CONTRAPORTADA Charles Baudelaire, hombre de lejanías Julio Borromé AÑO 5 / NÚMERO 226 / DOMINGO 15 DE FEBRERO DE 2015 Historias de la calle Lincoln, de la montaña a Sabana Grande INÉS RUIZ PACHECO Historias de la calle Lincoln es una novela fragmentada, narrada en 29 formas de relato, que rompen con la estructura narrativa regular, porque presenta un narrador que va desde la primera hasta la tercera persona, emplea un lenguaje diverso, de diferentes tipos de discurso y se aleja de la linealidad del tiempo. Esta novela rompe con la forma tradicional narrativa, el autor emplea una forma de escritura en la que el contenido y la forma van de la mano para expresar un nuevo mensaje y crean una obra que puede leerse de forma aislada, como si fueran varios cuentos sobre una misma temática y posteriormente construir la unidad del discurso, que se vale del modelo de escritura de diario, de la nota periodística, el guión televisivo, mensajes cortos en servilletas, monólogos y diálogos para decirnos un momento histórico venezolano. Con estas herramientas el autor recrea la vida bohemia intelectual de los años 50 y 60 ocurrida en la calle Lincoln o bulevar de Sabana Grande, donde confluyen un grupo de jóvenes insurrectos que viven la derrota del movimiento revolucionario y dada la similitud con la realidad social del momento, es posible considerarla como un texto testimonial de la época, tal como lo afirma Ana Teresa Torres en su Breve itinerario personal de la novela venezolana. La obra es una especie de collage de la Caracas nocturna, de la Venezuela posterior al cese de la guerrilla, cuando se produce el abandono del campo y ocupación de las ciudades; proyecta al venezolano esnobista, habla de un país que sucumbe ante el encanto de los medios de comunicación social, donde una y varias voces narran las experiencias de Guaica, Graciela, Enrique, Patricia, Mónica, Ernesto, El Gato, Adriana o Elizabeth, jóvenes venezolanos, desilusionados, quienes sobreviven gracias a la posibilidad de intelectualizar su pasado. Los personajes de Historias de la calle Lincoln representan estereotipos de hombres y mujeres partícipes de la lucha armada: Graciela es la niña rica e intelectual seguidora del pensamiento humanista europeo; Guaicapuro Rodríguez o Guaica, el poeta intelectual que tiene la palabra exacta para hablar y entender el momento histórico; El Gato, Pereira y Ernesto, luchadores activos, los últimos sobrevivieron a la montaña; Patricia, la modelo; todos consumidores de droga, y Adriana, una lesbiana, cuyo odio por los hombres se forjó tras ser violada por su padre. La interacción de los personajes deja en el lector una sensación de que la revolución y la fuerza guerrillera de los años 60 estuvo más sustentada en una ilusión inte- lectual que en una práctica, lo cual se evidencia con la actitud de los intelectuales posterior a su participación en la guerrilla. Esto se deja apreciar en el segundo capítulo cuando el fantasma del Gato habla sobre su vida, su participación en la lucha armada y dice: «todo esto te bastaba para entender que si alguna vez había existido para ti algo parecido al marxismo, eso se había quedado con las charlas del profesor del Liceo de Altagracia, en los bancos del patio, o tal vez después, en Caracas, en las reuniones cerca de la placita Cristo Rey, con las chamitas de la célula del 23 de enero y las clases de química para explosivos y la técnica del manejo y mantenimiento de armas o las discusiones en los círculos de estudio sobre el manual Kusinen o el libro de Politzer; o tal vez en tu primera acción o en tu primera toma de barrio, cuando te perdiste con Clarita, por los lados de la antigua estación de Caño Amarillo, tal vez allí quedaron el viejito Marx y Lenin y los folletos de Mao y todo lo demás, porque después, en la montaña, y dime si es mentira, en la montaña cuándo te quedaba un tiempito, cuándo te quedaba un lugarcito despejado en el cerebro para acordarte del materialismo histórico y las leyes de la dialéctica». El punto de encuentro de estos personajes es la ciudad, que lejos de estar satanizada aparece como el espacio de salvación o resguardo, donde el consumo de alcohol, drogas y el sexo libre se perfilan como ilusión para la evasión y permiten el reencuentro, la recuperación y la sucesión de nuevas historias. Los jóvenes se reconocen en la ciudad y sus vicios, el bar lejos de ser la zona de riesgo, logra ser el espacio que salva a un guerrillero, porque su dueño es un comerciante excomunista, quien aunque cree en los ideales de izquierda, cae ante el dinero. El lenguaje coloquial de la ciudad cobra fuerza en cada página de la novela y esto lo hace de diversas formas, así vemos cómo la narración de una cuña de televisión, el diario de una joven de 15 años, el monólogo, la escritura breve, una noticia periodística o un mensaje radial se convierten en formas de hilvanar la historia citadina rápida que hace sentir al espectador frente a un constante flash de situaciones simultáneas sucedidas en la misma ciudad. La rapidez con la que transcurren los hechos evidencia una movilidad que pareciera hablarnos de la rapidez de la ciudad. La selva y la montaña son dibujadas por algunos personajes como la zona de riesgo, donde los guerrilleros perdían la vida y los militares o policías provocaban muertes. El episodio en que el Gato y Pereira logran salvar sus vidas de un ataque en la montaña para luego caer en manos de la policía da cuenta de esto: «ya se sabe que está mal dormir sin las botas puestas, pero tú, quién aguanta esta vaina, y te las quitas, y, ¿recuerdas?, tú que te las quitas y los pies que te haceb pruff y se te hinchan de golpe, y que te quedas viendote los pies o más bien las costras y las llagas que, y esto lo dice el comandante, son la carta de presentación de un guerrillero; las llagas que te brotaban en todos los sitios de la piel, tú que te le quedas viendo y que te duermes y la comisión de la Gigipol que les cae encima». La insurrección es otro de los temas abordados en Historias de la calle Lincoln, por una parte aparece marcada la derrota de la lucha armada, sin embargo el espíritu insurrecto de la generación se percibe en la posterior intención de transgredir lo no permitido y vulnerar cualquier espacio público, tal como ocurre cuando Guaica, Graciela y Ernesto transitan por la avenida Francisco Fajardo y al pasar frente a la estatua de Maria Lienza se bajan, colocan un sostén en sus senos y riendo se trasladan a una fiesta, que concluye en una casa de playa de uno de los invitados, donde tienen cabida todos los excesos concebibles. Los comerciales de televisión promocionando un tipo de colirio para ocultar los efectos de la droga, también dan cuenta de esto. En el cuerpo de la novela, la Carta que Rafael enviaría a Mónica si la novela durara seis meses más, se transforma en una metáfora de la realidad política y social venezolana, pues la reflexión a partir de la desilusión amorosa planteada por Rafael resume la desazón idealista de la época: «En adelante sólo seré fiel a la derrota, quiero decir: a esa asimilación mórbida que de ella he realizado; de esta incertidumbre, hipotetizo, un día emergerá la historia que deseo: la duración debe ejercer su dispositivo destructor también sobre esas regiones del espíritu de las cuales ya nada queda esperar más que podredumbre». Si los sucesos de la novela son realidad o ficción es una elección que hace el lector en el pacto que establece con la narrativa. La palabra, intelectualizar la realidad y la vida misma como excusa para la creación literaria se perfila como un modo de salvación en el personaje de Guaica, quien después de todo se vale de la palabra para explicar la realidad y regala parte de su pensamiento contenido en escritos sobre servilletas en muchas noches de trago, en los que deja leer frases como: «Algo debe andar muy mal por dentro, cuando basta una idea, una mínima dosis de obsesión para destruirme» o «después de todo esto, qué restará. Sólo la imaginación: la crueldad cotidiana». Alusiones a Marx, Lenin, Mao Tse Tung, Ghandi, Fidel Castro, músicos como Los Beatles, artistas plásticos como Jesús Soto y Vassarely son constantes en los diálogos de Guaicapuro Rodríguez durante toda la obra, proyectándose como símbolos de la lucha revolucionaria de una época. En fin, Historias de la calle Lincoln entrega un desasosiego, que deja ver cómo el triunfo de la guerrilla y de los líderes de izquierda se transformó en un sueño efímero, que generó desilusión, cuyas fortalezas fueron más pensamiento que acción, por lo cual su existencia y permanencia en el tiempo se refugió en el verbo y alejó de la práctica, del hacer y construir haciendo. 2 DOMINGO 15 DE FEBRERO DE 2015 / CIUDAD CCS / LETRAS CCS LETRAS CCS / CIUDAD CCS / DOMINGO 15 DE FEBRERO DE 2015 Fe de erratas Pintura de Benito Mieses JUAN MANUEL ROCA Un dios nace. Otros mueren. La verdad ni ha venido ni se ha ido: sólo el error ha cambiado. Fernando Pessoa De errores con causa está lleno el arte, como en el célebre relato en el que un hombre perdido e insolado bajo el pirómano sol del desierto, se tropieza con «una virgen hermosa» en un oasis y le dice, según afirman don José de la Colina e Ilán Stavans, estas palabras auto-consoladoras: «dime que no eres un espejismo, a lo que ella responde: el espejismo eres tú. Y acto seguido, el hombre desaparece». El error quizá esté en pedirle la verdad a ese espejismo que es el hombre. Lo mismo ocurre con los artistas que inventan las verdades para vengarse de que, a lo mejor, solamente seamos nada más que una errata de Dios. A ellos, a los artistas, quizá sea mejor no preguntarles en qué lugar de sus vidas son gobernados por las certezas. «Si me equivoco soy», decía San Agustín, y quién diablos soy yo para refutar a un santo tan alabado como Agustín de Hipona, a quien se le ocurrió este aserto, quizá para ayudarme a escribir este texto acerca del error. Y para hacerme caer en una suma de dislates, en un febril disparatorio hondo como un pozo, y gozar de la justificación de un hombre de Dios. Al comienzo de esta fe de erratas, quise dedicar el texto a Cristóforo Colombo, el genovés que debería ser el santo patrón de los equivocados, quizá el marinero más legendario de la historia, que llegó a América en 1492 creyendó haber llegado a otra parte. Y bien, aparte del error magistral de descubrir una tierra que estaba descubierta por sus propios habitantes, pasó a la historia por algo que él mismo ignoraba. Pues bien, es gracias a ese equívoco histórico que escribo en este idioma. Me expreso por una equivocación en esta lengua en la que también escribo, quizá para poder afirmar que si tenemos que hablar, en cualquier idioma o dialecto, es para señalar que no nos entendemos y que empezamos a conocernos por los dos lados de un catalejo, gracias a su majestad el error. En verdad, al decir de Amiel, nunca tenemos un mayor descontento con los demás que cuando lo estamos con nosotros mismos. El pensador suizo afirmaba que «la conciencia de un error nos vuelve impacientes». Tan impaciente fue el agudo y áspero Amiel, que combatió su conciencia del error escribiendo un Diario íntimo de 17 mil páginas, en el que empleó solamente 42 calendarios de su vida. Qué más exorcismo contra el «error vacui», contra la página en blanco que nunca se equivoca antes de que nos dé por agregarle algunas letras. Me he dado a cazar grandes pensamientos de grandes hombres que hablando sobre el error creían no caer en él, creían superarlo como los saltadores con jabalina. Y, en verdad, es claro que entre lo que quiso decir un poeta, lo que en verdad dijo y lo que creemos que dijo, se nos oculta el misterio, y ya de entrada hay en esto un error de percepciones. Por ejemplo, cuando Nicolai Gogol escribió su formidable Almas muertas, amigos, conocidos y lectores acudieron a su casa a manifestarle que con esa novela había hecho la demolición del zarismo y el primer preocupado, inclusive molesto, fue él que se creía zarista. ¿En qué lugar de quiebre?, ¿en qué momento una suerte de fantasma lo indujo a un error personal pero a la que en adelante sería una certeza colectiva? A la historia no le interesa que una verdad nazca de un equívoco, diríamos pensando en la bellísima obra del escritor ruso. El caso de Gogol, cuyo personaje, Chichikov, parece equivocado de lugar de nacimiento en la Rusia zarista, pues parece más bien un mañoso burócrata colombiano, me lleva a tener que aceptar a regañadientes, más allá de sus para mí dudosas teorías, una idea, repito, de ese gran escritor llamado Sigmund Freud: «todo acto frustrado, toda acción resultante de un error, expresan una voluntad oculta». Y que Gogol nos perdone. Por algo la palabra reconocer, que en griego quiere decir volver atrás y que no en balde es un palíndromo, una palabra que se puede leer de izquierda a derecha, como lo hacemos en Occidente, y de derecha izquierda como lo hacen los rabinos, los tipógrafos y los espejos, tantas veces está asociada a la palabra error. «Reconocer» un «error», se dice hacien- do maridaje entre las dos palabras, para señalar algo que a pocos les gusta aceptar. Tal vez por eso, los pintores acuden al pentimento, a pintar sobre una pintura que consideran equivocada, pero la belleza de la obra superpuesta nace de otra obra que el artista considera errada. Por supuesto que hay errores provocados de manera conciente, como en el «nonsense» carroliano, pero también inducidos por las ideologías: «razas superiores», «destinos manifiestos», y es en estos últimos en los que la inocencia de errar se vuelve perversa, manipulable y manipulada. Frente a una historia como la que sigue, puede crearse una pugna entre el elogio de la imaginación y la obtusa racionalidad del realista. Creo haberla visto en un filme, pero para no equivocarme diré que fue en un sueño: Hay un pabellón de hospital con decenas de camas y de enfermos. Solamente uno de los pacientes tiene acceso a una ventana con vista a la calle. El hombre entreabre sus dos hojas y cuenta lo que ocurre en el afuera del hospital: una mujer joven y pelirroja cruza bajo un paraguas azul, dos niños patean un balón entre los charcos, una monja casi enana como en un filme de Fellini les da comida a las palomas del parque, una pareja de novios se besa a la entrada de un café, un cartero veterano se empina frente a un timbre... Una noche el enfermo que narra esos sucesos a los compañeros de infortunio muere y, por supuesto, todos quieren heredar su camastro con vista a la calle. Cuando el hombre al que le asignan su lecho entreabre la ventana, descubre que sólo hay un muro de ladrillo que le impide a cualquiera ver el paisaje. Creo que no haya nada más parecido al poeta que el personaje de esta historia. Se trata de alguien capaz de fabular, de pastorear un error inducido desde su condición de reo del mundo, condición a la que siempre se niega el hombre insatisfecho. Ante una historia como esta, el realista que detesta todo lo que no sea palpable, el que no cree que si la vida comete errores es porque todo equívoco funda nuevas posibilidades creadoras, mirará con desdén lo que no resulta comprobable y entonces llamará al cura y al barbero de don Quijote para que no sigamos confundiendo molinos con gigantes ni rebaños de ovejas con batallones de soldados, como si en esa equivocación visual no mediara el concepto de que los ejércitos del mundo son hatos de seres obtusos y obedientes. «Ningún medio para prosperar es más rápido que los errores ajenos», decía de manera enigmática Francis Bacon, que por lo demás hizo fortuna litigando como abogado, una profesión especializada en buscar el error en el contrario. Me gusta más la frase de Albert Camus, de cuño humanista, que dice que «hacer sufrir es la única manera de equivocarse» y que en otro paraje de sus reflexiones afirmaba que la necesidad de tener razón es señal de un espíritu vulgar. Valdría la pena agregar que los cazadores de errores siempre me producen el malestar propio de quien se arriesga a errar con tal de explorar nuevos mundos, nuevas hipótesis de ellos. Cómo me agrada encontrar un error original, ya que la mayoría de los errores son muy viejos bajo el sol y casi siempre están catalogados en el capítulo de las certezas. Por ejemplo: que el hombre es un ser superior, hecho a imagen semejanza de Dios. No habla bien del creador el supuesto de que seamos parecidos a él. He ahí un error inducido por la religión y tan viejo y fijo como el sol. Y sigamos especulando, creándole espejos deformes a la verdad, que es lo propio de toda fe en las erratas. El temor a errar paraliza. El que no yerra está muerto. Porque en verdad no hay aventura sin la posibilidad de equivocarse. El funámbulo, el que camina por la cuerda tensa y pastorea el abismo, es quien no teme equivocarse porque de entrada se ha dedicado, como el filósofo, a un oficio de equívocos. Él va a las grandes verdades por vías de la duda. El error es la flor anómala del jardín, la que crece sin el estímulo de nadie. Pero, a pesar de todo esto, no hay nada más triste ni patético, y a cada tanto lo vemos en los grandes foros y congresos, que dos errores que se refutan con pasión, que dos dislates que se atacan con brutal vehemencia mientras la verdad, impasible, guarda silencio. Tal vez a eso se refiera el punzante duque de la Rochefoucauld, que escribía con vitriolo y sin temor a errar: «no durarían mucho tiempo las disputas si el error estuviese de un solo lado». Solamente, ya que cometí el error de aceptar escribir sobre este tema, me basta con garabatear un conato de poema: La calle del error Entre la calle de las certezas Y la avenida de la soberbia, Preferí cruzar Por la vereda del error. Allí encontré viejos Amigos desconocidos. Encontré al hombre Que creía posible Inventar un espejo de hielo Para las muchachas del desierto, Al que quiso caminar En tres orillas del río, Al que pensó en fabricar La moneda de tres caras, Al que creyó indeleble Su nombre escrito en el agua, Al hombre que quiso Dejar su cuerpo en casa Para irse de paseo Sin su estorbosa presencia. Preferí la callejuela De los equivocados Que el salón de las certezas. Perseguí las confusas Palabras de uno Que pintó un túnel en un muro De la cárcel Para ayudar a escapar a sus amigos, Al que tuvo errores de cálculo En la fabricación De una bicicleta de viento, Al pintor fracasado que quería Saborear con vino El pan pintado en la alacena. Entre la calle de las certezas Y la avenida de la soberbia, Preferí cruzar Por la vereda del error. Allí encontré, nervioso aún, Al que quiso esconder en un poema A un hombre a punto de ser fusilado, Al que siempre ignora qué responder Cuando preguntan“quién anda por [ahí”, Al ladrón de imposibles, Al que quiso ser jinete de sí mismo Y se dio a galopar en su locura, Al que quiso colorear las vocales Y besar la lejanía, Al ciego que no declaraba En las aduanas los paisajes Que llevaba en su tacto Y sólo quería escribir un libro Hecho de olores y sabores, Al que nunca acertó con el arco Y jamás dio en el clavo de lo cierto. Entre la calle de las certezas Y la avenida de la soberbia, Preferí cruzar Por la vereda del error. Allí me encontré viejos amigos Que sólo leían en los libros El colofón de las erratas. En todos ellos, Hay más verdades Que en los hechos comprobados De nuestra estúpida historia. 3 La Librería Mediática Marialcira Matute Marcos Ana o la resistencia de la ternura El libro Decidme cómo es un árbol. Memoria de la prisión y de la vida, de Fernando Macarro Castillo (Marcos Ana) me esperó por varios años, desde que el poeta Andrés Castillo me lo regaló, en 2012, dedicándomelo como «...testimonio hermoso, duro y tierno de un hombre maravilloso». El rostro de Marcos Ana estuvo paciente, asomado en la estantería de libros por leer, en la portada del libro, atento al momento del encuentro, porque como bien dice Gustavo Pereira, los libros son tan nobles que nos esperan. De su valor político hemos escrito para el semanario Cuatro F. De su valor literario escribimos en Letras Ccs. No exagera Saramago en su prólogo cuando afirma que el libro : «...es un soplo de aire fresco que llega para derrotar al cinismo, a la indiferencia, a la cobardía...». Poeta para contar exento de odio —sin dejar de buscar justicia— el dolor de ser un preso político de la dictadura franquista por más de veinte años, Marcos Ana expone a los lectores su vida entera, en un texto de inmensa calidad literaria, que comienza con un pasaje del poema «La Vida», escrito en prisión en 1960: Decidme como es un árbol. / Decidme el canto del río / cuando se cubre de pájaros. / Habladme del mar habladme / del olor ancho del campo, / de las estrellas, del aire. Inician las páginas del libro con pasajes hermosos, como el descubrimiento de la lectura: «...con el orgullo infantil de haber aprendido a leer, me hacía mucha ilusión leerles a mis padres, al amor de la lumbre, una novela por entregas..». Son desgarradores los pasajes donde cuestiona la religión, donde descubre el camino político que recorrería en su vida entera. «Preso político» es una expresión grande, muy grande, que intentan sin éxito pisotear ciertos canallas en Venezuela cuando pretenden —sin éxito— asumirse como tales cuando no son más que delincuentes comunes. Que la experiencia de Marcos Ana nos sirva de guía para luchar porque nunca más, en ninguna parte del mundo, haya alguien que con justa razón pueda llamarse «preso político». 4 LETRAS CCS / CIUDAD CCS / DOMINGO 15 DE FEBRERO DE 2015 Un ensayo de Julio Borromé Charles Baudelaire, hombre de lejanías Con la expresión «hombre de lejanías», principia Jean Paul Sartre el retrato del poeta Charles Baudelaire. Expresión tomada del filósofo Martin Heidegger. El vínculo que establece (entendido como lugar indefinido, por hacerse) podría entenderse como una señal y un vehículo del carácter del poeta: una infinitud que puede modular la apertura que el vínculo parece de todos modos prometer su destino, en oposición a la contingencia, a la mala suerte, al azar. La infinitud es tener conciencia de sí mismo frente a la inmediatez de las cosas. Lugar indefinido y destino convergerían entonces en designar una elección, una trama sobre la cual pueda confluir la vida del poeta. El retrato de Sartre apunta en esa dirección, es decir, para el filósofo de El ser y la nada, es la “elección originaria” la que es esencial en Baudelaire porque apela a una vida que no está dada de antemano, y produce un efecto de distanciamiento, a través del cual penetra la conciencia reflexiva, aunque sea una sombra atenuada por el mismo acaecer de una conciencia que se retrae, o experimenta el vértigo de un abismo simbólico. La interpretación de Sartre no solamente nos es sugerida por la «elección originaria» que atribuye el filósofo a Baudelaire, sino que la concreta en algunos acontecimientos particulares de la infancia del poeta: el segundo matrimonio de la madre y la presencia castigadora del padrastro. Estos hechos condicionaron, según Sartre, la decisión de Baudelaire en elegir su destino. Un destino en elegirse otro, esa alteridad es una modulación existencial de la lejanía del aquí. Baudelaire aun permaneciendo en la familiaridad de una apariencia, caracteriza de manera completamente diferente esta apariencia de las cosas, inserta un desplazamiento casi imperceptible, pero que involucra la mirada del otro en sí mismo. Esto determinará la comparecencia del poeta ante el tribunal de los otros: un exponerse víctima y culpable. La extraña complicidad de Baudelaire implica el doble peligro de perder la infancia (la plenitud de su origen) y de objetivar (la infancia en apariencia recuperada). Esta medición tiene un efecto de lejanía, fantasmal y deslocalizadora, con lo desmedido. Baudelaire intenta recoger los fragmentos de lo que ha sido (niño abandonado y traicionado por la madre) y lo realiza desde la lucidez de la conciencia que confiere a su elección un destino particular. Ser otro es ser diferente, en tanto el poeta deberá cargarse de múltiples sentidos entrecruzados, contradictorios hasta lo paradójico. Ser otro es dar el salto hacia otro lado: el poeta acusa su falta de conexión con el presente. Por ello, el pasado es el único tiempo real donde el poeta mira y es mirado en una proximidad de una mirada que lo aleja de sí mismo y de los otros. La mirada cumple en Baudelaire el juicio moral de los que imponen su autoridad y la severidad teocrática. En este sentido, la madre, el padrastro y algunos personajes con funciones públicas y literarias dentro de la sociedad representaron el poder y los símbolos que produjeron la sumisión del poeta. Sumisión escogida como un juego entre la apertura hacia el otro y la ocultación, una apertura en y mediante la ocultación de sí mismo. Se es otro en la medida en que todo hombre es «una impostura». Baudelaire elige la actitud culpable frente a los otros. El poeta escogió vivir bajo la localizadora figura del poder tutelar, de la guardia vigilante de los otros. Pero estas figuras también representaron el castigo de un estado aún más significativo. Aquellos habían de encarnar una sublimación del Bien y del Mal. El poeta, al escoger ser otro en trance hacia lugares inexplorados y lejanos, eligió el reconocimiento de sí frente a la ausencia de la madre, de allí la desgarradura ontológica: el abismo y el vértigo al sentirse separado de su madre, de quien expresó un amor sobrehumano y una relación incestuosa. Al ser otro, en consecuencia, el poeta elige la culpa, el opio, la falta, el horror, el pecado, el éxtasis, el dandismo como expresión de un ser sin militancia política y orien- Director Freddy Ñáñez Coordinadora Karibay Velásquez. Letras CCS es el suplemento literario del diario Ciudad CCS y se distribuye de forma gratuita | correo-e: [email protected] | Twitter: @LetrasCcs tado al exhibicionismo; elige el fetichismo, la insatisfacción, el adorno, la falsificación, lo cosmético, un cierto encanto por ataviarse con ropajes femeninos, el mundo material de la ciudad y el odio hacia la naturaleza, la infecundidad y la cosificación de sí mismo como objeto especular que resitúa su existencia de acuerdo al estremecimiento que le produce la mirada del otro y la ausencia. Lo ausente precisa una lúcida expresión de la conciencia del poeta respecto a los otros, al mundo de los objetos. De allí el goce y el placer de disfrutar los colores, el perfume, el secreto de lo que ha perdido la carga del presente. Las cosas son necesarias en la medida en que devienen nostalgias y recuerdos de lo acontecido. Pero esto quiere decir que dirigirse a la ausencia será también partir de la imposibilidad de alcanzar la plenitud del presente. La «elección originaria» que Sartre atribuye a Baudelaire es la clave de interpretación del estado vital del poeta. Asimismo la elección es atributo del hecho poético en tanto relación con el pasado. La poesía de Baudelaire hay que buscarla en el interior de esa ausencia. Por ello, el goce de los placeres imaginarios y la construcción más cerebral (geométrica) que vivida de su percepción de sí mismo y de las cosas. Sartre, sin duda, aprovechó su estudio sobre Baudelaire para mirar su propia conciencia refleja. Al mismo tiempo se desnuda en el interior de esa mirada especular. Pensamos que algunos asuntos realizados por Baudelaire los repitió Sartre. Destaco en los dos autores el siguiente hecho: la visita a burdeles parisinos y la no consumación del acto sexual sino el embrujo de los olores vaginales. En esta experiencia de los sentidos, los olores, el vaho y la ausencia del cuerpo significan lo oculto. Al volverse a Baudelaire, quiso Sartre explicar a propósito de su fenomenología una mirada al poeta de Las Flores del mal, y quizás no advirtió en su discurrir que revivió su propia mirada respecto del mirar ausente. Ciudad CCS es un periódico gratuito editado por la Fundación para la Comunicación Popular CCS de la Alcaldía de Caracas | Plaza Bolívar, Edificio Gradillas 1, Piso 1, Caracas | Teléfono 0212-8607149 correo-e: [email protected] | Depósito legal: pp200901dc1363
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