Christine Hünefeldt - Cristina Barile

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EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES: CULTURAS Y SOCIEDADES
URBANAS EN EL SIGLO XVIII LATINOAMERICANO
Christine
Hünefeldt
Braudel nos dice que la formación de las ciudades fue resultado de la e x p a n s i ó n
económica, pero que, al mismo tiempo, las ciudades generaron expansión; asimismo, las ciudades solamente existen en relación con una forma de vida económicamente inferior a la propia (1981: 479, 481). El resultado de esta dialéctica
es la interdependencia de múltiples formas de organización social, que hacen d i fícil fijar c u á n d o existe una ciudad, y también sus límites espaciales y sus múlti1
ples patrones de t r a n s f o r m a c i ó n .
Para las ciudades, la interdependencia tanto con poblados menores como
con el vagamente definido hinterland
es necesaria porque la noción de mercado
es central a la vida urbana. Esto es cierto, tanto en función de un mercado de
productos, como por lo que respecta al movimiento y la supervivencia demográfica de las ciudades, o sea al mercado laboral. En contextos históricos en los que
el crecimiento vegetativo de la población es lento (o incluso negativo), la inmigración y el reclutamiento (y compra) de hombres, mujeres y niños para la ciudad pueden ser los únicos componentes del crecimiento demográfico urbano.
Hasta bien entrado el siglo x i x , las ciudades de América Latina registran
una tasa de mortalidad mayor a la de natalidad, precisamente por la concentración demográfica. Esta multiplicaba el contagio de epidemias como consecuencia del débil desarrollo de la higiene, de la profesión y el conocimiento médicos.
Una explicación adicional del limitado crecimiento vegetativo remite a una, todavía mal explicada, baja fertilidad.
2
A pesar de las críticas que merecen las recopilaciones estadísticas , y particularmente las que intentan identificar y comparar niveles de urbanización con da-
1. Estas dificultades han sido reiteradas en varios trabajos de síntesis sobre el tema de las ciudades. Una muestra es la proliferación de trabajos que pueden considerarse como historia urbana y
que incluyen una variada gama de ensayos y publicaciones en diferentes sectores y disciplinas. Morsa
reunió unos 400 títulos en 1965. Diez años más tarde, Schaedel (1975: 55) asegura que la simple tarea de recopilación es imposible. Y, en 1984, Borah (535-554) pone en manos de Dios la multiplicidad de los lineamientos posibles de investigación urbana.
2. Sobre las dificultades, la relativa imprecisión de los datos censales y un análisis de cómo los
conteos reflejan la lógica-de dominación imperial, más que la realidad, ver Lombardi (1981: 11-23).
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Ilustración 1
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1776. Plano de la ciudad de Panamá. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo
General de Indias, Mapas y Planos, Panamá, Santa Fe y Quito, SF 586, 294.
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CIUDADES
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tos agregados, dichas recopilaciones permiten detectar algunas tendencias generales. En el siglo xvm, América en su conjunto registra un grado de urbanización ligeramente superior al de Europa, continente cuyo índice urbanístico se redujo del 10.8% al 10.4% en este siglo. En contraste, la población considerada
urbana avanzó en América de 11.4% a 12.3% (Bairoch, 1988: 495). Entorno a
1800, América Latina tenía un nivel de urbanización que era de un 3 0 % a un
4 0 % m á s alto que el de Europa: «Indeed, it was at this time the most heavily urbanized part of the world» (Bairoch, 1988: 388-389). En el interior del continente americano, las disparidades son a ú n m á s notorias. Hacia comienzos del siglo XVII, Boston, Quebec y Nueva Y o r k , las tres ciudades m á s grandes del
hemisferio norte, con 7000, 6000 y 5000 habitantes respectivamente, no
p o d í a n compararse con las tres ciudades m á s grandes del hemisferio sur, Ciudad
3
de M é x i c o , Potosí y Oruro (con 100000, 95000 y 70000 habitantes) . Esta correlación cambiaría radicalmente en el transcurso del siglo xix. En este contexto,
un análisis del desarrollo de las ciudades en el transcurso del siglo XVIII en América Latina permite no sólo captar los desarrollos cruciales en el último siglo de
d o m i n a c i ó n colonial, sino t a m b i é n explicar c ó m o , a partir de un mayor crecimiento urbano, en América no se generaron los procesos que a c o m p a ñ a r o n el
desarrollo demográfico en otras ciudades, como (nada menos que) el proceso de
industrialización y el surgimiento de relaciones capitalistas de p r o d u c c i ó n .
RAZONES Y CONTRADICCIONES DEL CRECIMIENTO URBANO EN EL SIGLO XVIII
Hay acuerdo en señalar que entre 1550 y 1800, América Latina vivió dos grandes fases de urbanización. La primera comprendida entre 1550 y 1700-1730,
esencialmente ligada a la producción de metales preciosos en los centros del poder colonial (los virreinatos de Nueva España y del Perú). Durante este p e r í o d o ,
ambos espacios concentraban a la mitad de todas las grandes ciudades de América Latina. Otra fase, la comprendida entre 1680-1800, tuvo su eje en la expansión de la producción agroexportadora, sobre todo en Brasil y las Antillas. Hardoy (1991: 153, 248) caracteriza el siglo XVIII por la renovación de la actividad
fundacional, a pesar de que a ú n a finales de siglo, la superficie construida de las
ciudades no alcanzaba, en la mayoría de los casos, al área original. Una explicación que ofrece el mismo autor es la generosidad física con la que fueron conce4
bidos los límites urbanos en el siglo XVI (Hardoy, 1991: 12) . Esta nueva etapa
fundacional incluía las conquistas de las misiones religiosas, los desembarcaderos, y los poblados que e s p o n t á n e a m e n t e surgieron, respondiendo a necesidades
productivas y a asentamientos en «la vera del camino» hacia algún centro productor o un mercado urbano mayor (Hardoy, 1991: 248). En términos cuantitativos, el n ú m e r o de centros fundados entre 1740 y 1790 fue comparable al nú-
3. Potosí y Oruro decaerían notoriamente en el transcurso del siglo xvm, para no recuperar
nunca más los niveles aquí registrados. Su vida dependía de las minas, y éstas se agotaron.
4. Excepciones a este patrón fueron, según Hardoy, los principales centros administrativos y
puertos, entre ellos la Ciudad de México, Cartagena, La Habana, Salvador y Río de Janeiro.
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mero de fundaciones de la primera época de la colonización. Usando la estadísti5
ca de Alcedo , Morse (1988: 187) indica que de los 8 478 asentamientos registrados hacia 1789, 7 884 fueron considerados predominantemente rurales,
mientras que 594 ciudades, villas y centros mineros (el 7% del total) reclamaban
para sí funciones típicamente urbanas: comercio, servicios e industria. Todos,
sin embargo, incluían a un vasto n ú m e r o de personas dedicadas a actividades r u 6
rales .
Es c o m ú n entre los colegas estudiosos del siglo XVIII la afirmación sobre la
pobreza de la información estadística para la primera mitad del siglo. A u n así,
las estadísticas disponibles, de mejor calidad y mayor cantidad, para la segunda
mitad del siglo permiten detectar patrones desiguales de crecimiento urbano,
una desigualdad que se acentúa con la aplicación de las reformas borbónicas y
pombalinas, sobre todo, con la puesta en práctica gradual del libre comercio, a
partir de 1778. Un crecimiento urbanístico m á s acentuado en los lugares ligados
al comercio intracolonial, y entre metrópolis y colonias, registra un cambio en
las estrategias de supervivencia ciudadanas y en la composición sectorial-ocupacional de sus habitantes. En los lugares, donde predominaban las modalidades
de organización rural (comunidades campesinas y haciendas tradicionales) con
tendencia a la autosuficiencia, el desarrollo urbano fue m á s lento. La autosuficiencia —característica de estas unidades de p r o d u c c i ó n — tendió a frenar las
fuerzas centrífugas de la ciudad.
A pesar de las desigualdades, todas las ciudades (a excepción de las ligadas a
la volátil producción de minerales), registran un aumento de población, sobre
todo, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. Frente a la aceleración del crecimiento demográfico, sin embargo, el porcentaje de población urbana, contrastado con indicadores sobre la población total, disminuyó entre aproximadamente 1770 y 1810, afirmación que también es válida para los centros urbanos
menores. Esta constatación refleja, por un lado, la vitalidad de la expansión urbana y, por otro, el explícito intento de desurbanización promovido por las reformas borbónicas, a pesar de sus claros lineamientos modernizantes (Morse,
1988:196-197).
El aumento de la p o b l a c i ó n urbana se explica por una mayor inmigración
desde la Península Ibérica, por el aumento de la trata esclavista, y tal vez por
7
la leve mejora de los servicios sanitarios y la higiene , el suministro de alimen-
5. Diccionario de América, de 1789.
6. Incluso una ciudad que nacía literalmente de la actividad comercial como Buenos Aires tendría un vasto sector agrario, aun siendo su principal orientación era el comercio (Socolow, 1991: 259).
7. Para algunas ciudades hay registros sobre las características y la duración de las epidemias.
Listas, a veces muy largas, de años de epidemia muestran la precariedad de la vida. En el siglo XVIII,
Buenos Aires vio epidemias entre 1700 y 1705, 1717 y 1720, en 1734, 1742, 1796,1799,1803... Entre 1718 y 1720, la peste bubónica se extendió hacia el interior de la audiencia de Buenos Aires. Valparaíso registró picos de mortalidad en 1706, 1713 y 1718, y epidemias de viruela en 1783, 1803...
Para Yucatán, los años entre 1725 y 1727 fueron álgidos. En el Perú se recuerdan las de 1700 y
1718-1719. La Ciudad de México perdió a 40 157 personas entre 1736 y 1737 por tifus; una nueva
epidemia de tifus, esta vez acompañada de viruela, llegó entre 1779 y 1780. Otra epidemia afectó a
México entre 1784 y 1787, coincidiendo con una gran hambruna. Otro brote de viruela cierra el siglo entre 1797-1798. Morse (1988:198) calcula que por lo menos 124000 muertos son el balance de
Ilustración 2
1776. Plano del proyecto de la nueva ciudad de Guatemala. Por Luis Diez N a v a r r o . Fuente: Ministe
rio de E d u c a c i ó n y Cultura, A r c h i v o General de Indias, Mapas y Planos, Guatemala, G U 463, 220
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tos (Hoberman y Socolow, 1986: 4), y por el incremento de la m i g r a c i ó n i n terna (inclusive la forzada, tanto como consecuencia de los mecanismos para
acceder a la mano de obra, como de las expediciones «pacificadoras»). El conjunto de estos procesos t a m b i é n explica el crecimiento de las mal llamadas
plebes urbanas.
Tan importante como la expansión y el surgimiento de nuevas ciudades, fue
el reacomodo. El siglo x v m fue un siglo de redefinición del peso relativo de las
ciudades (Morse, 1988: 192, 194), que ocasionalmente aparejó el desplazamiento de centros tradicionales de poder (es el caso de Lima frente a la emergencia de
Buenos Aires), una reorientación hacia otros mercados y la búsqueda de nuevas
líneas de p r o d u c c i ó n (es el caso de Quito y Puebla, que sucumbieron temporalmente a la competencia de manufacturas procedentes de Europa, Cajamarca,
Cuzco y Querétaro) (MacLeod, 1988: 353), y la pugna entre regiones en el interior de espacios m á s circunscritos por la primacía (es el caso del Bajío frente al
drenaje de capital propulsado por la Ciudad de México).
La multiplicidad de los contextos regionales y geográficos generó varios t i pos de ciudades: desde las aglomeraciones fundamentalmente mineras como Potosí y Zacatecas, a centros con una fuerte base agraria (Guadalajara, Cochabamba, Arequipa), centros de plantaciones (Bahía), ciudades-puerto (Veracruz,
Portobelo, R í o de Janeiro, Salvador), centros manufactureros (Quito, Puebla),
puntos militares (Cartagena, La Habana), y puntos de frontera (Concepción).
Las funciones primarias y primigenias, así como las dimensiones de las ciudades
no fueron estáticas (Hoberman y Socolow, 1986: 11).
A comienzos del siglo x v m , Ciudad de M é x i c o contaba con 100000 personas, en la década de 1760-1770, con 112462, entre 1790 y 1800 con 130602, y
más de 168 000 en 1820. Guanajuato y La Habana registran una secuencia de
crecimiento similar a las ciudades mesoamericanas.
La afluencia de esclavos p r o p o r c i o n ó características peculiares a las islas caribeñas. Si bien eran los blancos los habitantes urbanos en las ciudades m á s
grandes, y no indios o negros, una parte importante del crecimiento caribeño, en
las posesiones holandesas, británicas y francesas, fue resultado de la intensificación de la trata de esclavos. En 1703, vivían en Jamaica 3500 blancos y 45000
esclavos; en 1778, la isla contaba con 18429 blancos y 2 0 5 2 6 1 esclavos. La población de Barbados p a s ó de 3438 blancos y 41970 esclavos en 1712, a 4 3 6 1
blancos y 57434 esclavos en 1783. En algunas islas, como Montserrat y Nevis,
la población blanca descendió entre 1707 y 1774, mientras que la población esclava se triplicó (Hardoy, 1991: 316).
M á s hacia el Sur, en el área andina, la evolución urbana no fue tan acelerada. La población de la capital del virreinato peruano entre la década de 17401750 y la de 1790-1800 a u m e n t ó únicamente de 51750 a 5 2 6 2 7 habitantes, hecho que ha sido explicado por el gran terremoto de 1746 (Hoberman y Socolow,
las epidemias en Ciudad de México en el transcurso del siglo xviii; y la cifra es aún más impresionante para Puebla (135000). Una epidemia de sarampión en Caracas en 1764 habría diezmado a la
cuarta parte de la población. La viruela, el sarampión, la disentería y la fiebre tifoidea fueron las enfermedades más comunes (Sánchez Albornoz, 1968: 76, 89-90).
Ilustración 3
n
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' 7 6 . Plano de la ciudad de R í o de Janeiro. Fuente: Ministerio de E d u c a c i ó n y C u l t u r a , Archivo General de Indias, Mapas y
anos, Buenos Aires, RA 528, 1 13.
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1986: 6; Bromley-Barbagelata citado en Hardoy, 1991: 227)*. Sin embargo, en las
ciudades más pequeñas hacia finales del siglo XVIII, con la recuperación demográfica indígena y el aumento del mestizaje, las castas y los mestizos representan una
parte importante de la población urbana, en algunos casos, la más importante. Sánchez Albornoz (1968: 96) nos hace recordar que esto fue particularmente cierto en
las márgenes de la gran reserva indígena en las laderas de la cordillera andina. Así,
las castas libres de Guayaquil alcanzaban el 4 8 % de la población urbana hacia finales del siglo x v m , y los indios representaban alrededor del 3 0 % . En Medellín, el
censo de 1778 muestra un 27% y 35% de mestizos y mulatos respectivamente. En
Antioquía. en 1808, los indios casi habían desaparecido, mientras que los mulatos
y mestizos sumaban el 57,7% del total poblacional. En T u c u m á n . Santiago del Estero, Catamarca y Salta, el 64, 54, 52 y 4 6 % de la población respectivamente era
negra o de casta. En Buenos Aires ¡Socolow, 1991: 248) hacia 1778, el grupo negro-mularo era ligeramente superior al 2 8 % de la población total, porcentaje que
se mantendría hasta después de la independencia política de España.
M á s impresionante que el desarrollo de Lima, fue la evolución demográfica
de las ciudades marginales de a n t a ñ o que, como resultado de su inserción atlántica, comenzaron a dinamizarse a una velocidad sin precedentes. Partiendo de
una base poblacional mucho m á s restringida, en algunos casos llegaron a duplicar el n ú m e r o de habitantes en las últimas décadas del siglo xvm, y las primeras
décadas del siglo XIX. Buenos Aires es el caso más significativo de este desarrollo
urbano tardío. En el transcurso del siglo xvm se convirtió en un centro de álgida
actividad comercial y en Audiencia. El asiento británico (entre 1713 y 1739) i n crementó sus posibilidades de contrabando (la venta de cueros y sebos), y también ofreció la posibilidad de aprender m é t o d o s comerciales de los ingleses
(Morse, 1988: 192). Buenos Aires se convirtió en la capital comercial de la costa
del Atlántico meridional y en el nexo entre dos vastas redes comerciales, la
orientada hacia el Atlántico y la que miraba hacia las áreas de producción interna. 1 :sto fue posible, a pesar de que hasta 1822 no logró el control de su frontera
al Sur del río Salado, que permanecía bajo la égida de los indios pampa. El restringido control territorial, así como las fluctuaciones climáticas, hacían de Buenos Aires una ciudad altamente dependiente del suministro m a r í t i m o (Socolow,
1991:241,243).
Lo mismo ocurría en Cartagena, una ciudad cuyas arcas circundantes no podían satisfacer la demanda de alimentos. Por tanto, sus habitantes estaban sujetos a los elevados precios de los productos provenientes del interior y al suministro desde el puerto. T a m b i é n en Cartagena, una parte importante de la
población masculina adulta se dedicaba al comercio. El censo municipal de 1777
indica que los comerciantes al por mayor representaban aproximadamente el
14% de la población (Grahn, 1991: 170). Las políticas de libre comercio, a partir de 1778, inyectaron mayor dinamismo al comercio entre España y Cartagena, pero — y esto es sintomático de las relaciones comerciales preexistentes— las
8. Se enuncia que el 28 de octubre de 1746 Lima y El Callao quedaron destruidos por un terremoto que mató a más de 10000 personas y dejó en Lima 25 casas en pie.
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embarcaciones de bandera no española, siguieron dominando el comercio exterior. Un indicador preciso de la continuidad (a pesar del decreto del comercio l i bre) fue que Cartagena seguía apostando por sus conexiones con Jamaica. «El
beneficio, la necesidad y el ingenio aumentaron la tópica naturaleza del intercambio comercial en Cartagena" (Crahn, 1991: 175, 178-179). N o es casualidad, pues, que Buenos Aires, Cartagena, y también Caracas y La Habana miraran hacia el Atlántico y estuvieran firmemente engarzadas en las corrientes
comerciales en ascenso. Si bien su trayectoria subraya la importancia de las redes comerciales transatlánticas, las investigaciones recientes permiten también
una evaluación cada vez mejor de los circuitos intracoloniales como estrategia
de supervivencia urbana. En consecuencia, es m á s factible evaluar la dinámica
de los intereses coloniales frente a los objetivos metropolitanos, a la vez que precisar el contenido de lo que aún vagamente se define como '«mercado interno»'.
Por ahora, es la historia de Cartagena ligada a La Habana y jamaica, la historia
de Buenos Aires ligada al Perú, a C ó r d o b a , al Paraguay y a la costa brasileña, y
1
la de Caracas, sometida a los vaivenes de la producción minera de Zacatecas *,
en contraste con la historia de los nexos de ciudades con Sevilla, Madrid o Lisboa, faceta mucho mejor conocida.
Ciudades como Caracas y Bogotá, y aun las ciudades menores como Cuzco,
C ó r d o b a y Mendoza (en parte arrastradas por el desarrollo de Buenos Aires), registran altos índices de urbanización entre la década de 1760-1770 y las primeras dos décadas del siglo
XIX.
Caracas
casi
duplicó su población entre 1772 y
1812, a pesar de las considerables pérdidas ocasionadas ese a ñ o por un terremoto. En el caso de Caracas, la evolución de Zacatecas m a r c ó el aumento de la demanda por su producto básico, el cacao. Luego de la cuasi extinción de las funciones y los servicios urbanos hacia 1670, en 1.720 se perfila un claro repunte.
7
Hacia 1720, los c a r a q u e ñ o s tenían 2 0 0 0 0 0 0 de árboles de cacao, en 1 44 eran
5 0 0 0 0 0 0 (Ferry, 1989: 65). Es indudable que la irradiación de los cambios
(como aquí la explotación de las minas de Zacatecas) tendió a incrementarse. De
lejos, la construcción de redes entre diferentes tipos de ciudades fue un fenómeno m á s importante en Hispanoamérica que en la colonia portuguesa (Hoberman
y Socolow, 1986: 13).
El crecimiento demográfico de las ciudades de la América portuguesa no fue
menos espectacular y variado. De 350000 habitantes en 1700, Brasil pasó a
1500000 en 1750 y a 3 0 0 0 0 0 0 en 1800 (Lahmeyer, 1978: 230). En 177C§ el
38.8% del total de habitantes residía en las capitanías generales de Bahía y Pernambuco, el 20.5% en la de Minas Gerais y el 14% en Río (Alden, 1963: 173205). A pesar de que Brasil vivió durante el siglo
XVIII
la ocupación de un am-
plio sector del planalto y la penetración hacia la Amazonia, y de que durante
este siglo se fundaron 118 rilas en diversas regiones, respondiendo al avance m i nero de la zona paulista-iluminense y a la penetración hacia el sertáo en el Nordeste (Hardoy, 1991: 379), para la hisroria brasilera, vila o cidáde eran sinóm-
9, En este contexto ios trabajos pioneros de AssaJourian i 1^82) y (iaravaglia (1983) remit
a una problemática similar desde la óptica de la formación del mercado interno colonial.
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i
1777. Plano de la cuidad de San Christovai de la Habana. Firmado por Mariano de la
Roeque. Fuente: Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Santo Domingo, CU 1229,435.
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CIUDADES
38S
rao de pOrt, De las nueve capitanías generales de 1799, únicamente tres (Gotas,
Minas Gerais y Marro Grosso) no tenían acceso inmediato al mar. Tanto es así,
que hacia mediados de! siglo XVIII es posible hablar de una «brasilianización del
comercio» ¡Russell-Wood, 1 9 9 1 : 2 1 8 , 2 2 5 ) .
Salvador casi quintuplicó su población entre 1620 y los primeros años del si1
glo X I X ( d e 21000 a 100000 habitantes) ". Río de Janeiro, convenida en capital
del Brasil e n 1763, a u m e n t ó su población a 60000 habitantes (Hardoy, 1991:
380). Reetíe muestra un aumento poblacional de 8000 a 25000 en el mismo período
de
tiempo. Las ciudades del
interior fueron simplemente puntos interme-
dios o creaciones (como Manaos) del siglo XIX (Russell-Wood, 1991: 197). Buenos Aires aparecía como e¡e importante del Atlántico sur; y las flotas que
circulaban entre Brasil y Europa eran las más numerosas del mundo en ese tiempo (Boxer, 1969: 224, en Russell-Wood, 1991: 200-201). La orientación comercial de los puertos brasileños puede ser llevada a! extremo de considerar a la costa oeste d e África como parte del htnterland
de un puerto como Salvador
(Russell-Wood, 1991: 207).
Desde una perspectiva interna, fueron las minas las que impulsaron la vida
de las ciudades «El flujo de mercancías y personas alcanza niveles muy altos durante el siglo XVIII, en un tiempo en el que la minería vivía momentos de apogeo.
Un mercado minero en expansión produjo fuerzas centrípetas en su entorno, que
alcanzaron vastas zonas del litoral, Africa Occidental y otras áreas del mundo
lusitano, incluso la propia capital del Imperio." (Russell-Wood, 1991: 210). Los
puertos brasileños registraron la entrada de 3 647000 esclavos, el equivalente
del 3 8 . 1 % del total d e las importaciones esclavas al Nuevo M u n d o , de los cuales
1891400 ingresaron entre 1701 y 1810 (Russell-Wood, 1991: 216). N o sorprende por eso constatar que hacia 1775 la ciudad de Salvador registrara un
43.7% de población esclava y un 23.6% de libertos (pardos: 12.52%; pretos:
11.08%) (Caldas, 1951 y M a u r o , 1961,citado en Russell-Wood, 1991:223).
Dado el dinamismo de las ciudades portuarias, salvo Portobelo, entre los
puertos principales, las otras ciudades-puerto estuvieron rodeadas de murallas
construidas durann el siglo x v m . A pesar de que en muchos casos fueron ampliaciones de murallas iniciadas en el siglo anterior ¡ H a r d o y , 1991: 159), la intensificación en la
construcción de fortificaciones pone de manifiesto la política
defensiva de los patrimonios coloniales iniciada por las reformas borbónicas,
frente a lus apetitos de los veemos de España en Europa.
Eso indicaría que el control del comercio y el concomitante fomento de la
expansión de las •caridades comerciales en función de las metrópolis esruvieron
entre los cometidos más visibles y caros (en sentido literal) de las políticas de re-
10. Hardoy (1991: 380) da una cifra de 50000 habitantes hacia finales del siglo xvm para la
ciudad de Salvador. Aun así, Salvador y Río de Janeiro hacia finales del siglo eran las dos ciudades
de mayor población de Brasil. Lahmeyer (1978: 230) índica que en 1706 Salvador tenia 31601 habitantes y 39209 en 1780, una expansión no tan notable como la registrada por Hardoy, que según la
autora estuvo basada en la producción de azúcar, tabaco y cachaza. De la cifra total, anota SánchezAlbornoz (1968: 73), Villa Rica importó en l 1 8 35094 esclavos, que fueron las únicas personas a
quienes se permitió emigrar en medio de la guerra de los emboabas.
7
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386
forma. Las
HUNEFELOT
fortificaciones, a su vez, hicieron necesario el mantenimiento de
cuerpos militares permanentes, que junto a la presencia de los comerciantes
fueron los grupos sociales predominantes. Salvador contaha con 1 500 soldados bajo pago regular y permanente y con 5 312 auxiliares {no pagados) hacia
mediados del siglo x v m (Russell-Wood, 1991: 227). Los 5 0 0 0 soldados de
Cartagena representaban el 2 5 % de la población municipal, en el transcurso
de esc siglo. Los gastos de mantenimiento de las fortificaciones y los salarios
militares significaron el flujo de unos 50000 pesos anuales'hacia la economía
urbana. El censo de 1777 índica que los b u r ó c r a t a s reales y municipales de
este puerto representaban aproximadamente el 7.5% de la población empleada (Grahn, 1991: 171, 175). En otras palabras, la necesaria presencia militar
fue uno de los factores m á s importantes del aumento de la población en las
ciudades portuarias y de la e x p a n s i ó n de los servicios y productos que éstas
exigían.
Las ciudades mineras no evidencian la misma trayectoria ascendente, porque
sus vidas estuvieron circunscritas a la ley del mineral. Ouro Preto vio disminuir
su población de 60000 a 8000 entre los años de 1740-1750 y los de 1810-1820
!Socolow y Hoberman, 1986: 5). Potosí, que en su momento de mayor apogeo
(hacia 1650) tuvo unos 160000 habitantes, lo que la convirtió en la mayor ciudad de América, vio declinar su población en los primeros años del siglo xvm a
una quinta parte de esa cifra (Sánchez-Albornoz, 1968: 75).
Otras ciudades fueron mas afortunadas. A veces, un cambio de orientación
productiva podía paliar la debaclc. Río nació con c! auge aurífero, y en 1690 albergaba a 20000 almas. En 1725 su población había aumentado a 40000. D u rante la crisis del oro, hacia 1760, entra en una nueva fase de declive, pero hacia
comienzos del siglo Xix se produce una paulatina recuperación, a partir de su reorientación hacia el cultivo de la caña de azticar y, en general, gracias a la expansión agrícola (Lahmcycr, 1978: 230).
A pesar de que la evolución urbana estuvo ligada en gran medida al comercio interno colonial y ultramarino, los diferentes ritmos de crecimiento de las
ciudades también estuvieron vinculados a las bases de subsistencia de las ciudades v al grado de evolución a u t ó n o m a , que pudieron generar una vez iniciada la
fundación del núcleo urbano, así como a la flexibilidad con la que pudieron responder a los cambios. Por lo general, parece ser cierto que a mayor diversificación de actividades, mayor sería la posibilidad de supervivencia y desarrollo urbano. Así las ciudades que no sólo respondieron a la existencia de relaciones
comerciales, haciendas o minas, sino que simultáneamente fueron centros ceremoniales, administrativos y sociales, conocieron una expansión más sostenida, si
bien a veces menos espectacular.
LAS INSTITUCIONES URBANAS Y SUS HACEDORES
Si es cierto que los conglomerados urbanos fueron microcosmos de un orden imperial y eclesiástico más vasto y que, por tanto, la responsabilidad de su funcionamiento y ordenamiento no eran resultado del conjunto de conciencias particu-
EL C R E C I M I E N T O DE LAS
CIUDADES
lares sino de ¡as percepciones de sus líderes
387
burocráticos, latifundistas y eclesiás-
ticos (Morse, 198$: 169), entonces el funcionamiento de las instituciones y las
normas son las que marcan el ritmo de la vida cotidiana en la ciudad, aun si por
intervalos tienen que responder a exigencias dictadas por esa vida cotidiana.
El diseño urbano fue un mecanismo para representar un orde social, económico y político transplantado desde otras realidades, a la vez que encarnaba las
visiones de la vida y el pensamiento político de la Península Ibérica. Por lo tanto
—señala Morse (1988: 167-168)—, una manera de comprender la evolución de
las ciudades hispanoamericanas es relacionar dialécticamente la «idea de ciud a d » , importada desde Europa, con la realidad de la vida cotidiana en el Nuevo
Mundo.
Con gran aplomo, sobre todo, desde mediados del siglo x v i u , el Estado aparece como la entidad más organizada y organizadora de la vida colonial y urbana.
Es el Estado, quien, desde las audiencias y los cabildos, promueve la expansión de
la infraestructura urbana", con inversiones que ascendieron a varios cientos de
miles de pesos en ios núcleos mas importantes. La planificación urbana fue una de
las preocupaciones centrales de los c o n t e m p o r á n e o s para acabar con la «Babilonia*' (el caos). El eje de estos cambios fueron las audiencias, los cabildos y las intendencias, pero sobre todo, el Estado absolutista (Brading, 1988: 115).
En el seno de los cabildos se debatieron e impartieron los cambios, en consulta permanente con la Corona y el Consejo de Indias. Por su preeminencia, y
en aras de arduas polémicas académicas sobre los orígenes y las causas de la independencia política, uno de los debates a ú n no zanjados gira en torno al grado
de independencia de que pudieron gozar estas entidades político-administrativas, en parte anclado en su composición interna (criollos o peninsulares). Las
pruebas indican que los periodos de lucha desde las colonias a través de intermediarios en M a d r i d , y desde la propia capital metropolitana, para adquirir una silla en el cabildo ¡y en su defecto, cualquier cargo
burocrático), se fueron alar-
gando para los criollos, mientras que claramente se favorecía el nombramiento
de funcionarios peninsulares. Las interminables peticiones para acceder a un
puesto de la Audiencia de Lima, iniciadas por José Baquijano y Carrillo, documentan esta tendencia (Burkholder, 1990).
Con las reformas vino un creciente interés por afianzar a la burocracia estatal. N o era suficiente cancelar la compra e incluso la herencia de puestos gubernamentales, el Estado tenía que demostrar ínteres por sus servidores y también
evitar que los deudos cayeran en la miseria; no sólo para afianzar la lealtad de
dichos agentes, sino también para conservar la buena imagen social de tos funcionarios. La creación de los montepíos fue un intento de organizar fondos de
jubilación. Los enormes problemas (tanto económicos como de la fijación del
rango previo al abono), visibles en la ejecución de estas medidas entre 1767 y
1821, son una cara del paternalismo b o r b ó n i c o , a la vez que representan un intento de incrementar el control sobre la vida personal de los b u r ó c r a t a s y, por
11. Una evaluación de las dificultades y los logros de la política de ampliación de infraestructuras en Lima aparece en Fisher (1981: 186 y ss.).
1763. Casas Consistoriales de San M i g u e l de Teguctgalpa de Heredia. Fuente: Ministerio de E d u c a c i ó n y Cultura, A r chivo General de Indias, Mapas y Planos, Guatemala, G U 595, 307.
E l C R E C I M I E N T O DE LAS C I U D A D E S
3g9
extensión, sobre las colonias. Dada la concentración de la burocracia en las ciudades, es evidente que los beneficios de estas pensiones revirtieron al contexto
urbano. M á s a ú n , los montes y su ¡unta funcionaron como casas de prestamos, y
muy r á p i d a m e n t e los integrantes de la junta se percataron de que sólo los propietarios urbanos podían ofrecer las extremas seguridades necesarias para el manejo de estos fondos ¡ver Chandler, 1991),
M á s allá de si fueron peninsulares o criollos quienes controlaron los asientos
y las dificultades conexas de rastrear los linderos entre peninsulares y americanos, Jo cierto es que a pesar de los cambios
introducidos por los reformadores
borbónicos, los cabildos seguían ocupados por las élites locales. La única innovación perceptible era que ahora sus integrantes estaban sujetos a elecciones
anuales (Hoberman y Socolow, 1986: 6).
Bajo la terrea mano de los intendentes
se llegó a un mayor control de los ingresos y gastos del cabildo, particularmente
en la generación de ingresos por la partida de propios y arbitrios. El conjunto de
las reformas aplicadas desde los centros político-administrativos hizo que los ingresos de la Corona aumentaran sostenidamente en el transcurso del siglo x v m .
De 5 0 0 0 0 Ü 0 de pesos en 1700, subieron a 18000000 en la década de 1750 a
1760, y a 36000000, entre 1785 y 1790 (Bradmg, 1988: 118).
Los barrios de indios ubicados en las afueras de la ciudad contaban con sus
propias autoridades v cabildos, que imitaban las formas organizativas de su contraparte híspana. Si bien esto representa un grado de a u t o n o m í a , también es
cierto que los administradores españoles vigilaron la vida de estas entidades
!2
(Eloberman y Socolow, 1986: 7 - 8 ) . Un ejemplo de este control, a la vez que de
ios niveles de relama independencia, puede documentarse a parnr de los cambios en la recolección del tributo en las ciudades desde el siglo x v n hasta la época de la independencia. La puntual recolección del tributo (que hacia finales del
siglo x v m representaba en M é x i c o el 18% de los ingresos coloniales) era una de
las prioridades del Fstado colonial,
A los corregidores, encargados v responsables del cobro del tributo, que asumían el nuevo
cargo, era usual pedirles seguridades y fiadores. En caso de in-
cumplimiento, corregidores y fiadores sufrían el secuestro de bienes y a veces el
encarcelamiento. Eso hizo cada vez m á s difícil encontrar fiadores dispuestos a
arriesgar sus bienes, y explica por que aparecen indígenas d e s e m p e ñ a n d o esta
función. Según los lincamientos dados por Gibson (1964) en los 40 años que
precedieron a 1735, en la Ciudad de México el tributo recaudado estaba unos
350000 pesos por debajo de la tasa asignada, lo que indica que menos de la ter-
cera parre de lo estipulado se abonaba efectivamente en las cajas reales. En respuesta, el gobierno español marginó a las autoridades indígenas del control del
tributo y en la década de 1720-1730 ofreció la recaudación al mejor postor español. Este cambio indica que los corregidores en cuestión h a b í a n logrado convencer al Estado colonial de que las deficiencias de la recaudación no eran su
12. las dificultades de este control también las ha descrito Contreras (1982: 17 y ss.j para el
caso de la ciudad productora del mercurio peruano, 1 luancavelica. Aquí, en lf>6 , las autoridades
descubrieron una conspiración dirigida por los caciques indígenas de dos parroquias circundantes,
en la que se pensaba aseunar a todos los españoles y a la que se agregaron mulatos.
7
Ilustración 6
1 / 9 1 . «Vista y elevación de la casa del govemador de C u b a » y «Vista y elevación de la casa de ayuntamiento arruinada
por el terremoto del a ñ o 1 7 6 6 » . Firmado por Vaillant, gobernador. Fuente: Ministerio de E d u c a c i ó n v Cultura, Archivo
General de Indias, Mapas y Planos, Santo D o m i n g o , SD 328, 560.
EL C R E C I M I E N T O DE LAS
CIUDADES
391
culpa, sino de las autoridades indígenas encargadas del cobro y el contacto
directo con los indios. La epidemia de 1736 no permitió la aplicación de las nuevas medidas, que sólo lograron reinstaurarse en 1743. A partir de aquí, el sistema propuesto duraría unos 40 años. Durante este tiempo, el desorden caracterizó al cobro del tributo, en parte porque las listas tributarias se redactaban previa
convocatoria de la población indígena en las plazas públicas de Tenochtitlán y
Tlatelolco. Dada la alta movilidad intraurbana, la convocatoria se convertía en
un hecho del azar y estuvo supeditado a múltiples argucias para escabullirse de
las matrículas.
Los indígenas que trabajaban en el servicio doméstico de las aproximadamente 800 familias pudientes, que tenían a cinco o m á s indios en sus casas,
rehuyeron sistemáticamente el abono de una suma de 6000 pesos anuales. Vagabundos y transeúntes eran fantasmas en las listas triburarias y los propíos factores de las fábricas tabacaleras (monopolio del Estado), sentían que los recaudadores de tributos interferían en sus cometidos. Dadas rodas estas dificultades, y
a pesar del incremento inicial de los abonos al Estado, con el tiempo fueron quedando pocos españoles dispuestos a presentarse al remate del cargo. En 1782,
las autoridades coloniales desistieron de esta fórmula. A partir de entonces, los
cabildos indígenas serían nuevamente los encargados de la recolección. Los* alcaldes indígenas recibían como salario un porcentaje de lo recolectado. Se organizó la emisión y entrega de boletas de pago y se aplicó una categorización más
rigurosa del tipo de tributos. A pesar de lo cual, los retrasos en el pago durante
el siglo
XVlll
ascendieron a más de 100000 pesos (Gibson, 1964: 392-394).
Erente a las dificultades que encaró el Estado colonial, es sorprendente constatar que los tributos no fueron el único ingreso de los cabildos indígenas. Cada
a ñ o percibían ingresos adicionales y regulares, por la posesión o el alquiler de
pulquerías, pastos y un conjunto de propiedades urbanas y rurales. Los gastos
del cabildo consistían en los salarios de funcionarios y maestros de escuela; los
juicios por la comunidad; la construcción y reparación de edificios; así como las
fiestas y la compra de bienes. Estas transacciones involucraron miles de pesos. A
pesar de las deudas por tributos y de esta estructura de gastos, los cabildos indígenas transfirieron miles de pesos a la Corona española en calidad de donativos
(Gibson, 1964: 395).
En contraste con el relativo éxito de los programas de reforma, la vida de los
negocios resulta bastante rudimentaria y a menudo fugaz. Muchas veces los comerciantes no p o d í a n trasmitir herencia alguna a sus sucesores (Socolow, 1978).
Ciudades de rápido crecimiento como La Habana, Guayaquil, Caracas,
Guada-
tajara... carecían de la m á s elemental infraestructura financiera para agilizar sus
negocios. El papel moneda, los bancos e incluso las gestiones de descuento eran
13
desconocidas . Según Morse (1988: 195), «toda la actividad comercial estaba
impresa para un marco mercantilisra, olleros patricios y prebendas administrativas, frente a lo cual las ciudades se perfilaron como reservónos del orden políti-
13. Esta síntesis es presentada por Motse (1988: 189-90), tomando como base los trabajos de
Greenow (1979); Connitf (1977); Socolow (1978).
CMRISTINE
392
HÜNEFELDT
co español que no albergaron innovaciones ideológicas o cambios institucionales
M
de envergadura» «
En parte para contrarrestar estas deficiencias y disminuir los riesgos, las élites
urbanas tendieron a diversificar sus inversiones (Kieza, 1982). La tierra como baluarte de segundad y de prestigio no caducó hasta por lo menos un siglo después.
Esto también explica por qué las ganancias derivadas de la agricultura {junto a
eventuales ingresos generados a partir de una incursión minera), se gastaron fundamentalmente en la economía urbana. «Todas las casas comerciales ultramarinas tenían sus oficinas en las principales ciudades virreinales asi como el sistema
de créditos —en manos de estos comerciales—, que conectaba los mercados europeos con los espacios rurales coloniales» (Eloberman y Socolow, 1986: 12).
Eso es cierto para todas las grandes ciudades. Estos mercaderes concentraban más riqueza que cualquier otro agente comparable de las provincias, gracias
a su acceso casi monopolista al crédito, a sus contactos locales, provinciales e i n 15
ternacionales , y al control de precios (Kicza, 1982; ver también Florescano,
1988a: 280). Los contactos locales y el control de precios se hicieron extensivos
a los entornos campesinos de las ciudades. Pietschmann (1978: 109), al demostrar el alto grado de monetización de la economía rural y el nsvel de acumula1
ción de ¡as comunidades de Puebla ", subraya la manera en que los comerciantes
urbanos accedían a los fondos de las cajas de comunidad y, en consecuencia, de
como mas allá de la compra y venta de productos, hubo una interacción campe sino-urbana de carácter financiero-crediticio. Eran formas de insertarse en el circuito urbano, impulsadas por comportamientos típicos del capital mercantil.
Sin duda, el comercio fue importante en la definición de las relaciones sociales y espaciales, sobre todo, hacia finales del siglo xvm. Pero es bueno recordar
que muchas veces hubo una preeminencia del factor rural. Aunque algunos comerciantes poseían tierras, también muchos hacendados se dedicaron a la compraventa de productos. Los acentos vanan, pero no la combinación tic actividades en el caso de los personajes, los clanes y las familias exitosas. Casos en los
que es típico el predominio de las bases agrícolas de las élites son Guadalajara,
17
en Nueva España, y Arequipa en el P e r ú . N o por eso, sin embargo, sus estrategias de articulación social (redes familiares o de patronazgo) y de acumulación
•'dispersión de las inversiones) vanaron significativamente.
14. Un comentario similar, que no sorprende, ha sido vertido por Braudel al enjuiciar a Sevilla
y a la economía imperial española: «El principa! detecto de la economía española imperial consistió
cu que tuvo su base en Sevilla —ciudad controlada por funcionarios poco honrados y durante mucho tiempo dominada por capitalistas extranjeros—, en vez de en una ciudad poderosa, libre y capaz
de crear y llevar a cabo una política económica propia» (1981: 514).
15. A través de extensas redes familiares hacia finales del siglo xvm, las familias notables ampliaron su control espacial desde las ciudades hacia otras provincias coloniales. Sus estrategias han
sido descritas en vanos de los trábalos ya citados, y han sido presentadas como estrategias de las familias notables en Balmori, Voss y Wortman (1984).
16. El autor indica que en las comunidades de la intendencia de Puebla en escasos 25 años, éstas contaban con un sobrante de 176000 pesos, cantidad que no es nada despreciable, ni para los
mas ricos comerciantes del lugar.
17. Respectivamente analizados por Van Young (1981) y Wibel (1975); ver sobre todo la
mención explícita a este hecho (p. 94), en el contexto de estudios regionales.
ÉL C R E C I M I E N T O
DE LAS
CIUDADES
393
En la Ciudad de .México, 113 familias propietarias de haciendas controlaban
por lo menos 314 haciendas en los valles p r ó x i m o s a la ciudad, pero también en
lugares tan alejados como San Luis de Potosí, Zacatecas y el
Bajío, y m á s allá.
De estas 113 familias, a su vez, 17 controlaban la mitad de las mencionadas haciendas. Sus ganancias eran del orden del 6 al 9 por ciento del valor del capital
hacia finales del siglo x v m . Pocos habitantes de Nueva España pudieron escabullirse en ese siglo del poder de las élites agrarias y sus patriarcas {'Entino, 1983:
359-381), Comercio, tierras y control burocrático fueron los ejes de su dominio,
y fue la hegemonía comercial y burocrática de los inmigrantes peninsulares lo
que « m a n t u v o la característica europea de la élite u r b a n a » (Brading, 1968: 210211). En la ciudad, las élites orquestaban y reproducían su estilo de vida y se conectaban con sus h o m ó l o g o s en ciudades a cientos de kilómetros de distancia.
Las tertulias fueron los momentos de intercambio de información hasta que a f i nales del siglo x v m comenzaran a circular los primeros periódicos (Hoberman y
Socolow, 1986: 12). Según Lockhart y Schwartz (1985: 66), «la ciudad era el
á m b i t o propio del modo de vida de los españoles».
Si bien las instituciones políticas y la vida social, económica y cultural estaban regidas por una élite que tenía puesta su mirada en España, la ciudad íberoamericana fue un punto de mediación y avenencia. Las élites coexistían con pordioseros y vagabundos; españoles y portugueses se enfrentaban y convivían con
indios y negros.
JERARQUIZAC1ÓN Y VIDA COTIDIANA
Una parte dr la supervivencia de las ciudades se debe a su capacidad, no sólo
de subordinar a un hinterland rural, sino también de generar eslabonamientos entre y con conglomerados urbanos menores. La irradiación del núcleo urbano tiende
a ser concéntrica, con círculos relativamente cada vez mas pobres conforme se alejan del centro, Esta pobreza tiene grados, que no sólo expresan los diferentes niveles de ingreso de los habitantes, sino también sus características raciales y culturales. La separación espacial es, por ende, un indicador fundamental de las jerarquías
sociales. Los suburbios —como las parroquias de negros o los barrios i n d í g e n a s son parte de la estructura urbana y expresan la vitalidad de su crecimiento, por
muy pobres y desgraciados que sean sus habitantes. Los suburbios fueron los puntos de entrada y de llegada de los inmigrantes, de una fuerza de trabajo potencial.
Un binomio social en el que la segregación física en el contexto urbano no
funcionó fue en la relación amo-esclavo. Una parte importante de los esclavos
urbanos trabajaban en el servicio doméstico. Si bien vivían en lugares segregados
en el interior de las casas, también es cierto que compartían con sus amos el barrio y la proximidad de la plaza de Armas. Y éste fue un fenómeno no poco importante en cuanto a la aculturación y también como mecanismo de aceleración
para conseguir la libertad. En Caracas, en 1759, m á s de la tercera parte (35%)
de las unidades domésticas tenían esclavos (un promedio de 5.8 esclavos por
unidad doméstica); todavía en 1792 este porcentaje ascendía al 29%. (con un
promedio de 5.5 esclavos por unidad doméstica) (Ferry, 1989: 72). Correlacio-
Ilustración 7
1794. -Plano y perfil del Puente Nueho que se halla situado a estramuros esta c i u d a d » (La Habana). Fuente: Ministerio
E d u c a c i ó n y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Santo Domingo, SD 1494, 575.
EL C R E C I M I E N T O DE LAS
CIUDADES
395
nes similares se observan en Bahía, Río de Janeiro, Sao
Paule y Lima, En todas
estas ciudades, la relativa concentración de población esclava por unidad domestica fue baja, lo que indica una dispersión de la propiedad esclava, y una alta incidencia de convivencia entre blancos
11
y esclavos. Según cálculos realizados por
Kuznesof (1980b: 85), el 5 0 % de las unidades domésticas de Sao Paulo contaban con por lo menos un esclavo en 1765, y menos del 10% tenían cuatro esclavos, (Schwarrz, 1982: 76-77) proporciona daros concretos sobre la propiedad de
esclavos en Sao Paulo, Ouro Preto y parroquias de Salvador enrre 1775 y 1836,
concluyendo que la esclavitud fue una práctica extendida por todo Brasil, como
también evidenciaron viajeros de la época.
El paulatino proceso de manumisión íy, sobre todo, automanumisión) rompió
este esquema de convivencia amo-esclavo, y dio paso al surgimiento (y crecimiento) de áreas urbanas con una abrumadora mayoría de pobladores de piel oscura.
La parroquia de San Lázaro en Lima fue uno de esos lugares (Hünefeldt, 1992).
A pesar de la tendencia a la separación racial, hubo también tendencias a la
convivencia espacial. Esto es cierto, sobre todo, en los sectores intermedios de la
ciudad. En los edificios del centro de la ciudad (como en el caso de Buenos A i res), podían convivir y alternar comerciantes, burócratas y artesanos. Representaban así un microcosmos de la vida social y económica ((ohnson v Socolow,
1980: 346 y ss).
El mestizaje fue un fenómeno que paulatinamente socavó no sólo los intentos de segregación étnica relanzados hacia mediados del siglo x v m (Morse,
1988: 185-186), sino también las lindes geográfico-espaciales. Por eiemplo, la
relación entre población indígena y española de 10:1, vigente en la
Ciudad de
M é x i c o hacia mediados del siglo XVI, se redu¡o a finales del siglo x v m a una
IV
proporción de 1;2 . Ésta fue una realidad irreversible, a pesar de la retórica en
contra, y a pesar de los alicientes generados por la Corona española, que alentó
a los empresarios privados medíante concesiones de grandes extensiones de tierras, la venta de títulos nobiliarios e incluso con premios en efectivo, para que
los españoles decidieran asentarse en las colonias. Estas políticas atrajeron a algunas humildes familias españolas, a quienes se entregaban solares urbanos y
2ü
tierras en el á m b i t o rural, con la exención de impuestos (Hardoy, 1991: 2 4 8 ) .
Las castas fueron objeto de un proceso de disolución similar, en medio de un
intento barroco de multiplicación de la nomenclatura racial. Es evidente que lo
difuso de las fronteras étnicas y de clase fue resultado de mecanismos de movilidad social proporcionados en buena medida por las ciudades y por el aumento
de las migraciones internas. Todo esro condujo paulatinamente al resquebrajamiento (no a la cancelación) de las estructuras corporativas.*Las categorías étní-
1¡¡.
No sólo hubo blancos propietarios de esclavos, también los hubo indígenas o de castas e
incluso esclavos, pero es indudable que los blancos representaban la mayoría de tos propietarios de
esclavos.
19.
l.o mismo es cierto para Antequera en Oaxaca (Chance y Taylor, 1978).
20.
L a acrividad fundacional tuvo como contrapartida un mayor interés en la vida y la confor-
mación social y espacial de las ciudades coloniales. Una prueba de este interés es la significativa evolución de los diseños cartográficos en este periodo (Hardoy, 1991).
CWUSTINE
396
HÜNEFELDT
cas dieron paso a una diferenciación entre gente decente y la plebe. Tales cambios, —según Morse 11988: 166)— atestiguan una fuerte crisis de autoridad, un
relajamiento de los mecanismos de control social y un mayor cucstionamicmo
por parte de las capas "populares" citadinas».
Sobre el trasfondo de estos cambios, cada ve/, resulta m á s evidente que, con
la excepción de los peninsulares, las divisiones raciales coincidían cada ve?, menos con las jerarquías socioeconómicas, al menos con aquella que las autoridades y los defensores del statu quo consideraban la jerarquía deseada. Mas aún
25
—y no únicamente con las «gracias al s a c a r » — en el transcurso del ciclo vital
un individuo podía variar su condición racial. Con suficiente dinero acumulado, la percepción sobre el individuo se «blanquearía» (Chance y Taylor, 1977:
22
481) .
A pesar de eso, raza, filiación corporativa, ocupación e identificación cultural siguieron siendo variables importantes en la determinación de la ubicación de
hombres y mujeres en la ciudad (Hoberman y Socolow, 1986: 8). Esto es visible
también en la ubicación espacial. Sólo del 20 al 2 5 % de indios y negros vivían
en lugares considerados urbanos. Blancos y mestizos sumaban el 2 0 % de la población rural y el 5 0 % de la población urbana. Los mulatos tenían una presencia similar a la negra en los contextos rurales, pero representaban casi el doble
7
de la población negra en las ciudades (Morse, 1988: 18' -188). De esta manera,
las ciudades —en términos de sus procesos internos— presentaban una curiosa
combinación de movilidad c inmovilidad... «Al mismo tiempo que se afirmaba
un orden social jerárquico, se observaba cierta movilidad social» (Hoberman y
Socolow, 1986: 10).
La mayor movilidad social estuvo a c o m p a ñ a d a de una mavor movilidad espacial, no sólo en el interior de las ciudades, sino también hacia las ciudades. Siguiendo las rutas del comercio, miles de personas llegaron a la ciudad; unos para
vender o comprar y luego volver, otros para quedarse un tiempo, y otros que
por múltiples motivos decidían quedarse.
Hacia la Ciudad de México conducían nueve rutas de comercio, sobre las
cuales transitaban cientos de recuas de muías y carretas de bueyes. Los pueblos
indígenas de la ruta se convirtieron en puntos de descanso y servicio para los
transeúntes. AI estar ubicada en el centro del virreinato, la Ciudad de M é x i c o v i vió un
trajinar terrestre mucho más intenso que Lima, que por su cercanía a la
costa del Pacífico y sus características de valle rodeado de desiertos, recurrió a
circuitos de abastecimiento mucho más alejados (MacLeod, 1988: 348).
Este continuo movimiento fue razón y consecuencia de un mayor dinamismo
de las ciudades, trajo aparejado el incremento y la diversificación de los empleos
existentes e incremento el numero de quienes no pudieron ser absorbidos por un
mercado laboral que crecía mucho más lentamente.
2!. Certificados obtenibles a cambio de un pago para obtener una mayor blancura de piel.
22. l-n este estudio, los autores evalúan los criterios de categoría en Oaxaca (Antequera). La
prueba final que ofrecen son las características de los contrayentes matrimoniales. Una progresiva integración indígena en el grupo blanco-mestizo y la reducción de la población guaraní por los jesuitas, modificaron el reparto étnico en el Paraguay colonial.
EL C R E C I M I E N T O
DE LAS
CIUDADES
397
Cada vez m á s , las investigaciones demuestran que las ciudades —particularmente en el siglo x v m — fueron núcleos demográficamente inestables. Kl aumento demográfico y el consecuente aumento de presión sobre los recursos rurales
convirtieron a la ciudad en uno de los puntos de llegada de población excedente.
Eli este aspecto, muchos de los procesos observados en Europa durante la transición hacia la industrialización son muy similares a lo que aconteció en América
Latina. A pesar de los reiterados lamentos acerca de la ausencia de investigacio2
nes sobre los patrones migratorios latinoamericanos ', en los últimos años se
han formulado varias propuestas valiosas en esta dirección. Si bien el análisis de
las migraciones se ha centrado en áreas rurales y pueblos, y aquí se ha investigado la migración fundamentalmente a partir del origen de los contrayentes matrimoniales (Kicza, 1990: 193), cada vez se avanza m á s hacia propuestas comprehensivas, como los trabajos referentes a los mecanismos de absorción de la
24
población migrante en las ciudades .
Scardaville sugiere que de la mitad a dos tercios del crecimiento demográfico
de la Ciudad de México hacia finales del siglo x v m lúe consecuencia de la migración. Aproximaciones similares se han calculado para Guadalajara, donde hacia
1822 de un cuarto a un tercio de la población había nacido en otros lugares. En
el censo de 1792, en Lima se registraron 2093 sirvientes, 1 027 artesanos. 9229
esclavos y 19232 (¡el 3 8 % de la población total») vagos, Entre los vagos se enumeraba a «mercachifles y zánganos». Entre 1770 y 1810, el 2 5 % de los resumes
declaró ser oriundo de provincias (citado en Flores Galindo, 1984: 156 y ss). Los
porcentajes de inmigrantes registrados en las licencias matrimoniales de Lima dos
décadas más tarde son aún más altos: alrededor del 4 0 % de los habitantes de
Lima eran inmigrantes de provincias del virreinato (Hünefeldt, mss).
Los migrantes eran personas jóvenes, comprendidas entre los 18 y 35 a ñ o s , y
mujeres (también jóvenes). En M é x i c o , el predominio de las mujeres se explica
en parte por la posibilidad de su inserción en el servicio doméstico (Arrum,
1978: 380; Kicza, 1990: 207). Lo que fue cierto para la Ciudad de M é x i c o , también lo fue para otras ciudades (Borah y Cook, 1977-1980; Lombardi, 1976),
Probablemente esto indica que ésta fue la primera opción en el marco de una estrategia familiar para aliviar la presión sobre quienes permanecían en alguna aldea rural. Pocos migrantes llegaban directamente a las grandes urbes; la migración fue escalonada. Las castas y la población hispana recorrían distancias
mayores que la población indígena, que en su mayoría provenía de las zonas de
influencia inmediata de la ciudad. En términos absolutos, en lugares de abundante población indígena, la migración indígena hacia las ciudades fue la m á s
numerosa (Chance, 1975),
En Q u e r é t a r o , como en otras ciudades, muchos indios y mulatos iban a la
ciudad durante las lluvias de verano. Buscaban trabajo en los talleres manufac-
23. Cada uno de los trabajos incluidos en la compilación de Robinson (1990) abre su respectivo análisis con este lamento.
24. Véase el trabajo de Chance y Tayior (1978) sobre la integración indígena en los barrios de
Oaxaca, y el trabajo de Greenow (1981: 119-147) para una evaluación sobre el significado de la movilidad interregional para los diversos grupos raciales.
i
CHRISTINE
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HÜNEFEtOT
tureros estacionales o en cualquier otra ocupación ocasional. Luego —en otoñ o — regresaban al interior, ya fuera para ofrecer su fuerza de trabajo como cosecheros de maíz a algún hacendado o para arrendar pequeñas parcelas con un
arreglo de medianería. La presencia de personas que sin vivir plenamente en la
ciudad estaban en los márgenes de la sociedad civil, «como vagabundos desarraigados, sin afiliación a ninguna institución particular» (Brading, 1968: 202),
generó una imagen de aira movilidad espacial, de intranquilidad y perturbación.
Si bien los avances en esta línea de investigación han derrumbado definitivamente la imagen de una sociedad colonial inmóvil, aún quedan muchas preguntas
sin respuesta. ¿Cuáles fueron las experiencias de los migrantes en el nuevo contexto? ¿Cuáles fueron (y siguieron siendo) sus lazos con la nueva comunidad (y
con la comunidad de origen)? ¿Cuáles fueron los logros, los avances, y las decepciones en las siguientes generaciones? (Kicza, 1990; 210-211). Asimismo, pocos
estudios reflejan aspectos de la migración en función de grupos sociales específicos. Loables excepciones son el trabajo de Castañeda (1990) sobre ¡a migración
de los estudiantes hacia Guada tajara y Lima, o el trabajo de Wightman (1990b)
sobre los forasteros de Cuzco, realizado sobre la base contratos de trabajo (conciertos) en los registros notariales. Como en el caso de los forasteros de Wightman, y en cuanto a las nuevas identidades forjadas por los inmigrantes, probablemente es cierto que los migrantes se movieron paulatinamente de una identidad
para con sus grupos de parentesco hacia lealtades ocupacionales (Wightman,
1990b: 107). Aun sin evidencias, es probable que esta reinserción estuviera reforzada por el surgimiento y la expansión de otro tipo de relaciones: el compadrazgo
25
26
y el clientelismo .
Hacia finales del siglo x v m , en las ciudades se habían formado grupos nu-
merosos de artesanos. Las ocupaciones más comunes eran las de sastre, zapatero, herrero, carpintero y albañil. Como grupo social emergente, se ubicaron en
algún sitio intermedio entre las élites y una masa de trabajadores itinerantes. Si
bien las élites trataban sumariamente a toda la clase obrera como la plebe o en
la Ciudad de México como léperos,
ésta manifestaba un alto grado de diferen-
ciación interna. Una prueba del fraccionamiento de la plebe es que en Latinoamérica, como en otros lugares, nunca lograron generar y actuar movidos por un
sentimiento o unos intereses comunes (Brading, 1968: 205). La diversidad amorfa, en el camino hacia una eventual consolidación, tiende a convertirse en eslabón amortiguador en el seno de procesos de mayor diferenciación social.
Son aún pocas las pruebas que tenemos sobre el desarrollo industrial-manufacturero de las ciudades-'". En los Andes, los obrajes fueron fundamentalmente un
hecho rural (Salas, 1979); en México, los obrajes estuvieron en las ciudades (Brading, 1968: 208; Salvucci, 1987). Puebla en 1804 albergaba a 1200 tejedores, que
25. Evidencias sistemáticas se han registrado en la población esclava de Bahía (Gudeman y Schvvam,
1984: 35-58).
26. Un sistema cuyas connotaciones políticas y económicas han descrito Blank (1971) sobre
períodos anteriores en Caracas.
27. Como en relación a otros episodios históricos, también sobre este tema las investigaciones
sobre México son las más copiosas.
E l C R E C I M I E N T O DE LAS
CIUDADES
399
a su vez ocupaban a orros tantos hiladores y operarios, Oaxaca aglutinaba a unas
10000 personas ocupadas en la manufactura del algodón; mientras que en Querétaro, 18 obrajes con 280 telares, coexistían con 327 trapiches con unos 1000 telares y otros 35 talleres de fabricación de sombreros y 10 de artículos de cuero y gamuza. Sólo el estanco del tabaco en México —también anclado en la c i u d a d ocupaba a unos 3000 obreros y a un tota! de 17256 personas (Dean-Smith, 1986:
362, 375}, El estanco peruano implantado en 1752, en su momento de mayor
auge, únicamente congregó a una fuerza de trabajo de 663 obreros en Lima y a un
n ú m e r o a ú n menor en Tonillo (Hünefeldt, 1986: 409), Estos sectores intermedios
(artesanos y obreros) de la estructura social urbana, representaban alrededor del
10% del tota! y su ingreso anual bordeaba los 150 pesos (Brading, 1968: 208),
Viajeros a las ciudades de Bahía, Buenos Aires, La Habana, Lima, Ciudad de
M é x i c o y otras, manifiestan una concordante sorpresa por el alto costo de vida,
la miseria de los pobres urbanos y las fluctuaciones de precios derivadas de la especulación y la oferta interrumpida por problemas de abastecimiento o escasez.
Evidentemente estas fluctuaciones afectaron sobre todo a quienes carecían de capacidad de prever y almacenar. Se ha calculado que las escalas salariales urbanas
se mantuvieron estables en el transcurso del siglo XVM. Los costos de mantenimiento para un individuo entre 1769 y 1805 en la Ciudad de M é x i c o , calculados de un modo conservador, ascendían de 3/4 reales a un real y medio diarios,
o entre 34 y 69 pesos anuales. Si una familia de clase baja de la Ciudad de M é x i co estaba constituida por 3.8 personas, el costo del mantenimiento familiar
anual era de 129 a 262 pesos (Haslip-Viera, 1986: 294-296), A duras penas, una
familia de las que hemos caracterizado como sector intermedio podía pagar los
costos de su reproducción, entre ellos la satisfacción de las necesidades más vitales como la alimentación, el vestido y la vivienda.
En peores condiciones vivieron los que estaban por debajo. Una gran mayoría
simplemente no podía ni siquiera proporcionarse un techo y en más de una oportunidad se oyeron las quejas de los propietarios urbanos por las rentas sin pagar y
el constante cambio de inquilinos (Haslip-Viera, 1986: 297). En la Ciudad de México, en 1790 el virrey conde de Revillagigedo estimaba que el costo total de una
muda de ropa para hombres ascendía a 24 pesos y medio y a 12 pesos para las mujeres. Dado el alto costo en relación a los ingresos, los pobres se vieron obligados a
comprar o alquilar ropa usada..., eso en caso de que pudieran hacerlo (Haslip-Viera, 1986: 298). Las condiciones de salud se sumaron a los desastres de la pobreza.
Fuera de estos indicadores muy generales, es poco lo que sabemos sobre las
estrategias de supervivencia de la plebe. Lo que se ha reiterado son sus características generales, la forma como fueron percibidas por los c o n t e m p o r á n e o s : ignorancia, mestizaje, penuria económica, carencia de oficio definido o ausencia
de propiedades. La plebe carecía de lazos corporativos y vivió relaciones matrimoniales y familiares poco acordes con tos postulados morales (Flores Galíndo,
1984: 139-196). A l mismo tiempo fueron grupos de personas obligados a desempeñar, sobre bases sumamente inestables, diversos papeles en una variedad
de empleos de baja o ninguna especiahzación.
Así, desde los comerciantes urbanos que movían cientos de miles de pesos,
hasta los integrantes de la plebe tenemos un espectro social urbano que denota
Ilustración 8
O
1815. Mapa de la costa de Guatemala desde el puerto de Trujillo hasta la colonia inglesa de Walhs. Fuente:
Ministerio de Educación y Cultura, Archivo General de Indias, Mapas y Planos, Guatemala, G U 690, 277.
EL C R t C ¡ M ¡ E r <
i
401
una enorme disparidad. Si es lícito recurrir a indicadores de diferenciación usados en las estadísticas modernas, p o d r í a m o s señalar como prueba adicional del
abismo la utilización de un servicio municipal: el agua. Esta se redistribuía en la
Ciudad de M é x i c o , por ejemplo, a través de un sistema de 28 distribuidores públicos y 505 privados. Los privados se encontraban en las casas de los pudientes
y los públicos, en las plazas centrales de la ciudad, lo que significaba que estaban
a distancias considerables de las viviendas de los pobres, que por tanto dependían
(léase pagaban) del suministro de los aguadores (Haslip-Viera, 1986: 297}.
EL UNIVERSO DE LA PROTESTA SOCIAL URBANA
Desde siempre, a Corona española m o s t r ó su interés en paliar los decantados sufrimientos de los pobladores urbanos alentando y ocasionalmente subvencionando la construcción de hospitales, orfanatos y escuelas. Estas instituciones estuvieron bajo la égida de la Iglesia, que promovía las bondades de la caridad, la
piedad y la ayuda al prójimo. La efectividad del discurso y ta acción eclesiástica
la demuestran las donaciones, los legados t e s t a m é n t a n o s y las libertades graciosas a los esclavos. La Iglesia también regía la vida intelectual y espiritual. Una acción m á s directa del Estado es perceptible, por ejemplo, en la creación de los
montes de piedad en 1775 y en la construcción de almacenes desde una fecha tan
temprana como 1578 en la Ciudad de M é x i c o . Por el éxito obtenido, la Corona
o r d e n ó erigir estos almacenes en todo el territorio colonial Asimismo, debido a
las altas tasas de desempleo, la creación de nuevos pueblos y ciudades obedeció
también a un intento de generar más empleo (Haslip-Viera, 1986: 302). Pero los
paliativos no fueron suficientes. Ante las múltiples quejas de los vecinos por el desorden y la impertinencia de las capas (cada vez menos) subordinadas, fue necesario pensar en ía organización de cuerpos policiales y militares.
Hacia finales del siglo x v m , gran parte de las ciudades mayores contaban con
cuerpos de alcaides de barrio, que idealmente debían controlar la vida urbana, y
evenrualmente intervenir con mano tuerte en las disputas callejeras, los asalros y
hasta e» los conflictos conyugales (que muchas veces se ventilaban publicamente). Sin embargo, fueron poco eficaces, en parte porque la gente «decente» nombrada para el cargo, solía rehuir sus responsabilidades y ocasionalmente incluso
las delegaba en sus esclavos (Hünefeldt, 1992). Los cuerpos militares (las milicias) estuvieron formados por morenos y pardos, ocasionalmente por indígenas, y
por tanto merecían poca confianza y generaban muchos temores.
Uno de los subcapítulos del libro de Flores Galindo (1984: 162 y ss.) sobre
Lima se titula «La ciudad como cárcel», indicando que el reíormismo borbónico
incluía la represión y que la organización carcelaria fue parte de la mecánica ded o m i n a c i ó n . Pero fue una represión peculiar. Aparte de tres cárceles, en Lima
unas cuarenta p a n a d e r í a s , algunas zapaterías y las obras públicas servían de instancias de castigo; de manera que el castigo « n o tenia espacio definido y reservad o » , y se prestaba a un uso privado de la violencia. Tal vez la persecución de la
vagancia sea la expresión más viva de esto y de la oposición que estas actitudes
debieron crear entre los afectados.
CHRISTINE
402
HÜNIFElDT
Tal vez influidos por la Ilustración, pero en realidad actuando de acuerdo a
los procesos coloniales, tanto la Corona española como la portuguesa centralizaron la administración de la ayuda a los pobres, incrementaron las fuerzas militares, expandieron el n ú m e r o de las entidades encargadas de aplicar justicia y ley,
y desarrollaron esquemas colonizadores y otros incentivos para promover el
avance económico y reducir el desempleo (Haslip-Viera, 1986: 304). En la Ciudad de México y en Lima hubo un drástico incremento de arrestos por vagancia
v ebriedad a lo largo de la segunda mitad del siglo
xvíil
N o pocas veces, los en-
carcelamientos respondían más a una necesidad de mano de obra barata para
trabajos públicos o para incrementar las filas de los cuerpos militares, que a una
intención de '«corregir» o poner orden (Flores Galindo, 1984: 162 y $S„; HaslipViera, 1986: 307).
Un resultado visible y temido de todos estos procesos fue el incremento de la
delincuencia, una mayor propensión a la protesta social y la amenaza permanente contra la propiedad; una situación que pone de relieve la perdida de control
desde los pulpitos. Basadrc —en un ensayo escrito en 1929— señalaba que el siglo xvíil marcaba la transición de una muchedumbre espectadora del despliegue
urbano y social, a una muchedumbre que rumiaba frustraciones e iba adquiriendo una disposición amenazadora (Morse, 1988: 186).
El incremento de la delincuencia y el desorden fue notorio desde finales del
siglo x v i l . Algunos actos de robo y violencia inicialmente de carácter individual
a veces se transformaban en una acción colectiva. En la mayoría de los casos las
plebes urbanas participaron en rebeliones iniciadas por trabajadores mineros,
artesanos, miembros de las capas intermedias o incluso grupos de la élite inmersos en alguna disputa
21
política . Estos tumultos expresaban cierta noción de jus-
ticia, cuando las autoridades transgredían un conjunto de reglas aceptadas por
las partes involucradas, y también indican que los códigos de sumisión aprendidos entre las capas populares no eran tan fuertes como entre quienes estaban
más cerca del poder (McFarlane. 1985: 292-327). Las fiestas — y , en particular,
los carnavales— suspendían temporalmente las jerarquías existentes, y con ello
representaban no sólo una forma de ventilar antagonismos y agravios, sino que
también establecían un p a t r ó n de crítica social y solidificaban el sentimiento de
comunidad.
Las ciudades mineras parecen haber sido particularmente corruptas y violentas, en parte porque los ingresos generados en la actividad minera eran más altos
que los de otras ocupaciones. Esto es particularmente cierto en áreas como el
Norte de M é x i c o , donde la densidad demográfica (e indígena) era inicialmente
baja y no existían —como sí fue el caso de ciudades mineras en la región andi-
28. Véase las revueltas con participación de las plebes citadas en Haslip-Viera (1986: 301): en
Potosí en 1586; la peddlers war en Recife en 1710; la revuelta de los comuneros en Nueva Granada
en 1781; y las protestas —en varias oportunidades— por la falta de maíz, la Ciudad de México, de
las que una de las mas fuertes fue la de 1692. Habría que agregar tal ve?, para ci caso de Nueva Granada, la movilización de 1 49 en Caracas (Ferry, 1989), y el levantamiento en Quito en 1765 en
contra de la creación de un monopolio de aguardiente y la introducción de reformas en la administración de impuestos a la venta en la ciudad. Hechos similares se registran en Cali (1743), Popayán,
y en una época tan temprana como 1727 en Tunja (McFarlane, 1985).
7
EL C R E C I M I E N T O DE LAS
CIUDADES
403
na— mecanismos de coacción para obligar a los trabajadores a migrar y ofrecer
su fuerza de trabajo por debajo del salario corriente. En Zacatecas, las muertes
por heridas causadas con armas punzantes —cuchillos— fueron escenas comunes (Rivera Bernárdez, citado en Brading, 1968: 203). Según algunos observadores c o n t e m p o r á n e o s , la llegada del visitador Gal vez (1765-1771) acarreó mayor
disciplina en los campos mineros, t a i m o en otro-, lugares, las ciudades mineras
fueron divididas en barrios, cada uno con su alcalde
(Brading, 1968: 204).
1.a protesta asumió muchas formas. Desde la revuelta, el bandolerismo y el
sabotaje de los esclavos en las panaderías y en el servicio doméstico, hasta formas mucho m á s sutiles y menos estudiadas, como la confrontación cotidiana en
los fueros religiosos, civiles y criminales, y las propias opciones culturales y de
2
vida *. Eos altos porcentajes de ilegitimidad y la vasta presencia de hijos naturales (bordeando la suma de ambos el 25-35% del total de los nacimientos regis0
trados en las ciudades)' son
expresión de las dificultades existentes para casarse
y reproducirse en el marco de una familia constituida, pero también una manera
de socavar las expectativas de comportamiento moral y social impuesto por los
grupos dominantes. El alto n ú m e r o de niños abandonados fue, por otra parte,
un indicador de la supeditación de las emociones filiales a las exigencias de los
1
códigos de h o n o r ' . Sí bien con diversa intensidad, las estructuras
patriarcales
estuvieron ancladas en la vida doméstica, incluso entre las capas populares, con
las consecuentes distorsiones y amarguras que los códigos de honor ideales generaron frente a las condiciones materiales reales.
Junto con la participación en revueltas organizadas por otros, una forma de
protesta que t o m ó eueqxi hacia mediados del siglo x v m fue la organización de
grupos de bandoleros. En Lima, esras bandas actuaban en los valles del entorno
inmediato de la ciudad. Algunas cobraban cuotas para no atacar las casas de los
pudientes. La composición mulriétnica de estas bandas es interpretada por Llores Galindo (1984: 120) como resultado de la frágil condición económica y de la
exclusión social, y como prueba de una lenta cristalización de reivindicaciones
de carácter popular.
En el marco de los análisis sobre el potencial insurreccional y reivindicativo,
las mujeres como grupo separado han sido objeto de algunas reflexiones (muy
pocas, por cierro). Si bien están notoriamente ausentes de ios grupos bandoleros,
29. El trabajo pionero de Socolow sobre la criminalidad contra las mujeres en Buenos Aires,
aún no ha sido imitado para otras ciudades de América Latina. Es uno de los pocos trabajos en que se
toma como enfoque la j>erspectiva de las victimas de la violencia. La importancia de investigaciones
en esta diteceión están señaladas por la autora: «la the case oí crime involving women in colonial
Buenos Aires, crime was usually commirted by íamily, fnends, acquaintances and neighbours (...].
The locali/.ed nature of crime retlected the familiar perimeters o í the íemenine world» (1980: 4.3-441.
30. Éste es un cálculo muy aproximado a partir de algunos datos aislados. Veáse Flores Galindo (1984: 175) para Lima.
t i . Macera (1977: 316-317) describe que un abogado de la Real Audiencia de Luna hacía comienzos del siglo XIX afirmaba que los casados, personas de honor o de extraño fuero [saccrdotes|
podían legítimamente abandonar a sus hijos si los amenazaba infamia. También aquellos que por
pobreza no podían alimentar a sus hijos tenían algo así como una disculpa social para hacerlo. El
honor —se decía— era un valor superior a los hijos y la propia vida. Entre 1796 y 1801, el asilo de
huérfanos albergaba 1 109 criaturas.
CHRISTINE
404
MUÑETELO!
encontramos que hubo algunas bases de solidaridad femenina (Burkett, 1975).
Aparte de un grado de explotación y marginación compartido, ellas formaron
parte de sistemas de obligaciones p o r deudas v madrinazgos, al participar en un
mercado informal de crédito, que a su ve?, fue resultado de su exclusión y autoexclusión del mercado laboral. Asimismo, a través de las mujeres, hubo una personalización de las relaciones: el tipo de actividades que desempeñaban facilitaba la cercanía (en los mercados, en la iglesia, en la cocina y la unidad
domestica). A pesar de esto, en sus filas predominaron los criterios de segregación económica, tal vez acentuados por el hecho de que un alto porcentaje
2
(como en el caso de la Ciudad de M é x i c o ) ' desempeñaba papeles de cabeza de
familia y de que hacia comienzos del siglo x t x , las mujeres constituyeron aproximadamente la tercera parte de la fuerza laboral registrada (Arrom, 1985: 157),
Estas correlaciones, a su vez, son parte de una explicación de los cambios ocurridos en el transcurso del siglo XVIII.
l..o incipiente de las reivindicaciones no imposibilitó el surgimiento de protestas organizadas (huelgas) por parte de ciertos grupos laborales". Pero la heterogeneidad de las plebes así como la vigencia de una mentalidad «patncio-mercantilista», hicieron que sus protestas fueran difusas y débiles (Morse, 1988:
195). Si bien la movilidad y la violencia aumentaron e incluso cuestionaron tímidamente las injusticias imperantes, nunca hubo una revuelta que amena/ara con
desbordar la capacidad de contención de las autoridades. N i siquiera la revuelta
de Caracas de 1749, liderada por Juan Francisco de León en contra de la Compañía Guipuzcoana y que c o n t ó con el apoyo de las élites locales, sobrevivió a
las escaramuzas con las tropas virreinales (Eerry, 1989: 150 y ss.). Parte de esta
imagen de heterogeneidad/debilidad es que existen interpretaciones sobre la independencia política, que sostienen que la lucha contra España fue la única forma de contener a las capas populares. En el mejor de los casos, éste es un terreno
contencioso que refleja nuestro vago conocimiento sobre la realidad y los objetivos populares.
Plasta que punto los cambios registrados a lo largo del siglo x v i n en América Latina son indicadores de una transición hacia otra forma de vida, como en el
caso europeo (Braudel, 1981: 556) es parte de una discusión aun en curso. También lo es la pregunta de si las ciudades representan un concentrado de la historia de la vida material y cultural de entornos mayores. Dada la diversidad de
procesos y la heterogeneidad de las respuestas culturales, ancladas en una acentuada multietnicidad, las conclusiones deben ser cautelosas. El relativo relajamiento del control
corporativo y la estratificación estamental —que serían los
cambios esperados hacia nuevas formas de organización e interacción social—
32. «Although fivc-sixths of México City women married, and four-íilths oí thosc liad chíldren, a substantial number never expenenced marriage or mothcrhood, and about onc-third of the
adult women Iived without the company of a husband or offspring at any given time» (Arrom, 1985-.
129). Y, aun si las mujeres estaban casadas, una ocupación del marido, como ser cometeiante o trabajador eventual, podía implicar largas ausencias que tendrían que ser suplidas por fas mujeres que
se quedaban. Ver por ejemplo para el taso brasileño Russell-Wood, 1985: 223,
33. Por ejemplo, las huelgas en las panaderías y la factoría de tabacos en Ciudad de México
en l?80,1782 y T 9 4 .
EL C R E C I M I E N T O
DE LAS
CIUDADES
405
dependerían de una «adecuada - combinación de indicadores demográficos, promestizaje e intensidad del cambio e c o n ó m i c o . Por ahora, tenemos la
gresión del
impresión de que algunas ciudades estuvieron m á s cerca que otras de esta meta.
Pero esto puede ser simplemente resultado de la desigual información con la que
hasta la
facha contamos sobre las diferentes ciudades de América Latina en el si-
glo XVIII.