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Viaje de América a Jerusalén
Andrés Posada Arango
Posada Arango, Andrés, 1839-1923
Viaje de América a Jerusalén / Andrés Posada Arango. -- Medellín : Fondo Editorial Universidad EAFIT, 2010.
200 p. : il. ; 24 cm. -- (Bicentenario de Antioquia)
ISBN 978-958-720-070-6
1. Relatos de viajes 2. Colombia - Descripciones y viajes 3. Europa - Descripciones y viajes
4. Jerusalén - Descripciones y viajes I. Tít. II. Serie.
910.4 cd 21 ed.
A1257453
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
Viaje de América a Jerusalén
Primera edición en la Colección Bicentenario de Antioquia: agosto de 2010
Primera publicación: Imprenta A.-E. Rochette, Boulevard Montparnasse, 72-80, París, 1869
© Andrés Posada Arango
© Colección Bicentenario de Antioquia
© fondo editorial universidad eafit
carrera 49 No. 7 sur - 50
Tel: 261 95 23. Medellín
isbn: 978-958-720-070-6
Diseño de carátula: Miguel Suárez
Editado en Medellín, Colombia
Nota del editor: este texto ha sido modificado para adaptarlo a la escritura actual. Se cambiaron
del original las letras, j por g, i por y, s por x. Se agregaron unas tildes y se suprimieron otras.
Viaje de América a Jerusalén
tocando en
París, Londres, Loreto, Roma y Egipto
por
Andrés Posada Arango
Con un prólogo francés
Por M. F. Gravelant
de las Facultades de Letras y de Derecho de París
Al Señor Doctor
M. Vicente De La Roche
Profesor de medicina y cirugía en Colombia
Testimonio de cordial estimación
y sincero reconocimiento
Andrés Posada Arango
París, 1869
Índice
Prólogo
El credo del viajero / Felipe Restrepo David.................................................... 13
Preface................................................................................................................. 25
Prefacio............................................................................................................... 29
Capítulo I
— Medellín — Bellezas de la zona intertropical — Mi educación
religiosa — Proyecto de viaje......................................................................... 33
Capítulo II
— De Medellín a Nare — Selvas vírgenes —El río Magdalena —
Barranquilla — Santa Marta — Recuerdos de Bolívar.................................. 37
Capítulo III
— El mar — La isla de la Martinica — Llegada a Francia — Nantes —
Angers — Tours — Orleans.......................................................................... 45
Capítulo IV
— París — Londres....................................................................................... 52
Capítulo V
— Salida de París — Dijon — Paso de los Alpes.......................................... 65
Capítulo VI
— Turín. La Sábana Santa — Campos de Italia —Bolonia y sus torres
inclinadas — El Adriático — Rímini — Sinigaglia — Ancona.................... 71
Capítulo VII
— Loreto — La Santa Casa.......................................................................... 77
Capítulo VIII
— De Loreto a Bríndisi — Los zarcillos — Unidad de la especie humana —
Creta — El Mediterráneo.............................................................................. 82
Capítulo IX
— Alejandría de Egipto — Obelisco de Cleopatra —El Cairo — El Nilo —
Las Pirámides — La Esfinge......................................................................... 89
Capítulo X
— Jafa — Los padres de Tierra Santa — Camino a Jerusalén — Valle
del Terebinto.................................................................................................. 98
Capítulo XI
— Jerusalén — El Huerto — Valle de Josafat — Monte Olivete.................. 103
Capítulo XII
— Belén — El Pesebre — Estanques de Salomón — Casa de Santa Isabel —
Gruta de San Juan......................................................................................... 127
Capítulo XIII
— Betania y el sepulcro de Lázaro — Jericó y sus rosas — Manzanas de Sodoma .
— El Jordán — El Mar Muerto — Convento de San Sabas — La vida
eremítica........................................................................................................ 133
Capítulo XIV
— Camino de Damasco — Pozo de la Samaritana — Los montes Garizin
y Hebal — Sichen — Samaria — Betulia — Llanura de Esdrelón — Nazaret
— Taller de San José...................................................................................... 141
Capítulo XV
— El Tabor — El monte de las Bienaventuranzas —El mar de Galilea — Caná
— El monte Carmelo — Beirut — El Líbano.............................................. 149
Capítulo XVI
— La isla de Sicilia — Recuerdos de Arquímedes — Mesina — Nápoles —
La Gruta del Perro — Estufas de Nerón — Gruta de la Sibila — Ruinas de
Pompeya — El Vesubio — La Gruta Azul — El monte Casino................... 157
Capítulo XVII
— Roma, sus monumentos y recuerdos......................................................... 168
Capítulo XVIII
— Liorna — Pisa y su torre inclinada — Lámpara de Galileo — Génova —
Recuerdos de Colón — Marsella — Aviñón — Viena del Delfinado — Lyon
— Llegada a París.......................................................................................... 178
Notas
Medellín (A).................................................................................................. 187
Marinilla — Cultivo de la yuca (B)............................................................... 188
Bejuco de agua (C)........................................................................................ 188
El Doctor Salazar (D).................................................................................... 189
Enseñanza médica en París (E)..................................................................... 190
Comunidad de usos en diferentes pueblos (F)............................................... 191
San Dionisio (G)........................................................................................... 191
Corona de espinas (H)................................................................................... 192
Agua del Mar Muerto (I).............................................................................. 192
Caldas ( J)....................................................................................................... 193
Símbolos de la Biblia en español..................................................................... 197
Prólogo
El credo del viajero
Por Felipe Restrepo David1
La partida
Viaje de América a Jerusalén de Andrés Posada Arango comienza el 15 de febrero
de 1868, cuando el autor tenía 29 años. Dejó Medellín una tarde, y la última
imagen de la ciudad que abandonaba quedó grabada en su memoria desde arriba,
desde las montañas. Ese ascenso representa uno de los sentidos de su viaje: la
elevación del espíritu como elección de vida.
La melancolía lo invadía como todo viajero que parte: “No sabía si los volvería a ver […] y de vez en cuando dirigía mis ojos hacia atrás, como la mujer
de Lot”. Fueron sus palabras en la soledad, mientras en su caballo se dirigía por
el camino agreste y verdoso que lo llevaría al río Nare, donde se embarcaría en
un pequeño vapor rumbo a Santa Marta por el río grande de La Magdalena,
recorriendo un camino antes conocido en los libros.
En las páginas que cuentan su travesía por esas aguas, visitando los pueblos de las orillas deleitándose en la contemplación de la vegetación y los
animales que conforman el fresco de una rica y variada fauna; en las páginas
en las que se retrata su llegada a Santa Marta y su visita a la hacienda donde
murió Simón Bolívar, para luego embarcarse en el vapor “París” que lo llevaría
1
(Chigorodó, Antioquia, 1982). Ensayista e investigador. Ha publicado dos libros de ensayos: Voces
en escena: dramaturgia antioqueña (Atrae, 2008) y Conversaciones desde el escritorio: siete ensayistas
colombianos del siglo xx (Universidad EAFIT, 2008). Actualmente reside en Brasil.
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Viaje de América a Jerusalén
a Francia visitando varias de las islas de la costa caribeña, africana y europea,
como Martinica; en estas páginas se encuentra tal vez lo mejor de su viaje pues
la narración conserva la intensidad de quien cuenta con emoción y desinterés
lo que su percepción descubre, y esta suma de impresiones moldeadas por sus
preferencias, sus alegrías, sus enojos, sus desprecios, sus caprichos y sus intolerancias, son parte del encanto que nos atrae en la escritura.
Sus consideraciones sobre la naturaleza de las plantas, de la comida, de los
hombres y de las costumbres, tienen como sustento su formación científica y
humanística, pero asimismo sus prejuicios, que son los propios de la época y de
la región antioqueña, algunos de ellos nacidos del desconocimiento y de las ideas
aprehendidas con ligereza. No obstante, cada comentario es hecho con seriedad
pero al mismo tiempo con gracia y con el cuidado del que sabe que escribe para
ser leído.
Cuando él llega a Jerusalén, su destino de viaje, el tono adquiere un aire
apologético y meditativo, casi extático, por no decir arrobado ante la presencia
de la Tierra Santa. Allí el viajero inicia una errancia con la Biblia en la mano,
y su escritura se centra en el comentario de esa otra Escritura, que a su vez es
su mapa, haciendo que el sentido de su voz dependa de Ella. Las citas de los
Evangelios, de los Salmos y de otros tantos Libros, son abundantes y su travesía
se hace dogmática.
Esa mirada religiosa de la realidad y de su viaje transforma al viajero. Antes
de llegar a Jerusalén su palabra se había caracterizado por una emoción abierta y
generosa del paisaje, propia de un espíritu juvenil por lo jubiloso y ciertamente
festivo aunque de matices melancólicos; pero ya en la Tierra Santa aquel joven
se convierte en un hombre categórico cuyos referentes son sus principios ético
católicos.
Este drástico cambio hace que surja la pregunta por la primordial motivación
del viaje. Es decir, qué lo llevó a la partida. No se podría olvidar además, de otro
lado, que las elecciones y los afectos son la materialización de nuestros gustos
y anhelos, y que juntos conforman aquello que llamamos nuestra identidad
cambiante y voluble.
Pues bien, hay quienes parten porque el suelo de sus pies quema como una
brasa en el alma. Otros emprenden el camino por la sola necesidad de saberse
andando sin rumbo fijo como un errante al que nada lo detiene. Algunos, quizás enceguecidos por los misterios de lo maravilloso y de lo exótico, no pueden
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Andrés Posada Arango
evitar permanecer en un lugar. Unos pocos, en apariencia, viajan porque huyen
y sus razones se nos escapan pues no sabemos si se alejan de un espacio y de un
tiempo o simplemente quieren correr lejos de sí mismos.
El caso de Posada Arango es distinto: él obedece a su insaciable curiosidad,
a sus ojos vivos, anhelantes de más, y a su respiración que se ahoga entre las
montañas y en la exhaustiva repetición de su cotidianidad. Viaja por la sabiduría que ha intuido y que le ha sido prometida en los libros. Pero no es sólo
eso, hay algo más que configura su camino, sus huellas, que le otorga el color
definitivo a su paisaje, un algo que construye su memoria con el pasar de los
días: el impulso atávico de reconocerse en el pasado común de un pueblo, en la
religión de Aquel que es su luz y su salvación, la fuente de donde emana todo
conocimiento absoluto: el catolicismo.
Este viajero se embarca en busca de la comprobación de una verdad que sabe
que existe, que siente y en la que cree, pero que necesita ver en el dolor y en la
ruina de lo que pervive en el silencio y en el desierto, como testimonio de los
hombres y mujeres que todo lo entregan por su Dios: “Si le quitáis al hombre
sus creencias, si le arrebatáis su fe, ¿qué le dejáis?, ¿qué le dais en cambio?”.
Y esa fuerza para el viaje supo obtenerla y alimentarla en su juventud. Nació
del riesgo por un camino desconocido en cuyo trayecto recorrido encontraría la
posibilidad, que para él era su forma de libertad, de armar su vida en los ideales,
sueños y temores que poco a poco fue acumulando en su infancia.
El contexto literario
La literatura colombiana de viajes del siglo xix fue una de las maneras para
construir la imagen de una nación que intentaba configurarse a sí misma. Los
testimonios sobre la exploración del país, y sobre los otros continentes, significó
una confrontación abierta, aunque no siempre fecunda, con el propio desarrollo
y progreso no sólo en el sentido político y económico sino en el científico y tecnológico. Y para ejemplo de ello están los viajes de Manuel Ancízar, de Manuel
Uribe Ángel, de José María Samper, por sólo mencionar algunos personales, al
igual que la expedición corográfica. Viaje de América a Jerusalén se enmarca en
esta tradición, pero con matices singulares que hacen de este libro una travesía
distinta a las demás. Aunque la decisión de su partida obedeció a una intención
eminentemente religiosa, siempre permaneció la conciencia del regreso. Por eso
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15
*
Viaje de América a Jerusalén
podríamos hacer mención a un sentido cívico determinado por una responsabilidad como ciudadano, a su vez protagonista de una sociedad de la que quería
hacer parte en su crecimiento y solidificación.
No en vano, este antioqueño, antes y después del viaje, estuvo vinculado
con actividades oficiales relacionadas con la ciencia y la política; una de ellas
fue su participación como médico en la guerra civil de inicios de la década del
sesenta, que le ofreció la posibilidad de acercarse al país de una forma nunca
antes experimentada: el dolor.
Ahora bien, aunque su viaje no hace parte del típico exotismo del siglo xix,
sí hay algo de ello en su relato a Jerusalén. En Latinoamérica uno de los casos
más representativos fue el del cronista guatemalteco Enrique Gómez Carrillo,
viajero impenitente que recorrió casi todo el mundo conocido en su época. Esa
curiosidad por lo distinto fue el mismo impulso que se despertó en Sarmiento,
en Miranda, en Bello, en Simón Rodríguez y tantos otros hombres de la historia
americana que concebían el hacer y el pensar como dos acciones inherentes a
una misma esencia.
El viaje de Andrés Posada Arango representó la oportunidad para visitar
una tierra hasta entonces poco frecuentada por los latinoamericanos, y en ese
sentido su diario es un testimonio fundamental como documento histórico, y
adquiere un mayor valor si se lee dentro de la tradición colombiana y, por ende,
de la antioqueña. He ahí uno de los méritos del libro que lo hace actual y pertinente en nuestros días: registra una época en que fue esencial la exploración
de lo Otro, para el propio reconocimiento individual y colectivo. Una necesidad
que habría de permanecer por muchos años en la obra de algunos viajeros que
continuaron tal tendencia, incluso visitas a Jerusalén y al Oriente cercano, como
Germán Arciniegas.
Tales historias de viajes son, también, la construcción de una geografía
íntima del país y del mundo que ha sido corroborada con la propia piel y en la
palabra. Este conocimiento personal es ya un mérito suficientemente valioso
para apreciar a estos autores como escritores que se sirven de sí mismos como
material de sus relatos, al igual que Posada Arango.
El destino
Jerusalén representó para Andrés Posada Arango su Ítaca, el hábitat de sus sueños
y de sus más profundas aspiraciones, la tierra donde era esperado para cumplir
*
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Andrés Posada Arango
un destino. Desde su infancia, al lado de su madre, surgió ese amor mítico y en
cuya imagen se fue gestando la ciudad del origen.
El destino que elegimos como llegada nos devela y nos cuenta sobre nosotros
más de lo que creemos, pues ese lugar escogido también es un cuerpo al que
acudimos como si fuera un alimento necesitado. No importa qué tanto conozcamos previamente ese lugar, ya que sólo basta una intuición para lanzarnos
por el precipicio que es el viaje, aunque no vislumbremos al comienzo el suelo
en nuestra caída.
Jerusalén no sólo ha sido un destino preferido por los viajeros del siglo xix
y xx; desde la Edad Media y aun en la Modernidad muchos se han encaminado
hacia la morada del cristianismo. Algunos precisando de redención o indulgencias como los cruzados, otros suplicando perdón y luz para su triste corazón
como los peregrinos. Estar allí, en la antigua ciudad, para sentir la mirada de un
Dios que vigila, el aliento de una fuerza omnipotente que los embargue y acaso
los oprima; estar allí para palpar la liberación en una palabra o en un canto, y
así morir en la serenidad de los que saben que serán resucitados en el tiempo
en que las bienaventuranzas se cumplan en una tierra de promisión. “Ya no
habrá semidioses, patricios ni plebeyos; no habrá más amos ni siervos: todos
serán reconocidos hijos de un mismo Padre, rescatados con una misma sangre,
y pesados, en el día de la justicia, en la misma inflexible balanza”.
Lo que importa para este viajero es la evolución de su espíritu, y qué tanta
luz puede beber en la oración y en la fe. No se trata de condenar una actitud
que ha sido común denominador en los viajes que privilegian el adentro y no el
afuera, sino de comprender el por qué de ciertos comentarios y la naturaleza de
la escritura en términos literarios (narración y poesía), ya que como testimonio
personal y ético es claro para el lector lo que el autor pretende, y por eso sólo
tenemos la opción de aceptar o rechazar.
El estilo
Su expresión es la de un hombre del siglo xix en todo sentido: desde el registro
de sus palabras hasta la entonación y la respiración al concebirlas. Como es de
esperarse, en un humanista de formación clásica, conservadora y católica como
él, los adjetivos abundan tratando de clasificarlo todo, por eso el afán del juicio impera a lo largo de las páginas. Es la necesidad de organizarlo todo en el
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Viaje de América a Jerusalén
mundo, de que cada cosa tenga su lugar de acuerdo a su disposición. Mientras
recorre el Mediterráneo recuerda:
Durante mi navegación en el Atlántico, el horizonte, siempre nebuloso,
no me había permitido contemplar el nacimiento y la postura del sol,
que es sin duda un bello espectáculo en alta mar, y del que en esta
travesía pude gozar. Como un globo de fuego, grande, redondo, chispeante, se le ve surgir lentamente del fondo del mar, recorrer silencioso
la bóveda celeste, y llegar por la tarde, rojo como un hierro en ascua,
a hundirse otra vez en el abismo. El viajero que lo contempla, casi se
imagina percibir el chasquido que produjera en el agua al apagarse.
En esa medida, sus palabras suelen llevarlo casi siempre a una reflexión seria
y grave que muy pocas veces se permite la narración espontánea, de allí que
se sienta en sus descripciones un cierto esfuerzo en la composición, un pensar
excesivo en la precisión de la imagen. Su escritura es apolínea, iluminada, contraria a las travesuras dionisiacas.
Este viajero nunca se permitiría una equivocación, y si la hubiera sería
tachada o borrada pero en ningún momento enseñada. Lo que se muestra a
los demás es lo pulido, lo impecable y, de cierta manera, incuestionable por la
misma invocación que se hace continuadamente al Señor. Para él la palabra es
un instrumento de verdad.
Él disfruta de su viaje y lo vive entregado a su anhelo, pero pocas veces sonríe.
No hay gritos ni estridencias, no hay extravagancias ni excesos; al contrario, los
silencios y la mesura son el sustento de su estética literaria. Y comprendiendo
esto es como podemos leer el viaje en su propia clave, en la experiencia que nos
propone, y desde allí pensarlo y recorrerlo, pues tal estilo, como sucede en los
demás viajeros, es la huella en la escritura, es el ritmo de sus pasos.
Y persiguiéndolos, intentando descubrir a dónde nos llevan, conseguimos
identificarnos cercanos o lejanos al viajero, cansarnos en la travesía o revitalizarnos en la llegada. Uno de los propósitos de la literatura de viajes es precisamente este: que uno como lector pueda revivir el tránsito del viajero, no con la
misma tensión y sorpresa, pero sí con el espíritu que impulsa cada momento
y cada gesto.
El viajero que escribe debe ser capaz de abrirnos sus puertas para ver el camino a través de sus ojos, y esto justamente es lo que permanece en la palabra de
Posada Arango, pues hay una sinceridad y una fuerza que van al lado de la vida
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Andrés Posada Arango
misma, al compás de los días que transcurren. Y la coherencia que existe es la
de aquel que se escucha y procura obedecerse en sus mandatos, no obstante, sin
dejar de vigilarse ya que él mismo no se permitiría un paso fuera del límite.
En varios momentos se queja y se lamenta de no poder ser un poeta para
plasmar en bellos versos la sabiduría que se le revela en el mar y en el desierto:
“¡Ah! fuera yo escritor; estuviera en mí el cambiar el escalpelo del cirujano por
la pluma del literato”. Pero este es un lamento más retórico que real, ya que
él se sabe en la capacidad de lograr comunicar lo que escucha y piensa con la
libertad y elaboración literaria que le permiten sus búsquedas éticas y religiosas,
históricas y culturales.
El diario de viaje
Viaje de América a Jerusalén está hecho de fragmentos de diario. Y aunque no
sabemos si fue escrito en la travesía o mucho después, cuando se instaló en París,
las palabras de este viaje quieren recordar la fuerza de la emoción, la intensidad
de lo que se sintió con ardor, como cuando el viajero recorrió con una atención
casi alucinada la vida de la pasión y la sangre de Jesucristo, resucitando cada
uno de los instantes del martirio. Ese peregrinaje es otro de los sentidos de su
escritura: leerlo para vivir dos veces.
Registrar las fechas, estar sujeto al tiempo y a su narración, es la riqueza y la
limitación del diario de viaje: ritmo delimitado por la sucesión de las horas y de
los meses. ¿Qué tanto se queda de sí mismo en esa escritura? ¿Será otro el que
recuerda distinto del que vivió? El caso es que este autor antioqueño conoce el
final de su travesía y nos muestra el giro de lo que podríamos llamar su transformación o, por qué no, su definida consolidación como creyente. Asistimos
llevados de la mano a la escenificación de un drama pasional y sublime. De
allí que percibamos que su escritura es más una bitácora de verdades eternas e
inmutables.
Su diario es un enfrentamiento constante de visiones: una de ellas es la que
se deja impresionar por el paisaje y los hombres permitiendo que lo traspasen
y lo afecten hasta la renovación; la otra es la impermeable, y la que se declara
a sí misma que lo único cierto es su mundo interior. Aquí la cuestión es qué
tanto se deja salir de sí y qué tanto se deja entrar a sí. Y esa cautela, mezcla de
miedo y prevención, es una de las explicaciones del tono de este diario, aunque
la escritura de este género sea ella misma alteración constante de lo vivido. Es
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Viaje de América a Jerusalén
decir, Posada Arango, al iniciar su relato, en realidad nos pudo haber contado
otro viaje (aquel que quiso sentir según su ideal), pues cómo podrían evitarse
las modificaciones propias del desgaste de la memoria y de la piel. Esta facultad
de la sinceridad es más una eventualidad de la palabra, y de su verosimilitud
narrativa, que una opción ética por la transparencia. Es una ingenuidad apelar
a la fidelidad de la realidad vivida cuando la escritura que concebimos nos hace
otros.
¿Pero qué sucede con los silencios? ¿Con los días que no son narrados?
¿Con lo que se escapa a la escritura? ¿Acaso lo innombrable no existe? ¿Esos
otros fragmentos que no aparecen qué voz tienen? Es inevitable, por más que
se intente lo contrario, que un diario, y más si es de viajes, esté construido por
las migajas de nuestros recuerdos. Sólo depende de cada uno que estos trozos
de imágenes cobren vida o que sean piedras en el camino.
Hacia el final del relato, el viajero se cuestiona si servirá de algo, si será de
alguna utilidad todo aquello que ha escrito. En realidad, él ya se había respondido mucho antes, cuando dice que sería curioso estudiar las contracciones
del corazón y las ondulaciones del pulso de un viajero “cuando ve ocultarse su
hogar tras la última vuelta del camino; cuando contempla por la primera vez
el anchuroso mar; cuando admira los monumentos de la culta Europa […]”.
La utilidad es esa: conocer las palpitaciones de Andrés Posada Arango que nos
muestran el conocimiento de su humanidad y de su sensibilidad.
El regreso
Después de más de seis meses de viaje, desde que abandonó las montañas de
Medellín en busca de sí mismo, él regresa a París; pero su retorno es otra aventura, pues el viajero que ahora es se ha convertido en un hombre menos ansioso,
quizá más sereno. Su corazón refleja una calma alegría y por eso su mirada ya
no tiene el peso de quien busca lo que nunca ha tenido.
Sus palabras son suaves y sus ímpetus se han sosegado, domados de su furia
pasada. Sea lo que haya ido a buscar, este viajero lo ha encontrado y sólo a él
le pertenece. Lo que nos cuenta ahora de Italia, por ejemplo, nos muestra su
expresión, sus gestos en un caminar atento, como de lechuza, sin embargo, lo
que ocurre en su interior rara vez se nos revela. Sabemos que sus oídos estuvieron prestos a escuchar, sus manos a recibir y sus ojos a contemplar; sus alforjas
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20
*
Andrés Posada Arango
ansiaban ser llenadas de una sabiduría cuyo sabor habría de encontrarlo dulce
a su corazón.
Cuando llegó a París tenía 29 años, etapa de transición, de jugada decisiva
en las certezas y en los miedos, en los propósitos y en los misterios. Ni antes ni
después hubiera podido ocurrir esa experiencia definitiva.
¿Pero qué significa el regreso? ¿Acaso la última huella en el sendero? ¿El
olvido de los silencios y los vacíos que tanto atormentaron? ¿El inicio del
deterioro de los bellos recuerdos? ¿La unánime instalación de las rutinas que
una tras otra empezarán a repetirse a lo largo de los años en la academia, en un
laboratorio o detrás de un escritorio? ¿El inicio de otro viaje? ¿Una estación
más? ¿Regresar de un lugar o de sí mismo?
Tal regreso en él, de acuerdo a lo que permite desnudarse en las notas de su viaje,
parece más bien una partida. Aquella Jerusalén fue su origen, su seno, su vientre, el
lugar de su nuevo nacimiento. Por eso cuando se aleja de su Tierra Santa no está
retornando, se está despidiendo: allí empieza su viaje, no el de su peregrinación
sino el su vida. Ese es el descubrimiento esencial.
Cuando llega a París, lo que ocurre en la última página, uno como lector
comprende que esa decisión de salir de Colombia, de Medellín, consistió en
una osadía en la que se contenía su propia existencia. Paradójicamente Posada
Arango, en su templanza y formalidad, actuó como un artista: fueron su imaginación y sensibilidad las que lo estimularon. Allí obró, en este movimiento
un tanto invisible, más la intuición que la razón, más la fantasía que la teología,
y eso es lo que sorprende. Y quizás ni él mismo lo supo. Por supuesto, aquí me
refiero al viajero y no al creyente.
El final del libro, del viaje, parece ser París, pero nos engañamos. La última
línea no siempre es una culminación. Para él se trata de un silencio, de un descanso, que después será reanudado en una marcha. Un silencio que también es
una invitación a continuar la travesía y a creer en lo que se nos ha contado con
el mismo fervor con que ha sido vivido. Y ese acto de fe al que somos impelidos
es la religión transformada en poesía: sentir en la propia piel el sufrimiento o la
alegría del otro, de ese que cuenta, que está bajo el sol ardiente o la noche fría
del desierto, mientras nosotros permanecemos resguardados en las páginas del
relato. Ese es el credo del viajero para con sus lectores, y esa apertura literaria
que ofrece el libro es lo que nos permite disfrutar de su belleza más allá de
cualquier inclinación religiosa.
*
21
Préface
Vain is the tree of hnowledge without fruits
Thompson
L’arbre de science qui ne produit pas de fruits est
inutile.
Plus d’un compatriote de mon jeune ami le docteur Posada s’étonnera, sans
doute, de voir inscrit le nom d’un Français en tête de la relation de ses voyages.
Mais quand on saura que c’est à mon initiative, à mes prières souvent réitérées
que l’on en doit la publication, et qu’il m’a fallu réellement faire violence à sa
modestie, on comprendra que mon nom puisse s’attacher au sort d’un livre qui
me doit indirectement le jour.
En effet, je ne crois pas qu’il soit suffisant à notre époque de partager au
fond de son cœur les sentiments généreux, les nobles aspirations, les leçons
d’honneur émanés du talent et de la conscience de nos bons écrivains; il leur
faut de plus une haute approbation. Il est bon que l’on sache en Colombie que
nous glorifions encore tout ce qui touche à cette foi chrétienne que nous lui
avions portée et dont nous acquérons aujourd’hui, dans l’ouvrage de M. Posada,
l’assurance qu’elle eu est de son côté fidèle dépositaire.
Là se borneraient mes réflexions, si les travaux que j’ai faits en Espagne
sur la langue castillane ne me permettaient pas de pouvoir apprécier le mérite
littéraire de notre auteur.
Quel est son but? quels sont ses moyens? Comment en dispose-t-il?
*
25
*
Viaje de América a Jerusalén
Son but, c’est la réalisation du rêve de son enfance. Des hauteurs de Medellin,
ses regards se portaient souvent sur l’immensité de l’océan au bout duquel la
cite sacrée de Jérusalem se découvrait à son amour et à sa foi. Il lui en parvenait
comme un écho des chants des collines de Sion, et des accents prophétiques
dont retentirent pendant seize siècles toutes les vallées de cette terre de miracles.
L’intensité du désir de la voir de ses propres yeux, de la bénir, de la couvrir de ses
baisers et de ses larmes allait s’augmentant dans la même proportion que la force
de ses convictions religieuses et que le développement des facultés de son âme.
Ainsi le but de toutes les aspirations de sa vie, celui qui lui a fait entreprendre
jeune encore le plus long et le plus pénible des voyages, celui qui lui a inspiré
de si touchantes et si saintes considérations dans les pages qu’il livre en ce jour
à la publicité, c’est Jérusalem.
Quant aux moyens dont il dispose, ils sont de la nature de ceux avec lesquels
se font les œuvres admirables Une science aussi profonde que variée, une rare
connaissance des faits historiques et fabuleux qui se rattachent aux nombreuses
contrées des quatre parties du monde qu’il a visitées; une heureuse application
des textes de l’Ecriture aux lieux et aux personnes qu’ils concernent sont autant
de ressources qui font du travail de M. Posada un ouvrage unique même dans
un genre où tant d’écrivains se sont exercés.
Quel intérêt n’aura pas en Amérique la lecture des vives émotions de ce
cœur jeune et ardent qui es tallé recueillir les annales de l’enfance du monde
écrites en hiéroglyphes sur les pyramides et les débris de son berceau dans les
ruines de la Sainte cité; qui est venu en Europe vénérer des tombeaux, saluer
d’illustres renommées à qui sa patrie doit sa gloire, son industrie, ses lois, sa foi,
son Dieu; à qui elle doit cette merveilleuse fécondité qui l’a subitement rendu
mère d’enfants que nous reconnaissons pour nos frères.
Jamais la langue qui, au dire de Charles-Quint, est faite pour parler à Dieu
n’a été appelée à traduire un ordre d’idées plus relevées. Ici l’auteur s’élève avec
le prophète jusqu’au plus beau lyrisme, là, son langage est touchant comme ses
regrets, plus loin sublime comme ses espérances et toujours noble et disntigué
comme il convient de l’être quand on parle castillan.
Je ne doute pas que le récit de ces voyages ne soit aussi goûté en Espagne
qu’en Colombie. La mère-patrie des républiques du Sud aura lieu de s’applaudir
de leurs succès littéraires, véritables richesses qui leur font plus d’honneur que
leurs mines d’or et sur lesquelles aussi l’Espagne peut faire valoir des droits plus
glorieux et moins contestés.
*
26
*
Andrés Posada Arango
Ah! puissent ces États lointains renouveler les périodes de grandeur et de
prospérité dont s’est énorgueillie la nation d’où partit la flottille du hardi navigateur dont la Colombie éternise la mémoire et le nom.
Puissent tous les mérites, toutes les versus dont l’Espagne a fourni tant
d’exemples, refleurir dans cette jolie contrée de l’Amérique qui, à son tour, aura
des Cid et des Gonzalve, des Lope de Vega et des Caldéron, des Guzman le
Bon et des Thérèze de Guzman, noble famille entre les mains de laquelle la croix
et l’épée ont brillé d’un égal éclat, et qui rend encore de nos jours à la pourpre
souveraine toute la splendeur que lui donnaient les Hélène, les Clothilde et les
Blanche de Castille.
Ferdinand Gravelat
Gradé des Facultés des Lettres
et de Droit de Paris
*
27
Prefacio
El árbol de la ciencia que no produce frutos, es inútil
Thompson
Más de un compatriota de mi joven amigo el doctor Posada, se admirará, sin
duda, al hallar el nombre de un francés al frente de la relación de sus viajes. Pero
cuando se sepa que es a mi iniciativa, a mis súplicas frecuentemente reiteradas
que se debe la publicación, y que me ha sido preciso violentar su modestia, se
comprenderá que mi nombre pueda unirse a la suerte de un libro que me debe
indirectamente la aparición.
En efecto, yo no creo que sea suficiente en nuestra época llevar en el fondo
del corazón los sentimientos generosos, las nobles aspiraciones, las lecciones de
honor emanadas del talento y de la conciencia de nuestros buenos escritores;
les es preciso además una alta aprobación. Es bueno que se sepa en Colombia
que nosotros glorificamos aún todo lo que se refiere a esa fe cristiana que nosotros mismos les llevamos, y de que hoy adquirimos en la obra del Sr. Posada,
la seguridad de que ella por su parte es fiel depositaria.
A esto se limitarían mis reflexiones, si los trabajos que yo he hecho en España sobre la lengua castellana, no me permitiesen juzgar del mérito literario
de nuestro autor.
¿Cuál es su objeto? ¿Cuáles los medios de que dispone? ¿Cuál el re­
sultado?
Su objeto es la realización del sueño de su infancia. Desde las alturas de
Medellín, sus miradas se dirigían con frecuencia a la inmensidad del océano,
*
29
*
Viaje de América a Jerusalén
más allá del cual esa ciudad sagrada de Jerusalén se descubría a su amor y a su
fe. Llegábale como un eco de los cantos de las colinas de Sión y de los acentos
proféticos con que durante dieciséis siglos resonaron los valles de aquella tierra
de milagros. La intensidad del deseo de verla con sus propios ojos, de bendecirla, de besar su suelo y regarlo con sus lágrimas, iba aumentando en la misma
proporción que la fuerza de sus convicciones religiosas y el desarrollo de las
facultades de su alma. Así, el objeto de todas las aspiraciones de su vida, el que
le ha hecho emprender, joven aún, el más largo y el más penoso de los viajes; el
que le ha inspirado tan tiernas y tan santas consideraciones en las páginas que
hoy da a la publicidad, es Jerusalén.
En cuanto a los medios de que dispone, ellos son de la naturaleza de aquellos
con que se hacen las obras admirables. Una ciencia tan profunda como variada; un
raro conocimiento de los hechos históricos y fabulosos relativos a los numerosos
países de las cuatro partes del mundo que él ha visitado; una feliz aplicación de
los textos de la Escritura a los lugares y a las personas a que corresponden, son
otros tantos motivos que hacen del trabajo del Sr. Posada una obra única, aun
en ese género en que ya tantos otros han escrito.
Qué interés no tendrá en América la lectura de las vivas emociones de
este corazón joven y ardiente, que ha ido a recoger los anales de la infancia del
mundo escritos en jeroglíficos sobre las pirámides y los restos de su cuna en las
ruinas de la santa ciudad; que ha venido a Europa a venerar tumbas y a saludar
las celebridades a que su patria debe su gloria, su industria, sus leyes, su fe, su
Dios; a quienes debe esa maravillosa fecundidad que súbitamente la ha hecho
madre de hijos que ¡nosotros reconocemos por nuestros hermanos!
Jamás la lengua que, según decía Carlos Quinto, ha sido hecha para hablar
a Dios, se ha empleado en expresar ideas de un orden superior. Aquí el autor se
eleva con el profeta hasta el más bello lirismo; allá su lenguaje es tierno como sus
quejas; más lejos, sublime como sus esperanzas, y siempre noble y distinguido
cual debe serlo en quien habla castellano.
Yo no dudo que la relación de estos viajes sea tan bien recibida en España
como en Colombia. La madre patria de las repúblicas del sur tendrá ocasión
de lisonjearse de sus sucesos literarios, verdaderas riquezas que le hacen más
honor que sus minas de oro, y sobre las cuales, por otra parte, ella puede hacer
valer derechos más gloriosos y menos contestados.
¡Ah! pueden esos estados lejanos renovar los periodos de grandeza y de
prosperidad de que se enorgullecía la nación de donde partió la flotilla del
atrevido navegante de que Colombia eterniza la memoria y el nombre.
*
30
*
Andrés Posada Arango
Puedan todos los méritos, todas las virtudes de que España ha suministrado
tan numerosos ejemplos, reflorecer en ese bello país de la América, que a su
turno tendrá sus Cides y Gonzalos, sus Lopes de Vega y sus Calderones, sus
Guzmanes Buenos y sus Teresas de Guzmán, noble familia en cuyas manos la
cruz y la espada han brillado con igual fulgor, y que da aún en nuestros días a
la púrpura soberana todo el esplendor que le dieron las Elenas, las Clotildes y
las Blancas de Castilla.
*
31
I
Existe en la América Latina, entre las ramificaciones de la Cordillera Central
de los Andes, hacia los seis grados de latitud boreal, un hermoso valle, de cerca
de diez leguas de longitud y cinco de anchura, recorrido de sur a norte por un
pequeño río que se desliza silencioso sobre arenas auríferas, yendo a perderse
en el Cauca, que se une a la vez con el Magdalena para conducir sus aguas al
Atlántico.
Colocado en el centro de la zona intertropical, y elevado 1.500 metros
sobre el nivel del océano, goza constantemente de una suave temperatura, que
le proporciona los encantos de una primavera eterna. Su cielo, de un bellísimo azul, sólo se ve colorarse con los rosados matices de la aurora, vestirse de
nubecillas blancas como nieve, o engalanarse con los brillantes festones de
púrpura y de oro que deja el sol al hundirse en el ocaso. ¡Más que raras son ahí
las tempestades!
Las montañas que lo circunvalan, coronadas de bosque y azulencas por la
distancia, tienen sus faldas sembradas de casitas blancas, que ya se perciben en
medio de las rozas, ya se confunden a lo lejos con los ganados. De sus vertientes
brotan mil fuentes cristalinas, que no teniendo el estío riguroso que las seque ni
el invierno que las hiele, corren perennes, siempre frescas, siempre bulliciosas,
siempre sonoras. Los árboles jamás pierden sus hojas; las flores ostentan por
doquiera sus riquísimas corolas, y nunca niegan su perfume; y bandadas de
pájaros de vistoso plumaje y armonioso canto, saludan cotidianamente el sol
en su nacer.
Varias aldeas de risueño aspecto, sentadas en torno al pie de las cordilleras,
se avanzan hacia el llano, que todo cultivado, muestra acá y acullá innumerables
*
33
*
Viaje de América a Jerusalén
granjas diseminadas en él, limpias praderías cubiertas de reses y de bestias, o
campos de sementeras divididos en cuadros de diversos colores, que aparecen a
lo lejos como alfombras, en que contrasta el verde intenso del follaje del maíz
con el amarillento de la caña de azúcar, y el tinte indefinible de los yucales con
el oscuro de los platanales y el café; y en el fondo se destacan manchones de
arboledas, cargadas en todo tiempo con los sápidos frutos de los trópicos.
En medio de esa campiña, junto a la margen derecha del río, extiende sus
reales Medellín, pequeña pero hermosa ciudad, atravesada por un arroyo que
desciende de la montaña corriendo sobre piedras y formando blancas espumas.
Varios puentes unen sus dos partes.
Además de la amenidad del paisaje, sus calles rectas y aseadas, sus habitaciones alegres, espaciosas y cómodas, y sus bellos jardines, contribuyen a hacer
de ella una mansión agradable. Ahí se enlazan las producciones de todas las
zonas, se obtienen las flores de todos los climas. Al lado de la palmera que yergue altiva su mástil y mece su penacho en los aires, crecen la violeta humilde y
el fragante clavel. Junto al naranjo y al limonero del Asia que embalsaman el
ambiente con sus azahares, se muestran el heliotropio de los Andes peruanos
y la caléndula de la Europa boreal. Tan bien se da ahí el jazmín de la Arabia,
como el rododendro de los Alpes; los rosales de Bengala, como los iris de la
Alemania; los geranios de la Buena Esperanza, como las calceolarias de nuestros
páramos. Tan bien florecen el nardo y los convólvulos del litoral, como el rosado
lirio y la blanca azucena de las cordilleras.1
Los habitantes de toda esa comarca afortunada, son generalmente notables
por su moralidad, la sencillez de sus costumbres y aun la bondad de su carácter,
que es como un reflejo de la suavidad del clima, de la armonía de los elementos
naturales. Descendientes de los castellanos que descubrieron y colonizaron el
país, les heredaron sus creencias, la fe católica, que han conservado intacta y que
cultivan aún con fervor. Ellos podrían decir como el pueblo de Israel: “Nosotros
somos felices, porque conocemos lo que agrada al Señor”.2
En esa sociedad nacieron y han vivido mis padres, y ahí, en medio de las
caricias maternales, en el regazo de la que duerme hoy en el sepulcro, adquirí yo
1
Véase la nota A al final del volumen.
2
Ba 4, 4.
*
34
*
Andrés Posada Arango
desde temprano las mismas enseñanzas. ¡Ah! ¡Con qué ternura me hablaba ella
del Niño Dios y su pesebre; con qué emoción, de los cuadros sangrientos de la
pasión del Cristo; con qué fe y con qué esperanza, de su resurrección gloriosa
y de las promesas a sus escogidos!
La falsa filosofía de los sabios, los vanos cuidados del mundo, el torrente de
las pasiones desbordadas, podrán ahogar en el corazón humano los sentimientos
religiosos que una buena madre grabó en su niñez; pero borrarlos completamente, jamás. A la menor tregua, el menor contratiempo, a la primera defección,
el hombre volverá sobre sí, y entonces ese germen de virtud, como una planta
ávida de rocío, crecerá de nuevo y extenderá sus raíces.
Nunca será excesivo el cuidado que pongan las madres en inculcar a sus
hijos, desde la infancia, vivos sentimientos de piedad: a ellas ha confiado la
Providencia la suerte de las sociedades; ellas deben ser por ese medio, su áncora
de salvación y de salud.
No es pues extraño3 que con tales ideas yo tuviera desde niño un vehemente
deseo de visitar la Tierra Santa. ¿Qué corazón cristiano no habrá latido alguna vez con entusiasmo, viajando en sus ensueños por aquella comarca? ¡Ah!
¡Cuántas veces, elevándose mi alma en las alas del pensamiento, había cruzado
las crestas empinadas de los Andes, surcado los mares, atravesado los desiertos
e ido a sentarse bajo los cedros centenarios del Líbano!... ¡Más de una vez había
recorrido yo con la imaginación las playas del Jordán y bañándome en sus aguas;
había vagado pensativo por las riberas del lago de Genezaret, visitado el Huerto
de las Olivas, subido al Tabor, y orado reverente sobre el Gólgota, en el sepulcro
del Hombre de Dios!
Largos años han pasado desde entonces. ¡Cuántas dulces ilusiones de esa
edad venturosa se han disipado ante mis ojos como niebla calentada por el sol!
Muchas de las bellas flores que había entrevisto mi fantasía juvenil, han caído,
deshojadas, y llegó por fin el día de ver realizar su cumplimiento.
El 15 de febrero de 1868, abandonaba yo el hogar paterno para encaminarme a Europa, de donde debía pasar a Siria. En dos horas llegué a la cumbre
de la serranía, hacia el borde oriental, de donde contemplé por un momento
el hermoso panorama del valle, que, iba ya a perder de vista. Me hallaba solo:
3
Véase la nota K al final del volumen.
*
35
*
Viaje de América a Jerusalén
la atmósfera, impregnada del aroma de las flores silvestres, traía a mis oídos la
voz confusa de los insectos, el susurro de la brisa entre las hojas, y el murmullo
cadencioso de las fuentes, cuyas ondas veía yo descolgarse en pequeñas cascadas;
y envié en los aires, mezclados con ese rumor de las selvas, mis últimos afectos
a los seres que me eran queridos. ¡No sabía si los volvería a ver!
*
36
II
Desde que se deja el valle de Medellín, dirigiéndose hacia el este, se marcha por
lo alto de la cordillera, que aunque accidentada, cruzada por crestas y cañadas en
varias direcciones, va siempre descendiendo, deprimiéndose sucesivamente hasta
ir a terminar en las vegas ardientes del Magdalena. En su principio se eleva el
nivel de la zona fría, cuya vegetación caracterizan los helechos arborescentes a
manera de palmas, las melástomas de corolas matizadas, los amarrabollos, cuyas
lindas flores claman por un nombre mas poético, y el vistoso caunce, que con
sus rosas de oro esmaltaba el verde ropaje de los sotos.
El aire fresco y penetrante de esa región, vigorizaba mis pulmones, despejaba mi espíritu y disipaba en parte ese vago sentimiento de melancolía que el
principio de todo viaje hace nacer. Rápidamente avanzaba en mi camino; pero
de vez en cuando, como la mujer de Lot, ¡dirigía mis ojos hacia atrás! Pronto
recorrí la alta planicie, cubierta de pastos y de reses, en que se halla la pequeña
ciudad de Rionegro, sentada entre flores; ahí vi por primera vez el río Nare,
de perezoso curso, que veinte leguas después volvería a saludar. Más adelante,
graciosamente situada en medio de colinas, se halla Marinilla, que el patriotismo
de sus hijos ha hecho notable.1 En el segundo día se encuentra, colocado en
medio de dos cerros, el alegre pueblo del Peñol, y siete leguas más allá, en una
hondonada montuosa, la aldea de San Carlos.
Hasta aquí el terreno aparece más o menos cultivado por todas partes: o
bien son limpias dehesas que alimentan los ganados, o potreros llenos de mu-
1
Véase la nota B al final del volumen.
*
37
*
Viaje de América a Jerusalén
ladas, o sementeras adornadas con las blancas espigas del maíz; más adelante
se ven las casitas de los montañeses, colocadas en las faldas en medio de los
empradizados. A su lado el bosque espeso resonaba al son del hacha con que
el robusto labrador lo descuajaba, distrayendo su cansancio con alegres cantos;
los terneros bramaban en el amarradero, mientras la mujer y las hijas, oficiosas
como el hombre, se ocupaban en ordeñar, y los chiquillos jugueteaban tiritando
de frío, pues se veía la neblina flotar en guedejas desde las copas blanquecinas
del yarumo. ¡Bellas escenas de la vida campestre, que el corazón sensible no
podría callar!
Pero, con excepción de la pequeña parroquia de Canoas, que se encuentra
a una jornada más allá, todo lo demás está desierto: la naturaleza, abandonada
a sí misma, recupera todo su imperio, y el viajero se ve precisado a recorrer
solitario más de catorce leguas, entregado a las meditaciones que le sugiere ese
imponente espectáculo.
Cuando por alguna de las frecuentes ondulaciones del camino, yo llegaba a
colocarme en una altura, veía a mi alrededor como un vasto océano de verdura,
de esa vegetación exhuberante y vigorosa que es sólo propia de la zona tórrida.
Algunas erythrinas que habían perdido sus hojas para cubrirse de flores, aparecían
a lo lejos como un follaje de fuego, mientras las cassias silvestres, deshojadas
también, se vestían con el ropaje amarillo de sus pétalos; árboles colosales nacían
de las cañadas profundas y casi igualaban en altura los cerros; gruesos bejucos,
a manera de cables, enlazaban sus ramos, formaban columpios y brindaban una
savia fresca al sediento transeúnte, a la vez que el árbol de la vaca lo convidaba
con su sustancioso jugo; el olor de las resinas y los bálsamos se exhalaba de los
troncos agrietados, ¡y ni el menor ruido turbaba el silencio majestuoso de esos
parajes!2
¡Cuántas riquezas, cuántas maravillas se hallarán aún sepultadas en esas
soledades, aguardando al naturalista afortunado que rasgue el velo y que las
muestre al mundo, para alivio de la humanidad, gloria de la ciencia, adelanto
de las artes y el comercio! ¡Ah! ¡Quién diera a la patria largos años de paz que
consolidaran sus instituciones y permitieran arraigar en nuestro suelo los progresos de la sabia Europa! ¡Quién le hiciera volver esos días felices en que los
Mutis, los Caldas, los Zeas, los Lozanos, los Valenzuelas y Restrepos tejían para
2
Véase la nota C al final del volumen.
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38
*
Andrés Posada Arango
ella, con las manos de la ciencia, esa espléndida guirnalda que se marchitó con
el humo de las batallas y se anegó en la sangre de los patíbulos!
En cuatro días y medio se recorren las treinta leguas de camino que separan a
Medellín del pueblo de Nare, situado a la derecha de la desembocadura del río del
mismo nombre, sobre la margen occidental del Magdalena. Hoy está reducido a
unas pocas casas pajizas, alineadas en dos calles inmediatas a la ribera, sin iglesia
y sin párroco. Un corregidor representa allí la autoridad política y judicial. Hay
una oficina nacional de correos, destinada a establecer las comunicaciones del
Estado de Antioquia con el centro de la República, con las costas del Atlántico
y Europa; y aunque en tal paraje, se halla administrada por un excelente funcionario, hombre de instrucción, que ha tenido la filosofía bastante para hallar
acomodo en un humilde tugurio. El terreno llano y cenagoso de esa localidad,
exhala en abundancia emanaciones miasmáticas que hacen endémicas las fiebres
paludianas. Su elevación sobre el nivel del mar es 163 metros: su temperatura
media, 27 centígrados.
El río Magdalena, cuyo nombre indígena se ignora, lleva aún el que le
impuso su descubridor, Rodrigo de Bastidas, en marzo de 1502. Es el mayor
de los de la Nueva Granada, y ocupa por el caudal de sus aguas el tercero o
cuarto lugar entre todos los de la América Meridional. Nace en la cima de la
gran cordillera de los Andes, al sur de Popayán, entre 1 y 2 grados de latitud
boreal, y a 3.956 metros de elevación; y desde ahí corre, casi en la dirección
del meridiano, separando las cordilleras Oriental y Central, que le suministran
numerosos afluentes, para ir a derramarse por varias bocas en el mar Caribe,
entre Cartagena y Santa Marta, habiendo recorrido el país en una extensión de
cerca de trescientas leguas, y siendo navegable por buques de vapor en más de
la mitad de su curso. Es, pues, nuestra grande arteria nacional.
Me embarqué en él. Era de tarde: el sol, próximo a ocultarse, iluminaba hacia
mi izquierda las azuladas cordilleras de Antioquia, que su vegetación lozana
engalanaba, y venía a reflejar sus rayos de oro sobre las dormidas ondas del
Nare, cuyas aguas fresquísimas me recordaban con agradable tristeza los gratos
climas de donde había salido, y me representaban en su insensible curso la dulce
tranquilidad y la inapreciada paz que allá se goza. ¡Algunas ráfagas fugitivas de
la brisa, escapadas tal vez de los altos valles de Rionegro, traían hasta mí vagos
aromas que me parecían conocidos! Si hubiera sido poeta, habría creído quizá
percibir ahí los lejanos y amortiguados acentos de alguna voz amiga…
*
39
*
Viaje de América a Jerusalén
Frente a Nare el Magdalena forma una pequeña isla, cubierta de gramas, en
que pastan algunas reses: de ahí en adelante continúa recorriendo, en curso más
o menos tortuoso pero siempre al norte, el dilatado valle. Al occidente, aunque
distantes, se ven las serranías aun por largo trecho, para desaparecer enseguida,
reaparecer mucho más lejos e ir a internarse en el estado de Bolívar. Al oriente,
el espacio no tiene límites: el cielo azul iba a confundirse en lontananza con
ligeros cúmulus que el crepúsculo vespertino teñía de rosa; grupos de perezosos
caimanes, tendidos de vientre sobre la arena, con la boca anchamente abierta,
se calentaban a los últimos resplandores de la tarde, y grandes garzas, blancas
o pintadas, reposaban tranquilas a su lado, sosteniéndose en sólo una de sus
largas patas. ¡Parece que aquellos habitadores de la soledad, más cuerdos que
los hombres, saben disfrutar en paz de los beneficios del Creador!
El río continúa encerrando islotes de verdura, más o menos extensos y fértiles. En sus orillas, agrestes y desapacibles, abundan los guarumos, las acacias y
heliconias; numerosos depósitos de leña se van en una y otra ribera, y a su lado
el humilde rancho del dueño, que vive de ese tráfico con los vapores.
Por muchas leguas de extensión, el paisaje no varía: la misma vegetación, los
mismos cuadros; solamente que por las mañanas, las garzas y numerosas variedades de patos cubren las playas anegadas, y los monos y micos hacen resonar
la selva con su bulliciosa algazara. Algunos caseríos insignificantes existen en
las márgenes, y a la derecha, a 26 leguas de Nare, el importante puerto de Barrancabermeja, que conduce al estado de Santander. Al fin, después de dos días
de navegación, llegamos a la grande isla de Morales, de tres leguas de longitud:
está en gran parte sembrada de casitas de paja medio ocultas entre arboledas de
naranjos, mangos, platanales y café, con sus gradas para bajar al río; lo que le da
un aspecto en extremo pintoresco y agradable. Las mujeres y los niños, siempre
curiosos, corrían por entre sus bosques frutales a mirarnos pasar y a saludarnos
con alegría. El espíritu de sociabilidad es innato en el corazón humano.
Al llegar al Banco, pueblo que dista como 70 leguas de Nare, el Magdalena se separa en dos brazos, el uno que sigue su curso más o menos al norte,
pasando por Mompox, que se halla en la margen izquierda, y el otro, llamado
de Loba, más caudaloso que el primero, que se vuelve al oeste. Tomamos este
último: su cauce, más profundo y comparativamente angosto, hace que sus aguas,
antes amarillentas, se tornen oscuras y serenas; la vegetación de sus riberas, más
vigorosa y más lozana que en lo que habíamos recorrido, se reflejaba hermosamente como en un tranquilo lago, y el sol, que siendo de tarde nos quedaba
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40
*
Andrés Posada Arango
de frente, embellecía el cuadro con sus tibios y postreros rayos, para ocultarse
después dejando en el horizonte su torbellino de nubes coloreadas de púrpura.
La velocidad del buque nos hacía sentir de ese lado un céfiro vivificante.
En cinco horas se llega al punto en que el Cauca, viniendo del sudeste,
desemboca. De ahí para abajo el río alcanza hasta 400 varas de anchura, sin
que se altere la serenidad de su curso ni disminuya la amenidad del paisaje; comienzan a aparecer sobre el agua algunas muestras de la planta llamada buchon
(pontederia), propia de las ciénagas; y tres horas después se tiene en la ribera
izquierda a Magangué, pequeña pero bonita ciudad, llamada a ser mucho por
la importancia de sus ferias comerciales. Continuando, se ven a uno y otro lado
varios caseríos, se recibe en Tacaloa el brazo del río que iba de Mompox, y se
pasa frente a Tenerife. Una iglesia desmantelada, derruida por los años y próxima
a desplomarse, rodeada de unas pocas casas igualmente ruinosas y miserables,
es cuanto ha quedado de esta antigua ciudad, en otro tiempo rica y comercial,
¡como para recordar el viajero los gloriosos triunfos que las fuerzas republicanas
alcanzaron en ella contra el poder real! Allí se vinieron a mi memoria las proezas
de Córdoba, el bravo vencedor de Ayacucho, con las de aquel general Maza tan
famoso por su valor como por su crueldad.
Las brisas del mar, que en las tardes de diciembre a marzo soplan hacia
el interior, nos sorprendieron ese día, pero cambiadas en huracán. Las aguas
parecían detener su curso, se encrespaban en la superficie y se levantaban después en olas cenicientas que se destruían al chocarse, para renacer al instante;
el buque crujía batido por el aquilón, pero continuaba imperturbable su curso a
impulsos del vapor. Así marchamos durante gran parte de la noche, percibiendo
de uno y otro lado las luces de varios caseríos. A la mañana siguiente, después
de cuatro días de navegación, llegamos delante de Barranquilla, que dista de
Nare 124 leguas.
Esta ciudad se halla situada en la margen occidental de un caño, especie
de laguna prolongada que comunica anchamente con el río por su extre­midad
norte, y de suficiente profundidad para recibir los vapores, que arriman a sus
muelles. Sus aguas estaban cubiertas de canoas, botes y bongos, movidos a
fuerza de remos o desplegando al viento sus pequeñas velas; sus riberas se extienden en hermosos prados en que pacía el ganado, o en bellos cocotales, de
palmas casi enanas, agobiadas de frutos. Un vasto arsenal se ofrece desde luego,
atestado de cascos, chimeneas y caldera, y resonando sin cesar por el choque
multiplicado de los martillos: innumerables brazos se ocupan ahí en los trabajos
*
41
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Viaje de América a Jerusalén
consiguientes a la navegación del Magdalena. Multitud de carros, tirados por
asnos o por mulas, se veían cruzar cargados de mercaderías o de toneles llenos
de agua para ir a abastecer a la población.
El aspecto general de la ciudad es alegre; pero sus calles, aunque anchas
y bien delineadas, carecen de aceras y están cubiertas de arena suelta, lo que
las hace de difícil tránsito. Las primeras casas son pajizas, pero blanqueadas y
con sus puertas y ventanas vistosamente pintadas; las del interior son grandes,
muchas de dos pisos, con paredes de ladrillo y cal, bellas portadas con pilastras
y cornisas, grandes rejas de hierro con celosías, y el techo terminado en azotea,
con balaustradas al frente o pequeños muros adornados con jarrones de loza
o coronados de almenas. Las hay también precedidas de corredores o pórticos, formados de arquerías. Las salas, que con frecuencia dan a la calle, están
amuebladas a la europea, y los patios sombreados de arbustos y engalanados
de flores.
Ya hoy es Barranquilla la ciudad más poblada y más importante de toda
la costa; y cuando se haya terminado el ferrocarril que va a comunicarla con
un puerto marítimo, hacia Sabanilla, su marcha progresiva tomará un grande
incremento. Actualmente cuenta de diez a doce mil habitantes. Su temperatura
media es de 29º centígrados.
Pocas leguas abajo de Barranquilla está el mar, cuyo flujo y reflujo se hace
sensible en las aguas del Caño, y cuyas dunas o montículos de arena alcanzábamos a divisar; pero en vez de seguir directamente el cauce principal del río, se
toma un brazo de la derecha, que se dirige casi al este, para salir a un punto en
que las olas presentan poca agitación.
Cerca de dieciséis horas se emplean en ejecutar esa travesía, por entre caños
angostos, tortuosos y sin corriente, en que el buque se hace andar, más que por el
vapor, a impulsos de palanca, tropezando a cada paso en las orillas y enredando
sus mástiles en las ramas colgantes de los árboles. Yo no sentía, sin embargo, el
fastidio de aquella navegación extraña, absorto como iba en la contemplación
del lujo, de la lozanía y magnificencia con que la naturaleza ostentaba ante mis
ojos sus bellos variados horizontes.
Una red inmensa de canales naturales, separados por islas de bosque, baña
toda esa comarca. Multitud de plantas lacustres, los nenúfares, las villarsias,
hydrocharis y nelumbos, cubrían aquellas aguas serenas, formando con sus hojas
alfombras flotantes de verdura en que resaltaban las flores, blancas, amarillas,
cerúleas o violadas, con que las engalanaban y las perfumaban a la vez. Por entre
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42
*
Andrés Posada Arango
los juncales y los sotos de enea (typha) aparecían los flamencos (phœnicopterus),
paseándose con ese aire fantástico que les dan sus piernas desproporcionadas;
y de otro lado los ánades silvestres, blancos como los cisnes del Eurotas, se
bañaban con voluptuosidad.
Sin esfuerzo la imaginación habría podido hallar ahí las náyades y las nereidas con que los poetas de la antigüedad poblaban las regiones encantadas de
la Grecia.
Pasamos en el tránsito por varias ciénagas, la Redonda, la Honda, la Arrinconada y la Grande, que es un verdadero lago, como de siete leguas de diámetro, mezclado en gran parte de agua salada por hallarse limitado hacia el mar
únicamente por la barra. La selva de todo ese litoral está formada de mangles
(rhizophora), que llaman la atención no sólo por hallarse suspendidos en el
aire sobre raíces que descienden del tronco y de los ramos, hasta de diez varas
de altura, sino también por sus frutos, cuyo embrión se desarrolla en el árbol
y rompe el pericarpo para alargar desde allá su radícula, que llega al suelo. A
orillas de este lago, a la derecha, existen dos poblaciones, Pueblo Viejo y la
Ciénaga. Ahí celebraban los aborígenes, al tiempo de la conquista, una feria
anual, en que cambiaban pescado y sal por oro y mantas que aportaban los
salvajes del interior.
Saliendo de allí, en dirección al nordeste, costeando cerros de la más desoladora aridez, en que crecían sólo algunos cactos espinosos y mezquinas
euforbias, llegamos pronto a la bahía de Santa Marta, abierta hacia el oeste. Al
frente, como a media legua de tierra, se alza el Morro, que forma en medio del
mar una isla elevada coronada por una fortaleza, desde donde un vigía anuncia
por banderas la aparición de los buques. A uno y otro lado del puerto se ven
las fortificaciones arruinadas que defendían la ciudad en tiempo del gobierno
español. Ahí desembarqué.
Santa Marta, capital del Estado del Magdalena, fundada por Rodrigo
Bastidas en 1525, y que llamaron en otro tiempo la Perla de la América, se halla
hoy, debido al terremoto de 1834, y más que todo, a los desastres de nuestras
contiendas civiles, en un gran decaimiento. Su población actual no excede de
cinco mil habitantes; sus edificios conservan apenas algunas muestras de su
pasado esplendor; el local de la aduana, la catedral y el cementerio son los
únicos notables. Hay también un colegio y un hospital. Pero lo que más llama
la atención del viajero es la hacienda de San Pedro, distante casi una legua al
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43
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Viaje de América a Jerusalén
este sudeste de la ciudad, a donde fue Bolívar, agobiado por las defecciones y las
amarguras de la vida, a exhalar su último aliento, el 17 de diciembre de 1830.
Aunque es propiedad particular, puede visitarse. Es casa baja. Adelante
presenta un corredor, con un oratorio a la izquierda. Se entra en la pequeña
sala, que tiene al frente puerta para un corredor interior y el patio; a la derecha
comunica con una alcoba, y a la izquierda con el reducido alojamiento que ocupó
el grande hombre. Es una pieza casi cuadrada, de nueve pasos de longitud, de
paredes simplemente blanqueadas, con una reja que da al exterior de la casa:
en la pared del lado derecho hay una portezuela en arco, que comunica con un
cuartito, y este tiene salida al corredor y patio interior, convertido en jardín y
donde existía, a cuatro pasos de allí, un árbol de limón, junto al cual se sentó
el Libertador dos veces que pudo levantarse del lecho. Entre la reja y la puerta
que da al cuartito, en el ángulo, estaba la cama en que expiró. Su lugar está
ocupado por un busto de mármol que representa al héroe. En su semblante
noble, expresivo y pensador, se ve el guerrero, el hombre de las batallas y de los
triunfos, no la víctima perseguida, no el Bolívar desgraciado.
La sala, adornada como en la época en que él murió, tiene varias láminas:
en una se ve a Cincinato recibiendo en su campo los comisionados del pueblo
romano, que lo honraba con la dictadura, y en otra, Epaminondas, que expira en
medio de las lágrimas y del reconocimiento de sus conciudadanos. ¡Dolorosas y
amargas reflexiones debió inspirar a Bolívar la contemplación de esos cuadros!
Para él, que después de libertar todo un continente, había tenido sobre su pecho
el puñal de ingratos asesinos…; para él, que en pago de su abnegación y sus
servicios, se veía precisado a salir de la patria, proscrito, maldecido y declarado
fuera de la ley…3 ¡Ah! le habría sido mejor hallar representado el sepulcro del
Escipión lejos de esa Roma que él había salvado; a Milcíades, el vencedor de
Maratón, expirando en una cárcel, o a Temístocles, el héroe glorioso de Salamina,
paseándose desolado y pensativo por las riberas del Ponto… ¡El pobre corazón
humano siente alivio en sus penas cuando las ve compartir con otros!
3
Por el gobierno de Venezuela.
*
44
III
El 3 de abril salí de Santa Marta a bordo del vapor Francia. Un cañonazo
anunció nuestra partida. La noche había entrado ya; la luna alumbraba con palidez la costa que se extiende hacia Riohacha, y que tuvimos a la vista por largo
trecho; las aguas, batidas por un fuerte viento y atraídas también por el satélite,
se alzaban en columnas espumosas y, como blancos fantasmas, azotaban los
peñascos, que parecían gemir… Al siguiente día todo estaba en calma; la tierra
había desaparecido ya: sobre mi cabeza se extendía la bóveda celeste; debajo y
en contorno, ¡ese piélago asombroso que se llama el mar!
Cuando uno, nacido en países montañosos, se contempla por primera vez en
alta mar, botado sobre un frágil madero en medio de ese inconstante elemento,
confiado a los caprichos de la “pérfida onda”, no puede menos que sobrecogerse;
pero si reflexiona, si entra a examinar los pormenores del arte, las bellezas de
la ciencia, cambia su terror en satisfacción, admirando las maravillas de Dios y
los adelantos del hombre.
¡Si el mar no existiera en medio de los continentes, qué lentas, qué difíciles
y qué costosas serían las comunicaciones a través de los valles, de las selvas, las
cordilleras y desiertos! Mientras que hoy el hombre, sin necesidad de trazar
caminos, recorre esa inmensa superficie en todas direcciones, torna y gira a su
placer, y audaz como el águila en su vuelo, se lanza en alas de los vientos, ¡desde
el orto hasta el ocaso y del septentrión al mediodía!
¡Qué sabiduría revela el océano en su supremo Hacedor! Él recibe en su
seno todas las aguas que han lavado la tierra, y que llegan cargadas de despojos,
pero lo encuentran saturado de sal para impedir la corrupción, y a su turno
exhala ingentes cantidades de vapor que las corrientes atmosféricas conducen
*
45
*
Viaje de América a Jerusalén
de nuevo a los continentes, para que se precipiten en lluvias que humedecen el
suelo y alimentan sin cesar los ríos: circulación admirable que sostiene la vida
del mundo físico, para el cual el océano es un gran corazón. Por otra parte, ¡qué
infinita variedad de seres crecen y viven en su profundo abismo! Ahí encontramos zoófitos diminutos, que sólo se perciben en la oscuridad marcando la
estela del navío con su luz fosforescente; hallamos las algas de donde extraemos
el yodo; las esponjas, útiles bajo más de un aspecto; los hermosos corales; las
madréporas, que en su trabajo de titanes forman islas; las conchas, que lisonjean
con sus perlas de vanidad y tiñen con su púrpura el manto de los reyes; hallamos
mil otros moluscos que nos nutren; la humilde sepia que nos da tinta; variados
peces que nos brindan alimento, medicinas y sustancias aplicables en la industria;
y en fin, cetáceos gigantescos que nos dan alumbrado, que nos suministran el
ámbar fragante, y que, obreros del Altísimo, están encargados de comunicar
vitalidad a esa masa líquida, batiéndola sin cesar para mezclar sus elementos,
y que conservan el equilibrio devorando en su seno la exuberancia de los seres
que la pueblan.
¡Ah! el mar es una de las más estupendas maravillas de la creación. Tan
admirable es cuando se extiende tranquilo y, a la manera de un inmenso espejo,
refleja la luz titilante de las estrellas, como cuando, repleto de furor, se agita en
contorsiones, se levanta iracundo hasta las nubes y va despechado a estrellar sus
olas contra el litoral, cuyos límites, fijados por Dios, jamás traspasará…1 porque
¿qué es él ante Aquel que, como dice Isaías, “ha medido sus aguas en el huevo
de la palma de la mano; extendiendo ésta, ha pesado los cielos, y que con sólo
tres dedos sostiene la gran mole de la tierra?”.2
En tres días y medio llegamos a la Martinica, situada hacia los 14 gra­dos
de latitud, y anclamos en su magnífica bahía de Fuerte de Francia. Desde que
estuvimos cerca, se avanzaron hacia nosotros una cuadrilla de muchachos,
que nadaban como anguilas y se sumergían de cabeza para sacar del fondo,
cogidas con la boca, las monedas que les arrojábamos para admirar su agilidad. Arrimamos después al muelle, y un enjambre de mulatas invadieron el
buque para ofrecer a los pasajeros los cigarros, las confituras, las frutas y mil
curiosidades de la isla. Aunque educadas en la lengua de Chateaubriand, han
1
Jb 38, 11.
2
Pr 40, 12.
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46
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Andrés Posada Arango
conservado sus gustos africanos, que se revelaban en los vivos colores de sus trajes,
en los enormes zarcillos que estiraban sus orejas, y en los pañuelos abigarrados
que llevan sobre la cabeza, a guisa de mitras o turbantes. Yo salté a tierra y fui
a dar un paseo por la ciudad.
La Martinica fue descubierta por Colón en su segundo viaje, en 1493, pero
colonizada por los franceses en 1637. Está constituida por montañas esencialmente volcánicas, cuyos terremotos se han hecho proverbiales: aún conservan
el ingrato recuerdo del de 1839. El área general de la isla se calcula en sesenta
leguas, y su población total en 120 mil habitantes. Sus principales ciudades son
San Pedro, que cuenta 30 mil almas, y Fuerte de Francia, que llega a 11 mil. Esta
última es un puerto importante donde hacen escala, para proveerse de carbón, los
buques que vienen de Panamá o de Cayena para Francia; la ciudad es pequeña,
y aunque de aspecto europeo en sus construcciones, no presenta cosa alguna de
interés. Noté sólo unos jardines públicos que me llamaron la atención por la
belleza de sus flores, y una estatua de mármol erigida a la emperatriz Josefina,
la primera mujer de Napoleón, que era insular.
Ahí vi por la primera vez la sucia costumbre de saludarse con besos, que
por más que sea antigua, y un tanto generalizada en Europa, no por eso deja de
ser muy repugnante aun para quien la observa, y que con no poca frecuencia ha
sido medio de trasmisión de la sífilis. Hombres que hacía seis o más días que
no pasaban navaja por su cara, y que acababan tal vez de arrojar el cigarro de la
boca, se acercaban con desembarazo a posar sus labios, convertidos en cepillo,
sobre las señoras o señoritas de su parentela o amistad. La urbanidad racional
rechazará siempre semejantes actos, que pueden apenas tolerarse, en sociedad,
a las madres con sus hijos pequeños.
El 10 por la mañana zarpamos de ese puerto, costeamos por un rato la parte
occidental de la isla, cuyas vertientes, aunque escarpadas, estaban sembradas de
caña de azúcar, y tomamos luego nuestro rumbo al nordeste, avistando a uno y
otro lado algunas otras de las Antillas Menores. Tres días después pasamos el
Trópico de Cáncer, o los trópicos como decía magistralmente uno de los viajeros.
El 20, las gaviotas, revoloteando sobre el agua para pescar al vuelo, nos anunciaron la proximidad de tierra; y efectivamente, ese día pasamos por en medio de
las Azores, cuyas poblaciones alegres y sus faldas cultivadas se veían muy bien:
y el 25 por la tarde entrábamos en el anchuroso cauce del Loira, que subimos
en parte para desembarcar en San Nazario, a legua y media del mar.
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47
*
Viaje de América a Jerusalén
Si con sólo veinte días de una navegación generalmente tranquila, por rumbo
conocido y sobre sólidos buques de vapor, se experimenta tanto placer al pisar
la tierra firme, e instintivamente se dirige el corazón al cielo movido de gratitud
¿cuál sería la emoción de Colón y sus compañeros cuando, después de más de
dos meses de flotar en frágiles carabelas en un mar desconocido, arribaron al
suelo americano, en el memorable día del 12 de octubre de 1492? Yo meditaba
con frecuencia en lo atrevido de esa empresa, en el arrojo casi temerario del
célebre genovés, y no podía menos que reconocer un designio de la Providencia,
que había hecho sonar para los pobres habitantes de ese mundo incógnito, la
hora de su redención y de su fe.
San Nazario, que hasta hace poco era una aldea insignificante, como lo
muestra su más que humilde iglesia, ha tomado un rápido incremento desde que
se estableció allí la línea de navegación trasatlántica; un número considerable
de navíos obstruían la entrada. En la ciudad hay ya algunos buenos edificios y
aún paseos; tiene telégrafos, alumbrado de gas, y cuatro mil habitantes.
Las cien leguas de camino comprendidas entre San Nazario y París, que
queda hacia el nordeste, pueden recorrerse en poco más de diez horas, merced
al ferrocarril; pero yo quise visitar al paso las ciudades intermediarias.
El terreno es generalmente llano. Yo lo atravesaba en la primavera, que es
para el europeo la estación de las flores. Verdaderamente el paisaje me parecía
encantador, pues aunque habituado a ver de cerca el lujo y galanura de nuestra
rica naturaleza agreste, hallaba allí cuadros decorados por la mano del hombre,
que suplía con su habilidad lo que faltaba al pincel de la creación, y los hacía
para mí de una belleza totalmente nueva. La campiña estaba cubierta de una
alfombra finísima de verde grama y dividida en porciones por cercas formadas de
rosales entretejidos, mutilados y trabados con primor para hacer delgados muros,
de bordes paralelos, como recortados con regla y con nivel, y cuajados de osas
que llenaban el aire de deliciosa fragancia; su poca altura estaba mostrando al
viajero el respeto que se tiene allí a la propiedad ajena. De vez en cuando se veía
en la pradera alguna joven campesina, vestida con limpieza, calzada, adornada
con su cofia, de piel blanca, mejillas rosadas y fisonomía inocente, sentada a la
sombra de algún árbol ocupada en hilar lana y en cuidar el rebaño, que pacía
sumiso a su lado, acostumbrado a obedecer su voz; escenas que me recordaban
a Virgilio y me hacían respirar la dulce poesía de sus églogas.
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48
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Andrés Posada Arango
Los terrenos estaban regados por caños de orillas matemáticamente paralelas, sombreados por sauces o álamos alineados a cordel, y atravesados por
pontezuelos que me parecían juguetes; algunos gansos nadaban en su superficie,
y los niños pescaban en sus riberas. Las casas de campo, generalmente de dos
pisos y superadas por chimeneas, mostraban sus huertas y arboledas frutales,
en que se veía el mismo orden, el mismo arreglo, la misma simetría. A lo lejos,
por uno y otro lado, se veían largas colinas, coronadas de molinos de trigo cuyas
aspas hacía girar el viento, y en sus faldas se extendían graciosamente pequeñas
poblaciones, amparadas a la sombra de la cruz que dominaba sus torres como
símbolo de salvación para el que cree…
Pero, quién dijera al viajero que por primera vez admira extasiado esas
risueñas perspectivas, que vendrá el invierno riguroso, en que la tierra estará
desnuda y como cubierta de luto; los campos silenciosos y desiertos, sin un
ser viviente que los pueble; las aguas congeladas, el aire helado, ¡irrespirable!
¡Quién le dijera que el hombre de comodidades tendrá que refugiarse en su
aposento a buscar alivio en el fuego de sus chimeneas, y a alimentarse con los
productos de las estaciones pasadas, y que el pobre, el desheredado, morirá tal
vez, víctima de la intemperie, sin abrigo y sin pan! ¡Mientras que allá en la zona
privilegiada de los trópicos, el suelo fecundo brota alimento en todas las épocas,
en todos los tiempos, y su sol, benéfico como la Providencia, calienta con sus
rayos bienhechores al rico como al pobre, al soberano como al súbdito, al que
sonríe acariciado por la dicha, como al que sólo ha conocido el semblante de la
adversidad!
¡Ah! ¡Qué bella y cuán amable es la patria cuando se la contempla, en ausencia, a través del prisma colorido de los recuerdos!
Entregado a esas reflexiones iba yo cuando me llamó la atención un nuevo
objeto. Como el camino de hierro no puede excederse de cierto desnivel, se
encontraba ya muy inferior a los terrenos colaterales, para cuya comunicación
fue preciso construir un arco de mampostería, verdadero puente en seco, bajo el
cual pasamos. Yo vi con emoción alzarse en la llanura ese arco triunfal de nueva
especie, severo monumento que no celebra bárbaras matanzas ni recuerda las
conquistas compradas con la sangre inocente derramada en los combates, sino
los triunfos pacíficos de la industria, ¡la gloria inmarcesible de la ciencia! ¡Bien
hubiera querido hallar sobre ese pedestal las estatuas de Papin y de Watt, que
al descubrir la fuerza motriz del vapor, abrieron para la humanidad tan nuevos
y tan grandiosos horizontes!
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Viaje de América a Jerusalén
Más adelante, las desigualdades del terreno hacen frecuente la necesidad de
esos puentes, y aun la de túneles o perforaciones más o menos largas y oscuras,
hechas a través de los cerros.
La primera población importante que hallamos en el tránsito, fue Nantes,
una de las grandes ciudades de la Francia, comercial y fabril, y con cerca de cien
mil habitantes. Está atravesada por el Loira, sobre el cual tiene bellos puentes y
cuyas aguas surcan numerosos bajeles de vapor. Era ahí que el perverso Carrier
hacía ahogar por centenares, volcando las embarcaciones, las víctimas de su odio
en la nefanda revolución de 1789. Esta ciudad recuerda también el famoso edicto
dado por Enrique iv a favor de los protestantes. Una bella catedral gótica, que
contiene el mausoleo de mármol de los duques de Bretaña; un castillo de la Edad
Media, un buen teatro, algunos paseos y jardines, con una estatua de Luis xvi
y otra de Cambronne, fue lo mas notable que vi.
Angers, situada sobre el Maine, cerca de su desembocadura, se encuentra
tres horas después. Visité su famoso castillo de las dieciocho torres, construido
por Felipe Augusto: sus calabozos subterráneos, sus oscuras galerías, sus cadenas
y demás aparatos de tortura, aún causan horror. Hay un museo rico en estatuas,
en cuadros, en antigüedades, especialmente célticas, en colecciones de historia
natural. Si, como yo creo, lo bueno de una pintura consiste en la ilusión que
causa, hay allí una de un grande mérito. Es un cuadro que representa varios
monjes de la Trapa dándose el abrazo fraternal y recibiendo la comunión.
Están pintados tan a lo vivo, el pincel del artista supo interpretar tan bien las
afecciones de su alma, que me parecía leer en sus semblantes el lema que esos
religiosos escriben en el dintel de sus monasterios: “¡Esta es la casa de Dios:
dichoso el que ella mora!”.
Al día siguiente continué mi viaje, y en tres horas y media llegué a Tours, que
se halla colocada del otro lado del Loira, en su margen izquierda, y rodeada de
campos feraces que han sido llamados con razón el jardín de la Francia. En esa
travesía, cerca del village de Langueais, me llamaron la atención las habitaciones,
que son grutas excavadas en los cerros calcáreos, con puertas, ventanas y todas
las apariencias de casas. Tal vez serán cómodas; pero su vista entristece porque
recuerda la edad ciclópica de la arquitectura y sugiere ideas de suma pobreza
en sus moradores.
Tours es una ciudad pequeña, pero hermosa, alegre, muy aseada, con amenos
paseos sombreados de álamos y de plátanos, bella catedral, un soberbio puente
de 15 arcos y de 434 metros de longitud, y un buen museo. Este tiene en sus
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Andrés Posada Arango
curiosidades el gabinete de física de J. J. Rousseau, rara colección de aparatos.
No lejos de allí, en una plaza, se encuentra una estatua de mármol del célebre
Descartes, en cuyo pedestal se lee su famoso dicho: Cógito, ergo sum. Hay una
capilla donde se conservan, expuestos a la veneración de los fieles, los restos de
su obispo San Martín, tipo de la caridad cristiana, que compartía su capa con
los desnudos.
Me dirigí en seguida a Orleans, la patria de Juana de Arco, donde visité a
la ligera la vasta catedral gótica, de siete naves, en que monseñor Dupanloup,
atleta infatigable de la causa de la Iglesia, hace oír con frecuencia su elocuente
voz. Vi dos estatuas de la infortunada Pucela, la una pedestre, que nada ofrece
de particular, y otra ecuestre, de grande talla, que adorna la plaza principal y es
el más bello monumento de la ciudad. La heroína va vestida en el traje guerrero
de su siglo, con espada en mano, pero revelando sin embargo en su fisonomía
el candor y la bondad de su alma, que aun en el bronce protestan contra los
sarcasmos de Voltaire. En los cuatro costados del pedestal hay bellos relieves que
representan sus combates y victorias, su prisión y la hoguera en que la barbarie
de esa época la hizo quemar como hechicera.
Cuatro horas y media después, era el 29 de abril, entraba yo en París.
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IV
Indudablemente no existe hoy ciudad alguna que inspire un interés tan general
como París. Corazón de un gran pueblo, más que eso, capital del mundo civilizado, tiene en sí cuanto pudiera ser necesario para llamar vivamente la atención.
¿Quién puede pensar sin horror en las espantosas escenas de que fue teatro
en el pasado siglo, cuando la más formidable de las revoluciones que haya habido jamás, a la manera del huracán que sale desencadenado de los desiertos y
arranca furibundo las enhiestas palmeras, los árboles corpulentos, todo lo que
sobresale en la tierra, cuanto hay bello, cuanto es útil, y eleva a la altura de las
nubes la hojarasca que la calma tenía relegada al olvido, así ella derrocó por
donde quiera los altares, demolió los templos, arrancó de cuajo la virtud, tronchó
implacable toda noble cabeza, e hizo surgir las notabilidades del crimen, los
prohombres de la perversidad, que como buitres, como furias más bien, brotadas
del averno, se pasearon un momento por entre los escombros, sobre las ruinas
ensangrentadas de que cubrieron la nación? ¿Quién no se ha entusiasmado,
quién no ha sentido latir su corazón alborozado, al ver aparecer de repente ese
hombre extraordinario, que asombrando al mundo con el esplendor de sus
victorias, logró ahogar en sus robustos brazos el monstruo de la destrucción,
y plantar de nuevo, en medio de aquel caos, el orden, la ley, la seguridad, la
religión? ¿Y quién no se entristece, quién no se llena de amargura y de dolor, al
verlo desconocer su misión providencial, su papel de ángel salvador, y cegado
por mundanas ambiciones, socavar con propias manos su glorioso pedestal,
precipitarse con estruendo, e ir a morir, cual nuevo Prometeo, encadenado a
una roca en medio de los mares?
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52
*
Andrés Posada Arango
Si París, en su pasado, cautiva la imaginación con el prestigio de sus recuerdos, le ofrece también en su presente todo género de atractivos.
¿Lleváis en vuestro pecho el noble amor de la ciencia, el ansia de la verdad;
os complacéis en el estudio de las maravillas de la creación, en la investigación
de los arcanos sublimes de naturaleza? Venid presurosos a la fuente del saber,
acercaos al faro luminoso cuyos resplandores sirven hoy de guía sobre la faz del
globo: la tierra de los Lavoisier, los Jussieu, los Laplace, los Cuvier, los Bouguer,
los Gay-Lussac, los Arago, los Paré, los Laennec, los Dupuytren, tiene ahora sus
Leverrier, sus Foucault, sus Boussingault, sus Beaumont, sus Beudant, sus Regnault, sus Bernard, sus Marey y centenares más; su suelo fecundo es inagotable.
¿Preferís las bellas artes, la industria, las letras o la historia? Aquí se encuentra
todo lo que puede satisfacer vuestra curiosidad y vuestro deseo de adelantos.
¿Amáis los placeres, gustáis de los pasatiempos frívolos, andáis tras las orgías?
Aquí caéis en vuestro elemento, aquí hallaréis, como la mariposa, la llama que
embelesa y que consume. ¿Queréis encaminaros por el sendero angosto del deber;
buscáis quien os aliente con su palabra y con su ejemplo? Hallaréis también: la
patria de San Luis no ha apostatado por entero; aún se cantan en sus templos las
alabanzas del Altísimo, se lleva la ofrenda a sus altares, se enjugan las lágrimas
del desgraciado y se busca en el santuario de la penitencia la paz y el perdón.
La cátedra sagrada no ha enmudecido todavía: los Bossuet, los Massillon, los
Frayssinous, tienen aún sus sucesores; la fe cuenta adalides como Gaume y
Augusto Nicolás.
¿Cómo, pues, pasar por París sin dar al lector que no la conoce, siquiera un
bosquejo? ¿Y cómo, también, describir una tal ciudad en los límites estrechos
de este libro? Tanto sería como querer representar en un cuadro las escenas
más animadas de la naturaleza, sin tener los colores necesarios. Pero entre no
decir nada, y dar una idea incompleta, opto por el último partido: y puesto que
también fui a Londres, hablaré igualmente algo acerca de la gran metrópoli.
París está situada en un llano, a solo 60 metros de elevación sobre el mar,
comprendiendo dentro de sus murallas algunas colinas insignificantes y un
área de cerca de legua y media en cuadro. El Sena, que aunque un poco tortuoso, la atraviesa del sudeste al noroeste, tiene como 150 metros de anchura,
y suficiente profundidad para permitir la navegación en barcos de vapor de
poca cala; forma a su paso dos islas, que eran antiguamente el asiento exclusivo
de la ciudad; 25 puentes, tres de hierro y los otros de piedra, todos sólidos y
elegantes, unen sus riberas, que están perfectamente canalizadas en toda su
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Viaje de América a Jerusalén
extensión y adornadas con una fila de árboles plantados a distancia conveniente
de la orilla.
La ciudad, aunque moderna, está construida sobre antiguos cimientos; su
plano es sobremanera irregular. Las calles, generalmente angostas, se cruzan
en ángulos ya obtusos, ya agudos, y en muchos rincones desembocan hasta seis
de ellas a la vez; están empedradas con piedras labradas en cubo, formando un
piso ligeramente convexo, con declive hacia las aceras. Por todas ellas se notan
pequeñas tapas de hierro para abrir las cañerías en caso de incendio o cuando
han de lavar el suelo; pero no hay acequias en que corra el agua al descubierto.
Existen además numerosos bulevares, que son calles de una anchura mucho
más considerable, sombreadas por una hilera de árboles a uno y otro lado, que
atraviesan la ciudad en varias direcciones y la hermosean. Por la noche, cuando
todos sus faroles de gas, dispuestos sobre columnas de bronce alineadas, están
encendidos, presentan una admirable perspectiva.
Un número incalculable de carruajes de todo género y de gentes de a pie,
recorren incesantemente la ciudad, pues de millón y medio de habitantes que
cuenta la población, por lo menos el millón anda en la calle. Los edificios,
todos de mampostería, tienen generalmente cinco o seis pisos, con ventanas
o pequeños balcones no voladizos, sin alar, techados con pizarra y erizados de
chimeneas; algunos, aunque recientes, presentan en sus fachadas cariátides,
florones y diversos relieves de estilo antiguo, imitando construcciones griegas
y romanas de muy buen gusto. El piso inferior, en toda la ciudad, es una serie
continuada de tiendas, restaurantes y cafés; lo que demuestra por sí que la mayor
parte de la población se compone de extranjeros. Según cálculos que no parecen
exagerados, entran y salen anualmente 50 millones de viajeros: puede decirse en
rigor, que París se sostiene por la contribución voluntaria que le llega de todos
los países.
Hay muchas plazas: en la de Concordia, ocupada por la guillotina en la
época del terror, se alza un obelisco egipcio, de 23 metros de elevación; algunas
de las otras están convertidas en jardines, admirablemente cultivados y hermosos, o decorados con estatuas y fuentes. Los más notables de estos objetos
son: las estatuas ecuestres de Enrique iv, Luis xiii y Luis xiv; la pedestre
de Napoleón, en la plaza Vendome, con la columna que le sirve de pedestal, de
43 metros de altura, hecha de piedra y recubierta de bronce al exterior, representado en bajorrelieves sus principales batallas; la fuente de Moliére, con su
estatua; la de los Inocentes; la de San Miguel, que presenta el arcángel en talla
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Andrés Posada Arango
heroica, oprimiendo bajo sus pies a Satanás, muy buen trabajo en bronce; y la
de San Suplicio, con las estatuas, de mármol, de Fenelon, Bossuet, Massillon
y Flechier. Los otros monumentos militares son: la columna de Julio, erigida
por Luis Felipe para conmemorar los acontecimientos de 1830; el arco de San
Dionisio, que recuerda los triunfos de Luis xiv, y los del Carrusel y de la Estrella, consagrados a Napoleón. El último, admirable por sus proporciones y su
ejecución, es sin duda el arco triunfal más grandioso que se halla construido:
cuesta diez millones de francos.
Existe un monumento de otro orden, no menos digno de atención: en la
torre de Santiago, resto precioso de la arquitectura de la Edad Media, que sirvió
a Pascal para comprobar experimentalmente las deducciones de Torricelli sobre
la presión de la atmósfera. Está aislada en medio de un jardín, por haber sido
demolida la iglesia de que hacía parte; tiene 150 pies de elevación; al pie de la
escalera está la estatua del célebre inventor de la máquina aritmética.
Entre las cosas que merecen mencionarse, citaré los pasajes, que son calles
cubiertas con vidrieras, para preservarse de la lluvia, que atraviesan por en medio
algunas manzanas, generalmente con lujosos bazares a uno y otro lado.
El número de templos es considerable, y aunque ninguno sea de un mérito
sobresaliente, sí hay muchos notables. Se distinguen la catedral o iglesia de
Nuestra Señora, que sin ser propiamente hermosa, es un curioso monumento de estilo gótico; la de la Magdalena, templo griego, períptero corintio, de
aspecto muy imponente: la Santa Capilla, piadoso recuerdo de San Luis, que
la hizo construir para depositar las reliquias importadas de Jerusalén; la de
Santa Genoveva, convertida en panteón por los revolucionarios; San Esteban
del Monte, en la que se conserva el cuerpo de la mencionada santa, patrona de
París, y donde están sepultados Pascal, Racine y Tournefort; la de San Germán
l’Auxerrois y las de San Eustaquio, San Suplicio, la Trinidad y San Vicente de
Paul. Hay también varios templos protestantes y algunas sinagogas, pues se
cuentan mas de diez mil judíos.
Existen muchos palacios. El de las Tullerias, residencia del emperador, y el
del Louvre, hoy convertido en museo, están unidos entre sí formando un patio
inmenso, la plaza del Carrusel, adornada con uno de los arcos de triunfo; tienen
tres pisos, y sobre el friso del primero aparecen de pie las estatuas de todas las
celebridades de la Francia. ¡Ahí se ven confundidos en la misma apoteosis el
valor y el talento, la virtud y el cinismo: al lado de los poetas están los guerreros;
junto a los oradores sagrados, los apóstoles de la impiedad! Los vastos salones
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Viaje de América a Jerusalén
del museo, recubiertos del mármol y decorados en la bóveda con magníficos
frescos, contienen ricas colecciones de etnología, de marina, de pintura y escultura, abundando en la última las antigüedades egipcias y del Asia Menor.
En la sala llamada de los soberanos, exhiben muchos objetos de uso personal
de Napoleón, de San Luis y aun de Carlo Magno, tales como espadas, cetros,
sellos y vestidos.
El palacio del Luxemburgo, construido de orden de María de Médicis, es
el local destinado a las reuniones del Senado, y hay también en él un museo
de pintura de los artistas contemporáneos. Contiguo se encuentra un vasto y
hermoso jardín público, cercado de verjas de hierro, con un lago, varias fuentes
y las estatuas de las mujeres célebres de Francia. El Palacio Real, residencia
del famoso cardenal Richelieu y de Luis Felipe cuando era duque de Orleans,
es ahora la habitación del príncipe Napoleón; las galerías de su piso inferior,
convertidas en almacenes, son el centro de un comercio activo. Deben citarse
igualmente el antiguo palacio Mazarino, hoy del Instituto de Ciencias, el del
Cuerpo Legislativo, el Hotel de Ville y la Bolsa o Lonja, edificios que por su
magnificencia merecen figurar en el mismo rango que los anteriores.
Se ha dicho por alguno, que cuando los españoles toman posesión de un
país, lo primero que hacen es construir iglesia; los franceses, teatro, y los ingleses
lonja. No sé hasta dónde sea exacta esa manera de juzgar, puesto que en París
abundan los establecimientos de toda clase; pero sí diré que sus teatros son
numerosos, y muchos de ellos remarcables. Especialmente la Nueva Ópera,
que está terminándose, de un área de once mil metros cuadrados, adornada al
exterior con estatuas colosales y los bustos de todos los grandes compositores,
es sin duda el templo más grandioso que en los pueblos modernos se haya
consagrado a las musas del placer. Bien puede asegurarse que no era francés el
sujeto que, preguntándole su modo de sentir sobre la música, contestó que es
la menos molesta de todas las bullas.
Las bibliotecas públicas son tan dignas de atención por lo material de los
edificios como por la riqueza de las colecciones, en impresos, manuscritos y
grabados. La de Santa Genoveva cuenta doscientos mil volúmenes, y la Imperial,
un millón quinientos mil: y aún existen otras, como la Mazarina, la del Arsenal y
la especial de medicina. El conservatorio de artes y oficios es un establecimiento
en que se hacen cursos públicos sobre las ciencias y con sus aplicaciones industriales, y en él hay salas donde se exhiben y se hacen funcionar las máquinas.
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Andrés Posada Arango
El Jardín de Plantas, a la vez que destinado al estudio, es un paseo muy
ameno y muy frecuentado: ahí se cultivan los vegetales, agrupados por familias
naturales, y se conservan vivas casi todas las especies notables del reino animal;
ahí está también el Museo de Historia Natural, que es magnífico. Pero nada
hay, en clase de jardines, que sea comparable al llamado Bosque de Bolonia,
espléndido parque en que el arte más exquisito se ha reunido en lagos, islas,
cascadas, grutas, bosquecillos y colinas, todo formado artificialmente, cuanto la
naturaleza en sus más risueños paisajes, en sus más poéticas manifestaciones,
podría ostentar.
Hay aquí varios cementerios, todos muy espaciosos, pues según la última
estadística, mueren anualmente en París cuarenta y cinco mil personas. El más
digno de visitarse es el llamado del Padre Lachaise, verdadera ciudad de muertos,
silenciosa, sombreada de cipreses y cruzada de calles con regularidad: y como
es el asilo de la aristocracia, está lleno de momentos, algunos verdaderamente
soberbios. Yo, si bien me detuve ante los sepulcros de Abelardo y Eloísa, de Arago,
Larrey, Massena, Alfredo de Musset, Delavigne y otros hombres célebres, sólo
busqué con especial interés el de nuestro distinguido poeta Salazar, a quien el
benemérito general Acosta hizo erigir un modesto túmulo.1
Otros mucho objetos existen aun en París, que merecerían no sólo mencionarse sino también describirse, tales como el jardín de las Tullerías, el Observatorio astronómico, los mercados, las prisiones, los hospitales, en número de
veinte, de que uno solo, el Hòtel-Dieu, contiene como setecientos enfermos,
y el Hotel de los Inválidos, destinados a los militares inútiles, en que hay tres
mil asilados. Su iglesia está adornada con infinidad de banderas rotas, trofeos
conquistados en mil combates. En un edificio contiguo se encuentra el mausoleo
de Napoleón, que es quizá el monumento más suntuoso en su género.
Quiero concluir esta relación con un dato numérico curioso. Como aquí todo
está sujeto a cuenta, y de todo se obtiene exacta razón, ha podido averiguarse
que en huevos solamente, se consume anualmente en París algo más de 8 mil
millones y 600 mil francos.
Catorce horas próximamente se emplean para trasladarse de París a Londres,
atravesándose en dos el borrascoso canal de la Mancha, donde, sea dicho de
paso, se ha pensado seriamente en establecer un puente. No es pues imposible
1
Véase la nota D al final del volumen.
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Viaje de América a Jerusalén
que algún día la Inglaterra, hecha isla por la naturaleza, venga a ser por el arte
una especie de península. En materia de adelantos, todo es permitido esperarlo:
los límites asignados por Dios al progreso de la humanidad, nos quedan aún
demasiado lejanos.
Habiendo conocido antes la capital francesa, no se experimenta grande
admiración al llegar a la de la Gran Bretaña, porque a primera vista no dejan
de asemejarse: es sólo al observar sus detalles que se notan las diferencias y aun
los contrastes.
Londres es, sin disputa, la más grande ciudad, no sólo de Europa sino del
mundo; pero no teniendo muralla ni límite alguno marcado, que la separe de
los villajes inmediatos, no puede decirse en realidad dónde principia ni dónde
acaba. El censo de la población que ahí se mira como urbana, es actualmente
muy cerca de tres millones. Su trazo es quizá más irregular que el de París: los
bulevares, esas grandes arterias que a la vez sirven de ornato a la ciudad, facilitan la renovación del aire y permiten atravesarla en línea casi recta desde sus
partes mas opuestas, son aquí desconocidos. El turbio Támesis, bastante mas
caudaloso que el Sena, batiendo en su flujo y reflujo los edificios de la orilla, por
no estar encanalado, la divide casi por la mitad, cruzado por soberbios puentes
que alcanzan a tener hasta 15 arcos gigantescos y 400 metros de longitud.
Lo primero que ahí extraña el viajero es la grande cantidad de humo que
se ve esparcido por todas partes, proveniente de la mala calidad del carbón
mineral que se consume y del prodigioso número de fábricas que existen dentro
de la población; lo que a la vez oscurece la atmósfera y ennegrece los edificios,
tizna las personas, precisándolas a lavarse varias veces. En los barrios comunes
se observa la más grande actividad: apenas puede andarse por entre el torbellino de gentes, que visto de una altura parece un hormiguero. Se ha calculado
sobre datos exactos, que por uno solo de los puentes alcanzan a pasar en un
día como treinta mil personas de a pie, sin contar la multitud de carruajes, de
ómnibus y de ferrocarriles que los cruzan, pues aún éstos últimos recorren la
ciudad: y como ahí se paga en la mayor parte de los puentes (lo mismo que
para visitar la Torre, subir a la cúpula, ver el tesoro, varios de los museos, etc.),
puede suponerse cuál será el producto, por el contrario, están siempre silenciosos y casi del todo desiertos; y como las habitaciones permanecen cerradas
y las plazas están ocupadas por bosquecillos que allá llaman jardines, pero que
son rastrojos, sin flores, sin fuentes y sin pájaros, todo aquello presenta un aire
lúgubre, un aspecto casi sepulcral, que hasta cierto punto hace comprender el
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58
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Andrés Posada Arango
esplín inglés. Sin embargo, yo estuve contento: sin el humo que ahí se respira
y sin el frío de los inviernos, la vida de Londres me parecería agradable: me
gusta el carácter cenobítico de ese pueblo, que busca la felicidad de puertas
para adentro, en el hogar.
En los días de fiesta la soledad es general; los ingleses son tan rígidos en la
observancia del domingo como lo eran los hebreos en la del sábado, pues no
sólo se abstienen de trabajar, sino también de toda diversión; y aun se ha dicho,
aunque dudo que sea cierto, que interrumpen las observaciones meteorológicas, por no creer lícito mirar los instrumentos en tales días. Lo propio se nota
por la noche, pues mientras que en París el bullicio y la agitación se prolongan
hasta cerca del amanecer, allá todo el mundo se recoge a buena hora: aquí son
esencialmente festivos, allá metódicos.
Las casas, formadas de ladrillo y recubiertas de argamasa para imitar la
piedra, de que carecen, son de poca altura, pues no exceden de cuatro pisos,
y el primero, en que está la cocina, es subterráneo, hallándose separado de la
calle por un foso angosto cercado o recubierto con rejas de hierro. La portada
tiene frecuentemente un aspecto monumental. No hay patios, de modo que las
habitaciones principian desde el zaguán, que está generalmente tapizado y muy
limpio. El carbón y demás objetos que podrían ensuciarlo, se introducen por un
ancho conducto, especie de buzón, que principia en el suelo de la calle, tapado
con una compuerta de hierro y va a terminar en uno de los cuartos inferiores.
La gran metrópoli es, sobre todo, una población comercial y fabril, y escasa
por lo mismo de monumentos; pero aunque no puede llamar la atención por
su hermosura, posee objetos que le son peculiares y que la harán siempre de su
grande interés para el turista.
En primer lugar está el famoso Túnel, doble galería subterránea que abre
camino a pie enjuto por debajo del Támesis, de una a otra orilla, como si el genio de Brunel hubiera querido imitar la vara milagrosa de Moisés. Este célebre
ingeniero, francés de nacimiento, fue el mismo que inventó una máquina para
hacer zapatos sin costura.
Viene después el Palacio de Cristal. Los que no han leído su descripción,
llena la imaginación con los sueños fantásticos de las Mil y una noches, esperan
hallar un edificio formado todo de cristal macizo, el pavimento, las columnas,
las paredes y las bóvedas; lo que al ser así, más que una maravilla sería un
prodigio.
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Viaje de América a Jerusalén
Mucho dista de tan bello ideal: mas no por eso deja de ser muy digno de
visitarse. Puede mirársele como una enorme jaula, o más bien un vastísimo invernáculo, cuya armazón está toda formada con columnas y varillas de hierro, y
los espacios intermedios, tapados con vidrios planos. Se halla situado fuera de la
ciudad, en medio de un campo cubierto de jardines. Tiene la forma general de
un templo, con una nave central, de la misma altura del edificio, y dos laterales,
ocupadas por cuatro galerías o pisos sobrepuestos.
Construido para servir de lugar a las exhibiciones industriales, es a la vez
un curioso museo y un rico bazar, en que se encuentra bastante qué admirar
y mucho qué comprar. Lo primero que se nota al entrar, son unos grupos de
estatuas vestidas, representando al natural los habitantes de las cinco partes
del mundo. La nave central está casi toda cubierta de plantas exóticas, yerbas,
arbustos y grandes árboles, entre ellos el laurel del alcanfor y el que da la canela,
cultivados con el auxilio del calor artificial. En los lados hay varias salas que
reproducen el estilo arquitectónico y las esculturas célebres de la antigüedad,
contándose una egipcia, otra asiria, griega, romana, bizantina, una parte de la
Alhambra de Granada, y una casa de Pompeya. En el centro está una orquesta en
que pueden trabajar a la vez cinco mil ejecutantes, como se verificó en 1862. Hay
galerías de pintura y de escultura, con los bustos de todos los hombres célebres;
artefactos, productos naturales y varias curiosidades. Recuerdo un pedazo del
cable trasatlántico de 1866, y varias nuestras de tabaco de Ambalema, Palmira
y Girón, que además de su nombre de lugar tenían el nacional de Venezuela,
haciendo ver lo ignorada que está aún nuestra geografía. Esto me hizo acordar
de Deslandes, que refiere en su Higiene que los peruanos de las provincias de
Quito y de Popayán mascan coca, que es como si dijera que los ingleses de las
provincias de París y Nápoles son aficionados a la cerveza.
Existe también ahí un curioso barómetro formado con agua en vez de mercurio, cuya columna líquida tiene por consiguiente cerca de treinta y dos pies de
altura, lo que hace ostensibles las más ligeras variaciones atmosféricas. Fuera del
palacio se encuentra una torre muy elevada, de 400 escalones, de donde se goza
de una vista admirable sobre la amena campiña de las inmediaciones. Pero lo
que mayor interés inspira, es sin duda la isla geológica, situada en un bosquecillo
de las cercanías, donde se ven, hechos en bronce y de grandor natural, el iguanodon, el pterodactylo, el ichthyosaurus y demás reptiles gigantescos de la época
antediluviana, que el genio de Cuvier ha hecho revivir de sus osamentas.
Mas volvamos a la ciudad.
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Andrés Posada Arango
El jardín zoológico de Londres, la menagerie como dicen los franceses, es
el primero en su clase, y merecería por sí solo un largo viaje. Es una grande
extensión de terreno, cubierta de arbustos y de flores, regada por un canal, con
lagos y fuentes, y dividida en compartimientos apropiados, donde se conservan,
domesticados o cautivos, casi todos los animales importantes que existen en el
mundo. Ahí viven la foca marina, el castor del Canadá, el reno y el oso blanco
de las regiones polares, con el león, la hiena, la zebra, la jirafa, el rinoceronte,
el avestruz y el hipopótamo del África; el elefante, el dromedario y la cabra
almizclada del Asia, con el bisonte de Norteamérica, las alpacas y vicuñas del
Perú, el canguro de la Australia, el tatabro y el tigre de nuestras selvas. Se ven
los grandes lagartos de la zona intertropical, las serpientes venenosas del Brasil,
el áspid de Egipto, el ave hermosa del paraíso, el armadillo humilde que cava su
habitación en la tierra, y el cóndor altivo que establece su nido sobre las rocas
más encumbradas de los Andes. Ahí canta el ruiseñor, gime la tórtola, grazna
tristemente el búho, ruge la pantera, charlan los loros, y las ardillas y micos
hacen piruetas junto al paciente camello o al perico-lijero inmóvil (bradypus).
Aquello es, pues, casi una reproducción del arca de Noé.
No pude resistir al antojo de montar en un elefante. Paseándome sentado en
su lomo, yo veía un horizonte mucho más extenso que el que Dumas describe
con gracia por haber hecho al Sinaí un viaje en camello.
Pasemos al jardín botánico de Kew, otro de los establecimientos sin rival,
de que la Inglaterra puede justamente lisonjearse. Aunque situado a más de dos
leguas del centro de la ciudad, se llega en un instante por el ferrocarril. Es una
magnífica exhibición, iba a decir una asamblea de vegetales, en que las floras de
todos los países están abundante y lujosamente representadas. Los árboles, arbustos y yerbas de Europa, cultivados en pleno aire, aunque cuidados con esmero
y dispuestos de la manera más agradable a la vista, nada ofrecen de particular,
que no se halle en otros establecimientos de ese género; pero en cuanto a las
plantas tropicales, que se tienen en invernáculos, es decir en grandes cámaras
de vidrio, expuestas por consiguiente a la acción benéfica del sol, y el agua, hay
una profusión admirable. Allí encontré en plena fructificación, gracias a esa
temperatura dada por el arte, nuestro plátano (musa), la piña (ananasa), el café
y multitud de esos vegetales de la zona tórrida.
Paseándome junto a palmeras elevadas, bajo el follaje de árboles que me eran
bien conocidos; viendo crecer a mi lado helechos colosales, aroideas gigantescas, y colgarse en columpio nuestros bellos bejucos; mirando las orquídeas, que
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Viaje de América a Jerusalén
adheridas a los troncos ostentaban sus extrañas flores, y las alstrœmerias, que
elevándose en espirales dejaban pendientes sus vistosos corimbos, yo me creía
transportado a esas selvas encantadas de la América, que tanto amaba Mutis, y
donde más de una vez, estudiando las maravillas de la creación, escrudriñando
los secretos de la naturaleza, yo también había logrado olvidar las penas de la
vida, y hallado para el alma goces puros y fruiciones inefables. Pero en vano
trataba de aspirar el aroma silvestre del abebe (renealdia); en vano escuchaba
para oír el chirrido de las cigarras, que cantaran en las ramas, o para percibir a
lo lejos la dulce melodía del torrente, murmurando entre las piedras, oculto en
la espesura… Nada de eso había: me hallaba en las márgenes del Támesis, lejos,
bien lejos de esas riberas del Gualí,2 en cuyo bosque umbrío y en cuyas ondas
fresquísimas y límpidas, hallé en otro tiempo gratos instantes de solaz.
Otro de los objetos remarcables es la catedral de San Pablo, que dicen haber
costado ocho millones de duros, y que después de la de San Pedro en Roma y
la de Santa Sofía en Constantinopla, se considera ser la mejor en el mundo. Se
alza en medio de un cementerio, que por una de esas aberraciones propias del
carácter inglés, existe dentro de la población, separado de las calles por sólo una
verja de hierro.
Al exterior, su mole inmensa, la pureza de su estilo griego, las estatuas colosales que le sirven de ornamento, y su alta cúpula, que se eleva a 112 metros
del suelo, le dan un aspecto muy imponente; pero en el interior la impresión es
bien distinta. Mientras que los templos católicos están habitados por Dios en
persona, bajo la forma del Sacramento, y decorados con altares en que se tributa
veneración a la virtud, allí todo está desierto: nada hay que revele que aquel es
un lugar sagrado, sitio siquiera de oración. La religión reformada, comenzando
por protestar contra la autoridad del jefe de la iglesia romana, el único que
puede hacer venir su sucesión de los apóstoles, acabó por protestar contra todo,
por abolir todo culto, reduciendo sus oficios a leer en coro algunos pasajes de la
Biblia, que cada cual está en su derecho para interpretar a su acomodo.
¿Quién no ve que aquella no puede ser una institución divina; que Dios,
sabiduría infinita, perfección por esencia, no ha podido dejar su obra así, tan
imperfecta, tan desordenada, sujeta al mero dictamen de personas sin carácter,
sin unción, sin ninguna misión sacerdotal? ¿Quién, procediendo de buena fe, no
2
Río de Mariquita, uno de los afluentes occidentales del Magdalena.
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Andrés Posada Arango
protesta a su turno contra la sinrazón, contra lo disparatado de tal creencia, que
por sí misma, por el desconocimiento de toda autoridad, por su máxima del libre
examen, está sujeta a dividirse hasta al infinito en las sectas más contradictorias?
¿Quién puede creer que un sendero tan vago, tan sin guías, sea el camino de la
verdad?
A falta de imágenes para adornar el templo, han apelado a sus difuntos
almirantes, erigiéndoles bellas tumbas y haciendo así, de la catedral, un verdadero panteón. Ahí están sepultados Nelson y Wellington, sus dos más grandes
notabilidades guerreras. La cúpula, a la cual puede subirse mediante unos chelines, tiene por el interior una curiosa galería acústica, donde por efecto de su
construcción, hablando en voz sumamente baja en un lado, oye perfectamente
una persona colocada en el punto diametralmente opuesto, a 45 metros de
distancia.
La Torre de Londres, antigua fortaleza y prisión de Estado, célebre por haber sido el teatro de horrorosas tragedias, hoy no es más que un curioso museo
militar, que tiene su equivalente en el de artillería de París. Se encuentran ahí,
dispuestas con gusto formando graciosas figuras, toda suerte de armas ofensivas,
y colecciones completas de las pesadas armaduras de la época caballeresca, entre
ellas la que usaba el memorable Enrique viii. Muestran el hacha con que fue
decapitada Ana Bolena, el lugar de su sepultura y los de Catalina Howard y del
canciller Tomás Moro. Exhiben también las joyas reales, que según pretenden,
valen diez millones de pesos.
La vieja abadía de Westminster, que es todavía el lugar donde se celebra
la coronación de los reyes de Inglaterra, es otro edificio monumental, lleno
igualmente de sepulcros, entre los cuales se notan los de Shakespeare, Watt, la
infortunada María Estuardo y el del célebre autor del Paraíso perdido. No lejos de
ahí se encuentra el palacio del Parlamento, que aunque moderno, está construido
en el mismo estilo gótico de aquellos tiempos, tan majestuoso, tan sombrío y a la
vez tan bello y tan rico de detalles. Para hacer en él la ilusión más completa, aún
los empleados que ahí había llevaban togas y largas pelucas blancas y trenzadas,
para indicar, por la edad supuesta, juicio del que tal vez carecen: puerilidad que
contrasta abiertamente con la sociedad inglesa. Lo mismo observé en los lacayos
que guiaban los coches de la aristocracia, los cuales tenían el cabello pintado
con tierra blanca: restos de la tonta vanidad de los pasados siglos, que necesita
aún un poco más de filosofía para desaparecer.
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Viaje de América a Jerusalén
Los museos de Londres son sin duda de los más importantes. El Británico,
bajo el punto de vista de la historia natural, nada deja qué desear, y como colección arqueológica es uno de los primeros en el mundo. En él se conservan los
ponderados relieves del Partenón, conquistados por lord Elgin. El de Kensington
es particularmente notable por los objetos científicos y la maquinaria, y el de la
India contiene muchas peculiaridades de aquel país, entre las cuales me llamaron
la atención unas muestras de cartón y de telas hechas con las fibras de muchas
plantas que nosotros poseemos y no utilizamos con tal objeto, como el plátano,
la piña, una asclepias y una sida (escoba babosa).
Concurrí a algunos de los principales teatros, que si por su arquitectura no
me inspiraron interés, por sus representaciones me parecieron fríos. Más digna
de atención es la colección de estatuas de madame Tussaud, hechas en cera y
de grandor natural, que representan con bastante perfección la mayor parte de
los personajes históricos de los tiempos modernos.
En las plazas se encuentran también algunas estatuas, de bronce o de mármol,
tales como la del ilustre físico Cavendish, que logró, por medio de la balanza
de torsión, pesar el globo terrestre y determinar su densidad; la del célebre Peel,
de Jorge iv, y otras; pero las únicas notables son la de Nelson, de pie sobre una
alta columna en la plaza de Trafalgar, nombre que recuerda a la vez su victoria
y su muerte, y la ecuestre del duque de Wellington. Esta última, con el guerrero
vestido y montado a la romana, es decir en alfombra, sin silla ni estribos, como
las hay también en París, es un imperdonable anacronismo. Tales estatuas, más
bien que a un héroe de aquellos tiempos, se me parecen a los criados a quienes
se envía por las bestias y se vienen montadas en pelo. No sólo la historia sino
también el sentido común, exigen que se representen los personajes con los
trajes correspondientes a su época. Es sin duda una necedad creer que todavía
hoy el heroísmo y la grandeza, para ser reconocidos, hayan de llevar el coturno
y la clámide de los antiguos romanos, que si no le llaman bárbaros, es porque
se les compara a otros pueblos que lo eran más que ellos.
La casa de moneda, la bolsa, el palacio de Somerset y el arsenal son igualmente dignos de atención; pero dejemos ya las costas del Albión para volver a
Francia.
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V
El 29 de mayo por la tarde salía yo de París por el bulevar Mazas, y sentado en
un tren del ferrocarril de Lyon, emprendía mi viaje al Asia. Me acompañaba un
amigo que deseaba ardientemente, como yo, visitar la Palestina, para volver a
descansar tranquilo al lado de los suyos. Iba contento, y sin embargo, la tumba
lo esperaba abierta en su camino: él no debía volver a ver su patria, su familia,
ni su hogar.
¡Ah! ¡Qué infeliz fuera el hombre si Dios, en su munificencia, hubiera agregado a sus dotes el conocimiento del porvenir! ¡Qué sería de nosotros sin ese
velo de rosa con que la imaginación nos encubre la fea desnudez de la vida! Si
el hombre, al llegar a la edad de la razón, pudiera contemplar en un solo cuadro
todos los desengaños y las amarguras que lo aguardan, ¡cómo retrocedería espantado! Si las lágrimas que ha de verter desde la cuna al sepulcro, hubiera de
derramarlas de una vez, ¿quién podría contener el torrente?, ¿qué mano bastaría
a enjugarlas?
Si alguien pudiera hacer a la humanidad el don funesto de enseñarle a descifrar lo futuro yo no vacilaría en mirarlo como el primero de los malefactores.
Todos, en la infancia, hemos sonreído acariciados por una aurora de ventura que nos presagiaba hermosos y apacibles días; todos hemos soñado con un
sendero de flores que conducía a la felicidad. ¿Y quién la ha hallado después?
Buscad sobre la tierra uno solo que se crea dichoso, y sin duda no lo hallaréis;
preguntad por los desgraciados, y su voz os ensordecerá…
¿Cómo no reconocer, pues, en ese estado anómalo del hombre, en esa tendencia vana hacia una felicidad que no existe en el mundo, cómo no reconocer,
digo, su origen superior, su caída de un estado primitivo más perfecto? ¿Cómo
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Viaje de América a Jerusalén
no ver en él un astro que ha salido de su órbita, por el choque violento de otro
cuerpo, y que se agita en el espacio buscando el foco que debía atraerlo?
El camino que tomamos se dirige al sudeste, cruza el Marne cerca de su
confluencia con el Sena, continúa costeando la ribera derecha de este último, y
va a atravesarlo hora y media después, al salir de Melun. Los terrenos, generalmente llanos, aparecían cultivados por todas partes: se veían verdes alfombradas
de centeno, céspedes limpios esmaltados con las flores de fuego de las amapolas,
fajas extensas cubiertas de nabinas de amarillas espigas, y alfalfales oscuros con
sus capullos rosados; y de vez en cuando, algunas colinas de suave pendiente,
sembradas de vides. Sin embargo, aquellos campos sin casas, sin cercas, sin divisiones, porque pertenecen a grandes propietarios que los hacen beneficiar por
jornaleros, me parecían monótonos y tristes, y me hacían recordar a Antioquia,
país venturoso, donde hasta el pobre labriego es dueño del suelo en que planta
su huerto y establece su hogar.
Yo meditaba en el raro patriotismo de esas gentes, que sin un palmo de
tierra que les pertenecen, defienden con denuedo el país en todas las ocasiones.
¡Ah! el amor patrio es una planta privilegiada, que como los pólipos marinos,
se adhiere con tenacidad aun a las rocas. Es que Dios en su sabiduría, ha puesto
en el corazón del hombre afectos arraigados por todo aquello que gozó en la
niñez. ¿Quién habrá tan insensible que llevado lejos de la patria, por los vientos
caprichosos de la fortuna o la desgracia, no haya echado de menos mil objetos y
deseado poder trasladar consigo los sitios predilectos que amó infantil, el árbol
que le dio sombra, el arroyuelo que lo adormecía con su murmullo o que apagó
su sed, la pradera en que corría, la colina a donde iba a sentarse?
Casi a las dos horas de camino llegamos a la floresta sombra de Fontainebleau, que atravesamos sin alcanzar a ver la ciudad ni el castillo, velados por
las altas encinas. Entre los muchos recuerdos que ese paraje despertaba, me
detuve a reflexionar en la cautividad que sufrió el virtuoso Pío vii en 1812, y
en el trágico fin de Napoleón, que señor de la Europa, caía allí mismo desde su
alto trono, herido por los rayos del Vaticano, y conmovido y lloroso partía para
la isla de Elba. Escrito está en el libro de los libros: “Contra el Señor no valen
sabiduría, prudencia ni consejo: aparéjanse los caballos para el día de la batalla,
mas quien de la victoria es el Señor”.1
1
Sm 31, 30-31.
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Andrés Posada Arango
Poco después atravesamos un canal que comunica el Loira con el Sena; llegamos a Montereau, situada sobre el Yone, cuyo puente recuerda el asesinato de
Juan sin Miedo, duque de Borgoña, acaecido en 1419; pasamos por Sens, digna
de mención por su concilio de 1140, en que el elocuente abad de Clairvaux, el
apóstol de la segunda cruzada, confundió a Abelardo e hizo condenar sus obras;
cruzamos el Yone, costeamos otro canal que queda a la izquierda, atravesamos
el Armanzon y llegamos a Mombart, patria de Buffon, colocada sobre una
colina. Aún se conserva el castillo que habitaba el célebre naturalista, donde
compuso la mayor parte de sus obras, que le merecieron el justo renombre de
Plinio francés.
Más adelante se encuentra una población llamada Blaisy-Bas, a la entrada
de un túnel de una legua de longitud, que ha costado dos millones de pesos
fuertes, y que atraviesa los cerros que separan las hoyas hidrográficas del Sena y el
Saona. Después está Malain, con el Castillo de Urey que el señor de Lamartine
ha hecho célebre en sus Confidencias. Era de un tío suyo, y en él compuso, siendo
joven, una parte de sus Meditaciones, que le han adquirido su mejor gloria.
Llegamos en fin a Dijon, la antigua capital de la Borgoña, y hoy de la Costa
de Oro. Está situada en una llanura, al pie del monte África, a 64 leguas de
París. En el siglo pasado figuró casi tanto como esta última ciudad; pero hoy se
encuentra muy decaída de su rango. Bástale, sin embargo, haber dado nacimiento
al gran Bossuet, para que el viajero no pueda mirarla sin interés. Su catedral
gótica, construida sobre el lugar donde fue martirizado San Benigno, a quien
está dedicada, tiene una flecha de 92 metros de elevación, y encierra los restos
de Juan sin Miedo y de Felipe el Atrevido. Hay algunos paseos, museos ricos
en antigüedades, jardín botánico, academia y varias sociedades científicas. En
una calle hay una buena estatua de bronce, de San Bernardo.
Esta ciudad es la patria del anatomista Chaussier y de Guyton de Morveau,
a quien la humanidad debe la aplicación del cloro como desinfectante, hecho
de suma trascendencia en los anales de la higiene. Es sensible que pese sobre él
el cargo de haber contribuido con su voto, como miembro de la Convención,
a decapitar al infortunado Luis xvi. Cuando un hombre se distingue por su
talento, se quisiera siempre ver lucir en sus sienes la aureola de la virtud.
De Dijon en adelante, el camino sigue más o menos al sur; se pasa otro de
los numerosos canales que facilitan la comunicación de esas comarcas; se costea
el Saona, que queda a la izquierda; cuando el tiempo es bueno se percibe a lo
lejos la cordillera del Jura coronada por el Monte Blanco, la más elevada de las
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67
*
Viaje de América a Jerusalén
montañas de Europa (4.810 metros), y se llega en fin, después de cinco horas
de ferrocarril, a la ciudad de Macon, patria de Lamartine.
Está situada en un llano, a la derecha del Saona. Es muy mercante en vinos
y en granos, pero triste, silenciosa y sin nada notable, sino es el raro tocado de
las campesinas. Llevan sobre la cabeza un gran círculo de carbón puesto horizontalmente, con un delgado cilindro vertical en el centro, figurando como un
pie de copa, forrado todo en encaje negro, y con cuatro anchas fajas pendientes
de los bordes del disco, a manera de cortinas; lo que en vez de ser hermoso, les
da un aire sumamente grotesco.
En Macon dejamos el camino de Lyon, que sigue casi al sur, y tomamos de
nuevo el sudeste, atravesando el Saona para dirigirnos hasta los Alpes. En una
hora llegamos a Bourg, patria del astrónomo Lalande, y poco después penetramos
en un valle angosto, llamado de la Albarina. Más allá las montañas se aproximan
y acaban por encajonar el camino en una garganta árida, estéril y desapacible.
Franqueamos el monte Colombier, a cuyo pie está Culoz; atravesamos el Ródano
sobre un puente de hierro; llegamos al lago Bourguet, que se costea de norte a
sur por más de tres leguas de longitud; recorrimos varios túneles, y entramos en
Chamberí, capital de la Saboya, y obispado que fue de San Francisco de Sales.
Se encuentra en un llano alegre y fértil, en medio de altas montañas, regado
por el Aliso y el Albano. Chateaubriand al describir con entusiasmo la campiña
donde existen las ruinas de Esparta, la compara a Chamberí.
Desde allí se veían los Alpes con sus crestas cubiertas de nieve. Los contrafuertes próximos aparecían áridos, desnudos casi de vegetación, cortados por
derrumbes que mostraban sus exquisitos inclinados, haciendo ostensible su
formación por levantamiento de la costra terrestre, y superados de picos agudos.
De sus vertientes descendían varios arroyos, pero turbios e impotables por el
constante desmoronamiento de las montañas. En algunas partes de las faldas y
colinas, llenas de pretiles en escalones para detener los abonos, estaban cultivadas
a fuerza de industria y de labor, revelando la lucha incesante del hombre con
ese suelo infecundo.
Continuamos nuestro viaje, y en cuatro horas más arribamos a San Miguel,
pequeña población situada al pie de la cordillera, donde termina el ferroca­rril
actual.
Era domingo, y los sencillos aldeanos celebraban a esa hora, con toda la
solemnidad de que eran capaces, una procesión pública. No puede contemplarse sin emoción el espectáculo de un pueblo, por reducido que él sea, en
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68
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Andrés Posada Arango
que niños inocentes, mujeres candorosas y ancianos venerables, cuyos cabellos
han blanqueado ya los azares de la vida, se juntan a tributar de consuno el
homenaje de sus adoraciones al Criador, inclinando reverentes ante él sus
cabezas y reconociéndolo por su legítimo soberano y protector. El escenario
agreste que me rodeaba, el valle sombrío, las altas montañas, el ruido de los
torrentes, y las nubes plomizas que velaban el sol, realzaba a mis ojos el interés
del cuadro. Sin duda, no han visto escenas semejantes los filósofos semicatólicos
que niegan la utilidad del culto externo, pretendiendo que no ejerce influencia
sobre el corazón.
En adelante el sendero se interna en una cañada estrecha, verdadero desfiladero, encerrado entre escarpas vestidas de pinos y de abetos y recorrido por
el Arce, cuyas riberas estaban sombreadas por nogales y saúcos en flor. Casitas
tristísimas, formadas de piedras simplemente sobrepuestas, sin argamasa alguna,
aparecían de vez en cuando en los recodos. Encontramos después la fortaleza
llamada de Esseillon, donde acostumbraban poner una guarnición militar, y más
lejos aún el villaje de Laus-le-Bourg, donde principia propiamente la ascensión
del Monte Cenis. De este punto hasta Susa, que es la estación del ferrocarril
italiano, del otro lado de la cordillera, se calculan 37 kilómetros de distancia
(como nueve leguas) que se andan en cinco horas en diligencia, es decir, en
carruaje tirado por caballos.
Se cree que por esa parte hizo el grande Aníbal el pasaje de los Alpes, con
su armada de doscientos mil españoles y africanos; y si hemos de admirar todo
lo que dicen los historiadores, escaló las rocas con vinagre. Mario, Pompeyo,
Constantino y Carlo Magno condujeron por ahí mismo sus ejércitos, cuando
aquello era casi intransitable.
La vía actual, aunque se eleva hasta 2.100 metros sobre el nivel del océano,
forma una suave pendiente que no excede de 70 milímetros por metro. Su
apertura se principió en 1803, por orden de Napoleón, habiéndose empleado 15
años y millón y medio de duros en su construcción. Pronto estará reemplazada
por un ferrocarril ascendente, y más tarde por un túnel, hoy en construcción.
Por una fatal combinación de los trenes del camino de hierro con la diligencia, nos vimos precisados a hacer la travesía por la noche. La luna, que
debido a las sinuosidades de la ruta parecía mecerse en el espacio, próxima al
horizonte, ya hacía brillar los yelmos de plata con que aquellos gigantes de los
montes revestían sus frentes, ya se ocultaba tras los altos picachos y proyectaba
sombras inmensas sobre las pendientes, las cañadas y los abismos. En lo alto
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69
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Viaje de América a Jerusalén
del tránsito se encuentra un gran lago, que permanece helado seis meses en el
año: a su lado se destacaba la silenciosa casa del Hospicio, donde existió antes
un convento de benedictinos.
Eran ya las doce. En otro tiempo, a esa misma hora, aquellas soledades
debieron resonar con la voz cascada de los monjes, que como los jóvenes de
Babilonia, invitaban a la naturaleza entera, –a los montes y a los valles, a las
nieves y a los vientos, a las lluvias y al granizo, al cielo y a la tierra–, a bendecir
y a alabar a su Creador. ¡Ah! qué imponente, qué majestuoso sería ese concierto
de voces humanas, repercutido a tales horas en las concavidades de los cerros y
elevándose unísono con el rumor de los torrentes, hasta el trono de Dios.
Pero ahora todo era silencio, desierto y lobreguez. ¡Ah! era que en otro
tiempo cuando el hombre se hallaba agobiado por las amarguras, oprimido por
las injusticias sociales, lleno de desengaños, podía sepultarse en la soledad de
un claustro, a buscar en el retiro y la oración bálsamo para sus dolores, sosiego
para su alma, paz para su espíritu angustiado; le era permitido desdeñar las galas
y las vanidades del mundo, vestirse con el burdo sayal del cenobita e ir a morir
tranquilo sobre la paja o la ceniza, en brazos de su religión y de su Dios… ¡Pero
hoy… ah! hoy los pueblos cultos, en nombre de la Libertad, que sanciona todo
derecho, en nombre de la Justicia, que exige igualdad para todos, le niegan ese
consuelo. Y sin embargo la humanidad no ha cambiado: el corazón es inmutable,
y en su sendero habrá siempre espinas y dolor…
Pero los gobiernos se creen detenidos en su marcha progresiva, grandemente
embarazados, teniendo a la vista esos pobres hombres, que extraños a la política
del mundo, fincan todo su anhelo en aliviar al desgraciado, en llevar al moribundo
los sólidos consuelos de su fe, en enseñar al huérfano alimentar al mendigo, y en
orar a Dios para que dé la salud al enfermo, la lluvia a los campos, la bendición
a las cosechas, la paz a las naciones.
Sumido en tales reflexiones, descendí con rapidez el declive oriental de la
montaña; llegué a Susa, la antigua Sugusio de los romanos; en dos horas de
ferrocarril recorrí gran parte de la llanura, bañada por el Doria, que va a desaguar
en el Po, y entré en Turín.
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70
VI
Turín, la antigua capital de la Cerdeña, es una gran ciudad de 150 mil habitantes.
Está situada en una llanura, con pequeñas colinas hacia el norte, atravesada por
el Po, que corre al nordeste para desembocar en el Adriático, y sobre el cual
tiene buenos puentes. Era notable desde tiempo de los romanos, en que fue
tomada y saqueada por Aníbal. Sus calles son rectas, trazadas con regularidad;
las casas, generalmente de muchos pisos, son de buena apariencia, y algunas
están precedidas de pórticos o galerías en arcos. Hay varias plazas decoradas
con estatuas, una del célebre geómetra Lagrange y dos ecuestres, de Carlos
Manuel y de Manuel Filiberto, el famoso vencedor en San Quintín. Existen
también algunos jardines públicos y un hermoso paseo, sombreado de árboles
y adornado con esculturas de mármol.
Visité el palacio real, residencia de Víctor Manuel antes de trasladarse la
corte a Florencia: tiene lujosos aposentos, algunas pinturas, rica locería de la
China, una galería de estatuas y un bello jardín.
La sala de armas, la biblioteca pública y el museo son bien notables. Este
último, que contiene colecciones zoológicas y de bellas artes, es, sobre todo, rico
en antigüedades egipcias. Me llamaron la atención varias momias, que por la
conformación del cráneo, la nariz aguda, los labios delgados, la boca proporcionada y el cabello lacio, muestran claramente que pertenecían a la raza asiática,
y no etiópica como se había supuesto. Hay papiros, ídolos y una cabeza colosal
de Juno, encontrada en Alba Pompeya.
Una de las particularidades de Turín es la Capilla de la Sábana Santa, que
existe en la catedral, iglesia contigua al palacio real con el cual comunica. La
capilla está construida en el fondo, detrás del altar mayor, y elevada sobre el piso
principal del templo, siendo preciso subir, de uno u otro lado, por una escalera
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Viaje de América a Jerusalén
de treinta y tres gradas. Toda ella está hecha de mármol negro, lo que le da un
aire lúgubre propio de su objeto. Se compone de una rotonda superada por una
cúpula, descansando en columnas de orden compuesto, de bases y capiteles
dorados, dispuestas en pares y cuyos arquitrabes forman balcones o pequeñas
galerías. Los intermedios de las columnas están ocupados por estatuas, en
mármol blanco, de los príncipes de la Casa de Saboya. El suelo, embaldosado
con mármoles alternativamente blancos y negros, tiene incrustadas grandes
estrellas de bronce dorado. En el centro, sobre una plataforma un poco elevada,
se levanta un túmulo, también de mármol negro, rodeado de una balaustrada
adornada con ángeles; en sus faces anterior y posterior hay altar para celebrar
la misa, y encima, dentro de un enrejado de bronce coronado por una cruz, está
encerrada la doble caja, de madera y de plata, que contiene la Sábana. Cuatro
lámparas de plata arden constantemente ahí.
Esa reliquia, cuya autenticidad no entro a juzgar, fue traída del Oriente en
el siglo xvi, por Guillermo de Villar Sexel, y estuvo depositada en Chamberí
hasta 1578, en que San Carlos Borromeo la trasladó a su lugar actual. Como
no es permitido mostrarla sino en épocas determinadas del año, hube de contentarme con la siguiente relación. Es de lino, como de dos metros de longitud
y uno de latitud, perfectamente blanca, menos en el centro donde presenta una
marca confusa, como indicando el cuerpo de N. S. Jesucristo.
Saliendo de Turín por el sur, y continuando después casi directamente al este,
se recorren en poco más de doce horas las ochenta leguas comprendidas entre
aquel punto y Bolonia. El ferrocarril atraviesa llanos ligeramente ondulados,
que pocas veces presentan verdaderas colinas.
Los campos que se extendían a la vista estaban por doquiera cubiertos de
labor; y en vez de esa compostura y simetría que había admirado en Francia, allí
brotaba todo con una pujanza y un desarrollo semisalvajes que no carecían de
atractivo. La excelencia del terreno, que se revelaba en la abundancia y la belleza
de los frutos, hace comprender por qué los romanos honraban tanto la agricultura,
por qué los cincinatos y los fabios, cuando entregaban el bastón de la dictadura o
colgaban sus espadas de guerreros, volvían solícitos a empuñar el arado. Entonces,
como ahora, la verdadera prosperidad de la Italia estaba basada en la fecundidad
de su suelo.
El pan, el vino y el vestido brotaban a porfía por todas partes. Aquí eran
grandes fajas de trigo, de espigas doradas, próximas a la siega; allá hileras de
olmos en que las vides se colgaban en columpio, cuajadas de jugosos racimos; acá
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Andrés Posada Arango
crecía el cáñamo que debía abrigar al pobre; más allá las moreras que alimentan
el infatigable gusano, que hilaba seda para vestir al opulento; de una parte se
mostraban las humildes hortalizas, –la haba nutritiva engalanada de blancas
flores, el rojo tomate, la abundosa papa y las cebollas preciadas del Egipto–, y
de otro lado la vista iba a reposar sobre el verde apacible del follaje del maíz,
en cuyos tallos se envolvían las espirales del frisol. Yo me complacía al hallar
nuestro buen grano americano, cual podría decir antioqueño, dando beneficios
en extraño suelo, aunque el italiano, que ignora su origen, lo llama grano turco.
Lo saludé con gusto: a su vista yo sentía algo como el aliento perfumado de la
patria, y más de un afecto vago se revolvía en mi interior. Sentimientos nimios,
pueriles sin duda; pero si tal es el corazón humano, ¿quién podría cambiarlo?
Yo volví a ver después nuestro maíz, nuestras papas y nuestros tomates,
cultivados en las márgenes del Nilo y entre las breñas de la Siria. El comercio, la
navegación, los viajes, han comunicado todas las zonas, difundido sus productos
y hecho del globo una heredad de hermanos.
En el tránsito pasamos por Asti, ciudad de 28 mil habitantes, que vio nacer al
sentimental Alfieri; atravesamos el Tanaro y llegamos a Alejandría, plaza fuerte,
de más de 50 mil almas, con buenos edificios y paseos, y que debe su nombre al
papa Alejandro iii. El cielo de la Italia, generalmente de un bello azul, estaba
ese día nublado como con el humo de un combate, lo que me recordaba que no
lejos de ahí se encuentra el campo de Marengo donde, 68 años antes, el Capitán
de nuestro siglo alcanzaba una de sus más renombradas victorias.
Los Apeninos se muestran en seguida en lontananza, del lado del sur. Se
atraviesan por puentes de hierro el Escrivia, el Tortona, el Voghera y el Estafore, que llevan sus aguas al Po. A la derecha, sobre una colina, aparece Castegio,
que como para recordar que fue reducida a cenizas por Aníbal, ha conservado
en una fuente el nombre del bravo cartaginés. Mas allá se encuentra Plasencia,
tan llena de recuerdos; Parma, que refleja aún la gloria de Correggio; la ciudad
del Reggio, que puede enorgullecerse de ser patria del divino Ariosto, y últimamente Módena; todas ellas cercadas de murallas del tiempo de los ducados. Se
encuentran después varios puentes sobre el cauce desecado de los torrentes, que
en la estación de las lluvias inundan el país y causan mil desastres; se pasa, en
fin, el Reno y se llega a Bolonia.
Moreras, olmos vestidos de vides, algunos trigales, muchas quintas y castillos
ocupaban toda esa comarca. Las mujeres manejaban la azada, ayudando en sus
tareas a los hombres, y como ellos, iban descalzas, espectáculo que me agradaba,
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Viaje de América a Jerusalén
porque es más conforme con la naturaleza; mientras que en el norte de Europa
había hallado los agricultores luchando con el clima, tratando de trabajar metidos
en zuecos de palo, con medias y gorros de lana. Decididamente, no simpatizo
con los climas fríos. No llevaría sin embargo mi entusiasmo hasta aplaudir al
viejo Catón, que según sus biógrafos, trabajaba completamente desnudo con
todos sus esclavos.
Bolonia, que pertenece hoy al Reino de Italia, era la segunda ciudad de los
Estados Pontificios, pues su población asciende a 75 mil habitantes. Se halla
situada en la llanura, entre el reno y el Savena, hacia el pie de un contrafuerte de
los Apeninos, y cercada de murallas, con doce puertas. Sus calles, anchas y rectas,
tienen todas pórticos o corredores de arcadas, que las hacen frescas y cómodas
para el tránsito; pero el aspecto general de la ciudad es triste y de antigüedad.
Tiene castillos de la Edad Media, numerosas iglesias, notables por la elevación
de sus torres. En la de San Petronio, muy espaciosa, hay una puerta bellamente
esculpida, y en la de Santo Domingo se conserva la tumba del santo fundador,
que vivió y murió ahí.
Las famosas torres inclinadas, que están inmediatas a la iglesia de San
Bartolomé, son cuadrangulares y hechas de ladrillo. Fueron construidas en
1100. La de los Asinelli tiene 88 metros de altura y más de uno de inclinación
fuera de la vertical; se sube por una escalera de 449 grados. La de los Garisendi alcanza solo a 49 metros de elevación, pero está inclinada algo más de dos
metros y medio.
En la plaza mayor hay una fuente notable por una estatua de Neptuno y
unas sirenas de bronce.
Otro de los monumentos dignos de mención, es la iglesia de la Madona de
San Lucas, donde veneran una imagen de la Virgen, esculpida en cedro, y que
atribuyen al santo evangelista. Está edificada en el cerro, como a una legua de
la ciudad, y se va a ella por una galería cubierta, de 640 arcadas, que principia
cerca de la muralla.
Bolonia tiene museo, universidad, famosa en otro tiempo y que contó en
su seno a la célebre Cayetana Agnesi, que a los once años profesaba el latín y
el griego; es patria de Galvani, el descubridor de la electricidad dinámica; del
Dominiquino, llamado el Segundo Rafael; de los Carracios, del papa Bene­­dic­
to xiv y del piadoso anatomista Mondini, el primero que disecó cadáveres en
Europa (1440), y que por respeto al bautismo no se atrevía a abrir el cráneo.
Al siguiente día continué mi viaje, atravesando campos del mismo aspecto y
la misma lozanía que los que dejaba atrás. A la izquierda se extendían sin límite
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Andrés Posada Arango
aparente; a la derecha se veía el contrafuerte que sirve de respaldo a Bolonia y
que se prolonga formando una cordillera deprimida, sembrada de casas, castillos
y poblaciones, para ir a terminar 20 leguas más allá.
Se encuentran al paso varias ciudades notables: Bertinola, colocada sobre
un cerro; Mirándola, en la llanura, que recuerda el talentosísimo Pico, que a
la edad de diez años era consumado orador, poeta y erudito; Imola, donde los
franceses obtuvieron una de sus victorias contra los austríacos; Faenza, afamada
en otro tiempo por sus fábricas de loza (de donde la voz francesa faïence), y que
vio nacer a Torricelli, el inventor del barómetro; Forli, que conserva las cenizas
del ilustre Morgagni (en la iglesia de San Jerónimo); Forlimpópolis, y en fin
Cesena, del otro lado del río del mismo nombre, y que es patria de Pío vi y Pío
vii. Se encuentra después Saviñano; se pasa el Rubicón, que oyó pronunciar
a César su Alea jacta est; se llega a Santo Arcángelo, patria de Clemente xiv,
y luego a Rímini, sobre la ribera del Adriático.
¡Qué golpe de vista tan espléndido se me ofrecía! ¡Jamás había yo contemplado el mar tan bello! Ese gigante que sabe en su furor sacudir sus melenas,
chasquear los dientes y arrojar espumas, aparecía ahora como dormido a las caricias de un hada encantadora. La bóveda celeste, en la cual se paseaban algunos
cirrus nevosos, reflejaba sobre él y sobre la tierra un tinte de lo más agradable.
Era como un inmenso lago de leche; su superficie, tersa como un espejo,
no presentaba la más ligera arruga, el más pequeño oleaje; cerca de la costa
estaba coloreado en fajas irisadas que insensiblemente iban a confundirse en
el más apacible azul; multitud de naves veleras, al parecer inmóviles, se veían
a lo lejos y le daban semejanza con las vastas sabanas de la América, cubiertas
de blancas reses. ¡Yo contemplaba a la vez el cielo, la tierra y el mar en su más
risueño aspecto!
Aquel era uno de esos magníficos panoramas, de esas escenas espléndidas
en que el viajero admira las bellezas de la creación sin poder describirlas, y que
graban en su memoria gratos e imperecederos recuerdos. Un cuadro semejante
habría sin duda visto Napoleón a su regreso de la isla de Elba, y a el se refería
cuando, desesperanzado ya de su curación, decía al doctor Antomarchi en Santa
Elena: “¡Hoy hace seis años estaba el cielo bellamente azul y vestido de blancas
nubes. Yo sanaría si volviera a ver ese cielo y esas nubes…!”
Rímini era en tiempo de los romanos población de alguna importancia;
fue la primera que ocupó César cuando hubo pasado el famoso río; hoy es un
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Viaje de América a Jerusalén
pequeño puerto, de 16 mil habitantes. Ella hace recordar a Francisca, la protagonista de la tragedia de Silvio Pellico y del Dante. San Antonio de Padua, uno
de los héroes más simpáticos del cristianismo, cuya palabra inspirada convirtió
muchos a la fe, predicó largo tiempo ahí. Cerca de la ribera existe una capilla en
el punto donde, según la tradición, estaba predicando un día, y como las gentes
no le atendiesen, salieron los peces a escucharlo.
Desde Rímini el ferrocarril continúa por la orilla del mar. En 28 minutos
se llega a católica, pequeña población cuyo nombre se debe a la acogida que, en
359, dio a los obispos ortodoxos que se separaron de los arrianos en el concilio
de Rímini. Se recorre en seguida un fértil valle, se atraviesa una colina por un
túnel de dos millas, y se encuentra a Pésaro, la patria de Rossini. Una estatua
de bronce, colocada a la izquierda de la estrada, representa al célebre músico,
sentado y desarrollando una hoja de nota. Más adelante está Fano, y después el
Metauro, donde los cónsules Livio y Nerón derrotaron a Asdrúbal.
A la derecha, no muy distante, se halla Urbino, la ciudad de Rafael, y en el
camino, a seis horas de Bolonia, se encuentra Sinigaglia, donde nació su Santidad
Pío ix. Está cercado de murallas, tiene un castillo antiguo, y encierra ocho mil
habitantes; generalmente triste, sólo se ve animada en su feria anual, que tiene
lugar el 20 de julio.
Una hora después llegábamos a Ancona, situada sobre una alta colina de
arcilla azulenca, que se avanza en promontorio hacia el mar, formando al noroeste una ensenada que me recordaba, por su apariencia, la proximidad de Santa
Marta cuando se viene de Barranquilla. Esta ciudad es el puerto más importante
y más comercial de toda la costa oriental del Adriático. Se conserva ahí un arco
antiguo erigido en honor de Trajano.
El ferrocarril pasa debajo de ese cerro, por una perforación de casi 1.600
metros de longitud, separándose del mar y dejando la ciudad a la izquierda, para
continuar por un ameno valle, cultivado como un jardín y encerrado por suaves
declives en que están las poblaciones de Camerano y Osimo. Al sudeste se ve
Castelfidardo, memorable desde el 8 de septiembre de 1860, en que las tropas
pontificias fueron ametralladas en una emboscada. Pocos minutos después está
la estación de Loreto.
Aquí es preciso dejar el camino de hierro y remontar en coche una moderada
pendiente, de media hora, para llegar a la ciudad. Yo arribaba el 4 de junio por
la tarde.
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VII
La posición de Loreto es sumamente poética, y digna en verdad de haber sido
elegida por María para residir entre sus hijos. Está situada en lo alto de una
colina aislada, que por el frente, hacia el este, va descendiendo en suave declive
hasta el Adriático, cuyas ondas llegan respetuosas a besar su pie; y por los flancos
se halla separada de otras colinas más bajas, en que aparecen varias poblaciones,
como Monte Santo al sur, Castelfidardo al noroeste, y más lejos, al norte, el
cerro arredondeado que sirve de asiento a Ancona.
Los alrededores están cuidadosamente cultivados; los vallejuelos alfombrados de trigo, las faldas cubiertas de moreras, de vides y de olivos: de modo que
la ciudad se alza en medio de un rico huerto.
La vida del mar tranquilo, la amenidad de la campiña y la belleza del cielo
meridional, vestido de gala con los vívidos arreboles de una tarde de primavera
se unían a los sentimientos religiosos para hacer de mi llegada a Loreto uno de
mis momentos más agradables. ¡Ah! ¡Con qué dulce melancolía recuerdo yo
hoy esa tarde de mi vida, y cuán duradera me será su memoria!
Por más que haya dicho madame Staêl, el placer de viajar es un muy grato
placer.
La magnífica basílica de Loreto, que casi personifica la ciudad, está construida en la cima del cerro, con la espalda al mar y la fachada al occidente. El
exterior, por la parte de atrás y en los costados, se halla formado de macizas torres
que la convierten en una fortaleza, dominada por su gran cúpula octógona y el
alto campanario. En el altozano que corresponde a una pequeña plaza, se nota
a la izquierda una estatua en bronce del célebre Sisto v, sentado y en actitud de
bendecir al pueblo. Tres grandes puertas de bronce, primorosamente esculpidas
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Viaje de América a Jerusalén
con relieves del Antiguo y Nuevo Testamento, conducen a las tres naves del
templo; sobre la puerta principal hay un nicho exterior con una estatua de bronce,
representando la Virgen, de tamaño natural, con el Niño en los brazos.
El interior es muy suntuoso, cubierto de baldosas de mármol. Las naves,
separadas por arcos que descansan en pilastras cuadradas con columnas corintias en los ángulos, forman una cruz, según el estilo bizantino, sosteniendo una
rotonda coronada por la cúpula. Debajo de ésta, sobre una plataforma apenas
elevada sobre el pavimento, se encuentra la Santa Casa, completamente recubierta
al exterior de mármol de Carrara bellamente esculpido, formando un templete
del más exquisito trabajo. Mide 24 pasos de longitud, de oriente a occidente,
16 de latitud, y como 10 de altura. La grada que lo rodea está profundamente
acanalada por el roce frecuente de las rodillas de los peregrinos, que giran en
contorno.
La faz occidental de la Casa, es decir la que se ve al entrar a la iglesia,
tiene en su centro, a poco más de dos varas de altura, una ventana cuadrada,
como de cuatro pies de ancho, con una reja de bronce dorado cuyas varillas
se cruzan en rombos. Su única puerta, que existía en la pared del lado norte,
fue tapada por orden del papa León x, pero dejando intacta su umbralada de
madera, que se ve aún por dentro; y en su lugar, para facilitar el acceso de los
fieles, se abrieron cuatro, dos en cada uno de los costados del norte y del sur,
de dos varas y cuarta de altura, como la primitiva, y de poco más de una vara
de latitud. Sus alas o batientes son de bronce, representando en bajorrelieves
la historia de Jesucristo.
Entre las esculturas que decoran el exterior de ese monumento, descuellan
las bellas estatuas de Moisés, Jeremías, Isaías, David, Zacarías, Ezequiel, Daniel,
Malaquías, Amos, Balaam, y las siete síbilas, de Cumes, Samos, etc. Los demás
relieves representan escenas de la vida de la Virgen.
En la faz posterior u oriental está figurada la Casa transportada en los aires
por los ángeles; y al pie se encuentra grabada una inscripción latina, hecha en
1594 por orden del pontífice Clemente viii, y que dice lo siguiente:
Ved, o peregrino cristiano, la Casa de Loreto, venerada en todo
el mundo a causa de los divinos misterios que representa y de la
celebridad de los milagros que opera. Fue aquí que nació la santa
Virgen, que fue saludada por el ángel, y donde el Verbo se hizo
carne.
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Andrés Posada Arango
Esta Casa fue transportada por los ángeles de la Palestina a Tersata
en Dalmacia, en 1291, bajo el pontificado de Nicolás iv, y tres años
después, bajo Bonifacio viii, fue de nuevo trasladada por los ángeles
al Piceno, cerca de Recanati, donde varió tres veces de lugar, fijándose
al fin aquí. Este acontecimiento prodigioso y los numerosos milagros
que ella operaba, atrajeron el concurso de una infinidad de personas,
y Loreto vino a ser un lugar de veneración para todas las naciones…
Oh pasajeros; adorad devotamente la Reina de los cielos, la madre de
las gracias, a fin de que por sus méritos y su intercesión obtengáis de
su Hijo, autor de la vida, el perdón de vuestras faltas, la salud corporal
y la gloria del paraíso.
En el interior, la Casa forma una sala rectangular, de 13 pies al través y
30 de longitud, pero interrumpida en este sentido por el altar, que deja detrás
una pequeña recámara. El suelo se ha tapizado de mármol, pero las paredes,
enteramente desnudas, dejan ver bien los muros antiguos, hechos de piedras
cortadas en rectángulos, algunos sin labrar, unidas con cimento. A la izquierda,
hacia la mitad, se nota la umbralada de la puerta primitiva. La parte superior
está cerrada por una bóveda perforada de una claraboya con reja.
Una imagen de la Virgen, labrada en cedro, de una vara de altura, con el
Niño en los brazos, ocupa el altar en medio de varios ángeles de plata: y en los
costados hay dos grandes bustos del mismo metal, representando a San José y
a Santa Ana. La Virgen y el Niño llevan vestidos esmaltados de piedras preciosas, lo mismo que sus collares y coronas de oro, en que relucen los diamantes,
amatistas y zafiros. Cincuenta y dos lámparas de plata arden constantemente
en su presencia.
La tradición atribuye esa escultura al evangelista San Lucas, y según dicen,
fue hallada con la Casa, lo mismo que un viejo altar que se conserva dentro del
actual, y en el que suponen celebró San Pedro su primera misa; opiniones que
no soy llamado a dilucidar.
En el muro, cerca del altar, se ve colgada una bala de cañón, que depositó
ahí el papa Julio ii en 1505, por juzgarse milagrosamente librado de ella en el
sitio de la Mirándola.
La cámara comprendida entre el altar y la pared posterior, no alcanza a dos
varas de anchura. Ahí se nota en la mitad del muro una excavación en arco, que
llega desde el suelo hasta vara y medio de elevación, y que servía para el fogón,
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Viaje de América a Jerusalén
pues los orientales, que según parece sólo usaban carbón como combustible, no
tenían chimeneas. A los lados hay dos pequeñas alacenas, en una de las cuales
se conserva una escudilla de barro, como perteneciente al menaje de la Santa
Familia, y que dicen fue hallada ahí; está engastada en oro.
La basílica es también digna de atención por los bellos frescos que cubren
sus bóvedas y el interior de la rotonda, y por los grandes cuadros en mosaico
que ocupan las capillas laterales, cada uno de los cuales ha costado 1.500 duros;
la mayor parte de ellos representan pasajes de la vida de María.
La sala del tesoro contiene una rica colección de joyas, cálices y mil objetos
de valor, que los peregrinos cristianos han ido dejando en varias épocas, en
testimonio de su fe y de su reconocimiento. Se nota un cáliz regalado por el
bravo Murat cuando era rey de Nápoles. Con mucha frecuencia los militares son
piadosos. Los sentimientos religiosos no son incompatibles con el valor, como
no lo son con la ciencia. Leibnitz y Newton, los grandes genios que abarcaron
con su mente el infinito, no fueron menos católicos que Chateaubriand.
Un gran número de santos y de notabilidades han tributado culto a María
en su santuario de Loreto. Entre los primeros se cuentan San Francisco de Sales,
San Francisco de Borja, San Luis Gonzaga, San Francisco Javier, San Ignacio de
Loyola, San Francisco de Paula, San Alfonso de Ligori y San Carlos Borromeo;
y entre los soberanos, Federico iii, Carlos v, Carlos iv de España, el Rey de
Sajonia, e infinidad de príncipes y reinas.
Fuera de la iglesia, la pequeña ciudad de Loreto casi nada ofrece notable, con
excepción del palacio apostólico, que es un buen edificio de dos pisos, situado
en el lado norte de la plaza, contiguo a la basílica. Al frente hay una fuente
con tritones, águilas y otras figuras de bronce. Existe un hospital en el antiguo
convento de franciscanos, donde asisten 50 enfermos y se hospedan gratis los
peregrinos pobres. La población apenas alcanza a seis mil habitantes, que viven
de la agricultura, la fabricación de objetos de piedad y algunos tejidos.
Hay obispo, un cuerpo de capuchinos para el servicio del templo, un cardenal especialmente encargado de la Santa Casa, y diecinueve penitenciarios
de distintas naciones, para recibir la confesión en sus respectivas lenguas a la
muchedumbre de católicos que ahí concurre.
¡Qué espectáculo tan tierno y tan conmovedor presentan esos pobres peregrinos, de tan diversos trajes, tan diferentes fisonomías, y que muestran aún el
cansancio de su largo viaje, cuando entran al santuario a implorar los auxilios
de la que es Consuelo de los afligidos y Salud de los enfermos, o a darle gracias por
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Andrés Posada Arango
las mercedes recibidas! ¡Un hijo ausente después de largos años, no vería con
mayor emoción a su madre. Lágrimas de gozo brotan de sus ojos cuando besan
ese humilde muro! ¡Ah! ¡Dichosos los que creen! Ellos tienen en su fe, en esa
fe que traslada los montes y allana los collados, el antídoto de la adversidad, el bálsamo para todos sus dolores. Ellos, más instruidos que los filósofos del mundo,
saben que de lo alto se nos envían los males como los bienes,1 y por eso acuden
a la Providencia en todas sus necesidades; y si alguna vez claman en vano en su
aflicción, hallan su consuelo en el lenguaje sublime de Job: “Dichoso el hombre
a quien el mismo Dios corrige”.2
Yo, feliz en esta misma creencia, me confundí gustoso entre la multitud,
mezclé con ellos mis fervorosas plegarias, y repetía con Jesucristo: “Yo os alabo,
Padre mío, porque habéis ocultado estas cosas a los grandes de la tierra, y las
habéis revelado a los pequeñuelos…”.3
1
Eci 11, 14; Jr; Lm 37-38; Re 2, 6-8.
2
Jb 5,17.
3
Mt 11, 25.
*
81
VIII
El 5 de junio por la tarde salí de Loreto y continué mi viaje en el camino de
hierro, costeando siempre el litoral del Adriático. Pocos minutos después veía
hundirse sucesivamente en los repliegues del horizonte, que huía rápidamente
tras de mí, la hermosa colina, el alto campanario y la gran cúpula; y les dije, no
sin tristeza, mi eterno adiós.
Como 25 leguas recorrimos para ir a pernoctar en Pescara, población de dos
mil almas, rodeada de fosos y murallas y convertida en plaza de armas de segunda
clase, en la desembocadura del río del mismo nombre. En el tránsito avistamos
a Recanati, situada a la izquierda sobre una colina. A la derecha descollaba sobre la cordillera el Gran Sasso, su punto más culminante, que asciende a 2.900
metros. Atravesamos por puentes de hierro el cauce desecado de multitud de
torrentes, el río Tesino y varios túneles, y dejamos atrás un elevado faro.
De Pescara en adelante el terreno continúa allanándose cada vez más; a la
izquierda va a confundirse con el mar, a la derecha con los remotos Apeninos;
y todo él es notable por su feracidad. A grandes extensiones plantadas de olivos, vides, moreras, almendros, higueras y nogales, se sucedían las casas con sus
jardines y huertas, donde yo veía prosperar, al nivel del océano, las hortalizas
de nuestras altas cordilleras andinas. Aparecían también bellas sabanas de
excelentes pastos, cuyas reses, con campana al cuello, me hacían recordar a mi
pesar las bárbaras costumbres de la Roma pagana, en que para evitar la fuga
de los esclavos, les ponían un collar metálico de donde se elevaba una varilla
flexible que sostenía una campanilla o cascabel. Los había también, que servían
de porteros, atados constantemente a una cadena, como perro infiel.
*
82
*
Andrés Posada Arango
Gracias a la institución del cristianismo, no se ven ya más en la sociedad tan
degradantes escenas. Una nueva ley, promulgada desde un patíbulo ominoso, y
anunciada al orbe por pobres pescadores de la Galilea, debía cambiar completamente las máximas, la moral que los filósofos de la Grecia y los sabios de Roma
tenían enseñada al mundo. Ya no habrá semidioses, patricios ni plebeyos; no
habrá más amos ni siervos: todos serán reconocidos hijos de un mismo Padre,
rescatados con una misma sangre, y pesados, en el día de la justicia, en la misma
inflexible balanza.
Los habitantes de aquella comarca me llamaron la atención por la extrañeza
de sus trajes. Las mujeres, cuyas fisonomías respiran inocencia y sencillez, llevan
de la cintura para abajo una funda de color, con su inseparable delantal, sujetos
ambos a dos anchas fajas que pasan por los hombros y se cruzan constriñendo
horrorosamente el pecho; y sus camisas, como de hombre, dejan ver sus largas
mangas llenas de pequeños pliegues transversales, hechos con esmero. Calzan
gruesos botines. Los hombres usan calzón estrecho, que llega sólo a la rodilla,
cubriéndose los pies y piernas con polainas de piel, abrochadas; camisa de ancho
cuello volteado, sin corbata; chaqueta sin mangas, a manera de chaleco; cinta
roja en el sombrero, y siempre aretes en las orejas.
Por lo demás, el uso de los aretes o zarcillos, en los hombres, es bastante
común en Italia, no sólo en la clase del pueblo sino también en personas de
alguna representación social, que sin advertirlo, revelan en su necio adorno la
humildad de su cuna. Tal costumbre me indujo a reflexiones que no debo omitir,
porque quizá no carecen de interés.
¿Qué significan los zarcillos? ¿Qué idea pudo sugerir a los hombres la extravagante costumbre de hacer huecos en su cuerpo para colgarse adornos, pudiendo
llevar tantos en el cuello, en la cabeza y en otras muchas partes, sin necesidad
de herirse? Yo no lo sé, ni he hallado en la historia ni en las enciclopedias que
he leído, explicación alguna sobre el particular. Su uso, sin embargo, asciende a
la más remota antigüedad, y no es natural suponer que el mero capricho le haya
dado origen: él ha debido en su principio alguna significación ceremonial, que
hoy ignoramos.
La Biblia nos habla del mayordomo de Abraham, que fue a la Mesopotamia
en busca de compañera para Isaac, llevando unos zarcillos. ¿No sería como un
sello que los esposos ponían en el oído de sus mujeres, para indicar que sólo a
ellos debían escuchar? Tal es la interpretación que yo me he dado, atendiendo a
que primitivamente sólo ellas los usaban. Una idea semejante debió introducir
*
83
*
Viaje de América a Jerusalén
los anillos, que se regalaban en testimonio de afecto, para llevarlos en el dedo
que, erradamente, suponían estar en dependencia particular del corazón.
De las mujeres los pendientes pasaron a los hombres. Gedeón, después de
su victoria sobre los ismaelitas, recogió de los cadáveres bastantes zarcillos para
hacer un efod de oro.1 Entre los griegos y romanos las jóvenes los usaban en
ambos lados, y los mozos en uno solo; y algunos eran tan valiosos, que Séneca
se quejaba de que se llevara en las orejas todo un patrimonio.
Pero si antiguamente los zarcillos significaron algo, y eso pudo hacerlos tolerables, no se comprende cómo hoy, en una época ilustrada y en sociedades cultas,
se martiriza todavía a las niñas con tal fin. Igual razón habría para perforarles la
nariz y ponerles argolla, como es moda entre los salvajes de la América. Tarde
será, pero llegará el día en que el uso será abolido, y las generaciones subsiguientes
se admirarán de que haya podido conservarse durante tantos siglos.
El uso de los pendientes, ya propio de las mujeres, ya común a ambos sexos,
limitado a las orejas o extendido a la nariz y aun a los labios, se encuentra en
todos los pueblos de la tierra, en todas las tribus salvajes que han sido visitadas:
hecho que no podría explicarse satisfactoriamente, sino admitiendo para todos
ellos una identidad de origen. Esta simple consideración, pues dejando a un
lado los razonamientos filosóficos con que la verdadera ciencia ha demostrado
la unidad de la especie humana, deducida del estudio del lenguaje, del cruzamiento y fecundidad de las razas, de la identidad de nuestras facultades y
aun de la comunidad de ideas; esa sola consideración, digo, habla bien claro al
espíritu, y es suficiente por sí para anonadar los sofismas con que presuntuosos
novadores pretenden destruir de una plumada la máxima fundamental de toda
religión, haciendo de las razas humanas especies meramente afines, como los
tigres y los gatos.
¿Qué será entonces de nuestra común procedencia de Adán?, ¿qué de su
caída y de la promesa de un Reparador universal?
¡Necios! Si le quitáis al hombre sus creencias, si le arrebatáis su fe, ¿qué le
dejáis?, ¿qué le dais en cambio?
Por fortuna la simple razón, el solo buen sentido basta para rechazar con
desdén semejantes enseñanzas. Buscad al más humilde labriego, al pobre campesino que no ha aprendido a leer, y que no tiene por lo mismo la presunción
1
Jc 8, 24.
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Andrés Posada Arango
de los sabios; preguntadle algo sobre el origen del hombre y sobre sus altos
destinos, y sabrá más, os dará más sólidas instrucciones y mejores enseñanzas
que todas las academias reunidas de los librepensadores.
Mas no os riáis, no os burléis por eso de la ciencia; reíos sólo de sus falsos
intérpretes…
Sí, bien pueden descansar tranquilos y elevar su frente con dignidad, el
etíope que mora en los arenales abrasados del África, como el esquimal que
habita entre los hielos: el salvaje de las riberas del Orinoco, como el bárbaro de
la Oceanía; que cuando la civilización se haya posado en sus países, que tarde
o temprano llegará, en nada serán inferiores a nosotros. Su origen es nuestro
origen, su destino es nuestro destino; el espíritu inmortal que los anima, debe,
como el nuestro, alzar su vuelo a las regiones de la eternidad.2
En Térmoli, a 19 leguas de Pescara, la costa interrumpe su dirección rectilínea y se avanza en el mar, formando un gran cabo en el cual existen los lagos
de Lesina y Varano, abundantes en pesca y aves acuáticas, y detrás de ellos se
elevan los montes Gárganos. No muy lejos de la ribera se vislumbran las islas de
Tremiti, en que suponen hallarse la tumba de Diomedes y donde murió, después
de veinte años de cautividad, la desgraciada Julia, nieta de Augusto, que heredó
de su madre el nombre, los deslices y el infortunio.
Poco mas allá de Térmoli principia la vasta llanura de la Apulia, que va a
terminar hacia Mola, a 46 leguas de distancia, atravesada sólo por una ligera
elevación que no merece el nombre de colina, la cual viene de los Gárganos y
sigue al sur a formar, a lo lejos, las célebres Horcas Caudinas. A su pie se veían
esparcidas multitud de piedras blancas, que le daban ese aire de suprema tristeza
de los cementerios judíos.
La llanura es escasa de agua, por lo que es preciso excavar pozos para procurársela; pero a pesar de eso, es muy feraz. Su rico propietario la hace arar por
medio del vapor, y como tiene ahí el ferrocarril que la atraviesa, envía sus trigos
con facilidad a todos los grandes mercados de Europa y del Asia. Multitud
de trabajadores, hombres, mujeres y niños, impasibles bajo un sol ardiente, se
ocupaban en la siega, y en los campos ya limpios pacían los búfalos.
Varias ciudades importantes se hallan al paso, tales como San Severo, Fojia y
Cerignola, memorable por el triunfo que el célebre Gonzalo de Córdoba obtuvo
2
Véase la nota E al final del volumen.
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Viaje de América a Jerusalén
ahí sobre los franceses en 1503, donde arrebató a la Casa de Anjou el Reino de
Nápoles, que pasó al gobierno español. Se encuentran en seguida Trinitápolis,
Barleta, donde llama la atención una estatua colosal, de trece metros y medio, que
supone ser del emperador Heráclio; se atraviesa el Ofanto, en cuyas márgenes
se libró la famosa batalla de Cañas, en que Aníbal humilló por un momento a
la orgullosa Roma; y se llega en fin a Trani, la antigua Trajanópolis, bella ciudad
con casas de azoteas, jardín público, bonito cementerio, tribunal y alumbrado de
gas. Había dos buenos conventos, de dominicanos y capuchinos, pero estaban
desiertos. Sus pobres monjes, como en todo el Reino de Italia, fueron expulsados
de su hogar por los ¡defensores de la libertad!
El paisaje presenta por ahí una fisonomía peculiar. Nada de prados: los
terrenos, siempre llanos, divididos en vastas porciones por muros de rocas calcáreas sobrepuestas, están convertidos en bosques de olivos, bajo cuyas copas se
extiende la vista horizontalmente a grandes distancias, admirando en los troncos
huecos y carcomidos por los siglos, pero aún llenos de vigor, la tenaz vitalidad
de esos árboles, que han sobrevivido a las generaciones. Multitud de bóvedas
blancas, cabañas de piedra construidas a manera de hornos de pan y recubiertas
de cal, se ven diseminadas por ahí; y las casas, aisladas en el campo, sin huerta,
sin arboleda, y siempre con su escalera exterior para subir al terrado, más que
habitaciones me parecían atalayas.
Dos leguas delante de Trani está Bisceglia, puerto fortificado, afanado por
sus vinos y pasas; más allá Molfeta, Giovinazo, digno de mención por tener una
casa de expósitos donde se educan 500 huérfanos; Bari, ciudad principal del
departamento, con 30 mil habitantes, en cuya catedral se conserva el cuerpo de
San Nicolás, que con su fama y milagros atrae anualmente cerca de cinco mil
peregrinos; Polignano, Fasano, Ostuni y últimamente Brindisi.
Brindisi, a 235 leguas de Turín y a 400 de París, es la antigua Brundusio de
los romanos, a donde iba a terminar la Vía Apia. César bloqueó en ella las tropas
de Pompeyo. Más tarde, Mecenas y Horacio vinieron ahí, como comisionados
de Octavio, a celebrar la paz con Marco Antonio. En ella murió Virgilio, aunque
sus cenizas fueron trasladadas a su quinta cerca de Nápoles. En la Edad Media
fue el puerto más frecuentado por los cruzados.
Reducida casi a ruinas, ha comenzado de nuevo a prosperar desde que el
camino de hierro la puso en comunicación con las ciudades del interior. Hoy
tiene ocho mil habitantes. Sus calles son angostas, desaseadas, empedradas a
la romana (grandes piedras, planas); sus edificios feos y antiguos. Hay un gran
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86
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Andrés Posada Arango
castillo de la Edad Media, arruinado pero digno de visitarse. En una plazoleta
no lejos del mar, existen dos columnas de piedra, del tiempo de los romanos, la
una en pie y la otra rota.
El 8 a las dos de la tarde me embarqué en Brindisi, haciendo rumbo al S.S.E.
De ese puerto partían las naves romanas para hacer el viaje a Grecia. Pompeyo,
César, Cicerón, Catón, Antonio, Octavio, Paulo Emilio, todas las grandes notabilidades de aquella época, surcaron esas mismas aguas. Y nada había ya que
pudiera indicarlo. En vano buscaría yo en la moviente superficie la estela de sus
bajeles; en vano pronunciaría sus nombres con toda la fuerza de mis pulmones:
no han quedado ni rocas elevadas en la ribera, que pudieran hacer eco en mi
voz. ¡Todo es efímero! “Solo Dios es grande,” decía Massillon.
Por cinco horas tuvimos a la vista la costa, que forma el talón de la bota a que
se ha comparado, en su conjunto, la Península italiana. En ella estaba Otranto,
donde el célebre Pirro proyectaba establecer un puente de barcas que uniera el
continente a la Grecia. Al siguiente día aparecieron sucesivamente a nuestra
izquierda las islas Jónicas, Cefalona, Corfú, la Córcyra de otros tiempos, donde
el rey Alcinous acogió a Ulises en su naufragio al regreso del sitio de Troya, y
últimamente Zante, tristemente memorable por la muerte del ilustre Vesalio,
fundador de la anatomía moderna. Injustamente acusado de haber hecho disecciones en el hombre vivo, fue condenado a ir en expiación a Palestina, y a
su vuelta, en 1564, fue arrojado por una tempestad a esa isla, donde expiró de
hambre.
Durante mi navegación en el Atlántico, el horizonte, siempre nebuloso, no
me había permitido contemplar el nacimiento y la postura del sol, que es sin
duda un bello espectáculo en alta mar, y del que en esta travesía pude gozar.
Como un globo de fuego, grande, redondo, chispeante, se le ve surgir lentamente
del fondo del mar, recorrer silencioso la bóveda celeste, y llegar por la tarde,
rojo como un hierro en ascua, a hundirse otra vez en el abismo. El viajero que
lo contempla, casi se imagina percibir el chasquido que produjera en el agua al
apagarse.
Una alta cordillera azul, coronada de nieve que descendía en prolongaciones
sobre sus flancos, dándole el aspecto venerable de la ancianidad, se ofrecía el
10 a nuestras miradas. Era Candia, la antigua y celebérrima Creta. ¡Cuántos
recuerdos de la historia y de la fábula le están unidos! Ahí sacrificó Idomeneo
su hijo querido, en aras de divinidades implacables; en ella reinó Minos, que
la justicia y la sabiduría de sus leyes hicieron tan famoso; en ella estaba el
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Viaje de América a Jerusalén
intrincado laberinto en que se guardaba al Minotauro, donde Dédalo e Ícaro
fueron encerrados, y que Teseo pudo recorrer impunemente, guiado por el hilo
de la ingeniosa Ariadna; y ahí, en fin, sobre la cima del Ida, se mecía en otro
tiempo la cuna de Júpiter, al soplo de las brisas de la loca imaginación de los
poetas… Sus moradores de hoy gimen bajo el yugo musulmán, que en vano
han querido sacudir.
A la tranquilidad del Adriático se había sustituido el Mediterráneo agitado.
No estábamos lejos de la costa. El 12 por la mañana llegamos delante de Alejandría. Su ancho puerto, abierto al oeste, aparecía dominado por un alto faro,
elevado a la izquierda sobre una columna cilíndrica de ladrillo; multitud de navíos mercantes mostraban sus mástiles. El palacio del Virrey, algunas mezquitas
coronadas de cúpulas y minaretes, y otros buenos edificios se ofrecían al frente;
mientras a la derecha, la ribera desnuda de toda vegetación, sembrada sólo de
hileras de molinos de trigo, que el viento hacia girar, ostentaba la suprema aridez
del suelo africano.
Pocos momentos después pisaba yo la tercera parte del mundo. ¡Me hallaba
a más de dos mil leguas de la patria!
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88
IX
La opulenta ciudad de Alejandro, tan floreciente bajo los Tolomeos, que llegó a
contar 900 mil habitantes y que fue el emporio del comercio de Oriente, nada
ha conservado de su pasada grandeza. Inútilmente buscaría hoy el viajero las
ruinas siquiera, de los cuatro mil palacios y doce mil jardines que halló Amrou
en 641, al tiempo de la invasión de Omar. No existe ninguno de los cuatro mil
baños que por seis meses fueron calentados con los 700 mil volúmenes de la
biblioteca, que el bárbaro califa hizo quemar, “por inútil si repetía lo que estaba
en el Corán, o por perjudicial si decía otra cosa”. De su famoso faro de mármol
cuya luz se veía a doce leguas y que se tuvo por una de las maravillas del mundo,
apenas se sabe dónde existió.
Sólo se conserva, no lejos del mar, un obelisco monolito, de granito rojo, de
21 metros de elevación, cubierto de jeroglíficos, y que recuerda a Cleopatra, la
reina ostentosa que para deslumbrar a Marco Antonio en un banquete, se tomó,
disuelto en vinagre, una perla de 150 mil pesos de valor.
Se encuentra también, fuera de la población, la columna impropiamente
llamada de Pompeya, pues que su inscripción griega, conservada casi intacta,
manifiesta haber sido dedicada a Dioclesiano por el prefecto Publio. Tiene 30
metros de altura.
Pero nada hay ya que conmemore la famosa Escuela en que los Hiparcos,
los Apolonios, los Diofantes, los Euclides, encendieron las antorchas cuyos
resplandores iluminan aún nuestro camino.
La ciudad de hoy es más europea que oriental. En su parte central está la
plaza de Mehemet Alí, que es un gran rectángulo sombreado por dos hileras de
árboles, con asientos públicos y dos fuentes o surtidores. Ahí se encuentran la
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Viaje de América a Jerusalén
bolsa, que es buen edificio, las habitaciones consulares y lo mejor y más activo
del comercio. Las casas, de tres y cuatro pisos, son elegantes y cómodas. Hay
alumbrado de gas, telégrafo y multitud de carruajes. Existe una regular catedral,
anexa al convento latino de franciscanos, a cuya orden pertenece el obispo; hay
hermanas de la caridad, lazaristas, hospital, convento griego con muy buena
iglesia, y varios templos protestantes. La población se calcula en cien mil habitantes, de que la cuarta parte son católicos.
Los barrios musulmanes, de un aspecto totalmente diverso, serían bien
dignos de atención si el Cairo no presentara los mismos cuadros en su mejor
escala.
Me apresuré pues a trasladarme a la capital, situada a 45 leguas al sudeste.
Se emplean seis horas para hacer la travesía en el ferrocarril.
La estrada principia sobre una calzada construida en parte dentro del lago
Mareotis, que se deja a la derecha, y continúa después por una inmensa llanura
de indecible monotonía. Era la estación de sequedad, por lo que el suelo, tan
feraz después de las inundaciones, era ahora un desierto desapacible. No había
más vegetación que algunas acacias de mezquina sombra, y escasas palmeras
que se percibían en los confines del horizonte. El cielo, de un azul blanquecino
y sin la más pequeña nube, contribuía a dar al paisaje un aire de imponderable
lobreguez. ¡Yo estaba en la tierra en que no llueve!
Hallamos al paso varios miserables, formados de pequeñas cabañas redondas,
agrupadas unas contra otras, hechas de barro amasado con paja picada. Más se
parecían a esos grandes hormigueros que se ven en las regiones calientes de la
América, que a habitaciones humanas. Su vista inspira respecto del país y de
sus moradores, la más triste idea. Nuestros salvajes, habitando sus buhios pajizos,
pero hechos señores de una selva rica en producciones, me habrían parecido
reyes, comparados a esos pobres árabes.
Cruzamos varios canales destinados al riego; pasamos por algunas poblaciones, de las cuales la única importante es Tantah, situada entre los dos brazos
del Nilo que van a Roseta y Damieta, que se atraviesan por magníficos puentes
de hierro, de que uno solo ha costado dos millones de pesos, y llegamos en fin
al Cairo.
Esta gran ciudad, cuya población asciende a 360 mil almas, está situada a
la derecha del Nilo, atravesada por un canal sobre el cual tiene algunos puentes de piedra, y cercada de murallas, destruidas en algunos puntos. Su aspecto
general es enteramente morisco. Habitaciones irregulares de varios pisos, con
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Andrés Posada Arango
azoteas, sin chimeneas, y pintadas de rayas y arabescos o llenas de relieves y
molduras sin gracia: callejuelas angostas, tortuosas, obstruidas a cada paso, casi
incomunicadas entre sí, desaseadas, sin empedrar, oscuras en muchas partes
por estar cubiertas con tablas o esteras para preservarse del sol. El viajero que
ha conocido los lujosos pasajes de París, no puede menos que reírse a la vista
de esa contrefaction. Como cuatrocientas mezquitas, más o menos arruinadas,
muestran sus minaretes dispersos en toda la población.
La más grande animación reina en esa ciudad singular. Ya son carruajes que
recorren las calles, guiados por cocheros de color de ébano, lujosamente vestidos;
ya sartas de camellos cargados de trigo, en que va el arriero árabe trepado a la
altura de las casas; ya multitud de muchachos que aguardan con borricos ensillados, el transeúnte que se los alquile para andar en la ciudad, pues ese es ahí el
vehículo más cómodo y más usual; ya los asnos que cruzan al galope, sonando
los cascabeles que les cuelgan en la cabeza, y cuyos jinetes van con quitasol en
mano; ya damas del país, que vienen montadas como hombre, con las piernas
encogidas, en jumentos del pausado andar. Traen la cabeza cubierta con el
manto, y la cara tapada con un velo de los ojos para abajo; los párpados pintados
de negro, y un sartal de cobre, a manera de dedales, por delante de la nariz. Si
acaso están descubiertas, se les ven rayas azules que se hacen por inoculación, y
por consiguiente indelebles, en la barba lo mismo que en los brazos.
Los hombres de la clase baja van vestidos con calzón interior, una larga
túnica de anchas mangas, gorro y un gran pañuelo doblado como faja y envuelto
alrededor de las sienes. Por todas partes se les ve sentados, siempre en el suelo,
sobre esteras o alfombras, con las piernas cruzadas y las babuchas al lado, pues
sólo se las ponen para andar. Los unos fuman tranquilamente en pipas hechas
con un frasco lleno de agua, de donde aspiran el humo fresco y sin acritud, por un
largo tubo flexible; otros se ocupan en trabajar, ya cortando el tabaco en menudo
ripio, por medio de una maquinita, para darlo al consumo, ya haciendo cepillos
del palo o rena de las hojas de las palmeras, filtros de paja, u otros artefactos;
unos venden sus melones, ajíes, garbanzos tostados y dátiles en almíbar; otros,
y son los más, altercan y gritan en su lengua gutural, pero sin llegar a pelear.
Los árabes de alta clase, los de tono, lo mismo que los griegos, usan una
especie de calzón en bomba, sin pernas, que baja sólo o las rodillas, con medias
largas, chaleco, chaqueta y un gorro rojo.
Es admirable la facilidad que tienen ahí los muchachos del pueblo para
aprender idiomas, estimulados también por la necesidad o el interés. El extran-
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Viaje de América a Jerusalén
jero, sin comprender un solo vocablo árabe, puede irse a viajar tranquilo, pues a
cada paso le saldrán ellos a hablarle en italiano, en francés, y en inglés, para ver
cómo se hacen entender y servirle de guía. Y lo curioso es que con frecuencia
ignoran los nombres de las lenguas que hablan.
En una de mis andanzas por la ciudad encontré en uso, no sin sorpresa, la
chirimía, ese pito chillón que se creía peculiar de los aborígenes americanos, y
que contribuye todavía a nuestros regocijos públicos. Era exactamente igual a
la nuestra, solamente que el tambor que la acompañaba, tenía la caja de barro
quemado. A cada paso se descubren en las costumbres de los pueblos, usos
comunes, que prueban su identidad de origen, la unidad de la especie.
Entre los monumentos públicos del Cairo, figura en primera línea la mezquita de Mehemet Alí, construida sobre un cerro, en medio de la ciudadela.
Al frente presenta dos de agudos minaretes y en el centro una gran cúpula
rodeada de cuatro semicúpulas. El interior está alfombrado, lleno de arabescos
y molduras doradas, y recargado de arañas y lámparas; las paredes son de mármol, y las pilastras y columnas que sostienen la bóveda, de hermoso alabastro.
Detrás de un enrejado de bronce aparecía el túmulo del Bajá, cubierto de seda.
Tendidos sobre el pavimento dormían la siesta algunos árabes, descalzos en
señal de respeto, pues el rito musulmán no permite entrar a sus templos de otra
manera. A los extranjeros nos conceden hacerlo calzando unos escarpines rojos,
que tienen preparados al efecto. Contiguo a la mezquita está un gran claustro
de mármol, en cuyo centro se halla la fuente de las abluciones.
No lejos de ahí se encuentra el célebre pozo de José, hoyo vertical de 18
varas de diámetro y más de 100 de profundidad (25 metros), de donde se saca
el agua por medio de una sarta de cubos. Está formado por una doble pared de
rocas, encerrando una pendiente en espiral por la que puede bajarse al fondo.
Generalmente se atribuye esta obra a Saladino, aunque algunos pretenden que
él no hizo sino limpiarlo, y que su construcción remonta hasta la época del hijo
de Jacob cuyo nombre lleva.
Son también notables la mezquita llamada del Hassan, el palacio del Virrey, especialmente sus jardínes, y el museo, rico en antigüedades egipcias. Hay
bulevares, jardín público, algunas casas de estilo europeo, como 30 capillas o
iglesias cristianas, pues además del convento de franciscanos, se encuentran
maronitas, coptos, armenios y griegos ortodoxos. Hay cerca de 300 fuentes o
cisternas, hospital, imprenta, fundición de cañones, enseñanza de medicina, a
cargo de un profesor francés, y numerosas escuelas primarias, en que los niños
deletreaban el árabe con el mismo sonsonete que entre nosotros el español.
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Viaje de América a Jerusalén
Restábame visitar las famosas pirámides, lo que hice en la mañana del 15.
Las de Ghizéh, que son las mayores, están situadas en el confín del desierto, a
cuatro leguas del Cairo y al occidente del Nilo, que se atraviesa en barca. Sus
aguas, tibias y ligeramente verdosas, corren lentamente al norte, encerrando
una isla en cuya extremidad se encuentra el Nilómetro, que es un pozo con una
columna graduada en divisiones de a 54 centímetros, llamadas codos. Para que la
cosecha sea buena, es preciso que la creciente suba por lo menos a 18 codos.
Montados en jumentos, mi compañero y yo, recorrimos la limosa llanura que
existe del otro lado del río, pegada por algunos canales y sombreada a trechos por
bosques de palmeras, y llegamos por fin al pie de los grandiosos monumentos,
que por mucho tiempo creíamos tener cerca y huían siempre de nosotros.
Las pirámides de este grupo son en número de seis, tres grandes y tres pequeñitas, situadas en una misma dirección, un poco al suroeste de la mayor. Sus
bases están en parte hundidas en la arena. La mayor, conocida con el nombre
de Cheops, por el monarca que la hizo construir, es sin duda la más digna de
atención. Su base es un cuadrado regular, de caras perfectamente orientadas,
con 250 varas de lado (227 metros 30 centímetros). Está construida de rocas
calcáreas, talladas en cuboides de uno, dos o más metros de longitud, unidas
con orgamasa y sobrepuestas en desorden, formando gradas irregulares, que
varían por todas partes de número y de altura, y que hacen el ascenso sumamente penoso. Sus flancos representan planos de 52° de inclinación. Se cree que
antiguamente formaban una superficie unida, porque en uno de los ángulos ha
quedado una piedra saliente que parece indicarlo, y porque las otras pirámides
están aun recubiertas por una capa de cimento que las alisa. La altura vertical
de esta pirámide es como 140 metros, y su cima, truncada, hace una plataforma
de 10 metros de lado.
Sentado en la cúspide de esa montaña artificial, veía yo desplegarse a mis
pies un horizonte inmenso: de una parte del árido desierto, de otra las vegas
feraces que fecunda el Nilo; de un lado el campo de gloria de Bonaparte, del otro
mil hoyas sepulcrales por entre las cuales se alzaba la Esfinge gigantesca, que
como un monstruo marino, parecía sacudir su cabeza para alejar de sí las olas
de arena con que los vientos del Sahara quisieran sepultarla... Y en presencia de
esos monumentos, que han visto sucederse las generaciones y los reinos, como
pasan presurosas las ondas de un torrente, cuántos recuerdos se agolpaban en
tropel a mi imaginación.
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Andrés Posada Arango
Fue en esas aguas que yo veía correr, que flotó un día, abandonado en una
cesta, ese varón privilegiado que Dios tenía escogido de abeterno para conducir
su pueblo victorioso a través de los desiertos y los mares, y para trasmitirnos en
ley, escrita con el fulgor de los relámpagos y entre el fragor de los truenos del
Sinaí. Sobre esas comarcas se paseó una vez airado el ángel del Señor, cubriendo
la tierra de tinieblas, convirtiendo en sangre las aguas potables, haciendo llover
fuego y granizo sobre las campiñas, e hiriendo de muerte con sus alas a los
primogénitos, que dormían.
¿Quién no temblará ante la majestad de ese Señor, tres veces Santo?
Fue en ese mismo Egipto que, entre el más grosero fetiquismo, nacieron las
ciencias y las artes que han conducido la humanidad a un grado tan avanzado de
progreso. Los sabios y los filósofos de la antigüedad iban allá a beber instrucción.
La geometría y la agrimensura brotaron ahí en medio de las inundaciones; la
astronomía, salida en su infancia de la Caldea, alcanzó bajo ese cielo diáfano
un notable desarrollo; la hidráulica tuvo sus primeras aplicaciones, y la estática
se estrenó erigiendo esos enormes obeliscos, esos grandiosos templos con que
Ménfis la opulenta y Tebas la renombrada, la de las cien puertas, admiraron en
otro tiempo al mundo.
Los soberanos de ese país fueron otras veces árbitros de las naciones; algún
día llenaron el orbe con su fama. ¿Y hoy qué queda de ellos? ¡Ah! ¡Ni esos
soberbios catafalcos con que quisieron inmortalizar su memoria, han guardado
siquiera sus cenizas! El soplo destructor de los siglos las arrojó a los aires, y es
mucho si sus nombres, envueltos en conjeturas, pueden aún descifrarse… ¡Cuán
vana es la grandeza del mundo! ¿Quién no clamará con el profeta, que toda carne
es heno, y toda su gloria como la flor del prado?1
La segunda pirámide, o de Chefren, tiene 135 metros de elevación, y la
tercera o de Micerinus, sólo 66. Todas ellas tienen la entrada al pie, hacia la
mitad de la cara del norte. La de la grande es una abertura cuadrada, como de
dos varas de altura, que conduce a una galería en declive (25º), por la cual se
baja a una cámara central que se halla al nivel del Nilo. Según Herodoto, había
antiguamente un canal que daba entrada al agua del río. Dicha galería se comunica en la mitad de su trayecto con otra ascendente, que lleva a una cámara
1
Is 30, 6.
*
95
*
Viaje de América a Jerusalén
superior; y más arriba aún, siempre en el eje de la pirámide, se encuentra la cámara principal, con un sarcófago de granito donde colocaban la momia real.
Al frente de estas pirámides se ven los restos de dos calzadas que iban al
Nilo, por donde conducían las piedras, que en su mayor parte son calcáreos
incrustados de fósiles.
La construcción de estos monumentos remonta a los reyes de la cuarta
dinastía, anteriores en muchos siglos al establecimiento de José en Egipto. Es
por consiguiente inexacta la opinión que atribuye a los israelitas participación
en ese trabajo.
Si hemos de creer en los historiadores, se emplearon diez años en reunir los
materiales, y treinta en construirla, trabajando cien mil obreros.
De las inscripciones que últimamente han podido descifrarse, han inferido
los egipciógrafos, que cada soberano al subir al trono daba principio a la construcción de su tumba, comenzando por una pirámide pequeña, que servía de
núcleo, y que iban aumentando al exterior hasta que él moría. De modo que se
deduce la duración del reinado, de la magnitud del monumento.
Este hecho no carece de relación con una de las costumbres de los aborígenes
de Suramérica. En algunas tribus, como las que habitaban el territorio del Sinú
en Nueva Granada, hacían sus sepulcros colocando el cadáver del indio en el
llano, con sus armas al lado izquierdo, siempre al oriente, y lo cubrían de tierra,
formando un monte cónico o más o menos piramidal; y como los convidados
trabajaban bebiendo chicha costeada del caudal del muerto, el túmulo era tanto
más elevado cuanto más rico había sido el sujeto, circunstancia que conocen
bien los que se ocupan en excavar esas sepulturas por interés de las joyas que
contienen.
Como 500 varas al este de la segunda pirámide está la Esfinge, que como
se sabe era un león gigantesco (57 metros) con cabeza humana. Representaba
una divinidad, y ante ella se hacían sacrificios. Está labrada en una roca calcárea
que hace parte del suelo.
Su cara, un poco dañada en la nariz, tiene diez varas de altura.
En contorno de la Esfinge como al oriente y occidente de las pirámides, hay
una multitud de pozos cuadrados o rectangulares, con excavaciones a lo largo
de las paredes, donde se ven las momias colocadas en cajas de piedra.
El número de pirámides halladas en todo el Egipto, pasa de cincuenta.
Después de las de Ghizéh, las más notables son las de Sakarah, en número de
nueve, que se hallan al sur de aquellas. En sus inmediaciones se han encontrado
*
96
*
Andrés Posada Arango
también pozos sepulcrales con momias humanas o de animales sagrados, como
serpientes, ibis, bueyes y carneros.
A las doce del día emprendí mi regreso a la ciudad. El termómetro centígrado, colocado en la sombra al pie de la gran pirámide, marcaba solo 31º,2.
Otra de las curiosidades del Cairo es la Selva petrificada, que se encuentra a
tres cuartos de hora al este de la ciudad. Es un gran depósito de fósiles vegetales,
casi todos monocotiledones, especialmente pedazos de palmera y bambusas,
perfectamente silicificados, pero conservando su estructura orgánica.
Es bien sabido que en Egipto no llueve. Sus habitantes no tienen idea de
las nubes, el arco iris, el granizo ni ninguno de los meteoros acuosos. El cielo
durante el día es de una limpidez y una claridad apenas soportables, y durante
la noche está siempre bellamente estrellado. Subido en la alta azotea del hotel,
yo me entretenía en reconocer las constelaciones que otras veces había contemplado con gusto en la patria. ¡Cómo se despertaban los recuerdos afectuosos
del hogar! ¡Bien hubiera querido tener la supuesta ciencia de los astrólogos,
que pretendían ver reflejarse en los astros, como en fieles espejos, lo que pasaba
allende los mares y aun en el seno de los corazones!
Sobre mi cabeza veía la Corona boreal, cuya declinación es igual a la latitud
del Cairo, y no lejos se mostraba la Cabellera de Berenice, que allí mismo, según
Conon, fue transportada al alto empíreo desde el templo en que la princesa la
había consagrado a Venus; lo que me recordaba hallarme en el Oriente, en la tierra
clásica de las fábulas y la ficción.
*
97
X
El 17 partí de Alejandría, a bordo del Eridano, para seguir al Asia. Llevaba en
mi memoria muy gratos recuerdos del Egipto, pues si no es el país más hermoso
del mundo, como algunos han dicho, sí es cierto que su interés histórico unido a
los atractivos de la naturaleza, hace su visita sumamente agradable. Todo allí es
gigantesco, todo es grandioso: la llanura inmensa, el cielo despejado en toda su
extensión, el río caudaloso, los monumentos enormes, las palmeras encumbradas,
los camellos corpulentos…
¡Sólo el hombre es pequeño! Y hay un espectáculo que prueba su miseria y
que entristece: la multitud de ciegos, de la clase pobre, que recorren las calles.
El frío de las noches, debido a la abundante irradiación del calórico por la falta
de nubes, es la causa principal de las violentas oftalmías que ahí reinan y que
en poco tiempo destruyen los ojos, cuando no se emplea oportunamente un
tratamiento enérgico.
En treinta horas puede hacerse la travesía de Alejandría a Jafa, en buen
vapor; pero habiéndonos detenido en Puerto Said, a la entrada del Canal de
Suez, no llegamos hasta el 19 por la mañana.
La ciudad, cuyas casas están techadas en bóveda, a manera de cúpula, aparece
agradablemente agrupada sobre una colina próxima al mar, dominada por el
convento de franciscanos, que se avanza al frente brindando su hospitalidad. El
puerto está lleno de escollos y de rocas a flor de agua, que hacen difícil el arribo,
y donde las olas en su eterno batir forman torbellinos de espuma.
Fue allí que el profeta Jonás, desobedeciendo la orden de Dios que le mandaba ir a predicar a Nínive, se embarcó para Tarsis, y en ese mismo mar fue
tragado por la ballena, que después de tres días lo vomitó en la costa.1
1
Pf 2, 1.11.
*
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*
Andrés Posada Arango
Según la tradición fue también en Jafa, que es la Jope de la Escritura, donde
se construyó el Arca de Noé, lo que no es inverosímil, pues aquel es positivamente uno de los puertos más antiguos. Por ahí entraban los cedros del Líbano
que sirvieron a Salomón para la fábrica de su grandioso templo. Después ha
sido teatro de variados acontecimientos. Judas Macabeo la incendió, para castigar sus habitantes que habían hecho ahogar alevosamente doscientos judíos.
Conquistada y engrandecida por los cruzados, decayó a su turno. En marzo
de 99 fue empapada por Napoleón con la sangre de cuatro mil prisioneros,
y en 1837 fue arruinada por un terremoto que hizo perecer más de doce mil
personas. Esta ciudad cuenta hoy con seis mil habitantes.
Está cercada de muralla y guarnecida de cañones; sus callejuelas son pendientes y tortuosas, y no hay plaza ni edificio público notable. Apenas puede
llamar la atención el convento latino, de donde se goza de una magnífica vista
sobre el mar y los campos. Lo habitan 16 religiosos franciscanos, de la Misión
de Tierra Santa, que tienen abierta escuela gratuita para los niños, prodigan
medicinas y socorros a los enfermos, y dan albergue a todos los peregrinos. Sus
beneficios, tan útiles sobre todo en las épocas de epidemia, les han granjeado
una justa estimación aun entre los musulmanes, de modo que son respetados y
gozan de garantías que no encuentran ya en los países cultos.
Todos los religiosos católicos que hallé en Palestina, son extranjeros: italianos, españoles, franceses, alemanes y aun mexicanos. Unos se han reunido
allí voluntariamente, y otros, expulsados de sus países en diversas épocas, han
sacudido el polvo de sus sandalias,2 e ido a llevar sus beneficios a los bárbaros.
¡Pobres padres! ¡Cuántas veces, sentados en el terrado de su monasterio de Jafa,
como Ovidio en el lugar de su ostracismo, habrán contemplado con tristeza el
anchuroso mar, buscando con mirada ansiosa alguna navecilla que les llevara
nuevas de la patria, noticias de su hogar!... ¡Se ama tanto el suelo natal cuando
se está lejos de él!
Pero no; ellos rompieron hace tiempo las ataduras que los ligaban a la tierra;
sus espíritus vuelan en regiones elevadas, y sus ojos, fijos en el cielo, sondean
sólo los abismos de la eternidad...
Unas pocas cuadras al sur del convento se encuentra una casa baja, que
dicen ser la del curtidor donde habitó San Pedro, cuya pieza señalan. Ésta es
2
Mt 10, 14-15.
*
99
*
Viaje de América a Jerusalén
abovedada, con una puerta y dos ventanas al norte, otra ventana al occidente, y
al sur una especie de alacena para el fogón, como la de la Casa de Loreto. Hacia
afuera de la ciudad vivía la viuda Tabita que el apóstol resucitó.3 Contiguo a
dicha casa está el faro, y a su pie hay una roca horizontal, inmediata a la ribera,
donde suponen estuvo encadenada Andrómeda hasta que fue libertada por
Perseo; fábula que indudablemente encierra algún hecho histórico.
Desde Jafa se nota particularidad en los trajes. Los hombres se visten como
los árabes de Egipto, y su lenguaje es el mismo; pero mientras que allá las mujeres
llevan los ojos destapados, aquí se cubren completamente la cabeza con un velo
que les permite ver sin ser vistas. Las cristianas usan sobre el camisón una especie
de sobretodo blanco, con una parte que hace del manto, cosida a la cintura, y con
la cual se cubren la cabeza dejando visible la cara; se diría que van envueltas en
una sábana. En la iglesia como en sus casas, se descalzan. Las fisonomías son
generalmente hermosas: piel blanca, ojos grandes, negros y brillantes, con largas
pestañas y cejas pobladas: nariz recta, boca bien trazada, labios rosados.
Ansioso de dar término a mi viaje, continué pronto la marcha para Jerusalén. El camino se dirige al este sudeste. Durante media hora se anda por un
sendero pedregoso encerrado entre vallas de nopales, con huertos a uno y otro
lado, en que abundaban los naranjos, granados, albericoques, duraznos y algunas
palmas. Se continúa después por una extensa llanura, la mayor parte inculta,
pero cubierta de pastos naturales. El paisaje era agradable; hacia atrás la planicie
iba horizontal hasta el mar; a derecha e izquierda la vista se extendía muy lejos,
a pesar de ligeras ondulaciones del terreno, y al frente limitaban el panorama
las montañas azulencas de la Judea, que se desplegaban en anfiteatro para confundirse al norte con las de la Samaria. El cielo como que amagaba tomar el
tinte apacible de la Italia, y se vestía con algunas nubecillas que el contraste del
Egipto me hacía ver con agrado.
Se encuentra al paso una fuente con un monumento, especie de capilla, que
encierra la tumba de Gad, el profeta que Dios comisionó para dar a escoger a
David el azote con que iba a diezmar su pueblo; tres días de peste, tres meses
de guerra, o siete años de hambre. Se ven a uno y otro lado algunos villorios
miserables habitados por pastores árabes, y se llega en fin a Ramla, situada en
medio de la llanura, a tres horas de Jafa.
3
Hch 9, 40.
*
100
*
Andrés Posada Arango
El llano que habíamos recorrido es el mismo en que Sansón incendió los
trigos de los filisteos, atando mechones encendidos a los rabos de unas zorras.
Ramla es una pequeña población de tres mil habitantes, de los cuales la
tercera parte son cristianos. Nada ofrece de particular. Hay algunos huertos,
un hospicio de los padres franciscanos, otro griego y varias ruinas del tiempo
de las cruzadas. Se dice que ésta era la patria de Nicodemus, el compañero
de José de Arimatea, y su casa, convertida en capilla, se halla encerrada en el
convento latino.
Saliendo de ahí se marcha aún largo rato por la llanura, en que se atraviesan dos pequeños riachuelos y se encuentran algunos caseríos, entre ellos
Latrun, la patria del afortunado Dimas. Se sube después el primer contrafuerte
de la montaña, y se halla en su flanco, a la derecha, dominando un valle fértil
sembrado de olivos y de higueras, un villaje llamado Abugoy, que se cree ser la
Cariathiarim donde se depositó el Arca cuando fue devuelta por los filisteos,
que no la querían porque les destruía con su presencia los ídolos.4 Se desciende
en seguida durante media hora, y se ve aparecer a la derecha un collado con
algunas ruinas: era Modin, tierra de héroes, la patria de los Macabeos. Al frente,
hacia el este, se ve sobre otro cerro Kustul, que era la Emaus donde Jesucristo
comió con dos de sus discípulos, después de la resurrección.5
Poco más adelante se atraviesa el angosto valle del Terebinto, en que tuvo
lugar el combate singular de Goliat y David. Aquel esforzado, educado en las
batallas, vestido de coraza, y con escudo, lanza y espada; éste débil muchacho,
habituado apenas a la vida tranquila del pastor, y sin más armas que una honda
y cinco guijarros; pero el primero, lleno de vanidad y arrogancia, ponía su confianza en sus fuerzas; y el segundo, humilde de corazón, fincaba su esperanza
en Dios, “en el Señor de los ejércitos y árbitro de la guerra”.6 El éxito no podía
ser dudoso; el que da la muerte con el rayo del cielo y entre el estruendo de las
tempestades, mata también, cuando es su querer, con un soplo de la brisa o con
el aguijón de un insecto...7
4
1Re 5.
5
Lc 24.
6
1Re 17, 45.47.
7
Véase la nota F al final del volumen.
*
101
*
Viaje de América a Jerusalén
Se continúa después faldeando la montaña, contorneando sus eminencias,
y esperando hallar tras de cada sinuosidad del camino, la ansiada Jerusalén, que
nunca llega. Al fin se percibe el Olivete, coronado por su mezquita; se desciende
aún un poco, se dan algunas vueltas, y se alcanza a ver sobre un ancho cerro,
rodeado de montes, la silenciosa ciudad.
Nada más triste, nada más desolado, nada más lúgubre que todo aquel paisaje. Cerros blanquecinos, desnudos de toda vegetación, áridos hasta el extremo,
tajados en escalones, mostrando las capas o estratos horizontales de que están
formados. Nada de bosques, nada de flores. Ni un riachuelo que humedezca
ese suelo sediento, ni una fuente que murmure, ni un pájaro que gorjee, ni una
ráfaga tan sólo de brisa... Era la mañana, la hora en que la naturaleza al despertar,
sonríe de placer y se viste de poesía y encanto… y sin embargo, todo ahí era
silencio, soledad y muerte. No se oye jamás el mugido del buey, ni el balido de
la oveja, ni el cantar del gallo, ni la voz alegre del pastor.
El viajero, absorto, no puede menos que reconocer que hay algo misterioso, algo sombrío que se extiende como un crespón funerario sobre aquella
comarca.
Dejando a la izquierda el establecimiento ruso, especie de ciudadela moderna,
cercada de muros, que encierra dos hospicios griegos, un hospital, el patriarcado
y una magnífica iglesia, se llega pronto a la muralla, hacia la puerta de Jafa, que
mira al poniente. A la derecha, dentro del recinto, se ve una fortaleza ruinosa,
del tiempo de las cruzadas, llamada aún la Torre de David, porque se cree que
ocupa el lugar del castillo del Rey profeta.
Heme al fin en la ciudad de Melquisedec y de David, el 21 de junio de
1868.
*
102
XI
Jerusalén, edificada en su origen sobre varios collados, que los escombros acumulados por los siglos han acabado por reunir, puede decirse que se halla situada
sobre un ancho cerro, el Sión, que se confunde al norte con la llanura, está limitado al oriente por el angosto valle del Cedrón, que lo separa del monte Olivete,
y contorneado al occidente y al sur por el valle de Hennon que se une al anterior.
Está cercada de altas murallas con torres y bastiones, abierta por cuatro puertas:
la de Jafa al poniente, la de Damasco al norte, la de San Esteban al oriente y la
de Sión al sur. Hay otras tres tapadas: la Dorada, situada en la mitad del muro
oriental, por la que entró N. S. Jesucristo el Domingo de Ramos; la de Herodes,
del lado norte, y la Esterquilina al sur, no lejos del antiguo templo.
Las casas, construidas exclusivamente de piedra, sin madera y sin tejas, están
terminadas en bóvedas recubiertas de cal; por lo que vista la solitaria ciudad
desde alguna de las alturas inmediatas, con su conjunto de pequeñas cúpulas
blancas, dominadas por la negra rotonda de la mezquita de Omar, que se alza
entre sombríos cipreses, parece un vasto cementerio; y el viajero como que quisiera aguardarse de una vez a la resurrección universal, según parece próxima.
El interior de la población presenta el aspecto general de las ciudades orientales: callejuelas mal empedradas, angostas, pendientes, tortuosas y recubiertas
en muchas partes por arcadas o bóvedas que las convierten en oscuros túneles.
Las habitaciones, generalmente altas, son feas, silenciosas y tristes en los barrios
cristianos, y llenas de tenduchas y de gente en los de los musulmanes y judíos.
Desaseo por todas partes.
La basílica del Santo Sepulcro, la gran mezquita musulmana, varios conventos y capillas, que apenas se distinguen de las casas particulares, y algunos
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103
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Viaje de América a Jerusalén
minaretes en ruina, constituyen los monumentos públicos de aquel recinto. No
hay plaza, ni paseos, ni fuentes, ni estatuas, ni teatros. Pero ¿quién se atreverá
jamás a levantar altar a las pasiones humanas, a poner en escena su ridiculez y
sus miserias, allí donde se representó a lo vivo el drama sangriento, la tragedia
inaudita de la muerte de todo un Dios?
El Calvario o Gólgota que, como es bien sabido, se hallaba fuera de la ciudad,
hacia el poniente, está comprendido dentro de los muros actuales, que datan del
tiempo de Solimán. El grandioso templo que santa Elena hizo construir en él,
arruinado por Cosroes ii en 614, reedificado poco después y vuelto a destruir
por el Califa Hakem en 1010, levantado de nuevo y refaccionado en tiempo de
las cruzadas, igualmente que después del incendio de 1808, se ha conservado
siempre sobre el plano primitivo adoptado por la emperatriz.
Aunque destinado a encerrar diversos lugares santificados por la Pasión, se
guardó al construirlo bastante regularidad. Puede mirársele como formado de
tres naves, con su eje o mayor longitud de oeste a este, y la rotonda en la parte
occidental; pero con la particularidad de tener el frontispicio y la puerta de
entrada en uno de los costados, en el muro que mira al sur.
Se nota primero un altozano como de doce varas en cuadro, donde existen
las bases de antiguas columnas que sostenían un pórtico, que fue demolido. Dos
puertas ojivales muy aproximadas servían de entrada; pero los turcos, que mantienen en su poder las llaves del templo, taparon la de la derecha. Se ven encima
dos ventanas ojivales, y al lado un campanario truncado, porque los musulmanes
no consintieron en que fuera más alto que el minarete de una vieja mezquita
que existe al frente, la que fue construida en el paraje donde oró Omar cuando
se hubo apoderado de la ciudad.
El interior tiene partes altas y bajas, que es preciso examinar sucesivamente.
Al entrar se ve a la izquierda un diván donde están durmiendo los guardas turcos,
que antes cobraban un tributo. Al frente, a 16 pasos, se encuentra enclavada en
el suelo y recubierta de un mármol rojizo, la Piedra de la unción (2 metros de
longitud y 60 centímetros de altura), en que el cuerpo de Jesucristo fue embalsamado con aloes y mirra antes de ser sepultado; encima se ven suspendidas
ocho lámparas de plata que arden constantemente. En seguida se encuentra
una pared, recubierta con cuadros de la Pasión que separa la nave central que
constituye la iglesia de los griegos. Dirigiéndose a la izquierda se va al Sepulcro,
que está situado bajo la gran rotonda del templo.
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104
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Andrés Posada Arango
La rotonda, que entonces estaba refaccionándose, tiene 20 metros de diámetro, descansa sobre 18 pilastras macizas que sostienen una galería superior
de 18 arcadas, con varios nichos sobre el friso, y el todo superado por la cúpula.
En el centro del pavimento se ve una capilla o templete de mármol, de 15 pasos
de longitud, recubierto de su bóveda correspondiente, con una puerta al levante.
Por ahí se entra a una primera cámara, donde apareció el ángel que anunció a
las mujeres la resurrección de Jesús, y en seguida, agachándose, se pasa por otra
portezuela muy baja a la cámara sepulcral. Sobre el Sepulcro, que está excavado
en la roca en dirección de occidente a oriente, se encuentra un altar de mármol,
de la misma longitud (1 metro 80 centímetros), con su frente para el sur; está
dividido en tres porciones, para los católicos, los griegos y los armenios. Cuarenta
lámparas de plata lo iluminan constantemente.
Dejando el Sepulcro, a veinte pasos al nordeste se encuentra incrustado
en el suelo un círculo de mármol negro, que indica el lugar donde se apareció
Jesús a la Magdalena, y un poco más adelante está la capilla del convento latino,
donde se conserva un trozo de la columna de piedra a que estuvo atado durante
la flagelación, y hay un altar en el paraje en que se presentó a la Virgen.
Si al entrar al templo, frente a la Piedra de la Unción, se toma a la derecha,
se halla una escalera de 18 gradas por la que se sube al Calvario, que es una
capilla edificada sobre el Gólgota mismo, elevada por consiguiente sobre el
piso principal de la iglesia. Hay ahí un altar con un gran crucifijo, en el punto
donde se hizo la erección de la Cruz; pertenece a los griegos. Aún muestran en
el suelo un hoyo redondo, de seis dedos de diámetro, que dicen ser el mismo en
que estuvo clavado el santo madero. Según la tradición, Nuestro Señor quedó
mirando al occidente, y los dos ladrones estaban en un plano anterior de manera
que las cruces formaban al pie un triángulo, y no una línea recta.
Al lado de ese altar existe otro, el de los católicos, en el lugar de la crucifixión, cuyo paraje preciso está marcado en el suelo con mármoles negros. Fue
ahí que, como estaba dicho por el Salmista, taladraron sus manos y sus pies, y
desencajaron sus huesos.1 A la derecha existe una pequeña capilla aislada, con
puerta para el altonazo, en el sitio a donde se retiró María, incapaz de presenciar
esa parte, la más horrorosa, de los tormentos de su Hijo.
1
Sal 21.
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105
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Viaje de América a Jerusalén
Bajando del Calvario y continuando a la derecha, se encuentra una capilla
o altar donde se conserva la Columna del Improperio, en que lo sentaron para
coronarlo de espinas y hacerle burlas en casa de Pilato. Se halla en seguida
una escalera de 28 gradas, dirigida al oriente, que conduce a una capilla honda
dedicada a Santa Elena, donde hay también un altar consagrado a San Dimas.
De ahí se desciende aún, por trece escalones más, a una cueva excavada en la
roca, y por lo mismo oscura y húmeda, llamada de la Invención de la Cruz, pues
fue en ella que la halló la emperatriz.
Volviendo a subir la escalera de Santa Elena para tomar el piso principal
de la iglesia, y marchando siempre a la derecha, se ve una capilla en el lugar en
que repartieron los vestidos y sortearon la túnica, como diez siglos antes se había
predicho;2 otra a donde, según la tradición, se retiró meditabundo Longino,
después que le hubo herido el costado; y por último, la capilla dicha de la Prisión,
por señalar el punto donde tuvieron a Jesús mientras hacían los preparativos
necesarios para crucificarlo.
Todos los días, entre las cuatro y las cinco de la tarde, veánse entrar por la
puerta que conduce al pequeño convento latino, unos pobres frailes, vestidos de
burdo sayal, ceñidos con el cordel del penitente, llevando los pies desnudos y sus
semblantes macilentos por el ayuno, aunque revelando la tranquilidad del alma.
Con un libro en una mano y una antorcha en la otra, van desfilando en fúnebre
procesión, recorriendo todos esos sitios santificados por el Hijo del hombre, y
haciendo resonar las oscuras bóvedas del templo con un canto lúgubre, en que
conmemoran los últimos instantes de la Víctima y piden al Eterno Padre, al
Dios de las Alturas, por el mérito de esa Hostia inmaculada, el perdón de los
pecados del pueblo y la salud para el mundo. ¡Acto solemne, escena patética
que causa honda impresión en el ánimo del creyente!
¡Cuán superior aparece la religión cristiana en todos sus actos, a los ritos
frívolos del gentilismo! Ella toma en la esencia de sus misterios la elevación y la
dignidad de su carácter. Los más pomposos sacrificios de la antigüedad, en que
se inmolaban hecatombes de bueyes blancos como nieve, se quemaba la carne
de los corderos con el cedro aromoso, se hacía arder sobre la pira para la mirra
escogida de la Abisinia y el incienso selecto de la Arabia, derramando sobre las
2
Sal 21.
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Andrés Posada Arango
aras el mejor aceite y haciendo libaciones con el vino exquisito; esos cuadros,
digo, serán siempre pálidos y miserables ante todo lo que recuerde el suceso
estupendo, el acontecimiento asombroso de un Dios hecho mortal por medio de
la carne, que se sacrifica voluntariamente por su pueblo, por sus perseguidores
y enemigos, en un altar de ignominia, para saciar su amor y su misericordia infinita hacia los hombres, satisfaciendo a la vez las exigencias de su indefectible
justicia. ¡Planes sobrehumanos que la mente puede apenas comprender!
Todos los peregrinos católicos que visitan a Jerusalén, concurren a esa procesión vespertina, y guardan con esmero, para llevarla a su país; la vela bendita que
reciben ahí de manos de los religiosos, y que está marcada con un sello especial
de Tierra Santa. Ella debe recordarles en la ancianidad la grata peregrinación
que hicieron en su juventud, y enseñará a sus hijos, que si no descienden de los
nobles cruzados que con espada en mano fueron a rescatar la tumba de Cristo, sí llevan al menos en sus venas sangre de creyentes, que en una época de
despreocupación, se atreven todavía a rendir homenaje a ese Dios crucificado
y a acogerse humildes y fervientes a la sombra de su pabellón, que es la única
salvación para los pueblos.3
También yo conservo con satisfacción mi vela.
A la derecha de la Piedra de la Unción, debajo del Calvario, hay una gruta
oscura, excavada en la roca, llamada capilla de Adán, donde se ven al entrar, a
uno y otro lado, dos mármoles que marcan los sepulcros de los primeros reyes
de Jerusalén, Godofredo de Bouillón y su hermano Balduino. En el fondo de
la capilla muestran una hendidura en la peña, visible también en el altar del
Calvario, que consideran como rastro del cataclismo que tuvo lugar al expirar
Jesús, en que “el mundo se cubrió por tres horas de tinieblas; tembló la tierra, se
partieron las piedras, se rasgó el velo del templo y se abrieron los sepulcros”.4
Los instrumentos de la Pasión no existen ya en dicho templo: la mayor
parte fueron trasladados a Roma después de la pérdida de Jerusalén, y otros, en
fragmentos, se hallan dispersos en diversas catedrales del orbe católico.
3
4
“Id y predicad el Evangelio por todas partes. El que creyere y fuere bautizado, ese se salvará: pero
el que no creyere se condenará”. Mc 16, 15-16.
Mt 27, 45.51-52. Véase la nota G al final del volumen.
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Viaje de América a Jerusalén
Vi con satisfacción, en la sacristía de los latinos, la vieja espada con que el
heroico Godofredo guiaba sus huestes al combate. Aunque mohosa y abandonada hoy, brilló un día reflejando el sol de la victoria ante los muros de la santa
ciudad, como en el campo glorioso de Ascalón, en que 20 mil cruzados batieron
las fuerzas reunidas de Asia y África. Se conservan también sus espolines.
Además del convento latino existen, contiguas al templo y en comunicación
con él por el interior, las habitaciones de los griegos, armenios y coptos. Cada
comunidad, según sus ritos, tributa el culto a su manera, en diversas horas del día
y de la noche. La primera misa que se celebra cada día en el altar del Sepulcro,
la dice un religioso franciscano. Haber asistido a ella para recibir la comunión,
es un muy grato recuerdo que jamás podré olvidar.
Después de la basílica del Santo Sepulcro, lo que naturalmente llama más
la atención es la Vía dolorosa, o más expresivamente, la Calle de la Amargura.
Trataré de describirla.
En la puerta de San Esteban, que se halla en el muro oriental de la ciudad,
principia una calle que va directamente al poniente. Recorriéndola en esa dirección, se nota a la izquierda, cercada de paredes, la Piscina probática, que servía
en el antiguo templo para purificar los corderos destinados al sacrificio. Es un
gran pozo de cal y canto, de más de cien varas de largo (100 metros de longitud,
40 de latitud, 23 de profundidad), lleno en parte de escombros entre los cuales
vegetan algunos nopales. Al lado opuesto de la calle está reconstruyéndose, por
cuenta del gobierno francés, la iglesia de Santa Ana, que ocupa el lugar de su
casa. Según la tradición, fue ahí que nació María, aunque después vivió con sus
padres en Séforis, cerca de Nazaret.
Poco después se ve, en la pared del lado izquierdo, una parte tapada con
piedras más nuevas o mejor labradas, y que indica el paraje donde existía la
escala por donde bajó Jesucristo para pasar el Pretorio de Pilato al patio en que
fue azotado, el cual se halla hoy al otro lado de la calle, a 38 pasos más adelante,
y está ocupado por la pequeña iglesia de la Flagelación. Antiguamente estaba
comprendido en el palacio, pues esa calle no existía.
El Pretorio propiamente, es hoy un cuartel turco; pero puede visitarse. En él
muestran un cuarto bajo, que dicen fue la prisión de Jesús, y en una de las paredes
del patio hay una piedra que señala el punto donde le pusieron la cruz.
Continuando en recorrer la calle, a 70 pasos mas allá de la puerta de la iglesia
de la Flagelación, se encuentra atravesando el Arco del Ecce Homo, es decir, el
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108
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Andrés Posada Arango
balcón en que fue asomado, esperando Pilato excitar el pueblo a compasión. Aquí
existe, al lado derecho, una bella capilla moderna, perteneciente al convento de
las Hermanas de Sión, dentro de la cual hay otro arco más bajo, evidentemente
antiguo, que fue hallado cubierto de escombros y que es la continuación del
arco exterior. Sobre él han colocado una estatua de Cristo en su actitud de rey
de burlas. Esta pequeña iglesia, cuya erección data solamente de 1867, es uno
de los monumentos más interesantes de Jerusalén.
Se continúa la calle por 185 pasos más, y ahí desemboca en otra que va de
sur a norte. Al voltear la esquina, a la izquierda, se encuentra el lugar de la primera caída, marcado con una columna de piedra tendida en el suelo, y en parte
sepultada. Siguiendo a la izquierda, es decir al sur, se ve la salida de otra callejuela
que viene del lado del Pretorio, por donde salía María cuando se encontró con
su Hijo. A 33 pasos más allá torna la calle a la derecha, para tomar su dirección
primitiva hacia el poniente. Aquí está marcado en la pared del lado izquierdo,
por una piedra cóncava, el lugar donde comenzó a ayudarle el Cirineo.
Desde ahí se marcha ya en pendiente, y a 120 pasos se nota, a la izquierda,
una puerta baja que corresponde a la casa que habitaba la piadosa mujer que le
enjugó el rostro a Jesús, y que se llamó después Verónica; y 96 pasos más adelante
se ve una antigua columna de piedra que hacía parte de la puerta Judiciaria, por la
que se salía de la ciudad. Según una tradición, fue aquí que cayó Jesús por segunda
vez; aunque otros dicen haber sido poco después de su encuentro con la Virgen,
por cuyo motivo llamaron al Cirineo. Los evangelios no dan pormenores sobre
esto, y la tradición ha debido confundirse algo en tantos siglos.
Siguiendo en la misma dirección, se llega en ocho pasos al punto donde
estaban las mujeres que lloraron al ver al Señor tan maltratado, después de todos
los beneficios que había prodigado al pueblo; por lo que él, con ese lenguaje
sublime que un hombre no podría tener, les dijo: “No lloréis por mí; llorad por
vosotros y por vuestros hijos”.
El camino que conducía de ahí al Calvario, está hoy obstruido por edificios,
por lo que es preciso volver a la puerta Judiciaria, tomar al sur, es decir a la izquierda viniendo del Pretorio, por una calle abovedada, para voltear luego a la
derecha e ir al lugar de la tercera caída, señalado por una columna tendida cerca
de la pared exterior del templo. De este punto al encuentro con las mujeres de
Jerusalén, puede haber como 200 pasos en distancia directa, lo que hace ochocientos próximamente desde la Escala santa hasta la última caída.
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109
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Andrés Posada Arango
Si volvemos ahora a la puerta de San Esteban para salir de la ciudad hacia el
oriente, hallaremos inmediatamente el angosto valle de Josafat, seco en verano y
por donde corre en invierno el torrente Cedrón. Antes de terminar el descenso
de la pendiente, se encuentra una ancha piedra donde fue lapidado el ilustre
diácono, que abrió la serie de los tres millones de mártires que confirmaron
con su sangre la verdad de la Religión. Se pasa después un pequeño puente
de piedra, y se tiene a la izquierda la portada de una iglesia. Desde el umbral
se comienza a bajar por una ancha escalera de 48 gradas, y hacia la mitad se
notan dos altares, uno de cada lado: el de la izquierda contiene el sepulcro de
San José, y el de la derecha los de San Joaquín y Santa Ana. En el fondo de la
iglesia, a la derecha, hay una gruta con altar donde se cree que estuvo sepultada la Virgen antes de su Asunción. Estos santuarios pertenecen a los griegos,
armenios y coptos, y aun los árabes, que tienen mucha veneración por María,
van con frecuencia a orar.
Saliendo de esta iglesia se encuentra inmediatamente al este la puerta de
otra capilla subterránea, llamada la Gruta de la Agonía, porque, según parece,
comunicaba antiguamente con el Huerto, y se cree que fue en ella que Jesucristo
sudó sangre en la noche que precedió a su muerte. Es una gran cueva excavada
en la roca, como de tres varas de altura –diariamente se dice ahí misa–; pertenece
a los católicos.
A poca distancia de la gruta, al pie de la vertiente del Olivete, está el
Huerto. Es un pequeño cuadrado como de 35 varas de lado, cercado de pared,
convertido en jardín al interior y cultivado con esmero por uno de los religiosos
franciscanos. En él existen ocho olivos de muy viejo aspecto y cuyas cepas
se juzgan contemporáneas de Jesucristo, pues es bien sabido que este árbol
puede vivir muchos siglos, y aunque Tito hizo talar los campos cuando tomó
a Jerusalén, no es de suponerse que se hubieran tomado entonces el trabajo
de arrancar las raíces.
El Huerto ha sido siempre para mí uno de los objetos más interesantes de
la Palestina, y tal vez el que afectaba más vivamente mi ánimo. Él, a pesar de su
silencio y su mudez, es un testigo elocuente de los más acerbos dolores y de la
más grande amargura que un corazón pueda sentir. Jesús, que durante su vida
no había hecho más que derramar a manos llenas beneficios sobre su pueblo,
curando sus enfermos, resucitando sus muertos, alimentando las muchedumbres
en los desiertos y nutriendo sus almas con la doctrina de la verdad, se hallaba
ahí contando sus últimos instantes y viendo representar en su espíritu el cuadro
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111
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Viaje de América a Jerusalén
completo de su horrorosa pasión, de su muerte tan cruel, tan ignominiosa y tan
injusta. Iba a ser vendido, por sólo treinta monedas, por uno de sus discípulos
amados; esos pobres pescadores, sus únicos amigos, que en vez de acompañarlo
dormían, y hasta su Padre, el Dios de las Misericordias, el consuelo de los que
sufren, lo había abandonado...
Así estaba anunciado por boca de los profetas, y era preciso que la palabra
santa se cumpliera hasta la última tilde. ¡Pobre Jesús! A pesar de su fortaleza
divina desfalleció entre tamaña amargura, y poseído de tristeza mortal, casi intentara suplicar a su Eterno Padre revocara la fatal sentencia que había tomado
sobre sí.
Misterios inefables de la Providencia, ¿quién podrá comprenderlos dig­
namente?
Si un simple mortal, uno que cualquiera de los benefactores de la humanidad,
hubiera sido la víctima de una tal tragedia, cómo acudirían ahí los poetas, los
filósofos y los sabios del mundo a buscar inspiración para sus liras, a lamentar
las virtudes del héroe y a entonar sentidas elegías sobre su sepulcro. Y esos
mismos no pueden ver con calma, no pueden tolerar sin escandalizarse, que la
muchedumbre, ese pobre pueblo que no tiene sobre la tierra otro tesoro ni otra
esperanza que su fe, vaya impedido por más nobles sentimientos, a rendir allí
el homenaje de sus adoraciones, a pagar el tributo de sus lágrimas, gimiendo
donde gimió su Dios.
Hacia afuera del recinto actual señalan una ancha roca donde dormían los
apóstoles, y el paraje donde Judas le dio el beso traidor.
Dejando el Huerto y ascendiendo por la falda del monte Olivete, puede
llegarse en media hora a su cima. Con 150 pasos antes de terminar la subida,
y un poco a la derecha, está el lugar donde congregados los apóstoles, antes de
dispersarse a predicar por las naciones, compusieron el Credo. Yo me postré en
tierra y repetí con emoción, palabra por palabra, esa misma profesión de fe.
¡Cómo podría permanecer impasible yo, que yendo desde el otro lado de
los mares, desde las selvas remotas de la América y al cabo de diecinueve siglos,
me encontraba en aquel sitio, capaz de exclamar con la mano sobre el corazón:
¡Creo que existe un Dios soberano, hacedor del universo; creo, y esa creencia es mi
supremo consuelo, que por un exceso de su misericordia nos envió su Hijo, que vestido
con la carne de una virgen sufrió la muerte sobre estos mismos lugares, ofreciéndose
como víctima expiatoria por nuestras delitos; creo que éste resucitó después y volvió
al seno de su Padre, de donde vendrá un día, con el carácter de juez, a residenciar a
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112
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Andrés Posada Arango
los hombres, impartiendo a los unos el castigo y a los otros el premio que merecieren
sus obras!
No faltan sin embargo desgraciados que, recorriendo esos mismos sitios, han
hallado sólo la incredulidad. Para ellos aquella naturaleza muerta nada dice: no
comprenden su misterioso lenguaje. Esos monumentos que se ven esparcidos por
doquiera y que hablan en todas las lenguas y para todos los pueblos, son mudos
ante ellos; la tradición viva que ha conservado la memoria de tantos prodigios,
ellos no la entienden, quisieran tergiversarla a su manera; y obcecados por su
necio orgullo, o más bien dejados de la mano de Dios en el más terrible de sus
castigos, sólo aciertan a abrir sus labios impuros para blasfemar…
Un poco más arriba se encuentra el lugar donde Jesucristo enseñó el Pater
noster a sus discípulos. Antiguamente había ahí una iglesia. La princesa de la
Tour d’A’uvergne que ha comprado el terreno, lo hizo encerrar en un muro, y
parece que se dispone a reedificar el oratorio.
En la cima del monte, ligeramente allanada, hay un caserío árabe y una
mezquita arruinada, que reemplaza la iglesia que en tiempo de los cruzados
ocupaba el lugar de la Ascensión. Fue allí que Jesucristo, “cuarenta días después
de su resurrección, en presencia de cerca de ciento veinte discípulos, les echó
la bendición, y fue elevándose a los cielos hasta perderse de vista”; y allí mismo
debe bajar sobre las nubes,5 entre escuadrones de querubines armados, en el
día terrible de su justicia, en que, como dice el profeta, “oscurecerse han el sol y
la luna; las estrellas retirarán su esplendor; y al hacer oír el Señor su voz desde
Sión, el cielo y la tierra se estremecerán”.6
Desde ese punto se alcanza a percibir al oriente el Mar Muerto, una parte
de la llanura de Jericó y el valle profundo del Jordán; y en la pendiente, del
lado de Jerusalén, se ve el sitio donde Jesús lloró contemplando la ciudad y
profetizando su ruina.
El valle de Josafat, que como queda dicho está al oriente de la ciudad, separándola del monte Olivete, se extiende de norte a sur por cerca de tres cuartos de
legua, recorrido por el cauce desecado del Cedrón. Casi todo él está convertido
en cementerio por los pobres judíos, pues maldecidos y despreciados en todas
las naciones, hallan su consuelo en ir a descansar allí a la vista de esa Jerusalén
5
Mt 26, 64.
6
Jl 3, 15-16.
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113
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Viaje de América a Jerusalén
que nunca más poseerán. Ni cruces, ni cipreses, ni flores sombrean sus cenizas:
piedras sin labrar, dispersas como el ocaso, marcan sólo sus sepulcros, ¡como si
aún después de la muerte pesara sobre ellos la reprobación!
A poco de recorrer el lecho del Cedrón hacia el sur, se encuentran a la izquierda unos monumentos antiguos en forma de torres, que se reputan ser las
tumbas de Absalón, Josafat y Zacarías. Más adelante, a la derecha, existe un pozo
de agua viva, al cual se baja por una escalera de 30 gradas, pero muy tendida.
Las gentes piadosas, ese pueblo sencillo cuyo corazón no se ha endurecido con
las abstracciones de la ciencia, ni conoce el análisis letal con que una filosofía
apasionada conduce al hombre a dudar de todo, hasta de su propia existencia;
esas buenas gentes, que pueden poner sus afectos en cualquier objeto, evocando
en él algún tierno recuerdo de la Madona o de su Niño, tienen en gran veneración dicha fuente, que llaman de la Virgen, porque creen que María durante su
residencia en Jerusalén, lavaba ahí sus pobres pañales. El agua es fresca y limpia,
pero un poco salobre.
Un poco más lejos está la Fuente de Siloé, que es otro pozo que recibe el
agua de la Fuente de la Virgen por un canal subterráneo. En él curó Jesucristo
un ciego de nacimiento, mandándole bañarse los ojos, después de lo cual le
preguntó: —¿Crees en el Hijo de Dios? —¿Quién es, Señor? –dijo el otro–. —El
mismo que te ha curado. —Creo, contestó, y le adoró.7
A la izquierda se ve el villaje de Siloé, incrustado en los barrancos del Monte
del Escándalo, que es la continuación meridional del Olivete, y que debe su
nombre a los altares que Salomón, en su prevaricación, erigió en él a los ídolos
de sus mujeres.
Andando un poco más, se llega a una morera llamada el Árbol de Isaías porque,
según la tradición, marca el sitio en que el célebre profeta fue dividido por mitad,
con una sierra de madera, de orden del perverso real Manasés.
No puede recordarse el nombre de Isaías sin que se vengan a la memoria las
profecías tan explícitas en que, siete siglos antes del nacimiento de Jesús, había
anunciado su procedencia de una virgen, su carácter y las circunstancias de su
pasión, con una claridad tal, que por sí solas bastarían a probar la divinidad de
Jesucristo, mostrando en él al Mesías que todas las naciones esperan.
No quiero resistir el deseo de no transcribirlas.
7
Jn 9.
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114
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Andrés Posada Arango
Sabed que una Virgen concebirá y parirá un hijo, y su nombre será
Emanuel, o Dios con nosotros”.8
Y saldrá un renuevo del tronco de Jessé, y de su raíz se elevará una
flor. Y reposará sobre él el Espíritu del Señor, espíritu de sabiduría
y de entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de
ciencia y de piedad; y estará lleno del espíritu del temor del Señor. Él
no juzgará por lo que aparece exteriormente a la vista, ni condenará
sólo por lo que se oye decir, sino que juzgará a los pobres con justicia
y tomará con rectitud la defensa de los humildes de la tierra.
Y en el día en que el renuevo de la raíz de Jessé esté puesto como señal
o estandarte de salud para los pueblos, será invocado de las naciones,
y su sepulcro será glorioso.9
Hé aquí mi siervo, mi escogido en quien se complace el alma mía; yo
estaré con él: sobre él he derramado mi espíritu, él mostrará la justicia
a las naciones.
Mansísimo y modesto, no voceará ni será aceptador de personas; no
quebrará la caña cascada ni apagará el pábilo que aún humea: ejercerá
el juicio conforme a la verdad.
No será melancólico ni turbulento, mientras establecerá en la tierra
la justicia; y de él esperarán la Ley divina las naciones.10
Sabed que mi siervo estará lleno de inteligencia y sabiduría: será
ensalzado y engrandecido, y llegará a la cumbre de la gloria.
Al modo que tú, oh Jerusalén, fuiste en tu ruina el asombro de muchos,
así también su aspecto parecerá sin gloria delante de las gentes, y en
una forma despreciable entre los hijos de los hombres.
Él rociará o purificará a muchas naciones; en su presencia estarán los
reyes escuchando en silencio, porque aquellos a quienes nada se había
anunciado de él por sus profetas, le verán, y los que no habían oído
hablar de él, le contemplarán.11
8
Is 7,14.
9
Is 11, 1. 5.10.
10
Is 42, 1. 4.
11
Is 52, 13.15.
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115
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Viaje de América a Jerusalén
¡Mas, hay! ¿Quién creerá a nuestro anuncio? ¿Y a quién ha sido revelado ese Mesías, brazo o virtud del Señor? Porque él crecerá a los
ojos del pueblo como una humilde planta, y brotará como una raíz
en tierra árida: no es de aspecto bello, ni es esplendoroso. Nosotros
le hemos visto, dirán, y nada hay que atraiga nuestros ojos ni llame
nuestra atención hacia él.
Vímosle después despreciado y el desecho de los hombres, varón de
dolores, y que sabe lo que es padecer, y su rostro como cubierto de
vergüenza y afrenta, por lo que no hicimos caso de él.
Es verdad que él mismo tomó sobre sí nuestros pecados y cargó con
nuestras penalidades; pero nosotros le reputamos entonces como un
leproso y como un hombre herido de la mano de Dios y humillado.
Siendo así que por causa de nuestras iniquidades fue él llagado, y
desplazado por nuestras maldades: el castigo que debía hacer nuestra
paz con Dios, descargó sobre él, y con sus cardenales fuimos nosotros
curados.
Como ovejas descarriadas hemos sido todos nosotros: cada cual se
desvió de la senda del Señor para seguir su propio camino, y a él
solo le ha cargado el Señor sobre las espaldas la iniquidad de todos
nosotros.
Fue ofrecido en sacrificio porque él mismo lo quiso; y no abrió su
boca para quejarse: conducido será a la muerte sin resistencia, como
va la oveja al matadero, y guardará silencio sin abrir siquiera su boca
delante de sus verdugos, como el corderito que está mudo delante del
que le esquila.
Después de sufrida la opresión e inicua condena, fue levantado en
alto. Pero la generación suya, ¿quién podrá contarla? Arrancado ha
sido de la tierra de los vivientes: para expiación de las maldades de
mi pueblo le he herido yo, dice el Señor.
Y en recompensa de bajar al sepulcro, le concederá Dios la conversión
de los impíos; tendrá por precio de su muerte al hombre rico, porque
él no cometió pecado ni hubo dolor en sus palabras.
Y quiso el Señor consumirle con trabajos; más luego que él ofrezca
su vida como hostia por el pecado, verá una descendencia larga y
duradera, y cumplida será por medio de él la voluntad del Señor. Verá
el fruto de los afanes de su alma, y quedará saciado.
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116
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Andrés Posada Arango
Este mismo justo, mi siervo, dice el Señor, justificará a muchos con
su doctrina o predicación, y cargará sobre sí los pecados de ellos.
Por tanto le daré como porción o en herencia suya, una gran muchedumbre de naciones; y repartirá los despojos de los fuertes, pues
que ha entregado su vida a la muerte, y ha sido confundido con los
facinerosos, y ha tomado sobre sí los pecados de todos y ha rogado
por los trasgresores.12
Como lo ha dicho con razón uno de los expositores, en estos pasajes más
bien parece Isaías un evangelista que un profeta.
A pocos pasos del Árbol se reúne el valle de Siloé con el angosto y profundo
de Hennon, tan citado en los Libros Santos con los nombres de Tofet y Gehenna.
En él hacían los judíos, a imitación de los paganos, sacrificios humanos al ídolo
Moloc, chamuscando sus propios hijos. Bajando hacia el este se encuentra un
pozo profundo, de donde se saca el agua por medio de cubas atadas a una cuerda.
Fue aquí que Jeremías depositó el fuego sagrado cuando los judíos fueron llevados
en cautividad a Babilonia; y al regreso, Nehemías hizo sacar de ahí mismo agua
fangosa con la que roció la leña del sacrificio, que al instante tomó fuego.13
Recorriendo el valle de Hennon al occidente, se tiene a la izquierda el Monte
del Mal Consejo, cuyo nombre recuerda el conciliábulo que los Doctores tuvieron
en él, en una casa de campo de Caifás, para deliberar sobre la manera de perder
a Jesús. En él acampó Pompeyo cuando fue a sitiar a Jerusalén. En su flanco, que
es casi vertical, se ven excavadas en la peña muchas grutas antiguas, y encima
está el Campo de Sangre, o Hacéldama, que perteneció a un alfarero y que fue
comprado con el dinero que Judas devolvió. Fue convertido en cementerio de
forasteros, y aún existen varias grutas sepulcrales.
A la derecha está la pendiente meridional del monte Sión, que es preciso
ascender para dirigirse a la puerta que conduce por ese lado a la ciudad. Antes
de llegar, y por consiguiente afuera de la muralla, se encuentra a la izquierda
un viejo edificio que perteneció antes a los franciscanos y que hoy ocupan los
turcos; pero puede visitarse con un pequeño regalo. Es el Cenáculo, uno de
los lugares más venerables de Jerusalén. Si los otros inspiran tristeza, este es un
manantial de inagotable consuelo. ¡Qué escenas se han pasado ahí!
12
Is 53.
13
M 1, 21.
*
117
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Viaje de América a Jerusalén
En ese recinto instituyó el Salvador el sacramento augusto de la Eucaristía,
con aquellas memorables palabras: “Tomad y comed: este es mi cuerpo; tomad
y bebed: esta es mi sangre.14 Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre
verdadera bebida; y quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí mora, y yo
en él”.15
Allí mismo, después de resucitado, confirió a sus discípulos la potestad de
absolver nuestras culpas, diciéndoles: “Quedan perdonados los pecados a aquellos
a quienes los perdonáreis, y quedan retenidos a los que se los retuviéreis”.16 Fue
también ahí que los apóstoles recibieron el Consolador que les estaba prometido: “De repente sobrevino del cielo un ruido como de viento impetuoso que
soplaba, y llenó toda la casa donde estaban. Al mismo tiempo vieron aparecer
unas como lenguas de fuego, que se repartieron y se asentaron sobre cada uno
de ellos: entonces fueron llenados todos del Espíritu Santo, y comenzaron a
hablar en diversas lenguas las palabras que el Espíritu ponía en su boca. Y la
multitud de forasteros que había en Jerusalén y que los oían, estaban pasmados
al ver que cada uno los entendía en su propia lengua”.17
En ese mismo lugar celebraron los apóstoles el primer concilio, hicieron
la elección de Matías en reemplazo de Judas, nombraron los siete diáconos, y
consagraron a Santiago el Menor obispo de Jerusalén. Ahí estuvo el Arca Santa
hasta la construcción del templo; y según se cree con fundamento, es en ese
mismo sitio que está sepultado David.
No lejos del Cenáculo, un tanto al oeste, existe una capilla armenia, en el
local que ocupaba el palacio de Caifás, donde Jesús fue abofeteado por Malco
y negado por San Pedro. Toda esta parte se hallaba comprendida dentro de los
antiguos muros.
Entrando en la ciudad se encuentra pronto el vasto convento armenio, donde
está incluida la casa de Anás, y adjunta se halla la iglesia de Santiago, una de las
más adornadas y bellas de Jerusalén, construida en la prisión en que el apóstol
fue degollado.
14
Mt 26, 26.28.
15 Jn 6,56-57.
16
Jn 20, 23.
17 Lc; Hch 2.
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118
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Andrés Posada Arango
Según la tradición, Jesús fue conducido del Huerto de Getsemaní por la
ribera de Cedrón, donde sufrió una caída; lo entraron a la ciudad por la puerta
Esterquilina, cerca del ángulo oriental del muro del sur, para ir a casa de Anás;
en seguida lo condujeron al palacio de Caifás, donde permaneció preso hasta
el amanecer, en que fue llevado al Pretorio de Pilato, y de ahí a presencia de
Herodes. El palacio de este último, cuyas ruinas se ven, se hallaba al norte del
Arco del Ecce Homo, cerca del convento actual de las Hermanas de Sión.
Vénse también en la ciudad los restos de la cárcel donde estaba encadenado
San Pedro cuando lo libertó el ángel, y la casa de María, madre de Juan Marcos,
donde se refugió aquella noche.18
El antiguo templo de Jerusalén, la maravilla del mundo, ocupaba la parte
oriental de la ciudad, el monte Moria que había sido allanado; y hoy se eleva
en su lugar la mezquita de Omar, coronada por la medialuna. Al echarlo de
menos, yo, forastero sobre ese suelo, traía con tristeza a mi memoria la oración
de Salomón al acto de consagrarlo: “Cuando el extranjero que no pertenece a tu
pueblo de Israel, viniere de lejanas tierras por amor de tu Nombre, puesto que
la fama de tu grandeza y tu poder se esparcirá por todas partes; cuando viniere,
digo, y orare en este templo, tú le oirás desde el cielo, desde aquel firmamento
en que tienes tu habitación, y le otorgarás todo cuanto te suplicare: para que
así todos los pueblos del mundo aprendan a adorar tu santo Nombre, como tu
pueblo de Israel, y sepan por experiencia que tú eres invocado en esta Casa que
yo te edifiqué”.19
Consolábame sin embargo, al percibir sobre el Gólgota la otra cúpula dominada por la cruz, que me recordaba una promesa más reciente y más explícita:
“Cuanto pidiéreis a mi Padre en mi nombre, se os concederá”.20
La célebre mezquita, cuya entrada estaba rigurosamente prohibida a los
extranjeros, hasta hace poco tiempo, puede visitarse hoy mediante algunos
francos. Por doquiera es exacta la máxima de que una llave de oro abre todas las
puertas.
Esa misma prohibición ha hecho que se le mire con un grande interés,
que realmente no tiene. Está reducida a una gran cúpula, antes dorada y hoy
18
Hch 12 .
19
Re 8, 41.43.
20
Jn 16, 23.
*
119
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Viaje de América a Jerusalén
negra, que cubre un tambor octágono, tapizado exteriormente de losas azules
con versos del Corán, con una puerta para cada uno de los cuatro puntos cardinales, alzándose sobre una plataforma rectangular, entre arcadas y columnas
de mármol, en medio de un vasto patio en que crecen algunos pinos y cipreses,
y al cual corresponde la parte oriental de la muralla con su puerta Dorada, hoy
obstruida. En el interior se encuentra, rodeado de una balaustrada de madera
dorada, una gran piedra calcárea, de cerca de 20 varas de diámetro, que es el
objeto principal de la veneración de los musulmanes. Según sus absurdas tradiciones, sobre ella dormía Jacob cuando tuvo en Betel el sueño misterioso de
la escala; de ahí dicen que se elevó Mahoma al cielo, montado en su yegua, en
confirmación de lo cual muestran depresiones que serían marcas de los cascos
del animal y de la cabeza del profeta, que a juzgar por el molde, además de dura
era bien grande. Dicha piedra forma una bóveda, de modo que puede bajarse a
una cámara que existe debajo de ella; por lo que los árabes pretenden que está
en el aire, sostenida por el arcángel Gabriel, aunque ven bien que descansa en
sus bordes y en una columna lateral que la sostiene. Golpeando en el suelo de
dicha cámara, se siente que hay debajo otra cavidad, por lo claro del sonido.
Según todas las apariencias esta roca hace parte del suelo, y ha debido existir
siempre ahí. Algunos suponen que, descubierta al preparar el terreno para la
construcción del templo de Salomón, la dejaron como ara en que se hacían los
holocaustos.
Además de la roca indican ahí varios sitios sagrados: el trono de David y
su tribunal, trono de Salomón, de Mahoma, el punto donde Saladino hizo su
primera comida después de la toma de la ciudad, la balanza invisible en que
se pesan las acciones de los mortales, la bandera de Omar, el estandarte de
Mahoma, etc.
Dentro del mismo recinto de murallas, del lado del sur, está la mezquita
llamada el Aksa, nombre que han aplicado a la basílica de Santa María, construida
por el emperador Justiniano. Los cristianos la denominan Iglesia de la Presentación, porque ahí quedaba el altar del antiguo templo en que María ofrendó
su Niño. Es una iglesia de siete naves, con la fachada al norte, sostenida por
columnas cortas, de capiteles corintios, y coronada de cúpula. Debajo hay unos
subterráneos, y por ahí muestran una piedra excavada, que los árabes pretenden
haber servido de cuna al Niño.
Más importante que todo eso es la antigua Puerta Especiosa del templo, situada en el muro del norte, cerca de la Piscina Probática, que recuerda el primer
milagro de San Pedro.
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120
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Andrés Posada Arango
Subían un día Pedro y Juan al templo, a la oración de la hora nona.
Y había un hombre, cojo desde el vientre de su madre, a quien traían
a cuestas y ponían todos los días a la puerta del templo, llamada
Especiosa, para pedir limosna a los que entraban en él. Pues como
éste viese a Pedro y Juan que iban a entrar, les rogaba que le diesen
limosna. Pedro entonces, fijando la vista en el pobre, le dijo: plata ni
oro yo no tengo; pero te doy lo que poseo: en el nombre de Jesucristo
Nazareno, levántate y camina. Y cogiéndole de la mano derecha le
levantó, y al instante se le consolidaron las piernas y los pies, y echó a
andar por sí mismo; y entró con ellos en el templo, saltando de gozo
y loando a Dios.
Y Pedro dijo a la muchedumbre que acudía asombrada: ¿Por qué os
maravilláis de esto, y por qué nos estáis mirando a nosotros como si
por virtud o potestad nuestra hubiésemos hecho andar a este hombre?
El Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de
nuestros padres ha glorificado con esto a su Hijo Jesús, a quien vosotros
habéis entregado y negado en el tribunal de Pilato, juzgando éste que
debía ser puesto en libertad. Mas vosotros renegásteis del Santo y del
Justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de la vida de un homicida:
disteis la muerte al Autor de la vida; pero Dios le ha resucitado de
entre los muertos, y nosotros somos testigos de su resurrección. Su
poder es el que, mediante la fe en su nombre, ha consolidado los pies
a este que vosotros visteis y conocisteis tullido; de modo que la fe que
de él proviene, es la que ha causado esta perfecta curación delante de
todos vosotros.21
De hechos semejantes, ejecutados en pleno mediodía y a la faz de las
poblaciones enteras, está llena la vida de Jesús y de sus discípulos; hechos que
ningún contemporáneo se atrevió a contestar, porque para todos eran evidentes
y palpables. Por el contrario, aun los césares paganos quisieron inscribirlo entre
sus divinidades.
¿Cómo, pues, los que dan crédito a las narraciones de la historia profana,
querrán que se les tenga por personas de buena fe y de criterio, por espíritus
rectos, cuando se empeñan en negar la realidad de los milagros, únicamente
porque no los comprenden? ¡Como si Dios, omnipotente, hubiera de andar
solo por el sendero trillado de las leyes físicas que nosotros conocemos!
21
Lc; Hch 3.
*
121
*
Viaje de América a Jerusalén
Y pues, si no sólo se vio a ese Nazareno dar cumplimiento en sí a cuanto las
profecías tenían anunciado; si no sólo se le vio andar sobre las aguas, imponer
silencio a las tempestades, curar con su querer toda suerte de dolencias, dar vista
a los ciegos, oído a los sordos, movimiento a los paralíticos, y aun resucitarse a
sí mismo, con tal evidencia que sus numerosos testigos prefirieron la muerte en
los patíbulos, antes que confesarse unos ilusos; si no sólo, digo, se le vio ejecutar
todo aquello, si no que aun su nombre, evocado por gentes sencillas, sin ciencia
y sin instrucción, causaba iguales prodigios;22 si su doctrina, establecida por tan
oscuros misioneros, ha causado en el mundo una total transformación ¿cómo
se podrá, procediendo de buena fe, rehusarse a reconocer en él un ser sobrenatural y divino, negarse a mirarlo como el Mesías prometido por boca de los
profetas y esperado por todas las naciones? Quién, llevando la mano al corazón
y a la frente, no siente que se agita torturada su conciencia, y que en medio del
torbellino de las pasiones, quiere exclamar como Pedro: tu es Christus filius Dei
vivi., “Sí, Jesús, tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.
No, no es la religión el patrimonio de los necios; no es la simplicidad, no
es la sencillez, no es la credulidad, no es la ignorancia lo que se necesita para
ser cristiano: es sólo proceder de buena fe, es buscar la convicción con ánimo
despreocupado y con honradez, arrojando de sí el espíritu de soberbia, quitando
de sus ojos la venda de las pasiones, rompiendo el prisma de los intereses mundanales, que conspiran a ofuscar la verdad, porque ella se opone a su reinado.
Es cierto que el cristianismo, como ha dicho Frayssinous, tiene sus misterios,
tiene su parte oscura que lo hace meritorio; pero tiene también su parte clara,
su parte luminosa, que lo hace eminentemente racional.
Una parte del muro que encierra el recinto de la gran mezquita, en su lado
occidental, presenta caracteres de mucha antigüedad, y ha sido considerado por
todos como restos del templo hebreo; en él se ven piedras enormes, de seis y
siete metros de longitud. Es ahí que los judíos, en uso de un derecho que han
comprado repetidas veces a peso de oro, se reúnen todos los viernes por la tarde
a llorar la pérdida de su nacionalidad y la destrucción de su santuario.
Las mujeres van envueltas en sus mantos, pero con la cara descubierta; los
niños llenos de harapos; los hombres con su sayal o túnica a manera de bata,
hendido a los lados hasta la altura de la rodilla, dejando ver las medias que cubren
22
Mt 10, 8; Hch 6,8; Hch 8, 6.8; Hch 9, 34.40; Hch 14,9; Hch 19,12.
*
122
*
Andrés Posada Arango
toda la pierna, y con un gorro a manera de turbante, y un mechón de cabellos
largos delante de cada oreja: todos ellos revelando la más grande miseria y un
supremo abatimiento. Toda esa muchedumbre, los unos sentados, los otros en
pie, algunos de rodillas, agitándose constantemente, exhalan ahí en presencia de
su Dios el dolor que no pueden reprimir, besando repetidas veces el viejo muro
que bañan con sus lágrimas, y leyendo con voz entrecortada la sentida oración
de Jeremías, que parece dictada aún para ellos:
Acuérdate, oh Señor, de lo que nos ha sucedido; mira y considera nuestra ignominia. Nuestra heredad ha pasado a manos de extranjeros: en
poder de extraños se hallan nuestras casas. Nos hemos quedado como
huérfanos privados de su padre: están como viudas nuestras madres.
A precio de dinero bebemos nuestra agua, y con dinero compramos
nuestra leña.
Pecaron nuestros padres, y ya no existen, y el castigo de sus iniquidades
lo llevamos nosotros. Nuestros esclavos se han enseñoreado de nosotros; no hubo quien nos libertase de sus manos. Con peligro de la vida
vamos a lugares desiertos en busca de pan, temiendo siempre la espada.
Quemada y denegrida ha puesto nuestra piel el hambre atroz.
Faltan ya en las puertas los ancianos, ni se ven los jóvenes en el coro
de los músicos que tañen. Extinguióse la alegría en nuestro corazón:
convertido se han en luto nuestras danzas. Han caído de nuestras
cabezas las coronas.
¡Ay de nosotros que hemos pecado! Por esto ha quedado melancólico nuestro corazón, por esto perdieron la luz nuestros ojos. Porque
desolado está el santo monte de Sión; las raposas se pasean por él.
Empero tú, oh Señor, permanecerás eternamente: tu solio subsistirá en
todas las generaciones venideras. ¿Por qué te has de olvidar para siempre
de nosotros? ¿Nos has de tener abandonados por largos años?”.
Conviértenos, oh Señor, a ti, y nos convertiremos; renueva nuestros
días felices como al principio. Mas tú, Señor, nos has desechado como
para siempre; te has irritado terriblemente contra nosotros.23
Espectáculo es ese, que no puede verse sin profunda emoción. ¡Qué reflexiones inspira! ¡Hoy, después de diecinueve siglos de la venida del Mesías, cuando
23
Jr; Lm, 5.
*
123
*
Viaje de América a Jerusalén
ya la luz del Evangelio ha sido llevada hasta los más remotos rincones de la tierra,
todavía, sobre ese mismo monte de Sión, aquellos pobres ciegos desconocen la
fuerza de la verdad, lloran obstinados sobre las ruinas del templo de los antiguos
sacrificios, y bajan al sepulcro sumidos en su error!
Y por una rara coincidencia, han elegido para sus plegarias el mismo día
y hora en que fue inmolada la Víctima santa cuyo carácter no quieren comprender.
En ellos se ve cumplida fielmente la palabra del profeta: “Yo os llamé, y
no respondisteis; os hablé y no hicisteis caso. Por tanto, sabed que mis siervos
comerán, y vosotros padeceréis hambre; mis siervos beberán, y vosotros padeceréis sed; mis siervos se regocijarán, y vosotros estaréis avergonzados; y sabed,
en fin que mis siervos, a impulsos del júbilo de su corazón, entonarán himnos
de alabanza, y vosotros, por el dolor de vuestro corazón, alzaréis el grito, y os
hará dar aullidos la aflicción de ánimo. Y dejaréis cubierto de execración vuestro
nombre a mis escogidos. El Señor Dios acabará contigo, oh Israel, y a sus siervos
los llamará con otro nombre;24 en el cual nombre, quien fuere bendito sobre la
tierra, bendito será del Dios verdadero”.25
Los otros monumentos que existen aún en Jerusalén dignos de visitarse,
son las piscinas y las grutas.
La piscina de Ezequías está comprendida dentro de la ciudad, y rodeada de
casas, de modo que es preciso pedir permiso en alguna de ellas para entrar a verla.
Es un pozo rectangular de 73 metros de longitud y 44 de latitud, que recibe el
agua, para el uso de la población, por un acueducto que viene del Estanque Superior. Este se halla situado afuera de las murallas, como a 400 varas al occidente
de la puerta de Jafa: tiene 90 metros de longitud y 83 de latitud. El Estanque
Inferior o piscina del Rey, la mayor de todas, pues que tiene 180 metros de largo
y 78 de ancho, está en parte destruido y permanece en seco: se encuentra al sur
de la puerta de Jafa, no lejos de la muralla, en el principio del valle de Hennon.
Todo el terreno de las montañas de Jerusalén está constituido por un calcá­
reo compacto, muy semejante a la piedra litográfica, y en él se encuentran a
cada paso grutas excavadas artificialmente con más o menos regularidad, de las
cuales unas estaban destinadas a servir de sepulcros, y otras fueron habitadas
por anacoretas de los primeros siglos de nuestra era.
24
¿Cristianos?
25
Is 65,12.16.
*
124
*
Andrés Posada Arango
Entre esas cavernas llaman la atención las conocidas con los nombres de
tumbas de los Reyes, de los Jueces y de los Profetas.
Las primeras están situadas al norte de la puerta de Damasco, como a ocho
cuadras. Se nota ahí una especie de pozo cuadrado, con una puerta en arco en
uno de los lados. Luego que se entra, se halla un corredor labrado en la roca, con
coronas y otros dibujos en relieve: a la izquierda se ve una puerta por la que se
llega a una escalera que conduce a una sala subterránea, debajo de la cual existe
otra semejante, y a los lados hay otras cámaras que comunican con la sala por
puertas en arco. En las cámaras se ven numerosas cavidades excavadas de punta
en las paredes, enteramente semejantes a las bóvedas sepulcrales que se usan
entre nosotros (en Medellín).
Se ignora en qué tiempo fueron hechos estos trabajos, y qué personas fueron
sepultadas ahí: pero se reconoce sin dificultad participación del arte griego, por
lo que se les atribuye a los últimos reyes de Judea, posteriores a Herodes. Hacia
la misma época debieron ser hechas las tumbas impropiamente llamadas de los
Profetas y de los Jueces, cuya construcción es semejante a aquellas. Estas últimas
se encuentran del lado de la puerta de Damasco, más retiradas aún que la de los
Reyes; y las de los Profetas están en el Olivete.
Es también del lado de la puerta de Damasco que se halla la gruta que
habitó Jeremías después de la ruina de la ciudad, y donde compuso sus memorables lamentaciones. Es una gran cueva de 50 pasos de diámetro. Pertenece a
un santón turco que la ha comprendido dentro de los muros de su casa, para
especular haciéndose pagar de los que la visitan, a la vez que ha establecido en
ella un molino de trigo. Ahí cerca hay un pozo con agua, que suponen ser la
cisterna en que el profeta fue arrojado por orden del rey Sedecías.
Jerusalén está situada a los 31º 47’ de latitud norte, y los 33º al oriente del
meridiano de París; su elevación sobre el nivel del mar se calcula en 805 metros;
su temperatura media, que determiné por el método de las cisternas, es 17º,5 cen­
tígrados; pero en esa época subía a 28º a las dos de la tarde.
Su población, que antiguamente era hasta de 120 mil, apenas llega hoy a
20 mil habitantes, de los que 8 mil son judíos, 7 mil musulmanes, 3 mil griegos
cismáticos, 1.500 católicos, y los demás armenios y coptos.
Los judíos tienen sinagoga, hospicio y hospital; los musulmanes, además
de sus mezquitas ruinosas, tienen veneración por los templos cristianos, pues
miran a Jesús como un gran profeta, aunque inferior a Mahoma; los griegos
tienen un patriarca, hospicios, hospital, ocho conventos de hombres y cinco de
*
125
*
Viaje de América a Jerusalén
mujeres; y los armenios cuentan también con su patriarca, un buen convento y
varias capillas.
El catolicismo está representado ahí por un obispo o patriarca y por los
padres franciscanos, que componen la Misión de Tierra Santa, distribuida en
varios monasterios de la Palestina, pero dependientes todos del Guardián que
reside en el convento de San Salvador, en Jerusalén.
Los servicios que esos pobres monjes prestan ahí a la religión, son muy
positivos, y merecen por lo mismo un constante apoyo. Ellos son los custodios
de los Santos Lugares, los encargados de mantener allá el verdadero culto,
haciendo arder incesantemente su lámpara en los altares, como homenaje de
adoración de todo el orbe católico; ellos son los representantes de los héroes
cruzados, los sucesores de los reyes de Jerusalén; y con su pobreza, su humildad
y sus oraciones, nos conservan abiertas todavía las puertas del Santuario, que la
espada no pudo conquistar.
Además, ellos tienen en todos sus conventos una escuela árabe y otra italiana,
para dar gratuitamente a los niños la instrucción literaria, moral y religiosa; tienen
un religioso profesor de medicina, y una buena farmacia, para distribuir generosamente a la población los recursos de la ciencia; sostienen las familias necesitadas,
que son muchas, pagándoles las habitaciones y contribuyendo a su alimentación
con lo que ahorran en sus ayunos ¡Ejemplo sublime de caridad evangélica! ¡Difunden la palabra divina por medio de pláticas en la lengua del país; llevan los
consuelos de la religión a los moribundos, y albergan caritativamente todos los
peregrinos pobres. Y sin embargo, viven de limosnas que cada día escasean!
Últimamente se han establecido también allá algunos protestantes, y cuentan
ya con un hospicio, un hospital, escuelas y un obispo pagado por la Prusia.
El número de peregrinos que concurre anualmente a Jerusalén es bien
considerable, pues entre los católicos solamente se calcula en treinta mil, y el
de los cismáticos no es menor. Todas las sectas, cada una a su manera, rinden
allí su adoración.
Así estaba profetizado.
“Y cuando yo seré levantado en alto de la tierra, todo lo atraeré hacia mí
( Jesucristo)”.26 “Vendrán a ti las naciones lejanas, y trayendo dones adorarán
en ti al Señor, y tendrán tu tierra por santa”.27
26
Jn 12, 36.
27
Tb 13, 14.
*
126
XII
Todo contribuye en Jerusalén a entristecer el ánimo del viajero, a hacer brotar
en su espíritu ideas de profunda melancolía: su cielo pálido y escaso de nubes,
sus cerros calcinados y desnudos, sus campos áridos y yermos, las mil cavernas
que se ven por todas partes, las rocas hendidas, los torrentes desecados, la ciudad
ruinosa, los recuerdos dolorosos de la pasión del Cristo, la contemplación del
Valle de Josafat, cubierto de sepulcros, con los pensamientos que inspira sobre
el juicio universal, todo aquello reunido angustia el corazón y hace sentir la
necesidad de respirar otro aire, de buscar otro horizonte.
Por fortuna, dos horas son suficientes para cambiar de perspectiva y de
impresiones, dirigiéndose a Belén.
Se sale de Jerusalén por la puerta de Jafa; se marcha al sudoeste, pasando
cerca de la gran piscina de Salomón y dejando a la izquierda el Monte del Mal
Consejo, para atravesar, durante una hora, el llano en que el ángel del Señor mató
en una noche ciento ochenta y cinco mil hombres del ejército de Senaquerib,
que sitiaba la ciudad en tiempo de Ezequías.1 Por ahí, un poco a la derecha de la
ruta, se ven las ruinas de la casa de Simeón, aquel santo sacerdote a quien Dios
había revelado que no moriría sin haber visto al Mesías; por lo cual, al recibir el
niño que María presentó en el templo, exclamó inspirado: “Ahora, Señor, bien
puedo morir en paz, pues que mis ojos han visto al Salvador que nos has dado;
al cual tienes destinado para que, expuesto a la vista de todos los pueblos, sea
luz que ilumine a los gentiles, y la gloria de tu pueblo de Israel”.2
1
Re 19, 35.
2
Lc 2, 29.32.
*
127
*
Viaje de América a Jerusalén
Encuéntrase más allá, en la mitad del camino, una cisterna llena de agua, en
la que dicen se detuvieron los Magos para dar de beber a sus caballos, cuando
iban para Belén, y donde vieron reaparecer la estrella milagrosa que les servía de
guía, y que se había ocultado desde su aproximación a Jerusalén. Poco después se
llega a una ligera cuchilla, donde está un convento griego de San Elías, pasada
la cual se pierde de vista a Jerusalén, mientras que Belén aparece a lo lejos.
En adelante el camino continúa en suave declive. Se halla en el tránsito la
tumba de Raquel, monumento del siglo xvii, coronado con una cúpula, pero
que ocupa positivamente el sitio donde fue sepultada la esposa querida de Jacob,
cuyo sepulcro existía en tiempo de Moisés y que aun alcanzó a ver San Jerónimo.
Los árabes y los judíos tienen por ella igual veneración, y la refaccionan con
frecuencia.
Casi al llegar a Belén, desviándose a la izquierda, se encuentran unas cisternas que llevan el nombre del Rey profeta, porque se supone que fue de ellas
que él quiso beber en una de sus guerras con los filisteos, y cuya agua fueron a
buscar sus capitanes por entre las filas enemigas; pero él la derramó, como un
obsequio a Dios.
La patria querida de David es hoy una población más reducida aun que en
el tiempo en que el profeta Miqueas exclamaba: “Tú, Belén, eres pequeña entre
las ciudades de Judea; pero de ti saldrá el que ha de ser dominador de Israel, el
cual fue engendrado desde la eternidad”.3 Sus casas, en un todo semejantes a las
de Jerusalén y Jafa, separadas apenas por callejuelas irregulares y angostas, están
agrupadas sobre una colina, destacándose en medio de la iglesia de la Natividad,
que ocupa el lugar del nacimiento del Mesías, rodeado de los conventos latino,
griego y armenio.
Este templo, que se halla en poder de los griegos, es la única construcción
que ha quedado de la época de Santa Elena. Está formado de cinco naves,
separadas por columnas cortas, presentando bastante semejanza en su interior
con la iglesia de la Presentación, llamada el Aksa.
Bajo el altar principal hay un subterráneo al cual puede descenderse por dos
escaleras, una de cada lado; y es ahí que se encuentra la Gruta de la Natividad, es
decir, el lugar mismo donde nació Jesús. Es una ancha cueva de más de doce varas
de longitud, cinco de anchura y tres de elevación, mirando al occidente como la
3
Mi 5, 2.
*
128
*
Andrés Posada Arango
iglesia, cubierta de mármol, y con una grande estrella de plata incrustada en el
suelo, en la cual se lee esta inscripción: Hic de Virgine María Jesus Christus natus
est. En el mismo piso subterráneo, a la derecha y casi al frente de dicha gruta,
hay otra cueva con dos altares, el uno en el Pesebre propiamente dicho, es decir
en el paraje donde el Niño fue expuesto a la adoración de los pastores, y el otro
donde le hicieron sus ofrendas los Magos; ambos sitios adornados con cuadros
relativos a escenas que ahí tuvieron lugar; y en el Pesebre arden constantemente
veintiuna lámparas de plata.
Yo hubiera querido más bien hallar el establo primitivo, y si hubiera sido
posible, aun su paja, su buey y su mula. Sin embargo, la consideración de esos
objetos no dejaba de despertarme gratos recuerdos infantiles. ¿Quién no se ha
alegrado en su niñez al aproximarse la Nochebuena? ¿Quién no ha gozado de
las fiestas sencillas con que las familias cristianas conmemoran el nacimiento
del Niño? ¿Quién, en esa época feliz de la inocencia, no ha hallado placer en las
misas de gallo, las apuestas de los aguinaldos, el canto de los villancicos y en los
hermosos pesebres? El cristianismo, en medio de la sublimidad de sus misterios
que cautivan la inteligencia, tiene también su poesía y su encanto que tocan el
corazón.
Las grutas mencionadas están en comunicación por medio de una puerta
cuya llave manejan los latinos, con una galería que les pertenece exclusivamente,
y en la cual existen varios altares o capillas, a saber: uno dedicado a San José,
en el paraje donde el santo patriarca dormía cuando le fue revelada por el ángel
la orden de huir a Egipto; una gruta donde fueron sepultados los inocentes
que Herodes hizo degollar; un altar a San Eusebio de Cremona, otros a Santa
Paula, Santa Eustoquia y San Jerónimo, donde estuvieron sus sepulcros antes
de ser trasladados a Roma, y finalmente la cueva que el santo Doctor habitó
por cuarenta años, en la que compuso, en medio de sus austeras penitencias y
oyendo sin cesar la trompeta del Juicio, sus importantes obras.
Dirigiéndose para el lado del oriente se encuentra, al terminar la población,
una cueva convertida en capilla por los católicos, y venerada bajo el nombre
de Gruta de la Leche, porque la tradición refiere que la Virgen la habitó algún
tiempo, antes de su fuga a Egipto. Está excavada en una roca cretácea muy
deleznable, cuya tierra toman las nodrizas para aumentar su leche. Bajando en
seguida la pendiente de la colina, se llega a un vallejuelo donde existe la Aldea de
los Pastores, distante veinticinco minutos de Belén; poco mas allá, a la izquierda
del sendero, muestran el campo de Booz, donde la pobre Ruth iba a espigar;
*
129
*
Viaje de América a Jerusalén
y después una caverna profunda, a la cual se desciende por veinte escalones,
donde se dice estaban los pastores cuando los ángeles fueron a anunciarles el
nacimiento del Niño; está convertida en capilla armenia.
Al occidente de Belén, a una hora de camino, existen los famosos Estanques
de Salomón y la Fuente Sellada, a que hace alusión el Cantar de los cantares. Esta
brota en un pozo profundo, a donde se baja por 25 gradas, y está recubierta
arriba por una bóveda de cal y canto, y cerrada por una puerta; su agua limpia y
fresca, corre y se derrama en los estanques, que se encuentran a poca distancia,
dispuestos en línea recta de oeste a este, principiando por el pequeño que es el
más inmediato. Son grandes albercas cuadrilongas, destinadas a recibir el exceso
de agua de la fuente, de que una parte va a Belén, para suministrarla a Jerusalén
en los tiempos de sequedad. El mayor tiene 177 metros de longitud, 83 por un
lado y 45 por otro, con 15 de profundidad; el segundo tiene 129 de longitud, 70
de latitud y 12 de profundidad, y el tercero 116 de largo, 70 de ancho y 7, 60 de
hondo.
El acueducto que sale de ellos, va costeando los cerros hasta llegar al monte
Moria: antiguamente iba al templo; hoy, que lo han refaccionado, surte de agua
la mezquita.
En el tránsito de los estanques a Belén, se ve en un vallejuelo angosto y
profundo, pero fértil, el Hortus conclusus de Salomón, hoy propiedad de una
familia inglesa.
Belén cuenta como cinco mil habitantes, de los cuales casi la mitad son
católicos, notables éstos por la bondad de su carácter, sus buenas costumbres y
su afabilidad, que muestran en ellos a los descendientes de los venturosos aldeanos que merecieron entonar el hosanna con los ángeles en la cuna del Salvador.
Los religiosos franciscanos tienen ahí un convento, arreglado sobre el mismo
pie que los otros de la Palestina: no hay ninguna mezquita. Los campos son
alegres, relativamente fértiles y cultivados, y la temperatura suave, por las brisas
que soplan con frecuencia; todo lo cual, unido a los recuerdos propios del lugar,
lo hace una mansión agradable, al menos para quien va de Jerusalén.
Saliendo de Belén y encaminándose al noroeste, por las faldas de los cerros,
después de hora y media de camino se encuentra la fuente en que el apóstol San
Felipe bautizó al eunuco de la reina Candace. Éste iba de Jerusalén para Gaza,
entretenido en leer las profecías de Isaías que hacían alusión a Jesucristo, y que
no podía comprender, cuando llegándose el apóstol, advertido de ello por una
inspiración, se las explicó demostrándole su cumplimiento en Jesús Nazareno,
*
130
*
Andrés Posada Arango
recientemente crucificado. El otro inclinó su cerviz herido por la fuerza de la
verdad, y descendiendo de su coche, pidió el agua de la regeneración.4
Aquella ruta es hoy apenas transitable; pero es evidente que han podido
existir ahí caminos carreteros, como pueden trazarse actualmente, costeando
las colinas en un plano tan horizontal como se quiera.
Volviendo sobre la izquierda para marchar directamente al norte, por entre
escarpas y collados, en menos de dos horas se llega a la patria del Bautista,
pequeño pueblo pintorescamente situado sobre un contrafuerte de la colina.
Aquí, como en Belén, se respira cierto aire de alegría.
Una bella iglesia ocupa el lugar de la casa de Zacarías, y en ella muestran,
en el altar de la nave izquierda, la gruta donde nació San Juan, como lo indica
una inscripción latina que se ve en el pavimento. Varios cuadros de mármol,
representando en relieve las principales escenas de la vida del Precursor, adornan
ese santuario. La iglesia pertenece a los latinos, que tienen ahí un monasterio
habitado por 20 religiosos; no hay mezquita alguna ni sectas cismáticas; pero
el número de católicos de la población no llega a doscientos.
El señor Alfonso Ratisbona, que en 1842 dejó de pertenecer al judaísmo
para hacerse católico ferviente, y más tarde sacerdote, ha establecido allí un
convento de religiosas bajo el mismo plan que el de las Hermanas de Sión
que instituyó en Jerusalén, es decir, con el objeto principal de acoger las niñas
huérfanas y darles instrucción. Es un establecimiento muy digno de visitarse,
en que el viajero encuentra con agradable sorpresa ese buen gusto europeo que
sabe hermosearlo todo, y que tan raro es por aquellas comarcas.
A un cuarto de hora de camino se encuentra la casa de campo que habitaba Santa Isabel cuando fue visitada por la Virgen, despues de la encarnación
del Verbo; está convertida en iglesia. Se ve ahí un bello cuadro que representa
la entrevista de las dos primas, cuando la futura madre de San Juan exclamó
inspirada por el Espíritu divino: “bendita eres tú entre las mujeres, y bendito
es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanta dicha, que venga la madre de mi
Señor a visitarme?”.5
Al occidente de la población, en medio de montañas desiertas, y como a una
hora de distancia, se halla una gruta excavada en el flanco de un cerro, cortado
4
Hch 8.
5
Lc 1, 42-43.
*
131
*
Viaje de América a Jerusalén
a tajo, siendo preciso subir a ella por gradas labradas en la roca; al pie brota una
fuente. Fue ahí que el Precursor pasó la mayor parte de su vida, alimentándose
sólo con langostas y miel silvestre, y preparándose en la oración para salir a
anunciar a los pueblos el cumplimiento de las profecías, la llegada del Ansiado
de las naciones.
Todos los años, en el día del santo, resuenan aquellas soledades con la música
sagrada y el canto solemne de los monjes, que van ahí a celebrar su fiesta. ¡Raro
privilegio de la virtud! ¡Sólo ella recibe homenajes a través de los siglos y en la
serie de las generaciones!
Yendo del pueblo de San Juan para Jerusalén, viaje que se hace en hora y
media, trasmontando una cuchilla escarpada, se encuentra en el tránsito un
hermoso convento griego, cuya iglesia está construida en el punto donde, según
una tradición anterior a Santa Elena, fue cortado el árbol del que se hizo la
Santa Cruz. Detrás del altar principal, a la izquierda, muestran los frailes un
hoyo que dicen ser el que ocupaba la raíz.6
6
Véase la nota H al final del volumen.
*
132
XIII
La excursión al Jordán y al mar Muerto, una de las que mayor interés inspiran
al viajero, es también la más penosa, menos por el temor de los beduinos, que
por el excesivo calor que reina en ese valle ardiente durante el estío.
El 30 de junio por la tarde emprendí la expedición, acompañado de mi
drogman o intérprete árabe, y de un genízaro.
Se sale de la ciudad por la puerta de San Esteban, se pasa cerca del huerto
de Getsemaní y se costea a la izquierda el monte Olivete, detrás del cual, en
la pendiente del sudeste, se encuentra Betania, distante cuarenta minutos de
Jerusalén.
Unas pocas casas de piedra, más o menos arruinadas, es lo que resta de
aquella población. Era aquí que vivía Lázaro con sus hermanas Marta y María,
en cuya casa se hospedó tantas veces Jesucristo. De aquí salió el Divino Maestro
para hacer su entrada triunfal el domingo de Ramos; y cuando iba a predicar
a la ciudad, se retiraba siempre por las tardes, para pasar la noche en Betania.
¡Cuántas veces recorrió el camino que acababa yo de pisar!
Se ven las ruinas de la habitación de Simón el Leproso, donde él cenaba
cuando María derramó sobre su cabeza el ungüento precioso. Pero el único
monumento verdaderamente notable, que recuerda el más estupendo milagro de
Jesucristo, es la tumba de donde Lázaro fue resucitado. Está muy cerca del villaje,
excavada en un barranco, con su puerta al norte; se desciende por 26 escalones a
un primer piso, y de aquí se baja por 4 gradas más a la cámara sepulcral, que es
una cueva cuadrada, de cinco pasos de lado, con cielo abovedado. Los cruzados
le habían convertido en capilla.
*
133
*
Viaje de América a Jerusalén
Jesús venía entonces del Jordán, y aún muestran la piedra donde Marta se
sentó a aguardarlo y a lamentar su tardanza, segura como estaba de que habría
podido curarlo con sólo su querer. Él le dijo: Tu hermano resucitará; yo soy la
resurrección y la vida, y quien cree en mí, aunque hubiere muerto vivirá. Como
quisiese ir a donde Lázaro estaba sepultado, sus hermanas le advirtieron que
hacía cuatro días que había muerto, y que ya se sentía la fetidez; pero él insistió,
fueron al sepulcro, mandó retirar la piedra que tapaba la gruta, y alzando los ojos
al cielo, dijo: Oh Padre, gracias te doy porque me has oído, para que este pueblo
que está a mi rededor, crea que tú eres el que me ha enviado. Gritó en segui­da
con voz sonora: Lázaro, ven afuera; y al instante, el que había muerto salió, ligado
de pies y manos con unas fajas, y cubierto el rostro con un sudario. Dí­joles Jesús:
desatadle y dejadle ir. Con lo cual, la multitud de judíos que habían venido a
visitar a Marta y María, y vieron lo que Jesús hizo, creyeron en él.1
De Betania en adelante se continúa por un sendero pedregoso, estrechado en
medio de collados áridos y sin atractivo. Se encuentra una fuente, llamada de los
Apóstoles; un valle, que se supone ser el de Acor en que fue lapidado Acan; se
marcha luego por sobre una cresta separada de los cerros, a derecha e izquierda,
por precipicios cortados verticalmente, mostrando las estratificaciones inclinadas
de las montañas, que revelan los grandes cataclismos que han conmovido ahí la
corteza de la tierra, y se baja finalmente a la honda llanura de Jericó.
Este valle, formado sin duda por un hundimiento del suelo, es árido, triste y
desapacible, lleno de grietas y de elevaciones irregulares que lo desnivelan. Ahí se
encuentra un riachuelo insignificante, se pasa frente al Monte de la Cuarentena,
cerro arredondeado, lleno de grutas y con algunas ruinas de la Edad Media,
en el que Jesucristo hizo su ayuno de cuarenta días y permitió ser tentado por
Satanás.
En medio de la monotonía de aquel paisaje, hay un espectáculo que alegra:
es la célebre fuente dañina que el profeta Eliseo hizo potable, a instancias de los
habitantes de Jericó. Brota al pie de un barranco y se dirige al sudeste, mansa
y como dormida en su origen; pero aumentando rápidamente, se convierte en
un raudal, y como para no quedar desapercibida por el viajero, para recordarle
los beneficios que obra Dios por la mano de sus escogidos, cobra aliento y hace
resonar la silenciosa llanura con el murmullo agradable de sus ondas, vivificando
1
Jn 11,41.44.
*
134
*
Andrés Posada Arango
en sus márgenes algunos sauces y espinos que resaltan en la desnudez del campo.
Su agua me pareció muy agradable.
Un poco más allá se encuentra Riha, pobrísimo villorio que ocupa el lugar
de la antigua Jericó. Nada hay allí que recuerde la ciudad populosa cuyos muros se desplomaron un día al son de las trompetas de Israel; nada que revele la
ponderada feracidad de su suelo: el viajero sólo ve en sus ruinas el cumplimiento
del anatema que le legara Josué.
Al lado de unas chozas miserables se elevan unas paredes antiguas, que se
pretende han pertenecido a la casa del afortunado Zaqueo, a quien Jesucristo
hizo bajar de un árbol para que lo hospedara y recibiera la gracia de la fe.
Ahí tuve ocasión de conocer las célebres manzanas de Sodoma, que abundan
en todo el valle, y de que se ha dicho que bajo apariencias de frescura, sólo
contenían ceniza. Es un solanum muy semejante a nuestro lulo, cuyas bayas,
generalmente sanas, son a veces picadas por insectos que convierten su interior
en una materia pulverulenta, dejando la corteza intacta; observación que ya
otros viajeros habían hecho.
La planta singular conocida con el nombre de rosa de Jericó, y que ha sido
también objeto de supersticiones, no existe en ese lugar; los beduinos la sacan
del interior del desierto. No es flor, sino la planta entera, con raíz y ramos, de una
crucífera, la anastática hierochuntina, que tiene la propiedad de contraerse por la
sequedad, formando una bola, y al echarla al agua, se va abriendo de nuevo. Ese
fenómeno, que es simple efecto de la higroscopicidad, es mirado por el vulgo
como un hecho sobrenatural, y le atribuyen la virtud de facilitar los partos, para
lo cual ponen la rosa en una vasija con agua, en el aposento.
En Jericó pernocté, no diré dormí, atormentado sin tregua por el aguijón
de mosquitos implacables, y muy de mañana continué mi viaje. En hora y
media recorrí la llanura de Gálgala, aclarada apenas por la luz de las estrellas,
representándome en la imaginación las diversas escenas de que ha sido teatro.
Ahí acamparon los israelitas por la última vez, después de cuarenta años de vida
errante en el desierto; ahí cesó de caerles el maná, celebraron su primera pascua,
y erigieron el monumento de las doce piedras, sacadas del lecho del Jordán, para
conmemorar su paso milagroso, monumento que existía aún en tiempo de San
Jerónimo, a principios del siglo quinto.
Al rayar el alba del primero de julio, me hallaba en las márgenes del Jordán. Corre de norte a sur, oculto en un cauce hondo formado por barrancos
deleznables, en cuyos bordes crecen algunos sauces, numerosos espinos y cañas
*
135
*
Viaje de América a Jerusalén
silvestres, que impiden el arribo; sólo hay una pequeña playa cubierta de guijarros por donde puede llegarse, para ver sus aguas turbias, con treinta varas de
anchura y suficiente profundidad para hacerlo invadeable; tal es el río. Pero es
tanta la poesía que su nombre encierra, tan bellos los recuerdos que despierta
en la memoria, que a pesar de lo ingrato y agreste del paisaje, que era el reverso
del cuadro florido que mi fantasía se había complacido en crear, yo lo veía a
través de un prisma alucinador que me causaba positivo placer.
Desde luego pensé en bañarme; pero antes quise orar. ¡Ah! ¿Quién habrá
tan desgraciado que no tenga que dirigirse alguna vez a la Providencia, sino
para alabarla en sus beneficios, al menos para implorar su misericordia en sus
días de castigo o de prueba?
Separándome de los árabes, fui a postrarme al pie de un sauce, elevé mi
corazón al cielo, y oré. ¿Por qué negarlo? Oré ante el Dios poderoso que hizo
flotar ahí, cual leve paja, el hacha de uno de los discípulos de Eliseo; oré ante el
Dios fuerte que dividió esas ondas para dar paso a su Arca Santa y a su pueblo
escogido; oré ante el Dios bondadoso que sanó a Naaman de la incurable lepra,
haciéndolo bañarse en esas aguas; y oré, en fin, ante el Dios misericordioso que
instituyó allí, para salud del mundo, el sacramento augusto del bautismo, enviando su Espíritu divino sobre su Hijo muy amado en quien se ha complacido.2
Eran las cinco de la mañana, y el termómetro centígrado, sumergido en el
río, marcaba treinta grados; a pesar de eso, el baño me pareció delicioso: ese
ha sido siempre uno de mis placeres predilectos, y allí se unía a la satisfacción
corporal un vago sentimiento religioso que la acrecentaba.
Teníamos precisión de abandonar aquel valle profundo antes que el calor
se hiciera sofocante, por lo que llené unas botellas de agua del río, saqué del
lecho unos guijarros, y me apresuré a continuar la marcha. El sol comenzaba
apenas a elevarse sobre las altas llanuras de Moab, que se extendían azulencas
y desnudas del otro lado del Jordán, imitando una cordillera; en lontananza se
divisaba el monte Abarim, de donde Moisés vio la tierra prometida que no le
era dado pisar.
En una hora recorrí la llanura y llegué a la orilla del Mar Muerto, cuyo nombre expresivo indica bien la soledad, la lobreguez y silencio de aquella comarca,
y el pesado letargo de sus aguas. Forma un grande óvalo, de doce leguas de
2
Mt 3,17.
*
136
*
Andrés Posada Arango
longitud de norte a sur, tres de anchura y como trescientas varas de profundidad
máxima: sin desagüe alguno, aunque recibiendo constantemente todo el caudal
del Jordán y algunos otros afluentes. No tiene otro medio de descargarse que
por la evaporación.
Visto en masa es de un azul triste; pero en pequeña cantidad, su agua, aunque espesa y oleosa, es perfectamente limpia, sin color ni olor alguno, y de una
amargura casi cáustica. Su grande densidad hace que se conserve la superficie
siempre serena y que floten cuerpos que en el océano se hundirían. Refieren que
Tito, después de la toma de Jerusalén, hizo arrojar en él algunos esclavos atados
y que no sabían nadar, los que no se ahogaron. Débese esto a la grande cantidad
de sales que contiene, pues forman la cuarta parte de su peso, predominando en
ellas el cloruro de magnesio, que le da su sabor insoportable. Su temperatura a
las 7 de la mañana era de 32º, casi el calor animal. No se encuentran ahí peces,
pero sí algunos moluscos testáceos.3
El valle ocupado por el Mar Muerto presenta el raro fenómeno de hallarse
mucho más bajo que el nivel del océano, hasta tal grado, que su superficie líquida comparada a la del Mediterráneo, se calcula tener cuatrocientos metros
de depresión. Por consiguiente, si llegara a establecerse una comunicación subterránea entre los dos mares, el agua subiría en el primero a una grande altura,
e inundaría toda la comarca.
La apariencia de cortes que presentan las montañas inmediatas, induce a
creer que dicho valle ha debido formarse por un hundimiento repentino del
suelo; la frecuencia de los terremotos, con la existencia de varios productos
volcánicos, tiende a confirmar esa opinión. Esto no se opone en manera alguna
al testimonio de Moisés, que habla de la destrucción de las ciudades culpables
por el fuego del cielo, pues la tierra podía muy bien contribuir con sus convulsiones a consumar el castigo; o bien este cataclismo pudo verificarse cuando ya
aquello era un desierto. Respecto del primer hecho, la relación del Génesis es
bien terminante para que pudiera quedarnos la menor duda. Los ángeles hicieron salir de ahí a Lot, advirtiéndole que iban a destruir las ciudades, por cuanto
sus maldades habían subido de punto delante del Señor. “Al rayar el sol sobre
la tierra, entró Lot en Segor. Entonces el Señor llovió del cielo sobre Sodoma
y Gomorra azufre y fuego por virtud del Señor; y arrasó estas ciudades, y todo
3
Véase la nota I al final del volumen.
*
137
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Viaje de América a Jerusalén
el país confinante, y los moradores todos, y todas las verdes campiñas de su
territorio… Yendo Abrahán muy de mañana al sitio donde antes había estado,
se puso a mirar hacia Sodoma y Gomora y todo el terreno de aquella región, y
vio levantarse de la tierra pavesas, cual si fuera la humareda de un horno”.4
Del Mar Muerto me dirigí al occidente, y abandoné pronta la llanura para
continuar sobre las montañas, por un camino distinto del que había llevado,
pero semejante en su aspecto. Por todas partes cerros calcáreos, compuestos de
gruesas capas inclinadas; campos desnudos o cubiertos de pequeña paja tostada por un sol de fuego; ni un árbol, ni una palmera, ni casas, ni sombra, ni ser
animado, con excepción de algún pequeño lagarto que corría a esconderse bajo
las piedras, o algún pájaro silencioso, que nacido en medio de aquella naturaleza
tétrica, no adquirió tal vez ni el instinto de cantar. Por donde quiera la Judea
repercute aún los acentos quejosos de Jeremías y Joel: “Lo que dejó la oruga se
lo comió la langosta, y lo que dejó la langosta se lo comió el pulgón, y lo que
dejó el pulgón lo consumió el añublo…”.5 “Me pondré a llorar y a lamentar a
la vista de los montes, porque desde las aves del cielo hasta las bestias, todo se
ha ido de ahí y se ha retirado”.6
A poco más de cinco horas de camino llegamos al convento griego de
San Sabas, única vivienda de aquellas soledades. En el borde de un precipicio profundo, cortado a plomo en medio de los cerros, se eleva un alto muro,
con apariencia de fortaleza, a cuyo pie existe una pequeña puerta de hierro.
Golpeando fuertemente ahí, se ve descender desde una ventanilla una cesta
pendiente de una cuerda, en la cual debe enviarse la carta de admisión del
patriarca griego de Jerusalén, sin cuyo requisito no hay albergue. Entré, pues,
en esa rara habitación. Se va descendiendo por escaleras labradas en la roca,
hasta llegar a una pequeña plataforma que sirve de asiento a la iglesia, frente
a la cual hay una capillita circular que encierra la tumba del santo fundador.
Las celdas son grutas excavadas en la peña, a diferentes alturas, y que más se
parecen a palomeras que a habitaciones humanas.
Este monasterio, fundado por San Sabas en el año 483, contó antiguamente
un número prodigioso de penitencias, cuyas cuevas se ven por ahí en los flancos
4
Gn 19, 23.28.
5
Jl 1,4.
6
Jr 9,10.
*
138
*
Andrés Posada Arango
de la montaña, dispersas en una grande extensión de la comarca. Entre otros
personajes ilustres, acabaron ahí sus días, en medio de austeridades, San Juan
Damasceno y San Nicolás.
Serias reflexiones despertaba en mi espíritu la vista de aquel paisaje singular;
lecciones de profunda filosofía salían para mi alma de cada una de sus grutas
solitarias, que la imaginación poblaba con las sombras de sus habitadores de
otros tiempos. ¿Quién podrá meditar sin admirarse, en la grande fortaleza, en
el heroísmo sublime de los anacoretas?
Se comprende perfectamente que el hombre, impelido por ese estímulo
poderoso que él llama la gloria, y que es sin embargo una vana quimera, puesto
que ha de acabar con el mundo, que es ante la eternidad como una gota en medio
del océano; se comprende, digo, que bajo ese móvil poderoso, se lance impasible
a todos los peligros, arrastre sereno todas las dificultades, surcando mares desconocidos, escalando los muros enemigos por entre el fuego de la metralla, o
persiguiendo tenaz los misterios de la ciencia, entre desvelos y penalidades sin
número: son empresas de corta duración, que ejecuta saboreando las dulzuras
del renombre que halaga su vanidad, la primera tal vez de sus pasiones. Pero que,
por el contrario, dejando las riquezas, los honores y las comodidades sociales,
huya del mundo para hacerse olvidar; que vaya a sepultarse vivo en las cavernas
de un desierto, a mortificar su cuerpo negándole todo reposo, alimentándose
sólo de raíces, y pasando largas horas de la noche en orar, cuando todo en la
naturaleza duerme... y todo aquello, por buscar la perfección espiritual, por
alcanzar el dominio de la razón sobre las pasiones. ¡Ah! ese es ya un fenómeno
admirable, un prodigio superior a nuestro modo de ser, y que la mente por sí
no podría comprender ni explicar.
¿Y no es esta, me preguntaba yo mismo, una prueba evidente, un testimonio
irrefragable de la divinidad de la religión cristiana? Sí, sin duda: una causa que
origina tan extraordinarios efectos; lo que es capaz de producir tan asombrosos
resultados; una institución que puede así cambiar el hombre, de esclavo de
pasiones miserables, en un ser angelical sobre la tierra; una religión que puede
hacerlo sonreír de placer, no sólo una hora entre las llamas y las torturas del
martirio, sino también largos años pasados en el cilicio, el hambre y la soledad;
una religión tal no puede ser pura invención humana, no, ella no puede venir
sino de Dios…
Cincuenta monjes griegos, no católicos, ocupan hoy aquel monasterio, alimentándose únicamente de vegetales, como los primeros cenobitas. Muestran
*
139
*
Viaje de América a Jerusalén
ahí una fuente, que según dicen la hizo brotar milagrosamente San Sabas;
una palma que él mismo sembró, y una gruta llena de cráneos de los antiguos
religiosos que fueron asesinados por los turcos del año de 1100 en que se apoderaron del convento. Antes había sido desolado por Cosroes, rey de Persia, a
principios del siglo vii.
La proximidad del valle del Mar Muerto, hacia el cual va a abrirse la garganta o cañada en que se halla el convento, comunica a este un calor excesivo.
El termómetro colocado en la sombra, marcaba a las dos de la tarde 35°.
Al siguiente día muy temprano continué mi viaje, gozando de un brillante
crepúsculo. En un vallejuelo del tránsito hallamos un rebaño de cabras, y a su
lado los beduinos, tendidos sobre la yerba seca, vestidos con su hábito talar,
durmiendo tranquilos a la intemperie, pero con su fusil a la mano. ¡He aquí
el hombre de los primitivos siglos, el pastor de la época de Jacob, que sólo ha
tomado de la civilización actual los medios de destruir! Dos horas después entré
en Jerusalén.
*
140
XIV
El diez de julio decía yo mi último adiós a la ciudad de Sión. Desde lo alto de
una eminencia la contemplé por largo rato, estudiando con atención su aspecto,
sus monumentos, sus contornos, sus collados y sus valles; tratando de fijar bien
en mi memoria su panorama, de grabar en mi espíritu sus últimas impresiones,
de retener sus más mínimos detalles. ¡Iba a dejarla para no volver jamás!
Digo mal, puesto que la fe me enseña que he de volver, y mi razón no tiene
por qué contradecir. Sí, he de volver; pero en ¡qué distintas circunstancias! ¡Ya no
será espontáneamente; será llamado, llamado al son de las trompetas estruendosas
con que los enviados del Juez inexorable, convocarán por todos los ámbitos del
mundo a las generaciones! ¡Será en ese día sin noche, el último en la serie de los
siglos, en que el universo entero se hallará desconcertado, los cielos se rasgarán
como un inmenso velo, los astros caerán en pedazos, rotos en su choque; los mares
se desbordarán como un diluvio, y la tierra se conmoverá desquiciada! Cuando
los elementos de la materia humana, sus primitivos átomos, obedeciendo a la
misma Voluntad soberana que los creó, se agitarán en el espacio, buscándose
por sus antiguas afinidades, para constituir de nuevo los cuerpos que otra vez
formaron, y de que tomarán inmediata posesión los espíritus que los animaba
antes. Será en ese día tremendo en que el libro de nuestras acciones será leído
por pregoneros celestes, desde la primera hasta la última de sus páginas; en que
el hilo de nuestros pensamientos se desenvolverá íntegro delante de nuestros
ojos y a la faz del mundo, y en que nuestras palabras, aun las frívolas y ociosas,
guardadas fielmente por los taquígrafos de la eternidad, serán reproducidas y
analizadas sílaba por sílaba, punto por punto, para recibir su calificación y su
*
141
*
Viaje de América a Jerusalén
fallo.1 Día en que las aparentes injusticias de la vida, los caprichos de la fortuna
quedarán explicados; el equilibrio se restablecerá, porque se le dará a quien no
tenía, y a quien tenía se le quitará…
Abstraído en pensamientos sombríos, salí de la ciudad y tomé el camino
de Damasco, que se dirige al norte. A poco andar se descubre a lo lejos, sobre
una cordillera de la izquierda, una columna que señala la tumba del profeta
Samuel; se pasa por varios villajes árabes, entre ellos Jib, la antigua Gabaa, en
que residía Saul y a donde iba el joven David a disiparle sus tedios mortales
con las armonías del arpa inspirada; se descubre desde un punto de la estrada
el mar de Jafa; se deja a Ramá, pequeña parroquia católica, y se llega a El Bireh,
caserío distante cuatro horas de Jerusalén. Fue aquí que encontrándose José
y María, que habían salido de la capital por distintos caminos, creyendo cada
cual que el Niño iba con el otro, notaron su pérdida; y vueltos a la ciudad, al
cabo de tres días lo hallaron en el templo disputando con los doctores. “Al
verlo sus padres, quedaron maravillados. Y su madre le dijo: Hijo ¿por qué te
has portado así con nosotros? Mira cómo llenos de aflicción te hemos andado
buscando. Y él les respondió: Cómo es que me buscabais. ¿No sabíais que yo
debo emplearme en las cosas que miran al servicio de mi Padre?”.2 Se ven ahí
las ruinas de una iglesia que los cristianos de la Edad Media habían erigido
para conmemorar el hecho.
Algo más de media hora más allá, sobre un cerrito a la derecha, existen los
restos de la célebre Betel, donde Jacob vio en sueños la escala milagrosa que unía
el cielo a la tierra, y desde la cual le habló el Eterno para anunciarle su Mesías.
“Te extenderás, le dijo, al oriente, al occidente, al septentrión y al mediodía; y
serán benditas en ti y en el que descenderá de ti, todas las tribus de la tierra”.3 Ahí
estableció Jeroboán su altar a los ídolos, que tres siglos después fue destruido
por Josías.
Un día que el profeta Eliseo iba a entrar en Betel, salieron a su encuentro
unos muchachos, y lo recibieron con burlas porque era calvo. Él los maldijo en
nombre del Señor; y saliendo dos osos del bosque, los despedazaron.4
1
Mt 12, 36.
2
Lc 2, 48-49.
3
Gn 28, 14.
4
Re 2, 23.
*
142
*
Andrés Posada Arango
Entre Ramá y Betel se hallaba la palma histórica adonde iba Débora a
profetizar.
De ahí en adelante el terreno, cada vez más accidentado, comienza a perder
su esterilidad. Se encuentran algunas hondonadas cubiertas de olivos y de higueras, vallejuelos sembrados de hortalizas y cereales, y pequeñas poblaciones
árabes, entre ellas Leben, la antigua Lebona, situada a la izquierda en una falda
de la montaña, a inmediaciones de una cisterna. Los pastores abrevaban ahí
sus rebaños de cabras, que son su ganado predilecto, probablemente porque la
escasez de pastos no les permite el vacuno. Los quesos que preparan con esa
leche son uno de sus mejores alimentos.
A cuatro horas de distancia de Betel se encuentra un extenso valle en cuyo
extremo, al norte, está el campo que Jacob compró por cien carneros cuando vino
de la Mesopotamia, y que tocó en herencia a los hijos de José. Es un hermoso
llano, feraz y bien cultivado, en que el algodón, el trigo, el ajonjolí y el maíz
se ostentaban con lozanía y vigor. Al fin de dicho campo, pocos minutos a la
derecha del camino que seguíamos, se halla una cisterna profunda, pero rota y
por consiguiente en seco. Es el célebre pozo de Jacob, donde Jesucristo convirtió
la samaritana. “Cualquiera que beba de esta agua, decía él, tendrá otra vez sed;
pero quien bebiere del agua que yo le daré nunca jamás volverá a tener sed:
antes el agua que yo le daré, vendrá a ser en su interior un manantial que fluirá
sin cesar hasta la vida eterna”. Habiéndole dicho la mujer: “Se que está para
venir el Mesías, esto es el Cristo; cuando venga, él nos lo explicará todo”, Jesús
le contestó: “Ese soy yo, que hablo contigo”.5
No lejos de ahí, en el mismo llano, se ve un monumento muy venerado por
los turcos, que se cree ser el sepulcro de José, cuyos huesos, como dice el Éxodo,
fueron transportados de Egipto.
Tornando al occidente, se sale de aquel valle por una angostura que forma
el monte Garizim a la izquierda y el Hebal a la derecha, ambos obtusos, pedregosos y que se prolongan en dos cordilleras casi paralelas, en cuyo intermedio
está Naplusa. En aquel paraje tuvo lugar una de las escenas más solemnes en
la historia del pueblo de Israel: la promulgación de las bendiciones y maldiciones con que Dios los hizo amonestar antes de darles posesión de la tierra
prometida.
5
Jn 4.
*
143
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Viaje de América a Jerusalén
Los levitas, situados en la llanura alrededor del Arca, pronunciaban en alta
voz las bendiciones para los que observaran la ley divina, y las maldiciones para
los que la quebrantaran; seis tribus acampadas sobre el Garizim contestaban amén
a las primeras, y las otras seis, desde el monte Hebal, decían igualmente amén a
las segundas: “Si fueres fiel al Señor, clamaba la voz sacerdotal, él te colmará de
todos los bienes, multiplicando el fruto de tu vientre, el fruto de tus ganados y
el fruto de tu tierra; abrirá cual tesoro riquísimo el cielo, para dar las lluvias a
la tierra en su debido tiempo, y echará la bendición sobre todas las obras de tus
manos... Si por el contrario, no quisieres escuchar la voz del Señor, volverase
de bronce el cielo que te cubre, y de hierro el suelo que pisas; el Señor dará a
tu tierra polvo en vez de lluvia, enviará sobre ti hambre y necesidad, y echará
la mal­dición sobre cuanto obrares y en todo lo que pusieres tus manos”.6 Palabras que aunque dictadas especialmente para el pueblo hebreo, debiéramos
siempre recordar.
Sobre el Garizim se ven unas ruinas que ocupan, según se dice, el lugar del
antiguo templo del Reino de Israel.
Naplusa, situada en el angosto y fértil valle que limitan los montes mencionados, es la antigua Sichem, corte de Jeroboán. Está cercada de murallas y
rodeada de frondosas arboledas en que los naranjos, los granados, moreras, higueras, nogales y melocotones abundaban en frutos. Es una de las ciudades más
florecientes de Palestina, aunque su interior es feo y desaseado como en todas
las villas musulmanas; hay algunas casas de tres pisos, cosa rara por allá: existen
varias mezquitas, algunos religiosos griegos, y un párroco católico, dependiente
del patriarcado de Jerusalén; pero no hay iglesia. La población asciende a ocho
mil habitantes, entre los cuales hay quinientos cristianos de varias sectas.
Sichem recuerda el rapto de Dina, la hija de Jacob, y la terrible venganza
que tomaron sus hermanos sobre toda la población. Más tarde Abimelec, el hijo
de Gedeón, la arrasó y la sembró de sal. Jesucristo permaneció ahí dos días, y
convirtió a muchos, después del suceso de la samaritana.
Dejando el valle, que continúa encajonado entre las dos cordilleras, dirigiéndose más o menos al noroeste, tomamos a la izquierda, y marchando sobre los
cerros, llegamos al cabo de dos horas a Sebaste, la antigua Samaria, reedificada
y engrandecida por Herodes Antipa que la hizo su residencia.
6
Dt 28.
*
144
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Andrés Posada Arango
Una ancha colina le servía de asiento, dominando completamente el campo,
por lo que era famosa como posición militar. Fue ahí que el tirano hizo decapitar
al Bautista para complacer a la bailarina Salomé, hija de Herodías. Los cruzados
habían levantado una iglesia en el lugar de su prisión, y aún existen interesantes
ruinas. De la ciudad propiamente, nada queda: sólo hay unas chozas miserables
formadas de escombros, y una infinidad de columnas dispersas por el campo,
pero todavía en pie, que atestiguan la extensión y magnificencia del edificio que
había hecho construir el tetrarca.
Entre esas ruinas vi crecer el tabaco, objeto especial de los cuidados de
aquellos pobres árabes. ¡Asombrosa inestabilidad de las cosas humanas! ¡Donde antes existiera la corte de un rey soberbio, hoy sólo se rinde homenaje a la
humilde yerba americana!
Volviendo a la derecha, subiendo y bajando alternativamente varias pendientes, llegamos por fin a la verde y hermosa llanura de Metelun. De la cordillera
de la izquierda se desprende una colina arredondeada, que se avanza en el llano
formando una especie de península, sobre la cual existe una pequeña ciudad
rodeada de murallas, llamada hoy Sanur. Nada presenta de notable, ¡y sin embargo, a su vista el corazón late apresurado y la sangre circula con vigor!
¡Aquella era Betulia, la patria de Judit, de la invicta heroína de Israel! ¿A
qué oídos no ha llegado la fama de su nombre? Con su débil brazo anonadó
en un día el orgullo y pujanza de la Asiria, y como disipa el sol las nubes de la
mañana, así huyeron ante ella las huestes enemigas.
Después de una hora de camino, siempre al norte, se sale de la llanura
trasmontando un ramal de la montaña; se pasa por la aldea de Cabati; se recorre otro valle regado por un riachuelo, y se llega a Djenin, población de tres
mil habitantes, situada en medio de un oasis de algarrobos, olivos, nopales,
palmeras.
Eran las doce al estilo oriental, es decir que el sol se hundía en el horizonte,
y el campo resonaba con la voz del árabe que desde el alto minarete invitaba los
creyentes a la oración. Cuando yo veía la reverencia con que los musulmanes
se postran en tierra e inclinan su frente hasta el polvo, adorando a Dios a su
manera, a pesar de su fanatismo y sus errores me inspiraban respeto. El sentimiento religioso, aunque vaya extraviado, excita estimación; no así el hombre
orgulloso que pretende borrar de su conciencia el sello del Criador, que arranca
del altar del corazón la imagen de la Divinidad, para colocar su propio ídolo, la
personificación de sus pasiones.
*
145
*
Viaje de América a Jerusalén
Fue en Djenin que salieron a encontrar a Jesucristo diez leprosos, que él
mandó a presentarse a los sacerdotes, y cuando iban se vieron curados; pero sólo
uno volvió a manifestarle su agradecimiento.7 No hay allí ningún cristiano; sin
embargo, las posadas árabes no son malas.
Partiendo de Djenin al noroeste, al bajar una colina se entra en una bellísima
llanura, como de cinco leguas de longitud y un poco menos de anchura, cercada
por todas partes de montes ondulados que forman su horizonte. El sendero la
atraviesa sin cercas. En unas partes se hallaba cubierta de mantos de verdura;
en otras quedaban los restos del trigo y la cebada, cuya siega había terminado;
más lejos crecían grandes cardos silvestres, cuyas flores, de un azul vilado, vistas
a distancia tornasolaban el campo. El cielo estaba adornado de nubes que mitigaban el ardor del sol y contribuían a hacer agradable el viaje.
Cinco horas empleé en atravesar aquel llano, que me despertaba mil recuerdos: a la derecha aparecía el monte Jelboe, maldecido por David a causa de haber
muerto en él Saúl y Jonatas; en el tránsito estaba Jerin, que ocupa el lugar de
Jezrael, la corte de Acab donde murió la impía Jezabel comida por los perros; por
ahí fue que Gedeón, con trescientos soldados armados de trompetas y cántaros,
derrotó 135 mil madianitas; en la fuente Harad puso su tropa a beber, según
la orden de Dios, para escoger sólo los que tomaran el agua con la mano. Más
lejos se veía el monte Hermón y a su pie Naim, de donde era la viuda cuyo hijo
resucitó Jesucristo;8 en seguida el Tabor, hasta cuyas faldas llegaron las águilas
francesas, conducidas sobre los estandartes del más célebre de los capitanes,
a sacudir sus alas sobre las huestes de la Siria. ¡Guerrero extraordinario! ¡La
Europa, el África y el Asia presenciaron sus batallas y sus triunfos!
Pasé por ahí un brazo del torrente Cisón, subí una pendiente escarpada, y
marchando una hora más sobre las montañas, llegué a Nazaret. Desde mucho
antes se ve a la derecha un monte cónico, que llaman el Precipicio, y que dicen
ser el lugar de donde aquellas gentes querían despeñar a Jesús.9
Cerros calcáreos, de mezquina vegetación, abundantes sólo en nopales,
sirven de respaldo a la pequeña ciudad, situada al pie y sobre sus faldas, en una
ensenada que mira al sur. Sin ser bonita, es agradable; a lo que contribuyen sin
7
Lc 17, 14-15.
8
Lc 7, 16.
9
Lc 4, 29.
*
146
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Andrés Posada Arango
duda los recuerdos de la Santa Familia. Sus edificios son del mismo aspecto e
idéntica construcción que los de Jerusalén.
En el paraje que ocupaba la casa de la Virgen, que queda en la parte oriental
de la población, existe hoy la iglesia llamada de la Anunciación, con su frente al
sur. En su interior se ven varias grutas, que según dicen formaban parte de la
santa habitación. La primera se encuentra en el centro de la iglesia, y se baja a ella
por una escalera de quince gradas; su altar, que es el principal, tiene grabada en
el mármol esta inscripción: Verbum coro hic factum est. De ahí se pasa a la derecha
por una portezuela, y se sube una escalera que conduce a otra gruta posterior,
igualmente venerada. Sobre la gruta primera o central, en un piso elevado al cual
se asciende por doce escalones de cada lado, hay otro altar, dedicado al arcángel
Gabriel, en que se conserva el Sacramento. En las naves laterales del pequeño
templo, hay altares de San José, San Joaquín y Santa Ana.
Esta iglesia pertenece a los católicos, y se halla a cargo de los religiosos
franciscanos, que habitan en un convento contiguo.
Como a doscientas varas de la iglesia, al nordeste, se encuentra una pequeña
capilla situada en el lugar en que San José tenía su taller; se ve una parte de
muro antiguo, que reputan ser de aquella época. Entre las varias pinturas que
la adornan, me llamó la atención por los tiernos sentimientos que inspira, un
pequeño cuadro que representa al santo patriarca disponiéndose a labrar una
viga, y al Niño ayudándole a tener un extremo de la cuerda mojada en tinta, con
que señala los bordes de la cara que ha de labrar.
En el centro de la ciudad hay otra iglesia, que ocupa el sitio de la antigua
sinagoga en que Jesús explicó las profecías de Isaías, aplicándoselas a sí mismo.10
Al occidente existe una capilla moderna, que encierra una gran piedra casi plana,
como de cuatro varas de diámetro y una elevación desde el suelo, llamada Mensa
Christi por los cristianos, porque según la tradición, el Divino Maestro comió
en ella con algunos de sus discípulos, antes y después de resucitado.
Los objetos enumerados y una fuente que lleva el nombre de la Virgen,
constituyen todos los monumentos históricos de Nazaret. Considerado ahí
Jesús como hijo de San José, no era ese el teatro a propósito para sus acciones;
como él mismo dijo, ningún profeta es honrado en su patria.
10
Lc 4, 16-21.
*
147
*
Viaje de América a Jerusalén
Además de los padres latinos, que tienen ahí un buen hospicio, hay también griegos católicos y cismáticos, maronitas y congregación de Hermanas de
la Caridad. La cuarta parte de la población, que asciende a cuatro mil almas,
es católica. Sus habitantes son industriosos y activos: hacen buenos tejidos,
cuchillos, navajas y otros artefactos.
A las dos de la tarde el termómetro subía en Nazaret a 30°; su temperatura
media la determiné de 18°,7 centígrados. Según Robinson, se halla a 273 metros
sobre el nivel del mar.
*
148
XV
Restábame visitar dos de los objetos más interesantes de la Palestina: el Tabor
y el mar de Galilea; y el 15 por la mañana emprendí mi camino, dirigiéndome
al oriente.
Trasmontando ligeras colinas que impiden la vista de la población, me hallé
al cabo de dos horas al pie del famoso monte, en su vertiente occidental… De
ese lado aparece en forma de un cono truncado; pero en realidad es un segmento
longitudinal de ovoide, que alguien ha comparado a una jiba de camello. La
pendiente es suave, de modo que pude llegar a caballo hasta la cima, empleando
una hora en la ascensión. Se marcha por entre un bosque de encinas, algarrobos, terebintos y diversos arbustos fragantes. La cumbre se extiende en una
plataforma irregular, de muchas cuadras de longitud y anchura, sembrada de
escombros, entre los cuales se distinguen restos de fortificaciones y de multitud
de edificios. Santa Elena y más tarde los cruzados, habían construido ahí no
sólo templos, sino aun monasterios.
Según el común acuerdo de las tradiciones, fue en el Tabor que tuvo lugar
la Transfiguración, en que Jesucristo se manifestó en toda su gloria a tres de sus
discípulos, Pedro, Santiago y Juan. “Su rostro se puso resplandeciente como el
sol, y sus vestidos blancos como la nieve. Al mismo tiempo aparecieron Moisés
y Elías conversando con él. Y una nube luminosa vino a cubrirlos; y resonó
desde la nube una voz que decía: Este es mi Hijo querido, en quien tengo todas mis
complacencias; a él habéis de escuchar”.1
1
Mt 17.
*
149
*
Viaje de América a Jerusalén
Cada año van los franciscanos a celebrar allí la fiesta de la Transfiguración,
en una cueva a falta de iglesia. Los griegos cismáticos, que cuentan para todo
con el dinero de la Rusia, tienen por el contrario una hermosa capilla, y un
pequeño convento al lado.
Aunque la elevación del Tabor no es considerable, pues se calcula apenas
en quinientos metros sobre el mar,2 como domina los montes inmediatos, se
abarca desde ahí un extenso campo.
Un mes exactamente hacía que, sentado en la cúspide del encumbrado sarcófago de los faraones, había estado yo admirando los imponentes paisajes del
Egipto: el desierto ilimitado, las altas palmeras, el anchuroso río, los gigantescos
monumentos, y por doquiera raudales de luz. Ahora contemplaba con igual
satisfacción un cuadro apacible, pero no menos hermoso. La bella llanura de
Esdrelón, que dos días antes había atravesado, se extendía delante de mí como
una verde inmensa alfombra; al frente se alzaba majestuoso el Hermón, más lejos
las montañas de Betulia de un lado, y del otro el maldecido Jelboe. Al oriente
se mostraba el valle de Gor, ahondado por el cauce del Jordán, y hacia él corría
el Cisón, donde Barac, alentado por Débora, derrotó a Sísara, que fue a morir
a manos de Jabel clavado por las sienes. Al norte se veía el mar de Galilea, el
monte de las Bienaventuranzas, la cordillera del Antilíbano y todo el territorio
de Neftalí, patria de Tobías; y al occidente el Precipicio, los cerros de Nazaret
y de Séforis, y en lontananza el Carmelo y el Mediterráneo.
La perspectiva me tenía embelesado. Es siempre agradable la vista que se
goza de las grandes alturas. El hombre se complace en mirar hacia la tierra
desde las regiones del águila, como si un instinto secreto quisiera recordarle que
a pesar de su pequeñez, ha nacido para altos destinos, y que mal que les pese a
los que quisieran anonadarse en el sepulcro, su espíritu, rotas un día las ataduras
corporales, se alzará en vuelo majestuoso hasta lo encumbrado de los cielos.
Bajando del Tabor me dirigí al nordeste por un llano sombreado de encinas,
para continuar después por una vasta sabana en cuyo principio se encuentra una
fuente y dos antiguas fortalezas, construidas por el pachá de Egipto en 1587
para abrigo de las caravanas.
Después de dos horas y media de marcha por aquella llanura, me hallé en el
monte de las Bienaventuranzas, cerro pedregoso, cubierto sólo de paja y esparto,
2
Véase la nota J al final del volumen.
*
150
*
Andrés Posada Arango
que se alza a la izquierda del sendero, en forma de cresta; ningún monumento,
ninguna inscripción lo señala. He ahí, sin embargo, uno de los lugares más
venerables de la tierra, una cátedra mil veces más famosa que la academia de
Platón, que el liceo de Aristóteles, y que todos los ateneos de la Grecia. De ahí
salió la doctrina más extraña, la más benéfica y la más trascendental que se haya
oído jamás.
Cuando el mundo entero, sumido en las ideas del paganismo, deificaba a los
conquistadores, a los ambiciosos, a los potentados, a los ricos y a los dichosos
de la tierra; cuando quemaba ante ellos el incienso de la adoración, juzgándolos
predestinados a habitar en el Olimpo, al lado de sus divinidades disolutas; cuando
el indigente y el esclavo gemían oprimidos por su suerte aciaga, sin esperar consuelos ni en la tumba, vióse aparecer aquel modesto Nazareno, sin nombre, sin
títulos, sin precedentes; jamás había ido a las escuelas ni colegios de los filósofos.
Salido del taller de un artesano, convoca las muchedumbres para anunciarles
una nueva enseñanza; declara que las recompensas celestes sólo pertenecen a
los que aman la pobreza, a los que son humildes, a los que perdonan las injurias
hasta setenta veces siete, a los que heridos en una mejilla presentan la otra, a los
que aman a sus enemigos, a los que son perseguidos por su amor a la justicia,
a los que niegan a su cuerpo la satisfacción de las pasiones, y en fin, a todos los
que sufren, a todos los que lloran.
¡He ahí un lenguaje nuevo, máximas desconocidas que jamás los filósofos
soñaron! ¿Quién, pues, juzgando humanamente, hubiera podido prever que semejante doctrina, en pugna con las inclinaciones del corazón, contraria a todos
los intereses sensibles, a todos los goces que el hombre ama y a cuanto profesaban
los sabios, hubiera de conquistar el orbe, de someter a su yugo las más grandes
inteligencias, de cambiar la faz de las sociedades, derrocando sus altares, relegando
al olvido hasta el nombre de sus dioses, transformando sus costumbres, sus leyes
y aun su calendario?
¿Y cuáles eran los discípulos, cuáles los tribunos encargados de difundir la
nueva doctrina? ¡Ah! Pobres pescadores, rústicos y sin instrucción. Y sin embargo, en el Areópago de Atenas, en el Senado de Roma, en las academias, en las
ciudades como en los campos, ellos confunden a los sabios, llevan la convicción
a las conciencias, y hacen enarbolar hasta sobre la corona de los reyes, como el
más alto timbre de honor, ¡el patíbulo de un ajusticiado!
¿Y cuál podía ser el motivo de semejante prodigio, cuál la causa de tan sorprendente resultado, sino el origen divino de la nueva enseñanza? “Mi doctrina
*
151
*
Viaje de América a Jerusalén
no es mía, sino de Aquel que me envió”, decía Jesús;3 el carácter sobrenatural de
su misión, estaba bien probado con sus hechos.
Proseguí mi viaje. Una hora más allá, al principiar una suave bajada, se deja a
la izquierda una meseta regada de piedras, donde tuvo lugar la multiplicación de
los cinco panes y dos peces con que se alimentaron cinco mil personas, habiendo
llenado con las sobras doce cestas;4 y poco después, al terminar el descenso, tuve
ante mis ojos el lago de Genezaret, el mar amado de Jesucristo.
Se extendía formando un óvalo ligeramente cóncavo en su borde occidental.
Sus aguas reflejaban bellamente el azul del cielo, y aunque una fuerte brisa soplaba del noroeste, permanecían tranquilas, cual si resonara aún la voz majestuosa
que un día ordenó ahí la quietud a sus ondas y la calma a los vientos. Sólo un
barquichuelo de pescadores, provisto de vela, surcaba su superficie. Por sobre los
cerros que le servían de respaldo, descollaba a lo lejos el Antilíbano coronado
de nieve.
¡Cuán tiernos recuerdos se presentaban a mi imaginación al descorrer de
aquel paisaje su velo de diecinueve siglos! El Divino Maestro se complacía en
habitar esa comarca, que a pesar de su soledad actual, tiene un no sé qué de
melancolía agradable. ¡Cuántas veces se pasearía pensativo por aquellas riberas!
¡Quizá sentado alguna vez en sus orillas, meditando en las angustias de la muerte
que le esperaba y en la ingratitud de los hombres que quería salvar, lloraría como
en Getsemaní! ¡Tal vez sus lágrimas, mezcladas a las ondas del lago, corrieron
confundidas a perderse en el Mar Muerto!
Fue ahí que él caminó sobre las aguas, y que tomó sus primeros discípulos,
para convertirlos en pescadores de hombres. Sentado en la barca de Pedro, predicaba
con frecuencia a la multitud, que lo escuchaba desde la orilla. Allí hizo coger un
pez para sacarle del vientre dos denarios, con que pagó su tributo de hombre;5
y aun después de su resurrección volvió a ver el bello lago, y comió con los siete
apóstoles.6
El lago de Genezaret, llamado impropiamente mar de Galilea, es un gran
depósito de agua dulce formado por el Jordán, que entra por su extremidad norte
3
Jn 7, 16.
4
Mc 6.
5
Mt 17, 26.
6
Jn 21.
*
152
*
Andrés Posada Arango
y sale por el sur para continuar su curso al Mar Muerto. Tiene como cuatro
leguas de longitud, dos de latitud y sesenta varas de profundidad; su superficie
está en un nivel inferior al del Mediterráneo (230 metros). Nada ha quedado de
las diez ciudades que en otro tiempo adornaban sus riberas como una guirnalda:
¡la ira de Dios las hizo desaparecer! “¡Ay de ti, Corozain! exclamaba Jesucristo,
¡ay de ti, Betsaida! porque si en Tiro y en Sidón se hubiesen ejecutado los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que hubieran hecho penitencia
cubiertas de ceniza y de cilicio”. “Y tú, Cafarnaum, ¿piensas acaso levantarte
hasta el cielo? serás, sí, abatida hasta el profundo infierno; porque si en Sodoma
se hubiesen hecho los milagros que en ti, quizá ella subsistiera aún hoy día”.7
Fue en Cafarnaum que curó el criado de un centurión, que por modestia
le pidió lo hiciera sin entrar en su casa, pues no se creía digno de tanto honor;
sanó un paralítico absolviéndolo a la vez de sus pecados; llamó al apostolado a
Mateo, resucitó la hija de Jairo y curó del flujo de sangre la mujer que tocó la
orla de su vestido. Betsaida era la patria de tres de sus apóstoles, Pedro, Andrés
y Felipe; ahí curó de una fiebre a la suegra del primero.
Apenas se sabe hoy el lugar que dichas ciudades ocupaban. Tiberíades,
fundada por Herodes Antipa en honor de Tiberio César, donde antes estaba
Genezaret, es la única que hoy existe. Se halla situada en la margen occidental
del lago, extendiéndose en forma de rectángulo; está cercada de murallas ruinosas, y se ven los restos de una gran fortaleza de los cruzados. Antiguamente
gozó de importancia; el historiador Josefo, como comandante que fue de Galilea, la hizo fortificar, y Tancredo, a quien tocó en repartición de la Palestina,
la engrandeció en el siglo xii; en 1837 fue arruinada por un terremoto. Hoy
sólo cuenta tres mil habitantes, de los cuales doscientos son católicos. Hay una
pequeña iglesia dedicada a San Pedro, construida en el sitio donde Jesucristo,
en su última aparición, lo constituyó cabeza del rebaño;8 está al cuidado de dos
religiosos franciscanos.
A media hora al sur de la ciudad se encuentran cuatro fuentes termales, de
62° centígrados.
El 16, temprano, me bañé con sumo placer en las claras aguas del lago, asistí
con especial satisfacción a la misa, y emprendí el regreso.
7
Mt 11, 21.23.
8
Jn 21, 15.17.
*
153
*
Viaje de América a Jerusalén
¡Qué recogimiento inspira, qué sentimientos infunde aquel augusto sacrificio,
en que se renueva ante Dios la ofrenda de la víctima expiatoria, celebrado en esos
lugares que ella misma santificó con su presencia! Allí el tiempo se anonada, los
siglos retroceden, y la imaginación asiste de presente a las escenas sangrientas
de esa época. Una misa sobre el Gólgota, en el pesebre de Belén, en la gruta de
Nazaret o en las riberas del mar de Galilea, graba en el corazón del creyente
vivas y consoladoras impresiones que no se borrarán jamás.
El sendero que tomamos es el mismo que habíamos llevado, hasta un poco
más adelante del monte de las Bienaventuranzas. Ahí se deja a la izquierda el
camino del Tabor, se atraviesa el campo en que el terrible Saladino acuchilló
a los cruzados en julio de 1187, haciendo prisionero a Guy de Lusiñan, entonces rey de Jerusalén, y se penetra en una bella llanura, feraz y cultivada, en
la cual quedaba el campo de Zabulón donde los apóstoles, pasando un sábado
con Jesús, cogieron espigas de trigo y se las comieron, lo que escandalizó
grandemente a los fariseos; por lo que él les dijo: “¿No habéis leído cómo los
sacerdotes trabajan en el templo el sábado, y con todo eso no pecan? Pues
yo os digo que aquí está uno que es mayor que el templo, porque el Hijo del
hombre es dueño aun del sábado”.9
Más adelante, sobre unas colinas, está Caná de Galilea, villaje ruinoso que
recuerda el primer milagro de Jesucristo, la conversión del agua en vino. Es digno
de notarse que todos los prodigios, todos los hechos sobrenaturales que Jesús
ejecutó, tuvieron siempre por objeto aliviar alguna necesidad, producir el bien,
nunca hizo alarde de su poder, ni obró maravillas por ostentación, como hacen
los prestidigitadores: todo revelaba en él la divinidad de su misión.
Caná es la patria de dos de los apóstoles, San Bartolomé y San Simón Pedro.
Aún muestran unas ruinas que dicen haber pertenecido a la casa del primero,
y los restos de una iglesia que ocupaba el lugar de las bodas.
Hora y media más de camino, por lo alto de los cercos, y estamos en Nazaret.
Si nos dirigimos en seguida al noroeste, trepando las colinas rocallosas que sirven
de respaldo a la villa, hallaremos un valle cultivado, y en él, sobre un montículo,
la aldea de Safa, residencia del Zebedeo. Una capilla abandonada reemplaza la
habitación donde pasó su infancia el místico autor del Apocalipsis.
9
Mt 12.
*
154
*
Andrés Posada Arango
Continuando en la misma dirección, se atraviesa más lejos en un bosque
de encinas y se penetra en una llanura que es la continuación de la Esdrelón,
la cual va hasta el mar. Por ella corre, hacia el poniente, una parte del Cisón,
en cuyas orillas tuvo lugar la ejecución de los 850 falsos profetas que Elías
hizo castigar por sus imposturas. Se llega después a Caifa, ciudad marítima,
cercada de viejas murallas, con sólo dos mil habitantes, muchos de ellos católicos; nada ofrece de particular.
San Juan de Acre, la antigua Tolemaida, tan célebre en los fastos de las
cruzadas por los últimos esfuerzos de los héroes cristianos, se encuentra a sólo
dos horas de distancia, separada por la bahía del mismo nombre, que queda al
norte. Entre los grandes recuerdos que la vista de esa ciudad traía a mi memoria,
predominaba el más extraño, que muestra de cuánto es capaz la virtud. Cuando
en 1291, sitiada la ciudad por los turcos, se vieron los habitantes precisados a
rendirse a discreción, toda una comunidad de religiosas, para salvar su honor,
tomó la resolución de mutilarse la nariz. Los bárbaros horrorizados a su vista,
las asesinaron.
Cerca de Caifa, al sudoeste, se encuentra el célebre monte Carmelo,
terminando una cordillera que se dirige casi de oriente a occidente, avanzándose en promontorio en el mar. Está cubierto solo de yerbas y de arbustos
y coronado por un monasterio, especie de fortaleza a la cual se asciende en
menos de una hora por un suave declive.
Fue ahí que Elías hizo bajar fuego del cielo para consumir su holocausto,
mientras que los profetas de Baal clamaron en vano, e hizo llover después de tres
años de sequedad.10 La gruta que le servía de habitación, convertida en capilla,
está comprendida dentro de la iglesia, debajo del altar principal; y en la falda
del monte hay otras varias, que ocupaban sus discípulos y los de Eliseo. Este
monasterio, el primero en que se ha tributado culto a la Reina del cielo bajo el
título de Virgen del Carmen, está habitado por religiosos carmelitas, casi todos
italianos, que a ejemplo de los padres de Tierra Santa, acogen al viajero con la
más solícita hospitalidad. La calma admirable de que ahí se goza, el extenso
horizonte que los ojos abrazan, y las brisas frescas que soplan del mar, la hacen
una mansión agradable.
10
Re 18.
*
155
*
Viaje de América a Jerusalén
Aquella era la última parte de la Palestina que yo debía visitar; mis deseos
estaban satisfechos, mis fatigas remuneradas con gratas emociones e indelebles
recuerdos.
El 19 estreché la mano de los buenos religiosos y me embarqué en Caifa, en
dirección a Beirut, con el único objeto de tomar ahí el buque francés que debía
transportarme a Alejandría. En la costa que dejaba a mi derecha se veían Tiro
y Sidón, en otro tiempo señoras de los mares y hoy reducidas a escombros.
Beirut, situada en una lengua de tierra que se extiende al pie de la vertiente occidental de monte Líbano, es una ciudad muy comercial, el puerto
más importante de toda la Siria, con 45 mil habitantes de población, entre
los cuales hay muchísimos cristianos; pero no existe en ella cosa alguna digna
de mención especial. Hube de contentarme con saludar desde ahí los cedros
monumentales que coronan la montaña, cuyo ramaje se proyectaba majestuoso
sobre el fondo que hacían las nubes hacia atrás.
El 22 salí de aquel puerto y dejé definitivamente el Asia, para regresar a
Egipto.
*
156
XVI
Vuelto a Alejandría, aproveché los últimos días de julio para trasladarme a Mesina, viaje que se ejecuta en tres días y medio. La primera tierra que se presentó
a nuestra vista fueron las montañas de la Calabria: como monstruos gigantescos
que estuvieran sumergidos en las oscuras aguas del mar, iban saliendo lentamente
a medida que nos aproximábamos, mostrando sus dorsos coronados de picos
agudos, y sus flancos llenos de derrumbes y surcados por el cauce de numerosos
torrentes agostados; en su ribera, que íbamos dejando a la derecha, se avistaban
sucesivamente varias poblaciones, siendo la más notable Reggio, ciudad de diez
mil habitantes. Al frente teníamos ya gran parte de la costa oriental de la Sicilia,
comenzando en Mesina al norte y yendo a terminar hacia el sur en el Etna, cuya
cima se adivinaba apenas, envuelta entre las brumas del lejano horizonte.
Numerosas escenas de la mitología y de la historia se presentaban a la
imaginación. Ahí reinaba Fálaris, el tirano que se complacía en quemar vivos
los hombres dentro de un toro de bronce, para que con sus gritos y lamentos
imitaran el bramido; por ahí colocaban los poetas la gruta de Polifemo, el cíclope
que quería devorar a Ulises y sus compañeros, y a quien el héroe logró clavar
una estaca en el ojo, sabiéndose después todos ellos atados a los vientres de los
carneros; en las entrañas del Etna estaban las fraguas en que Vulcano, ayudado
de Trifón y los otros gigantes, forjaba los rayos para Júpiter.
Pero desechando esos y otros necios recuerdos, yo concentraba toda mi
memoria sobre Arquímedes. A pesar del transcurso de los siglos, no se visita
sin emoción la patria de los grandes hombres. Treinta leguas me separaban aún
de Siracusa; pero con sólo arribar a la isla yo me complacía, considerando que
pisaba ya su propio suelo, que tenía alrededor de mí un horizonte que él debió
*
157
*
Viaje de América a Jerusalén
ver, cerros y peñascos que en otro tiempo repercutieron su nombre. ¡Ah! ¡Si yo
lo hubiera evocado, sin duda las montañas y aun las olas, con su eco, habrían
solícitas contestado a mi voz… Aún no han debido olvidarlo!
¡Qué noble y qué gallarda se destaca su figura entre las de los prohombres
de la antigüedad! Alejandro, César, Aníbal, Pirro y Escipión, todos los conquistadores y guerreros me parecían pigmeos ante él. Me los imaginaba en
el palacio de la corona, y estableciendo su principio hidrostático, que dando
a conocer la densidad de los cuerpos, abrió para las ciencias físicas un nuevo
y luminoso sendero; lo consideraba aplicando la pesantez, en su ingeniosa
rosca, a la elevación de los líquidos; y lo contemplaba de pie sobre los muros
de Siracusa, rechazando con sólo la pujanza de su genio, los reiterados ataques
de las legiones romanas; arrojando sobre ellas, con el poder de sus máquinas,
rocas formidables, y haciendo contribuir hasta el fuego del cielo a la defensa
de su patria.
La isla de Sicilia, tan afamada antiguamente por su fertilidad, que era llamada
el granero romano, liga también su recuerdo a la agricultura. Fue la primera parte
de Europa donde se introdujeron, importados del Oriente, el trigo, el arroz, el
algodón, el fresno de maná y la caña de azúcar, que los chinos habían dado a los
árabes en el siglo xiii, y que Pedro de Aranza introdujo a la América en 1506,
donde se ha propagado como en su propio clima.
Con excepción de Palermo, que es la capital, Mesina es la ciudad más importante de la isla. Comienza en la orilla del mar, donde tiene un fuerte avanzado, y
asciende por escalones hasta la cima de los cerros, que se hallan coronados por
torreones y viejos castillos. Considerada en su conjunto es bella, asemejándose
bastante a Turín, a pesar de su diversa posición tipográfica: las calles son bien
enlosadas, las casas de varios pisos, y hay un número prodigioso de iglesias,
como no he visto en parte alguna; pero que nada ofrecen de notable. La de San
Gregorio, situada en una alta meseta, es un excelente mirador.
En la de San Juan Bautista hay una capilla subterránea, con un pozo cuya
agua es muy venerada porque, según dicen, en él fue arrojada la lengua de San
Plácido, a quien se la cortaron los verdugos por su confesión de fe. El cuerpo
del santo, los de sus compañeros mártires y el de San Martín, se conservan en
dicha iglesia.
Hay un pequeño museo de historia natural y bellas artes, y algunos jardines
públicos, en que la guadua (bambusa) y el muelle de la América (schinus molle)
lucían su fino follaje. La población se calcula en cerca de cien mil almas.
*
158
*
Andrés Posada Arango
Partí de Mesina el 5 de agosto por la noche. El mar estaba tranquilo, y la
luna, casi en su plenitud, extendía sobre él un manto de plata; un completo silencio reinaba por todas partes, y una aura ligera refrescaba la atmósfera. Largo
tiempo permanecí sobre el puente del navío, gozando en la contemplación de
esa calma majestuosa que presentaba la naturaleza alrededor de mí. Desde el
abismo insondable de las aguas, yo elevaba mi pensamiento y mis ojos hacia
ese otro abismo del infinito que se hallaba sobre mi cabeza: en él veía miríadas
de constelaciones, ejércitos de estrellas moviéndose con regularidad, según las
órdenes de Dios, que como dice el profeta, las llama a cada una por su nombre, y
todas obedecen, todas marchan, sin que ninguna se quede atrás.1 ¡Cómo se siente el
hombre pequeño ante esos cuadros grandiosos de la creación!
Atrás dejo la ciudad entre mil luces; adelante percibía los resplandores
instantáneos del faro, y a uno y otro lado veía las costas, que iban aproximándose lentamente hasta formar el estrecho, en que la isla se halla separada del
continente poco más de media legua (3.000 metros). Aquí las aguas forman
corriente, se oye el ruido y se ven blanquear las espumas; a la izquierda está Escila y a la derecha Caribdis, los famosos escollos que tanto temían los antiguos
y que su imaginación había convertido en monstruos; hoy apenas se hace caso.
¡Cómo han cambiado los tiempos! Ya el marino no necesita ofrecer holocaustos
a Neptuno y Eolo para hacérselos propicios: a la vez que la luz del Evangelio
disipó aquellas fantásticas divinidades, la ciencia anonadó la bravura de las olas
y encadenó los vientos. Ya el hombre no es el juguete del caprichoso aquilón;
gracias a Watt y a Fulton, el vapor, dócil y sumiso a sus órdenes, lo conduce con
seguridad por en medio de las borrascas y a despecho de los huracanes.
¡Gloria al Supremo Hacedor que dotó su criatura, que no era más que un
átomo de polvo en medio del universo, con una chispa de su espíritu inmortal!
Al amanecer del día siguiente nos hallábamos costeando la Calabria. Tocamos en Pizo, pequeña población que recuerda el fusilamiento de Murat, ex
rey de Nápoles, ejecutado en 1815; a medio día abordamos a Paola, patria del
caritativo San Francisco, fundador de la orden de los mínimos. Su estatua de
mármol, elevada sobre una columna, se veía desde lejos, inmediata a un convento.
Por la mañana temprano anclamos en el puerto de Nápoles, y poco después
estábamos en tierra.
1
Is 40, 26.
*
159
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Viaje de América a Jerusalén
Aquí suponían los poetas haber tenido lugar la fábula de Parténope, que
según decían, se arrojó despechado al mar, porque el astuto Ulises para evitar
su canto fascinador, se hizo atar al mástil del navío, después de tapar los oídos
de sus compañeros.
La ciudad, principiando en lo alto de una colina, desciende rápidamente
hasta la ribera y se extiende como una medialuna por toda la orilla del golfo,
contrastando por la blancura de sus casas con el azul del mar. A la derecha se
mostraba el cono del Vesubio, envuelto en parte en los vapores de la mañana,
lanzando en los aires torrentes de humo.
Esta es una de las más bellas ciudades de Europa. Bien conocido es el viejo
proverbio francés, de ver a Nápoles y después morir; aunque es verdad que alguien,
con más buen sentido, lo ha cambiado en el de ver a Nápoles y después vivir.
Entre las muchas cosas notables, llaman especialmente la atención del viajero:
la Rotonda o iglesia de San Francisco de Paula, el palacio real, un gran castillo
contiguo, el teatro de San Carlos y el museo, vasto edificio de hermosa construcción, riquísimo en antigüedades romanas halladas en Pompeya y Herculano.
Es bien agradable ver ahí los muebles, los utensilios y diversos instrumentos
usados ahora dieciocho siglos. En el mismo local está la biblioteca pública, con
más de doscientos mil volúmenes, y en ella hay un salón curioso por su eco, que
repite la sílaba final hasta treinta veces.
La catedral es un templo hermoso; su tesoro, de mucho valor, contiene
varias estatuas de santos, de tamaño natural, de plata maciza; y se conserva ahí
una redoma con la sangre de San Genaro, su obispo, la cual según aseguran,
se liquida todos los años en el día del santo, y vuelve después a solidificarse.
La iglesia de San Martín, anexa al extinguido convento de cartujos, situada en
lo más alto de la ciudad, sobre una colina, es interesantísima, más que por su
arquitectura, por el lujo y belleza de su decoración. Está construida con mármol
y adornada con primorosas estatuas, magníficas pinturas y numerosos altares,
en que el lapizlázuli, las amatistas, la plata y el oro lucen a porfía. Hay además
una curiosa colección de cuadros taraceados, verdaderos mosaicos de madera,
representando objetos sagrados, hechos por un monje que trabajó en ellos treinta
años: obra de admirable paciencia.
Hay bonitos jardines y paseos, uno sobre todo, adornado con estatuas de
mármol de muy buena ejecución, pero representando en su mayor parte faunos, sátiros y otros entes mitológicos. Me desagradaba ver que todavía, en la
segunda mitad del siglo xix, haya artistas que empleen su talento y su tiempo
*
160
*
Andrés Posada Arango
en reproducir esos sueños extravagantes de la imaginación, contribuyendo así
a mantener el vulgo ignorante en la errada creencia de que existen tales monstruosidades. Indudablemente, ya pasó la época de los centauros, las esfinges y
tritones: en vez de eso debieran representarse los objetos de la naturaleza o los
hombres que su mérito ha hecho notables.
La más grande animación se observa constantemente allí, no sólo por lo
considerable de la población, que llega a cerca de medio millón de habitantes,
sino también por la extraña costumbre de hacer todos los trabajos en la calle.
Con excepción de la llamada de Toledo, y unas pocas más, casi exclusivamente
comerciales, todas las otras ofrecen el curioso espectáculo de una serie de talleres,
en que el transeúnte puede entretenerse viendo ejecutar toda clase de trabajos,
desde los más finos artefactos hasta las maniobras de cocina, pues en plena calle
arman sus fogones para cocer mazorcas de maíz y hacer sus guisos, que ahí mismo
van vendiendo: consecuencia de la estrechez de las habitaciones, que les sirven
apenas para dormir. Generalmente en una misma casa, que son de varios pisos,
viven muchas familias, y como pueden necesitar entrar o salir a diversas horas
del día o de la noche, el portón no se cierra nunca.
Tienen furor por las representaciones teatrales. A todas horas se ven en las
calles grandes cuadros en que están pintadas diversas escenas sangrientas, o se
encuentran muchachos y muchachas subidos sobre las mesas, cantando a toda
voz óperas en miniatura, al son de algún violón o clarinete; todo para llamar la
atención hacia la función que tiene lugar en el interior de la casa.
Uno de los espectáculos a que asistí durante mi permanencia en dicha ciudad, fue una ascensión en globo aerostático, hecha por una francesa, madama
Poitevin, con su marido. Una vez inflado el globo y cortada la cuerda que lo
retenía, subieron con rapidez, nos arrojaron de lo alto un reguero de flores, y
desaparecieron a la vista, llevados por un viento horizontal: el viaje fue feliz. Pocos
días después repitieron el ascenso, cada uno en un globo distinto; pero fueron
arrebatados por un huracán que los precipitó al mar, donde hubieran perecido
si un buque que estaba a prevención no los hubiera sacado oportunamente.
Si Nápoles es una ciudad digna de visitarse, sus inmediaciones son todavía de
mayor interés para el anticuario y el geólogo. Como el terreno es generalmente
llano, se hace el paseo en coche. Dirigiéndose al occidente, se encuentra en los
confines de la ciudad la Gruta de Posilipo, largo túnel del tiempo de los romanos,
de 668 metros de longitud, que abre camino a través de un alto cerro. Antes de
entrar, a la izquierda, está la tumba de Virgilio, que tenía por ahí cerca su casa
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Viaje de América a Jerusalén
de campo donde compuso sus égoglas y geórgicas y junto a la cual quiso ser
enterrado. El célebre Petrarca le había consagrado un laurel, que no existe ya.
Una hora más allá, desviándose un poco al norte, se halla el lago de Agnano,
depósito de agua dulce, de poco más de media legua de circuito, que ocupa un
cráter apagado; es escaso de peces y abundante en ranas. Cerca de sus márgenes
está la famosa Gruta del Perro, pequeña cueva donde los animales se asfixian,
mientras que el hombre puede entrar impunemente; fenómeno del que habla
Plinio, y que había admirado a los sabios de esa época. Hoy que se conoce su
causa, se lo halla de suprema simplicidad. Del suelo, que es muy caliente, sin duda
por alguna comunicación subterránea con el Vesubio, se exhala constantemente
ácido carbónico, que siendo mucho más denso que el aire, se acumula en la parte
inferior, formando una capa que no llega a una vara de altura. Llevándolo a la
boca, con la mano, se le siente su sabor marcadamente ácido; y una vela, que
puede tenerse encendida arriba, se apaga desde que se la aproxima al suelo. Por
consiguiente, los perros y demás animales de pequeña talla, se ahogan porque
no alcanzan a levantar la cabeza encima de la atmósfera irrespirable de ácido
carbónico; lo mismo que le sucedería al hombre si, en vez de estar de pie, se
colocara en otra posición.
Todo aquel terreno está abrasado. A poca distancia del lago han construido
unos cuartos para recibir baños de vapor sulfuroso, que se desprende de las
grietas de la roca a una temperatura de 64o.
Volviendo a tomar el camino que sigue por la orilla del mar, se llega
pronto a Puzola, ciudad de nueve mil habitantes, notable en tiempo de los
romanos. En sus cercanías había muchas quintas de personajes célebres, entre
otros, de Cicerón. Ahí murió el sanguinario Sila. Se ven aún las ruinas de un
templo de Serapis, con bellos trozos de columnas de mármol, curiosamente
taladrados por caracoles marinos (modiola lithophaga), y se conserva en gran
parte el anfiteatro, imitación del coliseo de Roma, que contenía treinta mil
espectadores. En sus inmediaciones está la Solfatara, pequeño cráter que
arroja vapor de azufre, el cual adhiriéndose a la roca la colora en vivo amarillo.
Arrimándose, se oye murmullo como de una fuerte ebullición; y golpeando con
una piedra el suelo de las cercanías, retumba como un cañonazo.
Avanzando un poco al oeste, se ve el Monte Nuovo, cerro que se formó repentinamente en una noche, en 1538; detrás de él se encuentra el lago Lucrino,
lleno de agua salada, y más adelante las Estufas de Nerón, que son galerías
excavadas en un cerro caliente, a donde van a recibir emanaciones sulfúreas de
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Andrés Posada Arango
una alta temperatura. Al pie está la Piscina Admirable, que es un gran baño en
que brotan al lado una fuente hirviendo y otra fría.
A la derecha del lago Lucrino hay otro de agua dulce, el Averno, que ocupa
el lugar de un cráter apagado, con media legua de circuito y casi sesenta varas
de profundidad. Está rodeado de colinas cubiertas de bosque de poca altura, lo
que da al paisaje un aire de encantamiento y poesía en extremo agradable. Por
ahí suponía Virgilio que había bajado Eneas a los infiernos, acompañado de la
sibila cumana, que adormeció el can Cerbero con una torta de harina, miel y
amapolas.
Oculta en la espesura del bosque, y a poca distancia de la orilla del lago, está
la gruta que habitaba la famosa sibila. Es una larga galería subterránea, especie
de túnel, con su puerta al norte, que tiene cerca del fondo, a la derecha, un pasaje
que conduce a una cámara cuadrilonga, llena en parte de agua y con poyos al
pie de los muros. Ahí hay una abertura por donde, según dicen, daba la sibila
sus oráculos. Es preciso hacerse conducir en hombros de los guías y llevar teas
encendidas. Dicha cámara está en comunicación con otras semejantes.
Volviendo a Nápoles para encaminarse al sudeste por el ferrocarril, se llega
a Pompeya en poco más de media hora. Esta ciudad, como es bien sabido, fue
sepultada por una erupción del Vesubio, que la cubrió de lavas y ceniza el año
79 de nuestra era: en ella murió el naturalista Plinio. Fue descubierta hace poco
más de un siglo, y aún no se han terminado los trabajos, que se ejecutan por
cuenta del gobierno; pero todo lo más notable de ella está ya a la vista.
Las calles son rectas, un poco convexas en el centro, y por consiguiente con
ligero declive hacia las aceras, como las de París; están cubiertas con grandes
piedras, acanaladas en muchos puntos por el pasaje de los carros. Las paredes
de las casas, hechas de piedra pómez y otras lavas unidas con cimento, se han
conservado hasta la altura de los techos, que aún existen en parte. La construcción
interior de las habitaciones es semejante a la que se usa hoy entre nosotros (en
Medellín): zaguán, dos patios, con surtidores en el de atrás, al cual corresponde
el comedor, mientras que la sala de recibo está adelante. En algunas hay lujosas
fuentes adornadas de estatuas; las paredes están llenas de pinturas mitológicas,
hechas por procedimientos que aún se ignoran, y el suelo formado de mosaicos,
con las iniciales del dueño de la casa escrito en el zaguán. Se ven por ahí grandes tinajas para recoger el agua de lluvia; hornos para el pan, que se ha hallado
quemado: molinas de piedra, calderas que contenían jabón, y grandes vasijas de
barro en que guardaban el vino.
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Viaje de América a Jerusalén
Se ven las ruinas del foro, de varios templos, el teatro, fuentes públicas,
establecimiento para baños de vapor y de agua, con pieza para las unciones, y
tiendas y hoteles. Hay casas con pinturas obscenas que indican su vergonzoso
destino y muestran la degradación a que puede llegar la especie humana.
Es con una suerte de terror que se recorre aquella ciudad solitaria, cuyos
habitantes parece que durmieran, ¡pero que durmieran un sueño de dieciocho
siglos! ¡Ah! El filósofo no hallará ahí mas que fenómenos naturales que estudiar,
cataclismos más o menos intensos, más o menos dignos de atención a sus ojos,
en que basará tal vez sus teorías sobre la formación del globo; pero el cristiano,
elevándose un poco más en sus miras, verá siempre la mano justiciera de Dios,
haciéndose sentir formidable sobre una sociedad disoluta.
Al salir de la ciudad, desde la puerta de la muralla, se ven a uno y otro lado
de la calle las tumbas de las familias notables: son monumentos como pequeñas
torres, con una puerta para penetrar al interior, donde hay numerosos nichos
en forma de arco, excavados a diferentes alturas en el espesor del muro, en que
colocaban las urnas cinerarias.
De ahí me dirigí al Vesubio, que se halla a dos leguas de distancia, del lado
del norte. En sus faldas, cubiertas de viñedos que suministran el lacrima christi,
de higueras, nísperos, moreras y duraznos, hay numerosos villajes que aunque
arrasa­dos muchas veces por el volcán, se alzan de nuevo sobre sus propias
ruinas, arraigados ahí por la feracidad del suelo.
Se emplean dos horas y media en el ascenso, subiendo a caballo más de la
mitad; pero después es preciso trepar a pie, durante una hora, por una pendiente
cubierta de lava en polvo, hundiéndose hasta media pierna, lo que es en extremo
fatigante. A las cuatro de la tarde del día 10 me hallaba yo sobre el antiguo cráter,
a 1.100 metros de altura sobre el mar. Ahí el suelo está ardiendo, por lo que es
preciso moverse constantemente para no quemar el calzado; de las hendeduras
sale humo, vapor de azufre y diversas sales volatilizadas, que se subliman en sus
bordes presentando hermosos y variados colores. Había una grande abertura
por donde salieron torrentes de lava a principios de 68; pero no pude alcanzar
a ver el abismo.
Roncos rugidos se oían en las entrañas del volcán, y su nuevo cráter, que
termina en un pequeño cono que se ha elevado sobre el antiguo, arrojaba cerca
ceniza y piedras en ascua que caían con violencia a nuestros pies. Un bello horizonte se ofrecía desde allí a mi contemplación; pero lo avanzado de la hora
me precisó a descender.
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Andrés Posada Arango
Restábame visitar la Gruta Azul que existe en la isla de Caprea, a seis leguas
al sur de Nápoles; y el 11 por la noche salí de la ciudad con tal objeto, a borde
de un barco de pescadores. El golfo, con todas sus poblaciones iluminadas, se
extendía delante de mí como los palcos de un inmenso teatro; a un lado descollaba el faro y al otro el Vesubio, lanzando piedras incandescentes que resaltaban
sobre el fondo agrisado del cielo. El céfiro, el más apacible de los vientos, que
los poetas representaban joven y con alas de mariposa, era el único que inflaba
nuestra vela. Sobre la oscura superficie del mar iba dejando la barca un surco
luminoso, como un reguero de perlas, o más bien de gotas de rocío heridas por
el vivo sol de la mañana.
Tendido a la descubierta y dejándome balancear muellemente y con placer,
contemplaba yo la bóveda celeste, prometiéndome observar la aparición de los
asteroides que, en su revolución periódica, debieran verse en esas noches. Efectivamente, dos de ellos cruzaron el espacio en dirección de oriente a occidente,
apagándose rápidamente a mi vista; pero pronto Morfeo, que sin duda tenía
sobre mí mejores derechos que Urania, puso sus pesadas manos en mis ojos,
para no retirarlas sino al arribar a la isla, en los albores del siguiente día.
Caprea, al menos por ese lado, es una roca desnuda, que me pareció a
propósito para morir de tedio un desterrado. Sin embargo, en ella permaneció
mucho tiempo Tiberio, queriendo disipar el fastidio que hallaba en la capital
del mundo, pero cuya verdadera causa llevaba consigo en su corazón depravado.
Tiene como tres leguas de circuito, y hay en ella dos poblaciones de ninguna
importancia.
Nos dirigimos al oeste siguiendo la ribera, llena de pequeñas cavernas a flor
de agua, de donde salían roncos quejidos al choque de las olas; encima se veían
las ruinas de vastos edificios que había hecho construir el funesto emperador.
En menos de una hora llegamos a la gruta que buscábamos, cuya puerta, que
mira al norte, es bastante baja; por lo que es preciso entrar agachándose mucho
sobre la barca.
Es una gran bóveda excavada en la roca calcárea, con más de 50 varas de
longitud y como 30 de anchura, y llena de agua a una profundidad de 60 pies;
pero hay una parte del suelo en seco, donde puede desembarcarse. Su vista en
el interior es hermosa, porque el color del cielo, refractándose a través del agua
del mar, tiñe ésta de un bello azul y emite reflejos irisados sobre las paredes.
Cerca del fondo se mostraban los rojos corales adheridos a las peñas; no hay
estalactitas.
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Viaje de América a Jerusalén
Uno de los guías, para hacerse pagar, me anunció un espectáculo admirable:
el hombre plateado. Arrojándose desnudo en el agua, nadaba cerca de la superfi­cie,
con­servándose en posición casi vertical: la cabeza, que quedaba afuera, tomaba con
el reflejo de las paredes un tinte plomizo: mientras que el cuerpo, que por efecto
de la refracción aparecía en escorzo o acortado, era de un blanco azulado, brillando
casi como la luna de invierno; y como agitaba constantemente los brazos y las
piernas para no hundirse, presentaba la más grande semejanza con ciertas ranas.
El hecho si no era muy curioso, por lo menos era risible: yo me di por satisfecho,
exigiéndole que me sacara una muestra de coral.
Vuelto a Nápoles, asistí en el teatro a una función de magia, dada por un
francés. Entre muchas cosas curiosas, me llamó la atención el adelanto a que
han podido llevar la fantasmagoría, pues a la más completa ilusión de la vista
han agregado la del oído.
El actor se presentaba en el escenario, ligeramente oscuro, y pretendía evocar
espíritus. Primero salió una dama cuyas formas, movimiento y colorido imitaban
perfectamente la realidad: sólo al desaparecer repentinamente cuando él quiso
cogerla, dejaba conocer que era una imagen. Después, estando él acostado sobre
un sofá, salió el diablo con violín en mano, y parándose o montándosele encima,
jugaba su instrumento, cuyo sonido parecía desprenderse evidentemente de sus
propias cuerdas; se ocultó también instantáneamente. Apareció por último la
muerte, armada de cimitarra, y tomando el hombre una espada, entraron en
duelo: mutuamente se atajaban los golpes, y los aceros sonaban al chocarse;
pero de súbito desapareció.
Un amigo que se hallaba a mi lado, estaba estupefacto. Se comprende con
facilidad la producción de las imágenes por medio de lentes convergentes, solos
o combinados con espejos cóncavos; pero se necesita mucha habilidad para
hacer aparecer sus movimientos arreglados al plano en que se ven ejecutar, y
coordinados con las posiciones del actor. El creer que los sonidos, que sin duda se
producen en la vecindad, parten de ahí mismo, no puede ser sino pura ilusión.
El 14 dejé definitivamente a Nápoles, encaminándome por el ferrocarril del
noroeste; pasé frente al palacio de Caserta, que no visité, y llegué después al pie
de un alto cerro coronado por un vasto edificio, antes habitado, hoy desierto.
Era el célebre Casino, fundación de San Benito abad, que como una arca providencial, salvó las luces de la antigüedad en ese diluvio de barbarie que en los
primeros siglos de nuestra era se extendió por el mundo; monumento glorioso
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Andrés Posada Arango
que por más de trece centurias fue justamente venerado, recibiendo homenaje
aun de Totila, ¡para ser abolido en nuestra época en nombre del progreso!
La Inglaterra protestante abogó en su favor, de parte de la civilización; pero
la Italia católica, para hacer mérito de su firmeza, sancionó su supresión.
Yo lo contemplé por un instante, exhalé un suspiro involuntario, y continué
mi ruta; pasé por Aquino, patria de Santo Tomás, una de las mas brillantes
inteligencias de que la humanidad puede gloriarse; llegué a Veletri, lugar del
nacimiento de Augusto; atravesé amenas campiñas y bosquecillos frondosos,
que traían a mi imaginación las ficciones de Numa con la ninfa Egeria; y poco
después tocaba en las puertas de la Ciudad Eterna.
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167
XVII
Hoy que la fisiología, en su marcha progresiva, ha llegado a representar gráficamente las ondulaciones del pulso, sería curioso estudiar las contradicciones
del corazón en un viajero. De qué distinta manera debe latir, cuán cambiado
debe hallarse en su ritmo, cuando abandona la patria; cuando ve ocultarse su
hogar tras la última vuelta del camino; cuando contempla por la primera vez el
anchuroso mar; cuando se halla combatido de las borrascas; cuando admira los
monumentos de la culta Europa; cuando observa desde lo alto de las pirámides
los paisajes del Egipto: cuando se arrodilla ante el sepulcro del Cristo o entra
en la ciudad de Rómulo y Nerón.
¿Cómo visitar a Roma sin conmoverse? ¡Cuántos recuerdos se despiertan a
su solo nombre! ¡Ciudad de heroicas virtudes y de horrorosos crímenes; patria
de grandes hombres y de monstruos abominables; tierra de las Lucrecias y Veturias, los Cincinatos y Fabricios, los Manlios y los Décios, los Cicerones y los
Gracos, como de las Mesalinas y las Tulias, los Coriolanos y los Brutos, los Silas
y Tiberios, los Domicianos y Calígulas. Ciudad a cuyo destino ha estado ligada
la suerte de los pueblos, así en el pasado como en el presente, y verosímilmente
en el porvenir. Madrastra cruel en las épocas del paganismo: madre amorosa
desde el advenimiento de la cruz!
Era el 15 de agosto, día en que la iglesia celebra la Asunción de María. El
pueblo, agrupado en la plaza de una gran basílica, sobre el monte Esquilino,
aguardaba ansioso la llegada del soberano. ¡Bien han cambiado los tiempos! No
era ya uno de los altivos Césares, pasando bajo arcos triunfales y viendo rodar
su carroza, tirada por caballos blancos como el cisne, sobre alfombras de flores
y sobre palmas tendidas a su paso. Era un modesto anciano, conducido en un
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Andrés Posada Arango
carruaje sencillo, y cuyo camino habían de propósito regado de tierra, como si
él quisiera recordarse que “el hombre es polvo, y en polvo se ha de convertir”.
El vasto templo, de lustrosos mármoles y dividido en tres naves por 44 columnas jónicas, estaba lleno de colgaduras y profusamente iluminado. Llevado
en silla de manos por en medio de la multitud, llegó el venerable pontífice hasta
el pie del altar, donde cantó misa con voz todavía sonora. Un rato después apareció en un balcón del frontispicio de la iglesia: la población, gozosa, se postró
de rodillas, y él los bendijo en nombre del Dios Altísimo. Tierno espectáculo
en que se ve un pueblo que, en vez de un tirano, tiene por gobernante un padre
amable.
Roma no es ciudad hermosa; pero mientras más detenidamente se la observa, mayor interés inspira. Quienquiera que la visite, el cristiano, el historiador,
el filósofo, el artista, el literato o el hombre de ciencias, hallará ahí mil objetos
dignos de su más grande atención. Está cercada de murallas, abierta por doce
puertas, comprendiendo cerca de doscientos mil habitantes. El Tiber, que la
divide desigualmente en su curso tortuoso hacia el sur, tiene varios puentes, del
que uno solo, el que conduce al Vaticano, es notable: está formado de seis arcos
y adornado con las estatuas de San Pedro y San Pablo, y con grandes ángeles
que sostienen, cada uno, alguno de los instrumentos de la Pasión, la lanza, la
columna, los clavos, etc.
Un hecho resalta desde luego a la vista de quien observa la célebre ciudad: la
revolución extraordinaria, el cambio asombroso de que ha sido teatro. Cuando los
escribas y fariseos deliberaban quitar la vida a los discípulos de Jesús, para impedir
que propagaran su doctrina, uno de aquellos, Gamaliel, dijo a sus compañeros:
“Yo os aconsejo que no os metáis con esos hombres, y que los dejéis, porque si
este designio o empresa es obra humana, por sí misma se desvanecerá; mientras
que si es cosa de Dios, no podréis destruirla, y os expondríais a ir contra Dios”;1
prueba la más rigurosa, la más decisiva a que podía sujetarse la nueva religión.
Basta, por tanto, echar una ojeada sobre Roma, recordar lo que era la ciudad
pagana, la señora del mundo, esa enemiga implacable del nombre cristiano, y
ver su estado actual, para no poderse denegar a reconocer en ella un testimonio
elocuente, una prueba monumental de la divinidad del cristianismo, y admirar
lo espléndido, lo palmario de su triunfo.
1
Hch 5, 38-39.
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Viaje de América a Jerusalén
Por donde quiera se ven los antiguos monumentos, la sobras del politeísmo,
cuando no reducidas a escombros, convertidas en santuarios del nuevo culto.
Recorramos las calles. En vez de los lares ficticios bajo cuyo amparo se colocaban
las familias, aparecen hoy por todas partes, incrustadas en las paredes, en las
esquinas y sobre las puertas, las imágenes de la madre inmaculada del Nazareno.
Vayamos al Capitolio. Es una pequeña plaza situada sobre una colina, adonde
se sube por una escalera encerrada entre balaustradas de piedra, y decorada
con dos estatuas gigantescas de mármol, representando a Cástor y Póllux; otra
ecuestre, en bronce, del emperador Marco Aurelio, y varios trofeos, como para
recordar al viajero qué tierra pisa; pero el famoso templo de Júpiter Capitolino,
a donde iban los hombres a doblar la rodilla y a adorar en la mentida divinidad
el adulterio, los celos, la venganza y las más bajas pasiones, no existe más. En
su lugar se alza hoy un monasterio, escuela de virtudes evangélicas, donde el
ayuno, la humildad, la paciencia, la pureza de las costumbres, la mortificación
en todo, forman el programa. ¡Qué contraste!
Lejos de ahí, en dos plazas distintas, se encuentran las elevadas columnas de
Aurelio y de Trajano, llenas de esculturas y relieves que conmemoran sus hazañas
y sus triunfos; pero no se ven ya sobre ellas los emperadores, que un senado
imbécil había llamado divinos. Tiempo ha que terminó su reinado, y hubieron
de descender desde sus altos pedestales para ceder el puesto a un pescador de
Betsaida y a un tejedor de la Cilicia, Pedro y Pablo, que de ajusticiados pasaron a
ser la gloria de la ciudad, sus ángeles tutelares. Ved sus mausoleos, las estupendas
basílicas que el mundo admira. ¡Ningún soberano tuvo iguales palacios!
Como a dos cuadras al sur del Capitolio está la célebre roca Tarpeya, de
32 metros de elevación, convertida en jardín.
Al bajar del Capitolio hacia el este, en un piso muy inferior al actual, se
encuentra el pavimento del antiguo Foro, donde se reunía el Senado, donde
Cicerón pronunciaba sus arengas y donde fue expuesta su cabeza cuando cayó
bajo la mano del verdugo; lugar que recuerda también la muerte de Servio
Tulio y la acción incalificable de su hija. Vense a continuación las ruinas de
numerosos templos paganos, el de la Concordia, de Vespasiano, de Saturno, y
otros; el arco de Séptimo Severo, de mármol, decorado con columnas de orden
compuesto, y lleno de bajo relieves que representan sus victorias en Oriente; el
templo de Antonino y Faustina, de que existen sólo unas columnas formando
el frontis de una iglesia de San Lorenzo; unas bóvedas enormes de la basílica
de Constantino; el arco de Tito, erigido por el Senado para celebrar la toma de
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Andrés Posada Arango
Jerusalén, y entre cuyos relieves se ve el candelabro de siete brazos del templo de
Israel; y se llega en fin al anfiteatro de Flavio, llamado comúnmente el Coliseo,
nombre que hace alusión a lo extraordinario de sus dimensiones.
Es un área elíptica, limitada por un muro de piedras de más de cinco cuadras
de extensión (546 metros), compuesto de arcos y columnas sobrepuestas, de
cuatro órdenes distintos, llegando a 52 metros de altura total. El interior está
formado de galerías abovedadas, sobre las cuales había gradas para sentarse
los espectadores a cielo descubierto. Podía contener más de cien mil personas.
Para preservarse de la lluvia había un toldo inmenso, que manejaban 480 obreros. Debajo hay galerías y piezas subterráneas donde mantenían los animales
feroces.
Un sentimiento de profundo respeto inspira en el ánimo del viajero cristiano la contemplación de aquel lugar, arena ensangrentada, teatro glorioso en
que millares de mártires dieron espectáculo al cielo y a la tierra, a los ángeles
asombrados y a los hombres ebrios de furor… Estos aplaudían a las fieras, que
rasgaban las carnes, despedazaban las entrañas y triunfaban de los cuerpos;
los querubines, admirados, guardaban silencio, pero descendían con coronas y
palmas a encontrar los espíritus, ¡que cantaban victoria al remontarse gozosos
a las regiones de la eterna felicidad!
La cruz, majestuoso trofeo conquistado en tres siglos de lucha, ocupa el
centro de esa liza memorable. En vano soplarán ya contra ella los vientos de la
tempestad; en vano se desencadenarán a la vez todos los aquilones, pues robusta
cual la encina de la montaña, firme como la roca que ha resistido el embate de
los mares, permanecerá inmutable: Portœ inferi non prœvalebunt adversus eam.
“Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.
En la periferia hay pequeños altares con cuadros que representan las últimas
escenas de la vida de Jesús; y todos los viernes por la tarde concurren ahí los
fieles, presididos por algunos religiosos, a hacer el ejercicio de la Via crucis, es
decir, a orar acompañando con la imaginación al Hijo de Dios en su camino al
Calvario; espectáculo que visto en aquel lugar, causa en el alma una viva emoción.
¡Qué peripecias!
Cerca del Coliseo se ven los restos de la Meta sudante, fuente en que se
lavaban los gladiadores después del combate, y no lejos de ahí se encuentra el
arco de mármol y adornado con relieves, pero de tosco trabajo.
Regresando hacia el Capitolio, se tiene en la izquierda el monte Palatino,
de donde Rómulo vio los doce cuervos, mientras que Remo percibió sólo seis
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Viaje de América a Jerusalén
del Aventino. Era el asiento primitivo de la ciudad; en él estaban las casas
de Cicerón, Catalina, Craso y Antonio, y más tarde fue ocupado por el vasto
palacio de los Césares, que Calígula unió al monte Capitolino por un puente
gigantesco. Hoy pertenece al emperador Napoleón, y está convertido en jardín,
pero conservando muchas ruinas dignas de visitarse.
Al lado opuesto, a la derecha del Foro, se halla la prisión Mamertina, en
que murió de hambre el valeroso Yugurta y donde estuvieron encarcelados largo
tiempo San Pedro y San Pablo. Es una sala subterránea a la cual se desciende
por 30 escalones, y más abajo aún se encuentra un calabozo donde se ve la
columna de piedra a que estuvieron atados los dos apóstoles. Cerca de ella hay
un pequeño pozo, como de media vara de profundidad, constantemente lleno
de agua, y que los fieles tienen en gran veneración porque según refieren, lo
hizo brotar milagrosamente San Pedro para bautizar a Proceso, Martiniano y
47 compañeros más, que poco después sufrieron el martirio.
Hay otros monumentos antiguos dignos de mención: la Rotonda o Panteón
de Agripa, destinada ahora al culto católico, en que se admiran sus columnas
monolitas de granito, de 20 varas de longitud y casi 6 de diámetro, y en la que
está sepultado Rafael de Urbino; el mausoleo de Adriano, transformado en
fortaleza con el nombre de Castillo del Santo Ángel, y que se halla en comunicación con el Vaticano; el templo de Vesta, de forma circular, con 20 columnas
de mármol de Páros; la Boca de la Verdad, grandísima máscara de piedra, ante
la cual se hacían los juramentos, que se conserva actualmente en la iglesia de
Santa María en Cosmedia; la pirámide que servía de tumba a Cayo Sestio, al
salir de la muralla por el lado del sur; y el sepulcro de Cecilia, mujer de Metelo,
torre cilíndrica coronada de almenas, pero muy deteriorada, que era célebre por
su eco que repetía hasta siete veces la palabra.
Vienen después las catacumbas, necrópolo singular que revela hoy al cristiano los primeros anales de su fe, como los fósiles al geólogo las formaciones
y cataclismos terrestres. Son galerías subterráneas, de poco más de una vara de
anchura, que recorren el suelo de Roma en todas direcciones, cruzándose en
diversos puntos y formando un laberinto intrincado de callejuelas, que no puede
visitarse sin un guía muy práctico; con frecuencia se hallan sobrepuestas, en tres
o mas pisos, con gradas para comunicarse. Están labradas en una roca arenosa,
de origen volcánico, que los romanos hacían entrar en su cimento. Las paredes,
sin pulimentar, están llenas de sepulcros excavados a lo largo, que tapaban con
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Andrés Posada Arango
ladrillos o con mármoles, y cuyos epitafios son todavía legibles. Al lado se ven
las cavidades en que colocaban las redomas con la sangre de los mártires.
De trecho en trecho se encuentran pequeños cuartos cuadrados, de cielo
abovedado, que les servían de capillas, donde sepultaban los prelados. Sus paredes, lisas por estar recubiertas de argamasa, tienen varias pinturas al fresco,
generalmente toscas, entre las cuales me pareció hallar representado el Buen
Pastor y a Jonás en el acto de ser vomitado por la ballena. Se ven ahí poyos para
sentarse, y especie de sillas, tal vez confesionarios, labradas en la peña.
Las principales catacumbas son las llamadas de San Calixto, Santa Inés y
San Sebastián; todas tienen las entradas fuera de la ciudad; y como son bastante
profundas, además de ser muy oscuras y húmedas, se las encuentra muy frías
en el estío, pues conservan la temperatura media de la ciudad, que según mis
observaciones es de 15º,5 del centígrado.
Entre los monumentos modernos de Roma, hay unos notables por su
magnificencia, y otros por los objetos o recuerdos religiosos que conservan.
Cerca de la puerta Latina se encuentra una capilla construida en el paraje en
que estuvo la caldera del aceite en que fue hervido San Juan Evangelista, por
orden de Domiciano, aunque sin recibir lesión alguna. En el lugar donde fue
crucificado San Pedro, sobre el Janículo, hay una iglesia cuya fundación se
atribuye a Constantino, y otra en el sitio de la decapitación de San Pablo, a tres
cuartos de hora de la ciudad, donde muestran la columna de piedra que sirvió a
la ejecución, y tres pozos que dicen aparecieron en los puntos en que la cabeza,
al saltar, golpeó el suelo.
Se cuenta por todo 389 iglesias, y casi no hay ninguna que no conserve las
reliquias de alguno de los héroes del cristianismo. En la de los Santos Apóstoles muestran una ampolleta de vidrio llena de sangre líquida, que aseguran ser
de Santiago el Mayor, llevada de Galicia. En la de Jesús, que es muy hermosa,
se encuentra un brazo de San Francisco Javier y el cuerpo de San Ignacio de
Loyola, en un altar notable por su ornato, donde se ve una estatua de este santo,
de plata, de tres varas de altura, y el Padre Eterno sosteniendo un gran globo
de lapizlázuli. En la de San Ignacio, que pertenece también a los jesuitas, están
los restos del simpático San Luis Gonzaga, y en otras los de San Felipe Neri,
San Lorenzo, San Sebastián y muchos más.
En la iglesia de Santa Cruz de Jerusalén, construida por Santa Elena en los
jardines de Eliogábalo, se guardan los objetos sagrados traídos de Palestina. Vi
ahí uno de los clavos que sirvieron en la crucifixión, dos espinas de la corona,
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Viaje de América a Jerusalén
tres pedazos de la cruz, y el inri original, grabado en latín, griego y hebreo,
en una placa de madera. Me mostraron también una crucecita de metal, que
hace parte del relicario de San Gregorio, que llevaba consigo San Pedro. En un
edificio independiente se encuentra la Escala Santa, que fue traída del palacio
de Pilato. Tiene tres pasos de anchura, y está formada por 28 escalones, que los
fieles suben de rodillas.
En el Colegio Americano, fundación del Sr. Elizaguirre, que cuenta más de
50 alumnos, educados por los jesuitas, entre los cuales halló algunos colombianos,
visité la habitación de San Estanislao de Kostka, donde hay una bella estatua
de mármol, en actitud de muerte, ocupando el lugar de su cama; y en los otros
dos colegios de la compañía vi las piezas que ocuparon San Luis y San Ignacio,
con sus muebles y vestidos.
Más de uno de mis lectores, si los tengo, se burlará quizá al considerar mis
pesquisas y mi interés por las reliquias y santuarios; y sin embargo, ¡con qué
mezcla de respeto y de placer visitaba yo esos lugares venerados! ¡Qué! ¿El que se
ha conmovido de entusiasmo, y ha aplaudido, cantado tal vez, las proezas de los
defensores de la patria, el denuedo de los guerreros, la abnegación de los mártires
de la libertad, no tendría en su corazón siquiera una fibra capaz de vibrar ante el
heroísmo de la virtud? ¿Permanecería impasible al recuerdo de los mártires de
la verdad y del deber?
¡Ah! fuera yo escritor; estuviera en mí el cambiar el escalpelo del cirujano
por la pluma del literato; fuérame dado arrancar de una lira enlutada vibraciones
armoniosas, y no dudo que hallaría mi complacencia en sacar a luz esas escenas
ocultas, en ensalzar esas batallas incruentas, pero terribles, en que la razón y
la conciencia salen victoriosas del embate reiterado de las pasiones. Para esos
cuadros serían mis mejores páginas, mis más bellos colores, mis más dulces
acentos...
Pero la virtud dejaría de ser tal, si hallara un estímulo en las lisonjas del
mundo; debe pasar desechada de los hombres para alcanzar de Dios su plena
recompensa.
Son también dignas de visitarse la basílica de San Juan de Letrán, en cuya
plaza hay un obelisco egipcio de 32 metros de elevación; las de San Lorenzo y
Santa Inés, situadas fuera de los muros, y la de Santa María la Mayor, en que se
conserva el pesebre de Belén, y los cuerpos de San Jerónimo, Santa Paula, Santa
Eustoquia y San Pío V; la iglesia de San Pedro ad Víncula, donde se conservan
las cadenas del apóstol y se encuentra el ponderado Moisés de Miguel Ángel; la
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Andrés Posada Arango
de San Clemente, donde se ha descubierto recientemente una iglesia subterránea;
y en fin, una pequeña iglesia de San Andrés en que tuvo lugar la conversión
del señor Ratisbona, hoy sacerdote católico, a quien tuve el gusto de conocer y
tratar en Jerusalén. Se ve ahí una imagen de la Virgen en el mismo punto donde
hizo su aparición milagrosa, y una inscripción en que el señor Ratisbona refiere
ingenuamente el hecho.
Debe notarse que se encuentran con frecuencia personas de otra religión
que se convierten al catolicismo; pero no católicos que pasen a otro culto. A
lo más se ve algunos que se separan de la Iglesia por comodidad, por espíritu
de libertinaje, por sacudir todo yugo, no para entrar honradamente en ninguna
otra secta religiosa.
Llegamos en fin a la gran basílica de San Pedro, maravilla del arte, que no
puede describirse: es preciso verla. El haberla conocido, como ha dicho un viajero,
es una de las fuertes impresiones y de los grandes recuerdos en la vida. Puede
formarse idea del efecto que causa su vista, por las dimensiones. Está formada
de tres naves, con 120 metros de anchura en la fachada y 187 en su mayor
longitud; la gran cúpula se halla a 138 metros de elevación, y está coronada por
una bola de metal en que caben 16 hombres. La campana principal tiene casi
metro y medio de canto o espesor y cerca de 7 de diámetro; ademas hay otras
diez cúpulas.
Está revestida interiormente de mármol y decorada con grandes estatuas
de todos los santos fundadores, bellos cuadros en mosaico y suntuosas tumbas
de varios pontífices. Bajo la cúpula, en un piso inferior al altar principal, está el
mausoleo que contiene parte de los cuerpos de San Pedro y San Pablo, iluminado constantemente con 142 lámparas; la otra parte de sus restos se conserva
en la basílica de San Pablo, y sus cabezas en San Juan de Letrán. En el friso del
templo se alcanza a leer en letras grandísimas esta inscripción: Tu es petrus et
super hanc petran edificabo ecclesiam meam; et tibi dabo claves regni cælorum. A la
derecha del mausoleo hay una estatua de bronce del príncipe de los apóstoles,
con el pie notablemente gastado por los besos de los peregrinos. Allí, como en
Loreto, hay penitenciarios, es decir, confesores en todos los idiomas.
La plaza que antecede a la iglesia, adornada con las estatuas, en mármol,
de los dos apóstoles citados; con un obelisco de 41 metros de altura total, y con
dos bellos surtidores, está limitada en los extremos por dos arcos de columnas
dispuestas en cuatro series, formando camino separado para los carruajes y para
las personas de a pie, y que van a terminar en el pórtico del templo. Dicha co-
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Viaje de América a Jerusalén
lumnata está coronada por una balaustrada de piedra, que sostiene 192 estatuas
colosales de santos.
Se calcula el gasto total de este edificio, el primero del mundo en su clase,
en 146 millones de pesos fuertes.
La basílica de San Pablo, aunque no tan imponente como la anterior, es quizá
más suntuosa. Su cielo es plano; está dividida en cinco naves por 80 columnas
monolitas de granito pulimentado, y el friso va cubierto con grandes medallones
que presentan en mosaico los retratos de todos los papas. En el altar principal
llaman la atención cuatro grandes columnas de alabastro oriental, regaladas por
el virrey de Egipto. Todo el templo, en su conjunto, es de una magnificencia que
sorprende; superior, bajo algunos aspectos, a la catedral de Londres.
Resta decir algo de los palacios del Papa: el Vaticano, su residencia habitual,
y el de Quirinal, su habitación de estío. Este último está muy bien decorado, cual
corresponde a un soberano; pero las piezas particulares de Su Santidad revelan
sencillez de costumbres. El otro, situado en la plaza de San Pedro, no es notable por su arquitectura ni su ornato, pero sí por su extensión. Es de tres pisos,
tiene infinidad de salas, capillas, galerías y corredores, contándose 13 mil piezas
y más de 200 escaleras. Hay en él bellos jardines, una rica biblioteca, salas de
pinturas de los grandes maestros, en que se hacen admirar la Transfiguración, por
Rafael, y la Última comunión de San Jerónimo, por el Dominiquino; y un museo
inmenso, en que se encuentran galerías de más de 400 pasos de longitud, lleno
de esculturas antiguas, tapices, lápidas de las catacumbas, y obras de cerámica.
En la Capilla Sixtina, que me recordaba al talentoso Mozart aprendiéndose el
Miserere de Allegri con sólo oírlo una vez, existe el célebre cuadro del Juicio
final, obra de Miguel Ángel, pintado al fresco en la pared del fondo.
Hay también en la ciudad varios palacios particulares, interesantes por
sus colecciones artísticas. En el Espada se nota una grande estatua de mármol
representando a Pompeyo, que se cree ser la misma a cuyos pies murió César
a manos de los asesinos. Debo mencionar igualmente el museo del Capitolio,
el de San Juan de Letrán y el Kircher, anexo al Colegio Romano. Es en este
mismo edificio que existe el observatorio astronómico, que el ilustrado padre
Secchi, jesuita, ha hecho tan justamente célebre con sus descubrimientos.
Se cuentan en la ciudad más de 20 plazas, las cuales están adornadas con
obeliscos o fuentes más o menos hermosas, siendo muy notable la de Trevi; en
la de Mignanelli hay una columna moderna, erigida en conmemoración de la
declaratoria del dogma de la Concepción Inmaculada de María; la estatua de
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Andrés Posada Arango
la Virgen, fundida en bronce, se alza en su cima, y al pie están las de Moisés,
David, Isaías y Ezequiel, trabajadas en mármol.
Hay agradables y amenos paseos, pues además del paseo del monte Pincio,
los presentan las quintas de las inmediaciones, abiertas al público, aún para los
carruajes. De éstas la más notable por su belleza y su extensión, es quizá la de
la familia Borghese, que perteneció al príncipe Camilo, cuñado de Napoleón.
En todas ellas hay colecciones artísticas de mucho mérito.
Tal es Roma vista a la ligera y sólo por su lado material. Paso por alto sus
instituciones, sus establecimientos de todo género y la solemnidad de sus funciones religiosas, pues aunque mucho de eso vi, son objetos que no podrían tratarse
dignamente en una relación sucinta, y su descripción detallada, me llevaría muy
lejos de mi objeto.
Habiendo visitado todo lo notable de la ciudad y hecho ahí lo que me
proponía, partí el 31.
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XVIII
Cuatro horas de camino de hierro, por un litoral triste y solitario, bastan para
trasladarse de Roma a Civita Vecchia, ciudad fortificada y puerto principal del
territorio pontificio, con ocho mil habitantes de población. Actualmente es la
residencia de la guarnición francesa.
El último día de agosto, por la tarde, me embarqué ahí en dirección a Liorna,
adonde abordamos a la mañana inmediata. Al no haber hecho esa travesía por
la noche, habríamos podido divisar a la izquierda las islas de Córcega y de Elba,
la una patria y la otra primer destierro de Napoleón. Yo hubiera celebrado verlas
aunque en lontananza; el recuerdo del grande hombre, a pesar de sus faltas,
fascina aun nuestra imaginación con el prestigio de su gloria y la magnitud de
su genio.
Liorna es una ciudad de buena apariencia, con 90 mil almas, y puerto bastante
concurrido: pero con excepción de una estatua de Fernando i, duque de Toscana,
que tiene a sus pies dos esclavos encadenados, en conmemoración de la batalla
de Lepanto, no se ve ahí objeto alguno que llame especialmente la atención del
viajero.
A cuatro leguas al nordeste se halla Pisa, lugar del nacimiento de Galileo,
que formó antiguamente una república célebre por las armas, por las artes y por
su universidad, y que desempeñó un gran papel en las guerras de las cruzadas.
Hoy es ciudad triste, silenciosa, manifestando apenas las huellas de su pasada
grandeza. Está situada en un llano, al pie de los montes Pisanos, que se desprenden de los Apeninos al norte, y atravesada por el Arno, sobre el cual tiene
varios puentes, a dos leguas de su desembocadura en el mar; un canal del río la
comunica con Liorna; está cercada de murallas.
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Andrés Posada Arango
Son dignos de visitarse: la catedral, de cinco naves, con columnas corintias
y una gran cúpula de mármol, muy admirada, y la lámpara cuyas oscilaciones
sugirieron al ilustre Galileo la invención del Péndulo, que Huyghen aplicó después como regulador de los relojes; el bautisterio, edificio separado, terminado
en una cúpula cónica, de mármol, de 55 metros de altura total, notable por la
resonancia que causa en el sonido y por su púlpito, obra maestra de escultura;
el camposanto, claustro cuadrilongo cuyo suelo está formado con tierra traída
de Jerusalén, las paredes vestidas con curiosas pinturas de la Edad Media, y las
tumbas adornadas con buenos bustos y estatuas; y finalmente la famosa torre
inclinada, construcción del año de 1174. Es cilíndrica, compuesta de ocho
pisos, con 54 metros y medio de altura, poco más de 48 de circunferencia y
cuatro metros y medio de inclinación; vista de cerca parece que ya se cae. Está
completamente aislada, formada de mármol, con una escalera interior en espiral,
de 293 gradas; en los arcos del último piso están suspendidas siete campanas.
De la cúspide se alcanza a ver un vasto horizonte, una parte del mar y varias
de sus islas.
No se sabe con certeza cuál sea la causa de la inclinación de esta torre, pues
si bien algunos suponen que fue construida así, el examen del suelo parece mas
bien indicar que la base se ha hundido de un lado por la acción del peso, de
donde debió resultar la desviación del eje; pero como el diámetro es menor hacia
arriba, la vertical que pasa por el centro de gravedad cae siempre dentro de la
base, conservándose el equilibrio a pesar del inminente riesgo en que parece
estar. Se refiere que en ella hizo Galileo las experiencias que lo condujeron al
descubrimiento de las tres leyes que rigen la caída de los cuerpos.
Salimos de Liorna a las ocho de la noche, y a las siete de la mañana arribamos a Génova, abriéndonos paso por entre la multitud de embarcaciones que
obstruían el puerto.
Una hermosa vista presenta la ciudad a quien la contempla desde el mar.
Está graciosamente reclinada contra la pendiente de un hemiciclo de montañas
que, principiando a poca distancia de la ribera, se elevan a una altura moderada,
sirviendo de asiento a varias quintas hacia la mitad de la falda, y vestidas en la
cima con pinos y otros árboles. Su frente, como la concavidad del golfo, mira al
sur. Es una gran población, de 120 mil habitantes. En su interior, como en todas
las ciudades antiguas, se encuentran calles angostas, en declive y trazadas sin
regularidad, al lado de otras rectas y hermosas, sin duda más recientes. Muchos
de sus edificios tienen al frente pórticos o largas galerías, como en Bolonia y
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Viaje de América a Jerusalén
Turín. Hay algunos buenos templos, como la iglesia de la Anunciata y la catedral,
hecha de mármoles alternativamente blancos y negros, y varios palacios dignos
de visitarse, entre ellos el del célebre Andrés Doria.
Génova, en otro tiempo república rival de la Pisa, cuenta sin duda en sus
anales bellas acciones, páginas brillantes en su historia, que deben hacerla mirar
con interés por los viajeros; pero ante el mérito de ser la patria de Colón, sus
otros títulos se desvanecen.
La memoria del ilustre navegante, con su gloriosa aureola, ofuscaba en mi
mente todos los otros recuerdos, al modo que desaparece la pálida luz de las
estrellas cuando asoma en el oriente el fúlgido sol de la mañana. Con viveza
se representaban en mi cerebro las vicisitudes de su azarosa existencia. ¡Me lo
imaginaba en las cortes besando la mano de los palaciegos, mendigando de los
reyes los auxilios para hacer su descubrimiento, buscando, en fin, un soberano a
quién regalarle el mundo! ¡Cuánto tiempo perdido, cuántas andanzas, cuántos
desaires, hasta hallar en la magnánima Isabel un espíritu bastante elevado para
comprenderlo!
¡Caprichosa es la fortuna en la distribución de sus favores! ¡Cuántas inteligencias preclaras, genios tal vez, habrán bajado ignoradas al sepulcro, fatigadas
de luchar con los obstáculos, faltas de alas para remontarse a la región que
debieran habitar!
Me lo imaginaba también en alta mar, después de dos meses de navegación,
perdido al parecer en la inmensidad del océano y amenazado de muerte por
la tripulación sediciosa, salvándose del peligro por el ascendiente de su talento
superior; anunciando con la previsión del genio, que antes de tres días hallaría
tierra. Lo contemplaba, doblada la rodilla, enarbolando en Guanahani el lábaro
santo del Calvario; haciendo oír por la primera vez en nuestras selvas, el lenguaje
inspirado del Te Deum; uniendo su cantar a las mil voces, al misterioso concierto
con que las fuentes, las brisas, las cataratas, los torrentes y los sinnúmeros volcanes
de ese mundo virgen, ensalzaban a su manera las grandezas y la sabiduría del
Creador. ¡Bello espectáculo! ¡Suerte envidiable!
Recordaba después su procelosa vuelta, cuando batido por la tempestad,
hecho el juguete de los huracanes, y viéndose en inminente riesgo de ser tragado
por las olas con toda su tripulación, se resignaba a la muerte, arrojando al mar,
dentro de un tonel calafateado, los comprobantes de su hallazgo, por si llegaban
a manos de alguien, salvar al menos su memoria. ¡Lance supremo! ¡Terrible
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Andrés Posada Arango
situación! Lo veía después sentarse en el trono al lado de los reyes de Castilla,
y más tarde ser puesto en grillos y cadena por el infame Bobadilla.
Tal es en general la vida de los hombres distinguidos. Es a costa de inquietudes, de sinsabores, de peripecias y sufrimientos sinnúmero, que se alcanzan
los halagos de ese fantasma alucinador, de esa engañosa quimera que han
llamado gloria.
Dos objetos hallé ahí que recuerdan al célebre navegante. El uno es un monumento de mármol, erigido en 1862, en una plaza no lejos del mar. Su estatua,
sostenida por un pedestal adornado con apéndices que imitan popas y proas de
navío, tiene a sus pies la América, representada en una india, postrada de rodillas
y recibiendo de sus manos la cruz; abajo hay otras varias figuras alegóricas. El
otro es una casa de cinco pisos, situada en la esquina que forma la Via Nuova de
Ponticello al cruzarse con la de Morciento, la cual tiene en el muro exterior una
inscripción que indica haber sido la habitación de Domingo Colón, padre de
Cristóbal. Dicen que en ella nació este último; pero ningún otro detalle pudieron
suministrarme el ciceroni ni las personas que la habitaban.
Génova fue el último punto del suelo italiano que pisé. Faltábanme sólo 21
horas de navegación para trasladarme a Francia, que había dejado tres meses
antes y donde debía permanecer. Nada de particular en el trayecto: a la derecha
se avistaban Porto Mauricio, lugar del nacimiento de San Leonardo, uno de los
canonizados en 1867, cuyo cuerpo vi en Roma en la iglesia de San Buenaventura; Tolón, que me recordaba el primer triunfo notable de Napoleón, y Hyeres,
patria del esclarecido Massillon. Al frente estaban la multitud de islotes de ese
nombre. El 3 por la tarde me hallaba ya en Marsella.
Esta ciudad, grande, populosa (250 mil habitantes), pero esencialmente
comercial; semiantigua y semimoderna: con callejuelas angostas, oscuras y
desaseadas, por una parte, y bulevares, jardines y un hermoso prado por otra,
no tenía para mí otro interés que haber recibido el último suspiro del virtuoso
arzobispo de Bogotá, señor Mosquera, muerto en el destierro, en viaje para
Roma, en 1853; pero aun sus restos habían sido ya trasladados a París.
Esperaba, por lo mismo, dejarla pronto; mas no fue así: mi permanencia
había de ser mucho mas larga, y su recuerdo bien ingrato y bien duradero. Ahí
debía dejar sepultado mi compañero de viaje, el excelente amigo que desde
París había ido compartiendo conmigo todas las emociones de aquella larga
peregrinación, y que tenía más de un título para dejar grabada en mi corazón
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Viaje de América a Jerusalén
su memoria; y yo mismo, aunque con más fuerza para luchar todavía con las
causas de destrucción, estaba seriamente enfermo, agregándose a mis propios
padecimientos aquel motivo de dolor.
¡Cuántas veces, en tan penosa situación, sintiéndome desfallecer, iba a sentarme junto al muelle, tratando de disipar en la contemplación de la tarde las
angustias del alma! Yo veía el sol, que un momento antes se había ostentado
lleno de esplendor iluminando los mil pabellones de diversos países de la tierra,
que flotaban en lo alto de los mástiles; derramando su luz sobre la superficie
azul del mar tranquilo; reverberándose más allá en las blancas espumas que se
formaban alrededor de los islotes y peñascos, y yendo a esmaltar con sus celajes
de oro las crestas montañosas que respaldaban a lo lejos la ciudad: lo veía, digo,
descender presuroso hacia el horizonte, despojarse de su ropaje de gala, dejar
caer en jirones la púrpura que había adornado su carroza, y, a su pesar, ¡hundirse
entre las olas! Tras de él venían las sombras, la oscuridad, la noche…
Y esos cuadros, que otras veces había hallado risueños, tenían ahora para mí
un velo de crespón: todo aquello me parecía imagen de la vida del hombre, que
cuando menos lo espera, en medio de sus goces, de entre la pompa y alegría de
los festines, se ve precisado a descender al sepulcro; flor delicada que el menor
soplo hace secar; ¡débil llama que la mano de la muerte, como un apagador,
puede extinguir en un segundo!
Yo no sé si en realidad habrá quién crea que el mundo existe sin Dios, sin
Hacedor, sin Soberano; alguno que se persuada que no tiene quién cuide de
sus acciones, quién lo proteja en la adversidad, quién posea bálsamo eficaz para
todas sus dolencias. Sé bien que así lo dicen; pero también sé hasta dónde el
espíritu de charlatanismo, el deseo de llamar la atención, la insensatez de la
vanidad, pueden obrar en ciertas gentes. ¡Mas si verdaderamente hay quién
tal piense, qué digno es de compasión! ¿Qué consuelo, qué lenitivo tendrá en
sus horas de sufrimiento, cuanto la humana ciencia no alcanza a embotar el
aguijón del dolor?
¡Ah! ¡Qué dulce es la religión en esos instantes de prueba! ¡Astro benéfico
que luce sólo en nuestro horizonte cuando todos los otros se oscurecen! ¡Qué
felicidad es poder pedir lleno de fe una mirada de misericordia, al Padre bondadoso que puede en un instante, como a Ezequías, darnos la salud, con la misma
facilidad con que hace volver el sol sobre sus pasos!
Una enfermedad no siempre es un mal. ¡Cuántas veces nos hallamos cambiados después de ella! Con frecuencia sirve para avivar el fuego de la piedad,
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Andrés Posada Arango
que se apagaba; para despertar en el alma sentimientos que se dormían; para
darnos la voz de alerta en el sendero peligroso en que marchamos. Alabemos
en todo tiempo a la Providencia; bendigamos en la tribulación la mano paternal
que nos hiere, exclamando siempre como Job: ¡Feliz el hombre a quien el mismo
Dios corrige!
Fue después de algunos días que pude continuar mi viaje. Saliendo de
Marsella, el ferrocarril costea por un rato la ribera del mar; atraviesa un ramal
de la montaña, bajo un túnel de una legua de longitud, y continúa en seguida
por la margen izquierda del Ródano, en cuyo lado, después de cuatro horas de
camino, se encuentra Aviñón, notable por haber sido la residencia de los papas,
de 1305 a 1378. Esta ciudad me pareció triste, sombría y sin ningún atractivo.
Visité el antiguo palacio pontificio, que sirve hoy de cuartel, y el templo adjunto,
situado en lo alto de una colina, dominando completamente la población; en él
vi la tumba del papa Juan xxii.
Según la leyenda, Lázaro y sus hermanas, los discípulos de Jesús en Betania, fueron echados al mar en Jafa, en una barca sin velas y sin timos, y traídos
providencialmente por las olas hasta las costas de Francia; él estableció el
cristianismo en Marsella, donde existe aún una iglesia con su nombre, y Marta
hizo otro tanto en Aviñón, el año dieciocho de nuestra era; y agregan que el
templo mencionado ocupa el lugar del que ella fundó. Es imposible, después
de un transcurso de tantos siglos, poder esclarecer lo que haya de cierto en esas
tradiciones.
Continuando de ahí directamente al norte, se recorren en poco menos de
siete horas las 50 leguas comprendidas entre Aviñón y Lyon. En el tránsito se
hallan varias poblaciones, como Orange, llena de ruinas romanas; Valencia, que
recuerda el confinamiento y la muerte de Pío vi, y Viena, memorable por el
trágico fin de Pilato, acaecido en sus inmediaciones, y por el concilio ecuménico
de 1311.
El río, que se tiene constantemente a la izquierda, ofrecía a la vista altos
puentes suspendidos, invención que se debe a nuestros aborígenes, que los hacían
de bejuco, y pequeños buques de vapor que surcaban sus aguas. Los terrenos de
la derecha estaban casi por todas partes cubiertos de viñedos.
Tal vez aquellos paisajes serán amenos; pero entonces se presentaban a mis
ojos bajo un velo fúnebre. El dolor, ha dicho con razón Federico Soulié, embota
la facultad perspicaz del alma, como las lágrimas ofuscan la vista.
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Viaje de América a Jerusalén
Lyon, la segunda ciudad de Francia por su población (300 mil habitantes),
su adelanto intelectual, el desarrollo de su industria y su comercio, es también
una de las más hermosas. Positivamente bella debe ser, pues aun entonces pudo
parecérmelo e inspirarme simpatías.
Si yo hubiera de vivir en Europa, si me hallara precisado a renunciar a ese
conjunto de recuerdos y de dulces atractivos con que se arraiga en el hombre el
amor de la patria, desearía vivir en Lyon o en Tours.
Pero no, no quiera el hado infausto negar a mis huesos el reposo en la tierra de mis padres: sombreé mi sepulcro uno de sus muelles1 de plácido follaje;
ilumínenlo de tarde, los tibios rayos del sol al ocultarse, y vaguen en contorno
las brisas perfumadas que recogieron mis primeros suspiros infantiles…
¿Cuándo dejaremos de ser frívolos? ¿Qué importa para el hombre, peregrino
por el mundo, ave viajera sobre la faz del globo, alzar su vuelo desde un punto
cualquiera de la tierra? ¡Mas! ¡Ay! no, que ese sentimiento instintivo de la inmortalidad, esa voz secreta que nos dice que no hemos de acabar en la tumba,
nos hará siempre desear una lágrima amiga que vaya a humedecer nuestras
cenizas, una voz amorosa que eleve junto a ellas sus preces al Señor, flores que
adornen nuestro campo, y rocío benéfico que las vivifique.
Lyon, situada en parte sobre colinas y en parte en la llanura, se halla limitada
por montañas al norte, y cruzada por el Ródano y el Saona, que se reúnen en
ángulo agudo hacia el extremo sur de la ciudad; del lado del oriente se perciben
a distancia los Alpes. El primero de los ríos mencionados tiene hasta 230 pasos
de anchura, y el segundo un poco más de la mitad; ambos perfectamente bien
canalizados por obras de mampostería, con alamedas cerca de sus márgenes, y
atravesados por multitud de hermosos puentes, lo que da a la ciudad un aspecto
original muy agradable. Hay entre sus plazas, dos muy notables por su extensión,
por los floridos jardines que las adornan y por las magníficas estatuas ecuestres,
de Luis xiv y Napoleón, que las decoran. Varios de sus templos son dignos
de atención; en la catedral hay una campana que pesa 35 mil libras. La casa
de gobierno (hotel de ville), la bolsa, los hospitales, el jardín botánico, merecen
visitarse. La población se distingue por su catolicidad: unos franceses que me
acompañaban, le reprochaban el tener todas las órdenes religiosas de una ciudad
española.
1
Árbol de América, llamado también pimiento (schinus molle).
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Andrés Posada Arango
El que no es indiferente al renombre conquistado por la virtud o el talento,
tiene aún un motivo de satisfacción al visitar a Lyon. Ella es, en efecto, la patria
de muchos hombres célebres, entre otros San Ambrosio, lumbrera de la Iglesia; Bernardo y Antonio Lorenzo de Jussieu, nombres ilustres que subsistirán
mientras haya sobre la tierra siquiera un vegetal; Andrés Ampere, el ingenioso
autor de la teoría del electromagnetismo; Say, el eminente economista; el
agrónomo Rozier y el mariscal Souchet. Ahí nacieron también Germánico,
Caracalla y Jeta. Herodes Antipas, el tiranuelo que hizo decapitar a San Juan
Bautista y que intervino en la acusación contra Jesús, estuvo ahí desterrado
por Calígula, pero fue a morir a España.
Partiendo de Lyon atravesamos el Saona sobre un magnífico viaducto, y
continuando en recorrer la orilla derecha, en poco más de dos horas estuvimos
en Macon, de donde seguí por camino ya conocido mi regreso a París.
Héme otra vez en la ruidosa capital, extraño al bullicio del mundo, buscando en los hospitales y anfiteatros, en esas moradas del dolor y de la muerte,
los ocultos arcanos de la vida, y el bálsamo preciado para ir a aliviar a los que
sufren.
Robando instantes a mis estudios profesionales, he extractado del diario de
mi viaje los cuadros incompletos que forman este libro. ¿Servirá de algo, será de
alguna utilidad, merecerá siquiera ser leído? Yo lo ignoro.
¡Ah! ¡Pudiera él sembrar en el espíritu de la juventud un germen al menos
de creencias, capaz algún día de fructificar el bien! Fuérame dado llevar la convicción al ánimo de alguno de los que fluctúan aún en la incertidumbre; afirmar
la fe en alguno de los que vacilan ya, o hacer nacer al menos la duda en uno tan
solo de los que nada creen!
¡Pero aunque nada de eso suceda, y cualquiera que sea su destino, yo lo lanzo
impasible. Bastarame, Señor, sí, me bastará que, el día en que hayas de examinarlo en esa balanza misteriosa en que se pesan los hechos y las intenciones del
hombre, pueda él hacer inclinar su fiel, un ápice siquiera, en mi favor!
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185
Notas
Nota A
El valle de Medellín, que los indígenas llamaban de Aburrá, fue descubierto
por Jorge Robledo el 4 de agosto de 1541. Se hallaba muy poblado, y sus
habitantes, menos salvajes que las tribus comarcanas, tenían viviendas cómodas, cultivaban árboles frutales, algodón, y tejían mantas pintadas, con que
se vestían. Llenos de aflicción con la llegada de los españoles, se sirvieron de
ellas para ahorcarse.
La ciudad tomó el nombre que hoy lleva, en 1674; diósele en honor del
Conde de Medellín, entonces presidente del Consejo de Indias. Está situada
a 6º8’16’’ de latitud norte, y a 78º8’38’’ de longitud occidental respecto del
meridiano de París. Su elevación sobre el nivel del mar es de 1.540 metros; su
temperatura media, determinada por la de la capa invariable, 20,5º del centígrado; y la oscilación diaria del termómetro es de 19º a 25º. La cantidad de
lluvia anual, que he calculado por varios años de observación, es 1 metro 70; y
el color del cielo, de 20º a 22º del cianómetro. Su población asciende a 20 mil
almas; pero aumenta rápidamente por la salubridad del clima, la robustez de
los habitantes y la moralidad de sus costumbres.
Medellín es la capital del Estado de Antioquia, uno de los nueve que
componen la República de los Estados Unidos de Colombia, llamada antes
Nueva Granada. Es asiento de la silla episcopal, residencia del presidente del
Estado, del tribunal superior, y punto de reunión de la Legislatura. Tiene varios
colegios, numerosas escuelas, hospital, teatro, varias imprentas, casa de moneda,
fábrica de pólvora, de loza, destilación de licores, etc. Por ser clave de todo el
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Viaje de América a Jerusalén
Estado, es el centro de un comercio activo, y tiene extensas relaciones con el
extranjero. Mensualmente se exportan de ahí para Europa, por término medio,
800 mil francos en barras de oro y plata, producto de las numerosas minas del
Estado. Es la patria del célebre don Francisco Antonio Zea (nacido el 21 de
octubre de 1770, muerto el 28 de noviembre de 1822) y de Atanasio Girardot,
el héroe infortunado del Bárbula (nacido el 9 de mayo de 1791, muerto el 30
de septiembre de 1813).
Nota B
Marinilla es una pequeña ciudad de cerca de cuatro mil habitantes. Ella ha
dado al episcopado colombiano dos de sus miembros, Monseñor Vicente Arbelaéz, actual arzobispo de Bogotá, y el Ilmo. Sr. Valerio A. Jiménez, obispo de
Medellín y Antioquia.
Cerca de Marinilla, a 2.043 metros de elevación superoceánica y a 17º de
temperatura media, vi cultivar la yuca dulce (jatropha manihot) y la guadua
(bambusa); observación digna de notarse, pues el límite asignado a estas plantas
por Humboldt y otros viajeros, es muy inferior. La zona en que dichos vegetales
pueden prosperar, se extiende desde el nivel del mar hasta 2.000 metros, o sea
en climas cuyas temperaturas medias se hallan comprendidas entre 30º y 17º
centígrados.
Nota C
Los bejucos de que aquí se habla (tallos trepadores), que dan una savia insípida
y potable, reciben de los caminantes el nombre de bejuco de agua. Engruesan
hasta llegar a dos o tres pulgadas de diámetro, y se elevan a los más grandes
árboles; y como sus hojas sólo se encuentran en las copas de estos, hallándose
desnudos en casi toda su extensión, no es fácil obtener los elementos necesarios
para clasificarlos; por lo que hasta ahora se les ha tomado por vitis. Yo logré
examinar algunos con precisión, y establecer de una manera indudable que son
bignonias. Todo el tallo está recorrido longitudinalmente por tubos un poco más
amplios que los capilares, pues se ven muy bien al cortarlo, repletos de savia. Si
se hace el corte de un solo tajo, se oye un zumbido producido por la penetración
del aire, que impele el líquido hacia la parte superior. Así es que, para obtener
éste, es preciso cortar rápidamente el bejuco por dos puntos, arriba y abajo, y
poner horizontal el trozo separado, mientras se acerca el vaso que debe recibir
la savia.
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Andrés Posada Arango
La sección transversal del tallo presenta figuras muy curiosas, formadas por
las diversas capas o hacecillos leñosos de que se compone, imitando ya una cruz
de Malta, una rosa, etc., según la especie de que se trate.
A este mismo género bignonia pertenece la chica, que en Nare llaman bija,
cuyas hojas dan una materia colorante roja.
El árbol de la vaca, o de la leche, es el galactodendrum utile; y el cáunce antes mencionado, árbol peculiar del territorio antioqueño, que suministra una
madera rojiza y muy compacta, una de las muy pocas que resisten la acción
destructora del comején (termes), es una especie nueva del género godoya, entre
las ternstroemiaceas camelieas, que M. Planchon ha designado con el epíteto de
antioquiensis.
Nota D
El doctor José María Salazar es, sin duda, uno de los hombres ilustres de Colombia. Nació en Rionegro, Estado de Antioquia, en julio de 1785. Hizo sus
estudios en Bogotá, donde optó grados en jurisprudencia y se recibió de abogado.
Se hallaba de vicerrector y catedrático en la universidad de Mompox, cuando
estalló la revolución de 1810, que abrazó con ardor, habiendo sido miembro de
la asamblea de Cartagena, ministro de Venezuela en dicha ciudad, y diputado al
congreso nacional; en esa época publicaba un periódico político, El Mensajero.
Al ocupar Morillo la Nueva Granada, Salazar logró escapar a la Trinidad,
de donde volvió al continente en la segunda expedición de Bolívar, en 1817. Fue
diputado al congreso constituyente de Colombia, y redactó entonces, asociado a
Zea, el Correo del Orinoco, que tanto contribuyó al triunfo de la causa republicana. En 1820 fue enviado de ministro colombiano a los Estados Unidos, donde
residió hasta 1827, acreditándose como diplomático. Habiéndose establecido
después en París con su familia, murió de neumonía en febrero de 1828.
El Dr. Salazar poseía con propiedad siete idiomas. En el Semanario de
Nueva Granada, año de 1809, escribió una interesante memoria sobre Bogotá.
Sus poesías, casi todas canciones patrióticas, se encuentran dispersas en los
periódicos de aquella época. Su Elegía a los mártires de Cundinamarca, es un
trozo de la más pura literatura y de la más sublime y patética poesía. Tradujo
en verso castellano el Arte poética de Boileau.
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Nota E
Entre los libros que disfrazados con el ropaje de la ciencia, tratan de difundir
tan perniciosos absurdos sobre la especie humana, para destruir de raíz todo
germen religioso, se encuentra el Dictionnaire de médecine publicado por los
señores Littré y Robin bajo el nombre de Nysten, ediciones de 1858 y 1865, en
su artículo Homme. Ese hecho, sin embargo, es poco extraño, pues se ha visto ya
el señor Pidoux sostener en plena Academia, que la doctrina del espiritualismo
es retrógrada; que pudo parecer buena en época de atraso: pero que hoy, al decir
de él, se explica todo a las mil maravillas por la organización de la materia.
¡Qué enseñanzas para la juventud incauta, que acostumbrada a seguir la voz
del maestro en las cosas de su competencia, en el estudio del cadáver que se
palpa, se lanza también tras de ellos en el campo de las divagaciones y el error,
hallándose al fin, en cambio de la ciencia médica que adquiere, sin creencias,
sin fe, sin esperanza alguna para el porvenir!
¡Qué desgracia la de la humanidad, hallar siempre en su camino las espinas
al lado de las rosas, el veneno oculto entre la miel!1
¡Ay de la sociedad, el día en que la noble profesión de Hipócrates se ejerza
sin ver en el hombre más que un pedazo de carne destinado a consumirse en
el sepulcro! ¿Qué moralidad podría buscarse en quien mire a sus semejantes,
no como hermanos, sino como otros brutos colocados en grado distinto en la
escala de los seres? ¿Qué nobleza de sentimientos, qué elevación de ideas, qué
aspiración digna puede tener quien se cree pariente colateral de los monos y
micos, por tener un mismo ascendiente, según la teoría profesada públicamente
en París por una tal madama Royer?
Si es preciso un argumento a favor de la disciplina de la Iglesia, una prueba
que haga evidente la necesidad de un freno en todo lo concerniente a asuntos
religiosos, bastará ver los lastimosos resultados a que llegan los que se independizan, los que creyéndose con juicio, se emancipan. Cuando se cierran los ojos a
la luz de la revelación, cuando se desechan los resplandores que nos guían de lo
alto, se marcha por caminos tenebrosos, hasta llegar al colmo de la extravagancia
y del absurdo, a lo incalificable del ridículo.
1
Puede verse bien tratada la cuestión de la unidad de la especie humana, en Cantú, Historia universal,
tomo primero.
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Andrés Posada Arango
Nota F
Al hablar de la honda de David, creo conveniente hacer notar que esta arma,
lo mismo que los arcos y flechas de que se servían los pueblos antiguos, y cuya
invención se hace remontar hasta Nemrod, se halló en uso entre los aborígenes
de la América al tiempo de su descubrimiento; observación que no carece de
interés, señalando ese nuevo punto de contacto entre los habitantes de los dos
continentes, puesto que hay quien niegue a los hombres su origen común.
Al estudiar, siquiera sea ligeramente, las costumbres de los diferentes pueblos
de la tierra, aun de los más distantes entre sí, se hallan mil usos comunes, que
no han podido ser invención espontánea de todos ellos a la vez, y que conducen
forzosamente a admitir la unidad de la especie y su dispersión posterior.
La física, investigando la naturaleza íntima de la luz, ha acabado por reconocer que no es una emanación de los cuerpos luminosos, que es un fluido
independiente, y que bien pudo, como dice el Génesis, ser creada antes que el
sol y las estrellas. La geología, descifrando en las estratificaciones de la tierra
la historia de la formación del globo, el orden de la aparición de los seres,
escrito por el dedo de Dios con esos caracteres indelebles que le llaman fósiles, ha confesado la exactitud de la relación de Moisés, y reconocido en él su
sabiduría inspirada. De la misma manera la etnología hace evidente la verdad
de la creación de un primer hombre y una primera mujer, origen de todas las
razas humanas, admitiendo en consecuencia la confusión de las lenguas, de
que habla el historiador sagrado, y la dispersión ulterior de los hombres sobre
la faz de la tierra.
La religión no teme ser parangonada con la verdadera ciencia; en ella hallará
siempre su mejor apoyo. No podía ser de otro modo: ambas son emanación
de Dios, Sabiduría infinita. Verdad por esencia, que no puede engañarse ni
engañarnos. Cuando aparecen en desacuerdo, es sin duda la ciencia la que se
equivoca, mejor dicho, son sus intérpretes. Un ápice de filosofía, ha dicho Platón,
lleva al ateísmo; mucha filosofía conduce a la religión.
Nota G
Está perfectamente averiguado que la oscuridad acaecida al expirar N. S. Jesucristo, no fue efecto de un eclipse solar, pues el cálculo demuestra que la luna no se
hallaba entonces en conjunción, y que por consiguiente el hecho no podía tener
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191
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lugar. Fue por eso que Dionisio, miembro del Areópago de Atenas, admirado de
un tal fenómeno, exclamó: o el universo perece, o el autor de la naturaleza padece.
Más tarde, cuando San Pablo llevó a la Grecia la nueva doctrina, el areopagita,
que había sido tocado por el prodigio, recibió la fe con facilidad, y habiendo
sufrido el martirio entró en el gremio de los santos. Es por error que se le confunde con San Dionisio obispo de París, que fue decapitado.
Nota H
Sería sin duda satisfactorio conocer los árboles de que fueron hechas la cruz y
la corona que sirvieron para el martirio del Salvador. Si respecto del primero
nada se sabe absolutamente, no sucede lo mismo en cuanto al segundo, pues
es bien verosímil que se haya empleado un arbusto espinoso que se encuentra
todavía en los alrededores de la ciudad, y que las hermanas de Sión usan aún
para formar bellas coronas que dan a los peregrinos.
Es muy ramoso, flexible, lampiño, armado de espinas axilares cónicas,
formadas por el aborto de las yemas, que exceden a veces de una pulgada de
longitud. Las hojas, alternas o dispuestas en hacecillos, carecen de estípulas, son
casi sentadas, oblongo-lanceoladas, obtusas, estrechas en la base y muy enteras.
Aunque no tenía flores ni frutos que me permitieran hacer el análisis, juzgando
por su fisonomía no dudo que es el lycium mediterraneum de Dunal (familia de
las solanáceas).
Se conserva en la catedral de París, entre las reliquias importadas por San
Luis, una corona que dicen ser la verdadera, y que el viernes santo se expone
a la veneración de los fieles, función a que asistí en este año. La observé con
atención, para ver si se asemejaba al arbusto de Jerusalén; pero está envuelta en
parte en ciertos filamentos a manera de paja, y encerrada en una caja anular de
vidrio, con anchas armaduras de metal, de modo que no puede saberse siquiera
si tiene espinas.
Nota I
He aquí la composición del agua del Mar Muerto, según el análisis del señor
Boussingault.
En 100 partes, a 1,194 de densidad, hay 77,079 de agua y 22,021 de las
sales siguientes:
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Andrés Posada Arango
Cloruro de magnesio
Cloruro de calcio
Cloruro de sodio
Cloruro de potasio
Cloruro de aluminio
Cloruro de amonio
Bromuro de magnesio
Sulfato de cal
Nota J
10, 710
6,560
3,557
1,611
0,065
0,001
0,374
0,043
Ya me proponía hacer determinaciones hipsométricas sobre todos los puntos
notables de la Palestina, empleando para ello el método de Caldas, que aunque
carece todavía de una fórmula exacta, en mis observaciones, hechas a diversas
alturas de la cordillera de los Andes, me ha dado siempre resultados sumamente aproximados, y que hoy, con las tablas calculadas por el señor Regnault,
tiende a generalizarse; pero habiéndose roto el instrumento durante el viaje,
hube de contentarme con los datos más o menos inciertos que indican otros
observadores.
Pero puesto que he nombrado a Caldas, una de las glorias verdaderas de mi
patria, quiero al menos consagrar un grano de incienso a su memoria.
Francisco José de Caldas nació en Popayán, una de las ciudades importantes
de Nueva Granada, en 1771. Destinado por sus padres a estudios de jurisprudencia, coronó a su pesar esa carrera, recibiéndose de doctor. Mas sus inclinaciones eran otras: las abstracciones del cálculo, el estudio de las ciencias físicas,
la contemplación de las maravillas de la naturaleza, hacían todo su encanto.
Tan luego como pudo dio rienda suelta a sus nobles aspiraciones, y luchando
con obstáculos de todo género, venciendo dificultades sinnúmero, inventando o
construyendo por sí mismo sus instrumentos, llegó a ser profundo matemático,
astrónomo distinguido, físico y botanista notable.
Encargado por el ilustre Mutis del observatorio astronómico de Bogotá, y
agregando en seguida a la Expedición Botánica, tomó una parte activa en los
importantes trabajos de esa corporación, que a pesar de su nombre, estudiaba
el país bajo todos sus puntos de vista.
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Viaje de América a Jerusalén
Las cartas cartográficas; varios volúmenes de observaciones astronómicas,
metereológicas y magnéticas: estudios sobre la refracción; cuadros de geografía
botánica y zoológica; la flora ecuatorial, y una monografía sobre las quinas,
fueron el fruto de sus tareas. Fue en esa misma época que, queriendo graduar
un termómetro que se le había dañado, notó, antes que ningún físico hubiera
hablado sobre ello, la relación entre la temperatura del agua hirviente y la presión
de la atmósfera; la fijeza de aquella para cada localidad, y, por consiguiente, la
posibilidad de calcular la elevación de los lugares por medio del termómetro.
Haciendo numerosas observaciones comparativas, con ese instrumento y el
barómetro, en alturas que medía geodésicamente, estableció una fórmula y
escribió una memoria detallada sobre su método.
Tal era su situación en 1810. El espíritu revolucionario que había conmovido
la Europa y producido tan espantosas convulsiones, atravesó entonces los mares
y fue a pronunciar al oído de la joven América, la mágica palabra de libertad.
Todos los pueblos de esa parte del continente se levantaron a una, para reclamar
de la junta que en España había asumido el gobierno del reino, el acatamiento de
sus derechos, la equidad para las colonias; pero fueron desatendidos y precisados
a lanzarse definitivamente en la vía de la emancipación.
Un ejército formidable marchó entonces de la Península e invadió las costas
de la Nueva Granada. Caldas, para quien la contemplación de los cielos y el
estudio de las plantas eran ya una necesidad irresistible, abandonó con dolor esos
objetos y, cual otro Arquímedes, acudió solícito a la defensa de la patria. En un
país tan atrasado, donde nada existía, su genio vasto, su talento universal, supo
crearlo todo. Fortificaciones, jóvenes ingenieros, nitrerias, fábricas de pólvora,
de fusiles, de cañones, y casa de amonedación, brotaron como por encanto bajo
su inspiración.
Pero entonces, como de costumbre, la fuerza triunfo de los débiles; un
yugo de hierro pesó sobre los vencidos, y la espada del general Morillo anegó
en lágrimas y sangre el suelo de la patria, sacrificando en los cadalsos todos sus
hijos predilectos.
Caldas pidió, como Lavoisier, que le permitieran al menos, encadenado en
una prisión, coordinar y publicar sus obras. Mas fue en vano. El 20 de octubre
de 1816 fue fusilado por la espalda, en la plaza de San Francisco de Bogotá,
y confiscados sus bienes. “Ese día, ha dicho con razón uno de nuestros compatriotas, la naturaleza tropical se cubrió de un velo fúnebre, y desde aquella
época triste, la patria no ha podido reemplazar ese hijo benemérito”.
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Andrés Posada Arango
Todos sus trabajos se perdieron inéditos. Sólo ha quedado de él el Semanario
de la Nueva Granada, que hace formar idea de lo florido de su estilo, la claridad
de su inteligencia y la rectitud de sus apreciaciones; su Memoria sobre la medición de las montañas por medio del termómetro, publicada en Burdeos por uno de
sus amigos, en 1819, aunque plagada de errores tipográficos; y una parte de su
curso sobre Fortificaciones, hecho en Medellín en 1814, que existe manuscrito
por uno de sus discípulos, en la Biblioteca Nacional de Bogotá.
La ciencia ha conservado su nombre, en un género de la familia de las polemoniáceas (caldasia de Willdenow) y en numerosas especies, y su recuerdo se
guarda con veneración en la memoria de sus conciudadanos.
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Símbolos de la Biblia en español
Baruc: Ba
Juan: Jn
Deuteronomio: Dt
Jueces: Jc
Eclesiástico: Eci
Lamentaciones: Lm
Evangelio según San Lucas: Lc
Libro primero de los Reyes: 1 Re
Evangelio según San Marcos: Mc
Libro Primero de Samuel: 1 Sm
Evangelio según San Mateo: Mt
Miqueas: Mi
Génesis: Gn
Profetas: Pf
Hechos de los Apóstoles: Hch
Proverbios: Pr
Isaías: Is
Reyes: Re
Jeremías: Jr
Salmos: Sal
Job: Jb
Tobías: Tb
Joel: Jl
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Coeditores Colección Bicentenario de Antioquia
Este libro se terminó de imprimir en
Editorial Artes y letras Ltda.
para el Fondo Editorial Universidad EAFIT,
en el mes de agosto de 2010
La carátula se imprimió en propalcote C1S 250 gramos,
las páginas interiores en propal beige 70 gramos.
La fuente tipográfica empleada es Adobe Caslon Pro Regular, Italic, Semibold.