COMUNICADO URGENTE - ugel 15 huarochiri

Acercamiento al Evangelio de Marcos
Estamos terminando el año litúrgico y pronto nos encaminaremos hacia el ciclo B, que
es el propio del evangelio de Marcos. Por este motivo haremos en este pequeño
artículo un breve comentario a este evangelio que nos aproxime y facilite su lectura
mediante algunas pequeñas claves.
Decía Alfred Hitchcock en la presentación de aquella película algo así como que "por
favor, no le cuente a nadie el desenlace de este film, especialmente a los que guardan
cola en taquilla"... Pues esta clave nos va a ayudar mucho a comprender este
evangelio, donde el secreto del desenlace de la película se mantiene a través de toda
la obra, reservando así un toque de intriga que cree el efecto deseado en el momento
de la revelación plena del acontecimiento (la cruz).
Pero en el evangelio de Marcos existe una importante salvedad: la clave no está al final
de la historia sino en el centro. Si el evangelio cuenta con 16 capítulos, será en el
capítulo 8 donde se formule la pregunta central de la "novela". Esto era propio de la
literatura rabínica, donde existen precedentes como el libro de las Lamentaciones,
donde contamos con cinco capítulos y en donde la palabra "ESPERANZA", se manifiesta
en el centro del capítulo tres. En el judaísmo la estructura denominada literariamente
como "quiástica" es la favorita. La nota central es un impacto en mitad del lago,
irradiando sus ondas hacia la periferia de modo concéntrico. Este es también el
funcionamiento de un evangelio impactado fuertemente por una pregunta que Jesús
realiza en el pasaje 8, 27 (respondida por Pedro, cabeza de la Comunidad, como no
podía ser de otro modo) y que afecta a todos los personajes a lo largo del relato:
¿Quién es Jesús?
La identidad de Jesús es la clave que se presenta como un secreto porque su confesión
pública supone un innovador escándalo. Un hombre que es Dios revienta los esquemas
doctrinales del judaísmo y coloca a quienes así lo confiesan como blasfemos,
emparentándolos con la realidad -tan abundante en este evangelio- de los
endemoniados.
Marcos sabe que cuenta acerca de "alguien" que supera toda capacidad de ser
contado. La experiencia cristiana de encuentro y conocimiento de Cristo supera todo
lenguaje y no existen palabras para dibujar plenamente esta experiencia. El recurso del
secreto mesiánico, concede a Marcos la capacidad de un metalenguaje; de crear un
ámbito de la intriga, el suspense y el misterio -digamos que al modo de Alfred
Hitchcock-, para transmitir la historia inenarrable que lleva dentro.
Muchas veces se ha hablado de la poesía como la capacidad de transmitir ese
metalenguaje que es capaz de vaciar el alma y lo profundo de la experiencia del poeta,
encerrado en una experiencia y en una imposibilidad comunicativa que lo conduce al
metalenguaje de lo artístico para plasmar lo inefable. Digamos que Marcos se encontró
con esta novedad: ¿Cómo contar a Jesús de Nazaret? ¿Cómo comunicar lo que ha
colmado sus vidas? ¿Cómo expresar la irrupción de Dios en la historia a través de su
encarnación? Nace así el género Evangelio y al mismo tiempo los versículos que nos
narran un secreto imposible de mantener en el silencio: "Dios está aquí, Dios ha
resucitado a Jesús, Jesucristo es el Hijo de Dios". Por eso el Evangelio comienza
diciendo "comienzo de la buena noticia de Jesucristo" (y algunos códices, no
precisamente los principales, recogerán "Hijo de Dios". Lo que puede estar
manifestando la inicial dificultad para utilizar abiertamente un título de Cristo que
conllevaba la blasfemia, el apedreamiento y la expulsión de la sinagoga).
Por lo tanto, para leer este Evangelio hemos de comprender que todos los personajes
y todo el argumento está preguntándonos y revelándonos la identidad de Jesús.
¿Quién es Jesús? y especialmente lo importante es ¿quién es Jesús para mí el lector? El
tema de la identidad de Jesús es fundamental en esta obra, por eso se le ha llamado el
evangelio para los ateos o iniciados. Es una obra que presenta el mensaje de forma
directa, sin rodeos, de modo narrativo y claro, sin grandes dichos ni largos diálogos. En
Marcos la fuente de los dichos (denominada Q) no tiene lugar, porque su interés es ser
directo en los hechos. El mensaje de Jesús se presenta como apabullador y su
predicación rebosante de rotundos éxitos. Las multitudes lo siguen y las curaciones y
conversiones impactan. Todo ello contrasta con una segunda parte de la historia llena
de "fracasos" y "abandonos". El mensaje de anuncio de muerte en cruz será definitivo
para que aquellos que lo adoraban y seguían sin medida, lo olviden hasta el extremo.
La Pasión según San Marcos es el relato más solidario de muerte de un Mesías que
nunca se haya escrito. Jesús muere solitario y abandonado. Sólo unas mujeres lo
contemplan desde la lejanía. Es quizá la Pasión que refleja desnudamente de modo
más claro la verdadera cruz: la de aquellos que mueren en la soledad, en el abandono,
en el olvido. Y precisamente es en esas circunstancias de cruz abandonada y en ese
momento cuando se revele su identidad por parte del centurión romano:
"Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios". Si este evangelio se dirigió a los
paganos de Roma, como apuntan la mayor parte de los investigadores, el
reconocimiento y confesión del aspecto mesiánico por parte de este personaje jugaría
un papel definitivo en el proceso de la fe de la comunidad. No es sólo un centurión, el
que de alguna manera reconoce al Mesías, sino que representa la acogida del
evangelio por parte de la paganidad romana.
Cuando viajamos a Tierra Santa debemos leernos este evangelio completo sí o sí.
Especialmente porque resulta un privilegio leerlo en la región de Galilea en la que
fundamentalmente se centró Marcos. El lago de Galilea irradia vida a las ciudades de
su entorno en las que Jesús extiende la buena noticia. De algún modo el lago es Jesús y
la barca es el mayor símbolo de la Iglesia en la tradición evangélica. En esa barca
vamos los discípulos haciéndonos pescadores de hombres. Los símbolos y las imágenes
tan sugerentes nos ayudan a situarnos en una misión fundamental de evangelización
que comienza en Galilea y que vuelve a empezar en Galilea al final del evangelio. En su
ascensión el Señor nos envía a navegar de nuevo desde Galilea hasta la universalidad
de los confines de la tierra. Galilea es volver a la experiencia primera, la que
permanece y que nace de las aguas de nuestro bautismo.
Hemos recorrido en este pequeño artículo pequeñas claves para la lectura de Marcos.
Pueden parecer simples y sencillas pero son una estructura fundamental y profunda
que debe estar siempre detrás de otras lecturas más específicas, a la hora de
contextualizar los pasajes de este impresionante evangelio. Un relato que se lee en
poco más de una hora por ser el más breve de todos ellos y probablemente el primero
en ser escrito. Un relato sencillo pero de aguas profundas, con un vocabulario muy
sencillo y un estilo muy directo. Que cuando lo leamos y nos acerquemos a sus páginas
nos dejemos interrogar por la importante pregunta:... Y vosotros, ¿quién decís que soy
yo?
Francisco Javier Martínez Prieto
Sacerdote Diocesano
PARA MEJORAR NUESTRA CELEBRACIÓN DE LA MISA
LA PARTICIPACIÓN INTERNA
En el último boletín de la Adoración Nocturna de nuestra diócesis, abordamos
el tema de la Participación de los fieles en la Santa Misa. Es conveniente resumir aquí
en cuatro puntos el contenido del anterior artículo, para así poder ir avanzando en
nuestra reflexión. Decíamos que:
1º. La participación plena, consciente y activa en la Santa Misa es, según el
magisterio de los últimos papas y del Concilio Vat. II, la fuente primera e indispensable
donde los bautizados beben el espíritu cristiano y donde se obra su santificación. Es,
por tanto, un derecho y una obligación de todos los bautizados participar de este
modo.
2º La reforma de los ritos que propuso el Concilio tenía como principal objetivo
favorecer la participación.
3º La participación es eminentemente interna: ofrecerse a Dios junto con Cristo
Sacerdote. Pero también externa: tomar parte con los diálogos, cantos, gestos,
posturas, etc.
4º Un mal equilibrio entre el aspecto interno y el externo provocó, tras el
Concilio, un error de partida: confundir la “participación” con “hacer o decir cosas” en
la Misa. Y también provocó muchos abusos: los de aquellos que, con el pretexto de
“favorecer la participación”, modificaban a su antojo los textos, los ritos, o confundían
los roles del sacerdote y los fieles en la celebración.
Tras haber resumido en estos cuatro puntos la realidad de la que partimos,
avancemos un paso más y ocupémonos de la Participación Interna, que es, con mucho,
la más importante.
¿En qué consiste la participación interna? En palabras de Pío XII: en unirse
“estrechísimamente a Jesucristo Sumo Sacerdote, de tal manera que los fieles ofrezcan
aquel sacrificio juntamente con Él y por Él, y con Él se ofrezcan también a sí mismos”.
Vaya por delante que tiene el mismo valor la Misa celebrada en una Iglesia
repleta de fieles que asisten piadosos y colaboran en distintos ministerios, que la Misa
celebrada por un sacerdote en soledad, o con un solo feligrés y éste medio dormido o
despistado. Porque la Misa es, ante todo, acción de Cristo y de la Iglesia. Pero si esto es
cierto por el valor intrínseco de la Misa, no lo es que debamos resignarnos a una
vivencia tan alejada de la Misa, o a no tomar parte activa en la Misa, porque en ello
nos va la santificación.
Por ello se entiende que lo más importante para participar en la Misa, antes
que hacer nada (leer, cantar, pasar la bandeja, o cualquier otro ministerio), lo más
importante sea sentir. Participar de los sentimientos de Cristo y de la Iglesia, querer
hacer uno mismo lo mismo que Cristo y la Iglesia hacen en cada Misa. Poner nuestro
corazón a latir al mismo ritmo que laten el corazón de Cristo y de su esposa en la
celebración.
¿Y qué hacen Cristo y la Iglesia en cada Misa? La tradición lo ha resumido en
cuatro puntos, que serían como los “cuatro frutos” de la Misa: Adoración, Acción de
gracias, Expiación y Súplica. Eso es lo que Cristo hace y esa es la frecuencia con la que
habría que sintonizar nuestro corazón cuando participamos en la Misa: “Señor, vengo
a esta Misa a adorarte por tu majestad, a darte gracias por tu bondad junto con toda la
Iglesia, a ofrecerme en reparación por mis pecados y por los de todos uniéndome al
Sacrificio expiatorio de tu Hijo en la cruz y a unir mis oraciones y súplicas a las de la
Iglesia, por mis necesidades y las del mundo entero”.
Esto sería PARTICIPACIÓN INTERIOR con mayúsculas.
Pero como en el ser humano, hecho de espíritu y materia, el interior y el
exterior se necesitan e implican mutuamente, convendría ayudar al corazón a latir con
estos sentimientos. Y por eso decíamos antes que lo ideal no es que el sacerdote esté
solo, ni que el fiel que asiste esté dormitando o despistado. Habrá que ayudar desde el
exterior a nuestro interior, aunque unos días lo consigamos más y otros menos,
dependiendo de la edad, el estado de salud, las preocupaciones, los cansancios o
tantas otras cosas. Pero al menos, sepamos que hay cosas sencillas que podemos
hacer para “conectarnos” con lo que Cristo y la Iglesia hacen en la Misa. Aquí van
algunos consejos:
1. Llega a la Misa un poco antes de que ésta comience. No se puede pasar del activismo y
el ruido de la calle a la interioridad del espíritu en un segundo. Se necesita un tiempo
de adaptación. En ese tiempo es cuando puedes presentar al Señor ese propósito de
unirte a él en adoración, acción de gracias, expiación y súplica.
2. La Misa empieza con el saludo del sacerdote al pueblo reunido “El Señor esté con
vosotros. Y con tu espíritu”. No importa que haya dos personas o doscientas. Piensa
para tus adentros: aquí está Cristo y su Iglesia. Con ese sentido vive el saludo del
sacerdote y tu respuesta.
3. Llega el acto penitencial. Tú piensa para ti: “ten piedad de mi, Señor, que soy un
pecador”.
4. El sacerdote dice “Oremos” y espera un momento en silencio: está esperando a que tú
ores, para recoger tu oración, unirla a la de toda la Iglesia y presentarla a Dios. Por eso
se llama oración colecta.
5. Llega la proclamación de la Palabra. Puede ser que alguna vez leas tú o que nunca lo
hayas hecho. Eso no importa. Tu participación en la palabra es escuchar lo que Dios te
dice. Puedes empezar con un silencioso: “Habla Señor que tu siervo te escucha”. A
veces estarás con la mente en otro sitio. No te agobies, pero no te conformes: mañana
vuelve a decir “Habla Señor…”. La primera lectura a veces es compleja, pero ten
presente que la frase del salmo responsorial es lo que la Iglesia quiere que tú sientas
tras haberla escuchado. Repite esa frase sintiéndola y la primera lectura, fácil o difícil,
habrá producido en ti el mejor efecto.
6. Lo ideal es que tú ya hubieses leído y meditado las lecturas antes de la Misa o que las
releas y medites después. Esto es para nota, pero es lo ideal, no lo olvides.
7. Ofertorio: el pan y el vino son bienes que nosotros hemos recibido y que ahora
ofrecemos para la Misa. Como la propia vida: la hemos recibido y ahora en este
momento la ponemos en la patena para que Cristo la presente al Padre consigo
mismo. Tus alegrías, preocupaciones, dolores o enfermedades se amasan con el pan.
Son el sacrificio que tú aportas para unirlo al sacrificio de Cristo.
8. Plegaria Eucarística: momento supremo de Cristo. Ahora es Él quien tiene la iniciativa.
Lo que toca ahora es el silencio, la escucha, la mirada, la admiración por lo que la
Trinidad está haciendo. El sacerdote nos representa a nosotros pero también, y muy
especialmente en este momento, a Cristo, por eso callamos y le prestamos nuestras
voces para que él una su voz, que es la nuestra, a la de Cristo y así la presente al Padre.
De vez en cuando intervenimos con pequeñas aclamaciones: “Santo”, “Anunciamos tu
muerte” y sobre todo el gran “Amén” con el que concluye la plegaria. Fíjate que el
sacerdote al acabar esa gran oración ha dicho “Por Cristo, con Él y en Él. A Ti, Padre en
la unidad del Espíritu Santo todo honor y toda gloria”. Si has participado internamente
ese AMÉN significará que tú habrás hecho eso mismo: dar honor y gloria al Padre CON,
POR Y EN Cristo, en unidad del Espíritu Santo y la Iglesia. Eso es participar en la Misa.
9. Ahora ya estás en comunión con Cristo y por eso puedes acercarte a la COMUNIÓN con
mayúsculas. Naturalmente que este es el objetivo último: nos hemos ofrecido con
Cristo y ahora él se nos devuelve para que lo recibamos dentro de nosotros. Sin
embargo, no siempre podrás comulgar, tendrás que mirar primero tu estado interior,
porque demuestras más amor a Dios no comulgando que comulgando de modo
inconsciente. Recuerda entonces que la Comunión espiritual también es una forma de
comulgar interiormente: un “Señor, ya que ahora no puedo recibirte, ven al menos
espiritualmente a mi corazón”, salido del fondo de tu alma no dejará de mover a
Cristo a derramar su gracia sobre ti.
10. Acaba la Misa. Has participado del mejor modo en ella y has comulgado. Ahora sales a
la calle y vas a tu vida profesional o familiar. Haz también participar de la Misa todas
esas realidades. No disocies tu Misa y tu vida. Has recibido el sacramento del amor de
Cristo, ¿y te comportas con más egoísmo que un pagano? Has participado en el
Sacrificio de Cristo ¿y ahora evitas toda incomodidad o sacrificio en tu trabajo o en tu
familia? No, la participación interior en la Misa prosigue cuando acabe la Misa.
José Luis Valverde Zarco
Vicario Castrense de Ferrol
Octubre de 2014
Bienaventuranzas.-VIII.- Bienaventurados los
misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia
¿A quiénes dirige Cristo esta Bienaventuranza? ¿A quiénes podemos llamar
misericordiosos, cuando la misericordia parece una virtud que sólo Dios puede vivir,
que tanta gloria da a Dios?
Son misericordiosos quienes aman verdaderamente a sus hermanos con el corazón y
en el corazón de Cristo y no discriminan a nadie, no juzgan a nadie, no dejan de rezar
por nadie, y ofrecen su vida por todos sin esperar nada a cambio.
Son misericordiosos los que tienen su corazón en la miseria moral, física y espiritual de
los demás; los compasivos; los que comprenden las debilidades y flaquezas del prójimo
y le ayudan a superarlas.
Son misericordiosos quienes no se asustan de ningún mal, conscientes de que en Cristo
podemos vencer todo pecado, y saben que hay que vencer el mal con abundancia de
bien.
Son misericordiosos quienes, conscientes de su debilidad y de su fragilidad, están
abiertos a perdonar a todos los que han procurado hacerles mal. Y los perdonan,
aunque los ofensores no reconozcan el mal que han hecho o han pretendido hacer.
Son misericordiosos quienes desagravian a Dios por las ofensas y los pecados de los
demás. Tienen el corazón en la pena y el dolor de Cristo, y le acompañan.
Son misericordiosos quienes abren su corazón a las necesidades de los demás, y muy
especialmente a las necesidades espirituales. Quienes acogen a todos, no juzgan a
nadie, y les ayudan a reconocer su pecado y a pedir perdón. Quienes no condenan a
nadie y les animan a arrepentirse de verdad, sin temor, y a pedir perdón de sus
pecados.
"No he venido a llamar a justos sino a pecadores" (Mt 9,13). Jesús aceptó la invitación
de Mateo a comer en su casa, que se llenó enseguida de publicanos y pecadores. Los
fariseos preguntaron a los discípulos por qué comía su Maestro con publicanos y
pecadores. Pero fue Jesús el que les respondió: "No necesitan médico los que están
sanos, sino los enfermos. Id, pues, y aprended lo que significa: Misericordia quiero, y
no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al
arrepentimiento” (Mt 9, 10-13).
Cristo, en el episodio de la mujer adúltera, nos da un ejemplo vivo de su corazón
misericordioso. Una vez que la mujer admite su pecado, todos los que la acusan
quieren apedrearla. El Señor guarda silencio, y después invita a todos a que miren su
corazón, su propio pecado. Cristo no la condena: la deja marchar. Le perdona el
pecado, y a la vez le recuerda que ha pecado y le incita para que no vuelva a pecar
(cfr. Jn 8, 3-11).
Cristo nos ofreció el supremo acto de misericordia cuando, clavado en la Cruz, rogó al
Padre por quienes le crucificaban y por cada uno de nosotros, porque también sufrió
por nuestros pecados: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34).
Esta bienaventuranza señala uno de los más altos grados de Caridad –junto al martirioque el hombre puede alcanzar en la tierra. Es la manifestación palpable de que el
hombre puede amar como Cristo nos ama. El misericordioso realiza en Cristo ese
misterio del amor de Dios que san Pablo desvela en los últimos versículos de su canto a
la Caridad: "La caridad todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, lo soporta todo"
(1 Cor 13, 6). El corazón del misericordioso mantiene siempre vivo en el mundo el
reflejo de la llama de amor del Corazón de Cristo.
“Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt 9, 13), recuerda el Señor. El misericordioso
vive ese regalo de Dios que es el Espíritu Santo, y que Dios ha derramado en el corazón
de los hombres (cfr. Rm, 5, 5).
“Dios rico en misericordia; tardo a la ira” (Ex 34, 5-6). Y tiene el corazón en la miseria y
en los pecados de los hombres.
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Cuestionario
1.- ¿Juzgo y desprecio a los demás, sin considerar que yo también soy un pecador?
2.- ¿Desagravio al Señor por los pecados de los demás, y pido perdón al Señor por no
haber ayudado a muchos amigos a abandonar su vida de pecado?
3.- ¿Perdono de todo corazón las ofensas e injusticias recibidas, y rezo por quienes me
han tratado mal y han querido hacerme daño?
Noviembre de 2014
Bienaventuranzas.-IX.-Bienaventurados los limpios de
corazón, porque ellos verán a Dios.
¿Quiénes son los limpios de corazón? Los que alimentan en su corazón el anhelo
de vivir la Voluntad de Dios; quienes rezan diciendo con Cristo en el Padrenuestro:
“hágase Tu Voluntad en la tierra como en el cielo”.
Los que viven de la luz de la Fe que “ilumina toda la existencia del hombre (…),
revela el amor de Dios, y transforma al hombre que recibe ojos nuevos, para ver el
mundo con los ojos de Cristo” (cfr. Lumen fidei, 4). Y con esos ojos y esa luz ven el
mundo pensando en la salvación; sufren y padecen, para descubrir los signos de la
salvación que Cristo nos ofrece.
Los que buscan en todas sus acciones la gloria de Dios. Quienes se gozan en
servir a los demás en el trabajo, en la amistad, en la solidaridad, y todo, por amor a
Dios. Quienes ven el bien en los demás, y no se ensañan contra el prójimo cuando ven
el mal. Quienes detrás de cada contrariedad que puedan encontrar en su vida, ven la
Cruz de Cristo y la Resurrección que corona y da sentido a la Cruz. Quienes devuelven
bien por mal, y luchan para ahogar el mal en abundancia de bien.
Quienes ordenan todos los movimientos de su alma según el querer de Dios; se
esfuerzan en vivir según la Voluntad conocida de Dios, y someten su razón a la Verdad
recibida de Dios. Quienes no oponen otra resistencia que la de su fragilidad humana a
la acción del Espíritu Santo en ellos, y el Espíritu Santo sana esa fragilidad.
Los que convencidos de la afirmación de san Pablo: "Dios hace concurrir todas
las cosas para el bien de los que le aman" (Rm 8, 28); descubren y aman la acción de
Dios Padre en todos los acontecimientos de su vida. Nunca piensan mal de las
actuaciones de los demás, sin que por eso dejen de descubrir la injusticia y el mal real
y objetivo que pueden llevar a cabo, y procuran salvar la intención de todas las
personas, hasta que se reconozca claramente su mala acción.
Los “limpios de corazón” llevan a cabo sus acciones movidos por el “amor de
Dios” y en el amor a los demás. Nunca se buscan a sí mismo, ni sus propios intereses,
ni desean su propio bien. Siempre se mueven para dar toda la gloria a Dios; y así
descubren el sentido divino en todas sus acciones “un algo divino oculto en todas las
realidades humanas” (Homilía en el Campus de Navarra).
Los limpios de corazón se alegran con todo su ser al conocer y vivir el bien que
hacen los demás; borran de su espíritu cualquier resto de envidia y dan gracias a Dios
por todos los bienes que derrama sobre la Iglesia, sobre el mundo, sobre cada uno de
nosotros.
De tal manera están unidos al querer y a la mirada de Dios, que su corazón es
un espejo que refleja la luz de la mirada amorosa de Dios sobre el mundo. Sufren por
las ofensas a Dios que se llevan a cabo en su entorno, en toda la tierra; y anhelan amar
a Dios por quienes no le aman. Y lo hacen de tal manera, que nada les hace daño. A los
limpios de corazón se refiere san Marcos al concluir su Evangelio: “A quienes creyeren
les acompañarán estas señales: en mi nombre echarán los demonios, hablarán lenguas
nuevas, tomarán en las manos las serpientes, y si bebieren ponzoña, no les dañará;
pondrán las manos sobre los enfermos, y los curarán” (16, 17-18).
Cristo subraya la importancia de esta bienaventuranza cuando nos recomienda:
"buscad, pues, primero el reino y su justicia, y todas estas cosas (se refiere al comer, el
beber, el vestir; o sea las necesidades normales del vivir) se os darán por añadidura"
(Mt 6, 33).
En esta bienaventuranza la acción de la Fe y de la Caridad se entrelazan y se
engrandecen mutuamente. La Fe limpia la inteligencia para buscar siempre el bien de
los demás y la gloria de Dios. La Caridad purifica el corazón para que el hombre desee
siempre servir, aun a costa de dolor y sacrificio, a todos los hombres. Y así el corazón y
la inteligencia del creyente, del hijo de Dios en Cristo Jesús, sea un resplandor de la luz
del Cielo en alma y cuerpo, en sus actuaciones y en sus palabras.
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Cuestionario
1.- ¿Me alegro del bien de los demás y, en especial, de la conversión de los
pecadores?
2.-Con mi amistad, ¿animo a quienes se desaniman, se vienen abajo, y se ven
incapaces de salir adelante ante las dificultades que encuentran en el trabajo, en la
enfermedad, en sus familias?
3.- ¿Sirvo a los demás en mi trabajo, en la amistad, en las conversaciones, sin
buscar que me lo agradezcan, por amor a Dios?
Diciembre de 2014
Bienaventuranzas.- X.- Bienaventurados los pacíficos,
porque ellos serán llamados hijos de Dios
“Gloria a Dios en el Cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”.
El anuncio del Nacimiento de Cristo que los ángeles dirigen a los pastores, nos señala el
anhelo de Dios de darnos la paz. Y nos invita a que nosotros seamos en la tierra como
los ángeles de Belén: un acueducto por el que corren las aguas del cielo que riegan la
tierra con la luz del amor de Dios.
“La paz terrenal es imagen y fruto de la paz de Cristo, el “Príncipe de la paz”
mesiánica (Is 9, 5). Por la sangre de su cruz, “dio muerte al odio en su carne” (Ef 2, 16;
cfr. Col 1, 20-22), reconcilió con Dios a los hombres e hizo de su Iglesia el sacramento
de la unidad del género humano y de su unión con Dios. “Él es nuestra paz” (Ef 2, 14).
Declara “bienaventurados a los que construyen la paz” (Mt 5, 9) (Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 2305).
¿Quiénes merecen ser considerados pacíficos?
Nadie da lo que no tiene. Para ser estos bienaventurados necesitamos tener
paz. Paz con Dios. Paz con nosotros mismos, con nuestra conciencia. Paz con los
demás hombres.
Paz, primero, con Dios. Porque conscientes de ser criaturas queridas y amadas
por Dios, descubrimos el amor de Dios en Cristo Crucificado y Resucitado, por amor a
los hombres. Un Dios Creador y Padre que abre siempre los brazos para acogernos y
abrirnos las puertas de su corazón.
En paz con Dios, tenemos paz con nosotros mismos, porque aceptamos y
recibimos agradecidos el perdón de nuestros pecados. El arrepentimiento siempre nos
da la paz, porque abre nuestro corazón a la luz y al amor de Dios. Y nos perdonamos a
nosotros nuestras miserias porque Dios nos las perdona.
Pacíficos en nuestro interior, podemos ser "hacedores de paz" en todas las
relaciones con los demás. En medio de tantas querellas, desavenencias, intrigas,
peleas, los pacíficos, siendo sembradores de paz, son un testimonio vivo de la paz que
da Cristo, fruto de la reconciliación obtenida en la Cruz. "Dios tuvo a bien hacer residir
en Cristo toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando,
mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos" (Col 1, 20).
La paz que Cristo nos da, es la paz que transmiten quienes piden perdón de sus
pecados al Señor, en el Sacramento de la Reconciliación; quienes no guardan en el
fondo del corazón rencor alguno contra nadie, ni siquiera contra quienes se obstinan
en hacerles mal; quienes rezan por sus enemigos, por los enemigos de Cristo y de la
Iglesia, y piden por su conversión.
Y ésa es la paz que Cristo quiere que construyamos en la tierra. Una paz
“que no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar el equilibrio de fuerzas
adversas. La paz no puede alcanzarse en la tierra sin la salvaguarda de los bienes de las
personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de
las personas y de los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad. Es la “tranquilidad
del orden” (san Agustín, De civitate Dei 19, 13). Es obra de la justicia (cfr. Is 32, 17) y
efecto de la caridad (cfr. GS 78, 1-2)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2304).
En esta bienaventuranza queda resaltada la armonía de la acción de la Fe, de la
Esperanza y de la Caridad, conjuntamente, porque la paz es fruto de la fe en la
resurrección y de la esperanza en la vida eterna que anuncia la resurrección. Y de la
caridad que vence todo pecado y reconcilia el cielo y la tierra en el corazón de Cristo
con Dios Padre. Los pacíficos perdonan a todos, no guardan rencor, no provocan
querellas, nunca devuelven mal por mal, ven siempre el lado positivo de los
acontecimientos.
Cristo se dirigió así a los Apóstoles antes de su muerte: "La paz os dejo, mi paz
os doy; no como el mundo la da, os la doy yo" (Jn 14, 27). Él da la paz perdonando,
sirviendo. Al presentarse a los Apóstoles después de la Resurrección no les echa en
cara que le hayan abandonado y dejado solo en la Cruz. Les ofreció de nuevo Su paz:
"La paz con vosotros" (Lc 24, 36).
Y cuando quiso establecer la paz entre los Apóstoles después de la cuestión de
quién de ellos sería el mayor, les dijo: “Ya sabéis cómo los que en las naciones son
considerados como príncipes las dominan con imperio, y sus grandes ejercen poder
sobre ellas. No ha de ser así entre vosotros; antes, si alguno de vosotros quiere ser
grande, sea vuestro servidor, y el que de vosotros quiera ser el primero, sea siervo de
todos” (Mc 10, 42-44).
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Cuestionario
1.- ¿Siembro paz entre las personas que trato, y procuro arreglar las contiendas
que puedan surgir entre ellos?
2.- ¿Busco la paz pidiendo perdón a Dios y a los demás por las faltas que,
contra ellos, he cometido?
3.- ¿Busco la paz también con los enemigos de la Iglesia, para que rectifiquen,
pidan perdón, y se conviertan?
INAUGURACIÓN DE UN NUEVO TURNO
• El próximo día 25 de octubre celebraremos (D. m.) la inauguración oficial del
nuevo Turno de la Adoración Nocturna en la Parroquia Castrense de San
Francisco, correspondiente a la Sección de Ferrol.