os Lib ros j ua n a n to n io d e y ba r r a e y ba r r a El vuelo de los halcones La E sfe ra de l Amor, intrigas y muerte en la Corte del rey Pedro I de Castilla. La lucha por el señorío de Vizcaya VUELODEHALCONES.indd 5 05/12/14 11:31 os Lib ros 1 Z La E sfe ra de l igor, el halconero mayor, había iniciado los preparativos al amanecer. Cuando atravesaba el patio de armas del castillo y se dirigía a inspeccionar las rapaces, recibió la fragancia de la mañana en su rostro. Miró al cielo y sintió gran alegría. «Hoy no lloverá. Tendremos un buen día», pensó. Lo único que le preocupaba en ese momento era saber si las aves se encontraban en buenas condiciones para cazar. Las fue examinando una por una en la halconera mientras alzaban sus alas y se desperezaban sobre la alcándara.1 Zigor advirtió que una de las rapaces no había hecho la plumada.2 Le tocó el buche y se dio cuenta de que lo tenía duro. Más tarde llegaron los otros halconeros y se pusieron a revisar los aparejos. —Las pihuelas3 están en malas condiciones. Las rapaces llevan mucho tiempo con ellas. Se van a herir si no las cambiamos —dijo Zigor a los halconeros. 1 2 3 VUELODEHALCONES.indd 9 Percha alta para dejar las aves. Función digestiva de la rapaz en la jerga de la cetrería. Correítas que se fijan a los tarsos del ave de caza. 9 05/12/14 11:31 os Lib ros Zigor había preparado unas nuevas pihuelas de piel de perro mejor curtidas. Las hizo más cortas y finas para evitarles molestias en sus tarsos al volar. —Las tengo dentro de esa talega, sobre la mesa, junto a la ventana. Traedlas —ordenó. Luego repasaron las lonjas.4 Zigor vio que se encontraban algo desgastadas y dijo a los halconeros: —Cambiad también las lonjas por unas nuevas de cuero de buey, que encontraréis en mi talega. Después pusieron a las rapaces un cascabel en cada zanco. Uno prima y otro bordón. Al sonar los cascabeles, se escuchaba una buena melodía. sfe ra de l ● ● ● La E El castillo comenzaba a recuperar su habitual ritmo de vida con los primeros rayos del sol. Enseguida se escucharon las voces de la guardia dando la novedad desde la torre del homenaje. Los sirvientes iban apagando las antorchas, las candelas y las lámparas de aceite, que iluminaron durante la noche las antecámaras y los corredores. En las cocinas atizaban el fuego, calentaban el agua y aderezaban los alimentos del día. Los escuderos ayudaban a organizar los cambios de guardia. Desde las dependencias del castillo se oía relinchar a los caballos, ladrar a los perros, los gritos que daban las aves a gran altura y el bullicio de la gente que se encontraba en los patios. Los guardias de la entrada del castillo vigilaban atentos el portón principal y el puente levadizo. Las campanas de la abadía anunciaban que la misa iba a comenzar. Poco después volvieron a repicar las campanas. El infante don Pedro de Castilla apareció por la puerta de la torre del home- 4 La correa más larga del aparejo del halcón. Mide metro y medio. VUELODEHALCONES.indd 10 10 05/12/14 11:31 os Lib ros La E sfe ra de l naje. Vestía un manto con bordados y franjas de color. Era casi circular y sin mangas. Grande y largo. Le llegaba casi hasta los pies. Para sujetarlo se había hecho un nudo sobre el hombro con el paño que le sobraba de los extremos. Entre los pliegues del manto se veían las sesgaduras de un pellote,5 que le caía por encima de las pantorrillas. Llevaba un birrete y unos borceguíes que le cubrían los tobillos. El abad acompañó al infante hasta un sitial que colocaron junto al altar. Desde aquel lugar podía observar a los fieles en el interior del templo. Su mirada se fijó en los señores de Ayala y en sus hijos. Mientras los contemplaba se percató de que aquella sí era una verdadera familia. «Don Fernán tiene de su esposa diez hijos legítimos, no como doña Leonor de Guzmán que ha dado diez bastardos a mi padre el rey. ¡Malditos sean esos bastardos!», pensaba lleno de cólera. No podía quitarse de la cabeza la vida perra que el rey dio a su madre la reina doña María. Durante la lectura del Evangelio, el infante se pasó todo el tiempo maldiciendo a sus hermanos y a la favorita de su padre. —Confortaos en Nuestro Señor Dios y en la fuerza de su poder. Revestíos de su armadura para que podáis resistir a las insidias del diablo —empezó el abad su sermón. El infante don Pedro estaba haciendo un verdadero esfuerzo para seguir aquella plática, porque esa familia de los Ayala, tan diferente a la suya, había influido de tal manera en su ánimo que su pensamiento se transportó, como por arte de magia, a una situación que le hacía enloquecer de ira y de melancolía. Se recreaba en su imaginación con sus padres unidos y unos hermanos legítimos, no como aquellos a los que él tanto aborrecía. Estaba exultante por lo feliz que se sentía en el calor de una familia bien avenida. Por un instante creyó que aquello no era un sueño, 5 VUELODEHALCONES.indd 11 Túnica larga sin mangas y con pronunciadas aberturas en los costados. 11 05/12/14 11:31 os Lib ros La E sfe ra de l sino una realidad. Pero muy pronto volvió en sí y recordó las vejaciones que pasaba a sus quince años de edad. No podía tolerar la presencia prepotente de sus hermanos en la Corte ni tampoco que asumieran unas funciones que él nunca les reconocería. «¿Por qué mi padre el rey consiente a esos bastardos todo lo que se les antoja?», se preguntaba furioso consigo mismo. En ese momento buscaba la manera de revivir algún recuerdo de afecto que recibió del rey. «Mi padre el rey me ha enviado aquí, lejos de la horrible peste que diezma a la gente del reino. No quiere que me exponga a esa epidemia», pensó y se quedó más tranquilo al comprender que en aquella ocasión su padre se había preocupado por él. Después de la misa, el infante don Pedro estuvo observando la construcción de aquella fortaleza. Le parecía distinta de las que él solía visitar. En lo más alto de la torre del homenaje, vio que ondeaba su pendón. «Don Fernán cuida de los detalles». Recordó haber oído al rey que don Fernán se educó en la casa de la infanta doña Leonor de Castilla, y entonces comprendió por qué sabía comportarse como un esmerado caballero. El infante había llegado la noche anterior a Quejana. La fortaleza se encontraba envuelta en la niebla y no la pudo ver, a pesar de las antorchas que iluminaban su recinto amurallado. Por eso, al salir de la abadía, se había quedado contemplando el castillo desde el patio de armas. —¿Quién construyó esta fortaleza? —preguntó el infante a don Fernán. —Don Sancho García de Salcedo, el Cabezudo, mi sexto abuelo. A don Sancho le debió de gustar este lugar porque edificó el castillo alrededor del monasterio que construyó su padre durante la primera mitad del siglo xii. —¡El Cabezudo! ¿Por qué llamáis así a vuestro antepasado? —Don Sancho dedicó gran parte de su vida a las letras. Le gustaba leer. Reunió una importante biblioteca. También escribió VUELODEHALCONES.indd 12 12 05/12/14 11:31 os Lib ros sfe ra de l un libro sobre nuestro linaje. Recibió ese apodo porque decían que era una persona muy inteligente. —Pero aquí hay construcciones más recientes. —He venido realizando algunas mejoras desde que me hice cargo del señorío. Derribé la antigua torre del homenaje y construí esta que veis —don Fernán la señaló con la mano—. Reparé el palacio, las otras tres torres y las murallas. También levanté esas nuevas barreras alrededor del castillo. —Tengo mucho interés que me habléis de vuestra familia. Sabréis que el rey os tiene en gran estima. —Lo sé, gracias, señor. —Me gustaría ir a cazar y conocer vuestros estados. —Ordené a Zigor, nuestro halconero mayor, que hiciera los preparativos para salir a cazar esta mañana. ● ● ● La E Esa mañana hacía mucho frío. Don Fernán vestía aljuba,6 con un cinturón para prender la espada, y redondel.7 En la aljuba lucían pintadas sus armas en pequeños escudetes, formando hileras desde arriba hasta abajo, por delante y por detrás, incluidas las mangas. Doña Elvira, su mujer, llevaba un brial8 azul, plegado por delante y por detrás, con un cinturón que le marcaba el talle. Sobre sus hombros portaba un manto con finísimas pieles en su interior. En la gran sala del palacio, frente a una enorme chimenea encendida, habían preparado una mesa cubierta con un mantel blanco que caía hasta el suelo. Tres artísticos conjuntos de loza dorada de Manises y varios centros de muérdago y acebo forma- 6 7 8 VUELODEHALCONES.indd 13 Túnica con mangas estrechas y falda de poco vuelo. Manto con escotadura circular para meter la cabeza. Túnica talar con mangas estrechas y un faldón muy amplio. 13 05/12/14 11:31 os Lib ros La E sfe ra de l ban parte de su decoración. Sobre la mesa pusieron unas fuentes de plata llenas de patas de pollo y de cordero. En otras, los quesos y los frutos secos. En unos tarros, la miel y las jaleas. El pan, recién sacado del horno, lo distribuyeron en pequeñas cestas. Cuatro grandes saleros, repartidos por la mesa. En unas jarras de finísimo vidrio, traídas desde Venecia, había leche, vino y chacolí. Allí, en torno a aquella mesa, sentados en sillones de madera, cubiertos de pieles y de ricas telas, departía en animada conversación el infante don Pedro con don Fernán, don Pedro Suárez de Toledo, sus mujeres y sus hijos. —Tenéis un buen castillo —dijo el infante al señor de Ayala. —Os lo agradezco, señor. El castillo ha estado siempre habitado. Mis antepasados lo han ido adaptando al uso de cada época. Como el clima es muy húmedo, hemos cubierto los muros con tapices y telas para abrigar un poco más las estancias. Suárez de Toledo miraba los tapices que colgaban de las paredes de la sala. —Son magníficos. ¿De dónde proceden? —preguntó. —Seguro que los habrán traído de París —intervino el infante. —Proceden de los talleres de París y de Arrás. Los trajimos en nuestras galeras desde Calais, antes de que aquel puerto cayera en poder del rey de Inglaterra —respondió don Fernán. —¿Tenéis galeras? —le preguntó sorprendido el infante. —Las utilizamos para llevar la lana desde nuestro puerto de Galindo a Flandes. —No sabía que enviarais lana a los reinos del norte. ¿Compráis la lana? —En el señorío de Ayala tenemos muchos rebaños. Aquí no hay problemas con los pastos. Llueve mucho durante el año, quizá demasiado. Por eso hay buenas praderas —le explicó don Fernán. «Don Fernán debe de ser un hombre riquísimo», pensó el infante. Recordó que le habían contado que pagó doscientos mil VUELODEHALCONES.indd 14 14 05/12/14 11:31 os Lib ros La E sfe ra de l maravedíes para recuperar unas tierras que fueron del señorío, y se imaginó que sus arcas estarían repletas de oro. —Me gustaría conocer vuestro puerto. ¿Qué os parece si un día de estos nos acercamos a la costa, embarcamos en una de vuestras naves y nos hacemos a la mar? —le sugirió el infante. —Habrá que avisar al puerto para que preparen la Virgen Santa María —dijo don Fernán a su hijo Pedro. Don Fernán se quedó mirando a sus hijas, y les dijo: —Iremos todos con el infante don Pedro. —¿Eso quiere decir que también vamos a ir nosotras? —preguntó Aldonza a su padre. —Iremos todos —insistió riéndose don Fernán. —¡Qué divertido hacer una travesía! —exclamaron las doncellas. —Pedro, tendrás que enviar un mensajero al monasterio de San Vicente de Abando para que preparen nuestros aposentos —volvió a advertir don Fernán a su hijo. —Quisiera conocer vuestro parecer sobre el comercio de la lana. Hace poco el rey me habló de esa guerra entre Inglaterra y Francia que empezó hace años y que nunca se acaba. ¿Creéis que nuestra alianza con Francia podría tener alguna repercusión en el comercio de la lana? —preguntó el infante a don Fernán. —Todos estamos preocupados de que nuestras galeras puedan ser interceptadas por la armada inglesa. —Sí, eso lo sé, pero no habéis contestado a mis preguntas. —Es cierto que esa guerra pudiera arruinar nuestro comercio de la lana. Las últimas victorias del rey Eduardo de Inglaterra han reforzado sus posiciones en el estrecho de Dover. La armada inglesa representa una amenaza para nuestro comercio marítimo. «Don Fernán no quiere comprometerse. Es demasiado astuto», pensó el infante. —Creo que estamos aburriendo a las damas con nuestra conversación —dijo el infante al ver que no conseguía sacar una VUELODEHALCONES.indd 15 15 05/12/14 11:31 os Lib ros La E sfe ra de l palabra más a don Fernán—. Anoche, cuando conocí a vuestra familia, vi que tenéis diez hijos. La reina doña María me dijo que murió una de vuestras hijas. —Elvira murió siendo muy pequeña —respondió don Fernán. —Lo lamento —dijo el infante, dirigiéndose a doña Elvira, la señora de Ayala. —Os agradezco de corazón vuestras palabras, señor. Dios nos ha recompensado dándonos estos buenos hijos. En recuerdo de aquella hija que murió, hemos puesto su nombre a la menor —contestó doña Elvira. —¡Ea! ¿Por qué no nos ponemos en marcha? —dijo el infante. 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