148 GEOPOLÍTICA Si la naturaleza de los conflictos armados está cambiando, también cambiará el papel que en ellos juegan las instituciones internacionales y las organizaciones no gubernamentales (ONG). De hecho, ni las primeras ni las segundas han encontrado aún su lugar en esta compleja geopolítica de la posmodernidad. En ello están, como veremos a continuación. 2.6. LOS AGENTES POSPOLÍTICOS. ÉTICA Y ACCIÓN HUMANITARIA La organización internacional por excelencia en el ámbito político y diplomático, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), no parece estar preparada para afrontar los retos del nuevo contexto geopolítico. Su estructura actual, diseñada tras la Segunda Guerra Mundial, es claramente obsoleta. Los estados más poderosos e influyentes -y muy especialmente los Estados Unidos de América- ejercen continuas presiones sobre la institución para conseguir sus objetivos, llegando incluso a no abonar las cuotas de mantenimiento correspondientes. Éstos, además, reconocen su autoridad cuando conviene a sus intereses y no dudan en servirse, si lo precisan, de otras organizaciones más operativas, sobre todo en el ámbito militar, como la OTAN, deslegitimando aún más de esta manera a una institución ya de sobras cuestionada. El principio teórico de igualdad soberana de todos los miembros integrantes de la ONU no ha tenido su correspondiente aplicación práctica. Las resoluciones de la Asamblea General, donde, efectivamente, los votos de todos los estados tienen el mismo valor, no son de obligado cumplimiento. Por otra parte, en el Consejo de Seguridad, formado por cinco miembros permanentes, el derecho a veto se ha utilizado en demasía por parte de las grandes potencias, antes y durante la Guerra Fría: la antigua URSS lo usó casi de forma sistemática entre 1945 y 1955, y lo mismo hicieron los Estados Unidos a partir de 1970 (Achcar, 1999). Una de las funciones más importantes y visibles de la ONU a lo largo de este medio siglo de existencia ha consistido en enviar delegaciones de mantenimiento de la paz a zonas en conflicto. Es interesante analizar esta dimensión de las Naciones Unidas, porque permite entrever no sólo la evolución de dichos conflictos, sino la de la propia institución. Jett (1999) detecta siete fases en este proceso, cada una de ellas con una duración de entre cinco y once años y con unas características particulares. La primera fase, a la que denomina período naciente, va de 1946 a 1956 y en ella se enviaron unas pocas misiones de observación, a las que aún no se había aplicado el calificativo de mantenimiento de la paz. Los dos primeros destacamentos enviados siguen en activo, puesto que los conflictos correspondientes (Israel y Cachemira) todavía no se han resuelto. La segunda fase, denominada enérgica, corresponde al período 1956-1967 y es calificada de innovadora y muy activa. Se crearon ocho nuevas misiones, desplazadas a Líbano, Yemen, República Dominicana, IndiaPakistán, Egipto, Congo, Nueva Guinea y Chipre. Por primera vez, la ONU asumía temporalmente la autoridad sobre un territorio en proceso de descol onización e independencia, incorporaba policía civil a una misión, armaba a GEOPOLÍTICA DE LA COMPLEJIDAD 149 los cascos azules y se aventuraba en una operación a gran escala. No sucedió lo mismo en la fase siguiente (1967-1973), calificada de inactiva, en la que no se creó ninguna misión, en parte debido a las fricciones entre las dos superpotencias, en parte como resultado de la creación de organizaciones regionales, como la Organización para la Unidad Africana (OUA). La cuarta fase (1973-1978) representó un cierto renacer (de ahí el adjetivo de renaciente), aunque toda la actividad se centró en el Oriente Próximo, donde se mandaron tres misiones de mantenimiento de la paz, bajo fuerte presión de los Estados Unidos: al Sinaí, a los Altos del Golán y de nuevo al Líbano. El siguiente período (1978-1988), al que Jeff califica de mantenimiento, representa un cierto estancamiento, puesto que no se mandaron nuevas misiones, a diferencia de lo que sucedería en la sexta fase (período de expansión), entre 1988 y 1993. En ésta -y como resultado de la finalización de la Guerra Fría, de la aparición de un contexto geopolítico totalmente nuevo y de la crisis de la guerra convencional-, se crearon más misiones que en todas las fases anteriores juntas. Ahora bien, la complejidad de los conflictos y su carácter infraestatal y de guerra civil aumentaron su vulnerabilidad y riesgo, precisamente cuando éstas eran cada vez más reclamadas por la opinión pública occidental, escandalizada por las horrendas imágenes que llegaban a sus hogares a través de los medios de comunicación (el denominado efecto CNN). Sea como fuere, lo cierto es que los 9.000 efectivos de 1988 se convirtieron en 80.000 a finales de 1993, distribuidos, entre otros, en destinos como Afganistán, Uganda, Ruanda, Sáhara Occidental, la antigua Yugoslavia, Georgia, Liberia, Haití, Angola, Mozambique y Somalia. La complejidad de estas nuevas misiones, junto a una cierta sensación de fracaso en muchas de ellas, induce a pensar que, a partir de 1993, se habría entrado de nuevo en una fase de contracción o, a lo sumo, de estancamiento en el número e importancia de las misiones de mantenimiento de la paz. La misma opinión pública que aplaude la intervención de la ONU en estas guerras fratricidas localizadas en su mayoría en el Tercer Mundo, no entiende por qué los cascos azules se muestran pasivos e inactivos ante las acciones desalmadas de los señores de la guerra, los genocidios planificados o las operaciones de limpieza étnica. La ONU alega falta de recursos y de decisión política de sus miembros más poderosos, quienes, a su vez, optan cada vez más por vías paralelas o alternativas, sin por ello dejar de participar en misiones conjuntas que a menudo son más testimoniales y de observación que de presencia activa. La Guerra del Golfo de 1991, coincidente en el tiempo con la desintegración de la URSS y el final de la Guerra Fría, marcó un hito en este camino de sustitución de las Naciones Unidas. Por primera vez, las grandes potencias, lideradas por los Estados Unidos, condenaron unánimemente a un estado de importancia nada despreciable y recurrieron al uso de la fuerza militar, con la abstención de China. Se iniciaba así una dinámica en la que la OTAN, aprovechándose de la desaparición del Pacto de Varsovia y de la inexistencia de un bloque militar de similares características, iba a adquirir un notable protagonismo, otorgándose ciertos derechos y tomando algunas decisiones que, en principio, no le corresponderían. El segundo paso en esta línea se iba a dar en marzo de 1999, con motivo del bombardeo de la OTAN contra Serbia por su actuación en Kosovo. Esta organización se convertía así, de facto, en el brazo armado de la ONU. Al caer el Muro de Berlín, alguien dudó sobre la conveniencia de mantener la OTAN, una organización política y militar cuya función originaria era hacer frente a la amenaza -ya desaparecida- de la Unión Soviética y de sus países aliados. Poco duraron las dudas: unos meses más tarde se decidió que la pervivencia de la Alianza Atlántica era imprescindible para poder llevar a cabo toda una nueva gama de misiones. Éstas eran las siguientes: la posibilidad de dos conflictos regionales de una dimensión comparable a la de la Guerra del Golfo; una operación calificada de humanitaria de gran envergadura; la instalación y colocación previa de medios militares suficientes en las zonas de crisis desde donde se pueda proyectar su traslado a gran distancia; y, finalmente, el empleo permanente de medios de información y de observación ante la probable multiplicación de crisis diversas, incluidas las suscitadas por grupos terroristas (Gorce, 1999). Así pues, la OTAN ha encontrado la justificación de su existencia en el hecho de convertirse en un instrumento permanente de intervención en las crisis y los conflictos europeos, o cercanos. Las conflagraciones de Bosnia y de Kosovo han representado su puesta de largo en este sentido. Las Naciones Unidas y la OTAN son, posiblemente, excepciones en un sistema mundial cada vez más copado por organizaciones diferentes, a las que hemos designado como pospolíticas. Unas organizaciones -humanitarias, económicas, culturales- no explícitamente políticas, pero con dimensión política, y que no responden a los principios de soberanía, legitimidad y representatividad tradicionales de las instituciones que hasta ahora protagonizaban la geopolítica. Estamos, pues, ante un cambio muy significativo de las principales organizaciones internacionales vinculadas a la resolución de conflictos de uno u otro tipo. Este proceso ha ido acompañado de un desarrollo espectacular de las ONG, hoy más presentes que nunca y con una influencia inimaginable hace pocos años, incluso en España, donde se han difundido algo más tarde que en el resto de países de nuestro entorno (Casado, 1995, 1999; Rodríguez, Montserrat, 1996; Ruiz, 1999; Subirats, 1999; Calle, 2000). Sus acciones de carácter humanitario -no exentas de ciertas ambigüedades y contradicciones- han adquirido una importancia extraordinaria en esta compleja geopolítica de la posmodernidad. La primera ONG en importancia, la más antigua y la que quizás sufra de una manera más patente las contradicciones generadas por la crisis de la guerra y el surgimiento de nuevas tierras incógnitas, es la Cruz Roja, o mejor dicho, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR). Existen ciento sesenta asociaciones nacionales de la Cruz Roja, financiadas a través de aportaciones voluntarias y de subvenciones oficiales y dedicadas básicamente a solventar o paliar emergencias sanitarias dentro de cada país. El CICR, con sede en Ginebra, es el organismo encargado explícitamente de intervenir en las guerras. La Cruz Roja fue creada en 1859 por el ginebrino Jean-Henri Dunant, un acaudalado ciudadano suizo que quedó impresionado ante el drama humano desparramado por los campos de batalla del norte de Italia después del enfrentamiento entre los ejércitos de Napoleón III, de Francia, y Francisco José, GEOPOLÍTICA DE LA COMPLEJIDAD 151 de Austria. En Un souvenir de Solferino describe de forma despiadada la patética situación en la que quedaron los soldados heridos y moribundos después del fragor de la batalla. Se trataba, pues, de crear una organización sanitaria internacional y neutral, respetada por los contendientes, que pudiera ayudar a los heridos de guerra y actuar de intermediaria en las operaciones de intercambio de prisioneros. Ante los representantes de dieciséis países, entre ellos los Estados Unidos, la Convención de Ginebra de 1864 reconocía el carácter neutral de los hospitales y los equipos médicos y la igualdad del trato médico para los soldados enemigos y para las propias tropas (Ignatieff, 1999). La Convención de La Haya de 1907 y la revisión de la Convención de Ginebra de 1906 fueron más allá y acordaron los códigos para la guerra por tierra y por mar, así como el trato a los prisioneros. Al tiempo que los países europeos se armaban frenéticamente y que los avances técnicos permitían incrementar la eficacia de la máquina de matar, Europa aspiraba a civilizar la guerra. La neutralidad sigue siendo hoy el punto de referencia básico en las actuaciones del CICR. No se establecen diferencias entre guerras buenas y malas, entre causas justas e injustas, ni tampoco entre víctimas y agresores. El CICR se abstiene de formular valoraciones políticas y de pronunciarse sobre las situaciones en las que interviene o de las que es testimonio de excepción, ni tan sólo cuando se conculcan los derechos humanos. Su lógica sigue respondiendo a la guerra clásica, en la que dos o más ejércitos regulares luchan entre si, respetando grosso modo los sucesivos acuerdos tomados en las Convenciones de Ginebra. Sin embargo, la realidad actual, como hemos visto más arriba, es muy distinta. Hoy, la mayoría de las guerras son infraestatales y los bandos en litigio no se corresponden con el modelo tradicional de ejército regular, estructurado y jerarquizado. Se trata, muchas veces, de luchas entre facciones, entre bandas armadas vinculadas a menudo con el crimen, formadas a veces por adolescentes que no saben ni quieren saber de Convenciones y que generan más víctimas civiles que militares. Ante ellas, o, lo que es lo mismo, ante la desintegración total de un estado, de poco sirve una estructura como la del CICR ni un compromiso ético tan ambiguo. Las ONG nacidas a partir de 1970 -y aún más las surgidas en los últimos diez años- parten de otro supuesto: la ayuda humanitaria desinteresada, pero sin renunciar a la denuncia pública de las violaciones de los derechos humanos. El compromiso ético no es ambiguo ni lo pretende ser y no se esconden las implicaciones políticas que el mismo pueda acarrear. Esta nueva generación de ONG se inicia en 1971 con la fundación de Médicos sin Fronteras (MSF), que nace, de hecho, como respuesta al genocidio llevado a cabo en la guerra de Biafra. A partir de entonces se multiplican las ONG de características similares y en los más diversos campos, desde el sanitario (Farmacéuticos sin Fronteras) hasta el lúdico (Payasos sin Fronteras). Una de las ONG más notables es, sin duda, Amnistía Internacional, una organización creada en 1961 y dedicada a la defensa y difusión de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Actualmente cuenta con un millón de asociados distribuidos en 162 países. Esta clase de organizaciones humanitarias se adaptan mejor al nuevo tipo de guerras y de conflictos y despiertan muchas simpatías entre los ciudadanos -especialmente los jóvenes- de los países occidentales, precisamente 152 GEOPOLÍTICA por su carácter no oficial y desinteresado. Tanto es así que, de hecho, la ayuda humanitaria de estos países hacia las zonas en crisis se canaliza cada vez más a través de estas organizaciones. Este fue el caso de la Unión Europea en Bosnia. Se creó una agencia, la European Community Humanitarian Office (ECHO), a través de la cual se canalizó la ayuda humanitaria, que era gestionada sobre el terreno por las ONG. Como toda organización social, las ONG no están exentas de contradicciones. Para poder llevar a cabo sus funciones, precisan de una financiación importante. Si ésta procede del gobierno o de alguna organización internacional, como la Unión Europea, su margen de maniobra y su libertad de crítica se ven cada vez más reducidas y cuestionadas. Si, por otra parte, optan por la financiación propia a través de campañas publicitarias de captación de donantes y de socios protectores, se ven obligadas a entrar en complicadas operaciones de márqueting y en una feroz competencia contra otras ONG, llegando a destinar a veces hasta el 25 % de su presupuesto a la obtención de fondos propios. A ello hay que añadir el contraste -a veces insultante- entre los medios materiales de que disponen los cooperantes para hacer más llevadera su estancia en estas zonas en crisis y la precariedad general de la población local. Durante el asedio de Sarajevo, un traductor local que trabajara para una ONG recibía al mes unas 70.000 pesetas, mientras que los médicos y enfermeras bosnios no llegaban ni a una décima parte de este sueldo. En la misma ciudad, los integrantes de las ONG tenían derecho a acceder a las tiendas denominadas PX, una especie de duty free puestas a disposición de los cascos azules de la ONU. En ellas se podía adquirir, a precios libres de impuestos, toda clase de productos, desde comida y bebidas, hasta cámaras de vídeo, equipos de alta fidelidad o zapatillas de deporte... en una ciudad en la que se pasaba hambre. A este tipo de contradicciones se añaden otras de más calado. Nos referimos concretamente a los efectos perversos -y a veces imprevisibles- de la ayuda humanitaria. A menudo, ésta actúa de tapadera, de excusa ante la opinión pública nacional e internacional: no se interviene militarmente o políticamente (cuando ésta es la intervención que se precisa), pero sí de forma humanitaria. Por otra parte, una ayuda humanitaria determinada puede tener una incidencia política e incluso bélica no deseada, al aprovecharse de ella el dictador de turno o la banda armada que inició las hostilidades y provocó la tragedia humana que precisamente se pretende solventar ahora. Con todo, el balance de la acción humanitaria llevada a cabo en estos últimos años por las ONG es muy positivo. El compromiso ético de la mayoría de sus componentes es digno de respeto y de consideración y, en conjunto, se han convertido en uno de los agentes pospolíticos más relevantes de este inicio de milenio. En resumen, a lo largo de todo este capítulo hemos intentado mostrar, a través de ejemplos concretos localizados en el tiempo y el espacio, la emergencia de unos nuevos territorios y actores de la geopolítica contemporánea que se caracterizan por actuar relativamente al margen de los mecanismos tradicionales del sistema mundial. Las ONG, las mafias, los movimientos migratorios, los deportados y refugiados a raíz de los conflictos bélicos, ... todos ellos, con sus siempre diversas y opuestas caras, son los agentes que crean y configuran las que hemos denominado terme incognitae, que coexisten con espacios controlados y territorios planificados hasta unos extremos inauditos e impensables GEOPOLÍTICA DE LA COMPLEJIDAD 153 hace unos pocos años. Efectivamente, el orden geopolítico vigente desde 1945 y que se derrumbó en 1989 -a pesar de los ecos que todavía resuenan en una antigua superpotencia como Rusia, a la que le es difícil acomodarse a la nueva situación-, ha sido sustituido por la geopolítica de la complejidad. Bibliografía Achcar, Gilbert (1999): «¿Hacia dónde va la ONU?», en Albiñana, Antonio, ed., Geopolítica del caos, Madrid, Debate, pp. 375-382. Agnew, John y Corbridge, Stuart (1995): Mastering space, Londres, Routledge. Albiñana, Antonio, ed. (1999): Geopolítica del caos, Madrid, Debate. Amin, Samir (1975): El desarrollo desigual: ensayo sobre las formaciones sociales del capitalismo periférico, Barcelona, Fontanella. Beck, Ulrich (2000): Un nuevo mundo feliz. La precariedad del trabajo en la era de la globalización, Barcelona, Paidós. Bobbio, Norberto (1984): Estado, gobierno, sociedad, Barcelona, Plaza y Janés. Boville Luca de Tena, Belén (2000): La guerra de la cocaína. 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El retorno al lugar como reacción a determinados procesos de globalización es, sin duda, un discurso geopolítico de nuevo cuño. Sin embargo, cuando este retorno al lugar se expresa a través de la ideología nacionalista, entonces ya no lo es tanto. Finalmente, nos hallamos ante otra clase de discursos geopolíticos que son realmente insólitos por su novedad, como el representado por la geopolítica del medio ambiente, surgido a raíz de la reciente concienciación mundial por la problemática ambiental. En este capítulo vamos a analizar estos dos últimos discursos a los que nos acabamos de referir. No son los únicos, ni mucho menos, pero sí de los más significativos. 1. 1.1. Identidad, territorio y política' EL RETORNO AL LUGAR Utilizamos la expresión retorno al lugar para indicar, desde un punto de vista metafórico, la creciente importancia que tiene en el mundo contemporáneo el lugar y su identidad. Veamos por qué ello es así, por qué las sociedades contemporáneas redescubren, reivindican, reinventan los lugares. 1. Una versión parecida de este apartado se publicó en el libro: Nacionalismo y Territorio, de Joan Nogué (1998). 158 GEOPOLÍTICA Hay que reconocer, de entrada, que este fenómeno se ve favorecido por la dinámica general de la economía, de la sociedad y de la cultura. Los diversos procesos de globalización hoy existentes han desencadenado una interesante e inesperada tensión dialéctica entre lo global y lo local, que está en la base de este retorno al lugar que estamos comentando. Aunque con un cierto desfase cronológico, la verdad es que dicha tensión dialéctica ha coincidido bastante con la transición del fordismo al posfordismo, como ya avanzábamos en la Introducción. Lo realmente paradójico de todo este proceso que estamos comentando es que, aunque el espacio y el tiempo se hayan comprimido, las distancias se hayan relativizado y las barreras espaciales se hayan suavizado, el espacio no sólo no ha perdido importancia, sino que ha aumentado su influencia y su peso específico en los ámbitos económico, político, social y cultural. Esto es, bajo unas condiciones de máxima flexibilidad general y de incremento de la capacidad de movilidad por el territorio, la competencia se convierte en extremadamente dura y, por lo tanto, el capital, en su acepción más amplia, ha de prestar más atención que nunca a las ventajas del lugar. Dicho en otras palabras: la disminución de las barreras espaciales fuerza al capital a aprovechar al máximo las más mínimas diferenciaciones espaciales, con el fin de optimizar los beneficios y competir mejor. En este sentido, las pequeñas -o no tan pequeñas- diferencias que puedan presentar dos espacios, dos lugares, dos ciudades, en lo referente a recursos, a infraestructuras, a mercado laboral, a paisaje, a patrimonio cultural, o a cualquier otro aspecto, se convierten ahora en muy significativas. Precisamente cuando parecíamos abocados a todo lo contrario, estamos asistiendo a un excepcional proceso de revalorización de los lugares que, a su vez, genera una competencia entre ellos inédita hasta el momento. Una competencia, en unos casos, basada en la explotación de precarias ventajas comparativas, como las que buscan -y encuentran- en lugares como Marruecos, Bangladesh o México (las conocidas maquiladoras) empresas transnacionales. En otros casos, basada en factores más cualitativos y de prestigio, en lugares ubicados en países centrales. De ahí la necesidad de singularizarse, de exhibir y resaltar todos aquellos elementos significativos que diferencian un lugar respecto a los demás, de salir en el mapa, en definitiva. ¿Cuál es, si no, el sentido y el objetivo último de los planes estratégicos que se están elaborando en tantas y tan diversas ciudades? Con el abierto apoyo, en la mayoría de los casos, de los sectores empresariales, de movimientos sociales varios e incluso de los sindicatos, los gobiernos regionales y locales compiten encarnizadamente a todos los niveles, incluso a nivel mundial, por atraer magnos acontecimientos deportivos (los Juegos Olímpicos, por ejemplo), inversiones, capitales y equipamientos tales como grandes centros culturales, sedes de entidades políticas supraestatales, institutos de investigación y universidades. Pensar globalmente y actuar localmente se ha convertido en una consigna fundamental que ya no sólo satisface a los grupos ecologistas, sino también a las empresas multinacionales, a los planificadores de las ciudades y de las regiones... e incluso a los líderes nacionalistas. En efecto, «lo local y lo global se entrecruzan y forman una red en la que ambos elementos se transforman como resultado de sus mismas interconexiones. La globalización se expresa a LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 159 través de la tensión entre las fuerzas de la comunidad global y las de la particularidad cultural, la fragmentación étnica, y la homogeneización» (Guibernau, 1996, p.146). Más aún: el lugar actúa a modo de vínculo, de punto de contacto e interacción entre los fenómenos mundiales y la experiencia individual. En efecto, GLOCAL (de GLObal y loCAL) se ha convertido en un neologismo de moda. Es sorprendente, pero lo cierto es que, en vez de disminuir el papel del territorio, la internacionalización y la integración mundial han aumentado su peso específico; no sólo no han eclipsado al territorio, sino que han aumentado su importancia. 2 Estamos, pues, ante una revalorización económica del lugar, sin duda, pero no sólo económica. Este reaparece también en sus dimensiones culturales, sociales y políticas. Ante la crisis del Estado-nación y los procesos de homogeneización cultural, las lenguas y las culturas minoritarias reafirman su identidad y reinventan el territorio, puesto que es innegable que una cultura con base territorial resiste mucho mejor los embates de la cultura de masas mundializada. Por otra parte, muchos movimientos sociales de nuevo y viejo cuño se organizan -y en algunos casos se definen- territorialmente. Los grupos ecologistas, por ejemplo, no sólo se organizan localmente, sino que su propia filosofía es descentralizadora y territorializada, en el sentido en que actúan en primera instancia para resolver los problemas más inmediatos y más locales de degradación ambiental, sin dejar por ello de preocuparse, obviamente, por temas de ámbito mundial, como el cambio climático o la disminución de la biodiversidad. Otro ejemplo sería el de las denominadas tribus urbanas, complejo fenómeno social de gran trascendencia y enormemente territorializado. En efecto, de nuevo nos encontramos aquí ante una suerte de paradoja espacial. El lugar (lo propio, lo cercano) se ve invadido por lo externo, por lo universal, por la globalización, en definitiva y, por lo tanto, se convierte en un espacio abstracto, neutro, homogéneo. Así pues, aparentemente, estos jóvenes habitantes urbanos son cada vez menos de un lugar concreto, puesto que éste, como la cultura, la política o la economía, se ha globalizado. Sin embargo, «lo que se intenta arrojar por la puerta, entra por la ventana. El debilitamiento de la identidad tradicional fundada en el espacio propio provoca una sensación de vacío psicológico que propicia un movimiento de reacción, de vuelta atrás: perdida la seguridad que ofrecían las antiguas fronteras, se buscan, entonces, nuevas barreras, nuevas divisiones... » (Costa, Pérez Tornero y Tropea, 1996, pp. 29-30). En los movimientos neotribales urbanos típicos de las sociedades posindustriales se observa con sorpresa que, cuanto más cosmopolita es una ciudad, más deseos de enraizamiento localista se detectan. Se produce así una especie de apropiación y delimitación del territorio guiada por un fuerte sentimiento de pertenencia al mismo. Finalmente, en lo referente a la dimensión política, hay que reconocer que el territorio tiene un peso específico cada vez mayor en dicho ámbito, no sólo porque la política absorbe problemáticas sociales de carácter territorial, como las ambientales, sino porque las propias organizaciones políticas, incluidos los partidos, no tienen más remedio que descentralizarse para acer2. Véase el apartado 3.2. 160 GEOPOLÍTICA carse más y mejor al ciudadano. Lo más curioso del caso es que algunas experiencias políticas supraestatales, fundadas y constituidas formalmente por estados-nación, han desarrollado intensas políticas regionales e incluso locales. El ejemplo más ilustrativo es sin duda, como se ha visto, el de la Unión Europea, un complicado entramado de foros y de iniciativas políticas en el que los estados-nación tienen sin duda primacía, pero de una forma cada vez más difusa y condicionada por las estrategias regionales y locales. El resultado de todo ello es «un complejo orden político en el cual la política europea se regionaliza, la política regional se europeíza y la política nacional se europeíza a la vez que se regionaliza» (Keating, 1996, p. 68). Así pues, sea cual sea el punto de vista elegido, lo cierto es que el lugar reaparece con fuerza y vigor. La gente afirma, cada vez con más insistencia y de forma más organizada, sus raíces históricas, culturales, religiosas, étnicas y territoriales. Se reafirma, en otras palabras, en sus identidades singulares. Como indica Manuel Castells (1998), los movimientos sociales que se oponen a la globalización capitalista son, fundamentalmente, movimientos basados en la identidad, que defienden sus lugares ante la nueva lógica de los espacios sin lugares, de los espacios de flujos propios de la era informacional en la que ya nos hallamos inmersos. Reclaman su memoria histórica, la pervivencia de sus valores y el derecho a preservar su propia concepción del espacio y del tiempo. He ahí la gran paradoja: el resurgimiento de las identidades colectivas en un mundo globalizado, identidades que, por otra parte, no son fijas e inmutables, sino que se hallan sometidas a un continuado proceso de reformulación. Es por todo ello por lo que la perspectiva geográfica reviste un enorme interés a la hora de entender los diversos fenómenos sociales que se dan en un espacio determinado, porque éstos están estructurados por el contexto, el medio y el lugar. Es en el lugar donde se materializan las grandes categorías sociales (sexo, clase, edad), donde tienen lugar las interacciones sociales que provocarán una respuesta u otra a un determinado fenómeno social. Nos encontramos, en definitiva, ante una excepcional revalorización de los lugares en un contexto de máxima globalización, proceso que favorece claramente la expansión de determinadas actitudes e ideologías. La sensación de indefensión, de impotencia, de inseguridad ante este nuevo contexto de globalización e internacionalización de los fenómenos sociales, culturales, políticos y económicos, provoca un retorno a los microterritorios, a las microsociedades, al lugar en definitiva. La necesidad de sentirse identificado con un espacio determinado es ahora, de nuevo, sentida vivamente, sin que ello signifique volver inevitablemente a formas premodernas de identidad territorial. Sobre el diagnóstico realizado hay relativamente poca controversia. Donde sí hay disparidad de opiniones es en su valoración. Por un lado, nos encontramos con los que valoran dicho proceso de una forma más bien negativa, pesimista, en términos de autodefensa, de repliegue por impotencia ante un mundo inseguro e incierto. David Harvey se muestra preocupado en este sentido porque, según él, «la disminución de las barreras espaciales crea un sentimiento de inseguridad y de amenaza que, combinado con la intensificación de la competitividad entre países, regiones y ciudades, produce un repliegue en la geopolítica local, el proteccionismo, la xenofobia y el espacio defendible» LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 161 (1988, p. 25); es a eso a lo que el propio Harvey (1998) denomina trampa comunitaria. Desde esta perspectiva, el retorno a lo local conllevaría, en última instancia y en sus posiciones más extremas, el cultivo de actitudes retrógradas, conservadoras e, incluso, antiurbanas y antimetropolitanas. He ahí la cultura de la desesperanza que, ante un futuro incierto, invoca un pasado mítico, idealizado y, en definitiva, tergiversado. En un vano intento por recuperar una territorialidad existencial hoy perdida, esta especie de localismo neoromántico reivindicaría costumbres, hábitos, diseños urbanos y formas arquitectónicas propias del pasado, olvidando -siempre según sus críticosque las pequeñas comunidades locales han sido siempre los espacios por excelencia de la jerarquía, de la sumisión del individuo al grupo y del grupo a la tradición, del control social y del conformismo asfixiante. De ahí que, de una forma tajante, algunos autores nos pongan en guardia ante el peligro de volver a espacios microsociales, después de tantos esfuerzos realizados en los últimos siglos por intentar escapar precisamente a las lógicas tribales y corporativas: «Hay mucha nostalgia restauradora en tantas reivindicaciones locales, una nostalgia análoga a las tentativas de encerrarse entre murallas medievales en un mundo que cambia en dirección opuesta» (Sernini, 1989, p. 38). Como era de esperar, existen, por otro lado, valoraciones totalmente opuestas a las anteriores, de carácter positivo y optimista (Frampton, 1985; Cooke, 1990). Éstas interpretan el fenómeno en términos progresistas y de resistencia cultural. El retorno a lo local sería un excelente antídoto contra la imposición de valores supuestamente universales, dictados por los grandes poderes económicos y transmitidos por los mass-media. Es en los lugares concretos, en los microespacios (pueblos, barrios, ciudades pequeñas y medianas) donde, gracias a su peculiar química social, se crea y recrea la diversidad, y no en los grandes espacios abstractos, incluyendo también en esta categoría a las grandes metrópolis contemporáneas. En las megalópolis, según estas versiones, la ciudad tradicional ha dejado de existir: ha explotado en mil fragmentos, se ha balcanizado y descontextualizado, ha perdido sus contornos y su cohesión y su estructura ya no es comprensible; en definitiva, ha dejado de ser humana, ha perdido su identidad. Contra todo ello se alzaría el redescubrimiento del lugar y de la dimensión local. Las comunidades locales serían la base fundamental de la nueva movilización social, al canalizar las reivindicaciones por conseguir una mayor descentralización del poder y de la toma de decisiones. Como ocurre a menudo, es probable que las dos interpretaciones tengan algo de razón, por lo que cabría pensar en la posibilidad de una tercera vía que profundizara en aquellos elementos no incompatibles de las mismas. Sea como fuere, lo cierto es que estamos asistiendo a una revalorización del papel del lugar y a un renovado interés por una nueva forma de entender el territorio que sea capaz de conectar lo particular con lo general. Ahora bien, seguramente el ámbito en el que identidad, territorio y política se funden de una manera más clara es el nacionalista. En efecto, los nacionalismos son una suerte de movimientos sociales y políticos muy arraigados en el territorio, en el lugar, en el espacio; son, en gran medida, una forma territorial de ideología o, si se quiere, una ideología territorial. Los nacionalismos se muestran hoy día como una de las respuestas ideológicas mejor adap- 162 GEOPOLÍTICA tadas al proceso de fragmentación territorial generado por la globalización. A ellos -y a sus componentes territoriales más significativos- vamos a referirnos a continuación. 1.2. 1.2.1. LA DIMENSIÓN TERRITORIAL DE LOS NACIONALISMOS Límites y fronteras Cualquier territorio -y en este caso el territorio que se reclama como soporte de la nación reivindicada- posee una delimitación, ocupa una porción concreta de la superficie terrestre. En este sentido, la primera cuestión que se plantea, implícita o explícitamente, cualquier movimiento nacionalista es hasta dónde llega territorialmente la nación; cuáles son sus límites o, en la mayoría de los casos, cuáles deberían ser estos límites y a partir de qué criterios se establecen. Son, ciertamente, cuestiones elementales, pero de una gran trascendencia, porque, como recuerda Raffestin (1980, p. 412), «el límite provoca la diferencia o, si se prefiere, la diferencia suscita el límite». Es un hecho evidente que el discurso nacionalista necesita, antes de nada, esclarecer este punto. Nos parece más adecuado utilizar en este ensayo el concepto de límite para referirnos a las naciones sin estado y el de frontera para los estados-nación. El límite es un concepto más genérico y, hasta cierto punto, más impreciso. La frontera, en cambio, en su sentido geopolítico, está estrechamente ligada al poder y a la razón de ser del estado y se materializa físicamente sobre el terreno: es, claramente, una separación, una barrera que se puede cartografiar, si conviene, con esmerada precisión, sin tener en cuenta otras variables que no sean las estrictamente geopolíticas.' En cualquier caso, ambos conceptos han sido y son utilizados también desde otras perspectivas que van más allá de las puramente geopolíticas, como la antropológica. En efecto, el territorio, definido por uno u otro tipo de límites, es entendido desde esta disciplina como el principio básico de identificación para una gran mayoría de sociedades, tradicionales y modernas. Así, por ejemplo, en el caso vasco, según Martínez (1994), la «delimitación, la diferencia, la distinción, la identidad, en definitiva, es simbolizada espacialmente, no en términos de parentesco» (p. 71). La frontera ha sido, y continúa siendo, un tema fundamental en todo análisis de carácter geopolítico y es objeto de renovadas aportaciones conceptuales y metodológicas. Así, por poner sólo un ejemplo, en estudios recientes inspirados en el posmodernismo, la frontera es concebida como el receptáculo privilegiado de la hibridez o también como espacio intermedio (betweeness en inglés). La idea de hibridez es interesante, puesto que permite concebir la frontera como la yuxtaposición de distintas prácticas provenientes de sujetos e instituciones situados en distintos contextos espaciales, desde donde ésta es imaginada, representada, planeada y materializada 3. El idioma inglés ha conservado una cuidada distinción entre la línea fronteriza -la frontera propiamente dicha- o boundary y la zona fronteriza o frontier. LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 163 (Zusman, 2000; Marre, 1999). Se trata, de alguna manera, de una traslación del concepto de hibridación de Bakhtin (1981) del campo filológico al territorial. Además de la excelente investigación de Perla Zusman al respecto, destacaríamos en este punto el documentado trabajo de Mario Valero Martínez (2000) sobre la región venezolana de Táchira como espacio fronterizo de integración y el más periodístico, pero no por ello menos interesante, de Hernán López Echagüe (1997) sobre la zona fronteriza entre Brasil, Argentina y Paraguay. La descripción que de Ciudad del Este, punto de encuentro entre las tres fronteras, realiza Hernán López es fantástica y algo espeluznante, ejemplo paradigmático de una nueva tierra incógnita, tal como ésta han sido definida en el apartado 4.2: «Hasta las siete de la tarde, ésta es la ciudad de la tolerancia, del milagro brasileiro. Arabes, chinos, japoneses y brasileños conviven en aparente armonía. Hablan, hacen negocios, hacen política, cada uno le reza a su dios sin problemas. A partir de las siete, se matan entre ellos... Más de doscientos mil habitantes; cincuenta y cinco favelas; tal vez quince mil árabes, buena parte de ellos propietarios de tierras, comercios y fortunas de insondable procedencia; el cincuenta y cinco por ciento es chiíta, el ochenta por ciento llegó del Líbano. Cinco mil chinos, en especial de Taiwán, que, al igual que los mágicos árabes, tienen la extraordinaria habilidad de convertir en oro todo cuanto tocan, miran o huelen, y así, por ejemplo, de improviso, sacar de un bolsillo raído 45 millones de dólares para comprarse el Iguaçu Golf Club; prostíbulos de lujo, como la Piova y Sex Appeal, empresas de magnitud especializadas en la contratación de chicas de quince, dieciséis años -rubias de Londrina; piel mate y morena de Espíritu Santo; blancas estudiantes de Sao Paulo-, para luego ofrecerlas a políticos y empresarios del Paraguay, el Brasil y la Argentina...» (pp. 51-52). Volvamos ahora al tema de los nacionalismos y a la concepción de las fronteras en los mismos. En efecto, llegar a tener fronteras es la aspiración máxima de los movimientos independentistas, que conciben la individualidad geográfica (reconocida por las fronteras) como una de las herramientas más idóneas para fundamentar la identidad y el destino de un pueblo. No resulta extraño, por lo tanto, que nacionalistas como Joan F. Mira evocaran en su momento la importancia de las fronteras estatales: «He escrito y repetido a menudo que nunca como ahora, en este final del siglo XX, la humanidad había estado tan rigurosamente dividida y cerrada en estas líneas que llamamos fronteras, y nunca como ahora se había sido tan consciente de ello. El siglo xx es la época en la que, por primera vez en la historia de la especie y del planeta, todos -incluida la tribu más remota- viven dentro de un mapa, en un territorio delimitado por una líneas perfectamente dibujadas, marcadas y reconocidas. Las fronteras de soberanía marcan rigurosamente los compartimientos donde la gente y los sucesos poseen realidad reconocida: tal cosa, tal catástrofe o tal congreso no ocurre en territorio fang, sino en Gabón o Camerún, no entre los quechuas o los aimara, sino en Bolivia... la universalización de las fronteras de estado es el factor principal de la particularización de las sociedades a escala planetaria. Ahora, por vez primera, tenemos todos una etiqueta de origen y una adscripción particular, universalmente válida y reconocida. Por vez primera la particularidad -definida por la frontera y el estadose ha convertido en un hecho de alcance universal» (Mira, 1989, p. 168). 164 GEOPOLÍTICA La línea fronteriza delimita el espacio sobre el que el estado puede ejercer su poder con total soberanía. El territorio del estado moderno es un territorio cercado y delimitado, con unas fronteras definidas y reconocidas por los organismos internacionales. 4 Su soberanía se define hoy en términos básicamente territoriales, a diferencia de otras épocas. El estado moderno es claramente un estado territorial,' expresión que enfatiza aún más su impenetrabilidad como característica esencial. Las fronteras estatales delimitan «el marco territorial de un proyecto social, sensu lato, y contribuyen por la misma razón a la elaboración de una ideología» (Raffestin, 1980, p. 421). De ahí la enorme trascendencia (no sólo simbólica) de toda reestructuración fronteriza entre 6 estados soberanos. La frontera es, en suma, la delimitación física y simbólica más palpable de lo que podríamos denominar el espacio de producción y de reproducción de la identidad nacional, aunque a menudo muchas áreas periféricas de ciertos estados (especialmente del Tercer Mundo) no se han incorporado al proceso de construcción nacional hasta mucho después del establecimiento de la frontera.' En los manuales de derecho internacional público, se suelen contraponer las llamadas fronteras naturales a las calificadas de artificiales. Las fronteras naturales serían aquellas cuyo trazado sigue una configuración física lineal, como un río, una cadena montañosa o una línea de costa. En realidad, se trata de un concepto geopolítico muy lejano en el tiempo y que numerosos estados-nación han utilizado políticamente y de muchas diversas maneras. En pleno siglo Xvü, el mismo Richelieu ya lo utilizó como base de su doctrina de les limites naturelles de la France (Pounds, 1951, 1954). Más adelante, sería uno de los pilares fundamentales de la idea germánica del Lebensraum. No obstante, las fronteras naturales, en la acepción geopolítica de la expresión, no existen en realidad como tales. Son los seres humanos los que crean las fronteras. La naturaleza se limita a ofrecer unos accidentes físicos que, en un momento determinado, pueden o no adquirir el status de frontera. Todas las fronteras son, por definición, artificiales, porque, incluso en el caso de la utili4. Hay que matizar lo que acabamos de decir. La mayor parte de las fronteras entre estados del Tercer Mundo -dibujadas algunas sobre el mapa después de la Primera.Guerra Mundial y muchas más después de la Segunda Guerra Mundial-, ha sido simplemente esto: dibujadas sobre el mapa (generalmente sobre un mapa a una escala inadecuada, demasiado pequeña), pero no delimitadas ni marcadas sobre el terreno. Si las fronteras bien delimitadas ya son a menudo conflictivas, mucho más lo serán estas fronteras imprecisas y poco claras, sobre todo cuando el área fronteriza es rica en recursos naturales. Con todo, bien o mal delimitadas, la realidad es que al estado contemporáneo se le reconocen unas fronteras: se le reconoce el derecho al control total y absoluto de una determinada porción del territorio mundial. 5. Véase el apartado 3.1. 6. Un caso paradigmático en este sentido fue el crispado debate en relación con el trazado de la frontera de la Alemania ya reunificada. Por otra parte, la progresiva desaparición de las fronteras entre los estados miembros de la Unión Europea también está llena de expectativas. Si bien es cierto que en Europa Occidental la frontera puede perder en un futuro inmediato su función tradicional, conviene recordar que no ocurre lo mismo en el Tercer Mundo, donde se concentra el 76 por ciento de las fronteras mundiales (Foucher, 1988). 7. Existen numerosos ejemplos al respecto en todo el mundo, algunos de ellos plasmados i ncluso cinematográficamente, como en la película Siberiada (director: Andrei Mijakolov Kontxalovski). Bertha K. Becker (1988) analiza con gran lucidez el caso de la Amazonia en relación con el proceso de construcción nacional del estado brasileño. LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 165 zación de elementos físicos como líneas divisorias, hay que escoger entre unos cuantos ríos posibles, entre unas cuantas montañas disponibles. Estamos, en definitiva, ante un falso dilema, en boga tanto entre los nacionalismos de estado como entre los nacionalismos subestatales. Resulta interesante observar cómo la historiografía y la geografía nacionalistas se aferran al concepto de frontera natural: «En la mayoría de casos, el territorio nacional se ha ido constituyendo y aglutinando a medida que surgía aquella conciencia colectiva, nacida no de manera artificiosa, sino como respuesta a una sólida base geográfica, forjadora de su unidad política y espiritual. Sin embargo, las fronteras no siempre separan zonas geográficamente distintas, sino que responden a un estado de equilibrio entre dos fuerzas estatales vecinas y opuestas; y entonces, más que el criterio geográfico, es la presión política dominante lo que determina la posición de la frontera. Pero a este hecho, puramente político e inestable, la geografía siempre puede oponerle un criterio delimitador basado en hechos naturales e inmutables» (Soldevila, Iglésies y Solé, 1958, p. 641). La literatura nacionalista irlandesa también se encuentra repleta de alusiones a la existencia de unas fronteras naturales -el mar, en este caso- que delimitarían la nación irlandesa. Lo que aquí se reivindica es el binomio una isla = una nación en la más pura tradición determinista de raíz decimonónica. James Connolly, el padre del socialismo irlandés, proclamaba que «las fronteras de Irlanda, las señales indelebles de la existencia de Irlanda, son tan viejas como la misma Irlanda... y, así como estas señales del nacionalismo separatista irlandés no fueron hechas por los políticos, tampoco ellos las pueden deshacer». De modo parecido, Arthur Griffith, el fundador del Sinn Fein (el brazo político de la organización armada IRA), afirmaba: «Cuando Dios creó este país, fijó unas fronteras que, como el alba y el ocaso, no podrían ser alteradas por el hombre» (ambos citados por Boal, 1980, p. 40). El debate sobre el alcance y delimitación de las fronteras lleva inevitablemente a uno de los componentes territoriales más comunes entre los distintos nacionalismos: el irredentismo, esto es la reivindicación de la unificación o reunificación de territorios divididos que se consideran parte de la misma nación. El irredentismo ha llegado a convertirse, a menudo, en el principal componente del discurso nacionalista y en uno de los que mueven con mayor facilidad a las masas. En verdad, el ámbito territorial establecido o más o menos reconocido y el deseado por los sectores nacionalistas casi nunca coinciden. De hecho, si se analiza el trazado de las fronteras internacionales, no es ningún atrevimiento afirmar que, potencialmente, la mayoría de estados del mundo contienen nacionalismos secesionistas. Es una realidad que las fronteras internacionales o las divisiones administrativas subestatales dividen a menudo áreas homogéneas desde el punto de vista étnico, lingüístico o religioso, lo cual es esgrimido con contundencia por los movimientos nacionalistas. En el caso de los nacionalismos vasco y catalán, se observan claramente dos actitudes al respecto, una de carácter maximalista y la otra de índole más posibilista. En el caso catalán, esta última actitud se traduciría en la plena aceptación de los límites geográficos que la Constitución de 1978 otorga a esta comunidad autónoma; a saber, los delimitados por las provincias de Barcelona, 166 GEOPOLÍTICA Tarragona, Lleida y Girona. La división provincial, a su vez, se acepta en tanto que administración del estado, aunque se intenta eludir desde la administración autonómica, a pesar de que ésta la utilice a menudo, sirviéndose para ello, si cabe, de eufemismos del tipo Servicio Territorial en vez de Delegación Provincial. Esta aceptación de los límites de Cataluña no implica que, a efectos culturales y lingüísticos, no se reconozca la pertenencia a un ámbito geográfico más amplio que el asignado por la ley. Con todo, ninguno de los partidos que participaron en el proceso de transición política -tampoco los nacionalistas- hicieron ni hacen de este tema un caballo de batalla. Además, los partidos nacionalistas catalanes votaron afirmativamente la Carta Magna, aún a sabiendas de que su Artículo 145 prohibía explícitamente la federación de Comunidades Autónomas, uno de los sueños más preciados de muchos ideólogos pancatalanistas. Se diría que, en este punto, las fuerzas políticas parlamentarias mostraron y siguen mostrando una exquisita prudencia y diplomacia, menos visibles en otros temas. Quizá sea por el hecho de que, de todas las reivindicaciones nacionalistas, las irredentistas son las que más hieren. No hay más que observar la facilidad con que salta la polémica al hacer cualquier alusión a los territorios aragoneses de habla catalana. No ocurre lo mismo en Euskadi, donde la no inclusión de Navarra en la comunidad autónoma vasca ha constituido una fuente continua de problemas y de tensiones. Todos los partidos nacionalistas vascos, incluso los que en este terreno plantean una estrategia política más bien posibilista, reivindican en sus programas la anexión de Navarra. La actitud de carácter maximalista se materializa, en el ámbito catalán, en la reivindicación de los Países Catalanes como una sola nación que englobaría la Cataluña Norte, el Principado de Cataluña, las Islas Baleares y Pitiusas y el País Valenciano, propuesta que es hoy constitucionalmente (y también políticamente) inviable, ni tan sólo por la vía federativa. En cualquier caso, lo importante para algunos sectores nacionalistas es que las afinidades de tipo cultural, lingüístico e histórico entre todos estos territorios justifican de sobras su unidad política. Así, por ejemplo, desde una sociolingüística que se presenta como innovadora -o, cuando menos, como renovada-, Vicent Pitarch (1989) apuesta también claramente por el irredentismo. Pitarch plantea su argumentación considerando, de entrada, que «de la presencia de un idioma obtenemos su constatación inmediata a través del espacio geofísico sobre el que aparecen sus hablantes» (p. 145). Se trataría, según Pitarch, de un espacio esencial porque «de entrada parece problemático que una lengua tenga garantizada la viabilidad funcional sin disponer de un reducto geofísico con continuidad y exclusividad estables» (p. 145). La conclusión lógica será, naturalmente, de carácter irredentista: «El nuestro es un espacio no sólo discontinuo, sino profundamente apolillado, invadido por numerosos islotes de otras comunidades, algunos de los cuales, a veces, están tan asentados que parecen irrecuperables... Y ahora que nos hallamos en este espacio, hago un toque de atención con respecto a una zona tan extensa que abarca el tercio del territorio valenciano y de la que nos hemos acostumbrado a claudicar, amparándonos en el prejuicio de que ha pertenecido desde siempre a los dominios del español. Estudios recientes (como la tesis doc- LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 167 toral de Brauli Montoya) constituyen un punto de inflexión en estas creencias tradicionales. La aspiración, pues, de reivindicar esas tierras no es un tema definitivamente cerrado» (Pitarch, 1989, pp. 145-146). Por lo se refiere al País Vasco, el irredentismo de corte maximalista, materializado en el Pacto de Lizarra, no sólo reivindica la unificación con Navarra, sino también con Euskadi Norte, al otro lado de la frontera franco-española. Entre los círculos independentistas más aficionados al graffiti, esta reivindicación irredentista se expresa en la fórmula 4 + 3 = 1, o dicho de otro modo, en el lema Zazpiak Bat (Siete en Uno) señalando así que las cuatro provincias que forman parte del estado español (Vizcaya, Guipúzcoa, Alava y Navarra), más las tres francesas (Baja Navarra, Lapurdi y Civeroa) forman una sola nación. El irredentismo es, sin lugar a dudas, uno de los elementos cohesionadores más importantes del nacionalismo vasco, tanto o más que la misma lengua, el eusquera. Elorza (1983, p. 33) constata que el territorio vasco «es elevado a la categoría de símbolo de unificación y de superación» y que este territorio-símbolo es visto como «un proyecto común empapado de las virtudes del conjunto humano que vive en él». El irredentismo no es algo exclusivo de los nacionalismos subestatales, sino que también se halla en los nacionalismos de estado. Ejemplos de ello se encuentran por todo el mundo: España reivindica Gibraltar, Marruecos reclama el antiguo Sáhara español, así como Ceuta y Melilla, Grecia y Turquía están enzarzadas en el Mar Egeo en un sinfín de disputas irredentistas, que se expresan radicalmente en la división de Chipre, y Argentina convierte las Malvinas en un elemento de cohesión nacionalista. Puede darse también el caso de una tensión irredentista entre un estado-nación y una nación sin estado. Israelitas y palestinos utilizan, por ejemplo, distintas estrategias territoriales en su confrontación por apropiarse de un mismo territorio que no están dispuestos a compartir, lo cual demuestra que no sólo existe una estrategia territorial nacionalista desde las naciones sin estado, sino también desde los estados-nación. Esta última presenta habitualmente dos situaciones. Externamente, la encontramos en las políticas que persiguen ensanchar el territorio del estado hacia áreas que dicho estado reclama como partes integrantes de su nación (la ocupación de Austria por parte de Hitler, por ejemplo); internamente, la vemos encarnada en acciones emprendidas contra determinados grupos sociales o culturales supuestamente antinacionales (el antisemitismo del Tercer Reich, siguiendo con el mismo ejemplo). La historia moderna y contemporánea europea es, en este sentido, una instancia clara de cómo ciertos estados han tratado de modificar en repetidas ocasiones los límites de ciertas expresiones culturales (religiosas, lingüísticas), con objeto de hacerlas coincidir con determinados límites territoriales, dentro de los cuales ejercen su poder con total soberanía. A fin de evitar al máximo la conflictividad habitualmente presente en la heterogeneidad, el estado, en algunas de sus manifestaciones, ha intentado a veces conseguir la máxima homogeneidad étnica y cultural en el territorio sobre el que ejerce su soberanía, ya sea con métodos más o menos sutiles (el caso francés) o de forma expeditiva y brutal, como sería el caso de las migraciones étnicas forzadas por Stalin o la limpieza étnica practicada en las guerras que se desataron a raíz 168 GEOPOLÍTICA de la desintegración de la antigua Yugoslavia después de la caída del Muro de Berlín. También es cierto que algunos estados federales multiétnicos se han inclinado más por congelar la diversidad étnica que por homogeneizarla. El irredentismo es, en suma, un conflicto territorial externo, que se plantea de puertas afuera y no de puertas adentro. Son territorios que se reclaman a alguien más (a otra nación, al estado del que forman parte o a otro estado) y que se consideran imprescindibles para poder fijar, por fin, el ámbito territorial de la nación. Sin embargo, existen también conflictos territoriales internos esgrimidos por los nacionalistas con tanta o mayor virulencia que los externos, tal y como veremos a continuación. 1.2.2. Divisiones territoriales El tema de las divisiones territoriales nos conduce a la complicada cuestión de las identidades territoriales, de la identificación de la gente con un territorio. En este punto es necesario partir de una constatación que nos parece i mportante para centrar el tema. Se trata de lo que podríamos denominar la transferencia del sentimiento de identidad del grupo al territorio. Se ha comprobado desde la antropología que en otras épocas históricas -y aún hoy en muchos lugares del Tercer Mundo-, el principal elemento de identidad de la gente era la pertenencia a un grupo, a un clan, a una tribu. La gente se definía en relación con el grupo social donde nacía y era este grupo social el que imprimía carácter a su territorio. Ahora bien, con el tiempo y a raíz de la aparición de los conceptos de nación, de estado y de estado-nación como for irlas de agrupación social dominantes, «el territorio delimitado políticamente acabaría por definir a la gente; hubo una trasferencia en el énfasis del grupo al territorio... Inglaterra fue antaño el país donde vivían los ingleses: los ingleses son ahora la gente que habita en Inglaterra» (Knight, 1982, p. 516). Es, sin duda, un cambio sustancial. Los colectivos humanos tienen lazos de identificación establecidos a diferentes escalas territoriales y son capaces de moverse de una a otra con gran facilidad. El ser humano cambia con gran habilidad el nivel de abstracción territorial, desde el nivel más íntimo (el hogar), al nivel local (el pueblo, el barrio), al comarcal/regional, al nacional/estatal o, incluso, al universal. Ahora bien, ¿se corresponden estos niveles con las divisiones territoriales establecidas oficialmente? La respuesta es sí a grandes rasgos, pero casi nunca con exactitud; a saber, el nivel de identificación local se corresponde más o menos con el nivel administrativo básico, pero con ciertos matices: en áreas rurales, la expresión a menudo hace referencia a las entidades de población que forman parte del municipio, y no precisamente al conjunto del municipio; en áreas urbanas, por otra parte, la ciudad real vivida por el individuo traspasa a menudo los estrictos límites municipales y se extiende mucho más de los mismos. A escala comarcal, más de lo mismo. Existe una absoluta identificación con un nivel territorial superior al pueblo, al municipio, a la ciudad, aunque ni antes existió ni ahora existe una total correlación entre los límites comarcales establecidos oficialmente y los que uno siente como suyos. Pau Vila, autor de la división comarcal de Cataluña durante la Segunda República, afirmó en repetidas ocasiones que, de haberse tomado en cuenta las respuestas a la pri- LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 169 mera de las tres preguntas dirigidas a los ayuntamientos (¿A qué comarca creéis que pertenece vuestro pueblo?), la división territorial de Cataluña de 1936 habría llegado a las cien (!) comarcas, casi tres veces más de las que finalmente se implantaron. Determinados sectores del nacionalismo catalán aceptarían esta correspondencia por lo que se refiere a los niveles municipal, comarcal y nacional. Son divisiones territoriales totalmente integradas en su discurso. No la aceptarían, sin embargo, por lo que se refiere al nivel provincial, en tanto que plasmación territorial de la administración del estado al que se contesta. Sin embargo, es lícito preguntarse si una división territorial, por superficial e impuesta que sea, no crea con el tiempo sentimientos de identidad y de identificación ¿No se utiliza, espontáneamente, el nivel provincial (además del nacional) para identificarse cuando uno sale de sus límites? No pretendemos ni mucho menos defender la provincia, aunque sí constatar que, guste o no, ciento cincuenta años de historia no pasan en vano. Los sentimientos de identidad territorial -integrados o no en la ideología nacionalista- deben ser tomados en serio si se quiere conseguir una gestión y una planificación del territorio adecuada y eficiente. Son innumerables los ejemplos de fracasos de políticas públicas por el hecho de no adecuarse al entorno social y cultural en el que pretendían actuar: desde los planes de desarrollo en el sur de Italia, hasta una buena parte de los programas oficiales de cooperación con el Tercer Mundo. Para entender por qué los nacionalismos subestatales son tan especialmente sensibles hacia las divisiones territoriales de índole político-administrativa fijadas por el estado, y por qué reivindican con tanto énfasis una división territorial propia, conviene profundizar en el concepto de territorio y de territorialidad. Son las acciones y los pensamientos humanos los que dan sentido a una porción cualquiera del espacio y la convierten en territorio. El territorio, per se, no existe, sino que se hace. En este sentido, es un espacio delimitado (ora por límites, ora por fronteras) con el que se identifica un deter minado grupo humano, que lo posee o lo codicia y aspira a controlarlo en su totalidad. Este sentimiento de deseo y de control es, en definitiva, la expresión humana de la territorialidad. Hay que reconocer que, salvo algún antropólogo, han sido los etólogos, los biólogos y los ecólogos humanos los que han tratado más a fondo el tema de la territorialidad humana. La mayoría de estos científicos considera que, en este terreno, el ser humano se comporta exactamente igual que el resto de los seres vivos. Existen incluso analogías y paralelismos entre las jerarquías y los territorios marcados por los ciervos, por ejemplo, y la ordenación política y social de los humanos. Se argumenta que los sentimientos de identidad y de seguridad colectivos responden a un comportamiento territorial instintivo que es tan propio de los pingüinos como de los seres humanos. Se concibe, en suma, la territorialidad humana como un instinto agresivo que el ser humano comparte con los demás animales. La lectura de la obra del etólogo Irenäus Eibl-Eibesfeldt (1977, pp. 70-71) es especialmente aleccionadora al respecto. Sin embargo, existe otra concepción de la territorialidad humana, distinta de la que acabamos de comentar, y formulada desde la geografía política por Robert David Sack, (1986). Para Sack, la territorialidad en los seres huma- 170 GEOPOLÍTICA nos no es un instinto innato ni necesariamente agresivo; no lo interpreta desde el punto de vista biológico, sino desde una óptica estrictamente geográfica y social. En este sentido, la territorialidad humana sería una forma de comportamiento espacial, un acto de intencionalidad, una estrategia con tendencia a afectar, influir o controlar a la gente y los recursos de un área (que llamamos territorio) a través de su control territorial. Como estrategia, la territorialidad puede o no puede ser utilizada; a saber, una porción del espacio puede convertirse en territorio en un momento dado y dejar de serlo en otro momento. Por consiguiente, la gracia está en descubrir en qué condiciones y por qué se utiliza esta estrategia, y en averiguar quién ejerce el control territorial, sobre qué, sobre quién y en qué contexto geográfico e histórico. Según esta interpretación, la territorialidad humana sería, pues, la expresión geográfica del poder, tanto a escala social como individual.' Dicho esto, volvamos al tema que nos ocupa. Para la acción de gobierno sobre un territorio, para su administración y gestión, para la represión (si es necesario) de la sociedad que vive en él, el estado se sirve de diversas estrategias. Una de ellas es, sin duda, la estrategia territorial, materializada, sobre todo, en el establecimiento de una amplia gama de divisiones territoriales, de entre las que sobresalen las de carácter político-administrativo, que son muchas y variadas: distritos electorales, partidos judiciales, distritos notariales, distritos de recaudación de contribuciones, etcétera, etcétera. La estrategia territorial del estado es tan efectiva e importante como raras veces comentada. Merece la pena, por lo tanto, que nos detengamos en ella y la explicitemos a través de unos cuantos ejemplos que no son, ni mucho menos, los más significativos, aunque sí lo suficientemente indicativos. Empecemos con un caso extremo y, por suerte, hoy ya extinguido, al menos jurídicamente: el apartheid de la República de África del Sur. Como es harto conocido, el gobierno racista de este país practicó durante décadas una minuciosa política segregacionista conocida con el nombre de apartheid. El apartheid pretendía, en última instancia, establecer los mecanismos que permitían la separación social, política y económica de las comunidades étnicas y raciales sudafricanas a fin de facilitar a la minoría blanca el control total del poder político y económico. Pues bien, la estrategia del estado para conseguir este objetivo fue, en gran medida, una estrategia territorial ejercida a distintas escalas, desde la creación y la localización de las townships 9 en las periferias de las grandes ciudades, separadas por barreras artificiales 8. Esta territorialidad humana individual variará, naturalmente, según el contexto cultural en el que nos movamos. En Occidente, por ejemplo, está especialmente dirigida al control de la propiedad privada: las vallas que rodean los jardines, las cadenas que impiden pasar, los letreros de el mismo Catastro no son más que la manifestación física y visible de una estrategia territorial que tiene por objeto preservar la integridad de la propiedad privada. El diseño de interiores, por otra parte, está lleno de elementos cuya única función es separar territorios dentro de la misma vivienda. 9. Una township es una ciudad-suburbio para gente de raza negra, de tipo concéntrico-radial, con calles y con avenidas anchas y largas que facilitan a las fuerzas armadas y policiales el mantenimiento del orden público. Un excelente trabajo de Glen Mills (1989), profesor de arquitectura en la Universidad de Orange Free State (República de Sudáfrica), demuestra que la morfología espacial de la township respondía exclusivamente a las necesidades de control del aparato de represión sudafricano. MAPA 10. Los bantustans de la República Sudafricana. como vertederos de basura, inmensas zonas de extracción de áridos o gigantescas centrales térmicas de carbón, hasta la ya más sofisticada invención de estados ficticios llamados bantustans. Los bantustans constituyeron un fenómeno geopolítico extremada -y trágicamente- interesante. Se trataba de pequeños microestados satélites, pseudoindependientes, con un contorno espacial bien delimitado, donde se agrupaban las distintas etnias negras del país. Eran, en definitiva, bolsas de mano de obra barata y de ciudadanos sin ciudadanía. El objetivo era dividir el territorio para no compartir el poder. La dimensión territorial del apartheid no sólo era evidente, sino también esencial para comprender cómo el estado -en manos de una minoría blanca- controlaba y explotaba a las demás minorías. La estrategia territorial fue una más entre las utilizadas por la minoría blanca en el poder para perpetuar su hegemonía. Existían, naturalmente, otras estrategias, como la militar, la policial, la educativa, la cultural, todas ellas mucho más estudiadas y denunciadas que la territorial. Sin embargo, esta última fue probablemente más efectiva -por sutil y de difícil reversibilidad- que algunas de las mencionadas. Está demostrado que la política de ordenación del territorio que el gobierno sudafricano llevó a cabo a lo largo de los últimos decenios estuvo condicionada por esta funesta política de control de la población a través del control territorial. Cuatro millones de negros se vieron obligados a abandonar su lugar de residencia habitual y, bajo los auspicios de la Group Area Act (promulgada en 1950), 600.000 mestizos e hindúes tuvieron que cambiar de 172 GEOPOLÍTICA barrio dentro de la misma ciudad. Sólo en Ciudad del Cabo, una metrópoli de apenas un millón de habitantes, 200.000 personas tuvieron que cambiar de residencia (Western, 1981; 1984). MAPA 11. Cambios en los límites administrativos en el Sáhara Occidental. Centrémonos ahora en otro ejemplo. Es una realidad que el género de vida nómada es incompatible con la figura del estado moderno, que no acepta de buen grado la existencia de individuos incontrolados, y menos en los sectores fronterizos. Desde Mauritania hasta Siria, los nómadas se han convertido en los últimos cuarenta años en elementos bastante molestos e incómodos, sobre los que había que intervenir. Así, en la mayoría de países del norte de África y de Oriente Medio el estado ha seguido una clara estrategia territorial para resolver esta situación. En Israel, concretamente, los nómadas beduinos (el 13 por ciento de la población) han sido objeto de un proceso de asentamiento escrupuloso y perfectamente planificado a fin de erradicar el problema beduino. La sedentarización forzosa está acarreando, sin lugar a dudas, la pérdida definitiva de la identidad cultural beduina. Por otro lado, dicha sedentarización se ha dado con especial intensidad en aquellas áreas de Galilea y del Négueb más pobres agrícolamente y menos valiosas desde un punto de 1 /4 GEOPOLÍTICA vista de estrategia militar (Falah, 1985). Es especialmente significativo constatar que fue tras el establecimiento del estado judío de Israel en 1948 cuando la sedentarización beduina en Galilea y Négueb se dio casi por completo en el escaso período de tiempo que son diez años (1950-1960). En el conflicto árabe-israelí se ponen en práctica otras estrategias de control territorial, como el asentamiento de colonos israelíes en territorios ocupados o en áreas donde la población árabe es mayoritaria, motivo fundamental de la ruptura del proceso de paz iniciado en las Conferencias de Madrid y de Oslo. Falah (1989) demuestra que la política de judaización de Galilea pretende conseguir, entre otros objetivos, una estructura demográfica favorable a la población judía. La colonización como estrategia de control territorial también se ha dado en otras áreas en conflicto nacionalista. La colonización alemana de la provincia de Posen, de origen polaco, a finales del siglo xix, es otro excelente ejemplo de implantación de población civil como medio para asegurar el control territorial de una zona. La Diet prusiana aprobó una ley en 1886 que impulsaba la germanización de esta área polaca a través de la transferencia de campesinos alemanes a la zona con el fin de producir un espacio nacional y, en última instancia, de facilitar el control territorial de una zona donde el grupo étnico alemán era claramente minoritario. En el caso de la antigua Unión Soviética, Smith (1989) destaca una particular estrategia territorial que ha desempeñado un papel muy significativo en la estructuración de las relaciones sociales y en el propio control social: el sistema de pasaportes y de propiskas (permisos de residencia). Los pasaportes de circulación interna y los correspondientes permisos de residencia eran una clara fórmula de control y de restricción arbitraria de la movilidad social y geográfica dentro del estado soviético. Regulaban, de hecho, la migración rural-urbana y el acceso a áreas urbanas privilegiadas en lo que atañe a la oferta de determinados bienes y servicios, algo que, de alguna forma, aún sigue vigente en Moscú. Otra estrategia territorial, en este caso utilizada no sólo a escala estatal, sino también a escala regional y municipal, es la del gerrymandering. Es una práctica poco ética, pero bastante habitual, que consiste en manipular los límites geográficos de las circunscripciones electorales con el fin de conseguir unos resultados que, de otro modo, no se obtendrían. La expresión fue acuñada por los opositores de Elbridge Gerry, gobernador del estado de Massachusetts quien, en 1812, firmó un decreto que variaba los límites de una circunscripción electoral del norte de Boston con objeto de obtener allí unos resultados electorales más satisfactorios. La nueva circunscripción tenía foi lila de salamandra y de ahí surgió la expresión antes mencionada (gerry, por el nombre del gobernador y-mander, la parte final de salamander). La historia electoral de las democracias occidentales está repleta de casos de gerrymandering. En 1965, Dakota del Sur se dividió en dos circunscripciones electorales siguiendo una línea norte-sur, lo que conllevó la elección automática de dos senadores republicanos: si la división se hubiese hecho en dirección este-oeste, habrían salido elegidos un senador por el Partido Republicano y otro por el Partido Demócrata. El repertorio de ejemplos de gerrymandering para dispersar el voto de minorías étnicas (negros, chicanos, puertorriqueños) o nacionalistas (el caso del Ulster o del Sáhara) es amplísimo. El gerrymandering provoca la ruptura, la unificación o la reunificación -dependiendo de los casos- de unidades so- LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 175 ciogeográficas más o menos estructuradas y con un comportamiento electoral bastante homogéneo. Desde Guatemala hasta Turquía y desde Brasil hasta la India se observan estrategias territoriales parecidas, aunque para resolver problemáticas distintas. La estrategia territorial es una más entre las que dispone el estado para ejercer el control sobre la población y los recursos de su territorio. Lo único que varía es la finalidad, el objetivo perseguido. Así pues, las divisiones territoriales son un vivo ejemplo de la acción del poder establecido y, en el caso de los estados-nación, no sólo constituyen la expresión más clara y evidente de la foi nia de organización del estado, sino también la misma presencia física del estado. En cualquier país soberano del mundo moderno, la acción del estado imprime su huella sobre el terreno. En el caso de los Estados Unidos de América, esta presencia es especialmente notoria en las divisiones políticas internas. El hecho de que la mayor parte del territorio norteamericano fuese adquirido o conquistado directamente por el gobierno central tuvo numerosas implicaciones en la conformación del mapa y en la disposición de los asentamientos. Salvo los trece primeros estados, las divisiones entre los demás estados y condados fueron trazadas por funcionarios federales siguiendo un modelo muy simple, estandarizado y casi geométrico. En consecuencia, como afirma el geógrafo norteamericano Zelinsky, «la mayor parte de nuestras propiedades y de las vallas que las separan, de los márgenes de los campos y del trazado de las carreteras, de los límites de los condados y de los de otras divisiones administrativas menores son un testimonio perpetuo de la legitimidad del estado» (1988, p. 176). Las divisiones territoriales tienden a un control uniforme del territorio del estado. En algunos países, esta voluntad de uniformización se hace especialmente visible a través de las denominaciones de las divisiones. La administración colonial de Gabón, por ejemplo, suprimió del repertorio de circunscripciones todos los etnónimos a favor de los hidrónimos (Pourtier, 1989). Esta naturalización sistemática no era, claro está, neutra. Era, en realidad, un ataque frontal al tribalismo, el cual atentaba contra la razón de ser del estado. Se trataba de borrar simbólicamente la heterogeneidad étnica mediante unas denominaciones nuevas cuyo carácter natural garantizaba su neutralidad. La República Gabonesa, nacida en 1958, se reafirmó en esta línea, incluso en la última gran reforma territorial de 1975. Lo mismo sucedió en Nigeria y en muchos otros estados. Se puede poner en tela de juicio la eficacia de este tipo de estrategias, pero difícilmente se puede menospreciar la fuerza de las palabras: la adhesión a la idea del estado-nación pasa, en gran medida, por ellas. El estado, en definitiva, se hace visible a través de las divisiones territoriales. De ahí que los movimientos nacionalistas subestatales se tomen este tema como un verdadero caballo de batalla. Centrémonos a modo de ejemplo en el caso catalán y en la ya centenaria dicotomía comarca versus provincia. Ciertamente, la división territorial -y en concreto la división territorial en comarcas- ha constituido una de las preocupaciones más características del catalanismo político. La división territorial implantada por el ministro Francisco Javier de Burgos en 1833 se ha entendido, a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, como una imposición del poder central para desmembrar la identidad territorial catalana. La literatura nacionalista, por consiguiente, arremeterá contra él: 176 GEOPOLÍTICA « ¿Qué criterios debió de seguir el inefable Javier de Burgos para la realización de tan lamentable obra? Me temo que nunca lo sabremos por la sencilla razón de que me atrevería a afirmar que no tenía criterio decente alguno. A no ser que, a los dictados del centralismo al que servía, su última intención fuera la de mutilar la nación catalana... No creo, pues, que además de un posible criterio político-militar de control, se pueda justificar desde ningún otro punto de vista la división territorial de 1833 en lo que concierne, por lo menos, a Cataluña» (Cucurella, 1984, p. 70). Desde el País Valenciano sonarán voces afines: «En efecto, en nuestro caso la división provincial y todas las agregaciones supraprovinciales ensayadas más tarde han sido sucesivos intentos de desmembramiento de la estructura territorial, con el fin de negar oficialmente, de esconder -de integrar en otras unidades territoriales, en definitiva- la existencia del País Valenciano. Curiosamente, nunca se ha dado ningún paso para acercar a los Países Catalanes. Era demasiado evidente el peligro que ello entrañaba. Por el contrario, los intentos de creación del Sureste o del Levante se basaban en la segregación de zonas del País Valenciano, o en su unión con Murcia, Cuenca o Teruel. En distintos lugares se nos incluye aún con estos territorios castellanos y aragoneses para affaires administrativos o estadísticos» (Jaén, 1979, pp. 24-25). Sin embargo, la oposición viene de lejos. Las Bases de Manresa de 1892 o -para poner sólo otro ejemplo-, la asamblea constituyente del Partido Separatista Revolucionario Catalán (La Habana, 1929) ya reclamaban la desaparición de las provincias y la instauración de las comarcas como unidades político-administrativas de la nación catalana. En los momentos en los que Cataluña ha conseguido cierto grado de autonomía política, el debate sobre qué división territorial había que instaurar ha pasado a ser uno de los principales focos de interés ciudadano (Burgueño, 1995). Ello sucedió en los años treinta, durante la Segunda República, y también ha sucedido con la reinstauración de la democracia. El nacionalismo y el catalanismo político siempre han defendido el derecho a implantar su propia división territorial. El último proyecto impulsado desde este ámbito es el denominado Informe sobre la Revisión del Modelo de Organización Territorial de Cataluña, presentado en diciembre de 2000 y elaborado por una comisión de expertos designada por el Parlamento de Cataluña y, en estos momentos, en pleno debate social y político. En el mismo se cuestiona por enésima vez la división provincial, con una propuesta de regionalización supuestamente más adecuada al territorio y a la realidad catalanas. Los geógrafos catalanes han estado especialmente activos en este terreno. Durante la época de la Generalitat republicana, fue un geógrafo, Pau Vila, quien dirigió la comisión que debía estudiar el tema (Lluch y Nel.lo, 1983). Existían ya precursores en este terreno y hubo -hay- muchos seguidores, como demuestran Lluch y Nel.lo (1984) en su completa antología. Incluso se ha afirmado que, de existir realmente una escuela de geografía catalana, ésta tendría como rasgos fundamentales la especial dedicación al tema de la división territorial (Casassas, 1979). No es mucho afirmar, pues, que el nacionalismo ha encontrado y sigue encontrando en la geografía un buen apoyo, por lo menos en este punto. MAPA 13. Propuesta de organización territorial de Cataluña en veguerías y comarcas. Comisión de expertos nombrada por el Departament de Governació i Relacions Institucionals. 1.2.3. Paisaje y simbología nacionalista Se podría definir el paisaje, simplemente, como el aspecto visible y perceptivo del espacio. Sin embargo, de manera más específica -y tomando en consideración el hecho de que vivimos en un mundo extremadamente humanizado- el paisaje debería definirse como el resultado final y perceptivo de la combinación dinámica de elementos abióticos (sustrato geológico), bióticos (fauna y flora) y antrópicos (acción humana), combinación que convierte el conjunto en algo único y en continua evolución. En nuestras latitudes, el término paisaje es, en realidad, el resultado de una transformación colectiva de la naturaleza: nuestro paisaje es, en gran medida, un paisaje cultural, un producto social. El paisaje es, en realidad, la proyección cultural de una sociedad 178 GEOPOLÍTICA en un espacio determinado. En este sentido, el paisaje está lleno de lugares que encarnan la experiencia y las aspiraciones de la gente. Son lugares que se convierten en centros de significado; símbolos que expresan pensamientos, ideas y emociones varias. Algunos de ellos evocan un marcado sentimiento de pertenencia a una colectividad determinada, a la que le otorgamos un signo de identidad. Se convierten, en realidad, en verdaderos símbolos de carácter netamente nacionalista. Podemos hablar, sin duda, de la existencia de un paisaje simbólico nacionalista. Los nacionalismos se sirven de gran cantidad de símbolos -también paisajísticos- que tienden a estrechar los lazos nacionales y con los que la población puede identificarse como pueblo, como comunidad. La mitología nacionalista ha creado una verdadera retahíla de lugares de identificación colectiva, entendiendo aquí por lugar una zona limitada, una porción del espacio concreta cargada de simbología que actúa como centro transmisor de mensajes culturales. Nos gustaría subrayar aquí el hecho de que estos paisajes, estos lugares de identificación colectiva de carácter nacionalista, no son inmanentes ni inmutables. Al igual que las naciones y los nacionalismos, se hacen y deshacen y varían en el tiempo y en el espacio. Para comprenderlo mejor, nos centraremos en dos ejemplos, en dos paisajes-símbolo realmente interesantes: la montaña catalana y el brezal danés. En el occidente europeo, el aprecio por los paisajes ásperos, abruptos y hostiles, como la montaña o las zonas pantanosas, es relativamente reciente. La montaña -hasta el siglo XVIII temida y evitada- se pone de moda en el siglo xix, lo que hay que vincular con la aparición de una estética de lo grandioso, lo sublime (ahora nace el alpinismo) e incluso de lo terrorífico (el movimiento romántico se deleita con los paisajes emboscados, abrumados, nocturnos, fúnebres). A fines del siglo xvüi empiezan a aparecer libros ilustrados sobre excursiones a la montaña. El pionero fue Horace-Bénédict de Saussure, con un libro sobre los Alpes. Curiosamente, el Mont-Blanc, hasta entonces conocido popularmente como la montaña maldita, cambia de denominación por esas fechas (Nogué, 1985). Por su parte, Ramon de Carbonnières publicó en 1792 el primer libro de viajes dedicado monográficamente a los Pirineos, considerado por los expertos como la primera guía turística de los Pirineos centrales y hasta cierto punto como uno de los primeros libros de geografía moderna de la cordillera. Lector asiduo de Rousseau, Carbonnières cree firmemente que la montaña favorece la salud física y mental del ser humano y ve en el montañés la encarnación del hombre que no ha sido corrompido por la civilización. Fue el gran impulsor del interés científico por los Pirineos, en unos momentos en que la cordillera será objeto también de nuevas miradas y de nuevas prácticas culturales y sociales (algunas de ellas ligadas al termalismo y al higienismo), en las que participan activamente los grandes intelectuales de la época, como el mismo Victor Hugo. Pintores, escritores, literatos, autores de guías excursionistas generan nuevas imágenes y popularizan y resaltan unos lugares en detrimento de otros. Cataluña, en plena Renaixença, participa también de este cambio en la valoración estética y simbólica de la montaña. Así pues, este elemento del paisaje se convierte a partir de ahora en una pieza esencial para la simbolo- LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 179 gía nacionalista catalana. La montaña tendrá un carácter mítico, regenerativo y casi iniciático. Será símbolo de pureza y de virginidad. Los orígenes de la nación, por lo tanto, habrán de rastrearse en la montaña, concretamente en el Pirineo, y será también una montaña -Montserrat- la que se convertirá en el símbolo por excelencia de la patria catalana. Las alusiones a Montserrat, al Canigó, al Pirineo y al Montseny por parte de los grandes poetas y escritores catalanes de la época (desde Aribau y Piferrer hasta Joan Maragall, Jacint Verdaguer y Jaume Bofill i Mates) son harto conocidas. La montaña se convierte, para estos escritores, en un espacio virgen, puro, sagrado, intacto, un reducto de los valores morales que imprimen identidad y carácter al pueblo catalán. Esta imagen de la montaña está siempre presente en los lugares más inesperados y en las circunstancias históricas más inverosímiles: «El Ampurdán y la Cerdaña sienten como se acerca el fragor de la lucha que tan lejana parecía. Las tierras que se apoyan en el Pirineo son duras y bravas y fueron cuna de Cataluña. Desde ellas bajaron a los llanos centrales arrojando a los invasores moriscos los catalanes de entonces. Ahora también se yerguen amenazadoras para el invasor y también desde ellas como alud bajarán los ejércitos libertadores de la República» (República, Diario-Órgano de las Bases de Carabineros, Olot, 31 de enero de 1939, año II, núm. 16). Unos años más tarde, en plena posguerra, el propio Jaume Vicens Vives, interesado por la época en la geopolítica, escribía en su célebre Noticia de Catalunya lo siguiente: «La mentalidad catalana se ha creado en la montaña. No podemos olvidar que hasta el siglo XIII la montaña conservó las reservas humanas y espirituales del país y que los creadores de nuestra personalidad histórica fueron hombres de la montaña. Al mencionar al abad Oliba de Vic, lo decimos todo: la Seu, Vic, Ripoll, Cuixà, Girona. La montaña vivía entonces en todo su esplendor. Refugio ante los musulmanes, sus valles estaban llenos de vida: iglesias, monasterios, ciudades, pueblos, campaban a su aire... A lo largo de tres siglos se formó en ella lo mejor que tenemos: el espíritu trabajador, la cordura, el sentido de la continuidad, la tradición familiar y la responsabilidad social» (1954, p. 29; traducido del original en catalán). Y el mito continúa. El nacionalismo catalán contemporáneo -y muy especialmente el representado por unos determinados partidos- evoca el carácter purificador, expiatorio y, en definitiva, patriótico de la ida a la montaña. De ahí el carácter sublime que se ha querido dar a las gestas montañeras del presidente de la Generalitat Jordi Pujol, ya sea cuando asciende al Tagamanent o a la Pica d'Estats, donde, hace unos años, descubrió una placa conmemorativa del centenario de la ascensión de Verdaguer a este pico y donde -dicho sea de paso- un partido de la izquierda catalana organizó una comida popular para celebrar la aprobación del Estatuto de Autonomía en 1979. No es casualidad, por otra parte, que Convergencia Democrática de Cataluña, el partido nacionalista catalán por excelencia, se fundara en Montserrat, la montaña catalana más emblemática. En definitiva, la montaña es y ha sido utilizada por el nacionalismo catalán, sobre todo por aquel nacionalismo de 180 GEOPOLÍTICA carácter más conservador y tradicionalista, para sugerir a través de ella unos orígenes nacionales remotos en el tiempo, por no decir divinos. Todo ello permite comprender mucho mejor ciertas declaraciones y actitudes de los portavoces más destacados de dicho nacionalismo ante acontecimientos significativos que han sucedido y suceden en la vida cotidiana de este país, como el incendio de la montaña de Montserrat en el verano de 1986 o la conversión del ascenso de un equipo catalán al Everest -con el consiguiente izamiento de la bandera catalana, la senyera- en una gesta altamente patriótica. El brezal ha desempeñado en Dinamarca un papel similar al de la montaña en Cataluña. El brezal, una comunidad vegetal dominada por brezos, ocupa -antes más que ahora- extensas áreas periféricas de los países nórdicos, entre otros las Highlands escocesas, ciertas zonas de Irlanda y la península de Jutlandia, en Dinamarca. Es, ciertamente, un paisaje rudo, inhóspito, difícil, parecido, en este sentido, a la montaña, a la alta montaña. En períodos históricos diferentes, nos hallamos ante dos actitudes totalmente opuestas en relación con el mismo paisaje danés, dos actitudes que expresan sentimientos nacionalistas a su vez diferenciados (Olwig, 1984). A principios del siglo XIX, Dinamarca, marcada por la derrota militar de las guerras napoleónicas, la pérdida de gran parte de su territorio (Noruega) y el colapso financiero, necesitaba más que nunca una reanimación patriótica, un renacimiento del espíritu nacional. Es ahora cuando la burguesía ilustrada de Copenhague, alejada desde siempre -tanto física como mentalmente- de la Jutlandia rural, descubre el brezal e inicia una verdadera cruzada nacional para transformarlo en tierras de cultivo. Personajes ilustres de la clase política e intelectual danesa harán de la recuperación y la transformación del brezal una causa nacional, una de las pocas capaces de reunir en una misma tarea común a la enfrentada sociedad danesa del momento. Enrico Salgas (1828-1894) funda la Sociedad Danesa del Brezal (1866) con el ánimo de impulsar la transformación de este territorio y con un lema claramente nacionalista y de carácter reconfortante, casi resignado: Lo que se ha perdido fuera, hay que recuperarlo dentro. El brezal se convirtió así en el símbolo por excelencia del potencial de desarrollo autóctono, propio, nacido de la misma tierra patria. Cien años después de esta magna operación, el brezal, que en 1800 cubría la práctica totalidad de la península de Jutlandia, quedó reducido a unas pocas áreas. El contexto político -nacional e internacional- y la situación económica de Dinamarca ya no eran los mismos. Por consiguiente, se empezó a cuestionar la necesidad de continuar con la roturación del brezal. Nació, en definitiva, un movimiento preservacionista que veía en el brezal un elemento básico de la identidad nacional danesa. Posteriormente se le añadieron argumentos de carácter ecológico y estético; el resultado de todo ello es que hoy en día la mayor parte de las 93.000 hectáreas de brezal que quedan están protegidas por la ley. Hasta qué punto estos santuarios naturales están protegidos por su valor ecológico o bien por su simbolismo nacionalista, es una cuestión que plantearemos más adelante. En cualquier caso, en Dinamarca, la razón fue al principio de carácter netamente nacionalista. Así pues, el paisaje puede convertirse en un momento dado en un símbolo de identidad para una colectividad nacional. Una vez establecido, difundido y LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 181 confirmado como tal paisaje-estereotipo, cualquier crítica o discusión sobre su esencia o razón de ser será implacablemente rechazada por los guardianes de la identidad nacional. Daniels (1993) aporta varias muestras de ello, referidas a dos de los paisajes que más han actuado como transmisores del discurso nacionalista: el del oeste norteamericano y el típico paisaje rural inglés. Con cierta ironía, Daniels describe -e interpreta- las encendidas y acaloradas reacciones desatadas a raíz de la exposición The West as America: Reinterpreting Images of the Frontier, inaugurada en 1991 en el National Museum of American Art de Washington, D.C. Dicha exposición analizaba con ojo crítico y desmitificador la expansión norteamericana hacia la costa del Pacífico, sirviéndose para ello de diversas obras de arte, en especial de grabados y de pinturas de paisajes de la época. Al cuestionar la simbología nacional -o simplemente leer de otra forma sus significados-, se consumó el ultraje y la reacción no se hizo esperar: varios senadores de la costa occidental amenazaron con retirar las subvenciones públicas al Smithsonian Institute, algunos museos de St. Louis y Denver se negaron a incluir la exposición en su programación e incluso el The Washington Post se mostró indignado por la supuesta tergiversación de la historia nacional. Algo parecido sucedió en 1982 en Inglaterra, en plena euforia patriótica a raíz de la guerra de las Malvinas. La Tate Gallery de Londres organizó una exposición sobre el pintor del sigla xviii Richard Wilson, bajo el título The Landscape of Reaction. Los organizadores de la exposición se limitaron a contextualizar la obra de Wilson y a mostrar que las idílicas imágenes pastoriles del paisaje rural inglés reflejadas por el pintor cumplían una función legimitadora de los valores conservadores propios de los mecenas de Wilson: los terratenientes. Tampoco en este caso las reacciones se hicieron esperar: se reclamó del gobierno una mayor intervención en la Tate Gallery y se consiguió, de hecho, que en exposiciones posteriores de paisajistas ingleses, como la dedicada en 1991 a John Constable, se obviaran o matizaran las lecturas de carácter social. Lo que en ambos casos estaba en juego era nada menos que una de las esencias de la identidad nacional tradicional, esto es una determinada visión del paisaje. Como indicábamos más arriba, la deconstrucción de cualquier mito de la identidad nacional deberá superar grandes obstáculos. Hemos visto cómo algunos paisajes, o partes de ellos, se convierten en verdaderos símbolos de una ideología nacionalista que siempre evoca un pasado nacional más o menos lejano. En efecto, el sentimiento nacionalista se expresa muy a menudo a través de la veneración hacia el pasado, un pasado plasmado -claro está- en el territorio. En verdad, para el nacionalismo -más que para ningún otro fenómeno social- el territorio se convierte en el receptáculo del pasado nacional en el presente. En el caso de los Estados Unidos de América, esta fascinación por el pasado se materializa en la creación de innumerables parques nacionales y estatales, museos históricos, pueblos-museo y asentamientos y monumentos históricos, al estilo del Mount Vernon, el Greenfield Village, el Valley Forge Park y muchos más, en los que el número de visitantes no cesa de crecer año tras año. Las peculiares características del proceso de formación de la nación americana, así como el énfasis continuo en las ideas de progreso y de futuro, hacen aún más destacable el interés por el pasado que se observa en este país en las últimas décadas, y ello a pesar de las duras y acertadas 182 GEOPOLÍTICA críticas a la manera como se lleva a cabo dicha recuperación.` En lugares como Inglaterra, este rasgo, inherente a toda la ideología nacionalista, se vive aún con mayor intensidad. Lowenthal y Prince (1965) hablan incluso de una costumbre característica de la cultura inglesa que consiste en una cierta habilidad por saber «mirar el paisaje a través de sus asociaciones con el pasado y evaluar los lugares con arreglo a sus conexiones con la historia» (p. 205). El territorio nacional se convierte, por lo tanto, en algo más que una simple área geográfica más o menos delimitada. Se convierte en el territorio histórico, único, distintivo, con una identidad ligada a la memoria y una memoria encadenada a la tierra. La historia nacionaliza un trozo de tierra e imbuye de contenido mítico y de sentimientos sagrados a sus elementos geográficos más característicos. El territorio se convierte así en el receptáculo de una conciencia compartida colectivamente. Es la tierra-madre, la homeland en lengua inglesa y la heimat en alemán. Dicha homeland es venerada y honrada más allá de los demás símbolos de la jerarquía nacionalista como símbolo por excelencia de la identidad colectiva y de la identificación nacional. Tuan (1977) cree que el concepto de homeland se refiere sobre todo a un ámbito geográfico más bien reducido que es posible conocer por experiencia directa. Sería similar al concepto de heimat alemán, del que Leonard Doob (1952) ofrece una interesante definición extraída de un almanaque tirolés: «Heimat es la madre tierra que ha parido a nuestra gente... Heimat es nuestro paisaje... Por esta heimat nuestros antepasados han luchado y padecido; por esta heimat nuestros padres han muerto» (p. 156). Ferdinand Tönnies , uno de los pensadores decimonónicos que más influyeron en la formulación de un nacionalismo entendido como fuerza inmanente y de raíces atávicas, utiliza repetidamente el concepto de heimat para fundar y dar cohesión a sus argumentaciones: «.., la comunidad de sangre se une a la comunidad de la tierra natal (heimat), que influye de manera singular sobre el espíritu y el corazón de los hombres... (pp. 250-251). La zona colonizada y ocupada es entonces herencia común, la tierra de los antepasados, con respeto a la cual todos se sienten y obran como descendientes y hermanos carnales. En este sentido, puede considerársela sustancia viva que, con sus valores espirituales y psicológicos, persiste en el flujo sempiterno de sus elementos, es decir, los seres humanos... El terruño, como encarnación de los recuerdos más caros, sostiene el corazón del hombre, que sale de ella entristecido y, desde otras tierras, mira hacia atrás con añoranza y anhelo. Como lugar donde vivieron y murieron los antepasados, donde los espíritus permanecerán y regirán el ánimo de los vivos, adquiere para las almas y los corazones piadosos y sencillos una significación valiosa y sublime (p. 251). ... en la aldea y en la ciudad, lo que crea las relaciones y los lazos de unión más 10. La observación de Michael Wallace al respecto (1981) es especialmente interesante: «La desconexión entre pasado y presente y la separación entre cultura y política implica, en realidad, tomar partido por una opción política determinada. La historia estaba pensada para ofrecer entretenimiento, nostalgia o información sobre las formas de vida de nuestros antepasados. Lo que no estaba previsto era que se convirtiera en una poderosa herramienta para entender-y cambiar- el presente» (p. 88). Con respecto a los museos históricos señala: «La mayor parte de museos históricos fue construida por miembros de las clases dominantes; reflejan, por lo tanto, las posiciones privilegiadas de los que los han fundado» (p. 63); pone como ejemplo un pueblo-museo (el Colonial Williamsburg) patrocinado por la familia Rockefeller. LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 183 estrechos es el suelo físico y real, la ubicación permanente, la tierra visible (p. 283) (Tönnies, 1887; el texto transcrito procede de la edición catalana de 1984). Estaríamos aquí ante una extrapolación de sentimientos desde un microámbito geográfico conocido por experiencia directa (la homeland, la heimat) a un macroámbito geográfico (la totalidad del territorio nacional) que no se conoce por experiencia directa, sino a través de otras vías. Hasta ahora hemos hablado de la existencia de un paisaje simbólico nacionalista. No hay que olvidar, sin embargo, que también existe una iconografía nacionalista del paisaje, es decir, un conjunto de signos y de emblemas nacionalistas imprimidos en el paisaje. Sería realmente extraño que un fenómeno tan importante no se reflejara de algún modo en el paisaje visible de cualquier nación y muy especialmente en el paisaje arquitectónico. En efecto, es una constante el uso político e ideológico que a lo largo de la historia se ha hecho de la arquitectura y del diseño urbano. En muchísimos casos los edificios que albergan las instituciones políticas de ámbito nacional responden a un diseño premeditado, que aspira no sólo a facilitar el ejercicio de las funciones de dichas instituciones, sino también a actuar de símbolos. Dime qué y cómo construyes y te diré qué política haces, dijo alguien con cierta ironía. La frase es algo simplista, sin duda, pero no deja de tener cierta base de razón, como demuestra Lawrence J. Vale (1987) al analizar los edificios más significativos de capitales de estados tan distintos como Papua Nueva Guinea, Sri Lanka, Kuwait, Bangladesh o Brasil, pasando por Australia y los Estados Unidos de América. De todas maneras, es verdad que esta iconografía nacionalista del paisaje se manifiesta en algunos casos con mayor claridad que en otros, por motivos muy distintos y a menudo difíciles de entrever. El nacionalismo norteamericano es especialmente extrovertido en este sentido, corroborando así la afirmación de Williams y Smith (1983) al respecto: «Tomad, por ejemplo, la uniformidad de la huella federal extendida por todo el país, la incidencia de la bandera y del águila en sus casas particulares, el neoclasicismo del Capitolio y su imitación en todos los juzgados comarcales. Estas evidencias del paisaje cultural material americano nos muestran el anhelo popular por formar parte -con orgullo- de un sistema que, por difuso que sea, tiene algo de común impreso en el suelo» (p. 512). En los Estados Unidos, el nacionalismo ha sido uno de los factores que más ha influido en la selección de los estilos arquitectónicos, sobre todo al principio. El estilo arquitectónico nacionalista por antonomasia es el neoclásico, visible no sólo en la mayoría de edificios públicos, sino también en edificios privados, desde los bancos hasta las mismas viviendas. No sólo la arquitectura, sino el propio urbanismo se ha visto impregnado a menudo de connotaciones nacionalistas. Encontraríamos multitud de ejemplos y en países y contextos muy variados. Cierto urbanismo español de posguerra, por poner sólo un caso, se ve claramente afectado por el nacionalismo exacerbado que se vivió durante los primeros años de la autarquía política y económica del franquismo. Se hablaba entonces de la necesidad de recuperar unas formas urbanas y arquitectónicas propias y se reivindicaba, en palabras 184 GEOPOLÍTICA de los arquitectos ideólogos del momento, un casticismo autóctono. Así se expresaba en 1939, pocos meses después de finalizada la Guerra Civil, G. de Cárdenas, arquitecto jefe de la Dirección General de Regiones Devastadas: «Fijada la capacidad de los pueblos y su emplazamiento, viene el estudio de la ordenación; estudio de la ordenación en la que hay de prescindir por completo de todas las normas que nos vengan de más allá, de nuestras fronteras. La reconstrucción de nuestros pueblos hemos de basarla únicamente en los trazados genuinamente españoles con arreglo a nuestro temperamento y a nuestra manera de vivir... El centro del pueblo será siempre la tradicional y genuina plaza mayor... con soportales... En esto no hace falta decir que cada comarca tiene su propio tipo de vivienda característico, que depende, la mayoría de las veces, de la cultura del terreno que labran» (citado por Terán, 1982, p.139). Al urbanismo y la arquitectura hay que añadir los monumentos de invocación nacionalista, es decir, estatuas, obeliscos, columnas, arcos, que veneran acontecimientos, ideas o personajes nacionales. El monumento es un medio excelente para transmitir emociones colectivas, ya que actúa como puente, como elemento de continuidad y de interacción entre generaciones. Cualquier monumento tiene vocación de eternidad; está concebido para ser permanente. La bandera, el escudo o el águila no son monumentos, pero sí emblemas distribuidos por doquier. Probablemente a falta de otros elementos de cohesión nacional que sí están presentes en la vieja Europa (una familia real, una religión predominante), en los Estados Unidos la bandera reviste una importancia excepcional y es objeto de una veneración poco común. La bandera se halla presente en todos los edificios federales, estatales, comarcales y municipales, en todos los museos, escuelas públicas y privadas, oficinas, hospitales, cementerios, iglesias, hoteles, gasolineras, bloques de apartamentos e incluso en jeans, camiones, coches o también coronando los enormes silos de las granjas del Midwest. Es, con toda seguridad, un emblema nacionalista cuya presencia es constante en el paisaje norteamericano. Por otro lado, difícilmente hallaríamos un país con una frecuencia tan elevada de topónimos con ecos nacionalistas. Los nombres de los personajes que forjaron la nación (Washington, Jackson, Lincoln, Jefferson, Madison) o los nombres de los lugares con significado patriótico (Mount Vernon, por ejemplo) se repiten por doquier. La denominación de más de una cuarta parte de las 3.066 comarcas (counties) -posee connotaciones nacionalistas. Antes de finalizar este subapartado, nos parece oportuno incidir en una flagrante contradicción, esto es la casi total ausencia de la perspectiva de género en los análisis sobre el nacionalismo y su dimensión simbólica e iconográfica, cuando, de hecho, las representaciones pictóricas y escultóricas de las naciones se expresan muy a menudo a través de figuras alegóricas femeninas. Britannia, Marianne o Lady Liberty serían buenos ejemplos, aunque no los únicos. La mujer, el cuerpo femenino, ha personificado la idea de nación, así como también otros conceptos, como la justicia, la libertad o la igualdad. En estos últimos casos diríamos que la personificación contiene algo de ironía y sarcasmo, puesto que, si algo le ha sido vetado a la mujer a lo largo de la historia ha sido, justamente, el uso de estos derechos. Sea como fuere, lo cierto es que los discursos nacionalistas se presentan vacíos de contenido, neutros, en LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 185 lo referente al uso de la variable género. Por su parte, las teorías dominantes sobre el nacionalismo continúan ignorando la forma en que las relaciones de género influyen en las diversas concepciones de la identidad nacional. 1.2.4. Recursos naturales, ecologismo y nacionalismo Los elementos integrantes del territorio reivindicado por un determinado movimiento nacionalista son diversos y variados. Los recursos naturales son uno de ellos. Ciertamente, las riquezas naturales -minerales, vegetales o de cualquier otro tipo- que posee el territorio nacional están a menudo presentes en el discurso nacionalista. Cuando, de repente, se descubre su existencia o el provecho que se puede sacar de ellas, se convierten (quizá como nunca) en verdaderos principios de cohesión nacional y de impulso nacionalista. Baste recordar, a modo de ejemplo, los efectos que causó en Escocia el descubrimiento de petróleo, o incluso en la misma Cataluña, a pesar de disponer de unas reservas ínfimas en la costa mediterránea. No obstante, tenemos la impresión de que, en el tema que nos ocupa, existe otro elemento de cohesión nacional más importante, si cabe, que el que acabamos de comentar, sobre todo en áreas industrializadas y muy especialmente entre los nacionalismos subestatales. Nos referimos a la degradación ecológica del territorio nacional. La destrucción del equilibrio ecológico del territorio nacional es vista como una agresión directa a la esencia misma de la nación. En estos casos, podemos hablar claramente de la existencia de una estrecha ligazón entre ecología y discurso nacionalista (Williams, 1999). Hay ejemplos por doquier al respecto. Veamos algunos. El inesperado estallido nacionalista en la antigua Unión Soviética a finales de los ochenta y principios de los noventa contenía un gran componente ambiental. En efecto, la temática ambiental canalizó en muchos lugares los anhelos de carácter nacionalista. Resulta difícil generalizar en un estado de una diversidad étnica, racial y cultural tan extraordinaria como era la Unión Soviética. Ahora bien, podríamos observar tres grandes tipos de descontento popular en relación con el elemento ambiental, que han conectado con enorme facilidad con argumentos de carácter nacionalista (Bond, 1989). En algunas repúblicas se observaba un abierto rechazo popular hacia los órganos de planificación central por haber permitido que la degradación ambiental alcanzara cotas inadmisibles. Los habitantes de estas repúblicas tenían la impresión de que Moscú concentraba allí de forma consciente industrias altamente contaminantes y que, además, no proporcionaba los recursos necesarios para la protección del medio ambiente. En otras repúblicas prevalecía el sentimiento de que los recursos naturales locales eran objeto de malversaciones o cuya explotación se llevaba a cabo en beneficio de otras regiones. El tercer gran motivo de descontento popular en relación con el tema ecológico procedía de las quejas por no poder tomar decisiones importantes de alcance local sobre cuestiones ambientales. A pesar de esta conexión evidente y generalizada entre las problemáticas nacional y ambiental, lo cierto es que existían diferencias de intensidad entre las repúblicas. Mientras esta correlación no era del todo clara en Azerbaiján, en Estonia las protestas de carácter nacionalista y ecologista tenían una larga tra- 186 GEOPOLÍTICA dición. Las extracciones mineras y los vertidos incontrolados de residuos procedentes de la industria química convirtieron el noreste de Estonia en una de las zonas más contaminadas del Báltico. Miles de hectáreas, antes dedicadas a la agricultura, son hoy tierras yermas y de muy difícil recuperación. Si a esta realidad añadimos el hecho de que el proceso de industrialización pesada se inicia poco después de la ocupación militar soviética y que, además, dicha industrialización conlleva la llegada de inmigrantes rusos (con una lengua y costumbres distintos), no será difícil comprender la estrecha interrelación que, en la Estonia de la perestroika, se estableció entre nacionalismo y ecología. Los estonios conciben la contaminación como un ataque frontal a su tierra. Situaciones similares se dan en otras repúblicas de la ex Unión Soviética. En Armenia, por ejemplo, las reivindicaciones nacionalistas se mezclan a menudo con reivindicaciones ecologistas, tal y como constata Partal (1988). En la manifestación del 18 de febrero de 1988 en Ereván, cien mil personas exigían el cierre de unas cuantas fábricas de productos químicos altamente contaminantes, al tiempo que reclamaban la integración en Armenia del territorio autónomo de Nagorno-Karabakh. Para comprender la estrechísima relación que existe entre las reivindicaciones nacionales y las ambientales en la antigua URSS, debemos esforzarnos por situarnos en su contexto. En los Estados Unidos de América, por ejemplo, se percibe la degradación ambiental en términos de amenaza potencial a la salud y al bienestar del individuo y, por extensión, de la sociedad. En la antigua URSS, en cambio, esta amenaza tenía una clara dimensión nacional: lo que está en peligro es la tierra-madre, el territorio sobre el que una determinada etnia ha vivido durante siglos. Hallamos actitudes parecidas en otros nacionalismos subestatales de la vieja e industrializada Europa. En Bretaña, Córcega, Escocia, Galicia, Euskadi o Cataluña, los discursos de carácter nacionalista-ecologista también están presentes. Todos ellos apuntan hacia un mismo pensamiento: la degradación de la tierra imposibilitará la soberanía nacional, en el sentido de que «de poco servirá salvar nuestra identidad como pueblo si luego no tenemos una tierra con la que identificarnos» (Grau, 1980, p. 85). Se observa cierta idealización de la tierra y una nueva conciencia y sensibilidad en relación con el espacio vivido cotidianamente, que se ha convertido, según algunos analistas (Williams y Smith, 1983), en una nueva religión, una religión que en algunos casos llega a reemplazar el papel ejercido por las religiones tradicionales. Este discurso ecologista-nacionalista incluso se ha integrado en la retórica de algunos movimientos nacionalistas muy radicalizados, como Herri Batasuna en Euskadi. Merece la pena recordar, en este sentido, que la organización terrorista ETA asesinó a un ingeniero de la central nuclear de Lemóniz y amenazó a las empresas que participaban en la construcción de la autopista Irurtzun (Navarra)-Andoain (Guipúzcoa), porque esta autopista atentaba contra la integridad ecológica del valle de Leizarán. Las ideas de ataque premeditado, intervención exterior o expolio de la tierra madre están también presentes en actitudes más moderadas: «¿Cómo vamos a hablar de nacionalismo en un territorio cuyos ríos se convierten en cloacas, donde el Mediterráneo está ocupado por las multinacionales LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 187 del petróleo y cuyas cordilleras más estratégicas son nidos de espías al servicio de las potencias militares extranjeras» (Vilanova, 1981, p. 58). «Hay que acabar con los incontrolados que están sometiendo a los Países Catalanes a un proceso de desforestación continuado, con las consecuencias de carácter económico, climatológico, etc., que ello conlleva. Ésta es la manera más premeditada de destruir un país a medio plazo. ¿Qué podemos esperar de un desierto?» (Cucurella, 1984, p. 18). Estamos, pues, ante una nueva formulación nacionalista de carácter netamente territorial, que algunos ya han bautizado: el econacionalismo. En Cataluña su portavoz más destacado fue en los años ochenta el periodista y ecologista Santiago Vilanova. De su libro-manifiesto L'econacionalisme extraemos a continuación unos cuantos pasajes que ilustran a la perfección el sustrato ideológico de esta nueva concepción nacionalista: «Un nacionalismo que no contemple en su programa económico un cambio radical en la cuestión tecnológica y energética está condenado a contener, en el combate mismo, el germen de un rápido fracaso (p. 19)... Una Europa de las Econaciones, democráticamente constituida bajo la declaración de los derechos de la Naturaleza, aceptados en la Conferencia de Estocolmo y fundados en un modelo económico basado en las energías blandas y descentralizadas, es la mejor garantía para nuestra libertad individual y colectiva. Es en el marco de esta Europa de los Pueblos, desnuclearizada y ecológica, donde hay que buscar el destino de los Países Catalanes (p. 39)... No podemos someter el proyecto político de los Países Catalanes al riesgo de exterminio de las bases donde se funda nuestra identidad: las aguas, el mar, las tierras de cultivo, la atmósfera. Un país ecológicamente destruido es un país destruido para siglos (p. 44)... La ecología, como ciencia que estudia las relaciones entre los seres vivos y su entorno, aporta hoy un potencial inmenso para replantear una estructura política y económica realmente autónoma» (Vilanova, 1981, p. 53). He aquí, en definitiva, un proyecto político de carácter nacionalista que, a pesar de su especificidad en ciertos aspectos, se asemeja en otros a otros proyectos políticos nacionalistas -aparentemente opuestos-, analizados a lo largo de este ensayo. Nos centraremos sólo en una de estas semejanzas o actitudes compartidas: la que se refiere a la conversión de determinadas zonas del territorio -sobre todo cuando peligran- en verdaderos altares nacionales, en verdaderos símbolos del pasado colectivo que conviene mantener intactos y alejados del contacto con la civilización. Estas zonas serán, obvia- mente, espacios naturales o rurales. Se reivindicará, en consecuencia, una protección especial para aquellos lugares más sagrados de la nacionalidad, que se convertirán en verdaderos santuarios naturales cuya protección responde tanto a su valía ecológica como a su simbolismo nacionalista. Ello queda muy claro en el caso de los parques naturales, denominados curiosamente nacionales en muchas legislaciones. Los primeros parques nacionales del mundo aparecieron en los Estados Unidos de América a fines del siglo pasado. A partir de entonces, se reconocerá progresivamente el interés ecológico y paisajístico de estas áreas, que serán vistas como una nueva forma de búsqueda de la propia identidad y de recreación del orgullo nacional. Determinadas zonas más o menos vírgenes del territorio se convier- 188 GEOPOLÍTICA ten en verdaderos monumentos nacionales, a los que se confiere un contenido y un significado nuevos. La creación de parques naturales y, por extensión, la museización del pasado americano que empieza a partir de estos momentos, responde en gran medida a un nacionalismo que busca consolidarse y permanecer a través de su plasmación en el artefacto tangible. Es conveniente detenernos algo más en este punto e insistir en el hecho de que la dimensión ecológica no es la fundamental en el momento en el que aparecen los parques nacionales. En países como Suecia, por ejemplo, la protección de áreas naturales no fue una simple reacción ante el avance imparable de la industrialización, sino que respondió más bien a un acto de carácter patriótico y nacionalista, como ha demostrado Mels (1997). Los radicales cambios sociales y espaciales inducidos por la rápida emergencia de la sociedad industrial hicieron necesaria una política de símbolos unificadores; los parques nacionales, entre otros elementos, actuaron como tales. La propia elección del término parque nacional no fue arbitraria, sino premeditada, aun cuando, en esencia, se trataban propiamente de parques regionales. En efecto, se diseñó una amplia red de parques regionales con el ánimo de reflejar el carácter único de cada región, integrándose dichos caracteres, a su vez, en un coherente discurso nacional. Las habituales y potenciales contradicciones entre una dimensión local y otra más general se resolvieron hábilmente en este caso a través de un discurso nacionalista sinecdótico que, en esencia, está aún vigente. Estos nuevos sentimientos hacia la naturaleza, este nuevo patriotismo, en definitiva, tenía unas fuertes raíces románticas y se manifestaba también en campos tales como las artes visuales, la música y la arquitectura. En realidad, los parques nacionales siguen cumpliendo hoy día una función parecida, a pesar de que la vertiente ecológica y naturalista está más presente que hace un siglo. De hecho, de algunas declaraciones institucionales sobre la cuestión se desprenden alusiones a aspectos que van mucho más allá de la propia realidad física y ecológica de estas áreas naturales. El Congreso Mundial sobre Parques Nacionales y Áreas Protegidas celebrado en Indonesia en 1984 concluyó con esta interesante declaración: «Las áreas protegidas prestan un gran servicio a las necesidades culturales y espirituales de las personas al preservar áreas salvajes y sagradas que tanto han servido para colmar las apetencias estéticas, emocionales y religiosas. Nos proporcionan un lazo vital entre nosotros, nuestro pasado y nuestro futuro, confirmando la unicidad entre la humanidad y la naturaleza.» En esta declaración no se hace sólo referencia a la naturaleza en tanto que realidad física y fuente para la experiencia directa, sino que también se está hablando de una naturaleza mucho más etérea y abstracta, más cultural y espiritual que, de alguna forma, sintoniza con la dimensión nacionalista que atribuíamos más arriba a los parques nacionales. Hasta ahora hemos visto cómo el nacionalismo ha sabido sacar provecho de las relaciones entre identidad, territorio y política en un contexto general de globalización y de tensión entre lo local y lo global. A continuación analizaremos cómo la geopolítica se está ambientalizando, y no sólo desde una perspectiva identitaria, como hemos visto hasta aquí, sino en términos más generales. LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 189 2. Geopolítica y medio ambiente Este subcapítulo presenta otra de las perspectivas que, de alguna manera, renuevan los discursos y las prácticas geopolíticas, especialmente desde la caída del Muro de Berlín y el fin de la lógica de la Guerra Fría. Una perspectiva que, claro está, no es gratuita y se basa en una evidente mayor preocupación por los temas ambientales -una dejas características de la nueva sociedaddesde todos los puntos de vista: científicos, sociales, culturales, económicos y políticos. Éste es el orden de análisis que se propone, hasta llegar al centro del argumento que es, precisamente, la relación entre la geopolítica y el medio ambiente en el sistema mundial contemporáneo. 2.1. EL DISCURSO AMBIENTALISTA Y SUS ANTECEDENTES El año 1991 el medio ambiente fue incluido por el presidente George Bush, padre, como vector de análisis en la Estrategia de Seguridad Nacional del Departamento de Defensa de los Estados Unidos (Deudney y Matthew, 1999; Homer-Dixon, 1999). Esta decisión no era, como es de suponer, resultado de un capricho. Una década antes Die Grünen, Los Verdes, conseguían convertirse en la tercera fuerza política de Alemania Occidental y movilizar miles de personas contra la energía nuclear y el despliegue de misiles nucleares en su país. Por su parte, organizaciones como Greenpeace atraían la simpatía de millones de ciudadanos -tan sólo en España cuenta con 74.000 socios en 2001- por sus espectaculares campañas ambientalistas en todo el mundo y sus denuncias contra políticas gubernamentales y empresariales antiecológicas. Más recientemente, el debate sobre los productos agrícolas transgénicos ha sido uno de los elementos de discordia en la cumbre de la Organización Mundial del Comercio celebrada en Seattle entre noviembre y diciembre de 1999; motivo de desacuerdo entre Estados Unidos y la Unión Europea y de temor de los países pobres presentes; argumento de los manifestantes en sus muy diversas versiones; preocupación de una de las principales transnacionales del mundo, Monsanto, ante una perspectiva de boicot internacional. Por no hablar de los trastornos de todo tipo -políticos, económicos, científicos, ciudadanos- que están provocando las enfermedades y epidemias de la ganadería en Europa; unos hechos que, a buen seguro, marcarán un antes y un después en el sistema agrario continental. En definitiva, la conciencia ambiental se ha evidenciado y ha avanzado notablemente en los últimos veinte años, posiblemente en la misma medida que lo han hecho los problemas ecológicos, de conservación de la biosfera y de disponibilidad de recursos naturales. Estos pocos ejemplos citados pueden dar una idea de hasta qué punto los conflictos y argumentos ambientales entraron ya durante los años ochenta en las agendas de la relaciones internacionales y consiguieron movilizar a la población, siendo sin duda la culminación de ello, o un hito, la Conferencia sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo (UNCED) de Río de Janeiro de 1992, impulsada por las Naciones Unidas. Todo esto ha llevado a muchos autores a considerar el medio ambiente no tan sólo como un factor más del análisis y la 1 90 GEOPOLÍTICA organización del sistema mundial, sino como un aspecto determinante del mismo; se ha llegado, en definitiva, a la ambientalización de la geopolítica, the greening of geopolitics (Shabecoff, 1996) o, tal vez, a la geopolitización del medio ambiente (Gutiérrez, 2000). Sin embargo, esta irrupción debe ser matizada para, así, poder interpretar en su justa medida estos procesos. Con esta intención, un repaso a la tradición disciplinar de la geografía política pone de manifiesto que el valor de los recursos naturales como lente para la lectura de las relaciones internacionales y las acciones territoriales del poder no es, ni mucho menos, reciente. Basta, por ejemplo, recordar a Ratzel y sus leyes para la expansión territorial de los estados," en las que la disponibilidad de territorio para sostener las necesidades de la población eran un motor fundamental de la política y, por lo tanto, su satisfacción, era una obligación de los gobiernos. También la obra de Halford Mackinder tenía mucho que ver con la valoración de los recursos: como mantener el acceso a los mismos por parte del Reino Unido cuando emergían nuevas potencias imperialistas y cuando se había agotado la posibilidad de nuevas colonizaciones. Pero estas referencias no son suficientes, puesto que reflejan una perspectiva del medio ambiente únicamente como recurso para la, entonces, reciente industrialización. Es decir, la misma visión antropocéntrica, eurocéntrica y economicista que se había difundido en Europa a lo largo del siglo xix. Una perspectiva, además, en muchos casos influida por la teoría malthusiana de la escasez de recursos debida al crecimiento demográfico -un malthusianismo que reaparecerá periódicamente, también en este inicio/fin de siglo contemporáneo. Ahora bien, desde unas posiciones que hoy se calificarían de más ambientalistas, han habido otras escuelas y geógrafos que, ya a principios del siglo xx e incluso antes, han articulado discursos conservacionistas o bien han intentado compatibilizar el desarrollo con los valores naturalísticos. En este sentido cabe destacar, por ejemplo, la escuela regional francesa, en cuyas aportaciones es evidente que la aproximación al medio natural y a su interacción con la sociedad -que desembocan en el paisaje y el género de vida- da un valor al medio ambiente notablemente diferente al determinismo, explícito o implícito, de los primeros geógrafos políticos. Lo mismo se puede afirmar en relación con la escuela culturalista de Carl Sauer y su incipiente preocupación por el medio ambiente en el momento de valorar los hábitats en relación con la cultura. El desenlace de la Segunda Guerra Mundial, o más bien sus consecuencias como la Guerra Fría, no alteró en demasía los planteamientos geopolíticos de las grandes potencias respecto al medio ambiente. Como siempre, la disponibilidad de recursos era una preocupación estratégica que orientaba discursos y prácticas de las cancillerías y de los estados mayores, tanto por motivos militares como económicos, como lo demuestra el hecho que ya en 1949 las Naciones Unidas convocaran una conferencia de científicos para la Conservación y Utilización de Recursos. Es obvio que el petróleo -fundamental en la historia de la geopolítica contemporánea- ha sido el principal de estos recursos. Véase, por 11. Véase el capítulo 2. LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 191 ejemplo, el desarrollo de Oriente Medio y la presencia occidental en la zona: desde el trazado de las fronteras a partir de la descolonización hasta la creación del estado de Israel (1947) y los sucesivos conflictos en la región -Egipto, Irak, Siria y un largo etcétera-, todo ha estado marcado por la existencia de reservas de crudo. Pero, también es importante remarcarlo, el uranio u otras materias de importancia militar formaban parte de las geoestrategias de los estados, siempre con la Guerra Fría como telón de fondo. A mediados de los años sesenta las preocupaciones medioambientales de cariz conservacionista o crítico entran de nuevo en la geopolítica de la mano de los temores a una eventual guerra atómica y de las denuncias por las pruebas nucleares (Dalby, 1997) -incluso España tuvo su episodio de pánico por un accidente aéreo con armamento nuclear en la costas de Almería en 1966-. A partir de esta década, los problemas y conflictos medioambientales ganan espacio definitivamente en los discursos civiles y científicos, sobre todo en unas sociedades occidentales -en especial en Estados Unidos- que empiezan a romper moldes ideológicos y donde la crisis derivada del encarecimiento del petróleo cuestiona el optimismo de un modelo industrial y la sociedad de consumo. Se pone fin, en definitiva, al mito de la abundancia del modelo capitalista, y también del socialista (Shabecoff, 1996), y se inicia la transición hacia un modelo caracterizado por la incertidumbre, el de la globalización (Taylor, 1999). 2.2. LA EVOLUCIÓN DEL CONOCIMIENTO, DE LOS DISCURSOS Y DE LAS INSTITUCIONES AMBIENTALES En efecto, los años sesenta marcan para Occidente el principio de algunas tendencias que a lo largo de las décadas posteriores se consolidarán como pilares de nuevas pautas económicas y sociales. Una de ellas fue, como se acaba de comentar, la preocupación ecológica y todo el abanico de respuestas a la misma. Antes se han citado los temores al poder nuclear como incipientes manifestaciones de la conciencia ecológica. Pero también hay esporádicas denuncias de procesos de degradación de la biosfera que marcarán los primeros discursos ambientalistas, como fue la publicación, en 1962, en los Estados Unidos de La primavera silenciosa de Rachel Carson (Deudney y Matthew, 1999; Muir, 1997; Taylor, 1999) -recientemente reeditado con un prólogo ni más ni menos que de Al Gore-.' Z Paralelamente, se abren otras vías como la sensibilización por los crecientes problemas de contaminación, por la sobreexplotación de determinados recursos y, también, por los primeros resultados científicos sobre aspectos como el efecto invernadero. Todo ello eclosiona en los años setenta. A inicios de esa década hay dos situaciones que se convierten en protagonistas de innumerables foros internacionales y llegan, incluso, a ser tema central de los medios de comunicación y de las preocupaciones ciudadanas, como mínimo en Occidente. Estos dos hechos son, por un lado, la citada crisis del petróleo que estalla a partir de 12. Vicepresidente de los Estados Unidos entre 1992 y 2001. 192 GEOPOLÍTICA 1973 y, por otro lado, el crecimiento exponencial de la población del planeta. El primero de ellos representó un golpe a las economías occidentales y cuestionó todo el modelo industrial; puso en evidencia el problema de la limitación de recursos, la ineficiencia del fordismo y el despilfarro de la sociedad de consumo. Respecto al crecimiento de la población, las crisis de hambruna -de clara raíz geopolítica- por ejemplo en la región nigeriana de Biafra (1969-1970), o la guerra y los desastres naturales en Bangladesh (1971) llevaron a las pantallas de televisión de los países occidentales -un medio fundamental a partir de entonces- lo que se llamó la bomba demográfica, es decir, unas tasas de natalidad altísimas en continentes en extrema situación de pobreza. El malthusianismo reaparecía y se empezaba a hablar de los límites del crecimiento (Meadows y Meadows, 1972), en expresión acuñada por el Club de Roma.` En este contexto, en 1968, la Naciones Unidas convocaron la Conferencia sobre el Ambiente Humano, que se celebró en 1972 en Estocolmo, bajo el lema «Una sola Tierra», donde se puso de manifiesto que el problema ambiental era en buena medida otra de las caras de las desigualdades Norte-Sur, y así lo apreciaron los países subdesarrollados y en vías de desarrollo -y, desde el exterior, los países socialistas europeos, que renunciaron a participar- y también las primeras organizaciones no gubernamentales presentes (Caldwell, 1996; Grasa y Sachs, 2000). Tal constatación, la de la desigualdad como motivo de los problemas ambientales, dio pie a que desde los países del Sur se interpretaran las primeras propuestas de políticas de ahorro energético y, sobre todo, de control de la natalidad como instrumentos de los países ricos para mantener su dominio en el sistema internacional. Una hegemonía en gran parte conseguida, precisamente, con la explotación radical de sus recursos naturales y humanos (Grasa y Sachs, 2000). Es decir, los países pobres vieron en los proyectos de control de la natalidad y de moderación en el consumo de recursos no unas intenciones ambientalistas, sino de freno a su desarrollo. En cuanto a los resultados de la Conferencia -más allá de la Declaración de 26 principios, un Plan de Acción y 109 recomendaciones, sin vinculación jurídica-, las opiniones son discrepantes, si bien es incuestionable que la inclusión de los parámetros medioambientales en la evaluación de la ayuda al desarrollo, materializada en el Programa Ambiental de las Naciones Unidas -UNEP-, no es para nada negligible. Por otro lado, esta conferencia supuso la emergencia del medio ambiente en el panorama internacional y un primer cuestionamiento de la soberanía estatal sobre los recursos naturales hasta entonces intactos con muy pocas excepciones (los mares, la Antártida, ... siempre a partir de tratados internacionales periódicamente cuestionados): «En resumen, un legado de Estocolmo fue una extensión y reforzamiento del concepto de responsabilidad ambiental nacional, que tuvo efectos en el futuro de las relaciones internacionales a nivel político, legal y organizativo» (Caldwell, 1996, p. 74). 13. El Club de Roma es una institución creada en 1968, de carácter político independiente, formado por intelectuales, empresarios y científicos de todo el mundo. LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 193 Más allá de esta visión institucional, durante la década de los setenta los problemas y grupos ambientalistas se entrelazaron con otros tipos de reivindicaciones y sensibilidades, como el pacifismo y el feminismo, con las que compartían un componente fundamental de antisistema, de alternativa a un modelo de vida y de desarrollo capitalista, que Taylor (1999) denomina «modernidad del consumo (...) o modernidad americana» (pp. 86-89). Sirva de ejemplo a esta apreciación la manera cómo algunos medios denominaron el ambiente presente en el exterior de de la sede de la Conferencia de Estocolmo como Woodstockholm, rememorando el festival de música paradigmático del movimiento hippie (Caldwell, 1996, p. 67). Esta imagen empieza a poner en evidencia que la política ambiental evolucionó por dos vías, una institucionalizada y oficial y otra más bien vinculada a movimientos ciudadanos y a organizaciones no gubernamentales y no institucionalizadas. Desde un punto de vista institucional cabe diferenciar dos niveles: estatal y de organismos internacionales. El primero se materializa en incipientes legislaciones a nivel estatal que intentan, por un lado, proteger espacios naturales -una política nada nueva- y, por otro lado, fomentar determinadas prácticas de ahorro energético y respeto ambiental. En relación a los organismos internacionales, la principal responsabilidad recae en la Naciones Unidas. A través de la UNEP, con sede en Nairobi, se ha articulado una buena parte de esta política institucional, tanto en sus aspectos políticos -como brazo de la Naciones Unidas- como científicos, con la creación de programas de investigación y seguimiento del panorama ambiental. Otro efecto de la institucionalización será la multiplicación de acuerdos internacionales, a menudo impulsados o avalados por las propias Naciones Unidas, sobre muy diversos temas, como la contaminación, el cambio climático, los residuos nucleares, el transporte de materias peligrosas, la explotación de recursos naturales, ... hasta llegar a casi doscientos (Deudney y Matthew, 1999). Esta simple visión cuantitativa pone claramente de manifiesto la relevancia que estos temas han adquirido en las relaciones internacionales. Respecto a la vía no institucional, la oposición a la difusión con fines civiles de la energía nuclear -propuesta como alternativa energética ante el encarecimiento del petróleo- fue, sin duda, el argumento de movilización más i mportante y difuso en todo Occidente. Esta protesta, además, no era para nada ajena al contexto geopolítico de amenaza nuclear entre los bloques de la Guerra Fría. Era, y aún es, un claro y primerizo ejemplo de la transnacionalidad de estos movimientos -pacifista, ecologista, feminista- y de su virtud de no presentarse simplemente como de protesta, sino también como alternativos, impulsando nuevos tipos de reivindicaciones y de modelos de vida a menudo alejados de las tradicionales de la sociedad industrial. Sirva como muestra esta breve cita que combina la visión de género con los problemas ambientales: «Es en este contexto que el ecologismo de las mujeres representa un instrumento de primer orden para poner las bases de formas realmente nuevas de entender las relaciones entre los seres humanos y su medio ambiente. La cultura medioambiental dominante (...) tiene mucho que aprender del conocimiento y la experiencia femeninas para establecer una relación con el medio ambiente en 194 GEOPOLÍTICA la cual el aprovechamiento económico y la racionalidad técnica, protagonistas del modelo androcéntrico de gestión medioambiental, han de estar subordinados a la seguridad, a la conservación y a la justicia distributiva» (Bru, 1995, p. 51). Incluso serán paradigmáticos estos movimientos por su capacidad de producir, a pesar de ser generalmente antisistema -o tal vez por ello-, nuevas i mágenes y discursos que traspasan la estricta militancia y se convierten en emblemas y opiniones asumidas por grupos muy diversos y son reconocidos por el conjunto de la sociedad. Un ejemplo de ello, aparentemente anecdótico, pueden ser los logotipos del pacifismo -popular desde la guerra de Vietnam- y del movimiento antinuclear -el sol sonriente- que entran en la simbología, muy amplia y diversa, de la nueva sociedad que se está estructurando. Los años ochenta son complejos también desde el punto de vista medioambiental. Si, por un lado, los movimientos ambientalistas se consolidan e incluso institucionalizan -entran, con sus singularidades, dentro del sistema político parlamentario en varios países europeos, se crean instrumentos de control como el World Wildli fe Fund, el Worldwatch Institute o el World Resources Institute-, por otro lado, sus postulados todavía no consiguen ambientalizar el resto de discursos de las opciones políticas, por decirlo de alguna manera, tradicionales. Si, por un lado, la degradación de determinados recursos y ecosistemas -como la selva tropical- se acelera, por otro lado, las prácticas de las grandes potencias económicas estimulan la explotación, a pesar de que los discursos, materializados en acuerdos internacionales, digan lo contrario. Si, por un lado, la sensibilidad ecologista se populariza; por otro lado, el despertar económico de países como China o la recuperación del crecimiento en Occidente tienden a una nueva explosión en el consumo de recursos. Si, por un lado, las nuevas tecnologías -de las telecomunicaciones, de la biología- auguran aumentos de productividad sin comprometer tantos recursos, por otro lado, la industrialización fordista se traslada al Tercer Mundo en buena medida por una permisividad ambiental ya impensable en los países ricos... Sin embargo, estos años ochenta son testigos de algunos hechos que revelan la inevitabilidad de la ambientalización de los discursos geopolíticos. Tal vez, a modo de ejemplos no gratuitos, se pueden citar tres sucesos que simbolizan diferentes aspectos de esta ambientalización. 14 El primero cuando en 1984 una planta de la empresa química norteamericana Union Carbbide en Bhopal, en la India, sufrió un accidente. Como resultado del mismo murieron al menos 30.000 personas y los afectados fueron muchos centenares de miles más. Fue un accidente que, brutalmente, puso ante la opinión pública uno de los mecanismos perversos del sistema económico global: el de la transferencia, como se acaba de decir, de las fases de producción industrial más peligrosas -no tan sólo las que requieren más mano de obra y más barata- a países pobres o en vías de desarrollo. El segundo ejemplo se basa también en un accidente acaecido en 1986, en este caso el vertido de la empresa suiza Sandoz al Rhin, a su paso por Basilea, 14. En estos mismos años se produjeron otros accidentes de carácter medioambiental, pero con una lectura geopolítica menos evidente o, mejor dicho, a una escala más local. Se pueden citar dos: el de Seveso en 1976 -una fuga química en el norte de Italia- y el de Harrisburg en 1979 -un accidente en una central nuclear estadounidense. LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 195 de 30 toneladas de productos químicos contaminantes que afectó el agua y el cauce del río hasta prácticamente su desembocadura. El resultado fue la muerte de unos 500.000 peces y una alarma sin precedentes en el centro de la Europa segura y rica. El tercer ejemplo es, tal vez, mucho más relevante desde un punto de vista geopolítico; el accidente, también en 1986, en la central nuclear de Chernóbil en la república soviética de Ucrania. Este accidente puso de manifiesto varias cosas a la vez y todas ellas dramáticas. En primer lugar, la peligrosidad de la energía nuclear, como mínimo cuando las tecnologías quedan obsoletas -uno de los grandes argumentos de los movimientos ecologistas-. Una peligrosidad que se materializaba en miles de víctimas directas e indirectas repartidas en varias generaciones. En segundo lugar, el accidente hacía evidente otro aspecto fundamental de la preocupación medioambiental, su efecto regional, más allá de cualquier límite administrativo-político, que obligó a muchos países europeos a tomar precauciones, sobre todo alimentarias. Esta constatación, obvia, fue un revulsivo para la integración de los temas ecológicos en las políticas exteriores de los estados. Finalmente, en tercer lugar, otra de las consecuencias del accidente fue la revelación a los ojos de todo el mundo de la debilidad real de la potencia soviética. Era el inicio, mediático como mínimo, del hundimiento de uno de los dos polos de la Guerra Fría. Este repaso a los años ochenta puede concluirse con dos hechos, ambos acaecidos en 1987, relevantes para la conciencia ambiental, especialmente en sus implicaciones políticas. Por un lado, la aprobación y firma por parte de algunos países del Protocolo de Montreal para el control de las emisiones de gases CFC que dañan la capa de ozono y aceleran el llamado efecto invernadero, un tema que se presume vital para el futuro del planeta. Por otro lado, la presentación de las conclusiones de la denominada Comisión Brundtland, el informe de la Comisión Mundial para el Medio Ambiente y el Desarrollo bajo el título «Nuestro futuro común» (Comisión Mundial para el Medio Ambiente y el Desarrollo, 1988). Dicho informe se convirtió rápidamente en un punto de referencia y fue en buena parte el responsable de la difusión del concepto de desarrollo sostenible, santo y seña de muchos de los discursos científicos, ecologistas, económicos e, incluso, políticos actuales. Sus análisis, perspectivas y propuestas traslucen, además, el debate científico de los años ochenta -todavía abierto- sobre la capacidad de la tecnología y, más filosóficamente, del cientifismo de garantizar el desarrollo sin graves peajes para la calidad de vida de las generaciones futuras. Traslucía, en resumen, una crisis de la ciencia como mecanismo infalible para garantizar el bienestar y el progreso (Bru, 1997). Así pues, «Nuestro futuro común» fue el lema que dirigió los trabajos hacia la Cumbre de la Tierra; la, hasta ahora, más importante reunión de gobiernos celebrada con la finalidad de debatir sobre el medio ambiente. 2.3. Río DE JANEIRO COMO PUNTO DE REFERENCIA INSTITUCIONAL Y SOCIAL En la primera quincena de junio de 1992, Río de Janeiro fue el centro de las miradas de los medios de comunicación de todo el mundo; en la ciudad 196 GEOPOLÍTICA brasileña se celebraba la UNCED, la Conferencia de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente y el Desarrollo. Durante diez días se reunieron representantes de 178 países, entre ellos los jefes de los estados más influyentes, para discutir y tomar decisiones sobre los dos aspectos que daban nombre a la Conferencia. Al margen de las sesiones oficiales se celebró otra cumbre, el alternativo Forum Global. En él, miles de organizaciones y activistas por el medio ambiente y contra la pobreza, hicieron una demostración de fuerza para la aportación de nuevas ideas y para la denuncia de las políticas estatales y capitalistas, a las que culpaban de las desigualdades, de la crisis ambiental y de la aniquilación de culturas indígenas, vistas como un elemento más de la biodiversidad. Fue una demostración de la capacidad de movilización, de propuesta y de influencia mediática de las organizaciones no gubernamentales. Los resultados de la Conferencia oficial se concretaron en un buen número de tratados para la protección ambiental y unos cuantos mecanismos financieros para la ayuda al desarrollo. De los primeros, cabe destacar la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo -algo así como la declaración final de la Cumbre-, los Principios para un consenso mundial respecto a la ordenación, la conservación y el desarrollo sostenible de los bosques y la Agenda 21, tal vez el documento de mayor difusión, puesto que es un plan de acción para orientar las políticas gubernamentales relacionadas con el medio ambiente. 15 Además, se firmaron el Convenio marco sobre el Cambio Climático y el Convenio sobre la Diversidad Biológica, que fueron negociados por separado desde meses antes de la Conferencia y que no son resultado directo de la misma (Caldwell, 1996, Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, 1998). Por otro lado, y en razón de la palabra desarrollo que aparece en el lema de la Conferencia, en Río se acordó el reforzamiento de un mecanismo de ayuda económica con vínculos ambientales creado en 1991: la Ayuda Medioambiental Global (GEF), a cargo del Banco Mundial (Dalby, 1998; Murphy, 1997), mediante la cual se financiaban proyectos de desarrollo que redujeran las emisiones de gases contaminantes, la contaminación del agua, la protección de la biodiversidad y la reducción de gases CFC. Según Paul Clavai (1997), la Conferencia -en su versión institucional- puso efectivamente el desarrollo como centro de las políticas ambientales -a diferencia del antecedente de Estocolmo donde, según él, el aspecto más relevante fueron la biología y la ecología-; un planteamiento, ya expresado en el Informe Brundtland, que suponía considerar la pobreza como principal agente de destrucción de la naturaleza. Una valoración más política y práctica de los resultados hace emerger una visión en general crítica de la Conferencia, hasta el punto que el aspecto más positivo a resaltar puede acabar siendo el impacto mediático de la misma y sus efectos en la concienciación de la sociedad mundial. En efecto, los 15. La Agenda 21 ha sido, efectivamente, un referente muy importante para las políticas ambientales, como mínimo en Europa, en gran medida por su traslación a la escala local a partir de la Carta de Aalborg de 1994, firmada por instituciones locales dispuestas a planificar para la sostenibilidad. LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 197 acuerdos antes mencionados no tienen, igual que sucediera en Estocolmo, ninguna garantía de cumplimiento y se convierten en objetos del voluntarismo de los estados. Richard Muir, además, encuentra otro punto débil a los acuerdos, su levedad: «La Cumbre de Río se suponía que tenía que producir una serie de acuerdos internacionales vinculantes sobre temas como el cambio climático, los residuos tóxicos, la biodiversidad y los bosques, pero produjo un acuerdo marco lo suficientemente diluido y amorfo como para causar los mínimos problemas a ningún principio de soberanía» (Muir, 1997, p. 277). El porqué del relativo fracaso cabe buscarlo, pues, en la posición de unos cuantos países que veían en las intenciones de los acuerdos internacionales, como se ha dicho, recortes de la soberanía o bien frenos al desarrollo (Muir, 1997; Shabecoff, 1996). Respecto a las primeras posiciones cabe destacar, por sus efectos determinantes, el discurso del presidente norteamericano George Bush, quien afirmó que la american way o f live no es negociable (Shabecoff, 1996, p. 169), frase que cerró cualquier posibilidad de implicación de los Estados Unidos en los procesos de global governance ambiental, por la convicción que afectaba a su soberanía económica. Es una posición, la estadounidense, que ha tenido su continuidad en el presidente George W. Bush, con su negativa reciente a ratificar y poner en marcha los compromisos de la Convención de Kioto de 1997 para el control de gases que dañan la capa de ozono, firmada por 38 países, entre ellos todos los desarrollados. Por lo que se refiere al segundo tipo de posicionamientos, los desarrollistas, fueron defendidos con ardor por países como Malasia, donde la economía depende en buena medida de la explotación de sus recursos forestales. Otra oposición algo singular fue la de Arabia Saudí, que veía peligrar su papel estratégico en la economía mundial debido a las políticas de ahorro energético (Shabecoff, 1996, p. 164). Desde la Cumbre de la Tierra han pasado prácticamente diez años y una buena parte de los caminos que allí se abrieron siguen por recorrer. 2.4. MEDIO AMBIENTE, DESARROLLO -SOSTENIBLE- Y SISTEMA MUNDIAL Desde la Conferencia de Estocolmo ha quedado claro que medio ambiente y desarrollo son conceptos que van indiscutible e íntimamente ligados. Las desavenencias aparecen cuando se intenta establecer las características de esta relación. En Estocolmo, como ya se ha dicho, los países pobres denunciaban la perversión de las políticas ambientalistas del Norte, que, según ellos, impedían el uso de los recursos para el desarrollo, unos recursos que habían sido ya expoliados en parte por el colonialismo (Caldwell, 1996; Grasa y Sachs, 2000). En el Informe Brundtland de 1987, bajo el concepto de desarrollo sostenible, esta relación se confirmaba con la convicción, y recomendación, que un crecimiento económico que alejara de la pobreza era la mejor vía para resolver una buena parte de los problemas ambientales. Un crecimiento, sin embargo, que tenía que ser diferente del conocido hasta ahora y que implicaba 198 GEOPOLÍTICA un uso de los recursos que no comprometiera el desarrollo y la calidad de vida de las generaciones futuras -era esta, de hecho, la definición de sostenibilidad-. Era un planteamiento en principio intachable, si bien tampoco despertó unanimidades: «Mi crítica acepta que la pobreza puede ser causa de degradación ambiental, pero la creencia de que la pobreza puede ser eliminada por el crecimiento económico general, en lugar de por la redistribución, puede ser contraproducente ecológicamente.» (Martínez Alier, 1992, p. 37) Los reparos del economista Joan Martínez Alier encuentran, además de desacuerdos ideológicos, argumentos en la manera cómo, a partir de 1990, se empiezan a implementar desde algunos organismos internacionales las políticas de desarrollo sugeridas por el Informe. Lo que despierta mayores críticas y recelos será que, en gran medida, los programas ambientales continuarán pasando por las mismas agencias de ayuda al desarrollo nacidas con la industrialización. Es decir, los mismos a los que se acusa de haber fomentado la destrucción del planeta habrán de ser capaces de liderar su reconstrucción. En este año 1990, por ejemplo, el GATT puso en marcha el programa de Comercio y Medio Ambiente como mecanismo para la apertura económica de mercados más bien cerrados o desintegrados respecto al sistema mundial. Evidentemente, los productos con los que comerciar eran recursos naturales explotados sosteniblemente. Más o menos, la interpretación negativa que da Martínez Alier a estos mecanismos de ayuda ambiental la comparte la física hindú Vandana Shiva (1998) cuando evalúa el Plan de Acción Global para los Bosques Tropicales del Banco Mundial. Otro ejemplo es el que ofrece la GEF. En 1991, a partir de una sugerencia francesa y alemana, el Banco Mundial abrió la ya citada línea de ayuda del GEF e invitó a una serie de países a acogerse al mismo. La lista de países invitados es muy significativa, puesto que define las áreas de mayor crecimiento económico real y potencial, fundamentales para la sostenibilidad del... sistema capitalista: Brasil, China, Egipto, India, Indonesia, Marruecos, Pakistán y Turquía (Murphy, 1997). Una lista muy similar es la que resulta cuando se analiza cuáles son los países más favorecidos por las ayudas al desarrollo, sin el apéndice de sostenible, del mismo Banco Mundial (BM, 2000). Es la sobreposición de las dos lo que da argumentos a los críticos que interpretan la GEF como un lavado de conciencia del Banco Mundial (Yearley, 1997) o como un pretexto para explotar nuevos recursos naturales. Un caso concreto e ilustrativo de las intenciones y efectos de estos programas son las ayudas a los pequeños productores de café nicaragüenses en la década de los noventa. Estos productores, muy castigados por la guerra civil de los años ochenta, necesitaban crédito para restituir sus plantas de café. Este crédito llegó a través del Banco Interamericano de Desarrollo -una rama del Banco Mundial- lógicamente a precios de mercado, con un 20 % de tipo de interés. Pero una de las cláusulas para la obtención de crédito era aumentar la productividad de las plantaciones -como garantía económica- mediante la implantación de nuevas técnicas, como la sustitución de la vegetación de bosque autóctono -el café requiere sombra para su cre- LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 199 cimiento- por otra de plantas de ricino. El resultado ha sido, además del endeudamiento de los productores con la economía global, el avance de la deforestación. En definitiva, la acusación que se hace a todos los programas antes mencionados, y a otros de origen estrictamente estatal, es de primar el desarrollo frente a la sostenibilidad, de manera que el primero se convierte simplemente en crecimiento económico y avance del sistema capitalista global a cualquier precio. Así se entienden las políticas desarrollistas de países como China, Indonesia o Brasil, con amplio apoyo internacional a pesar de los efectos ambientales catastróficos que algunos proyectos pueden tener tanto para los propios países como para el ecosistema global. Se trata, de nuevo, de una de las paradojas de la contemporaneidad. Se dibuja pues, según algunos autores (Bru, 1997), una visión que se podría denominar de ambientalismo desigual, especialmente desde una perspectiva occidental, resultado de una gestión mercantil del medio ambiente ( Martínez Alier, 1992; Shiva, 1998) que permite, por ejemplo, comprar y vender derecho a contaminar, a partir de unos cupos establecidos en acuerdos internacionales. Un ambientalismo, materializado en discursos, en políticas de ayuda, o en prácticas políticas, y que valora de diferente manera los recursos ambientales en función de unas visiones socioeconómicas y, como se puede suponer, geopolíticas. Un ambientalismo a la occidental, que intenta evitar que los países centrales -para usar una denominación simple y suficientemente descriptiva- sufran una mayor degradación de sus ecosistemas y, para ello, difiere su insostenibilidad hacia áreas del planeta donde las exigencias de control medioambiental pueden ser más laxas y donde los beneficios económicos -precisamente por este motivo o por la disponibilidad de mano de obra- resultan cuantiosos. Este mecanismo permite, como se ha dicho, profundizar en los procesos de globalización e integrar en ellos a grandes espacios semiperiféricos desde una posición, de nuevo, de dependencia. Este ambientalismo desigual significa también que, para determinadas áreas irrelevantes desde un punto de vista económico -es decir, en la periferia-, las imposiciones ambientales por parte de los países centrales son más rigurosas debido a su valor para los ecosistemas globales. En estos casos, la ayuda al desarrollo queda en manos de políticas de cooperación -gubernamental o no- y la sostenibilidad se convierte en un criterio más estricto, aun cuando a menudo los ecosistemas ya presentan graves deterioros. Es por esta lectura geopolítica que el discurso ambientalista, como mínimo el institucional-tecnocrático, a menudo se ha interpretado como un nuevo elemento o fase de la occidentalización del planeta. Se ha denunciado un i mperialismo verde que, mediante la regulación de las políticas ambientales, intenta controlar las políticas de desarrollo y el comercio mundial (Anderson y otros, 1997; Shabecoff, 1996; Shiva, 1998; Mofson, 1999). Paradójicamente, el ambientalismo representa para determinadas visiones políticas de los Estados Unidos -incluso la del actual presidente George W. Bush- una amenaza para su idiosincrasia y hegemonía. Permítase un poco de demagogia citando la crítica maximalista al ambientalismo del reciente candidato a la presidencia estadounidense Pat Buchanan: 200 GEOPOLÍTICA «(el ambientalismo) Una ideología como el marxismo... que nos retorna a la ausencia de dios, a la ausencia del hombre y de la inteligencia en el jardín del edén» (Shabecoff, 1996). 2.5. LA AMBIENTALIZACIÓN DE LA GEOPOLÍTICA. ¿UN NUEVO PARADIGMA? Así pues, queda claro que el medio ambiente se está convirtiendo en un elemento de la geopolítica mundial. Sin embargo, se decía al inicio del apartado que no se trata de un elemento cualquiera, sino de un elemento cada vez más central. Esta progresiva centralidad se sustenta en diferentes pilares, algunos de los cuales ya se han citado: la escasez de recursos naturales fundamentales; los riesgos ecológicos; la relación entre crecimiento económico y degradación ambiental; el miedo a una crisis ambiental global; la capacidad de movilización social de la ecología; el cuestionamiento por parte del medio ambiente de algunos aspectos de la soberanía de los estados-nación y el papel de los organismos internacionales. Muchos temas que, seguramente, justifican las opiniones que hablan de paradigma ambiental para la geopolítica y las relaciones internacionales (Shabecoff, 1996; Muir, 1997; Deudney y Matthew, 1999; Homer-Dixon, 1999). Son muchos los autores que intentan ubicar el medio ambiente en las nuevas pautas del sistema mundial. Peter Taylor (1999), por ejemplo, es uno de ellos y, en su análisis temporal de dicho sistema, interpreta el ecologismo como la reacción a la hegemonía 16 de la Pax Americana vigente desde los años cuarenta; una respuesta que intenta instaurar un nuevo universalismo -con el objetivo de salvar el planeta- opuesto a la modernidad consumista americana (p. Según Richard Matthew (1999), la geopolítica teñida de verde pasaría por tres nuevas y revolucionarias perspectivas sobre la justicia, la economía y la política internacionales: la de la ética ambiental, la del desarrollo sostenible y la de la seguridad ambiental. A partir de estas perspectivas, y en relación con las teorías de las relaciones internacionales, se reconstruirían las interpretaciones y prácticas clásicas del sistema mundial: la realista, la liberal y la marxista. La primera interpretación, la realista, daría lugar a lo que se ha dado en llamar seguridad ambiental, en la que se entrará con más detalle a continuación. En cuanto a la perspectiva liberal, sería la que legitima el mercado como mecanismo de regulación del uso de recursos: si un recurso es escaso o frágil el precio hará, según esta lógica, que su consumo disminuya. Esta visión pasa por una percepción de los problemas ambientales menos dramática de lo que la comunidad científica -o una mayoría de ella- y los organismos internacionales y ONG suelen dar a entender. Se trata de un relativismo que a menudo tiene que ver con un optimismo tecnológico por el cual, según sus defensores, el progreso superará las limitaciones de recursos o la degradación de los mismos. Finalmente, la visión marxista es la que considera la geopolítica del medio ambiente como un aspecto más del conflicto Norte-Sur en cuanto a la 124). 16. Véasela explicación que seda en el apartado 4.1 de las teorías de Taylor sobre el sistema mundial y el concepto de hegemonía. LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 201 explotación de recursos y de dependencia, como resultado del sistema-mundo capitalista. En este sentido no está de más recordar algunos datos que ilustran la desigualdad en el consumo de recursos: como que Estados Unidos representa un 5 % de la población mundial y consume un 50 % del petróleo; que entre Estados Unidos y Japón generan el 24 % de los gases que producen el efecto invernadero; que tan sólo el 24 % de la población mundial consume el 75 % de la energía; o que Estados Unidos consume, per cápita, 42,7 veces más petróleo que la India, 33,7 veces más aluminio o 385,7 veces más pasta de papel (Instituto de Recursos Mundiales, 1996). El concepto de seguridad ambiental es el que ha obtenido una repercusión mayor como teoría de la geopolítica ambiental (Dalby, 1997). El autor que más ha contribuido a su difusión es el investigador canadiense Thomas Homer-Dixon (1997; 1999) quien, con una visión que intenta no caer ni en el optimismo tecnológico ni en el pesimismo neomalthusiano, basa su discurso en el concepto de escasez, que sería el principal motor de los conflictos futuros. Una escasez motivada por tres fuentes: el cambio ambiental, el crecimiento de la población y las desigualdades sociales y de acceso a los recursos. Las tres interactuarían por complejos sistemas de vasos comunicantes y, en función de las proporciones de una fuente u otra, darían lugar a diferentes tipos de conflictos: entre estados -como, por ejemplo, el conflicto entre la Unión Europea y Marruecos por los caladeros atlánticos-; entre comunidades por movimientos de población -los movimientos de hutus y tutsies en África Central han desatado crueles matanzas-; y entre grupos sociales -el conflicto indígena zapatista o el de los Sin tierra brasileños-. El resultado sería: «En las próximas décadas, algunas sociedades triunfarán y otras perderán en la carrera. Podemos esperar pues una bifurcación creciente del mundo entre aquellas sociedades que conseguirán acompasar el crecimiento de la población y la escasez y aquellas que no. Si algunos estados determinantes caen del lado negativo, la humanidad cambiará dramáticamente hacia peor» (Homer-Dixon, 1997, p. 211). Sin embargo, posiblemente no todos los conflictos geopolíticos y medioambientales quedan explicados a partir de la estructura de Homer-Dixon y su aún excesiva visión estatalista. Hay otros ejemplos que ponen de manifiesto que el concepto de sociedad del riesgo también tiene algo que ver con la geopolítica. Unos pocos ejemplos lo demuestran: los ensayos nucleares de países como China o Francia; la presencia de armamento nuclear inseguro en Rusia o en submarinos británicos; la degradación de ecosistemas vitales para un país o para la humanidad, como la Antártida, la selva amazónica o la taiga siberiana. O también, otras dos situaciones recientes, de inicios del año 2001, que expresan toda la complejidad laberíntica de la geopolítica mundial y sus implicaciones ambientales. La primera se refiere a la contaminación provocada por el hundimiento en aguas de los Emiratos Árabes Unidos de un barco de bandera georgiana que transportaba petróleo iraquí de contrabando a Pakistán. La segunda situación, muy similar, es la derivada de otro accidente naval, en este caso el hundimiento de un petrolero chipriota al chocar con un carguero de las Islas Marshall, dos banderas de conve- niencia, ante las costas danesas. Como se puede observar, la complejidad parece casi un juego. Ahora bien, indudablemente, el gran conflicto ambiental en ciernes es el derivado de la escasez y desigual distribución, dando la razón a Homer-Dixon, del recurso más vital para la humanidad y la biosfera: el agua. Para entender el porqué de su conflictividad, basta tener en cuenta que desde 1940 el consumo de agua en el planeta se ha multiplicado por cuatro -la población tan sólo por dos-; que la cantidad de agua dulce no llega al 2 % del total del agua del planeta; que el 69 % del agua dulce se encuentra en glaciares y nieves permanentes; que un estadounidense consume 1868 metros cúbicos de agua anuales, un español 1.168 m 3 , un israelí 410 m 3 , un mauritano 495 m 3 y un somalí 99 m 3 (Instituto de Recursos Mundiales, 1996); o que 2.000 millones de personas necesitan de acuerdos entre gobiernos para ser abastecidos de agua (El País, 1992). Efectivamente, el agua se ha convertido en el bien más preciado para muchas sociedades del planeta, en especial para sociedades pobres, pero no sólo. Como vienen insistiendo muchos gobernantes, el agua puede ser la principal fuente de conflictos en Oriente Medio por la disputa de las aguas del Nilo, del Éufrates o del Jordán, para economías tan ricas como las del petróleo o para Israel. Pero también California, Australia o España tienen, y tendrán, problemas internos derivados de la escasez de agua. En el caso español sigue abierto el conflicto geopolítico desatado entre comunidades institucionales y sociales por la propuesta del Plan Hidrológico Nacional del gobierno central, que prevé trasvasar 1.050 hm' de la cuenca del Ebro -el único gran río no compartido con Portugal- al levante y sudeste peninsular. Un conflicto que ha puesto sobre la mesa temas tan trascendentales como la solidaridad territorial entre regiones húmedas y secas, el uso racional del agua, el modelo de desarrollo económico, el regionalismo, el nacionalismo estatalista o la protección de ecosistemas únicos como el delta del Ebro. Se trata, probablemente, del más grave conflicto territorial que vive la España autonómica y, tal vez, del mayor que pueda vivir, puesto que las perspectivas de disponibilidad de agua son de empeoramiento debido al cambio climático y, en el lado opuesto de la balanza, a la incapacidad por regular el consumo. Por otro lado, es evidente que las más graves catástrofes ambientales que sufre el planeta tienen el agua como protagonista. La progresiva reducción de las grandes masas de agua dulce y mares interiores están marcando el presente y el futuro de inmensas regiones de la Tierra y a toda ella en conjunto. Dos ejemplos dan idea de la dimensión de este protagonismo: el mar de Aral ha visto reducido en un 60 % su volumen de agua desde 1960, el lago Chad -compartido por Nigeria, Camerún, Níger y Chad- ha pasado de una extensión de 26.000 km' en 1963 a 3.000 km' en 2001. Si a esto añadimos la fusión de los hielos po- LA CONSTRUCCIÓN DE NUEVOS DISCURSOS Y SUS PRÁCTICAS GEOPOLÍTICAS 205 lares o la contaminación de cursos superficiales y subterráneos veremos que hacen falta pocas palabras para entender el problema ambiental derivado del agua y para intuir sus repercusiones económicas y sociales. En resumen: escasez de agua, degradación de recursos, distribución desigual de los mismos, generación y tratamiento de residuos, riesgos naturales, disminución de la biodiversidad, ... Más allá de teorías concretas, parece indiscutible el protagonismo del medio ambiente en el nuevo sistema mundial en construcción y su geopolítica. Protagonismo creciente, determinante y -esa es una cierta novedad- mucho más sentido y vivido como propio por la población que no aquellos conflictos ideológicos abstractos -capitalismo/comunismo- propios de la Guerra Fría. Una perspectiva, la medioambiental, que tiñe y remarca las diferencias culturales -de ahí el renacimiento de postulados indigenistas- y de género, temas ambos que requerirían capítulos específicos. Un factor, por último, que expresa mejor que ningún otro la gran paradoja de la sociedad contemporánea: la emergencia de la globalización como condición que altera las estructuras geopolíticas tradicionales, sobre todo en sus esquemas espaciales -estado principalmente- y temporales -introduce los largos tiempos geológicos-; y, también, la emergencia de lo local como espacio de reivindicación y de acción. Bibliografía AA. VV. (1992): «Geopolítica del agua», El País, 11 de junio. Anderson, James; Brook, Chris; Cochrane, Allan (1995), A global world? 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Una tradición ya secular y que ha tenido ocasión de experimentar, tal vez más que otras subdisciplinas, la complejidad de la relación entre academia y sociedad; la tensión entre teoría y práctica. Pero, lógicamente, no se ha intentado únicamente ofrecer una visión retrospectiva sino que también, y sobre todo, la mirada se ha posado en el presente y ha oteado el futuro de la geopolítica como tema académico y como realidad del mundo contemporáneo. Es la de esta geografía política una mirada espectante -a veces perpleja- y, sobre todo, crítica; que intenta, por un lado, analizar los discursos hegemónicos y las imágenes geopolíticas que generan y, por otro lado, ofrecer nuevas perspectivas que permitan entender algo más el espacio y el tiempo que nos enmarca. No es fácil realizar este ejercicio en ese inicio de milenio, más bien al contrario. Como se ha explicado desde un principio, una serie de transformaciones del sistema mundial han modificado su apariencia y su funcionamiento y han inutilizado algunos de los instrumentos habituales de la disciplina. Sin embargo, y paradójicamente, es este mundo en transformación y esta dificultad lo que hace que la geopolítica de la contemporaneidad sea tan apasionante como la que hace poco más de un siglo Friedrich Ratzel o Halford Mackinder empezaron a construir. No es casualidad que estos autores expusieran sus teorías -y propusieran prácticas geopolíticas- en un período de cambio profundo del sistema mundial: de industrialización, de lucha de clases, de desarrollo científico, de descubrimiento definitivo del planeta y de inicio del fin de la hegemonía británica. En aquel entonces el mundo que se construía demandaba nuevos instrumentos y decisiones, y la geografía política, para usar la denominación que ellos empleaban, los ofrecía. Nutrió de palabras, conceptos e imágenes que alimentaron los discursos políticos y económicos del poder. La estabilización -tensa- del panorama llegó con el final de la Segunda Guerra Mundial y, con él, la geopolítica encontró y difundió los esquemas de lectura y actuación dentro del sistema que han sido los clásicos de la disciplina. Para describirlo muy sintéticamente, estos esquemas incluían el estado como unidad básica -y con él sus instituciones, la soberanía, la frontera, ...-; los ejes Este/Oeste, como línea de confrontación político/ideológica, y Norte/Sur, como separación político/económica. A partir de 212 GEOPOLÍTICA ellos, cualquier movimiento geopolítico era explicable en sus motivos y predecible en sus consecuencias. Pero este sólido y tenebroso edificio se derrumbó. Sería fácil suponer que el derrumbe fue el del Muro de Berlín, pero esta imagen, a menudo utilizada, resultaría inexacta. El desplome del Telón de Acero significó el fin de la Guerra Fría -de la confrontación Este/Oeste-, pero otros dos procesos ya estaban en marcha desde hacía dos décadas y lentamente corroían el sistema: el de la globalización de los flujos y decisiones económicas y el de la fragmentación de las identidades. No son procesos independientes, sino al contrario. Como afirman, con brillantez, Benko y Lipietz en su libro Las regiones que ganan, publicado en 1994, la relación entre globalización e identidad -ellos hablan de localización- dibuja una cinta de Moebius, sin principio ni fin y sin interior ni exterior. Con estos tres procesos, como ya sucediera a principios del siglo XX, el mundo cambiaba: la separación Este/Oeste se deshacía como un azucarillo, Norte/Sur dejaba de ser un eje preciso, el estado y la soberanía cedían buena parte de su protagonismo político, social y económico y las escalas de poder se recomponían de arriba a abajo. Es decir, todo aquello que utilizaba la geopolítica para interpretar el mundo y su organización se convierte repentinamente en obsoleto. Puede decirse que se trata de una crisis disciplinar -que comparte con el resto de ciencias sociales- y que da lugar, además de a una buena dosis de confusión, a una rica diversificación de las vías y métodos de investigación. Es por eso, por esa incapacidad de dar con fórmulas explicativas magistrales, que hay quien habla de un sistema mundial en desorden, cuando -se intenta explicar en este texto- de lo que se trata es de un mundo con más actores, más diversos y menos estables que antes. También es cierto que, cuando ya no parecía posible, han reaparecido las tierras incógnitas, territorios desconocidos o fuera de control -no institucionalizados- que contribuyen a la inestabilidad e incertidumbre del sistema mundial: crimen organizado, marginación social, pobreza extrema, ... Estas tierras incógnitas están al margen del sistema mundial -como buena parte de África a mediados del siglo xIx- pero, y ahí radica la novedad, a la vez, son resultado de él e, incluso, viven de él. Si el capítulo 3 se refería a la deconstrucción y el capítulo 4 al caos y a la complejidad, el capítulo 5 es de reconstrucción de la disciplina. En él se habla de nuevos fenómenos -evidentemente no todos- que caracterizan el mundo contemporáneo y sobre ellos se fija la mirada de la geografía, se busca su dimensión territorial, partiendo de la premisa de que esta dimensión es, otra vez, determinante. Es determinante para interpretar la construcción de identidades colectivas que tienen tanto en su origen como en sus argumentos el lugar, esto es la reivindicación de la diferenciación espacial como mecanismo de cohesión y de presencia en el sistema mundial global. Por otro lado, es evidente que la perspectiva medioambiental ha teñido la geopolítica mundial, y su análisis se ha convertido en una de las líneas fundamentales de investigación y reflexión disciplinar; tal vez una nueva clave de lectura, como lo había sido la Guerra Fría hasta hace poco más de una década. Y, tal y como sucedió con la confrontación entre comunismo y capitalismo, se CONCLUSIONES 213 trata de una clave vital en el sentido literal del término: en el medio ambiente, en su protección y mejora y en su gestión, la humanidad se juega su futuro. En definitiva, este libro no ha pretendido ofrecer un nuevo edificio de teorías y hechos que permitan comprender una única realidad y desde un único punto de vista, sino sugerir que hay múltiples realidades, interrelacionadas por complejos hilos, lo que se ha convertido, de hecho, en una de las características más relevantes del mundo contemporáneo. Como escribiera el poeta catalán Salvador Espriu, y sirva de colofón a nuestras intenciones: «Pensad que, en el origen, el espejo de la verdad se rompió en fragmentos pequeñísimos, y a pesar de ello cada uno de los trozos refleja una migaja de auténtica luz. »
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