El vuelo de los halcones - La esfera de los libros

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El vuelo de los halcones
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Amor, intrigas y muerte en la Corte
del rey Pedro I de Castilla.
La lucha por el señorío de Vizcaya
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igor, el halconero mayor, había iniciado los preparativos al
amanecer. Cuando atravesaba el patio de armas del castillo y se
dirigía a inspeccionar las rapaces, recibió la fragancia de la mañana
en su rostro. Miró al cielo y sintió gran alegría. «Hoy no lloverá.
Tendremos un buen día», pensó. Lo único que le preocupaba en ese
momento era saber si las aves se encontraban en buenas condiciones para cazar. Las fue examinando una por una en la halconera
mientras alzaban sus alas y se desperezaban sobre la alcándara.1
Zigor advirtió que una de las rapaces no había hecho la plumada.2 Le tocó el buche y se dio cuenta de que lo tenía duro.
Más tarde llegaron los otros halconeros y se pusieron a revisar los aparejos.
—Las pihuelas3 están en malas condiciones. Las rapaces llevan mucho tiempo con ellas. Se van a herir si no las cambiamos
—dijo Zigor a los halconeros.
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Percha alta para dejar las aves.
Función digestiva de la rapaz en la jerga de la cetrería.
Correítas que se fijan a los tarsos del ave de caza.
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Zigor había preparado unas nuevas pihuelas de piel de perro
mejor curtidas. Las hizo más cortas y finas para evitarles molestias en sus tarsos al volar.
—Las tengo dentro de esa talega, sobre la mesa, junto a la
ventana. Traedlas —ordenó.
Luego repasaron las lonjas.4 Zigor vio que se encontraban
algo desgastadas y dijo a los halconeros:
—Cambiad también las lonjas por unas nuevas de cuero de
buey, que encontraréis en mi talega.
Después pusieron a las rapaces un cascabel en cada zanco.
Uno prima y otro bordón. Al sonar los cascabeles, se escuchaba
una buena melodía.
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El castillo comenzaba a recuperar su habitual ritmo de vida con
los primeros rayos del sol. Enseguida se escucharon las voces de la
guardia dando la novedad desde la torre del homenaje. Los sirvientes iban apagando las antorchas, las candelas y las lámparas
de aceite, que iluminaron durante la noche las antecámaras y los
corredores. En las cocinas atizaban el fuego, calentaban el agua y
aderezaban los alimentos del día. Los escuderos ayudaban a organizar los cambios de guardia. Desde las dependencias del castillo
se oía relinchar a los caballos, ladrar a los perros, los gritos que
daban las aves a gran altura y el bullicio de la gente que se encontraba en los patios. Los guardias de la entrada del castillo vigilaban atentos el portón principal y el puente levadizo. Las campanas
de la abadía anunciaban que la misa iba a comenzar.
Poco después volvieron a repicar las campanas. El infante
don Pedro de Castilla apareció por la puerta de la torre del home-
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La correa más larga del aparejo del halcón. Mide metro y medio.
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naje. Vestía un manto con bordados y franjas de color. Era casi
circular y sin mangas. Grande y largo. Le llegaba casi hasta los
pies. Para sujetarlo se había hecho un nudo sobre el hombro con
el paño que le sobraba de los extremos. Entre los pliegues del
manto se veían las sesgaduras de un pellote,5 que le caía por encima de las pantorrillas. Llevaba un birrete y unos borceguíes que
le cubrían los tobillos.
El abad acompañó al infante hasta un sitial que colocaron
junto al altar. Desde aquel lugar podía observar a los fieles en el
interior del templo. Su mirada se fijó en los señores de Ayala y en
sus hijos. Mientras los contemplaba se percató de que aquella sí
era una verdadera familia. «Don Fernán tiene de su esposa diez
hijos legítimos, no como doña Leonor de Guzmán que ha dado
diez bastardos a mi padre el rey. ¡Malditos sean esos bastardos!»,
pensaba lleno de cólera. No podía quitarse de la cabeza la vida
perra que el rey dio a su madre la reina doña María. Durante la
lectura del Evangelio, el infante se pasó todo el tiempo maldiciendo a sus hermanos y a la favorita de su padre.
—Confortaos en Nuestro Señor Dios y en la fuerza de su
poder. Revestíos de su armadura para que podáis resistir a las insidias del diablo —empezó el abad su sermón.
El infante don Pedro estaba haciendo un verdadero esfuerzo para seguir aquella plática, porque esa familia de los Ayala,
tan diferente a la suya, había influido de tal manera en su ánimo
que su pensamiento se transportó, como por arte de magia, a una
situación que le hacía enloquecer de ira y de melancolía. Se recreaba en su imaginación con sus padres unidos y unos hermanos legítimos, no como aquellos a los que él tanto aborrecía. Estaba exultante por lo feliz que se sentía en el calor de una familia
bien avenida. Por un instante creyó que aquello no era un sueño,
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Túnica larga sin mangas y con pronunciadas aberturas en los costados.
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sino una realidad. Pero muy pronto volvió en sí y recordó las
vejaciones que pasaba a sus quince años de edad. No podía tolerar
la presencia prepotente de sus hermanos en la Corte ni tampoco
que asumieran unas funciones que él nunca les reconocería.
«¿Por qué mi padre el rey consiente a esos bastardos todo lo que
se les antoja?», se preguntaba furioso consigo mismo. En ese momento buscaba la manera de revivir algún recuerdo de afecto que
recibió del rey. «Mi padre el rey me ha enviado aquí, lejos de la
horrible peste que diezma a la gente del reino. No quiere que me
exponga a esa epidemia», pensó y se quedó más tranquilo al
comprender que en aquella ocasión su padre se había preocupado
por él.
Después de la misa, el infante don Pedro estuvo observando
la construcción de aquella fortaleza. Le parecía distinta de las que
él solía visitar. En lo más alto de la torre del homenaje, vio que
ondeaba su pendón. «Don Fernán cuida de los detalles». Recordó
haber oído al rey que don Fernán se educó en la casa de la infanta
doña Leonor de Castilla, y entonces comprendió por qué sabía
comportarse como un esmerado caballero.
El infante había llegado la noche anterior a Quejana. La fortaleza se encontraba envuelta en la niebla y no la pudo ver, a pesar
de las antorchas que iluminaban su recinto amurallado. Por eso, al
salir de la abadía, se había quedado contemplando el castillo desde
el patio de armas.
—¿Quién construyó esta fortaleza? —preguntó el infante a
don Fernán.
—Don Sancho García de Salcedo, el Cabezudo, mi sexto
abuelo. A don Sancho le debió de gustar este lugar porque edificó
el castillo alrededor del monasterio que construyó su padre durante la primera mitad del siglo xii.
—¡El Cabezudo! ¿Por qué llamáis así a vuestro antepasado?
—Don Sancho dedicó gran parte de su vida a las letras. Le
gustaba leer. Reunió una importante biblioteca. También escribió
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un libro sobre nuestro linaje. Recibió ese apodo porque decían que
era una persona muy inteligente.
—Pero aquí hay construcciones más recientes.
—He venido realizando algunas mejoras desde que me hice
cargo del señorío. Derribé la antigua torre del homenaje y construí esta que veis —don Fernán la señaló con la mano—. Reparé
el palacio, las otras tres torres y las murallas. También levanté
esas nuevas barreras alrededor del castillo.
—Tengo mucho interés que me habléis de vuestra familia.
Sabréis que el rey os tiene en gran estima.
—Lo sé, gracias, señor.
—Me gustaría ir a cazar y conocer vuestros estados.
—Ordené a Zigor, nuestro halconero mayor, que hiciera los
preparativos para salir a cazar esta mañana.
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Esa mañana hacía mucho frío. Don Fernán vestía aljuba,6 con un
cinturón para prender la espada, y redondel.7 En la aljuba lucían
pintadas sus armas en pequeños escudetes, formando hileras desde arriba hasta abajo, por delante y por detrás, incluidas las mangas. Doña Elvira, su mujer, llevaba un brial8 azul, plegado por delante y por detrás, con un cinturón que le marcaba el talle. Sobre
sus hombros portaba un manto con finísimas pieles en su interior.
En la gran sala del palacio, frente a una enorme chimenea
encendida, habían preparado una mesa cubierta con un mantel
blanco que caía hasta el suelo. Tres artísticos conjuntos de loza
dorada de Manises y varios centros de muérdago y acebo forma-
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Túnica con mangas estrechas y falda de poco vuelo.
Manto con escotadura circular para meter la cabeza.
Túnica talar con mangas estrechas y un faldón muy amplio.
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ban parte de su decoración. Sobre la mesa pusieron unas fuentes
de plata llenas de patas de pollo y de cordero. En otras, los quesos
y los frutos secos. En unos tarros, la miel y las jaleas. El pan, recién sacado del horno, lo distribuyeron en pequeñas cestas. Cuatro grandes saleros, repartidos por la mesa. En unas jarras de finísimo vidrio, traídas desde Venecia, había leche, vino y chacolí.
Allí, en torno a aquella mesa, sentados en sillones de madera, cubiertos de pieles y de ricas telas, departía en animada conversación el infante don Pedro con don Fernán, don Pedro Suárez de
Toledo, sus mujeres y sus hijos.
—Tenéis un buen castillo —dijo el infante al señor de Ayala.
—Os lo agradezco, señor. El castillo ha estado siempre habitado. Mis antepasados lo han ido adaptando al uso de cada época.
Como el clima es muy húmedo, hemos cubierto los muros con
tapices y telas para abrigar un poco más las estancias.
Suárez de Toledo miraba los tapices que colgaban de las paredes de la sala.
—Son magníficos. ¿De dónde proceden? —preguntó.
—Seguro que los habrán traído de París —intervino el infante.
—Proceden de los talleres de París y de Arrás. Los trajimos
en nuestras galeras desde Calais, antes de que aquel puerto cayera en poder del rey de Inglaterra —respondió don Fernán.
—¿Tenéis galeras? —le preguntó sorprendido el infante.
—Las utilizamos para llevar la lana desde nuestro puerto de
Galindo a Flandes.
—No sabía que enviarais lana a los reinos del norte. ¿Compráis la lana?
—En el señorío de Ayala tenemos muchos rebaños. Aquí no
hay problemas con los pastos. Llueve mucho durante el año, quizá
demasiado. Por eso hay buenas praderas —le explicó don Fernán.
«Don Fernán debe de ser un hombre riquísimo», pensó el
infante. Recordó que le habían contado que pagó doscientos mil
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maravedíes para recuperar unas tierras que fueron del señorío, y
se imaginó que sus arcas estarían repletas de oro.
—Me gustaría conocer vuestro puerto. ¿Qué os parece si un
día de estos nos acercamos a la costa, embarcamos en una de vuestras naves y nos hacemos a la mar? —le sugirió el infante.
—Habrá que avisar al puerto para que preparen la Virgen
Santa María —dijo don Fernán a su hijo Pedro.
Don Fernán se quedó mirando a sus hijas, y les dijo:
—Iremos todos con el infante don Pedro.
—¿Eso quiere decir que también vamos a ir nosotras? —preguntó Aldonza a su padre.
—Iremos todos —insistió riéndose don Fernán.
—¡Qué divertido hacer una travesía! —exclamaron las
doncellas.
—Pedro, tendrás que enviar un mensajero al monasterio de
San Vicente de Abando para que preparen nuestros aposentos
—volvió a advertir don Fernán a su hijo.
—Quisiera conocer vuestro parecer sobre el comercio de la
lana. Hace poco el rey me habló de esa guerra entre Inglaterra y
Francia que empezó hace años y que nunca se acaba. ¿Creéis que
nuestra alianza con Francia podría tener alguna repercusión en el
comercio de la lana? —preguntó el infante a don Fernán.
—Todos estamos preocupados de que nuestras galeras puedan ser interceptadas por la armada inglesa.
—Sí, eso lo sé, pero no habéis contestado a mis preguntas.
—Es cierto que esa guerra pudiera arruinar nuestro comercio de la lana. Las últimas victorias del rey Eduardo de Inglaterra
han reforzado sus posiciones en el estrecho de Dover. La armada
inglesa representa una amenaza para nuestro comercio marítimo.
«Don Fernán no quiere comprometerse. Es demasiado astuto», pensó el infante.
—Creo que estamos aburriendo a las damas con nuestra
conversación —dijo el infante al ver que no conseguía sacar una
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palabra más a don Fernán—. Anoche, cuando conocí a vuestra
familia, vi que tenéis diez hijos. La reina doña María me dijo que
murió una de vuestras hijas.
—Elvira murió siendo muy pequeña —respondió don Fernán.
—Lo lamento —dijo el infante, dirigiéndose a doña Elvira,
la señora de Ayala.
—Os agradezco de corazón vuestras palabras, señor. Dios
nos ha recompensado dándonos estos buenos hijos. En recuerdo
de aquella hija que murió, hemos puesto su nombre a la menor
—contestó doña Elvira.
—¡Ea! ¿Por qué no nos ponemos en marcha? —dijo el infante.
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