CUENTARIO DE TERROR - Mi librería personal

CUENTARIO DE
TERROR
Miguel Angel Cuevas Guinto
Todos los derechos reservados © 2013
Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra
Tabla de contenido
La máquina ...................................................................... 2
En el infierno. .................................................................. 4
Cómo nacen las brujas ................................................. 24
El Berraco ...................................................................... 26
Cuando el tecolote canta, el indio muere ................... 28
El brujo .......................................................................... 29
El chaneque .................................................................... 31
El hombre lobo .............................................................. 34
El perro negro ................................................................ 37
El roba chico .................................................................. 40
El conductor................................................................... 43
La leyenda del espejo maldito....................................... 44
Cerrar los ojos ............................................................... 47
La Llorona ¿cómo se convirtió en alma en pena? ....... 48
El asesinato del extraterrestre ...................................... 50
La leyenda del caballo del diablo. ................................ 53
La leyenda del carruaje diabólico ................................ 54
Cazador de almas .......................................................... 61
La mujer serpiente ........................................................ 64
La mujer tarántula ........................................................ 68
El jinete sin cabeza ....................................................... 72
La máquina
¡Lo había logrado!, ¡había inventado la
"máquina", pronto sería el hombre más
famoso
del
mundo!
La
máquina
revolucionaría la ciencia; la tecnología daría
el salto cualitativo más asombroso de todos
los tiempos; los avances científicos serían de
tal magnitud que la historia de la humanidad
cambiaría para bien.
Recordó que años atrás
tuvo
una
reveladora visión, el dios de la ciencia lo
visitó durante la noche inspirándole las ideas
más increíbles que un ser humano pudiera
concebir.
Trabajó durante meses sin dormir, febril
afinaba el proyecto hasta que estuvo listo y
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funcionando en su cerebro como un perfecto
prototipo.
Los años pasaron sumándose uno a uno,
hasta que alcanzaron la suma de veinte, un
pequeño número, que en este caso significaba
toda una vida de privaciones, sacrificios y
esperanzas rotas en un día y reafirmadas en
el siguiente; veinte años de burlas, de dudas
sobre su talento al grado de calificarlo como
genio loco.
―Se reían a carcajadas cuando les dije que
podía crear la "máquina", una maravillosa
invención capaz de cumplirles a los hombres
sus más caros anhelos. Les expliqué el
principio
científico
que
regía
el
funcionamiento de la "máquina", pero cada
vez que hablaba para sintetizarles
con
palabras las complicadas fórmulas reían más
y más‖.
―No lo entendían, jamás lo entendieron,
pero realmente ellos no eran culpables, ¿qué
podían saber de las extrañas y oscuras
fuerzas que rigen nuestro universo? ¿Qué
podían saber de los enormes caudales de
energía creativa que gira a nuestro derredor?‖.
Pero ahora la "máquina" estaba lista para
ser presentada al mundo, allí estaba la gran
esfera que flotaba con un zumbido y una luz
que hipnotizaba.
Pronto pasó el primer hombre, al que se le
concedieron sus más caros caprichos,
después... después la fila fue interminable,
miles y miles quedaban satisfechos ante la
gran esfera que de manera incansable cumplía
todos los deseos.
―Ocasionalmente yo iba a la parte posterior
de la "máquina" para darle mantenimiento,
abría una pequeña puerta, el calor me
invadía en forma de rojo resplandor, le daba
cuerda y procedía a cerrar la puerta, las
instrucciones del dios de la ciencia habían
sido muy claras y yo las seguía al pie de la
letra; lo único que me importunaba era el
fétido olor a azufre que invadía mis narices‖.
En el infierno.
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Dos horas antes había descendido del
autobús,
estaba empapado en un sudor
pegajoso que le untaba la camisa al pellejo,
pasó largas horas en medio de un ambiente de
rancia humedad, donde el calor potenciaba los
malos olores. Se revolvía y maldecía,
mascullaba rabioso, pero a medida que se
acercaba a su destino, el enojo dio paso a
cierta intranquilidad, una molestia irracional
que no provenía de ninguna parte de su
cuerpo, pero pronto se convenció que el
origen sin lugar a dudas venía del ambiente
insano del autobús. Se lo dijo casi triunfal,
que otra cosa podía inquietarlo, no tenía
motivos ni temores que pudieran provocarle
aquel asomo de ansiedad que roía sus nervios
y lo perturbaba. Un campesino daba traspiés y
se bamboleaba en el pasillo, lo miró con
odio, preguntándose sobre la pretensión del
hombre en el angosto lugar, al llegar justo a
su lado percibió el fuerte aroma del hombre
de campo y el pisotón que le ensombreció la
conciencia y la mirada.
–¡Indio imbécil, fíjate por donde vas! –dijo
irascible y prepotente, jaló aire para continuar
insultándolo, pero se contuvo, el exabrupto
verbal lo rodeo inmediatamente de miradas
reprobatorias, más la que realmente frenó su
lengua, fue la negra y vacía mirada del
labriego aposentada en la suya, la anodina
expresión le aconsejó mayor prudencia;
farfulló torpemente, sacó un frasco de su
bolso y de sus dedos inseguros una píldora
verdosa saltó a su boca. Exhalo un hondo
suspiro al reclinarse en el asiento, tuvo
tiempo de sobra para maldecirlos a todos
antes de sentirse invadido por la soporífera
calma que prendió su atención
en el
herrumbrado horizonte.
Cargando su escaso equipaje, hacía lo posible
por manifestar el desagrado que le causaba el
lugar. Gesticulaba, movía los brazo y la
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cabeza reprobando el calor y la paupérrima
pobreza que se manifestaba por doquier.
−¡Maldito lugar! −masculló−, ¡nunca, nunca
debí regresar!
Veintidós años y nada parecía haber
cambiado, todo se presentaba igual, podía
reconocer a la perfección cada calle, callejón
y recoveco; las mismas casas y el mismo
color como si el tiempo se hubiera detenido,
las misma gente de cetrina faz, piel calcinada
por el sol canicular, fantasmas sudorosos que
iban y venían con la labrada expresión de
resignación en su rostro. A muy corta edad lo
invadió la certeza de vivir en un pueblo de
deprimentes espectros, un purgatorio del que
juró escapar apenas tuvo conciencia.
Detestaba el lugar, consideraba a la gente
siniestra e hipócrita, como ayer, ahora lo
miraban a hurtadillas, eludiendo la mirada y
procurando escapar a cualquier tipo de
contacto; él hacía lo imposible por facilitarles
la tarea, por permanecer en el anonimato,
imposible en un lugar que por décadas la
misma gente de todos los días va y viene sin
cambiar en lo absoluto.
−¡Carajo!, es un pueblo de cadáveres
ambulantes –se dijo con sorna, mirando de
lado a lado, después añadió− ¡Nunca han
estado vivos, nunca lo estarán! Yo tuve que
irme muy lejos para escapar de este maldito
infierno donde la gente se seca al sol o se
pudre en vida junto con sus esperanzas.
Pero… ¿Cuáles esperanzas?, aquí se nace con
el puro cascaron, sin nada adentro, el calor y
el sol se encarga de derretir lo poco que hay y
en algunos años sólo queda la seca zalea
yendo de allá para acá. ¡Hice cuanto debía
para irme!, no es pecado querer vivir de
verdad.
Le bastaron algunos minutos de caminata para
detenerse frente a la verja oxidada que daba
acceso a la vieja casona, el descuido era
evidente, la maleza se había apropiado de
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buena parte del terreno, empero algún filoso
machete mantenía la construcción a buen
resguardo. La miró detenidamente, dentro de
los viejos muros nació y creció, se hizo
hombre perseguido por los gritos agudos de
su madre. La detestaba y la temía más que a
nada en el mundo. Al ser abandonada por un
marido cuya iniciativa y carácter sólo se
reflejaban en los constantes maltratos y golpes
que la hicieron maldecir la vida, decidió
vengarse y lo hizo a conciencia, azotándolo
cada vez que la ocasión y su escasa visión se
lo permitían.
Un frio velo de recuerdos le trajo escenas del
salvaje juego de sobrevivir evadiendo a su
madre, a los cinco años era experto en esa
tarea, consciente de su escasa visión
procuraba las esquinas sombrías
y los
lúgubres pasillos, si mal no recordaba, a esa
misma edad colocaba a su paso obstáculos
teniendo la vaga esperanza de que una caída
la matara, pero su madre era un hueso duro de
roer, y… él también. Los dos sobrevivieron,
se hizo tan fuerte y ella tan débil que dejó de
ser digno rival.
El interior estaba vestido del abandono de
años, al morir su madre, la gente se llevó lo
que pudo y cerró sus puertas, en los pueblos
los rumores sobre casas deshabitadas son
frecuentes, de esta en particular y de sus
habitantes se dijeron cosas terribles.
Si en el exterior el Sol deslumbraba
enceguecedor, el oscuro recinto de la sala
mantenía viva la presencia de su madre, la
imaginó deambular por la casa como alma en
pena, pagando justamente los pecados
cometidos, la imaginó morir en el total
abandono, pudriéndose en sus heces sin una
mano amiga, una palabra tierna que le
endulzara la soledad, se podriría por días,
hasta que la peste insoportable obligara a los
vecinos a llamar a las autoridades.
Recordó a su padre, hombre flaco y malvado
al que no tuvo tiempo de querer ni odiar, lo
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recordaba vivamente a pesar de su corta edad,
en un espacio de su memoria quedó guardado
para siempre el gesto de incredulidad y dolor
de su progenitor. Esa tarde llegó como todos
los días quejándose de la mala situación de los
negocios, culpándola de todo y arremetiendo
contra ella al menor motivo, llamándola ciega
y abofeteándola, pero esa tarde sería diferente
a otras donde terminaba llorando en silencio
en una esquina, en esa ocasión devolvió el
golpe asiendo un largo machete, tan filoso
que el hierro mordió profundamente en el
cuello; vio aterrorizada su obra y temiendo
que se abalanzara contra ella golpeó hasta
dolerle el brazo.
Todo lo miró, con la atención que suele
ponerse a los actos más comunes de la vida,
estaba sentado mirando cuando su madre lo
distinguió en la penumbra, algo le grito que lo
asustó y por puro instinto se refugió en una
esquina lejos de su alcance. Trabajó hasta
entrada la noche, lavó prolijamente el piso y
el cuerpo trayéndolo consigo a su habitación.
A la distancia del recuerdo le impresionaba la
fortaleza de su madre que manipuló
fácilmente el peso del cadáver, a prudente
distancia y una curiosidad malsana para su
edad, espió atento la maniobra de ponerlo
sobre una colcha, atascarlo de cal y preparar
una bien lograda mortaja que pacientemente
inhumó bajo las duelas de su propia cama.
Torció el gesto displicente, el asunto que lo
trajo de vuelta no le tomaría mucho tiempo,
le sobraba luz para lo que se disponía realizar.
No le agradaba la casa ni le atraía permanecer
dentro de sus paredes, una noche bajo su
cobijo sería desagradable; se decía a si mismo
que la casa guardaba mucha energía negativa
y en lo absoluto pretendía contaminarse con
ella. Era una casa muy antigua, con mucha
historia y espectrales formas anidadas en los
resquicios, durante la noche se desprendían y
vagaban descaradas, tales manifestaciones
nunca le causaron temor, sólo eran sombras
de aspecto estrafalarios, a las que en su niñez
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y juventud persiguió y acosó sin dar cuartel,
al principio lleno de la noble intención de
compartir penas, después se divertía
persiguiéndolas mientras huían como ratas
buscando refugio en su madriguera.
Desde siempre quiso marcharse, más la
incertidumbre de un exterior hostil y
desconocido lo mantenían junto a las cosas
que más odiaba en la vida. Cuando se marchó
simplemente salió de la casa sin volver la
mirada, se alejó cuanto pudo, lo invadía una
imperiosa necesidad de hacerlo, de llegar al
fin del mundo si fuera necesario. Su aspecto
desvalido le abrió los corazones y las puertas,
se valía de ello para lograr sus propósitos; el
bagaje que cargaba en su alma sirvió de
mucho para enfrentarse a la amenazante
hostilidad del mundo; en eso él era muy
superior; en su corazón no cabía una gota de
arrepentimiento y por su sangre helada jamás
correría el remordimiento. Quitando de en
medio lo que le estorbaba encumbró en una
respetable posición, domeñando los furiosos
impulsos mediante mágicas píldoras verdes.
Su madre le había enseñado bien, él aprendió
del ejemplo y escondía los remanentes donde
nadie jamás pudiera encontrarlos, al igual que
el cuerpo de su padre, escondido por su
madre.
Era la causa de su regreso, el escondrijo de su
progenitora y el suyo propio podía causarle
serios problemas.
Cuando se marchó se llevó los restos de la
fortuna familiar, hizo un lio que el oportunista
jardinero le quiso disputar; el maldito rondaba
zalamero a su madre intentando sacar algún
provecho, lo vigilaba a toda hora y cuando se
dio cuenta que el muchacho lo dejaría con un
palmo en las narices sin más ni más decidió
atacarlo, no lo pensó mucho, un hombre de su
corpulencia arrebataría fácilmente lo que
buscaba, pero lo que encontró fue el mismo
tratamiento, la mortaja y la tumba bajo las
duelas de la cama.
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La madre nunca supo el destino y fin de este
hombre y jamás osaría buscarlo en el lugar
que años atrás destinara para su difunto
esposo, al que a decir verdad lloró
sinceramente su ausencia, lo que sí hizo fue
sospechar y mirarlo con rencoroso reproche.
Si la desaparición de su padre fue la noticia
del año, la desaparición del jardinero los
estigmatizó como casa de locos y malditos, la
gente en los pueblos no desparece así como
así, por muy lejos que se vayan no falta quien
los mira en algún lugar, como lo miraron a él
y le dijeron que las autoridades remataron su
casa al mejor postor y que pronto empezarían
a construir una nueva edificación, también le
dijeron que tenía un plazo para recoger cuanto
quisiera llevarse.
Terminaba de retirar las duelas y el tiempo
parecía haberle jugado una mala pasada, el
día se retiraba y las sombras se aposentaron
en la casa como una mala broma. Los dos
bultos mortuorios exactamente iguales se
deshacían tras años de entierro, las cuerdas
cedieron y de entre la tela podrida toda clase
de alimañas saltaron, huyendo de la paz
sepulcral de sus nidos. Por fin pudo tener a la
vista el motivo de su regreso, dos cuerpos
secos sonriendo como si la muerte fuera un
chiste; él tendría que deshacer lo hecho
tiempo atrás, de descubrirlos, no tardarían en
identificarlos, la gente haría memoria y
sacaría conclusiones que le causarían
problemas.
Exhumó el primero que se deshizo sobre las
duelas de madera, el siguiente, su padre, a
pesar del mayor tiempo resistió el tirón y sus
huesos se mantuvieron firmemente unidos, lo
miró detenidamente, las cuencas vacías
seguían mirando rabiosas y su sonrisa
descarnada y entreabierta parecía dispuesta a
lanzar improperios y maldiciones –Sigue
siendo un basilisco −dijo entre diente,
imitando burlonamente la sonrisa paterna.
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Las sombras lo rodeaban, aparecieron
nuevamente como si no hubiera pasado un
solo día de su partida o desde su niñez cuando
pretendía jugar con ellas y las perseguía por
toda la casa; los mismos espectros de antaño
del aspecto miserable de una turba de
pedigüeños descarnados, incapaces de
mostrarse en toda la ferocidad que la muerte
puede conceder a espectros tan viejos y
apolillados como la misma casa, se
conformaban con asomar sus miserias,
espiando a los habitantes, temiendo ser vistos
y aterrorizándose ante el reflejo de su propia
sombra.
Lo miraban o lo asechaban, no para atacarlo,
si no para ocultarse teniendo la seguridad de
mantenerlo a la vista, si él se movía
retrocedían y se perdían entre las rendijas
siseando despavoridas en
batahola de
silencio infernal.
Una sombra, un espectro en particular
mostraba mayor audacia, a corta distancia
rechinaba los dientes y bufaba, cambiando de
lugar, de rendija en rendija se fue acercando
hasta situarse tan cerca que sintió el veneno
del aliento frio de la muerte cuando le
preguntó:
−¿A qué has venido?
−¡No lo estás viendo!
−¡No, no sé qué es lo que haces! Te veo
remover huesos y no lo entiendo, había
alcanzado la paz, el descanso eterno de los
huesos de un difunto consiste en permanecer
en la oscuridad por los siglos de los siglos.
El alma está en paz si los huesos lo están,
aunque vague sin descanso, se conforma con
que sus restos se encuentren bien y pueda
retornar a ellos cuando el cansancio lo
atormenta.
−¡Tengo que llevarlos y deshacerme de ellos,
es preciso hacerlo! –Levantó la vista para
preguntarle su interés en el asunto, pero antes
de hacerlo dijo: −¡Ah, eres tú!, no imaginaba
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que te hubieras quedado por acá! Cuándo te
maté llené tu boca de sal para que no
pudieras perseguirme, pero veo que no bastó.
−¡No puedo permitir que te los lleves!, me
pertenecen.
−¡Nunca tuviste nada, ni aquí ni allá!, te iba a
decir que eras y eres un pobre diablo, pero
sólo eres una pobre sombra sin descanso.
−¡Déjalos o te pesará!
−¿Qué harás!
−¡Tengo a tu madre y a tu padre!
−Puedes hacer de ellos lo que quieras, mas
temo que quién ha de huir de ellos eres tú.
−¡Entonces te perseguiré! ¡Seré tu sombra!
¡Estaré contigo día y noche, sobre todo
cuando te dispongas a subir a la tribuna
diputado! Nunca tendrás paz, te temblará la
boca y tu voz se convertirá en un susurro, en
un hilo de voz sin fuerza alguna, entonces te
verán cual eres y lo lamentarás.
−¿Cómo sabes que soy diputado?
−Los muertos no lo sabemos todo, pero si
muchas cosas. También sé que estás loco y
necesitas de pastillas para mantenerte cuerdo.
–Lo miró con odio y respondió: − ¡No estoy
loco, soy bipolar!
−Sabes qué es exactamente lo mismo.
−No lo voy a discutir contigo, un pobre
jardinero ignorante.
−Cuando morimos
alcanzamos cierta
sabiduría. Bastante sabio ha de ser quién tiene
la eternidad para cavilar.
−¡Sigues siendo un imbécil!, no puedo perder
mi tiempo contigo. Es hora de irme, no
regresaré nunca más. Quemaré tus huesos y
no tendrás reposo en este infierno.
−¡Te lo advierto! Partiré contigo.
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−Me importa un bledo, puedes hacer lo que
quieras.
−Eres malo, recibirás tu castigo, no te importó
matarme y ahora te llevas lo poco que tengo.
Se calzó la mochila a los hombros, clac, clac,
resonando tétricamente y se dirigió a la salida;
al abrir la puerta la oscuridad lo invada todo.
Por primera vez se sobrecogió, llenándose
nuevamente de la molesta angustia, esta subió
del estómago a su pecho y se fue aposentando
como insufrible mal, buscó las pastillas y
llevó un par a la boca respirando tranquilo.
Salió en la absoluta oscuridad buscando el
mismo camino que alguna vez lo llevara lejos.
Caminó y caminó por las oscuras y desiertas
calles, que se abrían interminables a su paso,
a pesar de la hora sentía las escondidas
miradas carcomerlo como una pandilla de
cucarachas lamiéndole el rostro. Seguramente
se reían de su desesperación por haberse
perdido, por no encontrar el camino en
aquellas calles sin fin. Gesticulando y
manoteando dijo:
−¡No puedo haberme
perdido!, ¡no, no es posible, debo alcanzar el
autobús!, debo regresar a mi vida donde
puedo hacer lo que me plazca.
Se detuvo confundido y horrorizado, todos los
caminos, todas las calles lo conducían de
regreso en infernal círculo. Un relámpago
perfiló instantáneamente la tenebrosa
edificación, el resplandor duró una milésima
de segundo, pero la imagen persistía
sobrecogedora como un negativo cegador,
parpadeo y se restregó los ojos tratando de
librarse del efecto visual, volvió a tragar las
píldoras y sacudiendo el frasco cayó en la
cuenta que se había agotado. −¿Qué está
pasando? –se preguntó− y siguió buscando el
camino correcto que alejándolo de ese
infierno lo acercara a su vida actual donde
tenía poder y era un hombre respetado.
Caminó durante hoyas sin desmayar y sin
encontrar el ansiado camino, el cansancio lo
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vencía cuando por enésima vez la casa se
cruzaba en su camino invitándolo a pasar.
Amanecía, un fulgor de esperanza lo iluminó
pintándole feroz mueca de triunfo, a la luz del
día las malas sombras y las malas bromas del
más allá desaparecerían y él tendría el poder
de irse cuando le diera la gana. Durante su
largo andar lo acompañó el sonido monótono
de los huesos entrechocando rítmicamente en
el interior de la mochila, al paso de las horas
la carga le pesaba más y más y a punto estuvo
de dejar un tiradero de huesos, torciendo la
boca se dijo, masticando la hiel de lo que le
quedaba de humor negro: –¡Malditos huesos,
ahora presumen de talento musical!
El día llegó sombrío, un cielo amortajado de
nubes negras presagiaba tormenta. Un rayo
chisporroteó amenazador frente a sus ojos, se
detuvo el tiempo antes de que un estruendo
de miedo quebrara el espacio como si se
tratara de una inmensa roca; el retumbo
persistió gruñendo en el ambiente, apenas se
inmutó, la luz era el camino y se fue
siguiéndola enajenado.
Cuando anocheció la luz se había ido por su
lado, y él seguía perdido en calles que ya no
reconocía y gente oculta que lo acechaba y se
burlaba de su desgracia, sacudiendo el vació
frasco de píldoras se detuvo y desesperanzado
lo dejó caer, estaba frente a la casa, las
puertas abiertas lo invitaban a pasar,
arrastrando su carga y los pies traspuso el
umbral. Su madre lo esperaba, descarnada y
en girones sonreía macabra invitándolo a
pasar.
Cómo nacen las brujas
25
Estaba hecha de polvo y barro, por eso
siempre había vivido en una cueva en las
profundas entrañas de la Tierra, donde la
oscuridad reinaba eternamente y la humedad
deshacía cuanto tocaba. Por centurias estuvo
dormida, su cuerpo se había podrido infinidad
de veces para renacer por siempre; su piel y
su cuerpo, ahora que abría los ojos era una
masa informe, una pupa, una larva
blanquecina que en siglos, por primera vez
temblaba ligeramente.
Sus
ojos
brillaron
fosforescentes
destronando a la oscuridad, caminó con paso
torpe, tambaleante, durante el camino su
cabellera blanquecina que todo lo cubría
adquirió vida propia, se enredó, reptó hasta
colgar
sobre
su cintura; su desecha
vestimenta renació y su piel mágicamente se
ruborizó hasta adquirir la lozanía de la
juventud.
Salió de la cueva, el sol dio de lleno sobre
su brillante cabellera que adquirió un dorado
tono; a su lado rugió brioso un mancebo
viento, ella de un saltó lo montó y se fue
cabalgando por los aires.
El Berraco
El Berraco venía al pueblo cuando alguien
moría, lo hacía por las noches y todo mundo
cerraba la puerta a su paso. Pero el muerto no
debía ser Chana o Juana, debía ser un alto
personaje, un político o terrateniente, uno que
de cierto le haya amargado la vida a mucha
gente y que le temiera a la muerte por todo el
mal causado en esta vida y que en la otra
tuviera su lugar asegurado en lo más profundo
del infierno.
El Berraco entonces venía para llevárselo,
pero el Verraco no se llevaba sólo su alma, se
lo llevaba completo con todo y zalea, no les
daba chance de podrirse, los quería completito
27
para que sufrieran en cuerpo y alma
achicharrándose en las llamas del infierno.
A mí me tocó verlo la noche en que vino
por don Gaudencio Pano, dueño de la
hacienda ―La mula prieta‖; un hombre malo al
que habían emboscado en el Camino Viejo,
dejándolo con muchos agujeros, pero ni con
todo alcanzaba a pagar todo lo que había
hecho, lo de los agujeros en su cuerpo todo
mundo se alegraba pues el viejo había hecho
muchas maldades
Daban las doce de la noche cuando mi
madre y yo lo oímos pasar por la calle frente a
nuestra puerta; pudo más la curiosidad que el
miedo y nos asomamos por los portillos. En la
solitaria noche caminaba un ser avernal, un
demonio en forma de cerdo de largo lomo,
gran cabeza de orejas puntiagudas de cazador,
patas traseras más altas que las delanteras y
un pelambre erizado.
La enorme bestia caminaba chasqueando
los dientes y espumando la boca lleno de una
furia de otro mundo; los ojos lumbreaban en
la escasa luminosidad de un foco de luz
amarilla que iluminaba tímidamente la calle.
El ser avernal siguió su camino, iba rumba
a la casa de don Gaudencio Pano, eso lo pude
ver clarito cuando dobló rumbo al velorio;
nadie quería al viejo abusivo, pero en ese
momento lo compadecí al imaginármelo entre
los dientes de tan terrible animal.
Cuando el tecolote canta, el indio muere
Había cantado
el animal, lo había
escuchado muy claro y sabía muy bien su
significado. Fueron gritos agudos, graznidos
que le pararon los pelos de punta. Esperaba el
canto desde días atrás, lo esperaba impaciente,
temeroso, como cuando se espera un mal del
que no se puede escapar, y la única esperanza
es apurar el mal trago, recibir el golpe que ya
estaba en camino apretando el cuerpo para
sobrevivirlo.
Un aire frio le dio en la nuca, giró la
cabeza y vio al pájaro parado sobre una rama,
negro y grande, de ojos redondos como
canicas negras y brillantes; lo miraba
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retador, el pájaro se burlaba y se aprestaba a
chillar condenándolo a muerte.
El animal extendió las alas como si se fuera
a ir, pero lo había engañado, realmente ganó
fuerzas para lanzar el horrible chillido y lo
hizo tan fuerte y, en tan varias ocasiones que
le robaron el aliento, como si en vez de
chillido fueran puñaladas que le partían el
corazón.
Él conocía muy bien los dichos de pájaros
mal agüeros, su abuela, su abuelo, su padre,
su madre murieron tras el canto malvado,
ahora a él le tocaba morir, ser tocado por ese
canto que como navaja cortaba el hilo de la
vida.
El brujo
Venía gente de muy lejos, de ciudades
lejanas, de otros estados y hasta extranjeros
güeritos
del otro lado del mundo, de las
"europas" como lo decía mi abuela. Todos
venían cargados de esperanzas, con muchas
ganas de escuchar lo que querían oír. Yo los
veía pasar con caras tristes, abatidos y flacos,
todos traían en el cuerpo un mal dañino que
los consumía, algunos apenas de pie
empujados por parientes cansados de la larga
caminata, de buscar lo que la ciencia médica
les había negado, todos ansiosos de encontrar
por fin la cura para el terrible mal que los
consumía.
El Brujo, como lo llamábamos nosotros, los
que lo buscaban preguntaban por el nombre
que más le convenía a su esperanza, no vivía
en un jacal en las orillas del pueblo, el Brujo
vivía en pleno centro en una casa de dos
niveles, siempre alhajado y bien vestido;
tampoco se rodeaba de mujeres, él gustaba de
los muchachos que le manejaban su bonito
automóvil.
El Brujo siempre tuvo una fila interminable
de "pacientes" que lo buscaban para curarse
de todo tipo de dolencias, nunca faltará en
esta tierra quién las padezca o quién quiera
que otros las padezcan.
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La fila de "pacientes" terminó cuando los
soldados se llevaron al Brujo, las autoridades
llegaron de madrugada, derribaron la puerta y
lo sacaron en paños menores junto con sus
chamaquitos y se los llevaron con rumbo
desconocido, también se llevaron las grandes
maletas de las que se dijo estaban repletas
de dinero. Después los periódicos gritaban
a todo pulmón que habían detenido al jefe de
una banda de peligrosos secuestradores.
Muchos despistados todavía llegan
preguntado por el Brujo, no conozco la
dirección para enseñarles el camino, de lo que
si me pude enterar más tarde , es de otro
brujo en la salida del pueblo que "curaba" por
la mitad del precio. Estoy seguro que pronto
podrá comprarse una casa de dos niveles y un
bonito coche.
El chaneque
La primera vez que lo vi me pareció un
curioso animalillo del monte, lo vi correr
como una saeta
produciendo el peculiar
ruido semejante al de una cuerda que se
arrastra.
De tamaño pequeño, en la distancia
semejaba un conejo o una ardilla que huye
espantada, mas al final de su carrera, junto a
una gran parota se irguió, y ante mi vista,
apareció la forma antropomórfica que me
erizó los pelos de punta.
Sobre sus dos piernas o patas, no puedo
asegurarlo, apenas alcanzaría los cuarenta
centímetros de estatura; me miró burlón o
retador, no supe interpretar la mirada de
aquellos enormes ojos como huevos fritos,
diría inhumanos,
que aparecían y
desaparecían tras una parpadeante cortina
membranosa que de inmediato supuse
protegía los órganos visuales.
De cuerpo menudo, enteco, parecía labrado
en corteza de árbol, el color oscuro, era el
color de las raíces o la tierra y, si, al principio
presumí debilidad en aquel extraño ente, la
rapidez con la que desapareció cavando un
33
hoyo entre las gruesas raíces hizo cambiar mi
presunción.
Lo volví a encontrar, curiosamente su
elusiva presencia me hizo recordar que años
atrás, muchos años cuando apenas era una
niña, un ser semejante jugaba con mi primo.
El recuerdo perdido entre los resabios oníricos
del olvido se hizo presente. Mi pequeño
primo reía y reía y junto a su risa otra risa
aguda y extraña se escuchaba, me acerqué
intrigada, quizá buscando participar en el
juego que tanta risa provocaba, más la extraña
presencia me contuvo,
mi primo reía
incontenible y el diablillo danzaba a su
alrededor. Recuerdo que corrí espantada
llamando a mi madre.
Pronto olvidé el episodio, me llevaron a la
ciudad donde estudie ciencia; leyendo miles
de libros me he convertido en una de las
investigadoras más importantes del país.
Ahora que he vuelto después de largos
años, el pequeño ente abusa de mi paciencia,
una y otra vez su presencia imposible se
presenta
retando mi conocimiento e
inteligencia. Mi intelecto científico no me
permite creer en historias de brujas ni
aparecidas aunque mi imaginación me lo
restregué en la cara, todo tiene una
explicación lógica, así me lo enseñaron en la
universidad.
Ahora está frente a mí, justo parado encima
de una piedra, creo que se trata de una extraña
especie, un animal antediluviano que ha
escapado a la extinción; no debe carecer de
cierta inteligencia porque creo que me sonríe
o sonríe a mi primo al que paseo tomándolo
de la mano, este ríe con su risa estúpida de
cretino, su cuerpo creció, pero su mente
todavía se encuentra estacionada en los dos
años, como cuando reía y jugaba con el ente.
El hombre lobo
Hacía bastante frio, corría un aire gélido
que cortaba la piel y los charcos de la lluvia
de la tarde se cubrían de una costra resbalosa
y cristalina.
35
Me asomé por la ventana, me asomé cauto
como temiendo encontrarme con una sorpresa
y, si, efectivamente me sorprendí, una figura
solitaria retaba las inclemencias del tiempo.
Pensé sin dudarlo que estaría loco. Sólo
un loco de remate se atrevería a deambular
con el torso descubierto sin temor a pescar
una pulmonía.
Algunos meses atrás llegó y se afincó en la
casa de al lado, un buen amigo había partido
tras la promesa de mejores ingresos a una
ciudad vecina.
No era mal vecino, pero tampoco era
bueno, prefería pasar desapercibido y jamás
aceptó
invitación
alguna;
saludaba
cortésmente si no tenía más alternativa. Por
otro lado, en una ocasión auxilio a un niño
que en bicicleta salió lastimado en un
percance.
Alguna vez crucé palabras con él, me
asombré al darme cuenta de trazas de acento
extranjero.
Más ahora, frente a mí, lo miraba con la
camisa desgarrada y el torso desnudo, se
plantó exactamente frente a la ventana,
extendió los brazos
al cielo y lanzó un
gruñido
que me desconcertó antes que
asustarme, nuevamente la invocación y el
gruñido, hasta que el gruñido se convirtió en
un largo y agudo aullido que me erizó los
pelos y me obligó a buscar protección tras
las cortinas.
Atisbando nuevamente
miré el gran
nubarrón que dejaba al descubierto la gran
luna, la luna llena, grande como nunca la
había visto en toda mi vida.
Mi vecino pareció excitarse, extendió con
vigor los brazos y aulló nuevamente, pero
esta vez fue diferente, el hombre se fue
llenando de largos pelos en tanto las orejas y
el hocico crecían desproporcionadamente.
Pronto aquello quedó convertido en un
verdadero monstruo, en un enorme hombre
lobo que salió corriendo hecho una furia.
Yo por mi parte me fui a dormir y soñé
atrocidades, de lo que culpé al grueso trozo de
bistec que comí sin mucho empacho; ahora
tengo la costumbre de no cruzarme en el
camino de mi vecino, el hombre lobo; y si él
me llega a mirar prefiero esconder mis ojos,
37
pues cuando lo hace creo sentirme parte de la
cadena alimenticia.
El perro negro
En mi pueblo, a pesar de los años que han
pasado se recuerda la historia del "perro
negro", "Diablo" lo llamaba su dueño, el
perro era enorme, mal encarado y de
amenazantes colmillos que enseñaba al menor
motivo.
Nadie osaba acercarse a don Juan sin
previo aviso, el perro erizaba los pelos y en
actitud amenazadora gruñía fieramente; hasta
que don Juan con voz firme le ordenaba
calmarse. "Diablo" siempre lo acompañaba,
nadie lo llamaba así más que su dueño, la
gente le decía el "perro negro" de don Juan.
Cuando don Juan jugaba barajas en la
cantina el "perro negro" se mantenía a sus
espaldas, echado pero vigilante, con la lengua
de fuera, cesando y babeando por el calor.
En una ocasión un borracho que había
perdido en el juego intentó agredir a don Juan,
el "perro negro" dio tal salto que poniendo su
pesado cuerpo sobre el pecho del hombre lo
derribó, ya en el suelo antes que nadie pudiera
hacer algo, si es que alguien quisiera
intentarlo, le destrozó la garganta muriendo
en el acto; don Juan llamó a su perro, sacó su
pistola y disparó en varias ocasiones sobre el
difunto que yacía en un charco de sangre con
el rostro crispado de un miedo que se llevó a
la tumba.
El perro y don Juan eran inseparables, la
gente les temía y murmuraban que el mal
yacía en el perro, no dé en balde don Juan lo
llamaba "Diablo, que ese debería ser su
verdadero nombre.
Don Juan montado en el caballo y el "perro
negro" siguiéndolo, acechando un posible
enemigo que de las sombras atacara a traición,
nadie lo intentaba, temían a don Juan y un
tanto más al perro que en la oscuridad le
brillaban los ojos como si dentro de él llevara
ardiendo lumbre del mismo infierno.
39
Un día que llovía, don Juan tuvo que ir al
pueblo vecino por asuntos de negocio, San
Miguel no estaba lejos, a los dos pueblos los
dividía un puente de madera con un pequeño
río, mas al regresar el río se miraba crecido y
el puente derribado, don Juan como era
atrabancado se echó con su caballo al río
mientras
su
perro
le
ladraba
desesperadamente. ―Tate quieto "Diablo",
hay luego me alcanzas― le dijo al perro que
no paraba de ladrar. En pocos minutos
alcanzó la otra orilla, "Diablo hizo varios
intentos por seguirlo, pero la fuerza del agua
se lo impedía.
Para cuando "Diablo" atravesó el río ya era
demasiado tarde, a don Juan lo estaban
esperando en la entrada del pueblo, no le
dieron ninguna oportunidad de defenderse; el
perro negro, el enorme animal encontró a su
amo tirado en el camino, le lamió la cara y
aulló de dolor, la gente que lo escuchó se
santiguo espantada y cerró sus puertas.
Cuentan que el perro negro del mal entró en
la cantina y destrozó a los matadores de don
Juan, cuentan también, que hoy en día, por las
noches se le puede ver cuidando la tumba de
don Juan.
El roba chico
Llevaba un costal al hombro, siempre
sosteniéndolo con las dos manos como si
pesara, pasaba por las mañanas, muy
temprano, cuando apenas despuntaba el alba,
no era cosa de todos los días mirarlo pasar
sucio y andrajoso, con el costal mugriento, un
costal que acaparaba mi atención, incluida mi
imaginación sobre su posible contenido; lo
hacía dos veces por semana, para ser preciso
los martes y viernes a las siete de la mañana.
Un sombrero que apenas dejaba ver su
cara, debía cubrir unos ojos desconfiados y
malévolos que siempre estarían a la busca de
su presa, lo que si pude ver un día que levantó
la cabeza, fue una nariz torcida, un labio
leporino, y en las encías vacía y negras de lo
que en alguna ocasión fueron
dientes
41
negreaban sus raíces y asomaba un horrible
colmillo amarillo; su vestimenta era sucia , a
estas alturas era imposible saber el color que
lo vestía, mas no iba descalzo, protegía sus
pies costrosos con huaraches de correas
abetunados de lodo.
El martes y el viernes rompiendo mi
costumbre me paraba de la cama para espiarlo
hasta que lo veía venir por la calle, no lo hacía
como los delincuentes pegándose a las
paredes, lo hacía a media calle
como
mostrándose triunfalmente. Ocultándome tras
la puerta lo observaba a mis anchas, en más
de una ocasión vi su costal agitarse, entonces
me decía angustiado: ¡se ha robado un niño y
lo carga en el costal!
Esa mañana yo lo esperaba, como
siempre dispuesto a sufrir la angustia de
sospechar la actividad de aquel hombre
extraño y su costal, lo observé venir, a lo
lejos me di cuenta de la pena de su esfuerzo,
el costal pesaba más de lo acostumbrado y el
hombre
se esforzaba en cargarlo con
dignidad. Abriendo los ojos hasta que me
ardieron para no perder detalle pasó justo
ante mí, y justo ante mí el saco se sacudió
violentamente y un chillido estremecedor se
dejó escuchar, el movimiento del saco fue tan
violento que cayó al piso con un sonido
apagado, los chillidos prosiguieron y el
hombre desesperado tomó un grueso garrote
e intentó acallar los gritos con salvajes golpes
que lo único que lograron fue que el costal se
agitara tan violentamente que
rompió la
amarra de la boca del costal.
Tras mi escondite, ya aterrorizado miraba
la dantesca escena, mi terror aumentó cuando
de la cosidura del costal asomó lo que parecía
una cabeza, en mi agitación, claramente pude
ver el rostro de un niño asomando y luchando
con denuedo por escapar, y, así lo hizo, en
poco tiempo la totalidad de la cabeza estuvo
fuera, el hombre golpeaba, y los golpes
parecieron acicatear el esfuerzo de tal modo
que pronto pude observar medio cuerpo fuera
del costal, todo ello entre la violencia y la
rapidez de los hechos; quise gritar, más nada
emergió de mi garganta, sólo el pensamiento
obedeció al impulso con un grito, una frase
explosiva: ¡Lo está matando!
En el instante mismo en que trataba de de
coordinar, sin lograrlo, la acción de mi
43
pensamiento a la de mi cuerpo, un cerdo dio
algunos pasos tambaleante, mientras otro
aprovechando el agujero salió huyendo a gran
velocidad.
Dos gendarmes llegaron corriendo
y
apresaron al robachico
gritando: ¡Acá,
tenemos al ladrón de cerdos, y lo prendimos
con las manos en la masa!, señalando el cerdo
que sangraba en el piso.
El conductor
Estoy manejando mi automóvil, creo que
llevo horas haciéndolo, quizá días, realmente
no sé cuánto tiempo ha transcurrido, no sé
cuánto tiempo llevo manejando sin parar,
realmente no puedo parar, no encuentro donde
parar, una fuerza poderosa me impulsa a
seguir manejando eternamente.
Algo que siempre me ha incomodado es el
tener que parar por gasolina, más si voy de
prisa, ahora mi auto parece tener un depósito
inagotable de gasolina y se mantiene lleno a
pesar del tiempo y los kilómetros conducidos.
El paisaje es gris, delante de mí se abre una
larga carretera que parece no tener fin, no
encuentro autos en el camino, al parecer es
una carretera destinada para que yo conduzca
y conduzca sin parar.
He pensado que así debe ser el paraíso de
los conductores, ¿pero por qué no? Tal vez el
infierno. Un castigo a las culpas, el de
manejar y manejar sin parar, sin tener destino
ni descanso.
Habrá de pasar un año, siglos o la eternidad
misma y, yo seguiré conduciendo con la
calma y la monotonía que el castigo me
impone, por siempre despierto, los ojos fijos
en la negra carretera que va y va hasta el fin
de los tiempos, si es que existe el fin de los
tiempos.
La leyenda del espejo maldito
45
Mía tía lo había comprado, apenas lo miró
en aquel bazar, la invadió una gran angustia
por adquirirlo, una locura que no la hizo parar
hasta que el espejo estuvo en su habitación.
El espejo era grande, creo que muy grande
para un espejo, mi tío que era muy alto y
robusto cabía holgadamente en su reflejo.
El marco macizo de madera fina con
ribetes dorados en forma de plumaje que
destellaban a la menor huella de luz lo hacían
lucir elegante, pero la cabeza de buitre que
lo adornaba y las cuatro patas con forma de
ave de rapiña lo hacían lucir amenazador;
cuando lo vi entrar por la puerta de esta casa
el corazón se me estrujo y el estómago se me
descompuso como cuando me subieron de
pura maldad a ese juego mecánico que daba
de vueltas; mas lo peor fue verme reflejado
de cuerpo completo, creí que el maldito
espejo me robaría el alma, entonces sí que la
resistencia me abandonó y caí desmayada.
A partir de entonces decidí no acercármele,
la buena suerte para mí fue que mi tía ordenó
que fuera directo a su habitación, estaba
ansiosa por mirarse, admirando ese cuerpo,
esa cara que descomponía a los hombres
cuando la veían pasar.
Dicen que mi tía era muy delgada y poco
agraciada, que muy joven se había casado,
pero que apenas lo hizo ganó talla y carne de
tal forma y en tales lugares que quedó hecha
una verdadera prenda. Por eso una de sus
satisfacciones mayores era mirarse, más que
mirarse, admirarse de la belleza ganada y que
careció cuando jovencita.
Mi tía siempre fue extraña, sobretodo no
veía con malos ojos la admiración que
causaba en los hombres; cuando mi tío salió
de viaje, ella los pasaba a platicar a su
habitación y por el ruido que hacían se notaba
que se divertían mucho. Ella no se cuidaba
mucho de mí, apenas notaba mi presencia,
siempre arrinconada en algún lugar de la casa,
lo que ella no sabía, lo que nadie sabía es que
yo oía y sabía todo lo que sucedía en esta
casa; por eso nadie como yo empezó a darse
cuenta que las visitas de mi tía escaseaban y
que por días enteros no salía de su habitación.
Una tarde sin poder contener mi curiosidad
y venciendo mi miedo me asomé a la
47
habitación.
Mi
tía
estaba
desnuda
acariciándose frente al espejo, la oí ronronear
de placer cuando del espejo se extendieron
negras alas que la fundieron en un abrazo
sofocante y caliente.
Cuando mi tía murió fue necesario derribar
la puerta, yacía desnuda con los ojos abiertos
alegres de placer, había perdido la carne y la
grasa que la hicieron bella, estaba flaca como
en sus peores años y el espejo más robusto y
brillante, nadie más que yo sabía lo que había
ocurrido, el maldito espejo había devorado su
alma y su cuerpo.
Cerrar los ojos
Estaba cansado, terriblemente cansado,
quería dormir, pero me daba miedo cerrar los
ojos; sabía que si los cerraba jamás los
volvería a abrir.
Busqué la mirada más próxima, anclé en
ella la mía como para encontrar el valor que
a mí me faltaba; pero no, tan solo encontré
lástima, una lástima que me obligó a
desanclar mis ojos de aquellos y buscar en
otros la salvación.
Mas no, no pude encontrarla, no supe
encontrarla, habían huido como de un mal
contagioso, como si en mi mirada estuviera la
muerte que a mí me mataba.
Los parpados me pesaban, se cerraban poco
a poco y ninguna mirada ayudaba a sostener
la mía; por fin ocurrió lo inevitable, oí el
pesado portón de mis parpados caer con
estrépito, fue como si callera una inmensa
cortina de acero; espantado quise abrirlos,
pero eran tan pesados y tan grande mi
esfuerzo que jamás, jamás pude abrirlos. Y
después de la oscuridad vino el total silencio.
La Llorona ¿cómo se convirtió en alma
en pena?
49
Soy un alma en pena, mi castigo es tan
grande que mi lamento horroriza a los
hombres.
Vago por lugares solitarios arrastrando en
mi desgraciado camino el miedo, la culpa y la
vergüenza. ¡Aaaaaay mis hijos!
Brota
desgarrador del fondo de mi culpa. Quien me
llega a escuchar lo sofoca el horror y el asco,
los pelos se ele erizan y la piel sufre
escalofríos de muerte.
Quien tiene la mala fortuna de encontrarse
conmigo frente a frente, el corazón
se
detiene, abre la boca para aspirar un aire que
le falta y que no encuentra por ningún lado;
los ojos se le desbordan del miedo ante la
aterradora visión que sus culpas le muestran;
en ese mismo instante el tiempo corre veloz,
sus sienes blanquean y su piel se marchita
para caer en un sueño de muerte que dura
días. Cuando el alma vuelve a su cuerpo,
jamás, nunca jamás será el mismo, cargará
por siempre el miedo y la culpa eterna.
Huyen de mí, me temen, dicen que ahogué
a mis hijos en las aguas del río, dicen que los
ahogué por hambre, pero no, no fue por
hambre; recuerdo la furia horrible que me
murmuraba al oído y me obligó a llevarlos a
rastras al río y hundirlos en las aguas hasta
que se quedaron quietos y se durmieron para
siempre mientras maldecía el abandono de un
desalmado.
Fue cuando empecé a vagar, a caminar por
callejones y a lamentarme por mis hijos
muertos. La Llorona me llama la gente y sé
que el perdón no existe para mí porque
tampoco existe el arrepentimiento.
El asesinato del extraterrestre
Voy a contarles un hecho sorprendente
ocurrido hace algunos años, allá por la década
de los ochenta, en una pequeña localidad
enclavada en lo alto de la sierra. Cuentan que
en el pequeño pueblo de apenas un centenar
de habitantes sufrían de continuos abusos por
51
parte de las autoridades y por si no bastara,
grupos subversivos que abundaban en la
región los acusaban de gobiernistas.
En una madrugada fría de invierno, cuando
el sueño es más profundo y reparador se
escuchó un gran estruendo, una explosión que
no sólo sacudió los jacales, si no también
cimbró la tierra y derribó los pinos añosos y
grandes; los habitantes se despertaron
espantados y salieron a husmear para saber
que ocurría.
A lo lejos se observaban arder los árboles,
inmediatamente se organizaron para apagar el
fuego que en aquellas zonas se puede tornar
incontrolable.
Al llegar al lugar ya había amanecido, se
miraba la desolación causada por un gran
impacto que derribó y calcinó más una
hectárea de zona boscosa, de la deflagración y
el fuego sólo quedaban las cenizas y un
cráter donde se podían ver anidados los
escombros de lo que pensaron debió ser un
avión accidentado.
Pero lo más extraordinario era encontrar
una inerme criatura; un extraterrestre dijo un
muchachito leído y que conocía el cine. Entre
todos lo cargaron y lo llevaron al pueblo; iban
temerosos de encontrarse a los soldados, o
para su mala suerte a los alzados que los
acusarían de andar ayudando al enemigo.
Deliberaron sobre la situación, llegaron a la
conclusión que no les convenía que llegara el
gobierno preguntando por lo que pasó, ya
sabían que pasara lo que pasara, ellos siempre
salían perdiendo.
Una cuadrilla de hombres fue al lugar del
siniestro y enterró lo que quedaba, los más
bragados llevaron a la extraña criatura de
cabeza grande, piel blanca y ojos saltones a
lo profundo del bosque, un lugar desconocido
donde ni los alzados
se atrevían. Allí
destrozaron al pequeño hombre a machetazos,
hasta hacerlo cachitos. Levantaron los restos y
tomando caminos diferentes arrojaron los
restos en diferentes barrancos.
Esa es la historia que me contó el comisario
del pueblo veinte años después de lo ocurrido,
como señal de la verdad me mostró un
radiante trozo de metal; él me dijo que en las
noches oscuras el metal adquiere brillo
propio.
53
La leyenda del caballo del diablo.
No se sabe a ciencia cierta el origen de esta
criatura terrible del mal, una bestia de la
noche escapada del mismo infierno; un
demonio en forma de caballo que cabalga en
las noches oscuras en busca de seres humanos
cuyas almas han perdido al llevar a cabo actos
de suma maldad.
El caballo es negro como el mal de gran
alzada, los ojos fulguran fuego y maldad. Al
correr sus cascos despiden chispas y queman
la tierra que pisa, dicen que nunca jamás la
hierba nace en esa tierra maldita.
Quienes tiene el infortunio de escuchar su
relinchido los fulmina el espanto, el corazón
se detiene, encanecen y enferman de muerte.
El caballo olfatea el mal, su malsano olfato lo
conduce hasta la podredumbre del alma
humana, donde el pecado y los malos actos la
han podrido y ya corrompida apesta
que la carne de animal putrefacto.
más
El enorme caballo se muestra a los
pecadores, a quienes han perdido su alma, a
quienes huyen desesperados de la ley o de
sus pérfidos actos. Se muestra en toda su
ferocidad, relincha y se para en dos patas
amenazador; los ojos son cuencas donde
refulge el fuego del infierno y por las narices
arroja azufre hirviendo.
Quién ha perdido su alma no ve la maldad
más pura frente a sus ojos pervertidos por el
pecado y se acoge a la protección de la bestia
del mal que huye con su carga relinchando
horriblemente, perdiéndose en la noche y en
la entrada del infierno que se abre como una
gran fauces en tierra maldita.
La leyenda del carruaje diabólico
En tiempos de la colonia existió un
caballero de horca y cuchillo, dueño de
55
enormes extensiones de tierra que eran
labradas por campesinos esclavizados por la
tiranía de este hombre que respondía al
nombre de don Pedro Cortés Martínez.
Don Pedro era un hombre cuya crueldad
había ganado merecida fama, el Virrey lo
sabía pero le temía y lo único que hizo fue
informar de ello a los reyes de España, pero la
lejanía, los asuntos de estado y por considerar
que los indígenas tenían menos valor que un
caballo permitían las atrocidades de don
Pedro.
Como muchos españoles, consideraba que
podía hacer de sus posesiones lo que le diera
en gana, incluido los pobres indígenas que
tenían la mala fortuna de estar a su alcance;
despreciaba a los indígenas mexicanos por
considerarlos bestias de carga, pero gustaba
de las jovencitas a las que poseía a muy corta
edad.
El poderoso cacique se trasladaba en un
suntuoso carruaje negro tirado por caballos
también negros que causaban temor a su
paso, el cochero tenía instrucciones de
arroyar a los indios que tenían la falta de
educación de atravesarse en su camino,
muchos cayeron bajo las patas de los caballos
y aplastados por las ruedas del carruaje.
Cuando una jovencita indígena embarnecía
y su belleza despuntaba de manera notoria,
don Pedro ordenaba a su cochero conducirlo
al jacal donde la niña vivía con sus padres,
allí,
sin
misericordia
destruía
su
pureza. Muchas doncellas mancilló don
Pedro, quienes se oponían a sus
deseos morían bajo las llamas al ser
incinerada la pobre choza, familias enteras
fueron quemadas ante la vista ruin del mal
hombre que reía a carcajadas al escuchar los
aullidos de dolor.
Cuentan que en una ocasión en que iba en
su fastuoso vehículo, al asomarse por la
ventana miró una hermosa muchacha en la
flor de la edad, al verla don Pedro, el demonio
del deseo lo poseyó, las formas y la
voluptuosidad de la joven lo enloquecieron y
lo acometió una enorme urgencia por
57
poseerla. Don Pedro ordenó averiguar donde
vivía, pero nadie la daba informe y esto lo
enardecía llenándolo de furia.
Cuando la volvió a ver iba con una vieja, en
realidad la vieja siempre la acompañaba, el
terrateniente sólo cayó en cuenta de ello al
prestarle atención, ordenó a su cochero
detenerse y con los ojos inyectados de celo
animal se le acercó, era tanta su urgencia que
la hubiera poseído allí mismo.
─¿Dónde viven? ─increpó con su tono
autoritario. La vieja lo miró sin responder.
Cuando don Pedro volvió a preguntar, lo
hizo acompañando la palabra de un furioso
golpe que hirió la mejilla de la vieja. Estaba
furioso, le pareció impertinente la mirada y
vociferando le ordenó que no levantara la
vista. Muchas miradas estaban atentas, lo
miraban con una mezcla de furia y miedo. Lo
temían, pero más lo detestaban.
─¿Dónde vives maldita india?, ¡estas
tierras me pertenecen, todo lo que hay en ellas
me pertenece¡ Puedo tomar tu vida ahora
mismo si así lo deseo, te he preguntado
¿dónde vives?, ¡maldita sea responde!
─Allá, allá, tras las lomas, donde se juntan
los ríos ─contestó la vieja, temblaba en la
comisura de sus labios el temor o la furia, en
sus ojos cintilaba el brillo de la indignación,
que sólo brilla en los seres que han nacido
libres. La jovencita aterrorizada lloraba, don
Pedro acaricio su barbilla para calmarla,
logrando el efecto contrario, saltó hacía atrás
como si la hubiera acariciado el mismo
demonio.
El mal hombre se marchó, lo que llevaba
en mente, el mismo maligno se lo susurró al
oído.
Había ordenado que siguieran a la vieja,
muy pronto le informaron el lugar exacto
donde vivía, le informaron también que la
mujer era una poderosa hechicera, una nahual
temida por sus congéneres. Don Pedro se rio,
con su risa había sellado la suerte de la mujer
59
y mientras reía la imaginaba chillando en
medio de las llamas.
Don Pedro Cortés Martínez llegó con su
carruaje frente al humilde jacal, el pinchazo
del deseo se inflamó aún más al mirar al
motivo de sus deseos recién aseada,
escurriendo agua del sinuosos y delgado
cuerpo. Se bajó de un salto. Ya sin ningún
recató tomó a la muchacha que empezó a
gritar, apenas la vieja asomó la cabeza fue
apresada. El hombre mancilló la pureza de la
joven frente a la vieja una y otra vez hasta
saciarse, hasta que quedó inmóvil y con los
ojos abiertos mirando el vació de la muerte.
Sin ningún remordimiento, por propia mano
prendió fuego al jacal, estuvo mirando,
esperando escuchar los gritos de dolor de la
vieja, decepcionado, no escuchó otra cosa que
el crepitar de la madera seca al arder.
Cuentan que don Pedro, por su proceder,
muy amigo del maligno debía de ser.
Torturaba y mataba a placer, violaba y
pervertía sin ningún freno. Pero como el
demonio, debía estar ansioso por poseer tan
negra alma, o como a todos los seres creados,
lo movía el interés mezquino, pactó con la
vieja bruja que era un nahual, un demonio del
antiguo México, entregarle a don Pedro, a
condición de prestar sus servicios acarreando
las almas perdidas al infierno.
Don Pedro había ordenado al cochero
preparar el carruaje, se ponía la tarde e iba en
busca de una linda jovencita de trece años que
días atrás le había inundado el pecho de
placer; se subió al carruaje y ordenó al
conductor se pusiera en marcha. Don Pedro se
refocilaba, saboreando de antemano el placer
de la miel joven y pura que pronto probaría.
Tras varios minutos de avanzar, abrió la
ventana, el paraje desconocido lo intrigó antes
de alarmarlo, llamó al cochero a grandes
voces preguntando donde se encontraban, al
no recibir respuestas se encolerizó, abrió la
puerta y espetó al conductor con voces
amenazantes. El conductor volvió la cabeza
horrorizándolo, la vieja india horriblemente
transfigurada lo miraba fieramente, su
61
carruaje había cambiado, los caballos se
transformaron horriblemente en bestias del
mal que relincharon furiosos. Don Pedro se
encerró en el coche, se asomó por última vez
por la ventana y lo apesadumbró el desolador
paisaje, sabía que caminaban por los caminos
del mal, los caminos del infierno, rumbo al
lugar donde pagaría eternamente sus culpas.
Quiso gritar, empero de su boca no brotaron
palabras, sólo enormes culebras, sapos y
terribles y asquerosas alimañas, de sus narices
gordos gusanos que caían a sus pies; supo
entonces que ya se encontraba en el infierno y
los demonios pronto lo recibirían gozosos.
Cazador de almas
Nuevamente me despertaba en la hora más
pesada de la noche, la hora en que los malos
espíritus muestran su horrenda faz; la hora en
que los demonios son liberados para causar
males en el mundo; por alguna causa terrible a
los hombres, los ángeles guardianes por un
instante abren la puerta del mismo infierno y
soplos de maldad escapan para atormentarnos.
Todo estaba negro, abrí los ojos lo más que
pude buscando una chispa de luz, pero la
oscuridad se lo había tragado todo. Era la
misma hora, siempre me despertaba
ese
hedor insoportable, la causa de encontrarme
despierto en esta hora terrible.
¿De dónde venía el hedor?, no lo sabía.
Acostado en mi cama me había faltado valor
para averiguarlo. Todas las noches me
despertaba a la misma hora, en la oscuridad
total. Volvía los ojos de un lado a otro
buscando la causa del hedor. Mi imaginación
me jugaba malas pasadas, en una esquina
creía encontrar un bulto, inmóvil, mirándome
como quien mira a su presa. Al paso de los
minutos me acostumbraba a la poca luz y la
hedionda imagen adquiría
temible forma.
Huía, mi mirada despavorida ante la horrenda
aparición que iba adquiriendo forma humana.
Esta noche el hedor resultaba insoportable,
el olor de un depredador, un cazador que se
solaza entre los restos putrefactos de sus
víctimas —así deben oler las hienas cuando
63
entre sus fauces roen un cadáver—, pensaba
aterrorizado, desorbitando los ojos del miedo.
Un inusitado golpe de valor me obligó a
sentarme; el piso frio y la presencia helaron el
poco valor que latía en mi corazón. Sentado la
miraba de frente, ¡ya no tuve duda!, la bestia
hedionda me acechaba esperando la
oportunidad para atacarme.
Ahora sentado frente a la bestia faltaba el
valor para darle la espalda; la certeza que al
menor descuido saltaría y me destrozaría me
invadía profundamente. Se hartaría de mi
carne, me dejaría podrir para lamer el
asqueroso jugo que escurriría de mis venas
alimentando su insoportable pestilencia.
¿Estaría dormido?, me llevé las manos a la
cara y me restregué tratando de aclarar la
vista; ahí estaba, solamente una sombra, un
bulto inanimado, me dije, torciendo una
sonrisa tranquilizadora que se convirtió en
horror; en la mala sombra brillaron dos brazas
de pavorosa maldad. Se acercó lentamente, la
hediondez era insoportable, el olor del mal
despiadado atenazaba mi alma en la forma
temible que me sacó un alarido de las entrañas
junto con mi alma que aquel demonio se
llevó.
La mujer serpiente
Estaba frente a mis ojos y no lo podía creer.
Me negaba a aceptar la existencia de criatura
tan horrorosa. Revolviendo mi mente y
aguzando la visión buscaba el truco, el fraude
que diera descanso a mi intelecto. Nunca he
creído en historias de monstruos de closets,
aparecidos o fantasmas que a media noche
aúllan su presencia.
Pero la criatura frente a mí me restregaba el
lado oscuro de la existencia humana. Lo
terrorífico que pueden ser algunos seres, de
este mundo o del otro. La enorme serpiente se
desdobló, había permanecido
quieta,
escondida su cabeza entre sus anillos, pero
ahora erguía su largo cuerpo mostrando su
testa humana, si algo de humano podía haber
en aquella bestia demoniaca que nos miraba
65
visiblemente contrariada, al parecer habíamos
interrumpido su descanso o su cena como nos
dimos cuenta poco después; desencajando su
fiera
boca
el
animal
regurgitó
asquerosamente lo que debió ser su presa,
posiblemente un pequeño primate u otro
animal imposible de reconocer, estaba a
medias digerido y cubierto de viscosos
fluidos.
El inimaginable aspecto de aquella faz
humanizada por facciones semejantes a las del
rostro de una mujer se volvió contra nosotros
amenazador, habíamos invadido su espacio y
la criatura parecía estar dispuesta a hacernos
pagar caro haberla molestado en su descanso.
No era hora del espectáculo y en plan de
travesura nos introdujimos en la carpa de la
mujer serpiente por la parte posterior y, ahora
estaba frente a nosotros, horrenda y real;
tenían razón quienes argüían que el diablo nos
engañaba haciéndonos creer que no existía,
quien estaba frente a nosotros era un demonio,
un verdadero demonio de maldad, se
apreciaba en los ojillos y en el gesto
repugnante y de desprecio que marcó su
rostro.
Para el colmo del miedo y el desconcierto
nos dijo: —¡Qué quieren!, la voz silbante
hirió de tal manera nuestros oídos que
terminó por acobardarnos. El rostro de mujer
estaba tan cerca de nosotros que podíamos
sentir su pestífero aliento. Pequeños ojillos
orientales sin cejas ni pestañas, dos orificios
en la nariz, una boca larga que se dilataba
cuando se lo proponía, pronunciado mentón
que le daba el toque femenino de una
diablesa. Las escamas descendían por lo que
debía ser el cuello, primero minúsculas y
después, en el bífido cuerpo de mayor grosor
y tamaño.
—¿Quieren que les cuente la trágica
historia de cómo me volví la mujer serpiente?
¿A eso han venido? ¿No es verdad?
¡Cómo no pagaron su boleto de entrada,
interrumpieron mi cena y mi descanso,
tendrán que recompensar mi esfuerzo.
¿Por qué soy la mujer serpiente? ¿Por qué
me convertí en este terrible monstruo? ¡Un
monstruo que a ojos de quienes me visitan no
es más que un truco de engañifas!, ¡Ha ja ja ja
ja ja ja, la gente no cree en diablos ni brujas
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aunque estén frente a ellos a punto de
comerlos!
Se nos heló la sangre, paralizados
escuchábamos a la bestia, en verdad mi
cerebro se negaba a creerlo, aún ahora no
estoy del todo cierto si lo ocurrido no fue más
que una histeria colectiva, una alucinación en
grupo de la que tanto se habla en sicología.
La mujer serpiente se mostró en toda su
ferocidad abriendo horriblemente la bocaza.
Era irreal cuanto acontecía, creímos que
empezaría a devorarnos cuando vimos su
largo cuerpo junto a nosotros.
El monstruo sólo exclamó: —Siempre se
empieza desobedeciendo. Yo también empecé
con pequeñas maldades que más tarde fueron
aberrantes actos criminales. Ahora tengo que
alimentarme de carroña y animales muertos,
no niego que se me apetecen criaturas como
ustedes, huelen delicioso.
Deben saber que por mis actos
fui
condenada a la miseria de este cuerpo
monstruoso. Destruí a mi familia, a mi madre
la devoré durante días saboreando sus
entrañas, sus dulces entrañas. Cuando terminé
me vi en la forma que ahora ustedes ven,
condenada a arrastrarme por el suelo y
condenada a narrar mi desgracia para
escarmiento de los demás.
La mujer serpiente abrió tan grande su
hocico que tuve la impresión que nos
engulliría de un bocado.
Corrimos, corrimos como alma que
persigue el diablo, no paramos de correr hasta
estar seguro que el terrible monstruo estaba
demasiado lejos, en su carpa, volviendo a
engullir la cena que interrumpimos.
La mujer tarántula
Voy a contarles un extraño caso que me
conmovió, un hecho increíble que me cuesta
creerlo, en un circo, en una de sus carpas
exhibía
fenómenos
extraordinarios,
generalmente creemos que son falsos; ya los
antiguos aztecas eran proclives a este tipo de
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exhibición y los monarcas tenían su propia
colección privada de estas criaturas.
Al entrar en la carpa me horrorice por el
realismo con que se presentaba la mujer
tarántula, soy escéptico por naturaleza, pero el
monstruo era real, la mujer tarántula miró mi
asombro y empezó a narrar su historia.
Quiero contarles damas y caballeros como
terminé en este circo al lado de estas criaturas
monstruosas, seres horribles sin cavidad en
ningún otro lugar. A la vista de las personas
horrorizadas de nuestro aspecto purgamos
nuestra culpa, nuestra maldición por haber
ofendido gravemente a nuestros padres.
Los niños y los jóvenes lloran ante mi
presencia, se aterran ante el terrible
espectáculo de mi monstruosidad, los adultos
me ven con asco y desprecio, me muestran a
sus hijos como
escarmiento a su mal
comportamiento.
Aquí estoy en este aposento de paja me
alimento de asquerosidades, de carne
putrefacta y carroña, lo único humano es mi
rostro, mi cuerpo es el de una horrible
tarántula que agita sus patas como muestra de
que tengo vida.
Pagan por mirar mi espantoso cuerpo,
pagan por que narre mi tragedia y escarmiente
a sus hijos para en el presente y en el futuro lo
piensen mejor antes de faltar a sus padres.
Yo vivía al lado de mi madre, en las afueras
del pueblo, me gustaba jugar y vagar por el
campo, estar junto a mis amigos, vivir libre y
sin regaños. Mi madre me llamaba la atención
por desobediente y no ayudarla en los
quehaceres de la casa; siempre me decía: hija
no tardes, ayúdame por favor, cuida a tu
hermano, él te quiere mucho, sabes que está
enfermo, no lo abandones, yo le decía
siempre. Sí madre. Pero nunca obedecía, mi
madre me veía llena de tristeza y rezaba por
mí.
Una tarde mi madre me llamó urgente; me
dio dinero, me pidió, me dijo, me rogó que
corriera por la medicina de mi hermanito que
ardía en calentura, que no tardará por amor de
Dios, que era cosa de vida o muerte. Yo fui a
deprisa, corría por el bosque; feliz del aire y la
libertad, no sentía pena por mi hermano.
Tantas veces se había enfermado y tantas
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veces regresaba de su enfermedad. Tras poco
rato llegué al pueblo, fui directo a la botica,
llevaba el dinero de la medicina de mi
hermanito en un puño, les juro que tenía
intención de regresar de inmediato. Pero oí
jolgorio de feria; me dije que sólo serían unos
minutos, sólo echaría un ojo y regresaría;
unos minutitos ¿Qué mal podía ser mirar sólo
unos minutos?
Cuando regresaba con la medicina de mi
hermano, el sol ya se ocultaba, iba temerosa,
pero llevaba la medicina, había cumplido el
encargo de mi madre. Cuanto más me
acercaba me invadió una gran tristeza, mi
casa estaba ahí; lucía ajena, como si ya no
fuera mi casa, algunas personas se esmeraban
en hacer algunos arreglos; me acerqué
temerosa, miré a mi hermanito vestido de
blanco entre ramos de flores del campo,
pálido y triste, muy triste. Estaba tendido en
medio de la casa. Se murió esperando la
medicina, la medicina que yo llevaba en la
mano y que mi madre me encargó con
prontitud. Me di cuenta que mi madre me
miraba insistentemente, no había perdón en
sus ojos, en ellos sólo miré rabia y coraje. No
pude resistir más, salí huyendo; huí lejos,
tropezando por el bosque; no supe hasta
cuándo; sólo me vi convertida en esta
repugnante criatura, en este horrendo ser que
purga su culpa; no mediante su visión
espantosa, sino con el dolor del
arrepentimiento tardío. Los hijos deben
obedecer a sus padres.
El jinete sin cabeza
Diabólica criatura que a su paso deja su
halo de maldad, conmocionando a los seres de
Dios con su espantosa presencia. ¡De la
negrura de la noche emerge como de las
fauces del mismo infierno! El enorme caballo
negro sobre el que cabalga, es la misma
encarnación del mal, tan feroz y horrible
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como el jinete que lo azuza con perversas
maldiciones.
¡Quien lo escucha venir se paraliza del
terror!, ¡el corazón se sacude en su pecho, la
boca se seca y los músculos se niegan a
obedecer! Pasa la negra figura trepidando la
tierra que se estremece ante los cascos
malditos que secan para siempre el lugar que
pisan. Quién ve pasar la maldita figura puede
recuperarse con el tiempo; pero si el temible
ser se detiene por que percibe o huele la
maldad en el desdichado; de filoso tajo,
rápido como la centella cercena la cabeza que
rueda por el suelo, en tanto, el cuerpo
negándose a caer, se cimbra expeliendo
chorros de negra sangre. Con el arma
homicida clava la horrible cabeza, la levanta
en lo alto como un ángel maldito escapado del
infierno. Entonces se inicia la cabalgata
infernal, aullando feroz surca la noche, no
sólo lleva el pavoroso despojo, lleva
prisionera el alma del infeliz que arderá en el
infierno.
Cuenta la leyenda, que este ente del averno,
sus actos de suma maldad lo llevaron a
convertirse en un terrible demonio. Un
general homicida que gozaba con el dolor de
sus víctimas. Comía el tierno corazón de los
niños, el pechó de las mujeres hasta saciar su
hambre. Cuentan que llegó a acostumbrarse
tanto a esta clase de alimento, que él
consideraba un manjar, que no probaba otra
cosa que la fresca carne de los infantes.
Los hombres le temían y odiaban, el
infierno le esperaba con impaciencia, le tenía
un lugar reservado entre sus filas demoniacas.
Cuando murió fue decapitado, sus
enemigos le temían tanto que cortaron su
cabeza para asegurarse de su muerte, su
sangre maldita reblandeció la tierra, esta se
cuarteó y su cuerpo infame se fue hundiendo
lentamente en un espantoso remolino.
¡Ahora surge de la tierra maldita entre las
llamas del infierno y supurando perversidad!,
vuelve para cobrar venganza de los hombres y
llevarlos a lo hondo del precipicio infernal.
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