rather odd sort. It is
really a kind of un-movement, or undoing of movement, reversing its course, trying to get back to the point
prior to the movement‖ (1993; 208).
6
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muestra de la imposibilidad de la repetición asumida desde la mera reconstrucción de
momentos aislados o sin la toma de decisiones esenciales para concretarse en la seriedad
de la existencia.
En la segunda parte de la novela se busca dar luces sobre el verdadero significado de la
repetición, vista ahora desde la apertura a la trascendencia, es decir, desde el movimiento
de amor que emprende un individuo cuando desea convertirse en una existencia auténtica,
entendida ésta desde la religación con el amor divino. Gracias a las cartas que le envía el
joven a Constantin, éste último entiende que la dimensión desde la que se comprende la
repetición es la religiosa. Esto ocurre a partir de la extraña experiencia del joven con su
lectura del libro de Job. El testimonio de la vida de Job da muestra de la fe y el amor a
Dios, como garantes de la reconstrucción de la existencia y de todas las opciones que se
juegan en ella, empujando al individuo hacia adelante en un movimiento trascendente (cfr.
La Repetición: 218), que es capaz de romper con sus límites finitos y que, a su vez, lo
conduce a encontrar su carácter de eternidad. De esta forma, el joven amigo de Constantin
es capaz de afirmar la pertinencia de la repetición como aquella tormenta que permite la
transmutación de su personalidad (cfr. La Repetición: 264), recuperando su verdadero yo y
alcanzando el carácter auténtico de la repetición en la eternidad: ―Sí, otra vez soy yo
mismo. Poseo nuevamente, como si acabara de nacer, mi propio yo‖ (La Repetición: 273).
Pero, esa repetición espiritual que logra el joven ―nunca podrá llegar a ser tan perfecta en
el tiempo como lo será en la eternidad, que es cabalmente la auténtica repetición‖ (La
Repetición: 274). De este modo queda vinculada la experiencia de la repetición con una
dimensión auténtica del tiempo: la eternidad. Así, la repetición no puede anidarse en la
prolongación lineal del tiempo, pues el campo de su intervención es el de la existencia
extática.
El mismo joven intenta demostrar que su espíritu ha vuelto a recuperarse en esa forma
original, es decir, ha recuperado ese momento en donde se vuelve a un estadio primigenio
en el que se tenía una relación con lo absoluto de manera pura o, en otras palabras,
regresando al primer amor, el cual, nos dice Kierkegaard, es aquel que ―encierra, pues, en
sí mismo toda la seguridad inmediata y genial, no teme ningún peligro, hace frente al
mundo entero‖ y, también, es aquel que ―contiene la determinación de la eternidad‖ (Dos
diálogos sobre el primer amor y el matrimonio: 102, 96). Nos encontramos aquí como si
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estuviésemos ante una barca que vuelve de nuevo a flote para alcanzar aquella orilla
perdida, en donde podemos escuchar el sonido de la voz íntima que habla de todos los
movimientos del alma, y en donde a cada instante se juega la vida para perderla y
reconquistarla (cfr. La Repetición: 101).
De acuerdo con lo anterior, se entiende aquí la repetición no como la mera recomposición
de momentos aislados, vividos en un pasado, o como una simple reincidencia de anécdotas
antiguas, sino, más bien, como aquella estrategia que se refiere a la manera en que cada
individuo es capaz de desarrollar su existencia de forma auténtica y, con ello, reafirmase
constantemente en su compromiso por alcanzar la seriedad de su vida.
A medida que se va realizando el recorrido por las vidas de estos dos personajes,
Constantin y el joven enamorado, surge una condición que tiene que estar presente en aquel
que desea la repetición. Dicha condición es la madurez de la seriedad: ―La repetición es la
realidad y la seriedad de la existencia. El que quiere la repetición ha madurado en la
seriedad‖ (La Repetición: 133). Gracias al carácter de seriedad, y con ésta me refiero al
compromiso que alcanza un individuo en el momento que decide apasionarse por una idea
a través de la decisión, es posible hablar de una cierta transfiguración de la existencia, en
donde, aquel que opta por la repetición hace de ésta su principio fundamental de vida y,
con ello, puede entender su presente y edificar su futuro.
Sin embargo, esta madurez de la seriedad no tiene nada que ver con el mayor alcance en
el campo profesional, en lo académico, en las relaciones cotidianas o en lo personal, en
tanto creemos que todo aquello que nos constituye como personas serias está dado gracias
a las experiencias que se suman a medida que pasan los años. Para Constantin, este no es
el modo en que se quiere comprender la seriedad y la madurez del espíritu, porque todas
las cuestiones antes mencionadas son vanas, si no se cuenta antes con una profundidad de
pensamiento sobre lo absoluto: ―…la seriedad de la juventud no debe ser la preocupación
por el dinero, que es lo que suele ocurrir, sino la relación con el absoluto que ha de
aumentar con la edad‖ (Suances, 2003: 62).
Por esta razón, en las primeras páginas de la novela, Constantin nos muestra algunos
ejemplos de aquellos personajes que creen ser dueños de una seriedad incuestionable, pero
que, en realidad, no constituyen más que una farsa:
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La seriedad de la vida no consiste de ninguna manera en estarse cómodamente
sentado en un sofá y escarbarse los dientes con un palillo, al mismo tiempo que se es,
por ejemplo, abogado del Estado; ni tampoco en pasearse ensimismado por las calles
y ser, como ejemplo de otra profesión, jerarquía de la Iglesia. En este sentido de
falta de seriedad en la vida daría lo mismo que se fuera caballerizo de las cuadras
reales. Todas estas cosas son, a mi juicio, una pura broma, y a veces, en cuanto tal
broma, bastante pesada (La Repetición: 133-134).
En concordancia con la cita anterior, podemos afirmar ahora que la tarea de un individuo
consiste en tomar su existencia como una labor constante. Así, podemos hablar de un
individuo que no se contenta con los placeres que le ofrece lo inmediato, sino que busca
acceder a la seriedad y responsabilidad de sus acciones y decisiones, siempre ofreciendo
su vida a un fundamento, acercándose al momento en que se alcanza el instante de la
repetición. Es en este momento donde decimos que la repetición sólo es posible desde el
plano de la decisión y, por tanto, el conflicto que genera en el espíritu de aquel que ha
decidido hacer de ésta su fundamento existencial radica en la seriedad que tiene el
carácter de elección; por esta razón, no podemos tomar decisiones en una edad en la que
el espíritu no ha madurado y en donde se mueve por el plano de las posibilidades, porque
entonces nuestra decisión no estaría cobijada por algo eterno, sino que estaríamos, más
bien, nadando en la pura vivencia de la inmediatez y de lo temporal.
Para que ocurra verdaderamente la seriedad en la elección, debemos alcanzar un cierto
estadio religioso, ya que es ahí donde se hace más presente la seriedad de la existencia.
Por esto, y en contraposición a esta postura, nos encontramos con el ejemplo del alma de un
esteta que no es capaz de lograr una repetición, puesto que pasa toda su vida jugando de
un lado a otro, disfrutando de las intermitencias de la vida, sin preocuparse por adquirir
responsabilidad alguna. Este hombre se siente así pleno en la vanidad de lo inmediato, lo
fugaz y lo finito; en palabras de Manuel Suances: ―el esteta elige gozar de cuanto le
muestra la vida, dejándose arrastrar en esa corriente de impresiones; en el fondo huye de
sí mismo perdiéndose en esa barahúnda‖ (Suances, 1998: 83).
Una metáfora que el mismo Constantin nos muestra en la novela nos lleva a entender la
vida del esteta desde el teatro del mundo, en donde cada actor no se concretiza en un solo
personaje, sino que puede interpretar una, dos o más personalidades en un mismo
escenario. Su vida siempre transcurre entre bambalinas. De igual manera acontece la vida
en la juventud y la vida de aquel que ha optado por permanecer en el estadio puramente
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estético. La farsa, como Constantin va a dar a conocer al teatro, es el viaje al mundo de la
fantasía del ser humano, en donde todas las clases sociales y temperamentos se pueden
reunir a contemplar un espectáculo que los lleva a la risa o al llanto, apareciendo de esta
forma los más variados efectos e impresiones, generando una cierta ingenuidad en los que
la presencian y una ilusión tan grande, que hace que todos terminen incorporándose en el
espectáculo. El momento de enfrentamiento con el mundo de la farsa va a significar, en
parte, la vida que llevaba el propio Constantin y, a su vez, nos va a acercar a las razones
por las que nuestro personaje decidió volver a Berlín para buscar precisamente allá la
posibilidad de la repetición.
2.1 Aparición del gusto por el teatro
La primera vez que Constantin había estado en Berlín era más joven y lleno de fantasía, su
espíritu juguetón se entretenía con cualquier situación que le generara una impresión
agradable; por ello, su primera fascinación fue, precisamente, el teatro. Por esto, al volver
a Berlín y encontrarse un poco desilusionado, porque no se daba ninguna repetición, la
esperanza de Constantin se reintegró y en su espíritu creció una alegría inmensa, cuando
supo que en el teatro que conocía desde su juventud (el Königstädter) se presentaba una
temporada de una obra particular que lo hacía recordar viejas representaciones. La
fantasía que lo había acompañado en su primera estancia en Berlín, volvió inmediatamente
al recordar la etapa de la juventud, en donde cualquiera se siente cautivado por el encanto
del teatro. En esta etapa se desea con pasión representar algún papel importante, ―con el
fin de poder contemplarse a sí mismo, como si fuera su propio doble, al encarnar la
realidad soñada‖ (La Repetición: 171).
En ese primer momento juvenil, cuando surge el gusto por el teatro, el alma aún no ha
madurado y sólo existe la fantasía de querer verse a sí mismo representando varios
papeles; todavía se desconoce la realidad de la vida y la personalidad pasea
simplemente por la posibilidad, tratando de instalarse indistintamente en un conjunto de
sombras. Aún no aparece la figura real de uno mismo, y si está, tal vez existe de un modo
invisible e impalpable. En este momento no podemos decir que propiamente somos nosotros
mismos, pues la repetición no ha encontrado su medio propio.
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Pero, la vivencia entre las sombras debe alcanzar su desarrollo adecuado y su plena
satisfacción, ya que ―lo esencial en la vida consiste en que cada cosa suceda a su tiempo
debido‖ (La Repetición: 172). Esto lo que nos indica es que todo tiene su tiempo en la
juventud, porque todo en ella es válido, puesto que no se vive del compromiso, sino de la
espontaneidad del momento, se vive de la pasión desenfrenada de una cosa o de otra.
Igualmente, el teatro genera ilusión, pues levanta ánimos en sus personajes y en sus
espectadores; por ejemplo, en un joven con un espíritu inmaduro, todas las posibilidades son
aceptables, pues se vive como en un extenso tiempo presente sin una responsabilidad
mayor por las decisiones que se tome. En ese juego de sombras, el individuo hace las veces
de aquel peregrino errante entre un sinfín de posibilidades, ya que éste ―no desea otra
cosa sino contemplarse y oírse patéticamente a sí mismo, sólo a sí mismo, pues todo lo
demás le trae sin cuidado‖ (La Repetición: 173). En el caso del joven poeta, vemos que éste
no siente la necesidad de acercarse en ningún momento a su yo real, porque opta por
circunstancias leves y efímeras que lo conducen a dispersar su atención en el mundo de lo
escénico.
Sin embargo, el deseo de aparecer en un escenario y hacerse ver como un personaje
teatral no indica que se tenga el talento para serlo de verdad, ya que si sucede
naturalmente o si se da esta vocación, la disposición del actor se centra en representar
papeles muy concretos y no la totalidad de las posibilidades, porque el afán de querer
representarlo todo es una ―prueba evidente de la inmadurez de la fantasía‖ (La Repetición:
176). Esta inmadurez de la fantasía está directamente relacionada con un periodo de la
vida de todo ser humano en donde:
… todos los recursos del lenguaje y todas las interjecciones de la pasión no le
bastaban para volcar en ellos lo que su fantasía era capaz de imaginar; un período
en el que no le satisfacía ni dejaba contento ninguna forma de expresión o
gesticulación; un periodo, finalmente, en el que lo único que lo podía apaciguar era
sencillamente dar brincos y volteretas en el aire (La Repetición: 178).
Aquel personaje que se la pasa dando brincos, nos muestra el momento en que el espíritu
está centrado en una etapa puramente estética y en donde hace falta la madurez de la
existencia, ya que, se va de un lado a otro, dando volteretas en el aire; además, se tiene
infinitas posibilidades en la mano, pero el problema radica en que aquí se quiere disfrutar
de todas a la vez, sin tomar partido por una sola que lo comprometa para siempre: ―el que
vive estéticamente sólo ve posibilidades en todas partes; no elige verdaderamente, quiere
50
disfrutar de todas y, en ese volcarse hacía todo, se pierde a sí mismo‖ (Suances, 1998: 84).
En este mismo sentido podemos decir que el individuo en su estadio puramente estético no se
quiere determinar en su concreción, ya que esto no le permitirá moverse de una posibilidad
a otra, pues con ello estaría limitado, porque debe elegir un solo personaje, debe dedicar
su vida y su energía a la responsabilidad que trae consigo la decisión y, esto es
precisamente lo que no desea un espíritu bajo esa primera forma, en la que predominan los
sentimientos y la imaginación, en la que el esteta se reconoce como un espectador de su
propia vida y de la de los otros, y en la que desaparece de su existencia la posibilidad de
comprometerse, ya que entiende que ―el espectáculo de la vida, o la vida como
espectáculo, es ver sin comprometerse, sin poseer lo visto‖ (Polo, 1999: 115).
Decimos que este espíritu estético se recoge en un primer estadio, como los nombra el mismo
Kierkegaard, que se traduce como el momento del simple gozo: ―El estadio estético es
propio del hedonismo o de la fruición. Es el del romántico […] que no admite sujeción
alguna, disuelve toda realidad en posibilidad, obedece a los imperativos fugaces del
hombre, a las llamadas del placer y corre sin descanso tras nuevos deseos‖ (Jolivet, 1946:
183). Aquí nuestro personaje se dedica a vivir del placer por el placer, su vida se mueve
entonces en los instantes que le pueden generar algún provecho inmediato, pero nada lo
lleva a actuar, porque su interior está contaminado de superficialidad, además sus vivencias
repentinas no ayudan a que su existencia se transforme en algo auténtico, sino que esos
―instantes‖ de felicidad lo son todo, pero a la vez son nada, porque llegará a un punto en
que se encuentra insatisfecho de esa forma de vida. Es aquí donde entonces aparece la
desesperación, que convierte al individuo en un sujeto irónico, y, gracias a la forma en que
el individuo irónico ve la vida, puede realizar el salto al siguiente estadio en donde debe
encontrar el cumplimiento o el culmen, de alguna forma, de esa insatisfacción generada en
lo estético.
La ironía permitirá que el individuo pueda realizar el salto de un estadio estético a un
estadio ético. La ironía en sí se presenta de múltiples formas, pero aquí la vamos a
representar como la no sincronización entre lo externo (las cosas que nos vienen de fuera, lo
que nos muestran nuestros sentidos) y lo interno (nuestra conciencia que está en todo
momento tratando de religarnos con lo absoluto), en palabras más exactas, podemos decir
que ―la ironía aparece cuando se contrastan las experiencias sensuales y cambiantes del
51
mundo finito con la exigencia incondicional e infinita de la moral; entonces se pone de
manifiesto la contradicción entre ambas‖ (Suances, 1998: 75).
La ironía se hace más manifiesta cuando el individuo busca liberarse de cualquier relación
finita, porque aquel que la entiende es capaz de reconocer la contradicción entre lo
estético y lo ético. El hombre irónico puede desligarse de la vanidad que trae consigo la
inmediatez del mundo sensible, pero no realiza su movimiento de manera ingenua, sino que
supone un cálculo, porque sabe que su subjetividad se va a ver liberada de las ―ataduras
en las que lo retiene la continuidad de las circunstancias de la vida; por eso puede decirse
también que el ironista se desata‖ (Sobre el concepto de ironía: 282-283). Y esto, a su vez,
lo va a llevar a esferas en donde se encuentre de frente con la toma de decisiones y en
donde sienta el peso de lo infinito sobre su propia espalda.
El juego de aquel que es irónico consiste entonces en mostrarse como lo que no es, invitando
a los demás para que tarde o temprano terminen desmitificando o desenmascarando sus
verdaderas personalidades, ya que la ironía se presenta como actitud ante la vida, siendo
así la que posibilita que el individuo que vive bajo ella sufra diferentes transformaciones,
porque se reconoce como una subjetividad insuficiente ante la infinitud que acarrea tomar
una decisión definitiva, pero de igual manera tampoco se compromete con la exigencia
ética, porque su único papel es el de ser un simple espectador:
El irónico es el gran espectador del mundo, cuyo fin es desenmascarar la falsa
absolutización del mundo, el desasosiego sensual, la acuciante búsqueda de placer y
de fama. Se ríe, por así decirlo, de la condición humana, de sus locuras, y de sus
estupideces para alcanzar un lugar en el mundo, para hacerse con un cargo, con un
puesto de honor, con un reconocimiento (Torralba, 1998: 98).
Gracias al movimiento que supone la ironía, ―el irónico descubre que la vida mundana, es
decir, la vida volcada única y exclusivamente hacia los fines relativos resulta ser una pasión
inútil‖ (Torralba, 1998: 98); por esta razón, el sujeto irónico se percata de la relatividad de
sus acciones y pasiones, entiende la contingencia y finitud de las cosas del mundo y, aunque
cuenta con la posibilidad de llegar a ser un individuo ético, no alcanza empero ningún tipo
de compromiso, porque no se adecua a ninguna realidad. De ahí que la actitud irónica sea
capaz de convertir lo verdadero en falso, lo trágico en cómico, lo blanco en negro, lo serio
en humor, pero siempre viendo todo bajo sus opuestos o bajo una contradicción. Por esta
razón, el personaje irónico carece siempre de un verdadero compromiso con su propia
realidad, ya que constantemente entra en conflicto con ésta, llegando incluso a perder
52
cualquier tipo de sentido y sintiendo que ninguna realidad puede ser capaz de adecuarse
al ritmo de vida que lleva. Entonces, vive envuelto en un disfraz que se quita a diario,
haciendo del azar su mejor aliado, porque no se inclina por ninguna posibilidad, sino que
las disfruta todas a la vez, y, aunque ―se da cuenta de la caducidad y pobreza en que
viven unos […] no se decide por la exigencia y renuncia en que viven otros‖ (Suances,
1998: 76), sino que flota entre los dos límites.
Para Kierkegaard, el mejor exponente del carácter irónico se encuentra presente en la
figura de Sócrates, pues este personaje hizo de su propia vida una ironía. Este hombre
entendió la finitud de la realidad y ésta, a su vez, perdió todo tipo de valor ante sus ojos,
sintiéndose extraño ante sus conciudadanos y discípulos (cfr. Suances, 1998: 79). Gracias al
caso de Sócrates vemos que el hombre irónico es aquel que siempre se muestra contrario a
lo que es: ―se muestra ignorante pero es sabio, se muestra superficial, pero es profundo‖
(Suances, 1998: 77). Así, Sócrates se nos presenta como el representante más serio de la
suspensión entre los dos estadios, el estético y el ético, ya que no se encuentra totalmente en
el primero, porque se ha desentendido de los bienes finitos, porque asume el mundo
sensible bajo una constante relatividad; pero tampoco se halla en el segundo, porque nunca
estuvo comprometido del todo con las instituciones de su época, le faltó el sentido del deber
hacía los hombres de su tiempo.
Teniendo en cuenta el caso de Sócrates, volvemos entonces a los movimientos del individuo
irónico, quien a pesar de reconocer la inmediatez del mundo sensible y desesperar en torno
a lo finito, no concentra su atención en la exigencia ética, sino que se queda suspendido,
oscila entre ―la vida real de lo inmediato‖ y ―la esfera superior del compromiso ético‖
(Suances, 1998: 76). De ahí que el movimiento que ejerce el sujeto irónico consiste
solamente en dar uno de sus primeros pasos, porque aún le falta mucho camino por
recorrer, si quiere alcanzar una existencia auténtica basada en la vida en conjunción con lo
absoluto. Sin embargo, aquel que ha comprendido la verdadera ironía se mantiene en una
cierta melancolía, que ―le hace irreconocible a la mayoría de los hombres que son voraces,
ambiciosos‖ (Suances, 1998: 77), y entonces, empieza a desesperar en torno al espíritu,
llegando de esta forma a la frontera que lo inclina a tomar la decisión de establecerse en
lo ético, porque ya se trata del ―yo que no se deja suprimir por las distracciones del
53
mundo‖ y de la ―fuerza de lo eterno que rechaza la simple inmediatez de los placeres‖
(Guerrero Martínez, 1993: 185).
Antes de continuar, es necesario explicar que los estadios de los que estamos hablando son
las formas en que se comprende la existencia, es decir, son la manera en que el individuo
intenta hacerse más consciente de sí mismo, de su personalidad y de su función en el mundo;
en otras palabras, estos estadios no son más que la relación del individuo con la realidad,
en tanto éste está tratando de resolver su yo ―por medio de Dios como fundante –estadio
religioso-; o por la afirmación del propio yo, sustentándose en la razón –estadio ético-; o
por medio de la búsqueda del propio yo a través de la sensibilidad –estadio estético‖
(Guerrero Martínez, 1993: 169-170). A su vez, dichos estadios no son progresivos en el
tiempo o, en otras palabras, no hay una evolución o un desarrollo lineal de un estadio a
otro, como si se trataran de etapas que deben ser superadas, ya que, cada uno representa
un estilo de vida independiente, y el hecho de que se pase de un estadio a otro, para
alcanzar una existencia cada vez más auténtica, no implica la anulación o aniquilación del
estadio precedente, porque ―por muy aislados que se hallen, los estadios se relacionan
positivamente entre sí, en cuanto son mesetas sucesivas hacia una vida más rica y perfecta.
Constituyen las etapas de una vida ascendente, pero con la particularidad de que no
puede pasarse de una a otra sino mediante el salto‖ (Jolivet, 1946: 171).
Ahora bien, desde el contexto de La Repetición podemos decir que el representante del
primer estadio es Constantin, ya que éste se consideraba a sí mismo como un esteta irónico,
que sólo podía vivir de las fantasías que el mundo le ofrecía a diario. Además, después de
comprobar la imposibilidad de la repetición, Constantin es capaz de afirmar que su
existencia estará de viaje permanentemente, buscando todo tipo de repeticiones posibles,
en tanto, la vida es pura vanidad y todo se esfuma rápidamente. Pero, acaso ―¿no están de
acuerdo todos los oradores, tanto los sagrados como los profanos, todos los poetas y
prosistas, los capitanes de barco y los empresarios de pompas fúnebres, los héroes y los
villanos y cobardes, no están todos de acuerdo en afirmar que la vida es como un río que
pasa?‖ (La Repetición: 205).
La conciencia de aquel que permanece en este primer estadio, se distrae con aquellos
momentos pasados, que se encuentran aislados los unos de los otros, y que están desligados
de su vivencia actual. Por esta razón, el esteta tiene como punto de referencia el pasado
54
para determinar su presente, ―y, a pesar de la voluntad que tiene de reencontrar un
sentimiento o una emoción, nunca conseguirá la verdadera repetición, pues todo cambia
alrededor de su voluntad‖ (Urdanibia - Pons, 1990: 90). Vemos entonces como el esteta se
pierde en infinitas posibilidades, porque su yo aún no se encuentra con algo que lo
concretice, sino que permite que su existencia se disuelva en proyectos siempre imaginarios.
Sus posibilidades no son más que posibilidades imaginadas.
Sin embargo, llega un momento en el que el hastío invade el alma del esteta, en tanto, este
personaje quiere hacer intensiva la realidad, pero termina hartándose de ella como si ésta
misma lo ahogara, porque todos los instantes son pasajeros y terminan decepcionando su
esperanza. Por esta razón el esteta se hace dueño solamente del pasado y su única ilusión
se centra en cultivar siempre el recuerdo: ―para él todo recuerdo es tristeza y melancolía
[…] La esperanza le está vedada‖ (Jolivet, 1946: 187-188). Este hastío que padece el
esteta, lo conduce inevitablemente a la desesperación 7, ya que entiende que, si bien vive
por y para el placer y, aunque posee todos los medios humanos a su alcance para
satisfacerse, al mismo tiempo refleja la insuficiencia de una existencia estética (cfr. Guerrero
Martínez, 1993: 185), que no es otra cosa que la vivencia del gozo en la pura inmediatez,
sin comprometerse con ninguna realidad posible.
Por esto, el individuo que alcanza un cierto grado de conciencia, y entiende que no puede
constituir su existencia en lo inmediato, en lo fugaz y momentáneo, y se cansa de vivir
irracionalmente, toma la decisión de encontrar alguna satisfacción en la etapa en que el
espíritu empieza a entrar en la madurez. Con esto decide hacer el salto a un siguiente
estadio más elevado que el estadio estético, este es el estadio ético. Constantin, aunque se
cansa de su vida monótona y entiende que ya no es el mismo joven de antes, y aún a pesar
de mantener su ironía (condición esencial de aquel que desea dar el paso de un estadio
estético a uno ético), no logra empero dar el salto.
La desesperación va a entenderse aquí como aquel dispositivo que conduce al individuo a mover toda su
existencia en miras a una vida más auténtica, encontrándose de frente con nuevas posibilidades que le pueden
edificar de manera distinta y que le lleven a rechazar el simple hedonismo de una vida vivida en la pura
inmediatez del placer. El individuo, gracias a la desesperación, se enfrenta a realizar lo general (situación
que se ilustrará desde la vivencia en sociedad y desde el compromiso ético, que se entiende bajo las
implicaciones de la elección), es decir, que el sujeto desesperado debe empezar a tomar decisiones en cuanto
a su propia vida, alejándose un grado más de aquel mundo lleno de apariencias. Por esto, la desesperación
―consiste en que el individuo que vive bajo las categorías inmediatas siente desquebrajarse el suelo a sus pies‖
(Guerrero Martínez, 1993: 185), pero, a pesar de que se encuentre en el borde del abismo, éste es el camino
más seguro para alcanzar la conciencia de sí mismo.
7
55
De acuerdo con la afirmación del mismo Constantin, con la que aclara que cada cosa debe
suceder a su tiempo, y teniendo en cuenta que en la juventud se tiene el alma de un esteta,
vagando por distintas posibilidades, donde hay una afición desbordada por el teatro,
podemos decir entonces que todos estos movimientos del espíritu deben pasar para que
entre la madurez en la existencia, pero no de una manera progresiva y necesaria, porque
de lo contrario ―resulta una cosa bastante trágica o cómica, según se la mire, el que un
hombre se equivoque lamentablemente y gaste toda su vida en existir de esa forma‖ (La
Repetición: 172), es decir, que pase toda su vida moviéndose de un lado a otro sin
comprometerse a vivir con responsabilidad aquellas decisiones que alguna vez tomó.
Por esto, podemos decir entonces que el hombre maduro se limita a recordar algo de su
pasado que lo lleva a la risa o al llanto; éste ya ha consumido sus horas de juventud y se ha
entregado a otras pasiones que lo comprometen con su existencia, es decir, ha optado por
una posibilidad que ya no es una sombra. Aunque el periodo de la juventud ha
desaparecido, este hombre desea volver a reproducirse en la edad madura, ―cuando el
alma ya se ha concentrado en la seriedad y tornado pensativa‖ (La Repetición: 177). Aquí,
tal vez, el arte ya no significa nada serio, pero el individuo continúa con el deseo de
retornar a aquella situación juvenil, en la que jugaba espontáneamente en diferentes
escenarios y, a veces, siente incluso que descubre que en algunas de sus emociones actuales
se encuentra redimida su situación pasada.
Gracias a esta razón, el deseo de Constantin de volver a Berlín reaparece, pero sólo para
entender que la fantasía de la juventud, en donde se desea con pasión transitar de un
papel a otro, saltando entre las posibilidades sin concretarse en una sola, había ya pasado
para nuestro personaje, que estaba en la etapa en donde el espíritu debe elegir con
madurez lo que desea para el futuro. Pero su desilusión, al no encontrar un significado a la
repetición, no le permite tomar ésta como principio para edificar el resto de sus días, así
que se dedica a ser el simple observador de la vida de un joven amigo, que le había
impactado desde la primera aparición en su vida.
Este amigo de Constantin era aún muy joven y contaba con un espíritu flexible para
comprender las duras exigencias de la vida. Por esto, el joven decidió confiar sus secretos
más íntimos a Constantin, para que fuera él quien le ayudara a tomar decisiones para su
futuro, ya que él no estaba listo para enfrentarse de manera solitaria a lo que traía
consigo el sí del matrimonio, pues esta situación sería el punto más elevado de su relación
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con la muchacha. Este joven se encontraba en la etapa de la vida en donde debía elegir
algo que le ayudara a mantener concentrada su atención y su energía para siempre; pero
su punto critico llegó, cuando entendió que no era capaz de decidirse entre una cosa u otra,
es decir, entre el compromiso eterno que comporta el matrimonio o su existencia de poeta
(situación que se presentó en un primer momento de su enamoramiento) 8. El joven sentía que
aún no contaba con la fuerza suficiente para entregar su existencia a un compromiso serio,
que pudiera sustentar el resto de sus días. Esta situación lo hacía caminar por la cuerda
floja, ya que se encontraba de frente con el momento de la decisión, enfrentando el temor
quizá más grande al que debía resistirse y al cual no sabía cómo responder.
Ese carácter aún flexible del joven a causa de esa pasión poética, no le permite mantenerse
en las decisiones que comprometen su existencia, sino que vaga por las posibilidades que le
puedan ofrecer el mundo o bien la actividad poética, o bien el resto de sus días unidos en
santo matrimonio con su amada. Aunque esa pasión por la poesía está presente en el joven,
tampoco le permite al poeta tomar partido enteramente por ella, porque vive envuelto en
un desorden de sentimientos, en donde es capaz de soñar con una infinidad de mundos
posibles y construir paraísos en su imaginación (cfr. Villar, 1997: 209).
De ahí que en la historia de nuestro joven poeta, vemos que en las primeras etapas de su
enamoramiento se muestra con una gran pasión su amor por la muchacha, logrando que su
alma dedique parte del día y de la noche a escribir poemas, que de alguna forma se la
recuerden; pero después de ese instante de pasión emerge una gran melancolía, que lo
hace dudar de su relación con la muchacha, llegando incluso a querer escapar por el miedo
a aburrirla.
Toda la situación amorosa del joven poeta se mueve en una contradicción constante, ya que,
por un lado, vemos que él está enamorado de la muchacha y la desea con toda su fuerza,
pero tiene que hacerse violencia para no estar con ella en todo momento. Además, desde
los inicios de ese amor hay una perdida y nuestro joven está destinado únicamente a
recordarla, motivo que ocasiona la melancolía de aquel joven, ya que desde ―los primeros
Podemos decir aquí que el caso del joven poeta es una autoreferencia a la relación de Kierkegaard con
Regina, con la cual rompió vínculos esponsales después de entender que no era capaz de renunciar a la idea
poética. Esta situación dejó una gran herida en la vida de Kierkegaard y se sentía aún más culpable de no
alcanzar el voto religioso. Dicho tormento lo acompañó existencialmente por el resto de sus días. Por esta
razón, Kierkegaard nos cuenta en su Diario íntimo que ―había depositado en ella [Regina] mi última esperanza
en la vida y debo renunciar. Extraña situación: en el fondo, jamás pensé en casarme, pero que el asunto se
desarrollara así, dejando en mí una herida tan profunda, he ahí algo que jamás hubiera creído‖ (75).
8
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días de su enamoramiento se encontraba predispuesto no a vivir su amor, sino solamente a
recordarlo‖ (La Repetición: 138-139). Con esto se presenta así una tensión entre el amor
profundo que el joven le profesa a la muchacha y el temor a causarle hastío a la misma;
entonces, cada acercamiento a la joven le ocasiona una pérdida de algo vital que hacía
que el joven esteta se agotara en el camino poético.
Dicha pérdida no es más que ese deseo de concentrarse en la afirmación de su propia
existencia, en el alcance de su propia individualidad, pero, nuestro joven se dispersa en lo
inmediato, en lo fugaz, en las diversiones momentáneas, llegando a percibir su propia vida
bajo categorías estéticas, sin poderse salir de ese círculo vicioso, ya que se encuentra tan
distraído con su existencia desgraciada, que no puede llegar a ninguna concreción,
entregándose a un constante viaje, que lo hace correr del placer al dolor y del dolor al
placer, cada vez que siente un poco de hastío (cfr. Suances, 1998: 73), llegando, de esta
forma, a causar un gran aburrimiento y un gran vacío en su existencia, porque entonces
todas las cosas las halla sin ningún sentido y su vida transcurre llena de contrastes.
Además, aquello que hace que el joven se empecine más en su melancolía es el hecho de
que no puede confesarle a la muchacha que ella ha sido utilizada como un motivo de
inspiración para sus escritos poéticos, temiendo sus reacciones. Por eso decide continuar con
el engaño, haciéndole creer a ella que su pasión está dirigida hacia el amor que están
construyendo entre ambos: ―la joven, pues, era y seguiría siendo su amada y la única mujer
adorada por él en el mundo entero y mientras viviese, aunque esto le ponía al borde de
perder la razón, angustiado con la idea de la tremenda falsedad que no servía sino para
cautivar aún más íntimamente a la pobre muchacha‖ (La Repetición: 143). De esta forma, el
joven continúa todo el juego llegando al extremo en el que la joven se le convierte en una
especie de carga insoportable. Con esto, la pasión poética lo ha dominado por completo, la
melancolía se presenta ahora con mayor intensidad y ―sus fuerzas físicas se iban agotando
a causa de la terrible lucha que sostenía su alma‖ (La Repetición: 142).
La situación emotiva de nuestro joven enamorado se convierte en contradicción, pues su
existencia sufre una extraña metamorfosis: la muchacha que había llamado la atención de
nuestro joven se convierte ahora en realidad en la musa de su inspiración y es, al mismo
tiempo, la causante de que el poeta se convierta en un melancólico: ―los amantes recurren
con frecuencia a las palabras de los poetas para expresar de la forma más explosiva y
alborozada los dulces tormentos de su amor‖ (La Repetición: 137).
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Vemos, pues, que la existencia de un poeta está en conflicto permanente con el mundo; su
vida está llena de contradicciones, ya que trata de encontrarle una justificación a la misma,
pero en ese mismo camino termina perdiéndose a sí mismo. Por esto, si su vocación no es
sólida, el primer encuentro con el mundo puede convertirse en algo devastador. En el caso
de nuestro joven éste se había convertido en poeta de la forma más ambigua, ya que su
amor era feliz, desgraciado, cómico y trágico, todo ello a la vez (cfr. La Repetición: 283).
Desde que el joven empezó con la actividad poética se perdió a sí mismo, llegando a un
estado de suspensión, en donde olvidó cualquier contacto con un horizonte religioso.
En ese momento el poeta vuelca sus sentidos en lo que le proporciona el mundo exterior, y
con ello decide prestar más atención a las ideas que vienen de fuera, sin pasar por el acto
de la reflexión que le permita conectarse nuevamente con su interioridad, ya que ―si nuestro
joven hubiera poseído una base religiosa más profunda nunca habría llegado a ser un
poeta. Entonces todo habría tenido un sentido religioso en su vida. La aventura amorosa en
la que se había embarcado también tendría importancia para él, pero el impulso para
continuarla le habría venido de esferas superiores‖ (La Repetición: 284). De ahí que el
impulso amoroso del joven y su vida misma no vinieran de una esfera religiosa, sino de la
pasión que le generaba la poesía. Es decir, su vida y palabra están completamente
determinadas por una visión estética del mundo.
En este sentido, podemos decir que ―la existencia estética se rige por el placer pero en su
desarrollo el espíritu se hace presente por la melancolía‖ (Guerrero Martínez, 1993: 188);
y, gracias al movimiento de su melancolía, el individuo pasa por un momento de reflexión,
en donde, es capaz de entender que la vida no se rige solamente por la inmediatez o por
la inmadurez de querer sentir al mismo tiempo todas las voluptuosidades que puede
proporcionar el mundo. Así, su espíritu se harta del goce de nuevos placeres, dando paso a
la desesperación de su existencia desordenada y logrando con ello el deseo de querer
alcanzar una forma superior de vida, en donde pueda apoderarse de sí mismo, saliendo de
toda esa dispersión y tomando conciencia de sí mismo y de su valer de eternidad. Vemos
entonces que en la melancolía el yo a través de la reflexión:
… es enfrentado continuamente a su propio yo, de tal modo que no puede confundir
sus determinaciones con su propia naturaleza. La existencia melancólica coloca al
hombre de manera inmediata con el verdadero problema de la existencia, y en este
sentido es una gran ganancia el ser con esta personalidad, pero al mismo tiempo es
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muy costosa, pues la vida se le presenta como desdicha; difícilmente un melancólico
puede encontrar tranquilidad en su existencia (Guerrero Martínez, 1993: 223).
En el caso del joven, esa pasión un poco enfermiza por la poesía es la que dirige su actuar.
Por ello, el recuerdo de los versos que le traen su amada a la memoria lo sumen, casi por
completo, en las esferas profundas de la melancolía, ya que su único interés es simplemente
recordarla, traerla a la memoria como el triunfo de su amor, ya que ―el poeta es el genio
del recuerdo; no puede nada sino recordar; nada sino admirar lo que fue cumplido; no
saca nada de su propio fondo; pero del depósito entregado a su custodia es guardián
celoso‖ (Temor y Temblor: 18).
Así, el poeta entrega su vida a la ―exaltación infinita de la inclinación amorosa‖ (Suances,
1998: 98), pero desvirtúa con ello la realidad, hasta el punto extremo de no ser capaz de
contemplar los límites de la misma y de su pasión, de ahí que su alma se sumerja en la
melancolía y en la tristeza, ya que no conduce el amor a un compromiso serio y a una
decisión eterna, sino que simplemente se pierde en esta situación melancólica, y a su vez,
hace que aquellos que recurren a él se pierdan también en el mundo de la ilusión y de la
fantasía:
El poeta sabe desencadenar, tanto en la dicha como en la desesperanza, la pasión
de lo infinito propia de la imaginación; su benevolencia le pone al servicio de los
hombres haciendo que éstos superen la rutina de la vida por medio de la ilusión, o se
compadece de ellos en su desesperación; pero siempre sacándolos del estrecho límite
de lo finito y haciendo que su alma se dilate en la ilusión (Suances, 1998: 114).
De esta manera, comprendemos que lo más real para el individuo es entonces la
posibilidad; el hacerse uno mismo es una posibilidad, pero ésta tiene un sentimiento abismal,
ya que siempre se está jugando en ella lo más propio de sí, es decir, se está apostando por
la existencia misma. La facultad que permite que nos perdamos en la infinitud de las
posibilidades es la imaginación. El poeta no sólo está preso de sus pasiones, sino que
también cae en el juego de la imaginación, en el cual siente que su pasión está dirigida a
alcanzar lo infinito, en el cual podría encontrarse religado con lo absoluto; a través de sus
encantadoras palabras logra que los hombres confundan el límite entre su existencia finita y
lo que está más allá de su alcance. Por eso, tanto el poeta como su público se encuentran
irremediablemente presos de la ilusión. En este sentido, podemos ahora afirmar que el
poeta no logra tomar una decisión que comprometa realmente su amor y su realidad
eternamente, pues, con tal de no acercarse a una verdadera concreción, él seguirá perdido
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en la comodidad que le generan las fantasías de sus mundos creados imaginariamente. Sin
duda él vive el amor como ningún otro, pero lo hace siempre de una manera imaginativa; su
amada no es más que un objeto sobre el cual desfoga su pasión. Pero este desfogue carece
de realidad.
Por este mismo camino de fantasía, se va igualmente perdiendo poco a poco el carácter de
espontaneidad que genera la decisión, ya que su deber consiste en mantener viva la pasión
y el amor hasta el final. Pero como la poesía se hace pasar como una especie de
reconciliación fantástica con el mundo, ella no conecta sinceramente al individuo con aquella
realidad a la cual está sujeto. El individuo solamente puede dar ese paso, cuando se
encuentra de frente con la religión, ya que, gracias a ella, es que puede sentirse como
―capaz de realizar una verdadera transformación al insertar lo finito en la realidad
infinita‖ (Suances, 1998: 113). Este tipo de existencia apasionada solamente se refiere a la
vida del espíritu que alcanza su vínculo más fuerte con la entrega total hacía el ser eterno,
es decir, hacía el absoluto. Sin embargo, nuestro joven poeta tenía otro camino para
acercarse a dicha concreción existencial y llegar a un compromiso religioso. Este camino
sería el matrimonio, pues ésta entrega real le devolvería su pasión hacia lo eterno,
afirmando así la capacidad de determinarse bajo una decisión que lo comprometa para
siempre. En este sentido, entendemos que el amor no se basta a sí mismo, sino que requiere
de compromiso.
2.2 ¿Es posible una repetición en el terreno de lo general?
El matrimonio supone una elección. Como todos sabemos, ésta última se comprende siempre
bajo la mirada de la ética. Por esta razón, la expresión más alta en la ética se logra en el
matrimonio, ya que éste supone una elección. El matrimonio es el lugar donde los amantes se
comprometen eternamente en su existencia por amor. Pero además de ello, es también una
decisión que nos pone de frente a Dios, porque ésta deberá siempre estar cobijada por la
divinidad, alcanzando con ello una concreción entre lo general y lo particular o, en otras
palabras, llegando a la concreción última de la existencia humana que consiste en estar en
relación con la idea, para determinarse así por el resto de sus días bajo esta perspectiva.
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En el matrimonio la pasión amorosa puede asir lo eterno, ya que se convierte en la
expresión más alta del amor, en tanto el sí del matrimonio compromete lo más concreto del
individuo y lo pone de frente a un deber que será eterno:
El matrimonio es sin género de dudas una decisión y ésta es la puerta de la ética, del
deber, por la que tiene que entrar el amor, pues la verdadera consistencia amorosa
la da la ética; por eso el matrimonio trasciende la sensualidad aunque la asuma en su
seno. […] En la inclinación amorosa los amantes quieren pertenecerse para siempre,
en la decisión se comprometen a serlo todo el uno para el otro (Suances, 1998: 93).
Como es apenas obvio, el individuo que vive bajo la ética debe dirigir sus comportamientos
hacia el cumplimiento del deber, que siempre hará referencia al carácter autónomo que él
mismo lleva implícito y que, a su vez, siempre estará referido hacía lo general. La
autonomía del individuo verdaderamente ético se basa entonces en experimentar la
tranquilidad y seguridad del deber, que no se encuentra dado por normas exteriores, sino
que es algo que está dentro de él, pues se trata del conocimiento de sí mismo: ―El ético, es
decir, el hombre que establece la moral como principio de conducta y como último fin de su
actividad, encamina sus esfuerzos al cumplimiento del deber. […] Por eso, el ético da por
cierto y obtiene por una parte, la coherencia íntima y la claridad interior‖ (Jolivet, 1946:
196).
En el proceso de conocerse a sí mismo se va haciendo cada vez más transparente el propio
yo que está en camino de alcanzar la concreción de su existencia y que está intentando
asumir lo general en cada una de sus acciones. De esta manera el individuo se va
determinando en su concreción y puede verse abocado a la elección: o lo uno o lo otro. En
el matrimonio el individuo ha optado por una de las tantas posibilidades que tiene, esto con
el fin de transformar su momento presente en una situación existencial futura en donde
encuentra un compromiso auténtico y, en donde, hace de su amor algo eterno: ―toda
elección y/o decisión que realiza el sujeto cognoscente es un salto cualitativo, porque es una
opción por el fundamento y, consecuentemente, una decisión tomada desde la temporalidad
finita a favor de la eternidad infinita‖ (Urdanibia, 1990: 88). De esta forma, el matrimonio
visto desde el estadio ético se presenta a la vez como una responsabilidad y como un lazo
inquebrantable, tanto en el presente como en su proyección hacia el futuro, ya que los
amantes se comprometen a ser todo el uno para el otro, encontrándose así para formar una
familia, esto es, para mantener un hogar y cuidar unos hijos. De esta forma, vemos que ―en
el estadio ético […], la presencia y la relevancia del otro es más patente, pues existe un
62
lazo de fidelidad y de compromiso para con el otro, un lazo inquebrantable, más allá de
los vaivenes de la existencia‖ (Torralba, 1998: 158). Bajo esta misma perspectiva, aquello
que permite la concreción de dicho lazo existencial, es decir, aquello que da el paso para
que se alcance este compromiso vital con el otro, será precisamente el sí del matrimonio.
Pero, para que la elección del matrimonio sea legítima, debe contar con un componente de
libertad, ya que ―el espíritu humano es fundamentalmente conciencia, interioridad, relación
consigo mismo y, sobre todo, libertad‖ (Suances, 2004: 126). En este sentido, la libertad se
constituye, en un primer momento, en la infinitud de la posibilidad. Pero esta posibilidad no
puede ser entendida aquí como un concepto meramente abstracto, pues es necesario que se
dé el paso a ser algo efectivo o real, es decir, debemos llegar al momento del salto
cualitativo, ya que sólo por medio de éste el existente puede llegar a distinguir entre el
bien y el mal. Esta distinción es importante en la constitución del propio yo, puesto que
siempre nos vemos abocados a elegir entre varias opciones. Pero si queremos configurarnos
como individuos conscientes de nosotros mismos y de nuestra relación con lo infinito,
tendremos entonces que elegir sólo aquello que nos ennoblezca. Por esta razón, sólo
podemos optar por el bien, ya que ―el bien significa, naturalmente, la reintegración de la
libertad, de la redención, de la salvación, o como se la quiera llamar‖ (El concepto de
angustia: 143). Pero, para entender adecuadamente el sentido de esta elección, debemos
tener presente la diferencia que hay entre una libertad auténtica y el libre albedrío, ya
que la libertad, a la que nos referimos aquí, no se podría entender en el mismo sentido del
libre albedrío, en donde el individuo ―elige con la misma facilidad lo bueno que lo malo‖
(Suances, 2004: 126). Sólo gracias a una buena elección, vamos alcanzado la madurez del
espíritu, y, en la medida en que la decisión sea más profunda, nos vamos acercando a
nuestra propia concreción, que es el fin que se busca en toda decisión.
Somos seres que nacemos con la capacidad de ser libres, pero ésta la vamos desarrollando
a través de decisiones, que nos ayudan a empobrecer o enriquecer nuestra existencia. Por
ello, la existencia auténtica solamente será iluminada por el carácter de una decisión
igualmente auténtica, ya que el acto de nacer no significa existir verdaderamente, porque
―existir, propiamente, es esa relación espiritual, consciente, interior, activa y libre que uno
mantiene consigo mismo y que se va logrando a golpes de decisión‖ (Suances, 2004: 127).
Si el individuo no elige lleva a empobrecer su existencia, porque la libertad perdería
entonces su sentido si no es auto-referida, es decir, que el yo terminaría por no elegirse a sí
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mismo y tampoco tendría en cuenta su relación con Dios, por tanto, no llegaría a configurar
su individualidad y viviría perdido en la masa como un sujeto igual a los demás.
El desarrollo del espíritu, o en otras palabras, la autoafirmación de sí mismo, se va
alcanzado a través de múltiples decisiones, ya que gracias a ellas podemos hacer
distinciones entre lo que es bueno o malo para nosotros. Pero esta elección nos empieza a
modificar, porque nos entregamos a aquello que se va a convertir en nuestro proyecto de
vida; por tanto, no podemos elegir al azar y mucho menos hacer de la elección algo
arbitrario, es decir, elegir simplemente por elegir, porque creemos que da lo mismo una
cosa que la otra. La invitación consiste aquí en elegir con seriedad, es decir, con la
disponibilidad a comprometer mi existencia en la elección, ya que se elige con total
intensidad y con completa responsabilidad, además ―es eligiendo como el hombre no sólo
madura psicológicamente, sino que se desarrolla moralmente. Cuando todo tiene
justificación no hay lugar a la elección y, por tanto, a una posición ética; basta dejarse
llevar de los impulsos‖ (Suances, 2004: 130-131).
Retomando, una vez más, la historia de amor del joven melancólico, Constantin nos recuerda
que lo único que necesitaba ese joven para recuperarse a sí mismo y continuar con su
camino, sin preocuparse por las situaciones del pasado o enredarse en ellas, es decir,
dejando atrás su existencia de poeta, era tan sólo tener libertad. Pero ésta solamente se la
podía dar la muchacha de la cual estaba enamorado. Lo que suena irónico aquí es el hecho
de que, precisamente, ella sea quien deba darle la libertad y no otra persona, ya que,
para el joven, la muchacha se veía como alguien superior a él, pues era necesario que ella
tuviera compasión con la pobre existencia desesperada que llevaba el joven, para poder
recuperarse a sí mismo: ―la libertad era cabalmente lo único que podía salvarlo, con la
condición de que fuera ella la que se la diese. Porque de esta manera se volvía a mostrar
superior a él, gracias a su prueba de magnanimidad, y no tenía por qué considerarse
ofendida‖ (La Repetición: 151).
En los primeros momentos del romance, el caso del joven y la muchacha es algo que no está
bajo la mirada de una existencia cristiana, en la cual entendemos que el único que es capaz
de otorgarle la libertad a los hombres es, precisamente Dios, en la medida en que cada
individuo en su relación de entrega absoluta con lo eterno puede alcanzar una vida
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apasionada, eligiendo aquello que mejor le conviene y aquello a lo que está llamado
constantemente, aún a pesar del riesgo y de la incertidumbre.
Por esta razón, la existencia del individuo cristiano se juega, para Kierkegaard, en el
sacrificio de amor, pues en él se trata de la entrega absoluta para dejarse poseer por
Dios, ya que con ello se deposita lo más propio de sí en la fe. Esta fe es el padecimiento
más original del creyente, que se convierte en una fuerza vital que engloba todo su existir.
La fe implica también un salto en el vacío, un salto de cabeza en la vida misma, pero que
como acto posterior implica una libertad de elección: yo opto por aquello que me va a
fundamentar el resto de mis días, y lo hago por el amor que siento hacía aquel que es
superior a mí, esto es, me juego el todo por el todo. Sin duda, esta apuesta es realmente un
exceso.
En el caso de La Repetición, Constantin nos habla propiamente de un sentimiento para
referirse al tipo de relación que se debe establecer entre el individuo y lo absoluto: el
amor. Pero aún más que de amor, nos habla en términos de pasión, llegando a afirmar que,
sólo gracias a esa inclinación existencial, se puede alcanzar una verdadera repetición, ya
que la pasión es entendida aquí como ―el alfa y la omega entre las cuales es posible
pensar de modo subjetivo la existencia‖ (Maceiras, 1985: 124). Entonces, la pasión será
vista como el lenguaje que use el individuo para realizar su propia existencia, afirmando su
verdadera elección, pues será la manera en que puede llegar a concretarse en el momento
de la repetición, porque se sabe como la suma de todas sus síntesis dialécticas. El individuo
apasionado ofrece su vida a aquello que lo mantiene en vela, pues es la razón que estaba
esperando para sostener un combate a muerte. En este sentido, su amor es el criterio desde
donde va a empezar a edificar toda su vida y será a quien entregue su existencia misma:
… Todos los problemas de existencia son apasionados, pues la existencia, cuando se
llega a ser consciente de ella, comunica la pasión. La comprensión apasionada viene
a ser para la acción semejante a un trampolín, que sirve para tomar impulso: el
pensamiento, cuanto es más claro, distinto y, en la mejor acepción, apasionado, tanto
más facilita el paso a la acción, de la misma manera que el pájaro que quiere
levantar el vuelo halla en la flexibilidad de la rama donde se balancea la más suave
transición al impulso que ya presiente. Por lo que se comprende que considerar los
problemas dejando aparte la pasión equivale a no reflexionar completamente sobre
ellos; a olvidar la base, que está en que uno mismo es un ser existente (Jolivet, 1946:
154).
65
Lo humano es entonces una conjunción entre sentimiento y pasión, en la cual cada quien
tiende a perfeccionarse a sí mismo, dedicando la mayor parte de su energía a comprender
de manera apasionada lo que es, y viviendo su subjetividad de forma apasionada y
haciendo de ésta la ―más perfecta expresión de la existencia‖9 (Jolivet, 1946: 176). Pero el
verdadero apasionamiento se alcanza entregándose a una existencia cristiana, que pone al
individuo de cara a la elección y a la decisión, a pesar que se encuentre de frente con la
incertidumbre y que se vea abocado al riesgo. En este contexto, el individuo debe optar,
porque si ha elegido ese tipo de vida siempre se verá desafiando al peligro, ya que nada
es seguro, solamente una promesa de vida eterna. Y, como habíamos mencionado
anteriormente, la decisión ―exige un salto, porque entre la situación anterior a la elección y
la siguiente hay una fractura que no puede ser salvada por medio de una aproximación
gradual, y es, al mismo tiempo, un acto de aislamiento que el individuo debe ejercer en
solitario, porque nadie puede sustituirse en el momento de la decisión‖ (García Amilburu,
1992: 181).
Siendo la decisión un acto único e irrepetible en la existencia de aquel que está en camino
de llegar a constituirse como un individuo auténtico, ésta no puede ser tomada desde la
dimensión ética, o, más bien, no puede estar cobijada desde un componente general que
contenga a todo el conjunto de seres humanos sobre la faz de la tierra, sino que cualquier
decisión debe estar amparada por la divinidad, es decir, debe estar acompañada por una
esfera religiosa que permita la construcción diaria de un individuo diferente a todos los
demás, en otras palabras, de un individuo excepcional. Sin embargo, ―los términos
generales de la ética lanzan al individuo a que renuncie a sus determinaciones particulares,
porque su tarea consiste en volverse un individuo general, en un individuo igual a los otros‖
(Collado, 1962: 232-233). Desde esta perspectiva no podemos basar el discurso de la
repetición, porque como hemos venido mencionando éste se concentra en la recuperación de
la individualidad o en la reivindicación de la conciencia de sí mismo, por ende, lo general
que encierra la ética hace que perdamos de vista el horizonte de esta apuesta por lo
particular.
En este mismo sentido, podemos afirmar que la pasión va a ser entendida desde una comprensión puramente
existencial y va a constituir ―la actitud característica de todo existente que tenga conciencia de serlo; mientras
que el pensamiento abstracto‖, encontrado básicamente en esta pugna contra los sistemas metafísicos, va a
significar ―un tipo de actividad intelectual carente de pasión, precisamente porque se distingue, por hacer
abstracción, esto es por prescindir, de la existencia‖ (García, 1992:165).
9
66
En esta recuperación de la individualidad se libra una batalla contra la comunidad, porque
precisamente el existente quiere convertirse en una excepción y este movimiento implica una
renuncia a toda ley humana, en tanto, se requiere que se esté fuera de cualquier poder
terrenal, de cualquier constitución humana, para consagrarse en un individuo responsable
solamente ante Dios. Esta relación inmediata que se crea con Dios logra ―la extraposición
del individuo a toda categoría ética y, como consecuencia, la verificación de la existencia
en un estado de excepción cuya característica es la fe en el absurdo en medio de la
incertidumbre y de la angustia‖ (Collado, 1962: 233). Gracias al salto de la fe, el individuo
se convierte en algo superior a la ética, a la generalidad, llegando a crear una relación
personal e íntima con Dios, colocándose ahora como un existente que puede fundamentar
toda su vida en esta relación y que hace de su realidad una tarea constante.
En este orden de ideas, podemos admitir que la existencia implica cambio y es contingente,
por esta razón, no podemos negar el movimiento o proponerlo como un concepto abstracto,
sino que es algo realmente efectivo, algo que acontece y que hace parte de la historia de
todo individuo, en tanto la vida siempre está dada para ir hacia delante, ya que la
existencia es una tarea que se debe desarrollar a diario. Mi existencia no es entonces algo
totalmente configurado, sino que está en proceso de llegar a ser. Así, ―en esta formulación,
existencia significa: ser existente según la temporalidad, es decir, ser-en-devenir‖ (Jarauta,
1986: 6). En este sentido, se debe tomar la existencia dentro del devenir mismo del mundo
y de acuerdo con un movimiento de constante configuración presente en todo el recorrido
histórico de cada sujeto existente. En el marco general del movimiento vemos que aparecen
las categorías temporales, con las cuales se puede comprender o encasillar las vivencias
cotidianas del existente y, a partir de ahí, realizar una lectura de la realidad desde donde
se esté en el tiempo, esto es viviendo en el pasado, en el presente o con la ilusión de una
existencia futura.
2.3 Recuerdo y repetición
En el momento en que se tejen la repetición y el movimiento, aparece entonces la diferencia
esencial con el recuerdo, en tanto contraposición a la repetición. Desde la perspectiva de
Constantin, la diferencia que existe entre el recuerdo y la repetición tiene su origen en los
67
griegos. Por esto, habría que introducir, en este punto, de manera breve la génesis y el
significado de ambos conceptos tal como fueron asumidos desde la filosofía antigua. El
recuerdo, para los griegos, se pensó desde la teoría de la reminiscencia, que apuntaba a
explicar que todo conocimiento o, para ser más exactos, toda la existencia, ya había sido
antes10; en este contexto, lo único que podía hacer el existente era simplemente recordar y
como tal vivir referido a un eterno pasado: ―Cuando los griegos afirmaban que todo
conocimiento era una reminiscencia, querían decir con ello que toda la existencia, esto es, lo
que ahora existe, había ya sido antes‖ (La Repetición: 161).
Por esta razón, Constantin hace un experimento vital para mirar si gracias a su segunda
visita a Berlín, encontraría allí los elementos que le permitieran enfrentar la repetición al
recuerdo, ya que nuestro personaje creía que retomando el camino recorrido tiempo atrás,
podría encontrar alguna repetición; pero lo que así se asumía era simplemente una
reconstrucción de momentos aislados o de situaciones vividas en un pasado lejano, que a
simple vista parece haberse perdido definitivamente. Por esto, nuestro personaje, en un
primer momento, se desencanta de ese segundo viaje y descubre que, en últimas, ese no es
el modo como se quiere comprender su intento de repetición y renuncia al voto que trae
consigo la verdadera repetición:
¡Viva la corneta del postillón! Ella me representa la fugacidad de la vida sin ninguna
necesidad de molestarme viajando por esos caminos de Dios. Porque realmente no es
necesario moverse del sitio para comprobar que no se da ninguna repetición. Al
revés, cuando todo es vanidad y pasa como el humo, lo mejor es estarse sentado en
la propia habitación y así, perfectamente inmóviles, sentimos la impresión de que
viajamos más de prisa que si lo hiciéramos en un vagón del ferrocarril (La Repetición:
206-207).
Con el ejemplo de la corneta del postillón, Constantin quiere dar a entender que jamás se
dará una repetición, cuando se la toma como el simple juego de revivir las impresiones que
se habían tenido en un pasado, porque, al igual que ocurre con la corneta del postillón, ―no
se puede estar nunca seguro de lograr dos veces seguidas el mismo sonido. Sus
posibilidades son infinitas y quien lo sopla, por mucho que sea el arte que ponga en ello, no
incurrirá jamás en una repetición‖ (La Repetición: 206). Del mismo modo, también la vida
enseña que todo es vanidad y que todo pasa como el humo; por ello, aunque se ponga el
El pathos griego afirmaba que ―todo aprender y todo buscar es sólo recordar, de tal modo que el
ignorante no necesita más que rememorar para llegar a ser consciente de lo que sabe. Así pues, la verdad no
le es inculcada, pues estaba en él‖ (Migajas filosóficas: 27).
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mayor empeño en conseguir por segunda vez un acontecimiento pasado, nada ocurrirá de
la misma manera, porque ya todo fue dado en un tiempo.
En el caso de Constantin, por ejemplo, él había vuelto al lugar que en su juventud le había
generado tanto placer y agrado, pero en ese entonces él era más joven y estaba lleno de
fantasía y, por supuesto, sentía una fascinación por todas las experiencias nuevas que se le
presentaban, de ahí su gusto desbordado por el teatro, tal como lo anotamos al inicio de
este capítulo. Sin embargo, en este segundo viaje de retorno a situaciones anteriormente
vividas, su espíritu ya había dejado atrás la fantasía para darle paso a la madurez; pero
nuestro personaje se mueve ahora únicamente en el plano estético de la existencia y, por
ello, no es capaz de incorporarse en la esfera religiosa, que es el lugar donde ocurre en
propiedad una auténtica repetición. Por esta situación, este sujeto cae en un pesimismo, a
tal punto que toda la parafernalia del viaje, de la posada, del teatro y demás detalles de
su regreso a Berlín, le causen una gran decepción, pues con este esfuerzo no se alcanza la
posibilidad de la repetición.
El problema fundamental de la repetición radica entonces en la pregunta por la posibilidad
de volver al pasado para rectificarlo o revivirlo, poniendo en juego una clara concepción
del tiempo y de la existencia humana, ―ante la que se definen tanto el pensamiento griego
y moderno como el cristiano‖ (Suances, 1998: 294). Así, para los griegos, todos los seres
humanos contábamos con la capacidad de la anamnesia; lo cual significa entonces que
―todo conocimiento era una reminiscencia y con ello querían decir que, todo lo que ahora
existe, ya había existido antes‖ (Suances, 1998: 295), buscando de esta manera el carácter
de eternidad en un pasado, haciendo del recuerdo un arte en el cual todo individuo es
capaz, por vía de reflexión, de evocar todo su largo pasado, implicando de esta forma la
mayor creatividad y un caudal de poesía que embellecen el recuerdo. Pero con este
esfuerzo no se aporta ninguna novedad en la vida de aquel que hace de su vida un sólo
recordar, pues con esto no se alcanza ningún cambio que pueda llevar a encaminar su
existencia en un accionar enteramente diferente al que hasta ahora se ha seguido, sino que,
más bien, se retorna al recuerdo por el simple gusto de contemplar ese pasado y encontrar
reivindicada su esperanza en aquel momento de felicidad que se desea volver a repetir.
Así, se llena la existencia de un gran vacío y dispersa las experiencias en una gran nada,
porque todo pasa sin dejar rastro alguno (cfr. Suances, 1998: 297).
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Por su parte, para el cristianismo la verdadera repetición ocurre en el ámbito religioso,
pues se asume ―que lo que ya ha existido puede ahora comenzar de nuevo‖ (Suances,
1998: 295), pues ocurre un contacto entre lo espiritual y lo eterno, haciendo con ello que el
individuo sea capaz de ajustarse a la voluntad divina, venciendo así las contradicciones y
límites de la vida temporal e inmediata. Gracias a la relación que el individuo establece
con Dios, empieza a constituir su existencia en un compromiso con lo eterno, pudiendo así
cumplir con la exigencia de renunciar a los bienes finitos. Y aunque su vida temporal sea
una ruina, este individuo sabe que todo lo tiene ganado en la eternidad, pues es allí donde
ocurre la auténtica repetición: ―En el orden de las cosas profundas de que estamos
hablando solamente es posible la repetición espiritual, si bien ésta nunca podrá llegar a ser
tan perfecta en el tiempo como lo será en la eternidad, que es cabalmente la auténtica
repetición‖ (La Repetición, 274). Como se puede ver, la condición de posibilidad de la
auténtica repetición es la posibilidad de la repetición espiritual.
El carácter pragmático, que trae consigo la repetición, está directamente relacionado con lo
novedoso que viene a acompañar la existencia de aquel que elige el instante de la
repetición. Ésta última es la que empuja al individuo a encaminar su existencia en un eterno
presente que se alcanza en la seguridad del instante de la decisión, pues la decisión es lo
único que ―mantiene la identidad de nuestro yo recreándole constantemente‖ (Suances,
1998: 301), y convierte nuestra vida en algo auténtico. De esta manera, la repetición
permite que en el momento de la decisión se alcance un compromiso imperecedero con lo
eterno, ya que, gracias a este instante de elección, todo aquello que ha sido y que
permanecerá para siempre cobra sentido, porque el individuo se encuentra ahora
confrontado, sin cesar, con la eternidad e inmutabilidad de Dios (cfr. Suances, 1998: 299).
En este mismo orden de ideas, y a manera de una pequeña síntesis de lo alcanzado hasta
ahora en nuestro trabajo, podemos afirmar que la repetición nos lanza a dos modalidades:
―la primera revive, en un entorno dado (calles berlinesas, una cafetería habitual en otro
tiempo, el Königstädter Theater, un restaurante, una habitación de hotel…), estados de
ánimo vividos antaño; la segunda, lo que trata de revivir es la plenitud del instante ya
pretérito, generalmente, la plenitud del instante de amor‖ (Urdanibia, 1990: 46). Si
queremos realizar la repetición de la primera forma, debemos entonces aceptar que el
recuerdo se convertiría en una especie de repetición hacia atrás, en donde se puede volver
a momentos de un tiempo pasado sin más, mientras que por su parte, la verdadera
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repetición nos devolvería al instante en que tocamos lo eterno, lo cual es garantía de la
vuelta a un amor puro y auténtico, es decir, del nacimiento en la fe11.
Además, debemos tener presente también la importancia de asumir la repetición en
contraposición al recuerdo, pues éste último debe ser tomado como un concepto ―netamente
filosófico‖, que encasilla así el movimiento, y que, a su vez, quiere deshacer el curso natural
del tiempo12, mientras que la repetición se entiende como el modo en que se puede leer la
realidad temporal del individuo existente, que lleva una vida configurada bajo el instante:
―la repetición no tiene que ver con un recuerdo nostálgico, sino que implica una fidelidad en
la profundización del instante en que nos comprometemos. En el instante del compromiso
toco lo eterno…‖ (Suances, 1998: 295).
Entonces, bajo esta misma lógica Constantin nos dice que el recuerdo es aquel que hace
infeliz al hombre, en tanto, se recuerda algo que ya fue, pero en sentido retroactivo, es
decir, siempre refiriéndose a un pasado, pero con el agravante de que la vida misma se
queda estática en ese pasado. En otras palabras, el recuerdo se piensa de manera
abstracta, en tanto solamente se trae a la memoria la vivencia de ciertos momentos en
forma ―contemplativa-sentimental‖, en forma de recuerdos fijos, quietos dentro del mismo
espacio de ese pasado, que no conducen a un actuar que vaya más allá de aquello que se
recuerda sin más, de ahí que el recuerdo esté anclado en la melancolía, en la inquietud de
la esperanza y en la angustiosa fascinación del descubrimiento (cfr. La Repetición: 131).
De esta forma, podemos afirmar entonces que el recuerdo está directamente relacionado
con la infelicidad que genera en el individuo, debido a su carácter evocador, pues hace
que aquel que solamente se dedica a recordar se vea abocado a funcionar de acuerdo a
su pasado, ya que es casi imposible que pueda vivir a plenitud su presente, es decir, que se
concentre en el aquí y el ahora de su existencia, porque está lamentablemente
concentrando toda su atención en abstraer momentos de antes que le permitan encerrarse
en ellos. Vive en el pasado y le da la espalda a su situación concreta.
Esta situación de abstracción, lo único que hace, es que nuestro sujeto viva completamente
en función de su pasado, sin mover sus pies hacía lo que puede edificar su vida en un
―Socráticamente entendido el individuo ha existido antes de nacer y se recuerda a sí mismo, con lo cual el
recuerdo es la preexistencia […] Por el contrario, aquí todo es hacia delante e histórico, de tal forma que
nacer por la fe es tan plausible como nacer con 24 años de edad‖ (Migajas filosóficas: 101).
12 ―Recollection wants to undo time, while repetition is through and through temporal‖. CAPUTO, 1993:
208.
11
71
presente, sino que se limita a ―repetir‖ en su memoria momentos de antaño y su vida no se
hace auténtica, porque solamente vive por vivir, vive por recordar, vive para traer a su
imaginación todo el bagaje de momentos pasados, recreándolos de alguna manera. Pero
nada de eso le permite ser feliz. El mismo Constantin cuestiona al lector en tanto sabe que
la existencia no puede ser como un tablero en blanco, en donde el tiempo va ―apuntando a
cada instante una breve frase nueva o el historial de todo el pasado‖ (La Repetición: 132),
porque seríamos entonces seres condenados a remitirnos estrictamente a lo que ya fue, sin
abrirle la puerta al carácter de autenticidad que debe estar presente en nuestra existencia.
Es decir, sin que entre el componente de trascendencia en la vida misma, tampoco veríamos
la belleza y la felicidad que comporta la repetición y nos dejaríamos llevar por todo lo
fugaz y novedoso, hasta el punto de debilitar la fuerza de nuestra alma.
La repetición, a diferencia de la representación anamnética o reminiscente, platónica
o romántica, introduce en su movimiento lo nuevo. Mientras al ―recordar‖ traemos a la
memoria lo que ―ya fue‖, en identidad tan sólo reproducida por vía conceptual,
contemplativa o sentimental, al ―repetir‖ inauguramos por vía de acción, por vía
pragmática, una nueva acción diferenciada de la primera en la que, sin embargo,
ésta insiste y resucita (Amorós, 1987: 232).
En esa ganancia que deja la repetición, vista desde la capacidad que tiene el individuo de
reconstruir su existencia en un aquí y un ahora, sin necesidad de aferrarse a un pasado que
sólo genera infelicidad, es donde se puede afirmar que ―a través del movimiento surge
algo nuevo, una nueva calidad que no estaba contenida en aquello que precede‖
(Torralba, 1998: 52). Aquello que nos va a permitir encontrar una nueva forma de vida y
una transformación interior está contenido en el cristianismo, que es un proyecto que le
permite al individuo retomar la vivencia de su presente en compañía de aquellas búsquedas
que se refieren directamente a un fundamento o a una verdad que sustente su existencia,
además de otorgarle un encuentro con su interioridad para reivindicarse con ella y
descubrir el sentido de su propia vida:
Así como el mejor nadador del mundo no podría mantenerse a flote durante una
tempestad si lo abandona la íntima convicción y la experiencia de ser más liviano que
el agua, así también el hombre que carece de un centro de gravedad interior
tampoco logrará mantenerse a flote durante las tempestades de la vida. Sólo cuando
el hombre se haya comprendido a sí mismo de ese modo, sólo entonces será capaz de
llevar una existencia independiente y evitará el extravío del propio <<yo>> (Diario
íntimo: 22).
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Es por esto que el ser humano es capaz de trascender lo estrictamente sensible, lo material,
para ir en busca de un vínculo o de un ―centro de gravedad‖, que le permita encontrarle
sentido a su existencia y que le ayude a reconciliarse con su singularidad, con su sí mismo,
con su intimidad, ya que ―sólo cuando el hombre se comprende íntimamente y descubre su
propio camino, la vida se sosiega y cobra sentido‖ (Diario íntimo: 20). En este mismo orden
de ideas, vemos que ―el ser humano […] por ser material, vive instalado en el mundo de la
naturaleza y circunscrito a las leyes físicas, pero, en cuanto ser dotado de espíritu, es capaz
de trascender lo material y de interrogarse por el sentido último de su existencia‖
(Torralba, 2008: 83).
En virtud de lo anterior, veremos que la clave para comprender el discurso de la repetición
está en la atmósfera religiosa que acompaña todo este proceso existencial, ya que la
repetición sólo es posible gracias a una decisión del individuo a llevar una vida en relación
con lo absoluto, renunciando a la vida que llevaba para comenzar una nueva de manera
auténtica13: ―se trata de comprender mi destino, de descubrir aquello que en el fondo Dios
reclama de mi, de hallar una verdad que sea tal <<para mí>>, de encontrar <<la idea
por la cual deseo vivir y morir>>‖ (Diario íntimo: 17-18). Esto va de la mano con la muestra
de amor más grande de parte del individuo que es la constancia en la fe 14. Esta última es
la única que puede dar cuenta de la capacidad del individuo de re-hacerse o de
convertirse en un ser diferente al que estaba acostumbrado y de abrirse así a la
posibilidad del instante. Esta posibilidad no es otra cosa más que la dinámica interna de la
propia repetición.
2.4 El instante de la repetición
Si bien se ha mencionado, a grandes rasgos, el significado del instante dentro del discurso
de la repetición, aún no se ha ahondado en las implicaciones temporales que acarrea este
momento único en el individuo, que experimenta en el instante una oportunidad para
Aquí me estoy refiriendo al individuo que es capaz de afirmarse a sí mismo en la comprensión de su
relación con lo absoluto, y, aunque mantiene su mundo finito, siempre refiere su amor y sus acciones a lo
infinito, hacia aquello que es capaz de edificar su existencia.
14 En este sentido, ―el ser humano no puede resolver su existencia satisfactoriamente desde el plano de la
racionalidad, ya que la razón se muestra muy precaria y vulnerable para desentrañar el meollo de la
existencia. Se requiere la fe, la irrupción del ser humano en la esfera abrahámica, pues sólo desde ahí es
posible iluminar el misterio de la misma condición humana‖ (Torralba, 1998:116).
13
73
alcanzar su relación con la eternidad. En este sentido, debemos tener presente que el
instante sólo puede ser asumido en el ámbito estrictamente religioso, que lo concibe como un
átomo de eternidad, pues sólo allí es posible concentrar todo el combate finito con lo
infinito. En el instante el existente es capaz de tomar decisiones para su vida presente y
futura, pues la misma existencia empieza a tener un sentido eterno y, a su vez, expresa un
renacimiento en el individuo, haciendo de éste un ser auténtico.
Podemos afirmar, de acuerdo con Kierkegaard, que el instante es concebido ―como aquello
donde el espíritu realiza la síntesis de lo temporal con lo eterno‖ (Guerrero Martínez, 1993:
110), y de esta misma manera es, a su vez, concebido como el lugar donde el individuo
toma la decisión de vincular definitivamente su existencia a esa voluntad divina. Es ahí
donde el individuo apasionado decide si quiere tomar conciencia de sí en su valer de
eternidad, pues gracias a la expresión concreta del instante el sujeto religioso empieza una
vida nueva y, de este modo, se da en él una transición de una vida que se llevaba en la
falta de seriedad y de madurez15, a la religación con lo absoluto, convirtiéndose así en un
existente frente a Dios16.
En este sentido, podemos decir ahora que el individuo creyente y apasionado es el único
capaz de apostar su existencia entera a vivir bajo la constitución del instante, ya que
realiza un voto de confianza y de esperanza en alguien superior que es el verdadero
garante de su felicidad eterna, en otras palabras, podemos decir que ―esta relación del
instante con la eternidad no es otra que la del espíritu con Dios, el espíritu que rechaza lo
eterno vive desesperadamente en el instante o en una de las categorías temporales‖
(Guerrero Martínez, 1993: 120). Pero es necesario tener presente aquí que dichas
Dicha transición, como es evidente, sólo se explica desde la religión y más que todo desde el instante en
que el individuo se apasiona por lo absoluto. Es en este momento donde la pasión va a ser entendida como el
motor principal en las decisiones que toma un individuo y es la que va a permitir que éste defina su existencia
bajo algo eterno, en tanto, gracias a la pasión asumimos nuestras decisiones con responsabilidad y con ello
somos capaces de dirigir nuestras acciones en virtud de esa pasión que las acompaña, buscando siempre un
punto de equilibrio en la seriedad, para no desgastarnos en búsquedas infructuosas o que no traerán
felicidad a nuestra vida.
15
―The highest case of freedom and repetition is the case of the most profound qualitative shift, when the
individual emerges as something new, a new person, in the transition from sin to atonement. Atonement is
repetition in the highest sense (sensu eminentiore) (R, 320). Sin can only be forgiven, not mediated. This
transition is a genuine movement of transcendence is which a prior state is totally transformed. And that
transition shatters the categories of metaphysics. It is a scandal to recollection and a stumbling block to
mediation. Such a repetition, in which the individual gets himself back, is a matter of pressing forward, not
backward, and not in virtue of a logic of necessity and immanent reason, but in virtue of the absurd. Here the
individual can make a move only in faith‖ (R, 313). CAPUTO, 1993: 212.
16
74
categorías temporales las encontramos ya redimidas también en lo estético y en lo ético,
que aunque son estadios en el camino de la vida, no pueden constituirse bajo la perspectiva
del instante, ya que, debe existir un carácter de profundización en la elección. Dicha
elección es la que me permite adquirirme a mí mismo, pues posibilita el reconquistarme en
mi individualidad, ya que me acerca al compromiso de hacerme un existente frente a Dios.
Como ya lo habíamos mencionado antes, el esteta no alcanza ningún tipo de compromiso y
el ético corre el riesgo de perderse en una masa indiferenciada, que solamente opta por
obedecer sin más las leyes externas que todos los hombres deben seguir.
Al ser el instante ―una inserción de lo eterno en lo temporal‖ (Suances, 1998: 289), es
también una situación que debe ser vivida en un tiempo determinado, ya que ―se corre el
riesgo de no tener ya, un instante después, la misma posibilidad de elegir; porque,
entretanto, algo ha sido ya vivido‖ (Suances, 1998: 289), es decir, que la importancia de la
elección radica en poder llevarla a cabo en el momento oportuno, porque si se pasa por
alto el instante de la decisión, ya es imposible estar una vez más con la misma disposición
frente a dicho escenario, perdiéndose así, de esta manera, todo el significado del carácter
de la elección.
La relevancia de la decisión en la vida de aquel que arriesga toda su realidad en el
momento del instante consiste en que gracias a la elección el individuo puede alcanzar una
auténtica concreción de su existencia, reconstruyéndola en un eterno presente que lo obliga
a reafirmarse a diario, haciendo de sí mismo una labor constante y permitiéndose realizar
una paulatina transformación de su ser en el orden temporal y, a su vez, encontrando
redimida su esperanza y su salvación, gracias al compromiso con el amor de Dios que lo
edifica día a día y que es la única fuente de creatividad e innovación. Igualmente, y de
acuerdo con este compromiso con lo divino, todo aquello que durante la vida mortal se
convirtió en objeto de renuncia será devuelto en el orden eterno al ciento uno por ciento. En
este mismo orden de ideas, y siguiendo aquí a Manuel Suances, podemos ahora alcanzar la
conclusión más importante con respecto al significado de la repetición, pues:
La repetición consiste en volver al instante en que comprendimos y alcanzamos lo
eterno para volver a emprender la marcha que no tomamos en aquel momento; por
eso se muestra como el misterio de la espontaneidad reconquistada, de la
primordialidad salvaguardada. Como ese instante es un átomo de eternidad, se da
una posibilidad ilimitada de resurrección; por él lo eterno renace de lo efímero y su
parto es indefinidamente renovado. La repetición es lo que da toda su dimensión al
instante: lo que ha sido y lo que es estarán siempre ahí porque yo me encuentro sin
75
cesar confrontado a la eternidad e inmutabilidad de Dios. Por consiguiente debo ver
en lo que pienso y en lo que hago algo que me compromete para siempre y no algo
que va a perecer enseguida. La repetición expresa el eterno presente de lo que ha
sido y permanecerá pase lo que pase (1998: 299).
De acuerdo con la cita anterior, vemos como la repetición es tomada como el instante
indivisible donde el individuo apuesta toda su existencia en un compromiso eterno y decide
así apasionarse nuevamente y de manera verdadera por lo absoluto. Pero, para que la
existencia sienta esta tensión que trae consigo la pasión por lo eterno, debe estar también
enmarcada bajo un fin absoluto, representando esta situación como aquella armonía que se
alcanza cuando se tiene frente a sí ese telos que tanto se anhela y que ahora se tiene
presente para siempre. En este sentido, la decisión es entendida como el garante de la
construcción de una existencia auténtica, que se entrega a un único fundamento o principio
que no puede ser otro más que el amor a Dios sobre todas las cosas.
Para Kierkegaard, existen dos figuras bíblicas que muestran el carácter que comporta la
repetición y que hacen de sus vidas una existencia autentica: Abraham y Job. Gracias al
amor a Dios sobre todas las cosas y a la confianza en su palabra de vida eterna, estos dos
personajes soportaron las pruebas más grandes de sus vidas y lograron salir con vida
después de momentos de intenso sufrimiento. Por esto, podemos afirmar que la categoría
de amor lleva implícita una hazaña que sólo el que desea la repetición puede aceptar,
pues se trata del combate con Dios, esto es, del enfrentamiento con lo eterno. De ahí que el
amor que se centra en el ser eterno es el que se logra en el instante de la decisión, pues es
el amor que nos lanza a fuentes inmensas de alegría y de reconciliación con la vida
terrena; pero que, al mismo tiempo, es nuestro máximo desafío, la locura de la fe. Es el
pinchazo que nos devuelve a la fascinación, a la espontaneidad y a la belleza del primer
amor que se mantiene siempre presente, pues es el amor en donde los dos amantes sienten
la plenitud de lo sensual y donde son afirmados por el cristianismo (cfr. Dos diálogos sobre
el primer amor y el matrimonio: 107). Dada la importancia de estos dos personajes para la
comprensión kierkegaardiana de la existencia, se hace necesario detenernos ahora en su
configuración existencial, señalando la manera como realizan el exigente movimiento de la
repetición.
76
Capítulo 3
Job y Abraham: ejemplos de una existencia auténtica
Nada te turbe,
Nada te espante;
Todo se pasa,
Dios no se muda.
Quien a Dios tiene
Nada le falta:
Solo Dios basta.
Santa Teresa de Jesús
En este capítulo nos vamos a concentrar en el análisis del testimonio de dos vidas
excepcionales, que lograron dedicar toda su existencia a una sola labor: cumplir la
voluntad de Dios sobre todas las cosas. Tanto para Job como para Abraham, siempre fue
más importante el amor hacia lo divino, que es el verdadero garante de libertad y de una
vida eterna, que los placeres y los bienes terrenales, que son efímeros y que no ofrecen
ninguna esperanza futura o algún fundamento auténtico. En nuestro análisis nos detendremos
en cada uno de sus movimientos para señalar el modo como asumieron en el instante de la
decisión la exigencia de la auténtica repetición; exigencia que sólo se puede llevar a cabo
cuando el individuo se pone en solitario frente a Dios. Es decir, lo verdaderamente grande
de estos personajes radica en la fuerza del movimiento que emprendieron de ponerse de
frente a Dios y hacerlo en la más incomprensible soledad.
Vemos entonces que en ambos personajes acontece de una forma diferente la repetición
religiosa, ya que en Job está presente el carácter de rebeldía, que lo hace enfrentarse con
Dios, que lo lleva a hablar, en tanto, expresa su inconformidad frente a la prueba que le
fue asignada y no se contiene. Esta actitud de Job nos muestra que no se resigna, que
asume el combate y, de esta forma, puede llegar a consagrarse como una excepción, ya
que es capaz de renunciar a todas las dimensiones estrictamente mundanas, en tanto
desobedece los consejos de sus amigos y esposa, llegando de esta forma a morir para la
comunidad que lo rodea, pues solamente busca ponerse frente a Dios, para que sea él
quien lo escuche y lo interpele, hablando únicamente con la sinceridad de su corazón. Es así
como Job se inclina preferiblemente por el mandato divino, el cual también ama
77
profundamente, llegando a ser este amor incondicional el que lo reconforta y le devuelve al
duplo todo lo que había perdido antes. Job nunca renuncia a su espíritu 17, este es talvez el
que lo impulsa a enfrentarse con Dios, ya que gracias a esta convicción puede decir que
tiene conciencia de sus actos y que conoce la responsabilidad que trae consigo la decisión
de querellarse con su creador.
Por su parte, Abraham es el siervo obediente que cuando Dios llama él sólo actúa; y por
ello de acuerdo a su amor absoluto a Dios, es capaz de ofrecer en sacrificio la vida de su
único hijo, el mismo hijo que espero hasta la vejez. En este sentido, Abraham en virtud a su
amor decide llevar a cabo el sacrificio renunciando de esta forma a cualquier mediación
terrestre, dejando de lado los cánones establecidos por la ética los cuales lo tildarían de
asesino, llegándose a rendir por completo ante la seducción de la fe. En consecuencia, la
excepcionalidad de Abraham radica en su capacidad de actuar en virtud de su pasión,
puesto que sólo el individuo que se ha medido a Dios de esa forma, es decir, que no teme
obedecer a cualquier designio divino, puede llamársele ―el padre de la fe‖.
Pero la relación que entabla Job y Abraham con Dios, cada uno por aparte, es de
completa confianza. Mientras exista un componente de confianza en la palabra de Dios, se
produce entonces un movimiento de absoluta entrega a la voluntad divina, en tanto, es Dios
mismo quien está decidiendo el mejor camino a seguir, quien pone a prueba al mismo
hombre de carne y hueso, precisamente para determinar si ese amor que dicen sentir por
encima de todas las cosas es real o simplemente se trata de habladurías. Es Dios quien
también está donándose a los hombres, entregando un voto de confianza en aquellos que
dicen adorarlo, porque sabe que a pesar de las dificultades no lo van a defraudar y no
van a decepcionar su confianza. Es de esta forma, como sus dos hijos más fieles se
abandonan por completo en la petición divina y aceptan cada uno las pruebas a las que
son llamados, siempre y cuando no se pierda el vínculo establecido entre ellos y su creador.
Además, nunca olvidan la promesa que les hace Dios de regalarles un mejor futuro, que, en
este caso, tiene que ver con su salvación y con la gracia de la vida eterna.
Como ya lo indicamos antes en el primer capítulo de este trabajo, dentro de la filosofía kierkegaardiana,
la síntesis entre opuestos o, en otras palabras, la síntesis entre elementos dialécticos es quizá una de las
nociones más importantes, porque en contra de la filosofía del sistema, es decir, de la filosofía de cuño
hegeliano, aquí estamos hablando de síntesis, la cual será entendida como el espacio donde se puede
configurar la singularidad o donde podemos hablar de individuo.
17
78
Sin embargo, Job y Abraham no están solos dentro de esta exposición, ya que, paralela a
estas dos historias se encuentra también la del joven poeta, la cual es una muestra de la
imposibilidad de la repetición en sentido religioso, en tanto este personaje siente que no
puede comprometer toda su existencia en el voto del matrimonio, el cual lo acercaría a la
relación eterna con Dios y le permitiría salir de la debilidad de su espíritu, sino que
prefiere, más bien, quedarse en una suspensión entre los dos estadios en los que se
encuentra, puesto que por un lado quiere mantener su suplicio de poeta (que hace
referencia a un estadio netamente estético) y, por el otro, desea convertirse en un buen
esposo, para estar en concordancia con el plan de Dios en su vida (este estadio diríamos
que oscila entre lo ético y lo religioso). Cuando entiende que no tiene el carácter para ser
un buen esposo, decide empero abandonar a la muchacha de la cual estaba enamorado y
rechaza, a su vez, cualquier consejo humano que le permita de alguna manera recuperar su
honra perdida y atreverse nuevamente a entablar relaciones con aquella muchacha.
En su soledad y su desesperación por aquellos actos poco varoniles, este joven poeta
encuentra consuelo en el relato bíblico de Job y termina por identificarse poéticamente con
los padecimientos de este personaje, sintiendo que él también está siendo sometido a una
prueba que en algún momento cesará y, que le permitirá más tarde recobrar los vínculos
esponsales con la muchacha y ser finalmente feliz. No obstante, el joven no comprende el
verdadero sentido de la prueba y tampoco cuenta con un profundo componente religioso
para dar el paso hacia la decisión que lo comprometa eternamente, por ende cree que Job
fue sometido a dicha prueba simplemente para ser cuestionado en su fe y para demostrar
su absoluta pasión por los mandatos divinos, además entiende que la devolución de sus
bienes materiales son la verdadera repetición, dejando de lado todas las implicaciones
existenciales que comprometieron la lucha de Job con Dios. En este sentido, el confidente del
joven, que no es otro que Constantin, se atreve a decir que si el joven hubiese poseído una
base religiosa más fuerte jamás se habría convertido en un poeta, además aquella
aventura amorosa en la que se había embarcado tendría un sentido más profundo y
tendría en que apoyarla, puesto que siempre haría referencia a su relación con Dios y, a su
vez, el joven alcanzaría una conciencia que nadie hubiera podido quitarle (cfr. La
Repeticion: 284-285).
Sucede entonces que el joven no está en el camino hacia lo religioso, sino que simplemente
mantiene la ilusión de que su sufrimiento termine en algún momento y que le sean devueltas
79
la honra y la hombría que había perdido por no haber tomado la decisión de unirse en
matrimonio con la muchacha. El joven al no comprometerse en matrimonio, pierde la
oportunidad de estar el resto de sus días con la muchacha y deja de lado todo el sentido
que conlleva la decisión en un tiempo oportuno, ya que si no se elige en un tiempo
determinado se pierde para siempre todo el significado de la acción.
Como podemos ver, en toda esta exposición se entrelazan las tres historias, la de Job,
Abraham y la del joven poeta, algunas veces dando paso solamente a la explicación de la
vida excepcional de cada personaje bíblico y otras veces mezclando dichas vidas con la
del joven poeta, la cual es un ejemplo clarísimo de la falta de unos principios religiosos que
acompañen todas sus acciones vitales, pero que de algún modo deja entrever la propia
autocomprensión del mismo Kierkegaard del drama de su vida. De esta forma, se presenta
así el movimiento de una verdadera repetición, como la llegada a una existencia auténtica
que siempre tiene presente un componente religioso y que puede llegar a diferenciarse del
resto de seres humanos que conviven con este nuevo individuo, puesto que gracias al
movimiento de la repetición hay un renacimiento, esto es, hay un paso hacia una existencia
verdadera que se encuentra ahora cobijada por el compromiso eterno con Dios.
Detengámonos ahora un momento en cada uno de los movimientos de estos personajes.
3.1 La rebeldía de Job
Empecemos explicando el lugar del libro de Job dentro del corpus bíblico, para,
posteriormente, poder comprender la importancia que tuvo este texto dentro del
pensamiento de Kierkegaard, pues de este modo nos podemos aproximar a la manera en
que la vida de este personaje fue tomada como una verdadera repetición. Por esta razón,
el relato de Job se hace importante dentro del discurso del joven enamorado, que recurre a
este personaje bíblico para reconocerse en el mismo dolor de Job, que lo toma como el
mejor ejemplo del sufrimiento humano y, quien al final, y después de una lucha a muerte con
su benefactor, recobra todo aquello que daba por perdido:
En todo el Viejo Testamento no hay otra figura a la que nos podamos acercar con
tanta naturalidad, confortamiento y confianza humanos como los que experimentamos
al ponernos en contacto con Job. Precisamente porque en él todo es muy humano y
80
porque está como instalado en los confines de la poesía. En ningún otro lugar del
mundo ha encontrado la pasión del dolor una expresión semejante (La Repetición:
252).
Ahora bien, debemos tener presente, por un lado, que el significado de Job radica en su
carácter de rebeldía, en tanto, su alma enfrenta la insurrección para sublevarse hacia el
poder divino y su espíritu persiste en medio del exceso de una prueba radical. Job es
capaz de interpelar a Dios por sus sufrimientos y no guarda silencio, para aceptar sin más,
como le sugieren sus amigos, la desgracia que le ocurre.
Por otro lado, el relato de la vida de Job se puede entender también como la tragedia de
un individuo justo, a causa del abandono por parte de Dios a uno de sus hijos más piadosos.
Se debe tener presente que la misma existencia de Job es muestra de bondad y de
entrega total a la voluntad divina y que, en esa misma medida, no se merece bajo ninguna
circunstancia todos los sufrimientos enviados por parte de Dios. Pero, al sentirse totalmente
solo y olvidado por Aquel, en quien ha depositado toda su confianza para que alivie su
existencia, aparece en su vida la angustia que le lleva a interpelar a Dios por aquella
injusticia que le hizo perder todos sus bienes. En este sentido, Job se lamenta por aquella
locura que lo condujo hasta una enfermedad dolorosa, pero más aun, siente que la angustia
transforma toda su existencia. En este contexto, podemos afirmar ahora junto con Phillipe
Nemo que:
El libro de Job es considerado el libro del sufrimiento. Es verdad que en él se habla
mucho de sufrimiento físico (Job padece una enfermedad de la piel) y moral (total
derelicción). Pero todavía más se habla en él de una forma muy particular de
sufrimiento, irreductible a ningún otro y madre de todos los demás: la angustia. Hay
en el libro de Job una fenomenología de la angustia, una meticulosa descripción de
la angustia tal como ella misma aparece y transforma la apariencia de todo lo
demás (1995: 25).
Gracias al movimiento de la angustia, el alma de Job toma fuerza para enfrentarse cara a
cara con Dios y pedirle así una explicación de su desgracia. Aunque, en un primer
momento, haya aceptado de buena gana la prueba a la que estaba siendo sometido, la
paciencia de Job cede poco a poco a medida que aumentan las desdichas. Podemos decir
así que el que ―vive conforme a la Voluntad de Dios y ama como Cristo amó, sufre; su vida
se convierte en padecimiento, es perseguido y humillado‖ (Torralba, 2008: 75). Con el
incremento del sufrimiento, su rebeldía fue aumentando al no ver ninguna respuesta exacta
por parte de su benefactor y su alma se desliza hasta caer en un abismo de dolor, que lo
81
conduce a querer enfrentarse con el mismo Dios, para que sea él quien le explique el
porqué de su desgracia, el porqué de su nueva condición existencial, el porqué de ese
castigo que lo hace hundirse en lo más profundo de su miedo. Esta forma de actuar de Job
hace que aquellos amigos, que lo quieren acompañar en su dolor, lo tomen como un
―sacrílego e impío que oponía su voluntad a las eternas leyes del universo‖ (Chestov, 1947:
72).
Job, al no soportar más la injusticia en la que se ve envuelto, exige un encuentro personal
con Dios, él necesita verlo con sus propios ojos, requiere de un contacto personal con su
creador, ya que ―el terror del ataque y el dolor de la herida son más de lo que la victima
puede soportar‖ (Nemo, 1995: 35). Por esta razón, llama a Dios para que responda a
todas sus preguntas y para que sea él quien detenga todo ese sufrimiento descomunal por
el que está pasando. En el contacto íntimo con Dios, Job puede abogar por su inocencia, él
puede defender su nombre y su honradez, y de esta forma, dar las razones suficientes para
que Dios se dé cuenta que todo por lo que está pasando no es más que la consecuencia de
una gran injusticia. Es así como ―la exigencia de Job de establecer contacto con Dios es,
pues, imperiosa, febril, casi inconveniente‖ (Nemo, 1995: 109) y, por esto, su lucha no es
pasajera, sino que se convierte en un constante reproche, puesto que, gracias a su
insistencia, nuestro personaje puede recobrar todo aquello que había perdido.
Concédeme solo dos cosas, oh Dios, y no me esconderé de ti: Deja ya de castigarme
y no me hagas sentir tanto miedo. Llámame, y yo te responderé; o yo hablare
primero, y tú me responderás. Dime ¿Cuáles son mis pecados y delitos? ¿Cuáles son
mis crímenes? ¿Por qué te escondes de mí? ¿Por qué me tratas como a un enemigo?
Soy como una hoja al viento, ¿Por qué quieres destruirme? No soy más que paja seca,
¿Por qué me persigues? (Job 12, 20-25).
El dolor llevado al extremo es el que permite el desgarramiento de Job, y el exceso del
sufrimiento es el que conduce a Job a encararse con el mismo Dios, pues ha rechazado
cualquier explicación racional humana, ha renunciado a todos los consejos de sus amigos,
solamente con el ánimo de que sea Dios quien le devuelva su esperanza, quien le regrese su
honra perdida, quien le devuelva la libertad que le fue arrebatada y pueda, con ello,
recuperar el camino de prosperidad que había tenido años atrás. Pero, el detonante que
hace que Job no resista el exceso de la prueba es, precisamente, su propia enfermedad, el
dolor llevado a su propio cuerpo, pues ahora es su propia carne la que se debilita y se
pudre, y con esto él siente que se está perdiendo a sí mismo. La desintegración corporal de
82
su propia persona empieza a transformar a Job en otro ser, él se siente y se ve diferente,
por esta razón: ―Satanás fue profeta cuando planteó que Job, paciente ante la perdida de
sus bienes y la muerte de sus hijos, se hundiría ante la perspectiva de su propia
enfermedad‖ (Nemo, 1995: 38)18. La tragedia de Job se intensifica por el culmen del dolor
que él puede resistir, ya que la ―experiencia personal […] del debilitamiento, del
envejecimiento, del pudrimiento o del dolor de la carne‖ (Nemo, 1995: 28) hace que su
propio ser se quebrante y desvaríe de su propia persona, buscando así una única salida: la
rebeldía delante de Dios.
El terror cayó sobre mí; mi dignidad huyo como el viento; mi prosperidad, como una
nube. Ya no tengo ganas de vivir; la aflicción se ha apoderado de mí. El dolor me
penetra hasta los huesos; sin cesar me atormenta por las noches. Dios me ha
agarrado por el cuello, y con fuerza me sacude la ropa. Me ha arrojado en el lodo,
como si yo fuera polvo y ceniza (Job 30, 15-19).
Job pierde la paciencia, la rebeldía hace que su propio ser enfrente ahora una lucha que
solamente puede soportar aquel que tenga las agallas suficientes para jugarse el todo por
el todo, para apostar su propia vida, para dejarlo todo en el terreno del combate. Quiere
exponer su defensa cara a cara con Dios; posiblemente en esto consista su salvación y,
quizás gracias a sus palabras, le sea devuelta su prosperidad. Su dolor es tan profundo
que se manifiesta de diferentes maneras, tanto en la vigilia como en el sueño, Job es
atormentado, vive inquieto, no encuentra paz, todos los miedos vienen a acompañarlo, ya
no tiene descanso ni sosiego, son días y noches de intenso sufrimiento, y es así como el mismo
Job se pregunta: ―¿Cuándo me levantaré? Tengo el cuerpo lleno de gusanos y de costras, y
me supuran las heridas de la piel‖ (Job 7, 4-5). Sus entrañas están deterioradas, la
angustia le carcome el alma y su misma persona está totalmente alterada, es por esto que
Job ya no tiene paciencia para seguir esperando una respuesta de aquel que tiempo atrás
había sido su benefactor y que ahora lo castiga. Hay un descolgamiento, una caída
inevitable que conduce a Job a desear su propia muerte: ―prefiero la muerte a esta vida.
No puedo más. No quiero seguir viviendo. Déjame en paz, que mi vida es como un suspiro‖
(Job 7, 15-16).
―Pero el acusador respondió al Señor: Mientras no lo tocan a uno en su propio pellejo, todo va bien. El
hombre está dispuesto a sacrificarlo todo por salvar su vida. Pero tócalo en su propia persona y verás cómo
te maldice en tu propia cara‖ (Job 2, 4-5).
18
83
Aunque, Job cree en la justicia de Dios, y tiene la plena convicción de que en algún
momento será Dios mismo el defensor de su inocencia, siente que su esperanza ha sido
burlada y, a medida que transcurren los diálogos entre él y sus amigos, se atreve a admitir,
incluso, que la culpa de todo este embrollo la tiene el mismo Dios, porque Job siempre se
reconoce como inocente y puro. En este sentido, Job afirma que ha sido Dios quien le ha
imputado un castigo injusto; ha sido Dios quien ha vigilado cada paso suyo para encontrar
una mínima excusa que lo convirtiera en un pecador y así, poderlo condenar por su falta
cometida19. La amargura toma preso a Job y hace que éste le reproche a Dios por su
misma creación, es decir, por él mismo, por su propia persona: ―Tú me formaste con tus
propias manos, ¡y ahora me quieres destruir!‖ (Job 10, 8). Es así como el deseo de Job se
concentra ahora en ponerle punto final a sus días, quiere aniquilarse, dejar atrás su
existencia para encontrar al fin el reposo tan anhelado.
Sin embargo, la muerte se torna angustiosa para Job. Sabe que en su situación anímica, ese
deseo es el que multiplica su trastorno, ya que se ve a sí mismo como si fuera un objeto del
mundo del cual se puede disponer en cualquier momento, pero para exceder su angustia,
esa ―objetividad‖ en la que pareciera verse reflejado oscila entre ella y el mundo,
haciendo de esta forma que el mismo ser de Job se convierta en una ―nada‖, que muestra
de una forma igualitaria el hecho que Job exista o que nunca hubiera nacido. Es ahí cuando
esa ―nada‖ toma la consistencia de una ―roca‖ y se resiste a dejarse aniquilar:
Eso es lo que le pasa a Job. Algo en él, a saber la Nada que es, se resiste
infinitivamente, como una roca que no se puede levantar, a ser tomado como objeto
de una aspiración técnica. A partir de ahí, él, Job, una Nada, se resiste como la roca
a desaparecer; ningún océano lo ahoga. El mal fuerza a Job a pegarse a su piel, le
prohíbe olvidarse de sí, dejarse caer en la muerte, en un perfecto relajamiento, su
mismo dolor despierta incesantemente a Job y le fuerza a mantenerse vivo a pesar
suyo (Nemo, 1995: 92).
El mal del cual estamos hablando aquí no es otra cosa que la imposibilidad de la muerte,
ya que, en el momento en que Job se aferra al pedazo de vida que aún le queda, éste se
resiste a dejarse tomar como una cosa del mundo que se transforma en cenizas, como si se
tratase de una operación técnica, como algo que cambia de posición o de un estado a otro.
Job se pronuncia a Dios de esta manera: ―Pero ahora veo que allá en tu corazón tenías una intención
secreta: me estabas observando para ver si yo pecaba, y así poder condenarme por mi falta. Si soy culpable,
estoy perdido; si soy inocente, de poco puedo alegrarme, pues me tienes humillado y afligido. Si me muestro
arrogante, tú, como un león, me persigues y hasta haces milagros para destruirme. Nunca te faltan testigos
contra mí; tu ira contra mi va en aumento; ¡como un ejército, me atacas sin cesar!‖ (Job 10, 13-17).
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84
De ahí que Job se empiece a distanciar poco a poco del mundo, porque él entiende que se
trata aquí de su propia personalidad vulnerada, se trata de su humanidad puesta a
prueba, de la pasión con que acepta el peso de su sufrimiento y con que se atreve a
interponer su demanda frente a Dios. El mundo es posible eclipsarlo, porque de allí
provienen toda clase de sufrimientos y de miserias, pero no todo depende de lo que nos
ofrece el mundo, sino que también está incluido un poder divino que hace que el mundo
adquiera cierto sentido y que las cosas se muevan de acuerdo a su capricho: ―todo el
asunto parece de pronto que se decide entre, por una parte, ―Dios‖ y el mundo que Él,
según su capricho –es decir, sin Ley-, puede hacer girar o suspender, y, por la otra, Job que
sufre e imagina que podría no sufrir si Dios no hubiera lanzado la rueda que a la hora
presente le aplasta‖ (Nemo, 1995: 96).
Este mal eterniza el dolor de Job haciendo que la locura sea quien se apodere de su
situación, es decir, el mal llega a su exceso y se instala en torno a Job, persiste en la
persona de Job, hace que ya no sea una simple pesadilla, de la cual se espera solamente
el despertar, sino que ―persigue a Job, lo envuelve por doquier, como si lo viera con sus ojos
demasiado humanos: el sufrimiento es perpetuado por un ser cuya meta y cuyo querer es
ése. Esta tortura no carece de torturador, de causa intencionada, de Intención‖ (Nemo,
1995: 104). De esta forma el aguante de Job llega a su límite y le reprocha toda su
existencia a Dios, tan elevada es su angustia que siente todo el peso de su vida en su
espalda, pues Job ya no soporta más la mano implacable de Dios; y, precisamente, en el
momento en que siente que va como a aniquilarse, aparece la voz salvadora de Dios que le
cuestiona su terrible ignorancia y que le pone de frente todos los argumentos que Job
necesita para poder entender ahora su necedad. De esta forma, Job empieza el camino
del arrepentimiento y acepta todo lo que le imputa el Señor, dando paso así a su salvación.
En este sentido, podemos afirmar junto, con Nemo, que:
Dios quería la inocencia de Job, a fin de que hubiera acuerdo; también lo ha
―matado‖, lo ha excluido del mundo, porque ésa era la condición para hacerle
acceder a su libre Juego y abrirle un horizonte en el que ya ninguna Ley limitase ni la
misericordia ni la salvación. Y Job ha aceptado: ha ―cogido su carne entre sus
dientes‖, ha avanzado, ha dejado de considerar que proseguir su vida en este mundo
sea condición para responder a Dios. Ha tomado sobre sí la responsabilidad del
combate. No ha presentado su inocencia como razón o pretexto para escabullirse. Ha
aceptado tomar a su cargo una responsabilidad que previamente no había
contraído. Ha abandonado el plano de la justicia de la Ley por el de la ―injusticia‖
de la misericordia. A partir de ese momento y por ese mismo gesto, ha sido
85
efectivamente salvado y –como Cristo lo sabrá- lo ha sabido de manera indubitable
(Nemo, 1995: 124).
En este sentido, podemos decir ahora que Job es el testimonio de una actitud noble, a pesar
de mantenerse firme en sus afirmaciones y persistente en su rebeldía, es un hombre
verdaderamente valiente y franco en sus juicios, se sabe como un ser frágil y fugaz, su
discurso un poco ambicioso, no es nada engreído o vanidoso, porque ahora sabe que tiene
―una conciencia que ni Dios mismo puede arrebatársela, aunque fue Él quien se la otorgó‖
(La Repetición: 257). Es así como podemos afirmar que Job habló con la sinceridad del
corazón, pues se resiste a hacerle caso a las condenas de sus amigos, y ―habla tal como
piensa, y siente como sentiría probablemente cualquier hombre en su situación‖ (Ensayo
sobre la imposibilidad de todo intento filosófico en la teodicea: 22), ya que se aleja de
cualquier tipo de adulación y no simula ninguna convicción, sino que en su discurso decide
apartarse de mantener cualquier apariencia y prefiere prescindir de ganarse el favor de
Dios, con tal de continuar firme en la verdad que él cree la más cierta: el abandono de Dios
tanto a culpables como a inocentes. El grueso de las palabras que profiere Job dejan ver el
tono un poco imprudente en que le reprocha al Señor su divina voluntad y, al no soportar
más su dolor y su angustia al ver su propia miseria, es la sinceridad de su corazón la que se
apodera de todas sus fuerzas físicas para poder interpelar con todo el ímpetu posible a su
mismo benefactor. Dado lo siguiente, podemos afirmar junto con Kant que:
… sólo la sinceridad del corazón, no el mérito de la evidencia, la honradez para
confesar abiertamente sus dudas y la resistencia a fingir una convicción cuando no se
siente, especialmente ante Dios (con el que de todos modos es absurdo usar de estas
astucias): he ahí las cualidades que, ante el tribunal divino, han hecho que el hombre
honrado, personificado por Job, sea preferido al adulador religioso ( Ensayo sobre
la imposibilidad de todo intento filosófico en la teodicea: 24).
Gracias a la sinceridad de Job es que puede reintegrarse en un estado originario y sus
palabras sólo son la muestra del amor y la confianza que tiene ―de que Dios, cuando uno
habla con Él directamente y sin intermediarios mezquinos, puede aclararlo y explicarlo
todo‖ (La Repetición: 257). Una vez hemos examinado el sentido de esta fenomenología del
sufrimiento, debemos detenernos en los movimientos de la repetición que se ponen en juego
una vez se asume con verdadera honestidad la crudeza del dolor injustificado.
86
3.2 La recuperación poética de Job
Veamos ahora, ¿por qué Job resulta tan atractivo para el joven poeta en la situación de
desconsuelo que él mismo está viviendo? En el caso de Job, personaje bíblico al que recurre
el joven poeta en la segunda parte de La Repetición, podemos comprender porqué él es
una figura representativa en la búsqueda de aquella trascendencia que implica la
verdadera repetición, ya que Job fue capaz de retirarse del mundo y ―después de haber
conocido sus glorias y haber poseído cuanto se puede desear en la vida‖ (La Repetición:
225), pasa a negar lo externo o lo material, para replegarse así en la única verdad
autentica, a saber, que la religación con el amor divino y la insistencia en la fe son las dos
únicas condiciones que posibilitan la reconstrucción de la existencia y, con ello, la vuelta a la
conciencia de sí.
…nuestro joven buscó refugio y asesoramiento en Job, aquel hombre que no
gesticulaba en una cátedra ni afianzaba con golpes sobre la misma la verdad de sus
asertos, sino que sentado junto a la chimenea y mientras se rascaba sus úlceras con
una teja, lanzaba sin cesar sus doloridas lamentaciones y sus breves y tajantes
explicaciones sobre la vida. Y aquí, en este humilde rincón del pasado, junto a ese
pequeño grupo que forman Job, su esposa y sus tres amigos, piensa nuestro joven que
ha encontrado lo que con tanto afán andaba buscando y que la verdad allí
aprendida es más gloriosa, alegre, bella y auténtica que la de un simposio griego (La
Repetición: 225).
Pero, ¿qué es lo particularmente atractivo de esta actitud frente a las contingencias del
mundo? ¿Qué es lo que ve el joven melancólico como elemento de tan profunda enseñanza?
Recordemos, Job era un hombre que vivía en la región de Uz, fiel servidor de Dios, con una
riqueza enorme que había alcanzado después de años (de todo el oriente él era el hombre
más rico); tenía una vida recta, porque siempre cuidaba de no hacerle mal a nadie, poseía
una gran cantidad de animales, de esclavos y siete hijos y tres hijas (cfr. Job 1, 1-3). La
vida de Job transcurría normalmente, porque el Señor siempre le había dado una vida
llena de bendiciones y le había permitido prosperar al máximo, hasta el punto de darle la
mayor cantidad de ganado de todo el país. Sin embargo, la vida de Job da un giro
inesperado, cuando Dios, conducido por un ángel retador y acusador, decide ponerlo a
prueba. La intención de la divinidad estaba puesta en confirmar que el amor y la entrega
de Job eran sinceros y verdaderos, más aún que eran auténticos y, que a pesar de las
dificultades, no iba a renegar y maldecir el nombre de Dios.
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Así que de un momento a otro, todas sus posesiones son eliminadas, sus animales y sus
esclavos asesinados, sus hijos mueren en una catástrofe y aquella fortuna construida por
años se pierde de la noche a la mañana. Pero aún así, Job sigue creyendo y no se atreve a
arrepentirse de su bondad y de su amor infinito hacia Dios. Por esto, en ningún momento
maldice el nombre de Dios y, más bien, entiende que todo viene de su divina voluntad,
además, acepta de buena gana aquella desgracia tan grande. Pero no sabe todavía lo
que vendría después. Así, luego de ese primer momento de desgracia, le sobreviene una
dolorosa enfermedad en la piel que le cubre de pies a cabeza y Job sólo cuenta con un
pedazo de olla para rascarse. Aún así, nuestro personaje no pierde la fe y no profiere
ningún tipo de reclamos al santo nombre de Dios.
De esta manera transcurren siete días y siete noches, en los cuales Job mismo no emite ni
una sola palabra para quejarse de su desgracia, porque es consciente de que toda su vida
ha sido un hombre bueno, piadoso, caritativo e incapaz de hacerle mal a alguien y que,
como tal, no merece ese tipo de sufrimientos y de vejámenes por parte de Dios. Sin
embargo, sus amigos lo alientan a que se reconozca pecador, porque, según la ley, esas
calamidades sólo pueden sobrevenir a los hombres que han cometido algún pecado, y
aunque estos pecados hayan quedado ocultos a los ojos humanos, ante Dios nada está
velado.
En este momento, el dolor de Job llega al extremo de atreverse a interpelar a Dios, porque
no entiende cómo Dios permite que toda esta desgracia caiga sobre él, que ha sido
precisamente su más fiel servidor. Por esta razón, Job emprende un enfrentamiento cara a
cara con Dios para pedirle una explicación y para que su honor y su reputación de hombre
bueno y piadoso sean así rehabilitadas. En la medida en que nada puede ser justificado, ni
siquiera el exceso mismo del mal, no queda otra salida más que encarar a Dios más allá de
toda justificación posible. Sin duda, este ejercicio puede resultar para muchos
verdaderamente escandaloso. Pero recordemos que, precisamente, en medio de este
escándalo se revela algo grandioso y salvador.
Retomando el sentido profundo de esta historia, podemos ahora indicar por qué puede
resultar tan atractivo este relato bíblico para nuestro joven poeta. Sin duda, tenemos aquí
un ejemplo de un ejercicio de identificación con intenciones terapéuticas, pues la estrategia
que aquí se pone en movimiento consiste en que el joven poeta busca en este relato una
cierta justificación para sus sufrimientos. Pero hay algo que esta estrategia pasa por alto: la
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repetición. Y, por esto, antes de provocar consuelo, aumenta con ello la desesperanza y el
sufrimiento se hace más extensivo. Examinemos cómo ocurre este movimiento.
En el caso del joven de la historia de amor, vemos que éste recurre a la figura de Job para
consolarse, es decir, para identificarse con el dolor y con los padecimientos de este
personaje bíblico, ya que siente que él también sufre una perdida similar a la vivida por
Job. En efecto, se trata de la perdida de lo más amado en este mundo, su bella muchacha;
pero, a la vez, acude a Job para asumir con él el sufrimiento por el silencio que guarda
frente a lo que le ocasiona la desgracia y, por último, por la insuficiente comprensión de los
más cercanos. Pero hay aquí algo más perturbador e incomprensible para el joven, que
permanece para él, sin embargo, aún oscuro, pues éste no puede entender por qué Job osa
reprocharle a Dios mismo por sus desgracias. El joven reconoce así en Job un verdadero
adalid de los hombres que sufren:
[…] tú que en los días de esplendor y bienestar fuiste la defensa de los oprimidos, el
sostén de los viejos y el apoyo de los necesitados, no defraudaste a los hombres de
esa manera miserable cuando todo se derrumbó en torno tuyo! Al revés, entonces
cabalmente te convertiste en la voz de los que sufren, el clamor de los que se sienten
destrozados y el grito de los que son víctimas de la angustia. Desde entonces eres el
alivio de todos aquellos que tienen la lengua agarrotada por el dolor; eres el
testimonio fiel de todas las penas y necesidades que oprimen y destrozan el corazón
humano; y eres, en fin, el portavoz irreemplazable de todos los afligidos, porque,
«en la amargura y angustia del alma», no reprimiste las lamentaciones de tu boca y
te atreviste a querellarte con Dios (La Repetición: 241-242).
El joven de la historia de amor, como ya habíamos visto anteriormente, había dejado de
lado a su amada, es decir, que su amor inició con una perdida y por eso se condenó, ya
que simplemente podía recordarla y no podía vivir su amor a plenitud; su valentía había
sido burlada y su grandeza como hombre cuestionada, porque jamás supo decidir qué
hacer con su existencia; por esta razón, se quedó dormido sobre un limbo que no le permitía
ir hacía delante. Sin embargo, encontró así refugio en Job, porque éste lo había perdido
todo, había sido puesto a prueba, pero tenía el coraje de seguir creyendo y, aún más, de
enfrentar a Dios, es decir, de luchar con Él para agotar las últimas posibilidades de la fe,
demostrando así su grandeza humana:
La grandeza de Job, por consiguiente, no consiste en que dijera aquellas palabras
tan conocidas: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Alabado sea su nombre!»;
palabras que por cierto dijo al principio y luego no volvió a repetir nunca. No, la
significación enorme de Job está en que en las luchas que el hombre debe sostener
para alcanzar los confines de la fe él agotó y resistió hasta lo último todas las
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dificultades que semejantes luchas comportan. O, dicho de otro modo, su significación
está en que representa en el momento de la desgracia una grandiosa insurrección de
todas las fuerzas más violentas y rebeldes del apasionamiento humano (La Repetición:
260).
Gracias a la lectura de Job, el joven encontró así la alternativa perfecta para entender la
verdadera repetición, que consiste en realizar un movimiento hacia lo religioso. Pero dado
su carácter profundamente estético, es incapaz de emprender este paso. Su comprensión es
realmente impotencia. Por esta razón, la repetición por la que pasa Job, le da al joven la
esperanza de que él también sería capaz de experimentarla y que, gracias a esa
intervención divina, él podría alcanzar nuevamente su interioridad (cfr. Biblioteca
Kierkegaard Argentina, 2009). El joven lo que necesitaba era la reintegración de su
personalidad, ya que se había abandonado a sí mismo para transformarse en poeta. Y
este semiamor por la muchacha se había convertido en la ocasión perfecta para llevar a
cabo esa actividad creadora, que lo único que hizo fue transfigurar su existencia en una
completa contradicción. Por esto aquel enamoramiento se convirtió en algo ambiguo para el
joven y, gracias a la contradicción de sus sentimientos, terminó por volverse una persona
melancólica y desgraciada:
Quizá alguien diga que mi recompensa consistió en haberme convertido en un poeta.
¡No, amigo, quienquiera que seas, yo no deseo semejante recompensa, ni la deseé
nunca! Lo único que deseo es que se reconozca mi derecho, esto es, que se me
devuelva mi honor. A nadie le pedí que me hiciera poeta y, en cualquier caso, nunca
rogaría semejante favor a un precio tan alto (La Repetición: 248).
Sin embargo, la forma como ocurre la repetición en la vida del muchacho no se da de la
misma manera a como ocurre en Job, ya que la historia del joven se mantiene bajo esos dos
primeros estadios de la existencia, es decir, que oscila entre lo estético y lo ético. En esto
consiste la diferencia fundamental con respecto a lo ocurrido en el caso de Job. Por esta
razón, el joven nunca renuncia al voto que trae consigo la pasión por la poesía y, aunque
aparezca una pequeña resonancia religiosa en la vida del joven, éste nunca se decide por
una existencia religiosa. Pero, en el relato de Job, el joven encuentra una justificación
perfecta para darse cuenta de como ―la vida le absuelve en el momento en que va como a
aniquilarse a sí mismo‖ (La Repetición: 283). De ahí que el joven sienta como su alma
adquiere una cierta alegría que se funda en una vibración religiosa, pero, a su vez, hace
de su emoción algo momentáneo que nunca llega a manifestarse plenamente en su
90
existencia y, aunque dicha emoción religiosa le permita explicar poéticamente la realidad,
nunca da el paso hacia una verdadera y auténtica repetición, convirtiéndose esta última en
la segunda potencia de su conciencia, ya que la poesía lo consume totalmente y se
encuentra en el primer lugar.
En este punto podemos afirmar que dicho joven se constituye a sí mismo como una
excepción, ya que es un poeta con una inclinación religiosa, en tanto puede pasar de lo
poético de su propia realidad a una poesía religiosa. Y, retomando como excusa el sentido
último del relato de Job, y la manera en que este personaje soporta una prueba impuesta
por su mismo benefactor, el joven pasa a hacer analogías entre Job y su historia de amor
con la muchacha, la cual le causa un gran sufrimiento por su falta de decisión. Esta historia
transforma al poeta (aquí podemos decir que la muchacha fue el detonante o la ocasión,
como lo llama el mismo Constantin, para que el joven se perdiera a sí mismo y se
consumiera en una actividad creadora de la cual ya nunca pudo salir). Por esto, el deseo
del joven se centra en retornar a un estado originario, esto es, en recuperar su personalidad
primordial, pero después de ese estado de suspensión de tipo religioso, el joven ―vuelve a
recuperarse a sí mismo en su forma de vida anterior, es decir, en cuanto poeta, y lo
religioso desaparece del horizonte y solamente permanece activo como un sustrato
indefinible‖ (La Repetición: 284).
A pesar de su vuelta a la poesía, el joven cree que ha vuelto a recuperarse a sí mismo,
cuando se entera de que la muchacha se ha casado y que él puede recuperar aquella
libertad que le había sido arrebatada a causa de todo el enredo amoroso en el que había
apostado su existencia. Por esta razón, vuelve una vez más a utilizar a Job como
justificación, inspiración y esperanza, para recuperar todo aquello que daba por perdido:
¡Se ha casado! No me pregunte con quién, porque no lo sé. Cuando leí la noticia en el
periódico me pareció que un rayo me fulminaba la cabeza y el periódico se me cayó
de entre las manos. […] Con esto he vuelto a ser otra vez yo mismo. He aquí la
repetición. Ahora comprendo todas las cosas y la vida me parece más bella que
nunca. En cierto sentido esto también ha surgido en el horizonte como una repentina
tormenta, aunque es a la magnanimidad de ella a la que debo agradecer que
descargara y lo arrancara todo de cuajo (La Repetición: 272-273).
Con esta situación tan desgarradora, ¿se ha iniciado aquí una auténtica repetición? En el
caso del joven no ocurre una repetición religiosa, ya que él vuelve a unirse con una idea
91
poética20, pues se recupera a sí mismo para entregar su vida y su amor a la poesía. Como
ya lo mencionamos anteriormente, la verdadera repetición solo es posible cuando el
individuo está preparado para recibir una tormenta y es capaz de entregar toda su
energía para dejarse poseer por Dios. Cuando se pasa por esa tempestad, y aparece en el
horizonte el reposo después de la prueba, el individuo puede olvidar todo su dolor pasado
y entiende que todo fue dado por el amor de Dios que solo desea edificarlo y educarlo en
una existencia auténtica.
Para entender lo anterior, retomemos una vez el relato bíblico. Después de esa lucha entre
Dios y Job, llega el momento de la reconciliación, en donde éste último recupera
doblemente todo lo que antes le fue arrebatado, la prosperidad acompaña la vida de Job
y es bendecido por el resto de su vida: ―Dios le devolvió su prosperidad anterior, y aún le
dio dos veces más de lo que antes tenía […] Dios bendijo a Job en sus últimos años más
abundantemente que en los anteriores‖ (Job 42, 10. 12). Sus hermanos, amigos, servidores
e hijos vuelven a acompañar sus días, llegan a su casa a comer junto a él y le presentan sus
condolencias y sus consuelos. Job creyó hasta el final y se mantuvo fiel a la voluntad de
Dios, por eso mismo lo recupera todo. Por esta razón, podemos decir ahora que su fe
traspasó las fronteras de lo humano y encontró consuelo en lo eterno, presentó sus quejas al
cielo y fue escuchado e interpelado por el Señor. Y, cuando daba todo por perdido, se
encuentra frente a frente con la voz de Dios que le renueva y le devuelve al duplo todo
aquello que le había sido arrancado antes de sus manos: ―El Señor y Job se han
comprendido y reconciliado —«Dios protege de nuevo la tienda de Job como en los días
de antaño»—. […]Job es bendecido en sus postrimerías y recupera, acrecentado hasta el
duplo, todo lo que antes poseyera. ¡Esto es lo que se llama una repetición!‖ (La Repetición:
261-262).
Pero esta repetición no consiste entonces propiamente en la devolución de todos los bienes
materiales que antaño había tenido Job, sino en la insurrección que tuvo su alma en el
momento de la desgracia, en la búsqueda de la trascendencia y de la insistencia en medio
de una prueba: ―La categoría de la prueba es absolutamente trascendente y emplaza al
―In the story, the young man suffers a relapse back into recollection; for, upon hearing the news that the
girl is married, he resolves upon the life of a poet. Now he belongs to the Eternal Idea of love, not to the
real love, which belongs in time, not to the hard work of making love last a lifetime, to the task of putting it
into practice from day to day for the rest of one's days. He takes the easy way into eternity. The young
man excepts himself from the universal, from marriage, not in the name of the religious but in that of the
poetic idea‖ (CAPUTO, 1993: 217).
20
92
hombre en una relación de oposición estrictamente personal a Dios‖ (La Repetición: 260). Lo
realmente trascendente se encuentra así en la fuerza de la prueba, en aquello que se debe
superar a pesar de la angustia, pues es el combate que libra lo divino y lo humano a través
del tiempo. La prueba sitúa al individuo en oposición a Dios y la trascendencia se da en
tanto se logra salir de dicha prueba y se recupera lo antes perdido: la conciencia de sí
mismo, continuando con la existencia de manera seria y madura.
Para Kierkegaard, Job es el representante por antonomasia del carácter de la prueba, ya
que su alma es violentada y sufre en carne propia lo que es dolor, pero, a su vez, es el
único que puede soportar todos los sufrimientos por los que pasa, porque su alma ya
―había alcanzado tal grado de madurez y conocimientos‖ (La Repetición: 261), no de una
manera propiamente infantil, sino que los años que tenía le habían dado la sabiduría
necesaria para ser consciente del poder de Dios. Igualmente, el joven enamorado nos da su
explicación acerca de aquello que podemos entender como prueba, ya que, ―en primer
lugar, para aclarar ese suceso o sucesos que llevan el nombre de pruebas, habrá que
prescindir de cualquier relación puramente mundana. En segundo lugar, será necesario
bautizarlos y darles un nombre propiamente religioso. En tercer lugar se los someterá al
examen de la ética‖ (La Repetición: 259). Este es entonces el recorrido que seguirá nuestro
joven poeta.
En el caso de Job la prueba lo conduce a enfrentarse a un poder supremo, es el cara a
cara entre Dios y uno de sus más fieles servidores, prescindiendo de esta forma de
cualquier explicación mundana o desde un punto de vista racional, dando paso a una
relación puramente trascendente, que no se comprende desde las exigencias propias de la
ética, las cuales son las que tienen en cuenta los amigos de Job para acusarlo de haber
cometido improperios contra Dios, sino que tienen su propia lectura desde lo puramente
religioso. De esta forma los amigos de Job leen el mal físico al que éste está siendo
sometido a la luz de la justicia divina y justifican que Job ―había de tener algún delito sobre
sí, porque, de lo contrario, no cabría, según la justicia divina, que fuera desdichado‖ (Ensayo
sobre la imposibilidad de todo intento filosófico en la teodicea: 22). Sin embargo, Job se
declara partidario del ―sistema que lo explica desde la absoluta voluntad divina” (Ibid.), es
así como rompe con cualquier dictamen ético que lo obliga a reconocerse pecador, porque
se trata más bien de un juego divino que quiere acabar con su propia persona y que desea
simplemente probar su grado de conocimiento del mundo y de las contingencias que éste le
93
hace vivir a diario, llegando a afirmar que la única esperanza la otorga la eterna relación
con Dios.
De esta forma, podemos decir que Job es capaz de ver ―lo que los demás no ven o, más
bien, ve que ellos no ven‖ (Nemo, 1995: 138). Por esta razón, Job siempre rechaza el
consejo insensato de sus amigos, el cual le conducía a considerarse a sí mismo como un
pecador tratando de buscar el perdón de Dios; sin embargo, Job sabía que toda su vida se
había preocupado por ser la muestra de la obediencia a la voluntad divina y se había
cuidado de no hacerle mal a nadie. El consuelo que los amigos le ofrecen a Job se convierte
así en una tortura y, si en principio venían a compartir el dolor y la pena por la que
pasaba Job, ahora no quieren comprometerse con él y se asustan al ver el abismo tan
grande en el que se encuentra sumergido. Pero, ¿en qué momento acontece para Job la
confianza inquebrantable de que se trata nada más que de una prueba y que todo será
devuelto bajo la forma de una repetición?
En el momento exacto en que todas las certezas y probabilidades humanamente
concebibles cayeron por tierra y no le podían ofrecer, como es lógico, ninguna
explicación. Job lo fue perdiendo todo poco a poco; y así, gradualmente, sus
esperanzas fueron desapareciendo a medida que la realidad, lejos de suavizarse,
iba descargando contra él alegatos y golpes cada vez más duros. En el sentido de la
inmediatez todo estaba perdido. Sus amigos, especialmente Bildad, no ven más que
una salida, a saber, que Job se incline ante el castigo que lo asola y de esta manera
pueda fomentar la esperanza de una repetición sobreabundante. Pero Job no se
doblega; con lo que se aprieta cada vez más el nudo de la trama, que solamente
podrá soltarse y resolverse con los estallidos de una gran tormenta (La Repetición:
263).
Es así como los discursos de los amigos son tomados como ofensas hacia la misma persona
de Job, ya no sólo lo abandonan en su camino oscuro, sino que le hacen burlas de su pobre
situación, lo llenan de afrentas y, de esta forma, pasa a convertirse en el hazmerreír de
todos los que le rodean. En medio de su gran angustia, Job se atreve a replicarle a sus
amigos que ellos en vez de consolarlo lo atormentan (cfr. Job 16, 1-2) y por eso entre
ambas partes nunca hay punto de cohesión, porque el discurso de una parte es
incomprensible para la otra, es decir, que no hay comunicabilidad posible entre Job y sus
amigos. De ahí podemos entonces afirmar que ―los personajes que han venido a ver a Job
le hablan como en una película muda; no puede comprender lo que dicen y, en vano, él
mismo les dirige un discurso que ellos no entienden, aunque crean equivocadamente poder
94
descifrarlo en sus labios‖ (Nemo, 1995: 41-42). Es decir, estamos ante una experiencia
intransferible e incomunicable.
La falta de comprensión entre una parte y otra, hace que los amigos tomen la
determinación de conversar con Job de una manera poco cordial, ya que si siguen junto a él
van a perder la cordura y la serenidad de sus almas, por eso creen que deben aplicarle un
tratamiento que posiblemente no le agradara a Job, pero que por su bien deben hacerlo y,
confían en que quizá esa sea la única forma de hacer entrar en razón a nuestro personaje
angustiado. De este modo sus palabras y juicios toman un aspecto violento y retador, ya
que ellos se sienten ―poseedores de un saber del que Job no dispone. Ese saber en el que
incluso son especialistas es la sabiduría de la Ley moral y religiosa indistintamente‖ (Nemo,
1995: 49). Por esta razón, consideran que conocen de manera profunda lo que es Dios y su
modo de proceder con aquellos que son impíos, esto es, con aquellos que se atreven a
desafiar y a contradecir de manera insolente la voluntad de Dios:
La vida del hombre malvado y violento es corta y llena de tormentos. Oye ruidos que
lo asustan; cuando más seguro está, lo asaltan los ladrones. No tiene esperanza de
escapar de la oscuridad: ¡un puñal está en espera de matarlo! Su cadáver servirá de
alimento a los buitres; él sabe que su ruina es inevitable. La oscuridad lo llenará de
terror, y lo asaltarán la angustia y la desgracia, como cuando un rey ataca en la
batalla. Esto le pasa al que levanta su mano contra Dios, al que se atreve a desafiar
al Todopoderoso, al que, protegido con un escudo, se lanza en forma insolente contra
Dios. […] Los impíos no tendrán descendencia, y sus casas, enriquecidas con soborno,
arderán en el fuego. Están preñados de maldad y dan a luz desdicha; el fruto que
producen es el engaño (Job 15, 20-26. 34-35).
Job al ver tanta injuria en su nombre intenta afirmar su inocencia, pero su defensa les dice
solamente a sus amigos que esto que le está pasando es signo de culpabilidad y que por
ello merece todo ese castigo al que está siendo sometido. De esta forma, Job se convierte
en un insolente y, al negar toda culpabilidad y reclamar su inocencia, está aceptando su
crimen o está reconociendo su vida de pecador. Es así como a Job le imputan pruebas en su
contra y sus mismos amigos reconocen lo alejado que se encuentra de Dios. Pero, aun así
Job no prefiere la vía del silencio y de la resignación, sino que se hace responsable de
aquel combate y, aunque se sabe inocente, prefiere guardar sus razones y dejar su
inocencia a un lado para pedir cuentas a Dios de aquel absurdo al que está siendo
sometido. De este modo, interpela a Dios de un modo sincero.
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El combate entre Dios y Job se vuelve escandaloso; hay una locura que desborda a Job y a
Dios mismo, porque el primero exige que se le reconstituya su prosperidad pasada y el
segundo está obrando de acuerdo a una ―apuesta‖ pactada entre el mismo Dios y un ángel
retador, que le hace depositar su entera confianza en Job, en un hombre de carne y hueso,
que puede dejar abandonada su fe a mitad de camino, renunciando a la pasión que ésta
trae consigo. A pesar del despropósito de esta prueba, Job no renuncia a ella, sino que la
acepta con todo el carácter que ésta comporta, es decir, se responsabiliza de su sufrimiento
y prefiere la hostilidad del mundo antes que ser visto como un débil que no llegó a entrar
en la esfera profunda de la fe. De esta forma, alcanza el choque que le devuelve la fe
completa en los designios de Dios y la libertad que había perdido, pero es a través del
escándalo que se alcanza la fe. Lo primero es entonces condición necesaria para que
suceda lo segundo y, aunque el escándalo conlleve en sí mismo el sufrimiento, debemos
aceptar que ―la victoria de la fe radica precisamente en el salto por encima del escándalo‖
(Jolivet, 1946: 272), ya que es indispensable superar el escándalo experimentado para
que la fe se pueda instalar en los confines mas íntimos del individuo, haciendo de ésta la
base que encamine todas sus acciones a partir del momento en que la prueba deja de
existir.
La fe, por tanto, es la más clara exigencia reivindicativa de la singularidad
individual, que encuentra precisamente en ella la prueba de que el hombre se
explica por su interioridad. No es posible, pues, salvación alguna por medio de otra
dialéctica que no sea la de la propia existencia. La subjetividad es la verdad
(Maceiras, 1985: 118).
El movimiento de la fe es el único que puede conducir al individuo a recuperarlo todo en
virtud del absurdo, es decir, que a pesar del absurdo, a pesar de la locura por la que se
esté pasando, el individuo debe ser consciente de que la fe lo enfrenta siempre a la lucha
con el mundo entero y esto le ocasiona un gran dolor, porque ella misma supone una
ruptura con lo inmediato. Ella exige ―la muerte de nuestras aspiraciones mundanas‖
(Suances, 2003: 217); y esto hace que el individuo siempre se vea enfrentado al peligro
total, porque mientras mantenga su fe nunca hallara la paz en el orden de las cosas del
mundo. Por esta razón, el discurso cristiano se encuentra dentro del plano de lo
trascendente, esto es, dentro de una dimensión que es superior al mundo, ya que la fe es
algo que va más allá de nuestra existencia mundana y, por ende, no promete demasiadas
96
alegrías dentro de dimensiones estrictamente terrenales, sino que todo es recuperado en el
orden de lo eterno. En este sentido, podemos decir ahora que el movimiento propio de la
fe ni es compensatorio ni puede ser retributivo.
He aquí la paradoja más grande del cristianismo, porque si el individuo se abandona en la
fe tratando de encontrar un consuelo a sus penas y, desea hallar un desahogo de los
pesares de su alma, lo que va a encontrar es más sufrimiento y va a estar puesto a prueba
en cualquier momento. Es así como la fe es capaz de traspasar las fronteras de la razón
humana, a la cual ―le está vedado concebir y encerrar en sus conceptos ese orden de
realidades‖ (Viallaneix, 1977: 42) que sólo se comprenden desde lo religioso y desde lo
que involucra el acto de creer, que consiste en ―saltar al absurdo‖ y, ―penetrar en la esfera
de la paradoja, de lo inverosímil, donde Dios está presente‖, y para esto ―hay que
convertirse, es decir apartarse de la oferta de la razón‖ (Viallaneix, 1977: 47). De esta
manera, la paradoja que nace a partir del escándalo es la que nos muestra el fracaso de
la razón, ya que la carga de lo religioso prescinde de cualquier evidencia natural o de
cualquier verdad demostrada por los artilugios de la razón misma. En este sentido, el
individuo de la fe se coloca como el único capaz de creer de manera auténtica en la
voluntad divina, a pesar de mantenerse en constante conflicto con el mundo.
De igual manera, el individuo que decide tomar el camino de la fe sabe que se encuentra
totalmente solo, en tanto ―la lucha por la fe aísla, hace extraño al que la emprende. El
mundo ve que el creyente sacrifica todo por algo cuyos resultados no aparecen; entonces
le considera un ser extraño; por eso, se ríe de él, lo margina y quizá lo persigue‖ (Suances,
2003: 218). Es así como el individuo se sitúa solo frente a Dios, aquí ya no hay comunidad
ni compañía alguna que lo ayude en esa larga ruta que ha decidido emprender. En este
sentido, podemos afirmar que Job también se hallaba completamente solo, ya que la
presencia y los consejos de sus amigos no le otorgaban mayor tranquilidad, sino que, por el
contrario, ayudaban a que se alterara más su persona, porque ―a quien sigue la estrecha
senda de la fe nadie puede ayudarlo, nadie puede comprenderle‖ (Temor y temblor: 7475). El camino de interioridad que debe realizar el individuo creyente es entonces el de un
solitario, ya que las razones mundanas no están dadas para comprenderle ni para
ayudarle; por el contrario, lo que estas razones hacen es apartarlo y afirmar la falta de
cordura que debe existir en un sujeto tal para que haya optado por una senda, que no lo
97
conduce a ninguna satisfacción terrena, sino que lo lleva a inevitables fuentes de
sufrimiento.
Sin embargo, aún no se ha aclarado una de las características fundamentales de la prueba,
aquella relacionada directamente con la temporalidad, ya que la categoría de la prueba
es ―provisional y temporánea, lo que quiere decir, eo ipso, que se define con relación al
tiempo y que debe cesar con el tiempo o en el tiempo‖ (La Repetición: 261). Por esta razón,
y después de todo lo explicado anteriormente, volvemos al relato del joven enamorado que
halla motivos de sobra en la vida de Job para aclararse a sí mismo que el estado en el que
se encuentra es simplemente una sucesión temporal que debe cesar, una vez le sea devuelta
su personalidad, es decir, cuando tenga de nuevo su libertad y pueda dejar de lado esa
existencia de poeta en la que se había transformado. Aun así, vemos que el joven poeta no
es capaz de realizar el movimiento de la repetición y tampoco asume las responsabilidades
que se tienen dentro de una vida guiada por la repetición, ya que su existencia se estanca
en la idea puramente poética, en tanto ―su mal lo podríamos definir como una especie de
magnanimidad melancólica y extemporánea, algo que en definitiva sólo puede tener
existencia en la mollera de un poeta‖ (La Repetición: 266).
Este mal que se despertó en el joven poeta está directamente relacionado con su
imposibilidad en tomar partido por alguno de los dos tipos de existencia que lo estaban
atormentando, es decir, el joven poeta aún no se decidía completamente entre mantener su
suplicio de poeta o estar ante Dios, porque aunque su orientación pudiese ser religiosa
seguía siendo todavía un poeta. Por lo tanto, su vida está llena de tormentos y ―se sitúa en
el pecado y en la desesperación, porque consiste en tratar estéticamente las categorías de
lo religioso‖ (Jolivet, 1946: 118). Aunque el poeta ame la religión y pueda traducir esta
realidad a otros, puede solamente dirigirse a ella a través de sus elogios románticos, más
no puede con ello realizar el camino de interioridad y, mucho menos, el movimiento de la fe
que implica la religión, porque para él todos esos caminos están vedados, ya que el poeta
no tiene consciencia de sí mismo y de su quehacer de eternidad. Por lo tanto, no accede a
una configuración de su propia personalidad, de su misma individualidad, sino que se
mantiene en su rol de predicador oficial de las realidades religiosas, que él no llega a
comprender con toda la verdad e intensidad necesarias que éstas exigen (cfr. Jolivet,
1946: 118-119). De este modo, vemos que:
98
… la vida poética se encuentra en la frontera de la desesperación y del pecado; el
pecado consiste, en este caso como en otros, para quien está ante Dios, en no querer
ser uno mismo según la eternidad, o en querer serlo según lo finito. Esta misma
voluntad constituye la forma de la desesperación. El poeta está pues, desesperado,
aunque posea la idea de Dios y tenga incluso una profunda necesidad de lo
religioso, porque disfruta con su tormento; sin embargo, la exigencia de Dios, que él
conoce, sería que dejase su tortura, que se humillase bajo este sufrimiento como lo
hace el creyente, es decir, que lo adoptase, en lugar de explotarlo (Jolivet, 1946:
120-121).
El poeta es entonces un ser no-libre, porque entrega su vida a la idea poética, perdiéndose
a sí mismo y sin poder realizar el salto de fe que lleva consigo una profunda
transformación en una nueva existencia. De este modo, aparece el pecado en la vida del
poeta, en tanto su vida transcurre por fuera de las categorías religiosas o su vida como tal
se encuentra desprovista de toda espiritualidad21, apartándose de esta forma de cualquier
concreción individual infinita, porque su existencia es puramente temporal e inmediata y se
aleja del salto cualitativo, que es lo único que lo puede conducir a una existencia auténtica.
Retomando el caso del joven poeta, podemos ver ahora que éste se identifica con los
padecimientos de Job, en tanto se siente culpable de haber abandonado a la muchacha,
sin haber concretado su existencia en el matrimonio, como sería lo correcto según el orden
establecido en su relación. El joven poeta no estaba listo aún para convertirse en un
prospecto de marido, ya que su vida transcurría solamente en la angustia de no poder
reconocer su honor y su orgullo de hombre, en tanto el final de su lucha debería permitirle
hacerse apto para ser un buen esposo. Pero esta situación lo único que hacia era
atormentarlo y mortificarlo más, porque sabía que el estado dentro del matrimonio
transmutaría su personalidad y esto no acarrearía su felicidad, sino que le traería, más
bien, un completo miedo. Por esta razón, el joven intenta buscar consuelo en el relato de
Job, el cual siente como propio, porque pareciera como si todos los horrores por los que
pasó Job estuvieran ahora esperándolo en su camino, ya que el sentimiento de culpa hace
que se reconozca por fuera de la ley, en tanto el abandono a la muchacha y su falta de
compromiso con la exigencia del matrimonio, esta última condición ética de la existencia de
un individuo, hacen que el joven se sienta atraído por el sufrimiento y por la angustia de
Job. En este sentido, podemos decir ahora que su vida se encuentra acompañada de esas
dos emociones, a causa de todo su enredo amoroso con la muchacha.
Aquí estamos entendiendo por el término espiritualidad la vida según el espíritu, es decir, la vida que se
sabe consciente de su existencia terrena, pero que nunca abandona su quehacer de eternidad.
21
99
Por ello, el joven se atreve a decir que los sufrimientos de Job aparecen como si él mismo
los atrajera sobre sí, ―por el sólo hecho de leerlos en su libro, de la misma manera que se
puede contraer una enfermedad leyendo lo que los médicos han escrito sobre ella‖ (La
Repetición: 254). A pesar de sus contados esfuerzos por apropiarse del discurso de Job, la
intención del joven queda truncada, cuando trata de recuperar dicha historia de manera
poética, en tanto su dolor no es exactamente el mismo por el que pasó Job, y el modo en
que se asume el carácter de la prueba, tampoco hace mella en el joven a quien,
simplemente, le importa recuperar el honor perdido por no haber cumplido el voto del
matrimonio. Lo que había quedado suspendido para el joven no era propiamente su
prosperidad ni su existencia dichosa, sino que su angustia radicaba en la perdida de su
hombría, en su falta de valentía para no haberse enfrentado con total osadía al
compromiso eterno que trae consigo el matrimonio. Esto es, comprometer toda su existencia,
cuando se dice sí.
La pasión del joven se consume en la poesía, ya que en ésta encuentra un refugio seguro
de los ataques constantes, que vienen por el remordimiento de no haberse comportado
como se supone que debiera haberlo hecho. En este sentido, el joven se lamenta de su
situación, y quiere con ello renunciar a todos los sentimientos de desolación en los que se
encuentra sumergido; pero, cuando se refugia en Job, no tiene en cuenta una de las
condiciones para poder volver al estado primigenio en el que se encontraba antes de que
cayera en las fauces de la poesía. Esta condición no es otra cosa más que el movimiento de
fe que realiza Job para poder recuperarse a sí mismo; movimiento que está impedido
para el joven, ya que éste se encuentra en un estado de suspensión entre los otros dos
estadios de la vida: el ético y el estético. Es así como no puede efectuar el salto que
transformaría su vida en una existencia auténtica, sino que simplemente vive de la nostalgia
que le genera la pobre situación de Job. Y el relato angustiado del personaje bíblico hace
que el joven se sumerja en la melancolía que le trae el recuerdo de su amor por la
muchacha y, a su vez, que vea la debilidad de su espíritu, del cual había preferido huir
antes de realizar cualquier plan que acabara aún más con su dignidad.
Ese plan consistió en un juego perverso que le propuso el mismo Constantin, dadas las
pobres circunstancias de la situación tan emotiva en la que se encontraba el joven
enamorado. De esta forma, Constantin, en su afán de ayudar al joven poeta, ingenia un
plan que cree le va a permitir tomar una decisión extrema, que le permitirá alcanzar más
100
tarde un equilibrio entre la historia amorosa de los dos jóvenes y, a su vez, el joven podría
romper con el vínculo melancólico, que había creado respecto a su relación con la
muchacha. El plan no era otro que sustituir ―el placentero goce del amor con la aparente
pasión de un semiamor empalagoso e insípido‖ (La Repetición: 150), que no se convierta ni
en indiferencia ni en deseo ardiente, de ahí que se buscara un reemplazo a la muchacha
por una modistilla del pueblo, contratándola para un período de un año, tratando de
embarcar al joven en comentarios poco favorables para él y haciendo que los rumores
llegaran a oídos de la muchacha y ésta por fin lo dejara libre, contando con la posibilidad
de romper cualquier relación posible con él, con tal de que éste dejara su amor puramente
poético: ―el joven, por su parte, debía tratar a lo largo de este año de terminar para
siempre con su existencia-de-poeta. Si lo lograba, entonces no solamente se podía hablar,
sino incluso intentar de hecho una redintegratio in statum pristinum‖ (La Repetición: 153-154).
En virtud de su debilidad y falta de madurez, el joven no pudo convencerse de realizar
este plan siniestro y prefirió, más bien, huir para encontrar refugio en su soledad, tratando
de reconciliarse a la distancia con la muchacha abandonada y encontrando motivos que lo
hicieran reconocerse como un hombre falto de coraje, sintiéndose de esta forma culpable
de toda la situación tan incomoda que había generado. En medio de esa soledad, su única
tabla de salvación fue, una vez más, el relato de Job, el cual lo hacia sentirse como un
pecador frente a la desgracia que le estaba ocurriendo:
Cuando un hombre piensa que la desgracia se ceba en él por culpa de sus pecados,
puede ser que tenga razón y, en consecuencia, ese su pensamiento, además de
humilde, es bello y verdadero. Pero también puede suceder que lo crea así porque,
oscuramente, concibe a Dios como un tirano. Esta concepción absurda aparece
perfilada en cuanto se encasille a Dios bajo determinaciones o categorías morales,
como si fuera meramente un legislador (La Repetición: 255-256).
Como ya habíamos visto anteriormente, Job se encuentra fuera de las categorías de la
ética, porque su espíritu está situado en la dimensión puramente religiosa y su fe hasta el
extremo es lo que posibilita que nuestro personaje bíblico recupere al duplo todo aquello
que inicialmente daba por perdido. La madurez del carácter de Job hace que éste tome su
existencia de manera apasionada; pero no hablamos aquí de una pasión terrenal, sino de
una pasión que se encuentra dirigida hacia lo eterno, a lo absoluto, es decir, que existe una
pasión por la interioridad, por el cultivo de su propio espíritu. Como lo hemos anotado ya
antes con Kant, esta pasión es realmente la más grande sinceridad del corazón. Esta pasión
101
garantiza el instante de la repetición y solamente puede ser dada desde la fe. De esta
forma, Job puede aceptar toda su desgracia y hacerse responsable de su combate a
muerte con Dios, porque sabe a quien se está enfrentando y sabe las consecuencias de sus
palabras. En el caso del joven, éste aún no contaba con la seriedad suficiente para
reconocer que por encima de él existe un poder superior que es el que permite edificar
todo su mundo, alcanzar la seguridad necesaria para dejar a un lado su vida de pecado y
encontrarle a su vida un nuevo sentido. Pero, el joven estaba totalmente entregado a la
idea poética y ésta no le permitía alcanzar la única verdad posible que le ayudaría a salir
de ese entramado melancólico. Esa única verdad no es otra que tomar la existencia como
una pasión por la interioridad.
La repetición requiere entonces que el individuo apasionado realice el salto mortal hacia la
pura existencia del espíritu, es decir, que se convierta por completo en un existente ante
Dios, sin dejar de ser conciencia de sí mismo. De este modo aparece un compromiso eterno
con la propia existencia y se crea una unidad irrompible entre finito e infinito, dando paso
a una felicidad que se concreta en el orden de lo divino. Es así como el individuo pasa a
reconocerse en el amor incondicional de Dios y siente que hay una relación sincera entre él
y su creador, llegando a configurar su existencia bajo una forma totalmente auténtica y
viviendo siempre en virtud de su interioridad. Pero, ¿quién puede realizar entonces este
paso hacia una forma de vida auténtica y cumplir a cabalidad los movimientos tan
exigentes de la repetición?
3.3 El silencio de Abraham
El mejor ejemplo de una verdadera repetición nos lo ofrece el patriarca de la humanidad:
Abraham. Este personaje representa la obediencia extrema a la voluntad divina, en tanto
para demostrar aquella fidelidad y entrega al mandato de Dios es puesto a prueba y
debe sacrificar al hijo que tuvo cuando ya era demasiado anciano. En este sentido,
Abraham es la muestra perfecta de una existencia dentro de un estadio puramente
religioso, en tanto él ―construye su vida en íntimo diálogo con Dios‖ (Torralba, 1998:117) y
de esta forma puede esperar el milagro o, tal vez, el absurdo, de la vejez, es decir, la
llegada de su primogénito a pesar de sus cien años. Su esposa Sara, según el relato bíblico,
102
era una mujer estéril y por este hecho era aun más complicado que Abraham tuviera
descendencia; sin embargo, Dios le había prometido una gran nación al patriarca, si éste le
obedecía en todos sus mandatos y si respetaba aquella alianza eterna que se había
creado entre ambos. Por esta razón, Dios le concede un hijo a Abraham, de acuerdo a toda
la paciencia y a la espera que este hombre había tenido, pero aún más de acuerdo a la fe
en la promesa de su creador y al inmenso amor que éste sentía por aquella figura superior
a él, porque así como indica la 1 Corintios: ―tener amor es sufrirlo todo, creerlo todo,
esperarlo todo, soportarlo todo‖ (13, 4-7).
En este sentido, el unigénito llega para sellar el pacto que estaba establecido entre Dios y
Abraham y la esperanza traducida en fe logra el milagro; aún después de tantos años y ya
en el período de la vejez, Abraham no se siente cansado para desear y aguardar la
posibilidad del nacimiento de aquel que iba a convertirse en su posteridad. La vivacidad
del deseo da paso a la aparición de la conciencia que exige la responsabilidad de su salto
cualitativo, el cual es capaz de transfigurar el acto de amor y darle paso a la locura de la
fe, es decir, al instante del éxtasis místico, donde se siente con el corazón la presencia de la
divinidad y, donde culmina la búsqueda y la ilusión del patriarca se materializa recibiendo
a Isaac por vez primera. Es así como el absurdo se vuelve carne, a pesar de la incredulidad
de Sara y de los que absortos contemplaron la realización del milagro, el juego divino se
manifiesta en la vida de Abraham con la dación de su primogénito. La espera se había
hecho necesaria y al final tuvo su recompensa; ni siquiera la ancianidad apagaba la llama
de fe que ardía en las entrañas del patriarca de la humanidad.
La manipulación del absurdo en la vida del ansioso Abraham atendía a una contradicción
de la razón, en tanto ésta le jugaba una mala pasada, tratando de hacerle entender que
el tiempo ya había consumado las mieles del amor erótico de juventud. Pero, la fe es capaz
de moverse en terrenos ubicados más allá de la egoísta razón y, por esto, Abraham nunca
desespera en su búsqueda y por encima de todo cree y espera lo que algunos
consideraban como lo imposible. De esta manera, llega Isaac para sellar el pacto entre
Dios y Abraham, dando paso a que la esperanza del anciano se reconforte con la idea de
la aparición de sus naciones futuras. Todo ocurre porque él espera pacientemente y cree en
103
virtud del absurdo22, a pesar de su cantidad de años y los de su esposa y, aun más, a
pesar de la infertilidad de Sara, Abraham puede recibir a Isaac, porque este hijo es el
fruto de la fe. Las palabras del Señor a Abraham son las que sellan la promesa:
La voy a bendecir, y te daré un hijo por medio de ella. Sí, voy a bendecirla. Ella será
la madre de muchas naciones, y sus descendientes serán reyes de pueblos. […] Lo
que yo he dicho es que tu esposa Sara te dará un hijo, y tú le pondrás por nombre
Isaac. Con él confirmaré mi pacto, el cual mantendré para siempre con sus
descendientes (Génesis 17, 16. 19).
El absurdo de la fe le regala a su primogénito, pero tiempo después Abraham vuelve a ser
llamado por Dios y es puesto a prueba: debe entregar la vida de su hijo en sacrificio y
aquel que realizará dicho acto debe ser el mismo progenitor. En este sentido, la renuncia al
hijo que tanto tiempo había esperado es mediada por el acto de la resignación infinita.
Este acto no es otro que el movimiento interior, donde Abraham se desprende de su bien
amado material colocando por encima el temor a Dios y, otorgándole prioridad al amor
pasional que el patriarca siente por lo infinito. La promesa del pacto estaba latente en el
corazón del anciano y lo hacia alentarse ante la situación paradójica que se levantaba
frente a él. Es puesto a prueba por Dios, pero su amor trasciende todos los límites terrenales
y se entrega a los encantos de la fe. Esta vez gana el amor a Dios sobre todas las cosas
que el amor por su propia humanidad.
Abraham sabía que el resultado de su decisión iba a ocasionar su desgracia y la felicidad
tanto de Sara como la de él se vería truncada con el sacrificio. De esta manera, ―todo el
temor del combate se concentro en un instante: ―Y Dios puso a prueba a Abraham y le dijo:
toma tu hijo, el único, aquel a quien tú amas, Isaac; vé con él al país de Morija y allí
ofrécelo en holocausto sobre uno de los montes que yo te señalaré‖ (Temor y temblor: 22).
Vemos de esta forma que por medio del absurdo se logra el milagro, se experimenta la
angustia del sacrificio, se renuncia y no se deja de creer ni de amar a Dios. La muestra de
fe a través de la entrega física de su hijo, coloca a Abraham en un enfrentamiento con Dios,
los hechos o las acciones23 deben dar cuenta del amor que es locura desbordante,
renunciando al fruto que le fue entregado por esperar lo absurdo con paciencia y fe. La
He aquí una pequeña explicación que nos da el mismo Kierkegaard para comprender en qué consiste el
movimiento del absurdo: ―El absurdo, o actuar en virtud del absurdo, es, por lo tanto, actuar según la fe,
confiando en Dios‖ (Diario íntimo: 260). La confianza en Dios es suficiente para recuperar todas las
esperanzas perdidas.
22
23
―Así pasa con la fe: por sí sola, es decir, si no se demuestra con hechos, es una cosa muerta‖ Santiago 2, 17.
104
crisis de la adultez24 pareciese no conmover al patriarca y se regocija en la decisión del
sacrificio.
Es así como el anciano emprende la marcha hacia el monte Morija, llevando a Isaac como el
cordero para su sacrificio. El largo camino que debe emprender Abraham, siempre va
acompañado del silencio que le genera esta situación tan inexpresable e incomprensible
ante los ojos de los demás. Aun así, él sabía que estaba siendo puesto a prueba por el
Señor y que ―después de haber realizado lo absurdo mediante el milagro‖ (Temor y
temblor: 22) era Dios mismo quien lo llamaba a hacer el sacrificio y a desenvainar el
cuchillo para dar muerte a Isaac. Pero Abraham también sabía que aquel iba a ser el
destino de su decisión; Abraham fue retado por el Señor y aceptó, fue capaz de manifestar
la pasión que trae consigo el amor divino y la elevación de su fe se condensó en un solo
punto: el sacrificio, el acto violento de amor. Abraham ―sabía que el Todopoderoso lo
estaba probando y que ese sacrificio era el más duro de los que podía exigirle; pero sabía
también que ningún sacrificio es demasiado duro cuando Dios ordena, y sacó el cuchillo‖
(Temor y temblor: 26), de esta manera, el momento de la elevación del cuchillo para dar
muerte a Isaac es la representación trágica de la voluntad de Dios realizada por lo finito.
Abraham era casi una marioneta de Dios, él habría renunciado a cometer el sacrificio pero
su vida futura lo martirizaría por siempre y se entendería como aquel cobarde que dudo
de su fe.
Por esta razón, la duda no puede aparecer en el camino de ascenso al monte y tampoco
desde antes que se emprenda el recorrido, porque de aquello de lo que está seguro
Abraham es de su fe inmensa en el Señor y de su amor que es capaz de saltar las barreras
terrenales. Abraham no se detuvo en la subida al monte Morija para dudar y tampoco
estando allí sintió temor, porque ―aunque pase por el más oscuro de los valles, no temeré
peligro alguno, porque tú, Señor, estás conmigo‖ (Salmo 23). Si la incertidumbre hubiera
tomado partido en la decisión del patriarca, las naciones siguientes no lo habrían
reconocido como el padre de la fe. La decisión se mantiene firme hasta el momento en que
Abraham levanta el cuchillo para dar muerte a Isaac, su amor lo puede todo y es posible la
Como bien lo ilustra Kierkegaard en su Diario Intimo, esta crisis o este período de la adultez es donde: ―El
sol aparece en el horizonte y el rocío se evapora; con él se desvanecen los ensueños de la vida y llega la
hora en que es preciso saber si el hombre será capaz, empleando otra imagen del mundo de las flores, de
segregar por sus propios recursos, como el laurel rosado, una gota que ha de subsistir como el fruto de su
vida‖ (1993: 10-11).
24
105
renuncia, porque en su corazón alberga el sentimiento de la religación permanente con Dios
y mantiene vivo el consuelo: ―amar a Dios sin tener fe es reflejarse en sí mismo, pero amar a
Dios con fe es reflejarse en Dios‖ (Temor y temblor: 40). Es decir, el móvil de la acción es
únicamente la experiencia de fe, comprendida desde el sentimiento místico donde se siente
y se vive la unidad entre lo divino y lo terreno.
A pesar de su gran prueba, la esperanza estaba presente en el corazón de Abraham, pues
creía que Dios no le exigiría el sacrificio de su bien amado; pero, si ocurría lo contrario él
estaba también dispuesto a cumplir con la voluntad divina, porque este caballero de la fe
no es ningún cobarde que ―no impide a su amor penetrar hasta lo más profundo de sus más
ocultos pensamientos y dejarle enredarse en innumerables vueltas alrededor de cada
ligamento de su conciencia; aunque su amor se haga desgraciado jamás podrá librarse de
él‖ (Temor y temblor: 45). La prueba puesta por Dios exige entonces la respuesta sincera de
Abraham, pues se presenta como algo fascinante y tremendo que es irreductible a toda
comprensión humana.
La promesa de las naciones futuras se mueve en el ámbito del amor, en donde Dios es
capaz de mantener su palabra si Abraham llega a la demostración de su fe, ya que la
promesa es aquello que mantiene viva la esperanza de Abraham y que le ayuda a
complementar el momento de su existencia finita. Después de sentir el llamado, Abraham se
ve abocado a la voluntad divina y transforma su ser sintiéndose uno con lo eterno; así, se
comprende ahora como aquel que es capaz de enfrentarse con Dios y sabe que su lenguaje
finito es equiparable al lenguaje divino, creando de esta forma la conciencia de su ser
eterno. Por esto,
El tipo perfecto del <<movimiento según la fe>> nos lo ofrece Abraham. Este ha
realizado, en efecto, el movimiento de lo absurdo aceptando sacrificar su más amado
bien y en consecuencia aceptando suspender lo ético y salirse de lo general, y al
mismo tiempo manteniéndose firme en la convicción de que Isaac le sería devuelto. De
esta manera ha penetrado en la vida más elevada: se ha puesto en relación infinita
con el Infinito, en relación absoluta con el Absoluto, lo que constituye la esencia misma
de lo religioso (Jolivet, 1946: 220).
De esta manera, la figura del patriarca pasa por la experiencia extática, donde suspende
su propia existencia; ese instante donde siente la totalidad del tiempo le abre las
posibilidades a Abraham y éste opta por el sacrificio de su hijo como muestra del temor a
Dios, que se traduciría en el combate contra éste. Así, se abre ahora la fe como la
106
paradoja que llevará a Abraham al mutismo. En la noche callada y constelada, Abraham
siente el llamado; apareciendo junto a éste el sentimiento de angustia, ya que, de una u
otra manera se siente acorralado, pero aún así tiene fe, nunca desespera y obedece. La
angustia siempre está presente en esta historia, desde el momento que siente el llamado
divino y es puesto a prueba, vemos como Abraham se sumerge en la angustia de su
decisión, siente que el suelo se resquebraja a sus pies: es el temblor de la fe. No es la
angustia ante el pecado, sino la angustia ante el temor de Dios lo que lo lleva a actuar. Y
en este contexto aparece la obediencia como el único camino para liberarse del sentimiento
de deber y la que determina la decisión de Abraham.
La figura de éste caballero de la fe toma como impulso la resignación infinita; sin embargo,
en el momento en que se suspende en el aire intenta olvidar el sentimiento de la resignación
y lo esconde bajo la satisfacción del deber cumplido que le exige el mandato celestial;
pero cuando las puntas de sus pies sienten el suelo de nuevo, la melancolía aparece
acompañada del silencio. En este sentido, la fe siente en carne viva su absurdo sin límite y
su incapacidad de predecir lo futuro. Aquí el hombre de fe se siente abismado al no
conseguir descifrar el misterio divino. A pesar de la sentencia que dicta el absurdo, la
elección de Abraham deshace la oscuridad del paisaje, encuentra su sentido vital por el que
está dispuesto a vivir, a morir y a entregar la vida de su bien más preciado. La resignación
cumple así su cometido.
El caballero de la fe ha efectuado y cumplido en todo instante el movimiento infinito.
Vuelca en la resignación infinita la profunda melancolía de su vida, conoce la
felicidad de lo infinito, ha experimentado el dolor de la total renuncia a aquello que
más ama en el mundo; y gusta lo finito con tan pleno placer como aquél que no ha
conocido nada mejor, no muestra señales del adiestramiento que hace sufrir inquietud
y temor; se deleita con un aplomo tal que, parece, nada hay más cierto que este
mundo finito. […] Se ha resignado infinitamente a todo para recobrarlo todo en
virtud del absurdo (Temor y temblor: 44).
Este abandono de sí posibilita la apertura de la religación con lo divino. El sacrificio de
amor es la entrega absoluta para dejarse poseer por Dios. El jugarse la mismidad en la fe,
el donar lo más propio de sí, es la paradoja del cristiano y allí se juega su existencia. La fe
es el padecimiento más original del creyente que se convierte en una fuerza vital; de esta
forma el cristiano puede dirigirle a Dios las siguientes palabras: ―quiero lo que
quieras, quiero porque quieres, quiero como Tú lo quieres, quiero hasta que Tú quieras‖
(Oración de Clemente XI). La abnegación de Abraham, su entrega a la voluntad de Dios, su
107
experiencia de fe es el salto al abismo, él se lanza de cabeza en la vida misma.
Igualmente, el sacrificio supone el acto de decisión libre, donde aquel que salta se
abandona a sí mismo pero a su vez se religa con lo que está separado, por esto en el
momento en que sus pies dejan de tocar el suelo y se siente suspendido en el aire, aparece
el momento extático, donde se siente placer al creer que hay una unión entre la finitud y lo
eterno. Este instante de frenesí exige que Abraham deje a un lado su propia existencia, que
ponga a prueba su deber moral y que experimente la angustia frente al abismo que se
encuentra justo bajo sus pies. Abraham se eleva para ver las posibilidades y se juega su
existencia en la apuesta de la fe. La renuncia al bien amado terrenal, le permite a
Abraham transfigurar su amor en el instante del salto y entregarlo al ser eterno; de esta
manera el dolor con el que se había enfrentado en la resignación infinita le otorga al
patriarca una sensación de consuelo.
Sin embargo, el salto cualitativo implica una caída de nuevo a la tierra. De esta forma, los
dedos sienten que tocan nuevamente el suelo, pero aquel que salta se rehúsa a caer
completamente, porque el goce del estado de suspensión en el aire no se repetirá
nuevamente con la misma intensidad, se salta una sola vez y se cae de cabeza al abismo
de la vida terrena. El volver a caer después del salto debe ―transformar en marcha el salto
hacia la vida, expresar el sublime impulso en el curso terreno‖ (Temor y temblor: 45), ya que
el que salta no deja que su temporalidad transcurra pobremente mientras espera a que
llegue la eternidad (cfr. Guerrero Martínez, 1993: 178), sino que siente nuevamente el
gusto por lo finito y se encuentra reconciliado eternamente con lo divino. En el caso de
Abraham y de su descendencia, podemos ver que ambos fueron bendecidos por el Señor y
sienten de nuevo el deleite de lo terreno:
El señor ha dicho: ―Puesto que has hecho esto y no me has negado a tu único hijo, juro
por mi mismo que te bendeciré mucho. Haré que tu descendencia sea tan numerosa
como las estrellas del cielo y como la arena que hay a la orilla del mar. Además,
ellos siempre vencerán a sus enemigos, y todas las naciones del mundo serán
bendecidas por medio de ellos, porque me has obedecido (Génesis 22, 16-18).
Abraham se vuelve a reconciliar con la vida y emprende el camino de los últimos días de su
existencia, pero aquella reconciliación no logra que la resignación guarde su lugar en el
recuerdo del patriarca y que el sentimiento de dolor de lo que iba a ser la perdida de su
hijo se esfume de la memoria del Padre de la fe. En este sentido, la resignación inventa
imágenes de consuelo y ayuda para que sea posible la ilusión de la reconciliación entre el
108
patriarca y su vida terrena. De esta forma, Abraham se halla en una relación absoluta
para con lo absoluto y confirma el hecho de que: ―Quien ama a Dios no tiene necesidad de
lagrimas ni de admiración; olvida el sufrimiento en el amor y tan completamente que no
subsistiría tras él la menor huella de su dolor si Dios mismo no se la recordase; porque vive
en el secreto, conoce la miseria, cuenta las lagrimas y no olvida nada‖ (Temor y temblor:
134).
Es necesario tener ahora en cuenta de que Dios le había exigido mucho más a Abraham
que a Job, de ahí que el significado de la prueba que debe superar el patriarca lo
consagre como el padre de la fe. Es Abraham quien debe levantar el cuchillo sobre el ser
más amado por sus entrañas; y es él quien debe ejercer violencia sobre su propia
humanidad. Aún así Abraham no se detiene a reflexionar sobre aquello que ante los ojos
de la ética puede resultar como un crimen. Es ésta última quien lo condena, quien lo maldice
y quien lo lleva al estrado buscando que acepte que si él llegase a cometer el sacrificio,
pasaría entonces a convertirse inmediatamente en el asesino de su propio hijo. Abraham
suspende cualquier valoración ética de su comportamiento o intención. Sin embargo, este
hombre excepcional había traspasado las barreras de lo general y había huido de la voz
de la razón, para sentarse en lo propiamente religioso, lo cual no le condenaba por el
absurdo que iba a cometer, sino que lo hacia reflejarse como el individuo más obediente a
la voluntad divina por encima del resto de los mortales.
Dios no ofrece ningún tipo de razón para ―exigir a Abraham el gesto más cruel e imposible,
el más insoportable: ofrecer a su hijo Isaac en sacrificio. Todo esto ocurre en secreto. Dios
guarda silencio sobre sus razones‖ (Derrida, 2000: 61). Al ver que Dios calla y solo exige el
sacrificio, a Abraham no le queda otra opción más que guardar silencio frente a Sara e
Isaac, ya que ni ellos ni nadie podrían comprender las explicaciones del acto que va a
realizar. En este sentido, Abraham debe guardar el secreto del sacrificio, porque es
imposible expresar palabra alguna sobre este acto terrorífico. El mutismo logra su cometido
y vuelve preso al patriarca, y con esto el silencio ante al secreto se convierte ahora en la
ruptura más radical con el orden de la ética, que en todo momento exige a Abraham que
exprese aquello que le angustia y, más que todo, que sus palabras demuestren el acto de
locura que va a cometer por mantener intacta su fe y su amor por algo superior. De esta
forma, vemos que:
109
Abraham transgrede el orden de la ética. Porque la ética, según Kierkegaard, no
tiene expresión más elevada que la que nos vincula con nuestros prójimos y con los
nuestros (éstos pueden ser la familia, mas también la comunidad concreta de los
amigos o de la nación). Al guardar el secreto, Abraham traiciona la ética. Su silencio,
en todo caso el hecho de que no desvele el secreto del sacrificio solicitado, no está
ciertamente destinado a salvar a Isaac (Derrida, 2000: 62).
A pesar del silencio, el patriarca se hace responsable de su decisión y sabe que se
encuentra totalmente solo y replegado en su singularidad. Él siente todo el temor y el
temblor de esta prueba, ya que la experiencia del sacrificio lo hace ponerse como aquel
hombre que es capaz de arriesgar y de dar muerte a aquello único, a aquello insustituible,
a aquello amado y más valioso de toda su vida. Sin embargo, Abraham toma la decisión
sin reproche de llevar a cabo el mandato divino, constituyéndose así como un individuo con
una profunda convicción interna que se hace enteramente responsable de su elección y que,
a pesar de los juicios que podrían hacerse en su contra, prefiere la vida en unión con lo
infinito y de acuerdo a su propio espíritu que una vida reconciliada con los otros. Vemos
entonces que ―la responsabilidad exige la singularidad irremplazable‖ (Derrida, 2000: 55).
Abraham no puede sustituirse para que otro cometa el sacrificio, debe ser él quien lo lleve
a su último termino, ya que fue él quien decidió obedecer hasta el extremo y quien al sentir
el llamado se puso en marcha, sin detenerse a pensar en las razones que habrá tenido Dios
para elegirlo a él como el responsable de esta prueba.
La seducción de lo divino hace que Abraham deje de lado cualquier mandato humano
razonable, que le exija detenerse en la marcha y que lo obligue a hablar para no hacerse
más culpable de su propia decisión. Pero Abraham no sucumbe ante la tentación de la ética
que lo llama a toda hora para que exprese lo general, lo cual ―consiste en hablar, es decir,
en introducirse en el elemento de la generalidad para justificarse, para rendir cuentas de la
propia decisión y responder de los propios actos‖ (Derrida, 2000: 63). Es decir, nos
topamos aquí con lo injustificable. De acuerdo con el sentir propio de la ética, Abraham
debe dar una justificación a los demás, debe hacerse responsable ante un tribunal que lo
juzga como un asesino, es decir, debe responder, rendir cuentas, en últimas, hablar del
sacrificio; pero la paradoja, el absurdo y el escándalo, presentes en toda esta situación,
hacen que Abraham se convierta en un individuo ante Dios, pues él basa su responsabilidad
en la absoluta obediencia hacia lo divino. Él prefiere mantener el secreto. Por esto,
Abraham se presenta ante el único que no lo observa con ojos acusadores, sino que lo
110
alienta a continuar con su más grande prueba de amor, ya que así quedaría encarnada la
fe en un individuo que jamás dudo de su fe y que a su vez, espera la realización de la
promesa de las naciones futuras.
Así, podemos ahora decir:
Abraham se presenta, pero ante Dios, el Dios único, celoso, secreto, el Dios a quien
dice <<heme aquí>>. Mas, para hacer esto, debe renunciar a la fidelidad a los
suyos, lo que constituye un perjurio, o bien negarse a presentarse ante los hombres.
Deja de hablarles. Cuando menos, esto es lo que da que pensar el sacrificio de Isaac
(todo ocurriría de otro modo en el caso del héroe trágico, Agamenón por ejemplo)
(Derrida, 2000: 64).
Abraham no se constituye como ningún héroe trágico que es llamado para cometer una
prueba y darle muerte a su propio hijo, ya que este hombre es la muestra del más grande
caballero de la fe, en tanto vive en virtud del respeto a su interioridad, mientras que un
héroe trágico lo haría simplemente por conservar su apariencia exterior y, por tanto, de
acuerdo a una esfera ética que lo llama a cometer un sacrificio para superar un interés
general. En la tragedia todo sacrificio es aceptado en la medida en que pueda ser
justificado por una instancia superior a la individualidad. En este orden de ideas, nos
encontramos, por ejemplo, con la historia de Agamenón, el cual debe dar muerte a su hija
Ifigenia, ofreciéndola en sacrificio a la diosa Minerva, para alcanzar un viento favorable
en la expedición hacia la isla de Troya. Este sacrificio no comporta una prueba
propiamente religiosa, sino simplemente sitúa su telos ―en una expresión superior de lo
moral‖ (Temor y temblor: 66), ya que se realiza el sacrificio o bien para salvar un pueblo, o
bien para defender la idea del Estado, o bien para apaciguar a los dioses irritados (cfr.
Ibid.). El héroe trágico es grande por su virtud moral, ya que él ―renuncia a sí mismo para
expresar lo general‖ (Temor y temblor: 84); este héroe culmina pronto el combate, pues se
halla instalado en lo general y allí encuentra reposo. Igualmente, el héroe trágico puede
recibir consejos de los demás, pues escucha y habla; se puede expresar, sabe que va a
realizar su sacrificio de acuerdo a su idea de moralidad y, de acuerdo a su heroísmo,
puede alzar el cuchillo para dar muerta a su hija, encontrándose ahora reconciliado con la
virtud moral.
Por otro lado, el caballero de la fe se encuentra por fuera de lo moral, ya que con su
actitud realiza una suspensión teleológica de lo moral; él realiza su acto de amor violento
no solamente por deber y por obediencia a Dios, sino ante todo por fe, y gracias a ésta es
111
capaz de ir mas allá de lo estrictamente mundano. Es así como ―el caballero de la fe posee,
pues, desde un principio la pasión necesaria para concentrar la moral, que rompe, en ese
único punto que consiste en darse la seguridad de que ama realmente a Isaac con toda su
alma‖ (Temor y temblor: 87). Abraham debe darle la muerte a aquello que más ama; y ésta
es la prueba más difícil y dolorosa que debe superar, porque se trata de un acto de amor,
es decir, de un amor que es locura y que, a su vez, sobrepasa todo límite ético, llegando
inclusive a odiar lo que más ama ―en el mismo momento, en el instante de darle (la) muerte‖
(Derrida, 2000: 66). De esta manera, Abraham llega a sentir un odio hacia los suyos
guardando silencio, es más empieza ―a odiar a su hijo único bienamado aceptando darle
(la) muerte. Los odia no por odio ciertamente, sino por amor. No por ello odia menos, al
contrario. Es preciso que Abraham ame absolutamente a su hijo para llegar a darle (la)
muerte, a hacer lo que la ética llama odio y crimen‖ (Derrida, 2000: 67).
Dios le exige a Abraham darle la muerte al hijo por el cual siente un amor único, absoluto e
inconmensurable; por esto, se trata ciertamente de una ofrenda del bien más amado. Por
esta razón, estamos entonces ante la paradoja de la fe, la cual ―consiste en que hay una
interioridad inconmensurable con lo exterior y esta interioridad, interesa notarlo, no es
idéntica a la precedente, sino una interioridad nueva‖ (Temor y temblor: 77). Esta
inconmensurabilidad no puede mostrar lo interior, aquello que está oculto, el secreto; por
eso, se elige el silencio, porque hay una imposibilidad para hacerse comprender por los
suyos. Por esta razón, el caballero de la fe es un individuo solitario; el movimiento de la fe
lo recorre sin ninguna compañía, porque precisamente nadie lo puede socorrer, nadie lo
puede aconsejar, nadie lo puede comprender y, más aun, nadie puede entender y aceptar
el absurdo. En este sentido, vemos como Abraham
… no puede hablar pues no puede dar la explicación definitiva (de suerte que sea
inteligible) según la cual se trata de una prueba; pero, cosa notable, una prueba en
la cual lo moral constituye la tentación. […] hace dos movimientos: el de la
resignación infinita, en la cual renuncia a Isaac, cosa que nadie puede comprender
porque es un asunto privado; pero además cumple en todo momento el movimiento
de la fe, y allí tiene su consuelo. Dice en efecto: ―no, eso no sucederá y si sucede el
Eterno me dará un nuevo Isaac en virtud de lo absurdo‖ (Temor y temblor: 128)
Es así como Abraham se encuentra totalmente vinculado con Dios en la esfera de la fe, ya
que su acto de amor va más allá de cualquier deber y transgrede el límite de lo
propiamente ético, pues ha realizado todos los movimientos exigentes de la fe y se
112
convierte así en un verdadero Individuo, en una existencia auténtica, en tanto gracias al
instante de la decisión y al salto cualitativo deja de lado su anterior existencia, para darle
paso a una nueva en relación absoluta con lo absoluto. De esta forma, el salto de Abraham
se convierte en un modelo para los demás, ya que vive, ha vivido y vivirá siempre en
presencia de Dios. En este sentido, el padre de la fe es capaz de reconocer a Dios como el
absolutamente Otro y, aparece entonces dentro de la conciencia abrahámica el Otro como
constituyente del centro de gravedad (cfr. Torralba, 1998: 173). Abraham responde
incondicionalmente a la llamada de lo absolutamente Otro y, como vimos anteriormente, es
capaz de ir mas allá ―de los referentes y cánones éticos establecidos‖ (Torralba, 1998: 6566); por esta razón, se hace el individuo más libre de toda la historia de la humanidad, ya
que es Dios quien le regala esa libertad y lo convierte en uno de sus hijos más fieles y con
los cuales siempre habrá una confianza absoluta. Vemos entonces como Abraham hace de
esta relación de oposición y confianza, la única ley y la única premisa para toda su
existencia, llegando a convertirse de esta manera en el individuo más obediente al
imperativo de Dios, constituyéndose como una excepción y como una existencia única dentro
de todo el grupo de aquellos que se consagran como cristianos realmente creyentes.
La excepcionalidad de Abraham radica en su silencio para guardar el secreto frente a la
terrible prueba que le es impuesta y, por otro lado, en la renuncia a toda ley humana, ya
que este personaje se ubica por fuera de todo límite ético y solamente se hace responsable
ante Dios y no ante los hombres25. En ese silencio radica su profunda interioridad, a su vez,
está presente también la singularidad que lo consagra como un individuo diferente de todos
los demás, llegando a convertirse en el hombre que tiene una conciencia de sí mismo, que ha
podido transfigurar el acto del sacrificio ―en un amor cuyo objeto es el ser eterno […],
otorgándole la conciencia eterna de la legitimidad de su amor bajo la forma de una
eternidad que realidad alguna podrá arrebatarle‖ (Temor y temblor: 48). Ahora Abraham
se encuentra eternamente ligado a Dios, su re-encuentro con el amor divino hace que
recupere su existencia terrena de manera integra, porque el caballero de la fe no olvida
que pertenece a un mundo finito, al contrario, hace de este mundo parte de su existencia,
Dentro del marco de personajes que se constituyen como excepciones vemos que éstos ―se legitiman a sí
mismos, en cuantos hacen de ellos su propia ley o en cuanto se sienten autorizados –en medio del tormento y
el sufrimiento que es el signo que a la vez cumple la función legitimadora- a autointerpretarse como
excepciones a la ley por parte de quien hace la ley y, por tanto, al estar fuera, tiene el poder para
constituirlos en excepción. Como reyes no constitucionales, solamente son responsables ante el Señor Absoluto
[…] Abraham es responsable solo ante Yahvé‖ (Amorós, 1987: 101).
25
113
solamente que ahora ve todo con ojos nuevos, porque el espíritu inunda sus actos y sus
decisiones, su existencia cobra un sentido real y puede traspasar los limites de lo
meramente objetivo, para constituirse en su propia subjetividad, la cual lo hace ver como un
individuo auténtico. En este sentido, al individuo su fe lo reconforta en todos los aspectos de
su vida y gracias a ésta puede darle paso a la verdadera felicidad26.
Volviendo al caso del joven poeta, vemos que este personaje no es capaz de configurarse
a sí mismo como un verdadero individuo, en tanto, no puede darle cabida a la fe en su
existencia, porque no cuenta con la capacidad de entrega absoluta a los designios divinos
y no compromete toda su existencia en el voto que requiere ser un creyente auténtico. De
ahí que su proyecto de convertirse en una excepción legitima quede frustrado, porque
retorna a su existencia de poeta y no puede alejarse de ésta por más que lo intente.
Asimismo, vemos que el joven no se aparta en ningún momento del común de los mortales,
en tanto el reconocimiento que desea para su existencia debe provenir de los demás, ya
que todos, y en principio la muchacha de la cual estaba enamorado, deben dar cuenta de
su honor y su honra. En este sentido, él está aún cobijado por la ley humana, y aunque ésta
lo tilde de cobarde, jamás renuncia a ella para entregarse, a cambio, a una ley divina que
lo reconforte y que le permita retomar el camino recorrido con la muchacha; por esto, su
decisión radica entonces en mantener su vida de poeta.
Entrelazando la historia de nuestro personaje bíblico, Abraham, con la del joven poeta,
podemos ver que el momento del sacrificio se encuentra presente en ambas situaciones, ya
que el joven decide alejarse de la muchacha por el temor que le genera el hecho de llegar
a aburrirla con su inclinación hacia un talante melancólico. Pero, dicha decisión es tomada
únicamente por el joven en beneficio exclusivo de sí mismo, en tanto cree que este
distanciamiento va a ayudarle a convertirse en un buen prospecto de marido, mientras que
para Abraham la decisión de sacrificar a Isaac no está mediada por ningún beneficio
externo, porque él no quiere complacerse a sí mismo y mucho menos busca la simpatía de su
comunidad. Puesto que precisamente renuncia a todos esos elogios humanos, Abraham
prefiere ejercer violencia contra su propia humanidad y, solamente desea mostrarle su
infinito amor a Dios y su gran capacidad de obediencia hacia su mandato divino. Vemos
Como bien lo dice Luis Guerrero Martínez, ―para ser cristiano no es necesario alejarse del mundo o de las
actividades del mundo; pero tampoco basta con afirmar que en la interioridad ya se ha aceptado la
invitación de Cristo, pues de este modo se convierte al cristianismo en algo que no representa el mas mínimo
esfuerzo‖ (1993: 265-266).
26
114
pues que se trata de una prueba de amor, en tanto, todo se encuentra inundado por la
facultad absoluta que tiene el patriarca de amar a su creador; por su parte, el joven decía
amar a la muchacha y, por esa misma capacidad de amor, renunciaba a ella, pero este
amor no se encontraba reconfortado en lo divino, no era capaz de traspasar las fronteras
de lo estrictamente humano, sino que se ahogaba en los ámbitos puramente terrenales.
La repetición que acontece en el joven poeta es puramente estética, ya que puede
recuperarse a sí mismo, pero en cuanto poeta, no en cuanto individuo religioso, puesto que
el objeto de amor del joven es algo mundano, esto es, pertenece al orden de lo finito,
mientras que en el caso del individuo éste basa su amor en algo supremo a toda relación
humana, ya que elige pues el amor infinito. El joven ha concentrado toda su energía en
alcanzar y pertenecer estrictamente a la idea poética; por supuesto, esta situación no lo
reconforta totalmente, pero su ilusión hace que de alguna u otra manera se sienta satisfecho
con este vínculo estético, aunque no le proporcione una felicidad completa, y mucho menos
sea el anhelo adecuado para fundamentar el resto de sus días. Sin embargo, el joven cree
haberse reconquistado nuevamente y en ese momento de efervescencia poética escribe las
siguientes palabras que muestran su nuevo estado emocional:
Pertenezco a la idea, exclusivamente a la idea. Cuando me hace una seña, me
levanto inmediatamente y la sigo. Cuando me cita para un encuentro, la estoy
esperando día y noche, siempre disponible. Porque nadie me llama a la hora de
comer, ni nadie me espera a la hora de la cena. Cuando me llama la idea lo
abandono todo, o, mejor dicho, no tengo ya nada que abandonar, ni dejo a nadie
plantado, ni causo dolor y tristeza a nadie mostrando mi fidelidad a la idea, ni
tampoco mi espíritu se entristece pensando que otra persona pueda sufrir por ello. Y
cuando vuelvo a casa de estos encuentros con la idea, nadie se pone a leer con todo
su interés en los rasgos de mi rostro, ni nadie me escruta con su mirada de los pies a
la cabeza, ni tampoco nadie trata de sonsacarme una explicación que yo no estoy en
condiciones de dar a otra persona, pues en realidad ni yo mismo sé si he alcanzado
la cima de la felicidad o me he hundido en el abismo de la miseria, si he ganado o
perdido en la vida (La Repetición: 275-276).
El final de su declaración nos muestra aun la debilidad de su espíritu, en tanto ésta hace
que no sepa con exactitud si su nuevo estado ha sido una ganancia para su existencia o,
por el contrario, si es una mera ilusión que le devuelve la calma por unos segundos y luego
aparece nuevamente la desesperación. Aunque no es una conclusión obvia, podemos intuir
que el joven poeta no se siente a gusto con su sufrimiento, sino que, por el contrario, añora
la sucesión de dicho estado incomodo para su existencia. En el caso del padre de la fe, él
no reniega jamás de la prueba que tiene que realizar y tampoco intenta buscar consuelo en
115
su comunidad, porque ―Abraham no puede empero ni hablar, ni compartir, ni llorar, ni
quejarse‖ (Derrida, 2000: 74); él se encuentra absolutamente solo en este valle lleno de
espinas y, aun así, su espíritu no se resquebraja y tampoco se lamenta de su decisión.
Abraham mantiene la frente en alto y continúa en ascenso hacia el monte, donde debe dar
muerte a Isaac. A pesar del terrible acto que va a cometer, la angustia presente en su
corazón no lo consume, sino que al contrario hace que los pies del patriarca se dirijan con
paso firme hacia el altar donde se comprobará su fe.
La prueba, en el caso del padre de la fe, lo convierte en el hombre más grande de todos,
ya que pudo amar y creer en Dios sobre todas las cosas, y aun más, tuvo la valentía de
renunciar a su razón terrestre para abandonarse exclusivamente en las exigencias de fe:
Muchos padres han creído perder con sus hijos su más preciado tesoro en el mundo y
toda esperanza para el porvenir; pero ninguno de los hijos ha sido el hijo de la
promesa en el sentido en que Isaac lo fue para Abraham. Muchos padres han
perdido sus hijos; pero fue la mano de Dios, la inmutable e insondable voluntad del
Todopoderoso, la que se lo arrebato. Muy otro es el caso de Abraham. Una prueba
más dura le estaba reservada; y la suerte de Isaac dependió del brazo de Abraham
que sostenía el cuchillo. ¡Ésa era la situación del anciano frente a su única esperanza!
Pero no dudó; no miró angustiosamente a derecha e izquierda, no fatigó al cielo con
sus súplicas. Sabía que el Todopoderoso lo estaba probando y que ese sacrificio era
el más duro de los que podía exigirle; pero sabía también que ningún sacrificio es
demasiado duro cuando Dios ordena, y sacó el cuchillo (Temor y temblor: 26).
Después de haber obedecido el mandato divino y recobrar nuevamente a Isaac, Abraham
continúa con su existencia terrena y, gracias a su fe, recibe la promesa hecha por Dios de la
bendición de todas las naciones de la tierra. Recobra así el sentido de su vida y, aunque no
olvida la prueba a la que fue sometido por su creador, deja de lado la angustia que le
generó ese instante decisivo, para darle paso al cultivo de su espíritu y al cuidado de su
propia interioridad. Este cuidado no es otra cosa más que poner como bandera su fe en
todas sus acciones cotidianas, manifestando de este modo la autenticidad de su existencia.
Esta nueva marcha de Abraham es lo que el cristianismo conoce ilustrativamente como un
nuevo nacimiento en el espíritu, esto es, la reafirmación de su amor eterno hacia lo
absolutamente otro.
En esta larga exposición hemos visto los diferentes elementos que acompañan a la
repetición, pero es ahora cuando nos atrevemos a mencionar el verdadero significado de
aquel movimiento religioso, bastante exigente, que permite la apertura a una nueva
existencia. Ahora, podemos afirmar que la repetición significa la reintegración en un estado
116
primigenio, en el cual se recupera el asombro y la espontaneidad del primer amor, donde
se recobra la pasión y la entrega absoluta hacia el ser amado, donde se retoma el interés
de amarlo para siempre, a pesar de las dificultades, donde se reafirma el hecho de
edificar a partir de este amor y, finalmente, donde se reconquista de nuevo la disposición
de vivir en concordancia con un eterno presente.
117
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