PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA FACULTAD DE FILOSOFÍA MAESTRÍA EN FILOSOFÍA La comunidad del naciente Por una biopolítica afirmativa del exceso [Tesis de grado presentada como requisito para obtener el título de Magíster en Filosofía] César Mario Gómez Montañez Gustavo A. Chirolla [Director] Bogotá D.C., Febrero 26 de 2010 2 3 4 ANEXO 1 ANEXO 2 FORMULARIO DE LA DESCRIPCIÓN DE LA TESIS DOCTORAL O DEL TRABAJO DE GRADO TÍTULO COMPLETO DEL TRABAJO DE GRADO: LA COMUNIDAD DEL NACIENTE SUBTÍTULO, SI LO TIENE: Por una biopolítica afirmativa del exceso. AUTOR O AUTORES Apellidos Completos GÓMEZ MONTAÑEZ DIRECTOR DEL TRABAJO DE GRADO Apellidos Completos CHIROLLA OSPINA Nombres Completos CÉSAR MARIO Nombres Completos GUSTAVO ADOLFO TRABAJO PARA OPTAR AL TÍTULO DE: MAESTRÍA EN FILOSOFÍA FACULTAD: FILOSOFÍA PROGRAMA: Carrera ___ Licenciatura ___ Especialización ____ Maestría X Doctorado ____ NOMBRE DEL PROGRAMA: MAESTRÍA EN FILSOFÍA NOMBRES Y APELLIDOS DEL DIRECTOR DEL PROGRAMA: FERNANDO CARDONA CIUDAD: BOGOTÁ AÑO DE PRESENTACIÓN DEL TRABAJO DE GRADO: 2010 NÚMERO DE PÁGINAS 109. TIPO DE ILUSTRACIONES: NO TIENE SOFTWARE requerido y/o especializado para la lectura del documento NINGUNO MATERIAL ANEXO (Vídeo, audio, multimedia o producción electrónica): NINGUNO PREMIO O DISTINCIÓN (En caso de ser LAUREADAS o tener una mención especial): ____________________________________________________________________________ 6 DESCRIPTORES O PALABRAS CLAVES EN ESPAÑOL E INGLÉS: Son los términos que definen los temas que identifican el contenido. (En caso de duda para designar estos descriptores, se recomienda consultar con la Unidad de Procesos Técnicos de la Biblioteca General en el correo [email protected], donde se les orientará). ESPAÑOL INGLÉS Filosofía política_____________________ Politic Philosophy_______________________ Biopolítica__________________________ Biopolitics_____________________________ Individuo____________________________ Individual______________________________ Infancia_____________________________ Childhood_____________________________ Comunidad__________________________ Community____________________________ RESUMEN DEL CONTENIDO EN ESPAÑOL E INGLÉS: (Máximo 250 palabras - 1530 caracteres): RESUMEN Quisiéramos, en respuesta a Jean-Luc Nancy, arriesgar un desarrollo de la cuestión de la comunidad que, a su vez, nos permita resignificar la individualidad y la inmanencia. En otras palabras, se trata de rearticular individuo y comunidad desde nuevos supuestos. La cuestión es retomar el tono extático que demanda Nancy, esa figura del exceso propuesta por Bataille, y evidenciarlo en el modelo que propone Gilbert Simondon para la individuación, y Roberto Esposito para la communitas. El trabajo tiene como eje central la noción de exceso. Esta idea trae consigo dos consecuencias: en primer lugar nos permite confrontar de manera crítica la cuestión de la comunidad abordada desde un punto de vista negativo, como falta y carencia, en las obras de Esposito y Nancy; y en segundo, se toma parte por una ontología del cambio y de la diferencia que se encuentra en su camino con la finitud, pero no la supone como principio. Una ontología del exceso se diferencia de una ontología de la finitud, no porque se niegue el carácter finito de nuestra existencia, sino porque comprende la finitud como efecto, como resto de un proceso, que tiene como condición el carácter excesivo de la vida como singularidad y la multiplicidad. 7 El recorrido termina con la presentación del “naciente” como paradigma central y figura política que expresa tanto la potencia explicativa como las consecuencia políticas de una ontología del exceso como supuesto para la reflexión biopolítica de nuestro tiempo. ABSTRACT The aim of this research is to reply to Jean-Luc Nancy by proposing a development of the question of the community that, at the same time, allows us to once more give the proper significance to both individuality and immanence. In other words, the work re-articulates the individual and the community on a new basis. The point is to reclaim the ecstatic tone of Nancy's demand and the figure of excess proposed by Bataille through the models that Gilbert Simondon proposes for individuation and Roberto Esposito proposes for the communitas. The work has the notion of excess as it's main axis. This idea has two consequences; the first is that it allows us to critically confront the negative definition of the community, as lack or want, by following the work of Esposito and Nancy. The second is that the work affirms an ontology of change and difference that finds its way within finitude but does not take it as a principle. An ontology of excess differs from an ontology of finitude not by denying the finite character of our existence but by understanding finitude as an effect, as what remains of a process that has as it's condition the excessive character of life as singularity and multiplicity. The work ends with the presentation of the one who is constantly being born as the central paradigm and political figure that expresses explicative power as well as the political consequences of an ontology of excess, and provides the basic ground for a reflection on the biopolitics of our time. PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA FACULTAD DE FILOSOFÍA MAESTRÍA EN FILOSOFÍA La comunidad del naciente Por una biopolítica afirmativa del exceso [Tesis de grado presentada como requisito para obtener el título de Magíster en Filosofía] César Mario Gómez Montañez Gustavo A. Chirolla [Director] Bogotá D.C., Febrero 26 de 2010 9 A mi madre y mi padre, mis abuelas y tuta, y en ellos, a quienes aún están. En el momento en que un individuo muere, su actividad es inacabada y puede decirse aque permanecerá inacabada en tanto subsistan seres capaces de reactualizar esta ausencia activa, semilla de conciencia y acción. Gilbert Simondon (2009: 370) 10 The original fire has died and gone, but the riot inside moves on… Audioslave 11 Tabla de contenido 0. Empezar porque sí…………………………………………………………….. 12 1. La comunidad en deuda……………………………………………………… 20 2. Inmunidad: perentoriedad del extrañamiento…….……………………….. 48 3. La comunidad del exceso……………………….…………………………….. 74 4. Un naciente… un monstruo………….……………………………………….. 98 Referencias bibliográficas………………………………………………………. 117 Bibliografía………….……………………………………………………………. 119 0. Empezar porque sí… No hay que tratar de saber si una idea es justa o verdadera. Más bien habría que buscar una idea totalmente diferente, en otra parte, en otro dominio, de forma que en entre las dos pase algo, algo que no estaba ni en una ni en otra. Ahora bien, generalmente esa otra idea uno no la encuentra solo, hace falta que intervenga el azar o que alguien os la dé. Gilles Deleuze con Claire Parnet (2004: 14) La gratitud es, en primera instancia, un sentimiento que no puede por principio ser nostálgico o melancólico. Y decir ‘gracias’ se dice en un momento en que nada más puede ser dicho, el resto es un predicado de la gratitud. La gratitud se instala en un movimiento: sólo puede ofrecerse por aquél que inmediatamente ya no es el mismo. Digo gracias al mismo tiempo que ya no puedo decirlo, que ya no soy quien lo dice. Dado que la gratitud es uno de esos sentimientos que no pueden rebotar sobre aquel que lo siente: sólo se es agradecido ante otro; la gratitud es siempre a-simétrica por desemejanza. De hecho, doble desemejanza. Agradezco a aquél que precisamente no soy yo –ni puede serlo—y lo hago en tanto ya no soy aquel, y soy otro de mí, y es precisamente tal no ser más yo mismo lo que siempre se agradece. Tartamudeando no me queda más que la gratitud a esa comunidad que me ha desarraigado. Gracias a aquellos que me han sacado de mí. Gracias a los que me han desautorizado a hablar en su nombre. La gratitud se dice cuando nada más se puede decir. Es afirmativa y traiciona el silencio: afirma que cuando no se puede decir sobre algo, hay todavía que decir: grito, exclamación, risa o llanto. Por eso la gratitud es más que un sentimiento: es un gesto. Se trata, entonces, de un exceso: ¿qué más que un ‘gracias’, pero qué menos que un gracias? La gratitud es devenir. Y no hay más a quién agradecer que a la confabulación de tantos que, aun en muchos casos a pesar de sí mismos, me hicieron inclinar hacia este impasse que hoy se fragmenta en un texto. Decir donde, tal vez, no haya nada que decir, pero decir al fin y al cabo. 13 No voy a nombrarlos, a hacer una lista más de pendientes. Y hay una buena razón para no hacerlo, para mi dicha son muchos. Deuda con una comunidad. También hay otra razón realmente mezquina: quiero que sigan ahí y por ello no voy a jerarquizar ni a enumerar, no voy a someterme a la trampa de mi memoria. Por eso incluyo este agradecimiento en el cuerpo del texto. Lo que sí puedo prometer es que los abrazaré en el inmediato próximo encuentro, incluyendo a los que ya no están. Ellos saben de mi abrazo, y de ellos lo he aprendido. Ahora sólo queda escribir y dejar siempre en punta el texto, suspendido, dispuesto a ustedes. Porque he de agradecer de antemano, también, a usted: lector. Alguno que otro lector podrá solidarizarse –o si lo prefiere por ahora, digamos, identificarse—con la sensación que acompaña al escribir. Decimos que acompaña, pues no hay simetría ni causal, ni sincrónica entre las dos: sensación y escritura. Parece que se tratase, en todo caso, de una asimetría diacrónica. Si bien pareciera que en un ‘principio’ la sensación antecediera el acto escritural, se sospecha, al mismo tiempo, que en ella ya se deja anteceder la escritura como proceso. En otras palabras, la sensación de vértigo –o de naufragio, como prefiera el lector—no antecede al escribir, lo anuncia. Y una vez en la escritura, no parece nunca sincronizarse con ella. Por lo tanto, la escritura no es un objeto sobre el que recae un afecto. Tampoco escribir es un proceso que ‘causa’ un afecto particular que no conoce destinatario. En este caso, escribir es más una afección que no conoce otro destinatario que el lector. Tal vez por eso comienzo de esta manera: en primera persona y dirigiéndome a un hipotético –por no decir: delirado—lector. Sin embargo, pronto se dará cuenta de que no se trata de usted. Por qué se escribe, si no como expiación de una deuda. El motivo de la escritura no es su causa; más bien habría que decir que la escritura se instaura, habita aquel 14 motivo que, sin embargo, nunca le es propio. Dicho esto, no queda más que declarar mi propia irresponsabilidad sobre lo que sigue a continuación. En La comunidad desobrada, Jean-Luc Nancy (2001) esgrime a propósito del éxtasis en Bataille, que tal figura responde a la imposibilidad de la absolutez de lo absoluto, o a la imposibilidad de una inmanencia absoluta y acabada. Desde este punto de vista, el éxtasis vendría a definir la imposibilidad, tanto ontológica como gnoseológica de lo absoluto, que se expresa en la comprensión clásica tanto del individuo como de la comunidad. Para Nancy, el individuo y la comunidad son solidarios de lo absoluto, ya como in-dividuo cerrado en sí, ya como la pura totalidad colectiva que se supone apropiada de sí misma. En este punto la cuestión de la comunidad se hace inseparable de la cuestión del éxtasis. En esa misma línea, continúa preguntando por la singularidad: “¿Qué es un cuerpo, un rostro, una voz, una muerte, una escritura –no indivisibles, sino singulares? ¿Cuál es su necesidad singular, en la partición que divide y que hace que comuniquen los cuerpos, las voces, las escrituras en general y en totalidad? En suma, esta cuestión formaría el reverso exacto de la cuestión del absoluto. Por este motivo, ella es constitutiva de la cuestión de la comunidad (…) Pero la singularidad no tiene nunca ni la naturaleza ni la estructura de la individualidad” (Nancy, 2001: 21-22). En otras palabras, opone singularidad e individualidad, en el mismo constructo conceptual que, sin embargo, hace corresponder inmanencia y absoluto. Quisiéramos, en modesta respuesta, arriesgar un desarrollo de la cuestión de la comunidad que, a su vez, nos permita resignificar la individualidad y la inmanencia. La cuestión es retomar el tono extático que demanda Nancy, esa figura del exceso propuesta por Bataille, y evidenciarlo en el modelo que propone Gilbert Simondon para la individuación, y Roberto Esposito para la communitas. No sobra 15 declarar que suponemos la articulación de estos dos modelos teóricos precisamente en la propuesta de una inmanencia que llamaremos del exceso. El centro de nuestro trabajo es la noción de exceso. Esta idea trae consigo dos consecuencias: por una parte nos permite confrontar de manera crítica la cuestión de la comunidad abordada desde un punto de vista negativo, como falta y carencia, en las obras de Esposito y Nancy. Esta oposición fundamental a la idea de la carencia es posible al contraponer una comunidad del exceso. Por otra parte, una ontología del cambio y de la diferencia, que se configura desde esta noción, se encuentra en su camino con la finitud, pero no la supone como principio. Una ontología del exceso se diferencia de una ontología de la finitud, no porque se niegue el carácter finito de nuestra existencia, sino porque comprende la finitud como efecto, como resto de un proceso, que tiene como condición el carácter excesivo de la vida como singularidad y la multiplicidad. Comunidad, inmunidad, individuación, inmanencia, vida y exceso serán las categorías fundamentales de este ensayo –de antemano declarado inacabado e inacabable—, constituyendo el ecosistema conceptual en el que anidarán la figura del nacimiento como paradigma –y el naciente como personaje—como esbozo de una biopolítica afirmativa, a la vez que como modelo crítico para comprender el riesgo de una familia fundada en una semántica de soberanía, que lleva como riesgo a un totalitarismo de la identidad, que articula a los individuos en medio de regímenes con una inminente deriva de muerte. Con Esposito recorremos el camino que va desde la crítica de la comunidad, como comunidad de lo uno y de lo propio, a una propuesta de la communitas como fundamento de una ‘ontología del cambio’. Sin embargo, la comunidad toma un carácter negativo, aunque operativo dialécticamente desde la diferencia. En un segundo tramo, exponemos el ‘paradigma inmunitario’ – propuesto por Esposito— 16 como respuesta al carácter paradójico que adquiere la biopolítica en los trabajos de Foucault. La categoría de inmunidad nos permite construir un puntal hermenéutico de partida, en el que vida y política se encuentran anudados originariamente. Esta es la fuerza del modelo de Esposito ante la dicotomía de la biopolítica. Vida y política no se suponen separadas en principio, y posteriormente articuladas en figuras que toman un valor, ya sea afirmativo –como producción de vida y subjetividad—o negativo –como producción de muerte--. El paradigma inmunitario expone, de manera sintética, que la inmunidad es el procedimiento negativo que la vida opera para defenderse. Decimos negativo, pues la inmunidad es la incorporación de la amenaza como defensa ante ella misma, en otras palabras, protegerse mediante aquello que, en su extrañeza, pone en riesgo a la vida. De esta manera, luego de los dos primeros capítulos, hemos construido una comunidad como principio ontológico de diferencia, y un paradigma inmunitario, que opera en y desde la comunidad misma, como protección negativa, lo que explica el doble carácter de la biopolítica; el cambio cualitativo deriva de un cambio cuantitativo. La biopolítica negativa aparece como consecuencia de un exceso de inmunidad –como en las enfermedades autoinmunes, donde se dirige el ataque sobre aquello que pretende protegerse—o, como ausencia de inmunidad—tal como en los déficit inmunitarios. Así, Esposito ya desarrolla una biopolítica afirmativa al comprender la inmunidad, ya no desde una carga semántica bélica, de destrucción de lo extraño, sino como modelo cognitivo, que actúa reconociendo y constituyendo la identidad biológica a proteger, por incorporaciones y variaciones de lo extraño. En esta concepción de la inmunidad como sistema de reconocimiento e identidad, por necesidad y acción de lo extraño, nosotros comprendemos un modelo del exceso, que nos lleva a reformular la communitas como comunidad del exceso, confrontando tanto la ontología de la finitud, como el carácter negativo de la comunidad que Esposito no replantea en su obra, a pesar de sus mismos desarrollos que lo conducen a una biopolítica afirmativa. 17 Para esta reformulación de la comunidad, nos apoyamos en la tesis de Simondon a propósito del principio de individuación, particularmente lo que corresponde con la individuación psíquica y colectiva. La radicalidad de esta propuesta, se debe a la condición de pre-individualidad del ser. Volviendo sobre la ontogénesis, Simondon pone el énfasis en el proceso de individuación y ya no en el individuo, supuesto como acabado y cerrado en sí mismo. La individuación como tránsito de una preindividualidad a un individuo, nos ayuda a comprender el carácter ontológico y operativo del exceso. Lo pre-individual es un momento del ser, problemático y real, que no coincide con el individuo, pero que es condición inicial y permanente --como carga que acompaña al individuo-- de individuación. En esta comprensión, el individuo es una solución parcial a un sistema problemático y metaestable de carácter pre-individual. Sin embargo, tal parcialidad no es carencia. El individuo resuelve de una forma entre muchas la problemática pre-individual, lo que a su vez altera la carga pre-individual que opera como nuevas condiciones problemáticas a ser resultas. De esta manera, Simondon critica el modelo hilemórfico como fundamento para pensar el ser en general, pero sin olvidar al individuo, que termina resignificado y excedido, pero nunca negado. La fuerza de este modelo la articulamos en tres claves argumentativas que son centrales en nuestro trabajo: en primer lugar, el individuo es sólo un momento de un proceso que lo excede porque lo pre-individual es tan real como lo individual. En segundo lugar, el proceso de individuación no agota el carácter problemático de lo pre-individual en lo individual, lo que particularmente hace del individuo biológico un teatro de individuación continua. Y tercero, que es lo que nos ayuda a reformular la cuestión de la comunidad, una parte de la carga pre-individual que no se resuelve en el individuo pasa a resolverse, por relación de preindividualidades, en una individuación de mayor orden que es la individuación colectiva. Así, la comunidad que se concluye de este modelo, no es una suma de 18 individuos, sino un nuevo proceso a partir de excesos pre-individuales que se resuelven en la comunidad, que a su vez no coicide con el individuo colectivo, sino con el proceso continuo de individuación. Los individuos interactúan entre sí, pero lo que funda la comunidad, es la relación, no entre ellos como individuos individuados, sino entre sus cargas problemáticas pre-individuales. Una vez hemos reformulado la comunidad, como comunidad del exceso, apoyándonos en los procesos de individuación psíquica y colectiva, pero también en la concepoción problemática de la vida como exceso, nos hemos distanciado de Esposito en la formulación de una biopolítica afirmativa. Por ello, presentamos el nacimiento como tránsito, y al naciente – aunque sería mejor decir un naciente— como paradigma y personaje conceptual, respectivamente, de una biopolítica afirmativa que articula una comunidad ética y política. Pero para mostrar la ‘potencia’ afirmativa del nacimiento, debemos mostrar los procedimientos que en este nivel pueden derivar en una negatividad por conjura del exceso. Por ello presentamos una aproximación crítica al modelo soberano de familia, que tiene a la identidad como bandera de identificación y apropiación –procedimientos de la sobreinmunizada comunidad de lo uno—, para con ello evidenciar la alternativa que se concluye del modelo propuesto por nosotros. Ante todo, se trata de un trabajo que hace énfasis en el carácter cualificado del bíos, pero se trata de una cualificación por singularidades múltiples, que nos llevan a concluir la necesidad de vérnoslas con las ‘condiciones de individuación’ tanto como con los individuos. Reconocer la necesidad de una ética, tanto como una política, del exceso, que pueda articular lo pre-individual como condiciones que determinan –aunque no predeterminan—las individuaciones que se producen, a nivel psíquico y colectivo correlativamente. Si no hay más naturaleza humana que su propia producción, una biopolítica afirmativa de cara a un naciente, lo reconoce como potencia absoluta de cualidades pre-individuales, que se resolverá en uno u 19 otro individuo de acuerdo a las condiciones que configuremos en nuestras relaciones. El grito de un naciente nos expone a la singularidad y multiplicidad de una vida no resuelta y que nos demanda un cuidado. Más allá de los individuos, lo que implica radicalmente es el cuidado de lo aún no resuelto en nosotros, el cuidado de nuestro siempre naciente, que terminamos por llamar infancia, como el exceso monstruoso del que procede el riesgo al tiempo que la esperanza. La infancia es la carga de potencia, tanto como de vulnerabilidad, que nos acompaña; aquello que no retorna, y a lo que no podemos volver, por su carácter siempre presente como virtualidad real por resolver. Esto es lo que consideramos sugestivo de la comunidad del naciente. “Empezar porque sí y acabar no sé cuando, el azul me da el cielo y el iris los cambios”, dice una canción de Héroes del Silencio que lleva por título Deshacer el mundo. No nos queda más que un atrevimiento parafraseando a Artaud en el inicio de El pesanervios (2002) : ‘la vida es quemar preguntas. Suspendo en la vida este texto, que no puede ser más que una exposición, una deriva al acecho, pero sobre toto, acechada por todas las cosas exteriores incluyendo las oscilaciones de mi yo, de aquel nos-otros por venir. 1. La comunidad en deuda Repito, en lugar de Bataille, la interrogación: ¿Por qué ‘comunidad’? La respuesta está dada bastante claramente: “En la base de cada ser, existe un principio de insuficiencia…” (principio de incompletud). Maurice Blanchot (2002: 18) Tal vez de manera un tanto apresurada decimos que se nos presenta en nuestra vida cotidiana la evidencia de estar con otros. Decimos apresurada, pues la pura co-presencia nos pasa de largo, nos parece demasiado obvia hasta el momento en que el otro ‘insiste’ demasiado en su ‘estar también ahí’. El otro deja de ser obvio para hacerse problemático a nuestro ojos cuando nos interrumpe –cuando irrumpe en medio, entre nuestros instantes—, fraccionando el flujo de nuestra existencia. Es el momento de la proximidad, aquél en el que la cercanía sin embargo se delata como pura distancia: parece tan cercana la otra orilla, y al mismo tiempo un abismo sin fondo entre ambas. Estamos con otros. Afirmación radical que se traduce en lo que se ha dado en llamar: ‘la cuestión de la comunidad’, que es, en otras palabras, el compromiso de pensar en diferentes vías, lo que se nos impone como existencia común, que no es otra cosa que decir nuestra existencia a secas. La evidencia de ser juntos, lejos de ser una simple evidencia, se ha configurado en la modernidad como la antítesis misma de la comunidad. Se trata, de lo que ha ido en el pensamiento de la filosofía política moderna del hecho de estar juntos, a pensar la categoría de ‘lo común’. Ser juntos, se dirá ser-en-común. Ahora bien: ¿Qué es lo común? Es la cuestión inicial que nos convoca en este trabajo. Nos es imperativa una necesidad de pensar de otra forma lo común; ese común que se ha dado como lo propio de muchos, ese común sustancializado, ese 21 común de lo mismo, ese común que antes que contrastar, replica el modelo de lo propio. Y es imperativo, cuando la historia nos trae una y otra vez la imagen de cómo en nombre de la ‘comunidad’ – ya sea particular como raza, etnia, pueblo o nación; ya sea como comunidad de todos los hombres—de la ‘humanidad’ se ha desplegado un terrible poder de destrucción y muerte: Que la obra de muerte –sustrayendo de hecho la muerte misma su dignidad, en la aniquilación—se haya llevado a cabo en nombre de la comunidad –aquí la de un pueblo o una raza autoconstituida, allá la de una humanidad autotrabajada—es lo que ha puesto fin a toda posibilidad de basarse sobre cualquier forma de lo dado del ser común (sangre, sustancia, filiación, esencia, origen, naturaleza, consagración, elección, identidad orgánica o mística) (Nancy, 2003: 11 ). A partir de esta necesidad de vérnoslas con otra forma de lo común, con otra alternativa de experiencia posible, aparece la comunidad en la obra de Roberto Esposito (2003): lejos de ser una cuestión poco pensada o debatida, aparece, tal vez, pensada en exceso. Decimos ‘pensada en exceso’, pues la dificultad –si no la aberración, en palabras del propio autor—del tratamiento que se ha hecho de la comunidad en cierta filosofía política, ha sido, precisamente intentar reducirla haciendo de ella su ‘objeto’ discursivo. En su lugar, se propone impensar la cuestión de la comunidad. Impensar sería el procedimiento de hacer retroceder el carácter de objeto para el pensamiento que se le ha supuesto a la comunidad. Al intentar nombrarla se la ha desvirtuado, encapsulándula en el lenguaje conceptual del individuo, de la totalidad, de la particularidad –o más fuerte aún, en el origen o el fin--. Las teorizaciones sobre la comunidad que denuncia Esposito, la han sobrepuesto a la categoría de sujeto, sin renunciar para nada a la carga metafísica del término con connotaciones de unidad, absoluto e interioridad. Precisamente “[e]s esta primacía del sujeto –entendida como completa presencia ante sí mismo y, de este modo, como posesión plena de su propia sustancia—lo que vincula en un mismo marco onto-teológico a todas las filosofías de la comunidad 22 del siglo XX” (Esposito, 2009: 14). En las filosofías comunitarias, comunales y comunicativas1 la comunidad aparece como una cualidad, o atributo que se predica de uno o más sujetos, en tanto se evoca una esencia común. En otras palabras, la concepción de la comunidad a partir de aquello común a muchos, propio de cada uno y de todos, antes que oponerse al paradigma individualista, lo infla e hipertrofia en una especie de ‘supreindividuo’ o ‘metasujeto’. Al mismo tiempo, las culturas de la intersubjetividad suelen reducir la alteridad a un alter ego que es, al fin y al cabo, un semejante que duplica la figura de la individualidad y la reproduce al infinito. Lo que resulta, a pesar de todas las diferencias que se aludan, es que se remite la comunidad a la figura de lo propio: esa propiedad común que define a cada uno de los miembros de la comunidad como pertenecientes a ella, al tiempo que los define a sí mismos. Por ello, impensar la comunidad es, en la obra de Esposito, un momento decisivo que va de la elaboración de lo impolítico a su propuesta paradigmática de la biopolítica (asunto del que nos ocuparemos más adelante). En sus, paradójicamente, propias palabras, su “reflexión sobre la categoría de comunidad (…) es una modificación [respecto de la elaboración de lo impolítico] en el sentido de que traslada la voluntad reconstructiva desde el plano de una analítica de la finitud al de una ontología del cambio” (2009: 14). El desarrollo que hace Esposito reconecta a la communitas, a partir de un abordaje etimológico –de ahí el recurso al vocablo en latín— sobre el concepto, con su implicación de categoría originaria. Ahora bien, tal condición originaria de la comunidad no puede ser comprendida en su novedad por fuera de su marco ontológico. No se trata entonces de una condición perdida, y mucho menos de un telos histórico de la humanidad (pues como veremos problematiza la noción 1 Esposito remite bajo estas categorías, reconociendo sus diferencias específicas, el organicismo alemán de la Gemeinschaft, el comunitarismo americano, la ética de la comunicación de Apel y Habermas, y también la tradición comunista misma. 23 misma de humanidad); antes bien, propone un carácter activo de la comunidad en su condición misma de negatividad. Si bien la comunidad se nos presenta en condición real, no por ello supone una entidad o positividad ontológica, tanto como una actividad productiva de cambio, fundada en una ontología de la diferencia y de la multiplicidad: Como no pertenencia e impropiedad de todos los miembros que la forman en una recíproca modificación, que es el cambio propio de la comunidad misma: su ser siempre otra cosa de aquello que quiere ser, su no poder consistir en tal, su imposibilidad de hacer obra común sin destruirse. He aquí el sentido y la raíz de nuestra común melancolía. Si la comunidad no es más que la relación –el ‘con’ o el ‘entre’—que vincula sujetos, esto significa que no puede ser a su vez sujeto, ni individual ni colectivo. Que no es un ‘ente’, sino precisamente un no-ente, una nada que precede y corta todo sujeto sustrayéndolo de la identidad consigo mismo, confinándolo a una alteridad irreductible (Esposito, 2009: 47-48). Para elaborar la deconstrucción de la comunidad y su carga semántica en el lenguaje de la filosofía política, Esposito (2003) propone buscar un nuevo ‘puntal hermenéutico’ –un nuevo punto de partida. Para ello recurre a la etimología del término latino communitas. De esta manera, al remitirnos al primer significado que se registra del sustantivo communitas, tanto como de su adjetivación correspondiente en el vocablo comunis, lo que encontramos es, precisamente, que su campo semántico adquiere sentido por oposición a lo ‘propio’. Lo común es, específicamente, lo que que no es propio. Este significado inicial, ubica a la communitas en el campo de sentido que ya se encuentra en el koinos griego, así como en el gemein gótico del que derivarán Gemeinde, Gemeinschaft. Sin embargo, se va a agregar una complejidad semántica en el término communitas como derivación del término munus. Este vocablo nos remite a un ‘deber’, a una ‘obligación’, además de a un ‘intercambio’ –que se expresa en su raíz mei. De esta manera, el alcance inicial de este procedimiento etimológico, implica en la communitas una acepción de don y de deber, que se opone al carácter del proprium. El munus sería – 24 concluyendo rápidamente- un don que no nos es propio y del cual estamos obligados a su retribución. El don recibido –y que implica una gratificación y agradecimiento—es expropiado de antemano en la obligación de retribuir, de poner en intercambio en un procedimiento que lo pone a disposición y a merced del otro. La communitas no está unida por una ‘propiedad’, por algo que pertenecería a cada uno y a todos los miembros de la misma, antes bien, lo que ‘vincula’ es justamente un ‘deber’, una deuda, una retribución que expropia a cada uno, pero que no se transfiere a nada, ni a nadie: la communitas es pura circulación, sin apropiación. ¿Qué otra cosa es lo ‘común’ sino la falta de lo ´propio´, esto es, lo no propio y lo inapropiable? Precisamente éste es el significado que etimológicamente se inscribe en el munus, del cual deriva la communitas y que lleva dentro de su propio no pertenecerse. Como no pertenencia e impropiedad de todos los miembros que la forman en una recíproca modificación, que es el cambio propio de la comunidad misma: su ser siempre otra cosa de aquello que quiere ser, su no poder consistir en tal, su imposibilidad de hacer obra común sin destruirse (Esposito, 2009: 47). Esta deriva etimológica nos ha llevado a un punto que no es el de la acepción de la comunidad de lo uno, lo mismo –el uno en el que convergen los muchos que tienen por propio lo mismo-. No es ya la comunidad de la identificación. La comunidad sería, en su acepción más originaria, una desapropiación de los sujetos que la conforman: el efecto de la comunidad, por expropiación, es el de ‘menos sujeto’, la obligación de éste a salir de sí mismo, en el contacto –contagio—con el otro: fuera de sí, no puede identificarse el yo con el otro, sólo queda ‘ser otro’: la alteración. Si hubiera que pensar un sujeto –que intentaremos esbozar en sus condiciones más adelante—de la comunidad, sería precisamente un no sujeto o, por qué no, un sujeto “de su propia ausencia, de la ausencia de lo propio” (Esposito, 2003: 31). Este es el carácter negativo que encara ontológicamente la communitas. En la desapropiación es la nada misma, volcada como experiencia de finitud, la que 25 encara al sujeto. Se trata de la finitud ontológica que precisamente se opone a la suposición del individuo –in-dividuo, completo en sí—como absoluto. La resonancia –y la deuda— de Esposito con Nancy es importante en este punto. El carácter ontológico de la comunidad tiene, en una de sus aristas, precisamente al mundo como destino. No se puede hablar de mundo de átomos, o individuos cerrados en su propio ser para sí y por sí. “Es necesario un clinamen. Hace falta una inclinación o una disposición del uno hacia el otro, del uno por el otro o del uno al otro. La comunidad es al menos el clinamen del ‘individuo’” (Nancy, 2001: 17). Lo que opone la comunidad con el individuo es el pretendido carácter ab-soluto de éste. Como consecuencia, la comunidad misma sólo puede ser la gran ausente en todo pensamiento fundado en una metafísica del sujeto absoluto, y por tanto en cualquier metafísica de lo absoluto en general. La comprensión de ser como perfectamente suelto, distinto, clausurado, calca –o hace derivar- una comprensión que clausura al sujeto en el individuo. De allí la lógica de la carencia de relación en figuras como el Individuo o el Estado. Si el individuo es absoluto y es, a su vez, distinto de otro ¿cómo se resuelve la paradoja de lo múltiple en lo uno? Lo que se termina proponiendo es una figura de la comunidad que encierra la separación, al mismo tiempo que la separa, como totalidad, de lo otro, redoblando la paradoja. De ahí los pensamientos de una comunidad que comulga en un mismo cuerpo, que encierra la separación de los individuos en una separación de los mismos con los otros. Comunidad de lo común de muchos, no es otra cosa que la sobreposición del individuo en un conjunto de iguales, de idénticos a sí mismos en aquello que comparten. Si en un primer momento la reflexión sobre la communitas se funda en un origen distinto de aquel lenguaje de la filosofía política que calcaba la comunidad del sujeto, ahora el camino del autor toma otra vía. Si la communitas es la gran ausente del pensamiento político, no lo será por ser pensada, antes bien, porque a pesar de 26 los intentos de calco, ésta no deja de problematizar, de retroceder incisamente como el mar en la playa. Al intentar hacer de la comunidad un objeto para el pensamiento, ella ha operado en éste como lo impensado mismo de la comunidad. No ha dejado de ocultarse como secreto incofesable –diría Blanchot—pues impúdicamente ha revelado el pudor de su propia negatividad, de su no ser, no poder ser, no deber ser ‘objeto’. Sin pudor, la comunidad se ha jugado una y otra vez como la desgarradura misma en el pensamiento de lo absoluto. Aparecerá una y otra vez contradiciéndose y diciéndose al mismo tiempo. Consideramos que ese es precisamente el diagrama que dibuja Communitas. Origen y destino de la comunidad. El giro que comienza con este texto en la obra de Esposito –y que irá derivando en la propuesta de un paradigma biopolítico primero y, luego, en una filosofía de lo impersonal—es, como él mismo lo ha expresado, el de una ‘ontología del cambio’. Ahora bien, el procedimiento no es ni directo, ni mucho menos expositivo. No podría serlo, dentro de su desarrollo mismo, pues irá apareciendo en su misma condición negativa. Si no es presentado directamente, el asunto ontológico de la comunidad será abordado por rodeo, podríamos decir ‘impensándolo’, al evidenciar lo que llamaríamos la acción ontológica de la comunidad en su repliegue como objeto para el pensamiento. El miedo, la culpa, la ley, el éxtasis y la experiencia son las figuras que establecen el esquema general del texto –que por cierto se corresponde con sus capítulos-. Sin pretender resumir o exponer el texto en su integridad, queremos señalar algunos puntos en los que se declara impúdicamente el carácter ontológico de la comunidad. Tal carácter, se presenta con un estatuto negativo. Tres categorías expresan en Esposito, entrecruzando las diferentes figuras, este impensar de la comunidad: ella es originaria, necesaria e imposible. Sin embargo, son la primera y la última de estas categorías las que terminan por negar el carácter real mismo de la comunidad. Al pensarla como originaria se da paso a una ‘melancolía de 27 comunidad’, al tiempo que al pensarla como imposible se propone como fin nunca resuelto de la humanidad. Confundir la necesidad de comunidad con una positividad ontológica, y más aún, como positividad absoluta, ha derivado en hacer de la comunidad “un bien, un valor, una esencia que –según los casos—se puede perder y reencontrar como algo que nos perteneció en otro tiempo y que por eso podrá volver a pertenecernos. Como un origen a añorar, o un destino a prefigurar, según la perfecta simetría que vincula arche y telos” (Esposito, 2009: 23). El carácter necesario de la comunidad se ha traslapado en las figuras del origen y del destino, al imponerse su condición de negatividad ontológica. En tanto origen, necesidad y negatividad se expresan en la melancolía de comunidad, en una nostalgia de aquello a lo que deberíamos regresar (como en Rousseau), pero que en todo caso ya no somos; y en tanto destino, aparece como aquello a lo que se debe aspirar, como lo aún irrealizado, y que aunque tal vez irrealizable, jalona desde el porvenir el destino de la humanidad o nos hace dirigirnos hacia ella. La cuestión para Esposito es de otro carácter. Antes que un principio o un final, la comunidad es una condición, “a la vez singular y plural de nuestra existencia finita” (Esposito, 2009: 57). Asumir el límite, la propia finitud que es expropiación misma, sería precisamente el único munus, la condición misma de lo común. Volvamos entonces al desarrollo de Esposito para perseguir el carácter perentorio que se expresa en algunas de las formas de pensar la comunidad en la modernidad. Uno de los estandartes de la finitud ha sido la muerte. Nuestra condición mortal, que supone ante todo la de seres vivos, toma la voz en Hobbes bajo la forma del miedo. Este pensamiento figura al miedo como condición originaria. El miedo tensa la línea del viviente que comparece ante la muerte. La filosofía política de Hobbes instaura una subjetividad que desdobla al viviente: la vida en el hombre no es la 28 simple lucha – como si en algún caso fuera simple—de permanecer en vida siempre ante una muerte que opera como límite y condición; vivir ya no es sólo el acto continuo de posponer la muerte, en todo caso inevitable, inexorable. El ser humano tiene una carga de subjetividad originaria, como ser que comparece ante la muerte: lo que le es más propio y que a su vez es su límite como pura desapropiación. Ser mortales, en Hobbes, es ser ante todo ‘sujetos al miedo’. “Miedo de no ser más lo que somos: vivos. O de ser demasiado pronto lo que también somos: precisamente ‘mortales’ en tanto destinados, confiados, prometidos a la muerte” (Esposito, 2003: 54). En el ámbito político, el miedo no sólo está en el origen, sino que es, él mismo, el origen de la política. Lo realmente novedoso en Hobbes, no es tanto la concepción originaria del miedo, como su doble carácter originario: el miedo no sólo origina y da cuenta del pacto, sino que lo mantiene. Recordemos en este punto, que nos interesa perseguir el rodeo de Esposito hacia un carácter ontológico de la comunidad, a la vez que negativo y operativo. Su paso por Hobbes nos ofrece una primera pista: en el estado de naturaleza, el individuo humano proyecta fundamentalmente su comparecencia ante la muerte en el otro. Aquel otro, que puede darle muerte. Y sin embargo: ¿De qué otro se trata? El miedo se define en Hobbes como aquel sentimiento que sobreviene cuando se cierne sobre un bien la posibilidad de perderlo: es sólo imaginar perderlo. Pero, ¿de dónde viene la posibilidad de perder la vida, si no de la misma condición de estar vivo? De todo aquello que puede traer la muerte, o en todo adelantarla, aquel otro del estado de naturaleza es particularmente especial: se trata, ante todo, de un otro como yo. De todo aquello que no soy yo, y que puede darme muerte, hay uno que se diferencia. El estado de naturaleza es el estado del miedo ‘recíproco’: el otro es objeto de mi temor, en la misma medida en que yo, a su vez, puedo darla muerte. En el estado de la naturaleza, lo común y originario es el miedo. La 29 comunidad del temor fundada en el peligro común de ser fatal para el otro. La comunidad de los que se saben fatales. ¿De dónde vendrá el mayor de los riesgos sino de aquel, que como yo, posee la idea de su propia finitud? El miedo hobessiano nos pone ante una primera y originaria forma delo común: lo que ya se sospecha proviene del carácter mismo de la común finitud. Pero el miedo hobessiano da un salto sobre este supuesto: el otro debe reducirse a un “como yo”, a un igual, al menos potencialmente. La diferencia de los hombres no se instaura en su singularidad: el otro es el doble y toda diferencia es de grado, de grado de vulnerabilidad, de grado de fatalidad. Los iguales ante la muerte, se diferencian en fuertes y débiles por aquello mismo que los identifica. La comunidad del temor, ya en el estado de naturaleza, funda en la finitud una relación de simetría común con la muerte. El paso al estado civil – el siguiente modo originario del miedo—no sólo tiene como condición la fatalidad el hombre para el hombre, sino que se nutre de ella como lo que dará de comer al gran artificio de la sociedad: se trata de una institucionalización del miedo, que en sentido riguroso, entonces, no es otra cosa que una institucionalización de la finitud y por tanto de la muerte. Esposito llama a esto el modelo de arcaicidad de lo moderno: “la permanencia del origen en el tiempo de su retirada” (Esposito, 2003:61). Si bien el carácter mortal está en el origen, el miedo es una figura que en Hobbes opera desde el paradigma del individuo. Más aún, lo que hace de Hobbes un adversario de la figura de la comunidad es precisamente la objetivación que, a través del miedo, el hombre pretende realizar de su misma condición de finitud. El carácter negativo –en sentido ontológico—de la finitud, se trastoca en una positivación política que hace ‘objeto’ lo que no puede ser objeto de ninguna forma. No, a menos que opere el anverso de la communitas: la immunitas. Sobre el paradigma inmunitario volveremos luego, por ahora permanezcamos en la cuestión de la comunidad. 30 Ahora bien, aquello que no puede ser objeto -la muerte, la finitud- sólo puede pretender objetivarse en una figura que lo encarne: el otro. De ahí que el otro no pueda ser tal más que siendo uno como yo. La figura del individuo distorsiona el carácter común de la propia finitud, en la figura individual del otro como peligro. Lo que se trastoca, en un movimiento para nada sutil, es que de la común condición mortal, lo que se objetiva es la común posibilidad de dar muerte. Deja el individuo de comparecer ante la muerte, que en principio lo expropia de toda individualidad, para individualizar la muerte en el otro. El giro de tuerca parece más psicológico que ontológico: la muerte de la que puedo cuidarme es aquella que viene, y sólo puede venir, de aquel que como yo mismo comparece ante ella. El individuo hobbesiano se desdobla antes de cargar en sus hombros lo que lo puede expropiar de sí mismo: un sujeto que carga su propia disolución, se duplica en un sujeto que teme a otro sujeto, que a su vez le teme. Lo aporético de la filosofía política hobbessiana y que interpretamos como la perentoriedad de la communitas, expresión de un carácter ontológico y negativo de la comunidad- es que el mismo individuo sigue cargando la muerte pues es, él mismo, el objeto de temor de otro como él. De una u otra forma, a pesar de la trasposición individualista, aquel como yo pacta conmigo la subordinación ante el soberano, figura que paradójicamente nos reúne a todos como iguales, no sólo ante la ley, sino que expresa en un metaindividuo, el objeto mismo de temor común. El soberano objetiva, ahora en el estado civil, la muerte: por un lado el temor de los individuos subordinados a él, por el otro la capacidad legítima de dar muerte a uno de los individuos en nombre de lo común. Otra de las consecuencias en contra de la comunidad del modelo hobbesiano, en la subordinación de todos los individuos al Estado – de todos, pero al fin de cuentas, de cada uno— es que opera, a su vez, como disociación. La subordinación y la figura del miedo común al Estado y su legítima violencia, no conjuran el miedo 31 propio de la existencia común. La unidad de los individuos en el Estado se configura como unión desvinculada. Cuando lo común se opera desde la exacerbación de lo propio, sólo queda lo mío, y lo tuyo, esto es, “una partición en la que nada se comparte” (Esposito, 2003: 66). La inmunización del Estado, se calca de la inmunización ‘común’, de cada individuo, contra ese riesgo de muerte que contiene la comunidad, en tanto com-partir la finitud. Para Esposito, desde la filosofía política de Hobbes, se inaugura el modelo inmunitario en oposición contrastativa a la comunidad: cuando la relación es portadora de un peligro mortal, la vinculación de cada individuo con el Estado Leviatán, conjura cualquier vinculación entre sí. El vínculo, la relación que carga ahora la muerte es aquella del individuo y el Estado. En el argumento de Esposito, la paradoja que Hobbes introduce y que él mismo pretende resolver en la autorización como principio de legitimidad, lejos de resolverse, se tuerce a sí misma en la tuerca del sacrificio. Los individuos no solamente renuncian a su fuerza individual para conjurar el riesgo que se representan mutuamente. Además, cada individuo autoriza a una persona que lo representará. Sujeto al Estado, éste sin embargo encarna su propia subjetividad al representar la voluntad de los individuos. El estado de naturaleza, más que ser superado en el estado civil, es puesto en juego en la figura del soberano que “es aquel que ha conservado el derecho natural, en un contexto en el que todos los demás han renunciado a él” (Esposito, 2003: 70). De esta manera, el Leviatán devora a la naturaleza misma bajo operaciones que en última instancia son de carácter psicológico: representación e identificación. La figura del sacrificio, en la que cada individuo renuncia a sí para autorizar en la persona del soberano su propia representación, opera a su vez como identificación entre súbditos pues al tiempo que recae en el soberano la representación de un ‘nosotros’, lo que identifica a este ‘nosotros’ como tal, desarraigado de todo vínculo, es la propia renuncia, la identificación con el otro en su propia pérdida de identidad. Sin 32 embargo, al mismo tiempo, el soberano no es una figura que exceda el paradigma individualista, es completamente simétrica con la del individuo: se trata de una identidad del soberano con cada uno de los individuos, pues encarna lo que a su vez es más propio, la posibilidad de la muerte. Por el momento, mientras desarrollamos más detenidamente la figura de la inmunización, pero habiéndola introducido en este apartado sobre Hobbes, baste decir que la inmunización del Leviatán, el procedimiento de protección ante su propia finitud, ante su disolución, se realiza incorporando en la figura del soberano aquello mismo que cada individuo pretende conjurar tras el miedo que produce la amenaza del otro: El estado Leviatán se inmuniza por el procedimiento de sacrificio que le autoriza sólo a él, el derecho legítimo que correspondía a cada hombre en su estado de naturaleza, a saber, el uso de la fuerza y la posibilidad de dar muerte. Una vez sometidos sacrificialmente al Estado Leviatán, pero inmunizados de todo vínculo que porta el riesgo de muerte, la comunidad del miedo representada en el Soberano adquiere otro talante que se superpone. El uso de la fuerza no se restringe en su dirección hacia cada individuo subordinado; lo común del miedo adquiere otra objetivación: representados e identificados en la figura soberana, la fuerza legítima se va a dirigir contra todo aquello que atente contra el soberano mismo. La relación de interioridad-exterioridad funciona en virtud del riesgo. El soberano dirige entonces sus fuerzas contra su enemigo, que de esta manera es, a su vez, enemigo común ya sea súbdito o no. El enemigo del Estado es, al mismo tiempo, enemigo común de cada individuo subordinado e identificado con él en el sacrificio y la autorización. Esta comunidad del miedo, del miedo en tanto origen, hace preguntarse a Esposito por el carácter primario del miedo. Si bien el miedo es primario frente al sacrificio 33 que de él deriva para conjurarlo, ¿qué opera perentoriamente en el miedo de manera tal que, antes que ser conjurado, se establece como condición permanente en el aparato político de Estado? La pesquisa nos lleva a buscar una especie de archi-origen, de principio del miedo mismo del cuál éste a su vez deriva incesantemente. En virtud de que tal miedo frente al Estado no es un temor que pueda hacer razonar y disponerle una réplica, sino que se trata de un ‘terror’ que inmoviliza para no resistirlo, la cuestión deviene en aquello que pueda originar tal tipo de temor irracional por principio. En este camino Esposito superpone la figura antropológica propuesta por Freud de ‘asesinato del padre’. El carácter estructural del miedo-sacrificio, nos conduce a una nueva figura, que intermediada por el discurso freudiano, invita ahora a Rousseau a escena: [L]a política nace signada por una culpa originaria que sólo puede reparar introyectándola en términos de renuncia, en esa dinámica sacrificial y autosacrificial (…) Se puede decir que el sentido último del discurso de Rousseau se identifica en la separación entre premisa y resultado de este pasaje: entre asunción de la culpa y prescripción del sacrificio. Naturalmente, este corte presupone una muy distinta caracterización de la culpa misma: esta no es más el asesinato ritual del padre cometido por la comunidad de hermanos; es más bien el conjunto previo de hechos que sustrae a la comunidad la posibilidad de su propia realización. También aquí un ‘delito’: pero sólo en el sentido objetivo del delinquere –faltar- (Esposito, 2003: 84). La crítica de Rousseau, una vez propuesta la figura de la culpa, del delito ‘preoriginario’, no será a propósito del funcionamiento del aparato hobbesiano. Se trata más bien de una oposición a los fundamentos hobbesianos. Lo que Rousseau reclama es el carácter histórico con el que pretende recubrirse un origen que, por principio, estaría por fuera de cualquier tiempo. Aquello que estaría en el origen y retirado de toda historia es precisamente el ‘hombre natural’, que por cierto nunca define, pero sobre el que supone una forma natural individual, absoluta y separada de ante mano. El origen es precisamente el no-vínculo entre los hombres. La negación misma de la comunidad, su carácter negativo como el retorno siempre 34 insistente del origen que puede aparecer y acompañar la historia por que está precisamente por fuera de ella. Antes que el temor, la soledad es el estatuto del hombre natural de Rousseau, el desvinculado en el origen. Toda historia, toda técnica, no pueden conjurar tal condición sino devolviéndola una y otra vez. En este sentido cabe preguntarnos: ¿Qué se demanda o se inquiere en un origen por fuera de la historia? ¿Qué se demanda en una petición de naturaleza del hombre? La crítica de Rousseau al individualismo hobbesiano permanece, sin embargo, dentro del mismo paradigma. El ‘hombre natural’ rousseauniano es un individuo clausurado, absoluto, encerrado en su ser completo ante sí. De ahí el carácter originariamente solitario, la condición negativa de la comunidad como imposible e irrealizable. El artificio político, antes que trasformar la naturaleza absoluta del individuo humano, antes de inclinarlo fuera de su absoluto, sólo lo calca en una exaltación de su propia naturaleza: el modelo del uno y de la identidad. La operación del aparato político supone una identidad de cada cual con todos y de todos con cada cual en la medida en que opera como reducción de los muchos al uno. Instituir un pueblo se impone como la trasformación de cada individuo, que por sí es absoluto, cerrado y solitario, en parte de un todo mayor. En este punto, Esposito devela el riesgo protototalitario del calco político de un modelo metafísico de la individualidad. La naturaleza individual y absoluta de cada ser humano se calca en una exacerbación de la comunidad del uno: la humanidad, cerrada en sí misma como el calco de los individuos, ahora idénticos entre sí e identificados unos con otros. Lo que se conjura es la diferencia, el otro: De ahí se hace evidente que el riesgo protototalitario no está en la contraposición del modelo comunitario con el modelo individual, sino en la superposición que dibuja la comunidad contra la silueta del individuo aislado y autosuficiente: el camino que va del uno-individual al unocolectivo no puede más que recorrerse de manera directa, orgánicamente. 35 Es como si ambos –individuo y comunidad– no pudieran salir de sí mismos. No sabemos comprender al otro sin absorberlo e incorporarlo, sin hacerlo parte de nosotros (Esposito, 2009: 31). La necesidad de la comunidad, el imperativo de nuestra existencia en común, se anuda con su negatividad, con su imposibilidad. La comunidad es tan necesaria como imposible. Sin embargo, esta enunciación de imposibilidad se dice de dos formas. Una primera: la fórmula rousseauniana sugiere que la imposibilidad es un efecto secundario del carácter natural y primero de la naturaleza humana, esto es del hombre natural como individuo absoluto y solo. Cabría una segunda formulación de la imposibilidad, que predica de la comunidad su impredicabilidad, su retirada, su negatividad ontológica, su ser pura ausencia. No derivada de una metafísica del individuo, la comunidad es imposible porque preexiste como la condición a la vez finita y separada de sus ‘miembros’. En este punto, de la mano de Nancy, se oponen finitud y absoluto: el individuo (o el ya no individuo) se declina como no bastándose a sí, declinado hacia el otro que no es más ni menos que el ser otro de sí mismo. Pero en Rousseau, necesariedad e imposibilidad son paradójicas, pues por un momento el individuo rousseauniano tiene una doble faz: como absoluto, encerrado, al tiempo que finito en una especie de carencia fundamental. Es la debilidad del hombre la que lo hace sociable; son nuestras miserias comunes las que llevan nuestros corazones hacia la humanidad, nosotros no le deberíamos nada si no fuéramos hombres […] Los hombres no son naturalmente ni reyes, ni grandes, ni cortesanos, ni ricos; todos han nacido desnudos y pobres, todos sujetos a las miserias de la vida, a los pesares, a los males, a las necesidades, a los dolores de toda clase; en fin, todos estamos condenados a morir (Rousseau, citado por Esposito, 2009: 32). Por un lado individuo absoluto, por el otro finito y mortal en deuda con la humanidad, que pospone al tiempo que evidencia su propia finitud mortal. Tenemos dos caras de la relación individuo - comunidad. Comunidad de la falta – 36 delinquere—, en Rousseau parece decirse tanto de la comunidad imposible por la absolutez natural del individuo, su encerramiento y soledad, pero, a su vez, comunidad de la falta en el sentido de que es precisamente la finitud la que se comparte, individuos mortales. Absoluto y mortal. ¿Cómo pensar lo absoluto y lo mortal en una misma metafísica del individuo? ¿Por qué la necesidad se juega por finitud del individuo, al tiempo que su imposibilidad por el carácter absoluto del mismo individuo? A pesar de esta antinomia sugerente, de esta doble declinación de la metafísica del individuo en Rousseau, todavía la comunidad –ahora reconocida en su imposibilidad misma y no como condición perdida—se funda y calca, se deriva de un paradigma individualista: primero es el individuo, por más que se le decline en dos formas, luego se deduce la comunidad, su necesidad y su imposibilidad. A pesar de que aparecen perentoriamente necesidad e imposibilidad, aún se derivan de una ontología del individuo. La novedad de Esposito será extraer de esta perentoriedad una inversión ontológica: la comunidad será ontológicamente primera. Fidelidad a la finitud. Sin embargo su deriva ontológica, completada paradigmáticamente con la operación de la immunitas como contracara de la communitas, propone una nueva articulación de finitud y absoluto en clave distinta a la de Rousseau, al tiempo que no demanda un fanatismo por la finitud que expulse al individuo de la escena, como reclama radicalmente Nancy. Pero antes, reconozcamos un desvío –autorizado por el mismo Esposito— apartándonos en este punto de la cuestión de la experiencia y del éxtasis (desarrollados en el libro Communitas) y tomemos el camino de la ley, la melancolía y el nihilismo (camino que se recorre en el texto de 2009 Comunidad, inmunidad y biopolítica). 37 El vínculo de la communitas no es un vínculo cualquiera. Se trata, como se ha expuesto en el camino etimológico que rastrea Esposito, del munus que la declina: de un don, pero de uno que circula inapropiable por sus miembros, de una ‘obligación’ y, por lo tanto, de un deber vinculante. Los miembros de la comunidad están vinculados por una ley común. Sin embargo no se trata de nada externo que viene a imponerse a la comunidad misma: “La comunidad es una con la ley en el sentido de que la ley común no prescribe otra cosa que la exigencia de la comunidad misma. Éste es el primer contenido de la ley de comunidad: la comunidad es necesaria” (Esposito, 2009: 25-26). No hay que perder de vista que la necesidad de la comunidad es a su vez una obligación. En Kant se mantiene la idea de que la comunidad, aunque necesaria, es imposible. También apela a una doble naturaleza humana: “La natural ‘sociabilidad’ es a la vez equilibrada y contradicha por la natural ‘insociabilidad’” (Esposito, 2009: 34). La comunidad se trasfigura en una mera idea de la razón; no puede hacerse real, ni tampoco concepto. Hay una herencia rousseauniana en la imposibilidad de la comunidad, pero con un trasfondo hobbesiano en tanto el estado de naturaleza es un estado de guerra. Ahora bien, dicho estado de guerra, como estado natural, va de la mano del carácter absoluto de la libertad en su condición esencial. Pero, además de absoluta, la libertad tiene otra connotación fundamental en la obra kantiana: está conectada con el mal. Afirma Esposito, “La historia de la naturaleza comienza con el bien porque ésta es obra de Dios”, escribe Kant en un texto dedicado precisamente a Rousseau, pero “la historia de la libertad comienza con el mal porque es obra del hombre”. Si el hombre nace libre, en su origen no puede existir más que el mal. Es en este sentido en el que aquello que habíamos llamado la culpa –nuestro delinquere como falta de comunidad hacia la que tendemos y de la cual contradictoriamente derivamos—se presupone como condición trascendental de nuestra común humanidad (2009: 36). El Estado kantiano procede de la fuerza y coacción, pues debe actuar precisamente sobre esta esencialmente ilimitada libertad. La tarea de la política es limitarla con 38 un poder irresistible. La comunidad política no puede esperar a la comunidad ética. De hecho tampoco pueden coincidir, so pena de arruinar ambas, pues de hecho la comunidad ética kantiana es la comunidad faltante. La ley, como imperativo categórico no puede ser realizada, en la medida en que su prescripción tiene dos condiciones. Por una parte, sólo prescribe su deber sin aparecer formalmente más que como carente de contenido. Por otra parte el contenido se llena con una fórmula vacía: nuestra voluntad se comporte de tal forma que pueda constituirse en voluntad de una comunidad universal. Pero tal posibilidad está negada de antemano por el carácter originario de la libertad y el mal. La política no da espera a la ética, pero tampoco es un estado transitorio mientras se da el arribo de la comunidad universal de la ley del imperativo categórico, pues ésta última es irrealizable y, si el mal está en el origen, no es sólo en un sentido histórico, sino como principio siempre activo en la culpa. La culpa, siempre presente como expresión de finitud, impone de antemano el incumplimiento de la ley. La ley no se corresponde más que con un sujeto trascendental, en medio de una comunidad de seres de la finitud donde aquello que nos es común como hombres es el vaciamiento del cumplimiento de la ley, la ley misma en tanto incumplible. El carácter impolítico que devela Esposito en esa comunidad del incumplimiento de la ley, consiste en la figuración de la condición de la comunidad como su propia imposibilidad. Lo que nos es común es la finitud misma. Lo que se avanza, en este momento, es que manteniéndonos en una antropología individualista, la comunidad nos elude. Su carácter negativo se mantiene en un horizonte estrictamente antropológico. El paso siguiente apela a Heidegger. El punto específico es encarar al individuo: “Los individuos en cuanto tales –fuera de su ser-en-un-mundo-común-con-otros—no existen” (Esposito, 2009: 42). El mundo del Dasein es un mundo común, en tanto mit –con—, de tal manera que ser-en-el- 39 mundo es indisociable del otro: Mitdasein. La condición solitaria del individuo natural de Rousseau, sólo se instaura a partir de una negación de lo común. La comunidad en Heidegger adquiere un carácter irrealizable, pero se plantea como destino. En otras palabras, podríamos decir que la comunidad es una realidad irrealizable. Lo que resulta ontológicamente decisivo es que la constitución fundamental del Dasein es precisamente la de ser de la comunidad. “La comunidad es: no como una pura potencia por venir, y tampoco como una ley antepuesta desde siempre a nuestro Dasein, sino como el Dasein mismo en su constitución singularmente plural” (Esposito, 2003: 155). Adquiere un tono ontológico en tanto es la comunidad ya realizada, en el sentido del carácter originario de la falta. La finitud es una realidad ontológica expresada en la idea de ser-para-la-muerte. Pero su declinación no se detiene en este punto, adquiere la forma de un ‘cuidado recíproco’ en la finitud y por la finitud misma que se comparte. El cuidado, comprendido necesariamente como recíproco de antemano, es lo que se encuentra a la base de la comunidad y no la disolución del interés individual. El individuo es un efecto posterior de una operación inmunitaria sobre la radicalidad de este cuidado. Ahora bien, la reciprocidad del cuidado es una reciprocidad absoluta. No se trata de asumir el cuidado del otro usurpando su lugar, antes bien, se trata de instarlo al cuidado de su cuidado: Esto significa que la figura del Otro coincide en último término con la de la comunidad. Pero no en el sentido de que cada uno de nosotros tiene que ver con el otro, sino más bien en el de que el otro nos constituye desde el fondo de nosotros mismos. No que comunicamos con el otro, sino que somos el otro. (…) Ése es el problema: ¿cómo traducir esta fórmula a la realidad de nuestra subjetividad? ¿Cómo ‘con-vencer’ a nuestra obstinada identidad? Una vez más la comunidad nos plantea de nuevo su enigma: es imposible y necesaria (Esposito, 2009: 44). 40 Esta es la radicalidad del carácter ontológico de la comunidad para Esposito: la comunidad es constitutiva, originaria y primera que el individuo. No calca su figura, ni a una metafísica fundada en su supuesto y ubica al individuo como segundo respecto a la comunidad pues antes que el presupuesto, el individuo será aquello que habrá que pensar, por supuesto de una forma radicalmente distinta, a partir de la comunidad. Este camino es el que tomaremos como senda del presente trabajo: asumir una fidelidad a la finitud sin sacar de escena al individuo o satanizarlo. ¿Cómo pensar el individuo derivado de la comunidad antes que como su radical opuesto? En todo caso, si tuviéramos que admitir la oposición del individuo a la comunidad, sería ahora como segundo, como efecto de ‘otra operación’ que la de la comunidad, o tal vez, como resultado de una comunidad de dos caras. Si la forma de ser misma de la comunidad es la falta de lo ‘propio’, la dislocación de la finitud en su partición, el mundo con otro en su finitud, entonces el Otro – con el que la comunidad finalmente coincide como la finitud misma que opera desapropiándome aún en ‘mí mismo’—es en última instancia la forma del nosotros: somos el otro. Sujeto que no es más ‘sujeto’ en tanto no puede más que ‘decirse’ fuera de sí. En este sentido se tocan la melancolía y el éxtasis. El éxtasis corresponde a la invocación que hace Heidegger del carácter originariamente singular y plural de la existencia compartida, esto es, la apertura de cada uno a todos en su singularidad. Pero no se trata en ningún caso de una intersubjetividad, que sigue correspondiendo a una analítica del ‘yo’ o, lo que es lo mismo, la relación con un alter ego, en todo caso un como ‘yo’. El éxtasis supone lo contrario del in-dividuo: “El uno no puede abordar al otro, absorberlo, incorporarlo –o viceversa—porque el uno está ya con el otro, dado que no existe el uno son el otro” (Esposito, 2003: 155). Por ello el modo realmente afirmativo de relacionarse con los otros es el de ‘co-abrirlos’, al ‘co-abrirse’ al mutuo cuidado, de cada uno y 41 todos como comunidad y ya no como sujetos, pues ella misma “construyedeconstruye la subjetividad en la forma de la alteración” (Esposito, 2003: 163). Estamos confrontados a pensar de otra manera la relación, tradicionalmente propuesta como oposición, entre melancolía y comunidad. Ya no más el predicado de un individuo que se retrae de toda vida en común. Ya no como oposición a la comunidad. No es más “una enfermedad ocasional, un carácter contingente o un simple contenido de la comunidad, sino algo que le concierne mucho más intrínsecamente hasta constituir su forma misma” (Esposito, 2009: 47). La comunidad toma ese carácter lacaniano de lo Real, su realidad es precisamente su ser un ‘no-ente’, una nada que precede y que corta a todo sujeto y que lo substrae hacia una alteridad irreductible. En la figura de la melancolía, la cuestión de la comunidad se desliza de una ontología, a una ‘ontología de la diferencia’, tal como había declarado Esposito. En cierto sentido opera una inversión del paradigma individualista. Si el problema declarado sobre los pensamientos de la comunidad había sido su hipóstasis del individuo, la melancolía deriva como el único predicado de este ‘nuevo individuo de la comunidad de la falta’. El carácter originariamente irrealizable de la comunidad, el destino mismo de la irrealización como finitud, supone que la comunidad no es lo que se ha perdido (de ahí que se diga melancolía y no nostalgia) en tanto realizado en el pasado, sino que es la pérdida en sí misma. Noobjeto, no-ente, pura pérdida. Pero, ¿hemos de habérnoslas con la pérdida en sí misma? Sin objeto, la melancolía sería pura Angustia –siguiendo el tono lacaniano que nos dispensa la inclusión del mismo por parte de Esposito-, el afecto que se las ve con la pura ausencia de objeto (y por tanto se disuelve el sujeto: angustia estructural y primera como sujeto escindido). Ante la incapacidad de vérnosla con la ‘pura falta’, sin objeto referido, se procede a suponer un objeto fantaseado para encarar la ausencia. Así que podríamos preguntar por el objeto imaginado, la 42 fantasía, el mito, que cobija esta pura ausencia y que especifica el carácter melancólico –que no angustioso—de la comunidad. Tal fantasía se corresponde con el mito de la comunidad realizada, positiva en un momento anterior y que ahora aparece como su falta, negación de algo que ‘alguna vez fue’. Ese objeto perdido, ese reclamo incesante del afecto melancólico, se dirige a la imaginación mítica de que alguna vez fuimos ‘yo’. Lo que la comunidad opera en su individuo como segundo respecto a ella, es que ha estado perdido para sí mismo desde siempre: lo perdido es el absoluto, el encierro, el ser propio de mí que encarna la función del ‘yo’. Pero si la melancolía es constitutiva de la comunidad, es porque en ésta se expresa no sólo la desapropiación, sino el mismo ‘objeto’ perdido. La necesidad de la comunidad, su irrealización y melancolía, esconden, quizás, la misma necesidad del individuo retirado siempre en ella de sí mismo. Aquí pues, en este desfondamiento de principio, en esta dislocación desde su mismo inicio, se encuentra la melancolía: no un desfondamiento en la comunidad ni de la comunidad, sino como comunidad: como hiato originario que separa la existencia de la comunidad de su propia esencia (Esposito, 2009: 47). En este mismo sentido, la melancolía es la experiencia del individuo desfondado como individuo, como propiedad y presencia plena ante sí. Dislocado, lanzado a la alteración, a ser siempre otra cosa que sí mismo, pues siendo otro de sí, no experimenta más que la pura existencia; vaciado ahora de cualquier esencia, de cualquier positividad fija del ser, la acción de la comunidad se define por devenir. El otro es siempre ese término que me arrastra a diferir y que no está más en el exterior o en el interior, sino en el vacío mismo de la retirada de la esencia. El carácter negativo de la comunidad, no puede entenderse entonces como ‘nada’, sino como la operación misma de la nada. Si nos fuese permitido, diríamos que la comunidad es ontológicamente negativa y activa: en ello radica su caracterización como fundamento de una ontología de la alteridad o del cambio. 43 Quisiéramos, antes de continuar, hacer énfasis en la actividad de la comunidad. Si la comunidad nos constituye, la finitud no es entonces un límite que se padece o aquello contra lo cual nos dirigimos. Se trata de la condición que nos define a la vez como singulares y plurales instaurados en ese no-ser-más-sí-mismo que nos es común como existencia finita. Por ello, de la misma manera que la melancolía se redefine como el afecto mismo de la experiencia de la comunidad, y ya no como el afecto resultante de su negación o retirada, el nihilismo tendrá un lugar fundamental en la construcción del modelo de Esposito. La actividad de la comunidad, tal como la estamos proponiendo, nos ayudará a comprender la postura que no pretende elegir entre una disyuntiva –tal vez tramposa—que supone la oposición en que se han ubicado comunidad y nihilismo, a saber: “o negar la actitud constitutivamente nihilista de la época presente o excluir la cuestión de la comunidad de nuestro horizonte de debate” (Esposito, 2009: 61). La importancia de acompañar el tratamiento que hace Esposito de la comunidad y el nihilismo, no sólo radica en su avance conceptual, sino que, de manera igualmente significativa, nos permite adelantar en su forma de proceder metodológicamente. No sólo el contenido de la exposición, sino su abordaje – ya esbozado en la reformulación de la melancolía y su relación con la comunidad— nos muestra el procedimiento que estará a la base de la formulación del paradigma inmunitario en la biopolítica. Pero seamos pacientes, que más temprano que tarde nos ocuparemos de lo que ya hemos introducido y pospuesto en otros momentos del texto. Dice Esposito –y es importante que lo diga con algo de extensión: El único modo de pensar la cuestión sin renunciar a ninguno de sus dos términos pasa por la necesidad de anudar en una única reflexión comunidad y nihilismo para, de este modo, ver en el cumplimiento del nihilismo, no un obstáculo insuperable, sino la ocasión para un pensamiento sobre la comunidad. Esto no quiere decir, obviamente, que 44 comunidad y nihilismo resulten identificables o siquiera simétricos, que hayan de ser situados sobre el mismo plano o a lo largo de la misma trayectoria. Lo que significa, más bien, es que se cruzan en un punto del que ninguno puede prescindir, porque es, de distinto modo, constitutivo de cada uno de ellos. Este punto –inadvertido, silenciado, reducido a cero por las actuales filosofías comunitarias, pero también, en general, por la tradición filosófico-política—puede ser señalado como la ‘nada’. Ese punto es lo que tienen en común comunidad y nihilismo, en una forma que hasta ahora ha sido ampliamente desatendida (Esposito, 2009: 61-62). Ya hemos expuesto la inversión del punto de vista que contrapone a la comunidad con la nada. El desarrollo de la argumentación de Esposito, nos ha llevado a una comunidad en la que, antes que contraponerse, se superponen ‘algo’ y ‘nada’. La comunidad no es más ese ‘todo’ completamente lleno de sí mismo, en la hipóstasis de la figura absoluta del individuo. Se trata ahora de un desplazamiento ontológico al cambio, en el cual que la “comunidad se vincule no a un más sino a un menos de subjetividad quiere decir que sus miembros no son ya idénticos a sí mismos, sino que están constitutivamente expuestos a una tendencia que les lleva a forzar sus propios confine individuales para asomarse a su ‘afuera’” (Esposito, 2009: 63). La comunidad es, por lo tanto, siempre de otros y nunca de sí. Se caracteriza y se constituye por su impropiedad, por una ausencia de identidad. Rompe toda continuidad que se establecía entre lo ‘común’ y lo ‘propio’, quiebra esa comunidad entendida como lo propio de muchos, “si el sujeto de la comunidad no es ya el ‘mismo’, será necesariamente ‘otro’. No otro sujeto, sino una cadena de transformaciones que no se fija nunca en una nueva identidad” (Esposito, 2009: 63). La nada es el modo de ser de la comunidad. Ahora bien, esto se sigue en Esposito de una forma específica: Dicho de otra manera: la comunidad no es inhibida, oscurecida o velada por la nada, sino que está constituida por ella. Esto significa simplemente que no es un ente, ni tampoco un sujeto colectivo, ni un conjunto de 45 sujetos. Es la relación que les hace ya no ser tales –sujetos individuales--, porque interrumpe su identidad con una barra que les atraviesa modificándolos: el ‘con’, el ‘entre’, el umbral sobre el cual se entrecruzan, en un contacto que les vincula a los otros en la medida en que los separa de sí mismos (2009: 64). Se trata de una falla subjetiva que no puede ser sanable. Es ante todo una apertura que no se puede cerrar, que no se repara, en la que lo ‘com-partido’, está dado precisamente en esa partición. Desde esta comprensión de ruptura, es que el vínculo de la comunidad es un vínculo que procede desde la exterioridad misma. Pero en ese salir fuera de sí que constituye a la comunidad, ella ya no conjura un figura de abrigo, de interioridad, de resguardo; por el contrario nos confronta con el riesgo más extremo de perder, con la misma individualidad, los confines de la seguridad y nos desliza hacia la nada, desde la nada. En esta perspectiva de la relación entre comunidad y nada, el nihilismo se comprende inicialmente de una forma particular: “El nihilismo no es la expresión, sino la supresión de la nada-en-común” (Esposito, 2009: 65). Su relación con la nada es de aniquilación. Antes que la nada de la cosa, se corresponde con la nada de la nada de la cosa. Si en la figura de la comunidad la nada supone el carácter de la relación –no un sujeto colectivo ni la suma de muchos--, en el nihilismo se juega su disolución, la nada de relación, el carácter absoluto de lo sin-relación. Esta operación ya se explicaba en el aparato político hobbesiano, en el cual, la nada-encomún –la figura del delinquere latino como carencia—se positiviza en un verdadero delito, o por lo menos en la potencialidad del delito en el vínculo de los hombres. La comunidad del delito cancela la communitas, ese munus de la donación, para vaciar de todo vínculo a la comunidad misma. Desvinculados entre sí, los individuos sólo se vinculan a al figura del soberano en la disociación misma. Sin embargo, la pretendida figura comunitaria que pretende contrastar al modelo hobbesiano en la tradición política moderna, esa nueva figura que ya no vacía sino 46 que pretende llenar en un modelo de comunión, no es más que un modelo opuesto y especular de la sociedad desvinculada de Hobbes. La operación que supone a la comunidad de manera positiva, como completa, extrapola el modelo absoluto del individuo desvinculado, para aplicarlo a la comunidad en su conjunto. Esta inversión nos devuelve al inicio de este capítulo, a la justificación de la necesidad de repensar o ‘impensar’ la cuestión de la comunidad. Esposito nos recuerda que, Cada vez que se ha intentado oponer al vacío de sentido del paradigma individualista el exceso de sentido de una comunidad plena de la propia esencia colectiva, las consecuencias han sido destructivas: primero en relación con los enemigos externos o internos, contra los cuales tal comunidad se instituye y, finalmente, también contra sí misma. Como se sabe, esto está vinculado, en primer lugar, con los experimentos totalitarios que han ensangrentado la primera mitad del siglo pasado pero, de manera diferente y menos devastadora, también con todas las formas de ‘patria’, ‘matria’ y ‘fratia’ que han cosechado multitud de fieles, patriotas, hermanos, etcétera, en torno a un modelo inevitablemente koinocéntrico (2009: 69). Esta comunidad, ya no constituida por la nada sino por la nada de la nada, se eleva como reparación, como cura mítica del vacío de esencia que constituye precisamente el ex de ex-sistencia. Se evita la falta con la imposición de un fantasma. La indiferenciación comunal suprime a la propia comunidad y al sujeto mismo que la opera. La actitud nihilista sería el pretendido olvido de la nada. Así las cosas, el nihilismo no ha de buscarse por el lado de la falta, sino de su sustracción. Para Bataille, esto se traduce no en una fuga del sentido, sino en su reclusión, se le encierra en una concepción homogénea y completa del ser. Se constituye como el bloque de la alteridad, como operación de encierro. Su expresión psicológica –que devela la apuesta ontológica por el cambio y la alteridad que asume Esposito—es el tedio: el afecto del ser recluido en sí mismo, sustraído de la variación y de la alteración de sí, confinado a la repetición de la mismidad (Esposito: 2009). 47 En este lugar de la exposición es fundamental hacer una precisión. El carácter ontológico de la nada, al que recurre Esposito en las tesis de Bataille, no es un calco antropológico. En otras palabras, no es el hombre la figura de la falta, es el ser mismo, en su origen, el que carece de sí mismo, dado que las cosas no se constituyen por una sustancia, sino por una apertura. La experiencia es la puesta en juego de los seres que se abren a un entre, es la experiencia del desgarro, inclinados sobre su nada, pero tal nada no les es propia ni siquiera como comunidad de los hombres. Tal falla no es sino la expresión y la experiencia del ser mismo fallado originariamente y de ante mano. El carácter ontológico de la comunidad es tanto en el orden del munus, como del cum. “Cum es algo que nos expone: nos pone los unos frente a los otros, nos entrega los unos a los otros, nos arriesga los unos contra los otros y todo juntos nos entrega a lo que Esposito llama para concluir ‘la experiencia’: la cual no es otra sino a de ser con” (Nancy, 2003: 16). 2. Inmunidad: perentoriedad del extrañamiento Hay que tener siempre presente esta doble cara de la communitas: Es al mismo tiempo la más adecuada, si no la única, dimensión del animal ‘hombre’, pero también su deriva, que potencialmente lo conduce a su disolución. Roberto Esposito (2003: 33) Ya hemos expuesto la deconstrucción que realiza Esposito de la cuestión de la comunidad a partir del trabajo etimológico sobre la communitas. Tanto del cum, como del munus del que deriva, se sigue una ruptura con todo aquello anudado a la comunidad con lo proprio, ligándola así con otro sentido. “Si nos atenemos a su significado originario, la comunidad no es aquello que protege al sujeto clausurándolo en los confines de una pertenencia colectiva, sino más bien aquello que lo proyecta hacia fuera de sí mismo, de forma que lo expone al contacto, e incluso al contagio, con el otro” (Esposito, 2009: 16). El ser mismo de la comunidad es su exposición al cambio. Este vacío que opera en la suposición ontológica de la comunidad, no es un simple negativo, como ‘afuera’ no exterior de lo político, no es su confín sino su constitución. Pero para realizar el movimiento hacia una exposición política, ya no sólo ontológica, se abre una nueva categoría que, por otra parte, ya veníamos anunciando. Se trata de la categoría de inmunidad o inmunización. La primera formulación, expone la relación con la communitas en su sentido etimológico. La immunitas, de la que derivan inmunidad e inmunización, comparte el munus del que deriva la comunidad, pero con una operación de dispensa: si el munus es el ‘don’ que obliga su circulación, a la apertura de cada uno al otro, la immunitas será lo que exonere de tal carga. “Así como la communitas remite a algo general y abierto, la immunitas reconduce a la particularidad de una situación 49 definida como algo que precisamente se sustrae a la condición común” (Esposito, 2009: 17). Esta acepción de la inmunidad se encuentra tanto en el ámbito jurídico, como en el médico y biológico. Por una parte está dotado de inmunidad quien no es sujeto de una jurisdicción que afecta a cuaquier otro ciudadano común, y por la otra, la inmunización natural o adquirida protege al individuo de una ameza que, proveniente del exterior –y en todo caso diferenciable de sí—porta la posibilidad de destruirlo. De esta manera se puede comprender el carácter anundado de la communitas y de la immunitas, pues si la primera evidencia una fisura, una apertura de la individualidad, la segunda se instituye como el intento de reconstiruirla de forma defensiva y ofensiva contra aquello que venga –del exterior—a amenazarla. El término que aparece para anudar comunidad e inmunidad, aquello en lo que las dos categorías aprecen como constitutivas en inseparables, es la vida. En este escenario, no sólo es necesaria la suposición ontológica de la comunidad, sino que a su vez el procedmiento inmunitario es condición igualmente necesaria –incluído el riesgo inherente a la inmunidad--. Esposito lo plantea explícitamente cuando afirma que “cuando la inmunidad, aunque sea necesaria para nuestra vida, es llevada más allá de cierto umbral, acaba por negarla, encerrándola en una suerte de jaula en la que no sólo se pierde nuestra libertad, sino también el sentido mismo de nuestra existencia individual y colectiva” (2009: 17). La introducción, con la categoría de inmunidad, de la vida en los trabajos de Esposito, le da a este nuevo movimiento un cariz distinto. Sin desconocer el supuesto ontológico de la comunidad, la cuestión inmunitaria será el anclaje de un nuevo tono, ya no reconstructivo, sino genealógico y afirmativo en relación con lo que ha de ser la filosofía política de nuestro tiempo, es decir, aquella que se las ha de ver con la biopolítica. La relación entre vida y política es el dilema que propone resolver Esposito por intermedio del paradigma inmunitario. El dilema de lo primero y lo segundo, de una vida doblegada por una política –que parece ser exterior a 50 ella, ya sea para potenciarla o para aniquilarla--, o el de una vida que resiste a la política, que excede a los procedimientos que intentan circundarla, constreñirla. O el poder niega la vida, o la vida neutraliza el poder. Ahora bien, la ventaja del paradigma inmunitario reside precisamente en el hecho de que estos dos vectores de sentido –positivo y negativo, conservador y destructivo—encuentran finalmente una articulación interna, porque la inmunización, en cuanto forma de protección negativa, los contiene a ambos ligándolos en un único bloque semántico. Esto significa que la negación no es la forma de sujeción violenta que el poder ejercita en el exterior sobre la vida, sino el modo contradictorio en el que la vida intenta defenderse, cerrándose a aquello que la circunda—a la otra vida. De ahí la dialéctica, interna a la misma comunidad, que, a un mismo tiempo, la conserva pero también bloquea su desarrollo, la salva pero la pone en riesgo de implosión (Esposito, 2009: 21). Detengámonos un momento en este punto. Lo primero que está en juego es la relación entre los dos términos de la categoría ‘biopolítica’. Si bien no es Foucault quien acuña el término2, su operación con el concepto que inicia en la década de los setenta no admite comparación con las teorizaciones previas. Una de las fórmulas radicales es la imbricación histórica de la vida. No se trata, como en el enfoque naturalista de la biopolítica anglosajona, de hacer de la historia una expresión de la naturaleza; antes bien, se trata de una ausencia de tal naturaleza fijada de forma casi metafísica. Lo que produce en Foucault el modelo genealógico, heredado de Nietzsche es precisamente la puesta en escena del carácter histórico de la vida. La naturaleza de la vida humana no se puede deslindar de sus propias condiciones históricas. Además él mismo ha mostrado que los mismos saberes que 2 Para efecto de revisar un recorrido genealógico por la noción de biopolítica –término que probablemente utiliza por primera vez Rudolph Kjellen, a quien se le debe también el cuño de ‘geopolítica’—se puede remitir el lector al texto Bíos: biopolítica y filosofía de Roberto Esposito (2006), donde, en el primer capítulo, el autor expone las corrientes que se han referido explícitamente al término antes de los trabajos de Michael Foucault. Esposito ubica tres bloques semánticos: un enfoque organicista que utiliza el término biopolítica a partir de una analogía del estado con el cuerpo biológico, en que sobresale la obra de Rudolph Kjellen de 1916 Estado como forma de vida; un enfoque antropológico, inaugurado por el libro La biopolítica, ensayo de interpretación de la historia de la humanidad y de las civilizaciones, escrito en 1960 por Aaron Starobinski, en el que la biopolítica es el dominio del registro espiritual propio del hombre sobre su carácter biológico; y un enfoque naturalista, que surge en el mundo anglosajón y que desplaza el neohumanismo del enfoque antropológico, pues ve en la naturaleza la condición misma de la política, y por lo tanto no hay tal estado de naturaleza que superar pues la naturaleza es lo que opera a la base de la política. 51 han objetivado a la naturaleza y al hombre, son a su vez connotados históricamente. La vida, como es comprendida rápidamente en el aparato genealógico de Foucault, ya no puede entenderse como un hecho inalterable. La radicalización de la formula foucaultiana es la del carácter intrínsecamente histórico de la vida. Pero de esta misma forma, la vida adquiere un carácter liminar, no puede ser historizada por completo o naturalizada por completo, se inscribe en el margen móvil de la tensión entre naturaleza e historia. En Historia de la sexualidad 1: la voluntad de saber, publicada en 1976, nos muestra el autor que poco a poco el hombre en occidente aprende en “qué consiste ser una especie viviente en un mundo viviente” (Foucault, 2005: 172). Se trata de tener un cuerpo, condiciones de vida que son susceptibles de modificar y espacios para repartirla y administrarlas de manera óptima. El hecho de vivir pasa en parte al control del saber y de intervención del poder. Ya no se las ve sólo con sujetos de derecho sino con seres vivos, por tanto no sólo se juega el poder de dar muerte, la política se ha tomado a su cargo la vida misma. Si se puede denominar ‘biohistoria’ a las presiones mediante las cuales los movimientos de la vida y los procesos de la historia se interfieren mutuamente, habría que hablar de ‘biopolítica’ para designar lo que hace entrar a la vida y sus mecanismos en el dominio de los cálculos explícitos y convierte al poder-saber en un agente de trasformación de la vida humana; esto no significa que la vida haya sido exhaustivamente integrada a técnicas que la dominen o administren; escapa de ellas sin cesar (Foucault, 2005: 173). Ya desde sus inicios, la complejidad de la perspectiva de Foucault se recrudece en la paradoja sobre el término biopolítica según se articulen los términos de la misma: política de la vida o política sobre la vida. Más que componerse, política y vida se enmarcan como oponentes en las líneas semánticas diversas que adopta el concepto de biopolítica. La vida queda en una posición problemática, en cuanto queda suspendida entre naturaleza e historia, inscrita en medio de la tensión entre 52 ambas. Ahora bien, este carácter histórico de la articulación biopolítica nos obliga a la pregunta por la producción, por los efectos de la misma, ya que no deja inalterada la realidad. La pregunta que lanza Esposito es ¿cuál es el efecto de la biopolítica? Y continúa evidenciando, lo que para él se configura como la ambigüedad hermenéutica que abre la respuesta foucaultiana. La divergencia apela a un doble carácter del concepto de bíos en su extensión semántica: o la biopolítica produce subjetividad o produce muerte. Subjetividad y muerte son, al mismo tiempo, figura y fondo de la biopolítica, pero ella permanece enigmática y ambigua en una divergencia que no parece admitir mediaciones: o lo uno, o lo otro (Esposito, 2006). Entre la reducción a su simple base biológica por parte del poder y la disolución de la política en un ritmo productivo de la vida en expansión, hace falta una argolla que pueda unir estas interpretaciones, extremas y opuestas, de modo que pueda desplegarse una discusión que complejiza la simple separación interpretativa. Esto es lo que pretende habilitar Esposito con el paradigma inmunitario y que renueva, a su vez, la cuestión de la comunidad en un entramado que nos lleva de la ontología de la diferencia a una alternativa de la reflexión biopolítica que supere la divergencia entre muerte y subjetividad –así como la separación en su origen del bíos con la política. La ventaja del concepto de inmunización es que articula en un único campo semántico la protección y la destrucción3. La inmunidad no es simplemente la defensa ante lo extraño, o su simple aniquilación en pro de la supervivencia del cuerpo individual –si así fuera sería harto sencillo y no aportaría nada más que una oposición o rechazo a aquello otro con relación a lo propio. Lo específicamente potente de la figura inmunitaria es que se constituye como la incorporación misma de lo otro o extraño, de aquello pone en riesgo, como condición de la protección: “si la vida –que es, en todas sus valencias, el objeto de inmunización—no es conservable más que mediante la inserción en su interior de 3 Tal como deja preveer Esposito desde el título mismo del libro Immunitas: protección y negación de la vida (2005). 53 algo que sutilmente la contradice, quiere decir que su mantenimiento coincide con una forma de restricción que de algún modo la separa de sí misma” (Esposito, 2005: 18). El paradigma inmunitario va a tomar su fuerza de dos vectores que se cruzan y se complejizan mutuamente. Por una parte, la acepción jurídica que deriva de una pesquisa etimológica; por la otra aquella que se juega en el campo semántico y técnico de la biomédica. Ahora bien, si desde el primer vector se puede examinar la relación dialéctica entre comunidad e inmunidad, y desde el segundo, aquella que vincula la inmunidad como procedimiento mismo de la vida, una implicación central para nuestro trabajo será entonces la posibilidad de articular, bajo la categoría de inmunidad, la cuestión de la comunidad con la vida misma. Por ahora despleguemos los vectores en cuestión. Immunitas es ante todo un vocablo privativo y por tanto deriva su sentido de aquello que niega, a saber el munus. Dado que el vocablo munus, tal como expuesto más detenidamente en la cuestión de la comunidad, remite a un deber, una obligación, un don, el significado de la immunitas se obtiene por la negación de tal vocablo. De esta manera lo primero que determina el concepto es el hecho de que inmune se dice de aquel exento de una obligación. Sin embargo, la dispensa de la obligación es tal –y excepcional a su vez—en la medida en que este munus es compartido por una communitas. Excepción y privilegio hacen de la inmunidad un concepto más que privativo, comparativo, pues la excepción, lo es de una regla que sin embargo es común a todos los demás. Por ello Esposito propone la interpretación en la cuál: “el verdadero antónimo de immunitas no es el munus ausente, sino la communitas de aquellos que, por el contrario, se hacen sus portadores” (2005: 15). En esta línea de argumentación, lo que se opone entonces a la comunitas es lo ‘propio’, en tanto ‘no-común’. Podemos extender una rápida consecuencia de este enunciado que nos evidencia la hipótesis, no de la 54 aniquilación de la figura del individuo sino de su comprensión como ‘segundo’ frente al carácter primero y originario –ontológicamente—de la comunidad. Un individuo llega a ser tal, y por tanto ‘propio’, sólo a través de un mecanismo que lo ha liberado de una ‘deuda’, del vínculo que lo obliga a la comunidad. En este sentido, el punto de partida en la metafísica del individuo absoluto sería de por sí el resultado de una operación de inmunización sobre otra cosa, ella sí primera. A pesar de que este sentido de oposición a la comunidad carga plenamente a la idea de inmunidad, no lo agota. Será necesario revisar el segundo vector que corresponde a la semántica biomédica. Nos detendremos en él porque carga un valor intrísecamente problemático. No deja de ser paradójico que los desarrollos biomédicos se configuren simultaneamente como modelo y expresión de la misma inmunidad en la biopolítica contemporánea. Sin embargo, veremos que una concepción pobre de la inmunidad lleva más riesgos que aquella que persigue los desarrollos en el campo mismo. De hecho, aunque Esposito da inicio a su texto con una versión comparativamente sencilla, él mismo evidencia que la alternativa para repensar la biopolítica pasa por una comprensión compleja del mismo modelo que la expresa en el campo biomédico. En otras palabras, al mismo tiempo que la inmunidad se dice en los términos de la vacuna que inocula una porción controlada de aquello contra lo que pretende defendernos, también se dice del embarazo, en el que la diferencia entre el cuerpo embrionario y la madre es condición misma para su buen término. Así las cosas, la inmunidad nos presentará un recorrido desde el absolutismo, la cerrazón y la intolerancia, aún autodestructiva –como en el modelo autoinmune--, hasta la complejidad de la diferencia, la alteración, el reconocimiento, y la necesidad del otro en nuestra propia –y expropiada—sobrevivencia. En una primera aproximación, se entiende la inmunidad como la condición refractaria de un organismo ante el peligro de contraer una enfermedad 55 contagiosa. Lo interesante del concepto es la declinación que alcanza con el descubrimiento y posterior desarrollo de las vacunas, a partir de los trabajos de Pasteur y Koch que inauguran la bacteriología médica. La idea fundamental es que una forma atenuada de la enfermedad opera de tal forma, que posterior a ella, el organismo puede protegerse de una forma más virulenta del mismo tipo. Este concepto de inmunidad adquirida presenta un matiz más radical en algunos procedimientos que nos son conocidos en la infancia. Al tiempo que nos parece más vulnerable, la vida en la niñez evidencia otras potencias de la inmunización. De hecho, conocemos que ciertas enfermedades presentan un carácter menos mortífero si se presentan en una etapa de la infancia –que no es la más temprana— a que si atacan al cuerpo adulto. Es en ciertos casos preferible que ataquen en edad temprana pues el organismo al tiempo que se defiende más eficazmente, aprende mejor y logra inmunizarse ante la posibilidad más mortal de un ataque en la vida adulta. Parece como si la condición misma del cambio constante que le atribuimos a la vida en sus estados iniciales del desarrollo del organismo, no sólo la hiciere vulnerable sino, a su vez, más consistente con la alteración misma, capaz de incorporar más fácilmente aquello que atente contra ella. Ya desde esta primera aproximación, la inmunidad presupone el mal que debe enfrentar: no sólo en el sentido de que debe defenderse de él, sino que, de manera más comprometida, se defiende haciendo uso del mal mismo. En esto radica el doble carácter intrínseco de la inmunidad, en la relación entre protección y negación de la vida. “La vida, para seguir siendo tal, debe plegarse a una fuerza extraña, si no hostil, que inhibe su desarrollo. Incorporar un fragmento de esa nada que quiere evitar; en realidad tan sólo difiriéndola”(Esposito, 2005: 18). Tal como se presenta desde esta primera aproximación, la inmunidad se establece como una categoría en la que vida y política ni se sobreponen, ni se yuxtaponen, 56 resultan, por el contrario, constituyentes de una unidad inescindible que sólo adquiere sentido en su relación: La inmunidad no es únicamente la relación que vincula la vida con el poder, sino el poder de conservación de la vida. Desde este punto de vista, contrariamente a lo presupuesto en el concepto de biopolítica – entendido como el encuentro que en cierto momento se produce entre ambos componentes—, no existe un poder exterior a la vida, así como la vida nunca se produce fuera de su relación con el poder. De acuerdo con esta perspectiva, la política no es sino la posibilidad, o el instrumento, para mantener con vida la vida (Esposito, 2006: 74). La ventaja hermenéutica del modelo inmunitario radica en la articulación interna de las derivas positiva y negativas –conservadoras, productoras de vida y destructivas, que tienen la muerte como efecto—de la biopolítica. Esto es posible por el carácter de ‘protección negativa’ que supone la inmunización. No se somete a la vida negándola desde su exterior, sino que la negación misma es el modo esencial que la vida opera para conservarse a través del poder. La inmunidad preserva el organismo, individual y colectivo, de manera inherente sometiéndolo a una condición que es a su vez riesgo, negación o reducción de su potencia expansiva. Como no debe confundirse la génesis de un modelo teórico con el momento en que éste se autointerpreta o se reconoce a sí plenamente, el recorrido de la configuración de una teoría inmunitaria es rastreado por Esposito fundamentalmente en tres figuras: Hobbes, Hegel y Nietzsche. En el momento en la filosofía política de Hobbes pone en su centro el problema de la conservatio vitae e inmediatamente la condiciona a una subordinación a un poder externo, como el modelo de soberanía, el principio del modelo inmunitario está fundado. Sin embargo, para que de su fundación se dé el paso a una elaboración reflexiva del mismo, se debe esperar a Hegel. En la propuesta hegeliana, lo negativo deja de comprenderse como un mero precio que se paga por la realización de lo positivo, y en su lugar, la negatividad se explicita como el propio motor que permite el 57 funcionamiento mismo de lo positivo. Ahora bien, el tránsito faltante para la realización plenamente consciente del modelo inmunitario –al menos en su condición de reflexión teórica—se da con la obra de Nietzsche. La radicalidad del tránsito se expresa en la inversión del procedimiento de análisis que, ahora, se trasfiere del alma al cuerpo. A la luz de la interpretación de Esposito, la formulación inmunitaria toma plena consciencia de sí al concebir “el alma como la forma inmunitaria que a un tiempo protege y encarcela al cuerpo” (2006: 76). Esta fórmula interpretativa en Nietzsche se extiende como modelo de comprensión para toda la civilización en términos de autoconservación inmunitaria. Las formas del saber y del poder contienen una potencia vital expansiva –ilimitada en principio— proclive, por la misma expansión, a su propia disolución. A partir de este momento, en el siglo XX la inmunidad se extiende como paradigma implícito en el que lo negativo no sólo es un elemento indiscutible de la historia humana, sino que se comprende como impulso productivo. Sin la incorporación de este movimiento, la vida del individuo y de la especie quedaría a merced de un cúmulo de impulsos naturales que amenaza con disolverla, de tal forma que debe exonerarse de ellos como condición de su propia expansión y extensión emergente de nuevas cualidades de productividad superiores. El modelo inmunitario de la antropología filosófica-- de Scheler a Plessner-- debe resignificar la función compensatoria que la teología había brindado al hombre para su autointerpretación. La precariedad misma del hombre en el nivel de la naturaleza, se alza como el recurso principal que terminará situándolo por encima de las demás especies. Al respecto, Esposito recuerda la formulación de Plessner en la Conditio humana cuando formula que aquel “inválido de sus fuerzas superiores puede trasformarse en un ‘combatiente armado de sus fuerzas inferiores’, en un ‘proteo de sucedáneos’ capaz de tornar positiva su propia carencia inicial” (2006: 77). 58 Esta función compensatoria de la inmunidad se reconoce en la intersección de dos líneas hermenéuticas: una que va de Freud a Norbert Elias y otra que va de Parsons a Luhmann. En la primera se manifiesta el carácter inhibitorio de la función civilizadora. En principio se trata de algo diferente a una mera renuncia de los instintos naturales en el ser humano. El modelo propone un movimiento que va de una condición de especie a una introyección individual. El carácter antropológico del modelo inmunitario es la caracterización de la forma humana por un procedimiento de constricción de su propia naturaleza. Se trata de algo más que una renuncia por la trasmutación positiva de la inhibición. Frenar los impulsos naturales, permite subordinar la fuerza implicada en los mismos a su redireccionamiento artificial --en tanto supone un carácter supra-natural, o en todo caso extranatural de la civilización—hacia fines, en todo caso, dados como superiores y como condición misma de compensación de la precariedad natural de hombre. De esta forma, en un primer momento lógico se trata de una violencia sobre el impulso natural de la especie. Sin embargo, el movimiento inmunitario que más nos interesa en este punto –por su específica pertinencia con este trabajo— es aquel que supone, no una paulatina marginación de esta violencia de un artificio inhibitorio sobre la especie, sino la regulación social de la misma al tiempo que es confinada e introyectada en la figura del psiquismo individual. El modelo inmunitario se encuentra a la base de la expresión ontogenética –en el desarrollo de la vida de un individuo—de un mecanismo heredado en la constitución filogenética –el desarrollo mismo de la especie. Su formulación la resume Esposito en la forma cómo “la vida del yo—dividida entre la potencia pulsional del inconsciente y la inhibidora del superyó—es el territorio donde esta dialéctica inmunitaria se expresa en su forma más concentrada” (2006: 78). En al segunda línea, encontramos por un lado la investigación de Parsons sobre el problema hobbesiano del orden. Lo que evidencia Parsons, es que el paso del estado de naturaleza al estado de civilización, no se produce por una superación 59 del desorden en el orden, sino que opera como la incorporación regulada del conflicto dentro del orden. La sociedad, al integrar al individuo que en principio la niega –como hemos visto desde el capítulo anterior—no puede efectuar el orden sin incorporar a su vez el conflicto bajo la forma del dominio. Por otra parte, Luhmann extrae una formulación más radical que expresa toda la órbita semántica de la inmunización: “[a]l afirmar que ‘el sistema no se inmuniza contra el ‘no’, sino con ayuda del no’, y que ‘el sistema, recurriendo a una antigua distinción, protege de la aniquilación mediante la negación’ (en Esposito, 2006: 79). De esta forma, los sistemas, antes que descartar el conflicto y la contradicción, los producen como antígenos que reactivan sus propios anticuerpos en defensa del sistema mismo. La importancia en este punto de la propuesta de Esposito, no sólo se debe al recorrido que presenta las formulaciones inmunitarias, antes que nada se expresa en la simetría por contraste que establece con la comunidad. El modelo inmunitario no se entiende por completo sin el munus que establece como dispensa. Ya habíamos dicho que la immunitas no tiene por antónimo al munus, sino a la communitas que lo comparte y en la que circula como don y obligación. Además habíamos expuesto el carácter negativo de la figura de la comunidad desde una perspectiva ontológica. Se trata ante todo de la finitud como negación. La comunidad es la exterioridad a la que el sujeto finito se asoma y que no puede interiorizar porque es su afuera constitutivo originariamente, al tiempo que penetra a sus miembros en su común no pertenecerse. “Por ello la comunidad no puede pensarse como un cuerpo, una corporación, una fusión de individuos que dé como resultado un individuo más grande” (Esposito, 2003: 32). Si la comunidad es la exposición misma que interrumpe la clausura del individuo y lo vuelca hacia el exterior, se comprende entonces como una falla, una perforación de lo ‘social’ que desde siempre ha sido percibida como un peligro: en todo caso, como aquello que siendo constitutivo de y no sólo en nuestra 60 convivencia, es a la vez de lo que hay que protegerse, pero sin olvidar que siempre se adelanta como origen inoriginario. Por ello la inmunidad es segunda lógicamente a la comunidad. Los individuos modernos llegan a ser verdaderamente tales –es decir, perfectamnte in-dividuos, individuos ‘absolutos’, rodeados por unos límites que a la vez los aíslan y los protegen—sólo habiéndose liberado preventivamente de la ‘deuda’ que los vincula mutuamente. En cuanto exentos, exonerados, dispensados de ese contacto que amenaza si identidad exponiéndolos al posible conflicto con su vecino. Al contagio de la relación (Esposito, 2003: 41). Esposito avanza –o por lo menos difiere—en la cuestión del “ser-juntos” que aparece desde Nancy. El ser-juntos de Esposito no coincide plenamente con la comunidad que, sin embargo, le es constitutiva. Se requiere de la inmunidad que opera en el plano de la vida misma para su conservación, en todo caso, finita y limitada. La comunidad en sí misma es insostenible. “Para que pueda resistir frente al riesgo entrópico que la amenaza –y con el cuál en última instancia coincide— debe ser esterilizada preventivamente contra su inherente contenido relacional. Inmunizada contra el munus que la expone al contagio con aquello que la sobrepasa desde su propio interior” (Esposito, 2005: 24-25). La vida en común se configura como un vivir en y de la renuncia a convivir. La conservación de la vida supone su sacrificio. De allí la necesidad y el riesgo destructivo que guarda en sí el modelo inmunitario. Encontramos un modelo del doble riesgo. Por una parte la negatividad constitutiva de la comunidad y su potencial disolutivo de la vida en su pura expansión, por la otra el mecanismo de freno de esa expansión que puede en su misma exacerbación aniquilar aquello que pretende proteger. De ahí la necesidad de reconocer siempre el doble carácter del munus, necesidad de vérnoslas con su doble faz. La potencia positiva de la inmunidad radica en la presuposición y necesidad de aquello que pretende negar. “Más que un aparato defensivo superpuesto a la comunidad, es un 61 engranaje interno de ella: el pliegue que de algún modo la separa de sí misma, protegiéndola de un exceso insostenible; el margen diferencial que impide a la comunidad coincidir consigo misma”(Esposito, 2006: 84). Podríamos entonces exponer una deriva de la relación entre inmunidad y nihilismo. Una cosa será negar la nada, en una operación negativa, y otra muy diferente, su exacerbación en la negación de la negación misma. La coincidencia de la comunidad consigo no es una operación inmunitaria simple, es más bien una doble inmunización. En esta línea nos recuerda Esposito la configuración mítica de la comunidad positiva, plena y objetiva que niega la comunidad misma. Si la communitas es la salida al exterior a partir del sujeto individual, su mito es precisamente la interiorización de esa exterioridad, la duplicación representativa de su presencia, la esencialización de su existencia (…) ¿Cómo pensar el puro vínculo sin llenarlo de sustancia subjetiva?... Pese a todas las precauciones teóricas tendientes a garantizarlo, ese vacío tiende irresistiblemente a proponerse como un lleno, a reducir lo general del ‘en común’, a lo particular de un sujeto común. Una vez que se identifica con un pueblo, una tierra, una esencia--, la comunidad queda amurallada dentro de sí misma y separada de su exterior, y la inversión mítica queda perfectamente cumplida (2003: 44-45). Este procedimiento de identificación en la comunidad, se corresponde con el calco de la metafísica del individuo. Pero, si por principio la comunidad se opone a lo propio ¿de qué orden es aquello que se le ofrece como pura objetividad para su identificación? La identidad es, entonces, el modo como la vida se presenta a sí misma como objeto, y de tal manera susceptible de protección. Recordemos que la communitas va a corresponder en Esposito con una ontología del cambio. Sin embargo, aquello que se defina como exclusivamente diferido de sí no pude protegerse, y estaría condenado así a la definitiva disolución, o al menos a su disolución continua. La vida en general y, en nuestro caso, específicamente la vida humana, no sobrevive a sí misma sin ser precisamente objetivada en formas que difieren de su simple darse, de su presencia inmediata: “La identificación del 62 hombre, la conservación de su identidad, en suma, coincide con su enajenación. Él está en condiciones de permanecer sujeto sólo si es capaz de objetivarse en lo distinto de él, de someterse a algo que destituye, o sustituye, su subjetividad” (Esposito, 2005: 121). Este es el pricipio de operación negativa de la inmunidad identitaria. Lo más interesante de este punto de vista de la identidad, es que se presenta de nuevo en la torsión de comunidad e inmunidad, de manera que se hace necesaria como figura para la protección, al tiempo que puede elevarse como riesgo totalitario. Para la antropología filosófica de Plessner, el hombre –a diferencia del animal que se resuelve así en una relación de inmediatez con el ambiente que lo rodea—está siempre a distancia de sí. El hombre estaría en el interior de su exterioridad y en el exterior de su interioridad. En torno a su figura se alza una trama de identidad y alteridad, de tal forma que no puede ser por completo idéntico a sí mismo, pero tampoco es por completo otro de sí. Este es el modelo inmunitario de la identidad que se corresponde con la condición antropológica misma. Ahora, el extrañamiento se propone como condición de identificación. El hombre individual se relaciona negativamente con la posibilidad de ser otro, y de esta forma llega a distinguirse como el que es –ante sí y el otro—precisamente por que lo que apropia es su ‘no ser otro’. El primer movimiento de la identidad es una negación inmunitaria, incorpora como principio de identidad lo que amenza con destruirlo, a saber, la otredad. Y, recordemos ¿qué es ser otro de sí, pero en sí como una alteridad que nos constituye, si no el principio mismo de la comunidad? “Él [el hombre] habita su propia distancia, hasta llegar a coincidir plenamente con ella” (Esposito, 2005: 137). En todo caso, si queremos mantener el modelo inmunitario como alternativa a la disyunción entre una biopolitica negativa y una afirmativa, debemos reconocer tal doble destino, como derivas intrínsecas a la inmunización misma. Para tal efecto, 63 es preciso continuar el recorrido de aquel camino del modelo biomédico que habíamos comenzado a exponer. La complejidad del modelo supone no reducirlo a la acostumbrada metáfora bélica del sistema inmunitario. En realidad, éste antes que un aparato de guerra –pero sin dejar de serlo—es un sistema cognitivo de reconocimiento complejo que introduce la diferencia y la entropía en su propio funcionamiento. Decimos que en principio es un sistema de reconocimiento, porque es en la distinción de lo propio y lo extraño donde se apuntala el mecanismo defensivo. La enfermedad se inocula en una forma leve –en el mecanismo de vacunación—para que el organismo ‘aprenda’ a reconocerla y se ejercite tanto en su reconocimiento como en su defensa, para que la fortaleza adquirida se exprese, en caso de necesidad ante la enfermedad ‘completa’ en virtud de una rápida reacción. Esto supone la distinción y su ejercicio, entre lo propio del cuerpo y lo extraño. Sin embargo, tal modelo cognitivo adquiere en realidad su complejidad por una condición que es a su vez ‘propia’ del mismo cuerpo: a saber, el difererir de sí mismo en el tiempo. En otras palabras, el modelo identitario, remitido al cuerpo, no puede entenderse como la fijación de una cualidad o seña de reconocimiento. Tal ‘identidad biológica’ del organismo incorpora la diferencia. En este sentido es que podemos enfatizar en la diferencia como constitutiva del principio de identidad que opera en la inmunización. Se trata de un sutil juego de umbrales de diferencia lo que termina configurando lo ‘propio’, antes que un valor fijo. De esta forma, lo que se alza como riesgo destructivo del modelo inmunitario no es la diferencia, y tampoco su incoprporación defensiva, sino, antes que nada, la negación de toda diferencia. En el momento en que falla el propio reconocimiento, por una intolerancia cognitiva a la propia diferencia, el sistema inmune ya no puede distinguir lo propio de lo extraño: a esto se le llama síndrome autoinmune. Tal es el verdadero límite y riesgo destructivo de la inmunidad. Ante una identidad totalitaria que ha expulsado de sí toda posibilidad de diferencia, no puede sino 64 volcarse una máquina de muerte que terminan por destruir lo que pretendía proteger –precisamente por no se ya más el ‘mismo’ que se ha fijado cogitivamente para el reconocimiento. Aquello que se corresponde con esta deriva autoinmune, opera en nuestra sociedad contemporánea desde la excerbación del miedo. Terrorismo no es sólo la acción de la producción del terror, es el ámbito mismo de usufructar del terror. Si se tratara de un calco del sistema inmunitario la cosa sería diferente. Pues la anticipación del terror, en la cual, más que adecuar la protección al nivel de riesgo, se tiende a adecuar la percepción de riesgo a la creciente necesidad de protección, es la forma misma de la perversión inmunitaria que hace de la protección misma el mayor de los riesgos. Lo que más impresiona es el modo como se subordina una función biológica a una visión general de la realidad dominada por la exigencia violentamente defensiva con respecto a todo aquello que resulte extraño. [Asistimos hoy a] un impulso de antidisolución que parece encontrar su réplica más que metafórica en esas enfermedades, llamadas precisamente autoinmunes, en las que el potencial bélico del sistema inmunitario se eleva a tal extremo que en determinado momento se vuelve contra sí mismo en una catástrofe, simbólica y real, que determina la implosión de todo el organismo (Esposito, 2005: 29). Al continuar con la línea hermenéutica del paradigma inmunitario que colinda con la biomédica, en la cual esta última no aporta ya solamente un campo semántico de comprensión, sino un ejemplo directo de los procedmientos biopolíticos, es necesario detenernos en dos consideraciones fundamentales: la especificidad histórica y el carácter técnico del paradigma. Es cierto que si tiene valor el estatuto ontológico que hereda la immunitas de su relación constitutiva con la communitas, no sería lícito decir que antes de la modernidad no se haya planteado la cuenstión inmuntaria, o que la política no se las hubiese visto con la defensa y negación de la vida. No podría haber existido sociedad alguna sin un aparato defensivo destinado a protegerla. Lo que cambia radicalmente en la modernidad es la conciencia 65 misma, en su origen, no sólo de la necesidad de aseguramiento sino del carácter problemático y estratégico del mismo. De hecho, tal autoconciencia inmuitaria de una época es el resultado de un reclamo intrínseco de la vida misma. La modernidad, entendida como el metalenguaje que responde a la vida y su nececidad de conservación, emerge “cuando cayeron las defensas naturales que hasta cierto punto habían constituído el caparazón de protección simbólica de la experiencia humana: en primer lugar, el orden trascendednte de la matriz teológica” (Esposito, 2006: 88). Como ya habíamos expuesto, la precariedad natural del hombre queda desprovista de una figura compensatoria de orden teológico. El relevo que toma la modernidad, adquirirá la forma de una compensatio ‘técnica’, es decir, la necesidad de un aparato defensivo ‘artificial’ –como todo paradigma de trasformación de un estado natural en uno de civilización—orientado a proteger lo que constitutivamente está expuesto al peligro. En otras palabras, la modernidad inaugura el modelo reflexivo en el que la vida, para desarrollarse, debe ordenarse por mecanismos artificiales que sean capaces de sustraerlas de los peligros naturales. Esta es su especificidad histórica, que la distingue de lo que la antecede en su clara actitud biopolítica expuesta desde el problema hobbesiano de la conservatio vitae, pero que a su vez la diferencia de lo que Esposito llama ‘segunda modernidad’, en la que las categorías modernas de soberanía, libertad, propiedad y libertad ceden su centralidad léxica. Podemos comprender la elección del término ‘segunda modernidad’, primero, a partir de su carácter moderno, y en segundo término, por el desplazamiento realizado. Hereda la condición moderna en su dimensión radialmente biopolítica. La relación entre vida y política supone dos términos que se relacionan: cuerpo y técnica. Es en la dimensión del cuerpo donde la vida se presta a ser conservada o dispuesta como tal por la inmunización. “Porque el cuerpo no es compatible con la muerte por mucho tiempo. Su encuentro es sólo momentáneo: muerto el cuerpo no dura. Para ser cuerpo, debe mantenerse con vida. Como decíamos, es el frente de resistencia, 66 simbólico y material, de la vida con la muerte” (Esposito, 2005: 161). Por ello, además, es el ‘cuerpo’ la metáfora con la que la política moderna representó la sociedad. Sin embargo, la modernidad opone la técnica a la naturaleza en su carácter artificial. Se distingue lo natural de lo artificial en una dicotomía que ofrece lo primero a lo segundo como condición de su trasformación y elevación al grado de civilización. Es la disposición de la naturaleza a un mecanismo por fuera de ella lo que permite reinstaurar la forma de compensación en la antropología moderna. Si se mantiene y radicaliza el carácter técnico de la biopolítica en la denominada ‘segunda modernidad’, será en la senda de un desplazamiento en el que las oposiciones modernas –natural-artificial, orgánico-inorgánico, real-imaginario-implosionan. En este momento, el modelo biomédico ya no sólo es un puntal hermenéutico para comprender el paradigma inmunitario, sino su principal mecanismo biopolítico de operación. Cuando Haraway escribe que el cuerpo humano no es más un hecho biológico aceptado, sino un complejo campo de inscripción de códigos socioculturales – representado por la figura híbrida del cyborg, dividida equitativamente entre organismo y máquina—tiene, de hecho, la intención de referirse a un proceso de tecnificación de la vida imposible de asimilar al marco, no sólo sociocultural, sino también ontológico, de la época moderna. Para cuya identificación es necesario enfocar la evidente inversión de la marcha del desarrollo tecnológico: ya no, como antes, del interior al exterior, sino, por el contrario, del exterior al interior (Esposito, 2005: 208). Ahora, a diferencia –y de manera invertida—de la primera modernidad –como la ha llamdo Esposito– es el mundo el que nos penetra con toda su heterogeneidad de componentes orgánicos, artificiales, materiales, químicos, electrónicos y 67 telemáticos. No se trata de una mera figura compensatoria de la técnica subordinada a una ‘máquina antropológica’4 , como figura extranatural de determinación de una doble naturaleza humana. La inmanencia de la técnica con la ‘naturaleza humana’ redefine y resignifica el horizonte biopolítico de nuestro tiempo. Primero, porque destituye todo presupuesto substancialista o esencialista, de carácter natural o humanista, en la naturaleza misma del hombre. Sin una esencia que le pre-exista el hombre queda inscrito en la historia, ya ni siquiera como productor de su propia esencia –lo que mantiene cierto carácter esencialista y metafísico en la historia al hacer del hombre causa de su propia producción—sino como efecto de una tecnificación histórica que opera produciendo naturaleza como puro efecto de composiciones heterogéneas. “Se trata más bien de una interacción entre distintas especies, o inclusive entre mundo orgánico y mundo artificial, que implica una auténtica interrupción de la evolución biológica por medio de selección natural y su inscripción en un régimen de sentido diferente (Esposito, 2005: 209). El modelo inmunitario adquiere nuevas dimensiones, que, a su vez, resignifican lo que podría comprenderse –manteniendo el sentido de una ontología del cambio—a la figura misma de la comunidad. En virtud del desarrollo biotecnológico, la figura misma del cuerpo debe enfrentarse con su propia condición ontológica. El cuerpo entra en una relación problemática con lo otro de sí para mantenerse con vida. Por ejemplo: ¿de qué se trata una prótesis, o un trasplante sino de la incorporación de algo que ni siquiera es otro como cuerpo, o, ni siquiera proveniente de otro cuerpo? Un afuera plegado hacia el interior. Así mismo, el sujeto –como el cuerpo—no es ya más algo originario, sino el efecto de una operación que compone, que lo compone, 4 Giorgio Agamben expone en su libro Lo abierto. El hombre y el animal el procedimiento de la ‘máquina antropológica’ como el procedimiento que explica lo humano por medio de la oposición del hombre con el animal. En todo caso presupone lo humano operando una especie de estado de excepción que excluye al hombre del resto de la naturaleza, pues aquello que define al hombre está, desde un principio, por fuera de la naturaleza sin poder resolver en continuidad al hombre como resultado de la misma evolución. (cfr. Agamben, 2005: 47-53). 68 con lo otro a condición de permanecer: otro que es menos que cuerpo o sujeto, pero a la vez más que él porque le permite permanecer con vida. Ahora bien, cuando la lógica semántica de todo fundamento de la sociedad se establece en la distinción y operación del límite entre el yo y el otro, en la distribución de diferencias, en la salvaguarda del todo – por medio de la protección de lo propio, la confabulación del miedo, la circulación del capital, la jerarquización de cualidades, la producción de las mismas por aparatos educativos, en suma, por la salvaguarda de unos a costa de la disponibulidad de otros-- el principio de inmunidad, fundado en su nueva potencia de composición entre heterogéneos, penetra y se distribuye en campos cada vez más diversos, operando desde y sobre la vida en todas sus derivas y composiciones. “Justamente por esa potencia compositiva del dispositivo de inmunidad, éste se ha convertido en el punto de tangencia –de empalme y de tensión—entre todos los lenguajes de la época contemporánea”(Esposito, 2005: 211). Pareciera que asistimos a una era de la ‘pan-biopolítica’ – donde todo entra en la semántica de lo biopolítico, en la explosión del modelo inmunitario. ¿Qué queda en medio de tal despliegue? No podemos olvidar que desde un primer momento, la novedad del desarrollo de Esposito, a propósito del paradigma inmunitario, busca anudar la disyunción de la deriva en las consecuencias de la biopolítica, al punto de que una de ellas pudiera tornarse claramente en una tanatopolítica. De aquí que cualquier alternativa, en consonancia con lo expuesto, deba buscarse al interior del modelo mismo. Retomemos entonces las consecuencias en una ‘ontología del cuerpo tecnificado’, como llama el mismo Roberto Esposito al pensamiento de Jean-Luc Nancy a aproposito de la relación del cuerpo con la técnica. 69 En primer lugar, resulta inadecuado hablar de ‘relación’ entre cuerpo y técnica si se reconoce el carácter técnico del propio cuerpo. En este sentido, la técnica no es otra cosa que la separación de la existencia respecto de sí misma. Que lo existente no coincida por entero consigo mismo, pero que al propio tiempo no presuponga ningún fundamento trascendente: esta condición es la técnica. Técnico es el modo de ser no esencial, no teleológico, no presupuesto de lo que existe. No lo que modifica – violenta o salva—la naturaleza, sino el hecho de que no hay naturaleza. En este sentido, la técnica concierne siempre a los cuerpos: todos los cuerpos y cada cuerpo. Cada cuerpo, en el sentido de que es el lugar de su apertura a lo que no es el mismo, y todos los cuerpos porque ese lugar es el contorno hendido a través del cual cada uno de los cuerpos entra en contacto con el otro (Esposito, 2005: 213). A partir de esta consideración es posible imaginar una filosofía de la inmunidad que, sin negar la contradicción interna propia de la immunitas, pueda invertir su carga semántica hacia un sentido comunitario. Una vía, que ya habíamos adelantado, es la que reemplaza el léxico bélico por otro centrado en el reconocimiento. Pero, este reconocimiento debe ser resignificado y lanzado por fuera del modelo del ‘reconocimiento de lo mismo’, del reconocimiento de la repetición de lo mismo, al reconocimiento de la diferencia. Un puntal comprensivo aparece con la figura de la ‘tolerancia inmunitaria’. Al ser un producto del propio sistema inmune, no puede entonces reducirse a éste a un unívoco repertorio de rechazo de lo otro-de-sí, sino que nos presenta un sistema que incluye lo otro en su interior como su propio motor. Esto ha sido desarrollado por Alfred Tauber en su libro sobre el self inmune. Para Tauber, la principal función del sistema inmunitario es la definición de la identidad del sujeto, y su conservación como integridad orgánica es una función derivada. Tal identidad, no puede entenderse como algo definitivo e inmodificable, sino como un efecto siempre divergente de las interacciones con el medio. Esto nos lleva a un modelo en el que el sistema incluye lo que le es externo. En la interacción, el yo que se va constituyendo y al que se remite toda alteridad por contrastación, es a su vez un yo alterado continuamente. En este sentido, la 70 inmunidad prevee un proceso abierto de autodefinición, pues no puede derivarse el yo de una simple oposición con lo extraño, sino que debe incluir la continua recomposición de sí mismo. No puede reconocer solo lo extraño para atacarlo, porque se desconocería a sí mismo en su variaciones –lo que puede derivar en una enfermedad autoinmune—y por tanto el proceso de aotodefinición recompone continuamente el reconocimiento de la propia identidad, simultaneamente que de lo otro (cfr. Esposito, 2005: 235-240). El modelo inmunitario puede adquirir otro sentido, diferente a la usual interpretación de la selección y exclusión de lo extraño y más complejo que la reducción a una metáfora bélica. En este giro de Esposito, la immunitas funciona más bien como una caja de resonancia de la alteridad al interior del yo, el cual: [N]o es más una constante genética o un repertorio predefinido, sino un constructor determinado por un conjunto de factores dinámicos, de reagrupamientos compatibles, de encuentros fortuitos: ni un sujeto ni un objeto, sino un principio de acción (…) El cuerpo nunca es original, acabado, íntegro, ‘hecho’ de una vez por todas, sino que continuamente y cada vez se hace según las situaciones y los cruces que determinan su desarrollo. Sus límites no lo bloquean en un mundo cerrado; por el contrario, constituyen el margen, delicado y problemático por cierto, pero siempre permeable, de su relación con aquello que, aunque se sitúe en su exterior, desde el comienzo lo atraviesa y lo altera (2005: 241). ¿ No es acaso el embarazo – como lo habíamos adelantado muy brevemente—un paradigma de la alternativa semántica del modelo inmunitario? ¿No radica en la vida misma, en su propia protección y vulnerabilidad, una fuerza por su preservación más allá del individuo? De hecho, el mecanismo que favorece el desarrollo de un embrión en el útero de la madre gestante amplifica el modelo inmunitario hacia una potencia que bien vale ser pensada filosóficamente. Se trata de un proceso que trasciende la –no tan simple—tolerancia inmunitaria. En principio no se trata de una desactivación del sistema inmunitario que favorezca la gestación en detrimento del principio de rechazo natural de cualquier 71 alotraspante5, sino más bien una activación en doble frente. Por una parte controla al feto, pero por la otra se controla a sí mismo, por lo que no sólo se inmuniza de lo extraño, sino de sí mismo, se inmuniza de un ‘exceso de inmunidad’. Pero más radical que esta doble acción, es la condición misma de su despliegue, a saber, un importante grado de heterocigosis6 del padre que se expresa a su vez en la presentación del embrión ante el sistema de la madre como ‘suficientemente extraño’. El carácter extraño activa la producción de anticuerpos que ‘engañan’ el sistema inmune de la madre, desviando su atención del feto. Si tal condición de diferenciación no se produce, si no se expresa la suficiente extrañeza, estos anticuerpos no se producen, teniendo como consecuencia el aborto por rechazo. De hecho, muchas veces se inoculan en la madre antígenos del padre para, de esta forma, evitar el rechazo y abortos espontáneos. De esta manera, la conservación en la vida del hijo, por parte del cuerpo de la madre, es permitida no por ‘semejanza’ sino por la diferencia transmitida y heredada del padre, a su vez, heterogéneo con respecto a la madre. “Sólo en cuanto extraño el hijo puede volverse ‘propio’”(Esposito, 2005:243). En contra de la rápida analogía de un combate a muerte, la gravidez nos expone ante un combate ‘a vida’, tal como lo reconoce el mismo Esposito. Las consecuencia de un enfrentamiento no solamente pueden ser del orden de la devastación. En el caso de la gravidez, hasta el hijo y su combate con la madre pueden salvar a esta de sus derivas inmunitarias autoagresivas, lo que se demuestra con la regresión de muchas enfermedades autoinmunes durante la gestación. El sistema inmunitario, en su función primordial de reconocimiento y configuración de la identidad biológica del cuerpo, conjuga el intercambio 5 Término que designa la recepción de un órgano, como cuerpo extraño de distinto origen que el organismo receptor. 6 Designa el carácter de diferencia de carga genética del padre expresada en sus espermatozoides y que produce un diferencial de variabilidad genética en el embrión gestado respecto de la madre. 72 constante entre interior exteriorizado y exterior interiorizado. El equilibrio inmune no es el simple resultado de una movilización defensiva ante lo extraño. No hay tal prevalencia de lo mismo sobre lo semejante y de lo semejante sobre lo distinto. Se trata más bien del cruce de series distintas que convergen de manera compleja de tal forma que el diferencial absorbido desde el exterior ensancha y enriquece potencialidades del interior. Supone entonces “una concepción de la identidad individual tajantemente alternativa a aquella, cerrada y monolítica, a la que antes se hacía referencia. Por otra parte, lo hacen no sólo posible sino además inevitable los desarrollos de la tecnología genética y biónica: el cuerpo, lejos de constituir un dato definitivo e inmodificable, es un constructor operativo abierto a un continuo intercambio con el ambiente circundante”(Esposito, 2005: 30). Esto nos lleva a pensar la posibilidad de comprender la finitud desde un punto de vista diferente al de la carencia y la falta. Un punto de vista de un cuerpo que antes que buscar su completud, se configura incesantemente en relación con aquello que lo excede. Incorporación del exceso antes que búsqueda por completarse. No cerrado sobre sí mismo, abierto a aquello que lo excede de continuo, no le queda más que excederse a sí mismo difiriendo, diferenciándose en estados parciales que posponen la inexorable finitud que expresa la muerte. Pero será una muerte que evidencia el carácter excesivo del ser sobre el individuo. Ahora bien, en su antípoda, el nacimiento es una figura excepcional: el naciente antes que carente, es radicalmente excedido, pero en ese exceso radica su pura potencia, su puro ser por venir. Esta alternativa en el modelo inmunitario nos propone una nueva deriva de la cuestión de la comunidad. Dentro de una ontología del cambio, la alteridad no es el efecto de una falta, de una carencia. Si la comunidad es más bien esa condición de alteridad con respecto a cada uno de sus miembros, el hecho de ser constituidos por el otro, la comunidad podría pensarse como la comunidad del exceso: antes 73 que faltantes, aquello en común es el estar siempre excedidos. No incompletos, o buscando estarlo. Tampoco completos, cerrados y absolutos. Excedidos, expuestos y lanzados a excederse continuamente, a salir de sí. No basta la falta para explicar el cambio, pues no explica el movimiento positivo de producción, tan solo la negatividad de no ser propio. No es una ausencia, sino un presencia, una afirmación fuera de sí lo que puede explicar el cambio: el carácter primero y excesivo de la diferencia. 3. La comunidad del exceso Aquel que mira morir existe en la mirada que él abre a la muerte: si es lo que es, lo es en la medida en que, ya, no es él, en que ya es ‘nosotros’, en la medida en que la muerte lo disuelve. Georges Bataille (2001: 102) Nancy declara vehementemente que “a la temática de la individuación, tal como pasó desde cierto romanticismo a Schopenhauer y a Nietzsche, le ha faltado considerar la singularidad, de la cual, con todo, no estaba alejada. La individuación desprende entidades cerradas de un fondo informe” (2001: 55). Además anota, que subsiste en parte en el motivo deleuziano de la haeccidad, que sin embargo trata de la singularidad. Reconociendo en este punto la deuda de Gilles Deleuze con los planteamientos de Gilbert Simondon a propósito de la individuación, nos disponemos a problematizar tal reclamo. Revisemos más lentamente la exposición del argumento de Nancy: La singularidad no procede tal vez de nada. No es una obra que resulte de una operación. No hay procesos de ‘singularización’, y la singularidad no es extraída, ni producida ni derivada. Su nacimiento no tiene lugar a partir de ni como efecto de: ella da, por el contrario, la medida según la cual el nacimiento, como tal, no es ni una producción, ni una autoposición, la medida según la cuál el nacimiento infinito de la finitud no es un proceso que opera sobre un fondo y a partir de fondos. Pero ‘fondo’ (en cualquier sentido de la palabra) es él mismo, por sí mismo y en tanto que tal, la finitud misma de las singularidades –ya (2001: 55). La condición central del argumento radica en la distinción –en la petición de distinción—entre individuo y singularidad. Sin embargo, nuestra respuesta (de la mano de Simondon y Deleuze) será que sí se ha pensado ontológicamente diferente la individuación, considerando la singularidad, precisamente con las condiciones expuestas. Es decir, que es posible pensar al individuo por fuera de lo absoluto, distinguiéndolo –a la vez que acercándolo-, sin confundirlo con la 75 singularidad. Además, manteniendo para ella su carácter de finitud y de exposición. La cuestión consiste en proponer una ontología de la individuación que tenga como condición la singularidad misma junto con su finitud. Tal ontología de la individuación se nos impone necesariamente dentro del marco mismo de la comunidad, o como hemos visto antes con Esposito: de la cuestión de la comunidad como la reflexión de una ontología del cambio. Por lo tanto ¿cómo cabe entonces pensar la individuación por fuera –literalmente—de las categorías de absoluto, identidad o propiedad? ¿Cómo se propone una ontología de la individuación como ontología del cambio y de la exposición? ¿Cómo se piensa la singularidad como condición mas no como propiedad? El primer paso del camino supone no reducir el Ser al individuo, o al conjunto de individuos. En otras palabras, cualquier respuesta que queramos esgrimir no debe caer en la confusión del individuo como principio, o su derivación clásica de pensarlo a partir del principio de individuación. Existen dos vías según las cuales puede ser abordada la realidad del ser en tanto individuo: una vía sustancialista, que considera el ser como consistente en su unidad, dado a sí mismo, fundado sobre sí mismo, inengendrado, resistente a lo que no es él mismo; y una vía hilemórfica, que considera al individuo como engendrado por el encuentro de una forma y de una materia. El monismo centrado sobre sí mismo del pensamiento sustancialista se opone a la bipolaridad del esquema hilemórfico. Pero hay algo común a estas dos maneras de abordar la realidad del individuo: ambas suponen que existe un principio de individuación anterior a la individuación misma, susceptible de explicarla, de producirla, de conducirla. A partir del individuo constituido y dado, uno se esfuerza en elevarse a las condiciones de su existencia (Simondon, 2009: 23). De esta manera, la esencia se ha pensado en la naturaleza como aquel principio que comparten distintos individuos y que, por otra parte, operaría como condición fundante de la comunidad de los mismos. O bien, la esencia es inherente al individuo mismo, y lo común que aglutina a la especie se define a partir de las 76 propiedades comunes de los individuos determinadas por sus naturalezas particulares; o la figura de la especie nombraría aquella forma común, compartida y actuante como causa formal en diversas materias diversas. El principio de individuación, que es común en los dos abordajes expuestos por Simondon, opera conceptualmente como causa explicativa en dos direcciones complementarias: por una parte, tal principio “lleva en sí lo que explicará que el individuo sea individuo” (Simondon, 2009: 24); al tiempo que funda simultáneamente lo común de una especie, aquello de lo que más de uno puede participar. Al conceder un privilegio ontológico al individuo ya constituido, lo que se pierde de vista es toda ontogénesis. El principio de individuación opera como una ontogénesis a contrapelo, pues pretende dar cuenta de un momento primero que ya porta lo que define al individuo. Si el principio define al individuo, preexiste a la individuación, no habría tal génesis, sólo se da un paso atrás. Para Simondon (2009) este es el error del esquema hilemórfico pues supone un principio al que se debe acudir para explicar el proceso de individuación, la génesis del individuo, suponiendo que es el proceso lo que debe ser explicado y no donde la explicación debe ser encontrada. Este esquema no constituye en realidad una génesis. La originalidad de Simondon en su teoría sobre la individuación se apoya, entonces, en dos puntos críticos, tal y como lo muestra Deleuze (2005). El primero consiste en que el principio de individuación remite a un individuo ya totalmente compuesto, preguntando entonces en qué consiste su individualidad, es decir, inquiriendo por aquello que lo caracteriza como tal. El principio de individuación, comprendido como la respuesta a esta pregunta, se termina ubicando como un ‘antes’ de la operación de individuación, siendo el individuo su resultado ya finalizado y completo. A partir de este punto, se sigue el segundo puntal crítico de Simondon. La individuación termina ‘poniéndose’ como coextensiva al ser, en tanto aquello que es sería ya antes del individuo –como principio de individuación 77 —, ya individuo completo y terminado. La respuesta de Simondon parte de que el carácter realmente genético y explicativo de la individuación, radica en que tal proceso debe ser contemporáneo y no posterior a su principio. En otras palabras, se deshace el modelo secuencial principio-individuación-individuo. El individuo no es solamente un resultado, sino un entorno de individuación. Y es precisamente este punto de vista el que hace que la individuación deje de ser coextensiva al ser: debe representar un momento que no es ni todo el ser ni el primero de sus momentos. Debe poder ser situada, determinable con respecto al ser, en un movimiento que nos hace transitar desde lo pre-individual al individuo (Deleuze, 2005: 116). Ahora bien, el modelo propuesto por Simondon para comprender la individuación, nos permite resolver, no sólo las objeciones críticas que ya han sido expuestas, sino que a su vez constituye una alternativa que, articulada con la cuestión de la comunidad, responde a las demandas de Nancy. Trataremos entonces de sintetizar la propuesta de Simondon en su carácter original, reconociendo que sus desarrollos exceden por mucho lo que podamos exponer en este trabajo. Sin embargo, en lo fundamental, expondremos cómo el proceso de individuación nos autoriza a bosquejar un diagrama de una ontología del exceso, como ontología de la diferencia y del cambio, que no supone el tradicional esquema de la falta y de la carencia, pero que sin embargo, mantiene el espíritu de la finitud misma como principio activo y actuante. Lo que toma el relevo del principio de individuación es el concepto de pre-individual, que corresponde con lo que de ahora en adelante debe ser pensado como la condición del proceso de ontogénesis del individuo que hace que éste sea no sólo un resultado, sino una ‘resolución parcial’ de un proceso, en principio continuo. En un modelo estrictamente genético, el individuo es entonces lo que hay que explicar por el proceso de individuación y no, al revés, explicar el proceso a partir del individuo. Esto permite entender además que el individuo no es el único resultado 78 de la individuación. La individuación produce al individuo y al medio, cuya relación resulta de una resolución parcial de múltiples tensiones singulares. En otras palabras, comprender la individuación como proceso que transita de lo preindividual a lo individual de manera continua implica, en primera instancia, que aquello que entenderemos como pre-individual no es un simple ‘antes’, sino una dimensión contemporánea del proceso que ‘acompaña’ de continuo al individuo. En segunda instancia, el individuo no es tal por una condición de estar terminado, pero tampoco se le entiende como incompleto. El individuo se corresponde con una dimensión que resuelve lo pre-individual de un modo específico, pero que al resolverlo diverge de lo pre-individual mismo que sigue actuando en pro de una nueva solución. En el tránsito que resuelve lo pre-individual en lo individual, lo pre-individual mismo diverge en la perentoriedad de una nueva solución. Esto determina el carácter continuo del proceso de individuación. Por ello, la relación individuo y medio –desde los cristales, hasta los seres vivos y el psiquisimo— mantiene un grado de preindividualidad activa que se reconfigura continuamente. La tesis que hace de lo pre-individual la condición ‘previa’ a la individuación nos permite desde ya, en este punto de la exposición, reconocer que no podemos confundir ser e individualidad. Antes bien, la individualidad es una fase del ser, una realidad relativa que supone una realidad pre-individual, y que aún luego de la individuación, no existe sola pues no agota de una vez toda la potencia de lo pre-individual. “Así el individuo es relativo en dos sentidos: porque no es todo el ser y porque resulta de un estado del ser en el que no existía ni como individuo ni como principio de individuación” (Simondon, 2009: 26). Pero, ¿por qué no se agota lo pre-individual en lo individual en el proceso de individuación? En esta característica del proceso debemos detenernos un momento por las importantes consecuencias que se siguen. 79 Lo primero que debemos aclarar es que la individuación no se corresponde con un proceso de ‘realización’. En Diferencia y repetición Deleuze (2002) distingue dos procedimientos distintos para entender lo real. La ‘realización’ corresponde con el paso de la ‘potencia’ al ‘acto’, donde el acto que se realiza tiene en principio una relación simétrica con la potencia irrealizada. Podríamos decir que se corresponden –en el sentido de semejanza–, aquello que está en potencia se corresponde con la realización del acto. Deleuze le da el nombre de ‘realización’ al paso de ‘lo posible’ –ésta es la acepción que toma el término ‘potencia’, dynamis– a lo real, y de esta manera se oponen ‘posible’ y ‘real’, pese a su relación de simetría y semejanza. En cambio, el proceso de individuación que propone Simondon, sería más un procedimiento de ‘actualización’, comprendido como el tránsito que va de lo ‘virtual’ a lo ‘actual’. La primera diferencia está en el carácter real que ya de suyo tiene lo ‘virtual’. “El único peligro de todo esto es confundir lo virtual con lo posible. Pues lo posible se opone a lo real; el proceso de lo posible es, por consiguiente, una realización. Lo virtual, por el contrario, no se opone a lo real; posee una plena realidad en sí mismo. Su proceso es la actualización”(Deleuze, 2002: 318). Además, entre virtualidad y actualidad, en el proceso de actualización, existe una asimetría, es decir, no hay una correspondencia entre los dos registros. Lo preindividual de Simondon tiene las características de lo virtual, y el proceso de individuación se puede comprender como un modelo de actualización, desde este punto de vista. La siguiente coincidencia está en el carácter singular y múltiple de lo pre-individual, pues “el ser pre-individual es ser que es más que una unidad” (Simondon, 2009: 27). Lo pre-individual está dotado de singularidades pues es un sistema metaestable. Deleuze mismo reconoce la cercanía de su teoría de cantidades intensivas con la tesis de Simondon de lo pre-individual como sistema metaestable. 80 [L]o que define un sistema metaestable es la existencia de una ‘disparidad’ entre al menos dos órdenes de magnitud, dos escalas dispares de realidad entre las cuales no hay interacción comunicativa. Implica, por tanto, una diferencia fundamental como un estado de disimetría. Se trata, empero, de un sistema en la medida en que la diferencia se da en él como energía potencial, como diferencia de potencial repartida en tales o cuales límites. La concepción de Simondon nos parece, en este punto, próxima a una teoría de las cantidades intensivas, puesto que cada cantidad intensiva es diferencia en sí misma (2005: 116). Más que la especificidad y vasta complejidad de la comprensión de lo preindividual como sistema metaestable –lo cuál implicaría otro trabajo distinto—, en este momento de nuestra exposición queremos retomar dos puntos importantes. Primero, el carácter múltiple y rico de singularidades de lo pre-individual como momento del ser, lo que nos ubica en una ontología de lo múltiple. El ser se caracterizaría antes que por la falta, por una diferencia de singularidades. Por ello, lo pre-individual se comprende ya, en sí mismo, como realidad. Desde este punto de vista, en tanto ya real, la ‘potencia’ –virtualidad– de lo pre-individual no es mero anteceder a lo real, sino un momento de lo real mismo que acompaña en medio del proceso de individuación al individuo. El ser individuado no es todo el ser y, además, en tanto acompañado por lo preindividual en un proceso continuo de individuación, no es ya carente sino excedido. Lo pre-individual no va colmando de manera incompleta su actualización individual. No podemos entender al individuo como carente y a lo preindividual como lo que continuamente falta, pues olvidaríamos el carácter asimétrico entre ambos momentos. El carácter asimétrico se comprende mejor si se entiende el proceso de individuación como ‘resolución’. Recordemos que, según hemos tratado de explicar, el ser no puede reducirse ni a su pura preindividualidad, ni a la individualidad. Por lo tanto, “la individuación es considerada como únicamente ontogenética en tanto operación del ser completo” (Simondon, 2009: 26). Se trata de la resolución parcial y relativa que resulta de un sistema de diferencias de potencial 81 incompatibles entre sí, singulares. En Simondon, la individuación es operación del ser como devenir. Para él, la oposición entre ser y devenir sólo es posible en una ontología de la sustancia, en la que el ser es sustancia, unidad, esencia. Que el devenir sea una dimensión del ser, supone que el ser tiene la capacidad de desfasarse en relación consigo mismo y de resolver tal desfase. Este paso nos permite comprender mejor el carácter metaestable de lo preindividual por medio de la categoría de ‘problemático’. La individuación procede resolviendo el problema que plantea lo disperso, las tensiones entre singularidades múltiples del sistema metaestable. Así, como en la emergencia de la profundidad de imagen en el cerebro a partir de el sistema de datos de sensación provenientes de dos retinas bidimensionales, la resolución es una emergencia que organiza los potenciales diferenciales en un orden superior. La imagen configurada en el cerebro no es simétrica a los impulsos que expresan diferenciales de actividad en rangos de luz que llegan a la retina. Pero de todas formas, hay una cierta determinación – que no predeterminación-- entre el sistema de señales y la solución que opera el cerebro con ellas. Podríamos también aludir, como ejemplo que ayude a aclarar el concepto, ciertas ilusiones ópticas. En un nivel simple, el juego de contraste entre figura y fondo que, a partir de un mismo sistema de datos sensibles o ‘imagen objetiva’, suele resolverse por la configuración de una u otra figura; tal como en el caso de la copa y los dos perfiles. Este carácter ‘problemático’ de lo pre-individual debe entenderse de manera objetiva. Esto es, no como un problema para el individuo, como si se tratase de un carácter subjetivo, sino como un problema en sí mismo, real, del cuál el individuo es una solución parcial. Este carácter problemático es afirmativo. Se trata de organizar una solución de un sistema objetivamente problemático. El individuo es el momento ‘fásico’ que resuelve el ‘desfase’ pre-individual. Pero es siempre una resolución entre muchas, una fase entre muchas posibles. El carácter parcial de la 82 solución es por oposición a la multiplicidad, no porque se trate de una solución a medias o faltante. Es siempre parcial ante el carácter excesivo del problema mismo: una solución entre otras. Pero es también parcial, porque, además de no agotar el problema, trasforma las condiciones mismas del sistema metaestable, es decir, opera una alteración en las condiciones del problema que hacen perentoria una nueva solución. Estamos ante una dialéctica de lo problemático, y no de la negatividad. Doble exceso: el individuo queda excedido por lo preindividual al no agotarlo, pero a su vez lo pre-individual se excede a sí mismo con cada solución al trasformase. El devenir como operación misma del ser como problematización y exceso. A partir de este momento, y por la pertinencia específica con nuestro trabajo, nos ubicaremos desde la individuación biológica7, para dirigirnos al tránsito de la individuación psíquica y colectiva. Examinaremos lo problemático, entonces, desde la condición de los seres vivos, de la vida como expresión del ser. La misma noción de metaestabilidad es utilizable para caracterizar la individuación en el dominio de lo viviente; pero la individuación ya no se produce, como en el dominio físico, únicamente de una forma instantánea, cuántica, brusca y definitiva, dejando tras de sí una dualidad entre el medio y el individuo, donde el medio queda despojado del individuo que no es y el individuo pierde la dimensión del medio. Una individuación semejante existe sin dudas también para lo viviente en tanto origen absoluto; pero ella se duplica con una individuación perpetuada, que es la vida misma, según el modo fundamental del devenir: lo viviente conserva en sí una actividad de individuación permanente; no es solamente resultado de individuación, como el cristal o la molécula, sino también el teatro de individuación (Simondon, 2009: 30). El carácter problemático se amplifica en la vida y lo viviente. El individuo vivo no es solamente resultado o solución, sino que se hace problema a su vez para sí y en 7 El trabajo de Simondon sobre la individuación es en su totalidad un modelo ontológico unificador que abarca todas las dimensiones del ser entendidas como marcos de individuación. Por ello su texto se divide en cuatro grandes apartes: la individuación física, la biológica, la psíquica y la colectiva. En cada una reconoce su especificidad, pero, a su vez, en la emergencia de nuevas cualidades en cada aspecto, mantiene el modelo general. 83 sí. Se trata ahora de una individuación ‘a través’ del individuo, que lo cruza continuamente. La resolución de problemas de lo viviente no es solamente por adaptación, es decir, por la sola modificación de la relación con el medio; en cambio, se modifica a sí mismo y al medio, produce, inventa, nuevas estructuras internas, lo que hace que se introduzca a sí mismo en el campo de problemas vitales. El individuo es acompañado por una carga de realidad pre-individual que deriva en nuevas problematizaciones y nuevas soluciones del sistema. De hecho, lo viviente supone una relación, antes que de adaptación, de devenir con relación a su medio. La dupla, individuo-medio, carga en lo viviente la realidad pre-individual misma. No se resuelve en ninguno de los dos términos, cada uno fijo e individuado, antes bien, se resulve por el medio, en un equilibrio metaestable que no logra identificarse por completo en ninguno de los dos polos del sistema. En la dimensión de lo viviente, aparece la ‘participación’ del individuo en una individuación más vasta –que podríamos llamar de manera sencilla la individuación de un ecosistema—, por la carga preindividual que mantiene en sus mismas potencialidades. Lo problemático del viviente, expresa su ser, a la vez, superior e inferior a la unidad. Superior, pues supone una preindividualidad múltiple y singular, que a su vez se reconfigura en la problematización de sí mismo en relación con su medio, que es otro de sí, pero que lo va configurando en el devenir de la relación que no coincide con ninguno de los dos ‘unos’ –ni medio, ni individuo—. Inferior, porque tal pre-individualidad que lo acompaña—y que en primera y última instancia lo constituye como proceso—es siempre anterior a la resolución unitaria que pretende organizarla. Pero también vuelve a ser superior a la unidad, pues el individuo participa de un problema más vasto, que en una de sus dimensiones se puede comprender como el de la permanencia de la especie. Especie de la que el individuo participa, pero de la que se diferencia de dos modos. Por una parte, al expresar una resolución singular de la misma, pues la condición de permanencia 84 de la especie radica en su variabilidad intrínseca como acervo de potencialidades diversas en relación con un medio cambiante. Por otra parte, pues a través de él, pero, sobre todo más allá de él, la especie continuará su devenir de problemas y soluciones, aún cuando ya, como individuo, él no exista más. Por ello, la ontogénesis de un ser viviente, debe comprenderse dentro de este amplio marco de pertenencia en lo que sería un metaproblema, más amplio que su propia resolución individual. Sin embargo, la individuación de una especie no opera por simple variación entre individuos. No se reparte simplemente entre varios individuos. Decíamos, cada individuo es a su vez coincidente con su proceso de individuación. Si es el individuo lo que se debe explicar, y no suponer, la ontogénesis del ser viviente debe darnos elementos adicionales para la comprensión de la vida. “El estado de un viviente es como un problema a resolver del que el individuo se convierte en una solución a través de la producción de distintos montajes y estructuras” (Simondon, 2009: 303). El desarrollo vital de un individuo puede comprenderse como el proceso de aparición de sucesivas invenciones de funciones y estructuras que resuelven, para cada momento, una problemática interna, que a su vez, desata una problemática en relación con el medio que también va difiriendo en cada etapa. De esta manera, cada individuación parcial se presenta como la solución de estados anteriores. Pero tal solución sucesiva evidencia el hecho de que las tensiones pre-individuales no son, ni ‘deben’ ser agotadas o aniquiladas. Por ello las tensiones mismas van difiriendo. Este modelo se opone, por lo tanto, a aquellos que suponen que la vida se resuelve por equilibrios –estados homeostáticos—, o por la búsqueda del equilibrio definitivo. De hecho, una buena forma solo es tal si mantienen la tensión y la disparidad, si la resuelve manteniendo la tensión. Ese es el carácter de la metaestabilidad. La pura distensión de los diferenciales preindividuales no conduciría sino a la muerte. Por eso la muerte no es la solución a 85 ningún problema. Lo que se convierte en la buena forma en la individuación viviente, es precisamente aquello no individuado que permanece en el individuo, entendido éste como ya dijimos, como proceso continuo y teatro de individuación. “El equilibrio del viviente es un equilibrio de metaestabilidad. Las tensiones internas permanecen constantes bajo la forma de la cohesión del ser en relación consigo mismo” (Simondon, 2009: 304). Esta tensión de la metaestabilidad como resonancia interna del ser viviente, es lo que hace de la ontogénesis una problemática perpetuada. Este diferirse del problema consigue un punto de inflexión en lo que denominamos madurez. Sin embargo, si bien la madurez expresa una cierta estabilidad de las invenciones estructurales y funcionales, esto no aniquila el carácter problemático, tan sólo éste adquiere un nuevo sentido. En la medida en que se van produciendo estructuras y funciones de grado superior, al llegar a su maduración final, esta formación ‘madura’ supone un nivel tal de flexibilidad interna para que, en ausencia de nuevas estructuras, pueda seguir afrontando la carga pre-individual y las variaciones del medio. Este carácter de complejización del desarrollo, conduce a estructuras más estables, que sin embargo puedan resolver problemas más diversos. De ahí que se haya dicho que cada estado del desarrollo es una solución de los anteriores. Estabilidad de la forma, no significa detención o estatismo de la individuación como proceso. El punto de inflexión de la madurez de un individuo se expresa en la incapacidad de resolver con más novedad la novedad. Por ello el declive hasta la muerte. A pesar de la mayor complejidad del estado adulto o maduro de un individuo viviente, la estabilidad de su forma hace que no pueda resolver toda la fuerza de las tensiones que sigue en producción, y por ello, ya tarde o temprano, será excedido por el desfase hasta que ya no pueda configurar más soluciones y muera. La limitación de la duración de la vida adquiere en Simondon un matiz semántico muy diferente al de la realización de la entropía que desde siempre acompaña y 86 condiciona al ser vivo a conjurarla en su organización. La finitud no es el resultado de una individuación, sino la imposibilidad de continuarla por efecto de un exceso de fijación. El individuo pierde poco a poco su plasticidad, su capacidad de volver metaestables las situaciones, y de hacer de ellas problemas con múltiples soluciones. Se podría decir que el individuo viviente se estructura cada vez más en sí mismo, y tiende de ese modo a repetir sus conductas anteriores, cuando se aleja de su nacimiento. En este sentido, la limitación de la duración de vida no está absolutamente ligada a la individuación; es solamente el resultado de formas muy complejas de individuación por las cuales las consecuencias del pasado no son eliminadas del individuo y le sirve a la vez de instrumento para resolver las dificultades por venir y de obstáculo para acceder a tipos nuevos de problemas y situaciones (Simondon, 2009: 352). Ahora, expondremos el salto al nivel de la individuación psíquica y colectiva, dejando en punta la cuestión de la muerte y la finitud de duración del individuo viviente, para volver sobre ello al trazar el plano que tensione lo psíquico y lo biológico. ¿Cuál es entonces la especificidad novedosa de la individuación psíquica? ¿Por qué no puede pensarse sino como inseparable de una individuación que Simondon nombra como colectiva? Para afrontar estas preguntas debemos decir de manera inicial que el psiquismo y lo colectivo son constituidos por individuaciones posteriores a la vital, y que, por tanto, la suponen. La clave para comprender el salto, se puede proponer como la operación de un pliegue en la individuación vital. Ahora bien, sería más bien un segundo pliegue, pues, como hemos dicho, la diferencia de la individuación biológica de la física radica en su carácter continuo por la interiorización de la vida de lo problemático como una carga pre-individual que acompaña siempre al individuo y su relación con el medio. El segundo pliegue es sintetizado por Simondon de la siguiente manera: “El psiquismo es persecución de la individuación vital en un ser que, para resolver su propia problemática, está obligado a intervenir él mismo como elemento del problema a través de su acción, como 87 sujeto” (2009: 32). El sujeto, desde esta perspectiva, se entiende como la unidad que resulta de un ser, en tanto viviente individuado y en tanto ser que al representar su acción aparece ante sí mismo como problema. Ya no es la solución de un problema que se produce de continuo en su ontogénesis. El segundo pliegue hace del individuo individuado un problema ante sí. Ahora bien, esta amplificación de la problemática hace que el problema vital no se cierre sobre sí mismo, sino que compromete cada vez más realidad pre-individual que se incorpora la relación con el medio. Además, el ser psíquico no puede resolver su propia problemática en sí mismo. Por una parte, porque el ser psíquico envuelve en una unidad funcional al viviente y al medio, lo que sobrepasa los límites de la individuación biológica en la figura del sujeto. Al representarse su acción como elemento del problema, el sujeto excede al individuo biológico por inclusión reflexiva de sí y del medio. Por otra parte, tal exceso del sujeto respecto del individuo biológico permite la participación en lo colectivo como condición misma de tal individuación. La representación y problematización de la propia acción supone el reconocimiento de la acción como más que solución. Al incluir la representación de su acción y problematizarla, el sujeto es constituido en medio de la situación que supone una variedad de acciones potenciales, lo que carga a la acción de un carácter pre-individual que se reconoce por la acción de otros. Sin una experiencia de variadas acciones ante una situación, el sujeto no podría incluirse en el problema. Este es el carácter constitutivo y recíproco entre el psiquismo y lo colectivo. El individuo psíquico se asocia al grupo a través de la realidad preindividual que lleva en sí y que puede reunirse con las cargas preindividuales de otros individuándose en una unidad colectiva. La individuación psíquica y la colectiva son recíprocas, son condición y constitución una de la otra. “Lo colectivo interviene como resolución de problemáticas individuales, lo que significa que la base de la realidad colectiva está 88 ya parcialmente contenida en el individuo, bajo la forma de realidad preindividual que permanece asociada la realidad individuada” (Simondon, 2009: 34). No se trata de una relación entre sustancias individuales y ya individuadas. Se trata de una dimensión de la individuación misma, la colectiva, en la que el individuo deviene él mismo relación con el mundo y con los otros del colectivo. Para comprender la individuación psíquica y colectiva como correlativas la una a la otra, es fundamental entender la noción de unidad en Simondon. ¿Cómo puede entender la unidad, por medio del proceso de individuación en general, o de lo psíquico y colectivo en particular, cuando lo pre-individual es multiplicidad de singularidades? En este esquema, a diferencia del hilemórfico que considera la unidad como la conformidad de una forma con una materia, lo que produce la unidad del ser es su cohesión. Es un régimen de actividad en el proceso de individuación que resuelve problemas pre-individuales. El ser, es antes que nada relación de diferencias, y tal relación se expresa en una resonancia interna que mantiene la tensión en el proceso continuo de individuación, desdoblándose una y otra vez para reconvertirse en unidad. “El ser no posee una unidad de identidad, que es la del estado estable en el que ninguna transformación es posible; el ser posee una unidad transductiva; es decir que puede desfasarse consigo mismo, desbordándose él mismo de un lado y otro de su centro” (Simondon, 2009:36). Por ello no puede concebirse la relación entre términos pre-existentes, como identidad, supuestos de antemano. Se trata, más bien de intercambios de información por diferencias singulares en medio de un sistema que se individua. Esto debe ser consistente también en la relación entre individuos distintos. De esta manera, la relación entre individuos en medio de una individuación colectiva no es un intercambio subjetivo entre seres preexistentes. La relación en medio de la individuación colectiva es aquella que opera entre la carga pre-individual de los seres en relación, aquello que no acaba de ser individuado en cada uno y que sólo se resuelve como operación de la relación de ambos. Lo 89 colectivo no es, entonces, una suma individuos, sino un proceso de individuación cuyo régimen pre-individual –como individuo colectivo, lo constituye la relación problemática de lo aún no resuelto, individuado, de los que se relacionan. Así, la relación no es una operación entre individuos, sino un modo de problematización de una individuación más vasta. La naturaleza no es ya una esencia, sino esa carga de tensión indefinida que actúa de continuo en la resolución y configuración de la unidad, en este caso psíquica y colectiva simultáneamente. Esto no significa que no exista interindividualidad, comprendida como las interacciones entre los seres individuados, sin embargo, tal nivel de interacción no es lo que constituye lo colectivo. Debemos distinguir, entonces, entre ‘interindividualidad’ y ‘transindividualidad’. Lo colectivo tiene su propia génesis, la cual no se funda en lo ya individuado de los individuos, por el contrario, lo que efectúa la operación de individuación colectiva es lo transindividual que se define como la relación de potenciales que portan como realidad pre-individual los seres ya individuados. De este modo el individuo no es sustancia, ni simple parte de lo colectivo, por el contrario, “lo colectivo interviene como resolución de la problemática individual, lo que significa que la base de la realidad colectiva está ya parcialmente contenida en el individuo, bajo la forma de realidad preindividual que permanece asociada a la realidad individuada” (Simondon, 2009: 34). El psiquismo no puede resolverse sólo al nivel del ser individuado, es el fundamento de la participación en la individuación colectiva. Al mismo tiempo, al hecho de que lo colectivo resuelva problemáticas individuales en una individuación más amplia, le corresponde el término de transindividual. Este esquema supone entonces que lo psíquico despliega doblemente la potencia preindividual. Por un lado, el sujeto ya excede al individuo, como hemos visto antes, pero además, aquello que permanece irresuelto en él toma parte de una 90 resolución que lo cobija y lo excede a su vez como colectivo. Esta carga preindividual del sujeto que lo lanza a lo colectivo, esa resonancia interna al interior de una individuación más amplia, es lo que Simondon llama afectividad y emoción. Para Simondon la afectividad es de naturaleza problemática. No es solamente una distinción entre placer y dolor, antes bien, placer y dolor son extremos que operan con polos de tensión de un afecto particular. Todo afecto es inicialmente singular en tanto se ubica en medio de una escala de diferencias intensivas, en la que placer y dolor son sus extremos. La singularidad del afecto se problematiza y sólo como resultado se resuelve en el individuo en su dirección a uno de los polos. Por ello la operación afectiva es transductiva. El afecto es un intermedio singular que se desdobla en dos direcciones, hacia un lado como más de placer, hacia el otro como más de dolor; de la misma manera que en el caso de la sensación, que opera también de forma transductiva, permitiendo captar cómo el intermedio dado a la sensación se prologa en más calido o más frío. Sin embargo, para Simondon la afectividad es estrictamente correlativa a la individuación psíquica, pues “es a una realidad transductiva subjetiva (perteneciente al sujeto), como la sensación es a una realidad transductiva objetiva” (2009: 385). Recordemos que el sujeto como unidad de la individuación psíquica, no coincide con el individuo biológico, y que , de hecho, lo excede al representarlo como parte del problema. Podríamos decir que la individuación biológica es pre-individual con relación a la psíquica en la medida en que ésta problematiza la primera. Este carácter de representación ante sí del psiquismo, nos ayuda a entender que las afecciones no son simples reacciones, sino que constituyen toda una orientación del ser viviente en relación consigo mismo. [R]realizan una polarización de un momento determinado de la vida en relación con otros momentos; hacen coincidir el ser consigo mismo 91 através del tiempo, pero no con la totalidad de sí mismo y de sus estados; un estado afectivo es aquello que posee una unidad de integración a la vida; es una unidad temporal que forma parte de un todo, según algo que se podría llamar gradiente de devenir. El dolor del hambre no es solamente lo que es experimentado y repercute en el ser; es también y sobre todo la manera en que el hambre como estado fisiológico dotado del poder de modificarse se inserta en el devenir del sujeto; la afectividad es integración autoconstitutiva a estructuras temporales (Simondon, 2009: 385). La emoción es el efecto de una integración de estados afectivos contradictorios. Dado que la afección no es contradictoria, ni susceptible de contradicción en sí misma, tales contradicciones aparecen en conjuntos de afectos. La emoción busca una nueva solución entre conjuntos afectivos, dotando al ser de una unidad más compleja. Mientras que la afección es radicalmente ‘presente y contingente’, se experimenta como pertenencia aun estado actual, la emoción, por su parte, responde a un cuestionamiento más amplio. Se presenta entonces como totalidad en el tiempo, actúa con resonancia interna y se resuelve nutriéndose y perpetuándose en el tiempo. Una emoción se aferra y se resiste a otras presentes. La emoción es organizadora, pero el pasaje de una emoción a otra supone momentos de relajación del orden. La emoción es un descubrimiento, una resolución de la unidad de lo viviente, por integración de diferenciales afectivos, así como la percepción es un descubrimiento de la unidad del mundo por la integración de diferenciales problemáticos de sensación. Ambas son individuaciones psíquicas que prolongan la individuación de lo viviente. El universo interior es emotivo así como el exterior es perceptivo. Pero aun cuando la emoción integra y resuelve, es sólo un modo transitorio de actividad, necesita desplegarse en un nuevo nivel. A partir de esta comprensión del régimen afectivo-emotivo podríamos interpretar que existe una caracterización de la comunidad, en el modelo de Simondon, que tiene como fundamento las nociones de pre-individualidad, transindividualidad e individuación colectiva. En este esquema, la emoción no puede comprenderse 92 desde el ser individuado. “La emoción manifiesta en el ser individuado la remanencia de lo pre-individual; es ese potencial real que, en el seno de lo indeterminado natural, suscita en el sujeto la relación en el seno del colectivo que se instituye; hay colectivo en la medida en que una emoción se estructura” (2009: 468). La emoción es entonces esa carga pre-individual que puede ser interpretada como interioridad y exterioridad, puede remitir a la una tanto como a la otra porque no es del individuo. La emoción se estructura como relación en sí misma. Recordemos que la relación no es aquella que se da entre lo individuado, sino entre lo pre-individual de los individuos y que se resuelve en una nueva individuación colectiva. De esta manera, lo colectivo como comunidad no es una aglutinación de individuos, ni un mutuo reconocimiento bajo una representación común que los sintetiza, o que nombra lo común de ellos. Lo colectivo es comunidad en tanto excede a los individuos y resuelve tal exceso al lanzarlos a la relación, precisamente, de aquello que en ellos aún no se ha individuado y que, por tanto, tampoco les es propio. La emoción opera en y como comunidad pues pone en entredicho al ser en tanto individual, porque consiste, precisamente, en ese poder de suscitar la individuación colectiva, que recubre y liga al individuo. La emoción es constitutiva y constituyente de comunidad –comprendida bajo la individuación colectiva como proceso continuo porque no es atribuible al individuo, por su carga de pre-individualidad, como tampoco es atribuible a lo social, comprendido como una sustancia o individuo colectivo que antecede al individuo psíquico. La emoción no es la acción de lo social sobre lo individual, ni tampoco impulso gregario de un individuo constituido: “es potencial que se descubre como significación al estructurarse en la individuación de lo colectivo; fuera de lo colectivo no existe verdaderamente como emoción pero existe, en el sujeto, como un conflicto entre la realidad pre-individual y la realidad individuada, aquello que es latencia de emoción y se confunde con la emoción misma” (Simondon, 2009: 469). Esta manifestación como conflicto en el sujeto muestra el carácter pre- 93 individual de la emoción en un doble sentido: pre-individual con relación al sujeto, pero, a su vez, pre-individual a resolverse en una individuación que excede al sujeto. La emoción es entonces pre-individual de lo colectivo. En ese carácter conflictivo de la emoción, el sujeto se descubre como más que ser individuado, pues contiene en él un exceso que es potencia para una individuación posterior, que, sin embargo no puede hacerse en el sujeto, sino, a través de éste y la participación con otros en una relación transindividual. Donde los otros, no son individuos sino excedentes de individuación, cargas pre-individuales que no se resuelven ni en el individuo, ni en el sujeto. La comunidad del exceso que nos permitimos formular a partir de Simondon, no coincide plenamente con lo pre-individual, sino con la estructuración completa de un proceso de individuación colectivo que resuelve parcialmente el exceso, al tiempo que lo redimensiona en la carga pre-individual de lo colectivo mismo. En otras palabras, la comunidad del exceso es la operación que, resolviendo parcialmente un exceso de los sujetos en una individuación colectiva mayor, mantiene y reparte, una y otra vez, tal carga en ella misma y sus sujetos, pues en su fase de individuo colectivo es, a su vez, solución parcial y excedida por lo preindividual. Este doble proceso de partición y repartición es lo que caracteriza la figura de la comunidad del exceso. Lo que es parte de la comunidad o, en sentido estricto, aquello de lo que parte la comunidad es la carga pre-individual que no se resuelve en los individuos, pero que al resolverse en un individuo colectivo, vuelve a repartirse en las tensiones emocionales de los sujetos, un nuevo exceso, que esta vez, excede aún a lo colectivo mismo. La última precisión que debemos hacer, consiste en un desplazamiento, que en este punto, podemos asumir y que trata de la categoría de ‘espiritualidad’: La espiritualidad es el respeto de esa relación entre lo individuado y lo pre-individual. Es esencialmente afectividad y emotividad; placer y 94 dolor, tristeza y alegría son las distancias extremas en torno a esta relación entre lo individual y lo pre-individual en el ser sujeto; no hace falta hablar de estados afectivos, sino más bien de intercambios afectivos, intercambios entre lo pre-individual y lo individuado del ser sujeto. La afecto-emotividad es un movimiento entre lo indeterminado natural y el hic et nunc de la existencia actual; es aquello a través de lo cual se efectúa en el sujeto este ascenso de lo indeterminado hacia el presente que va a incorporarlo en lo colectivo (Simondon, 2009: 373). Esta precisión, particularmente la que va de los ‘estados afectivos’ al a formulación de los ‘intercambios afectivos’ entre lo pre-individual y lo individual, permite proponer la afecto-emotividad en perspectiva ética. Si afirmamos el desdoblamiento de la individuación en psíquica y colectiva, los dos niveles de resolución de cargas pre-individuales, uno en el sujeto y otro en una individuación más vasta a partir del remanente no individuado en el sujeto, podemos comprender que la afecto-emotividad también adquiere el carácter de intercambio entre individuo sujeto, e individuo colectivo, en relación con sus excesos preindividuales. Si se comprende radicalmente este intercambio, los estados afectivos positivos darían cuenta de una sinergia entre la individualidad constituida y el movimiento de individuación actual de lo pre-individual. Por el contrario, los estados afectivos negativos son estados de conflicto entre estos dominios del sujeto. De tal manera que la afecto-emotividad no es solamente la repercusión de los efectos de la acción en el interior del ser individual, sino una trasformación que juega un rol activo que se dirige a la armonización de estas dos dimensiones y, por lo tanto, del sujeto con lo colectivo. Como tensión o sinergia interna, la afecto-emotividad es problemática para el sujeto, en tanto que el sujeto es individuo y algo distinto que individuo. El sujeto, incompatible consigo mismo en la dimensión individual y su tensión con lo otro del ser individuado, a saber lo pre-individual, sólo puede coincidir consigo mismo en lo colectivo. Pero la ética, fundada en la afecto-emotividad en Simondon, no es la ética de lo pre-individual exclusivamente. Como ya hemos expuesto, radica en una relación entre lo pre-individual y lo individual. De esta manera, la ética y la 95 política coinciden en este punto. A diferencia de lo que ya antes habíamos dicho a propósito de Kant, con Esposito, en dónde la comunidad ética no puede coincidir con la comunidad política, en Simondon estos dos registros de comunidad coinciden y se sobreponen por el carácter transindividual de lo afecto-emocional. La preocupación ética radicaría en la búsqueda de la sinergia, a partir de las trazas de afecto, entre lo pre-individual y lo individual en el sujeto, al tiempo que la política sobrepasa esta dimensión, en la sinergia que se juega entre lo preindividual, que no alcanza a individuarse en el sujeto y su resolución en una individuación colectiva. Los afectos son vinculantes, al tiempo que se instauran como indicadores simultáneos de dos regímenes de individuación correlativos, a saber, el psíquico y el colectivo. Lo transindividual, es entonces, ético y político en su forma misma, porque ”caracteriza la verdadera relación entre toda exterioridad y toda interioridad en relación al individuo” (Simondon, 2009: 418). Por esta operación afecto-emotiva que caracteriza a la ética, así como a la política, y por la definición que hemos adelantado de la categoría de ‘espiritualidad’, es que una ética de la comunidad del exceso tiene una condición espiritual. El exceso cobra un nuevo matiz con relación a la finitud. Dado que la finitud no es una condición primera, sino el resultado de unas formas de individuación complejas, el acento debemos ponerlo en el carácter excesivo de la espiritualidad. Dado que la individuación psíquica y colectiva suponen la transindividualidad, es en este nivel en el que la acción humana adquiere una potencia de propagación indefinida que le confiere cierta inmortalidad virtual. No es la interioridad del individuo la que puede ser inmortal, pues posee demasiadas raíces biológicas para poder serlo; no es tampoco la pura exterioridad ligada a él, como sus bienes o sus obras en tanto materializan la acción; ellas le sobreviven pero no son eternas; lo que puede ser eterno es esta relación excepcional entre interioridad y exterioridad, que designamos como sobrenatural, y que debe ser mantenida más allá de toda desviación interiorista o comunitaria (Simondon, 2009: 419). 96 El cuidado como operación ética y política es el de esta relación entre interioridad y exterioridad, entre pre-individual e individual. La muerte ya no es en Simondon una evidencia de finitud, ni aquello que me expropia de mí en la muerte del otro, como en Nancy, antes bien es un tránsito del cuidado. Esto quiere decir, que un sujeto puede morir como individualidad material, pero en su muerte no ha agotado todas las tensiones de pre-individual asociadas a él, y a lo colectivo de lo que participa. De esta manera, el cuidado de lo muertos no es el cuidado en tanto muertos, sino en tanto alguna vez vivos. El acento en el exceso supone que en la muerte la actividad individual es inacabada, y debe permanecer inacabada en tanto existan otros seres capaces de reactualizar esta ausencia activa, en su propia individualización psíquica y colectiva. Lo que se impone al cuidado es el exceso, el relevo en el devenir del ser, en el seno del cual un individuo es un tránsito de una individuación permanente. Aquello que se confiere al cuidado de la posteridad de quienes sobreviven al muerto, no es lo individuado en él, que ha perecido en su finitud, es, en cambio, lo que no ha sido individuado y que permanece como tal, como fuente pre-individual de individuaciones colectivas posteriores. “Captar la ética en su unidad exige que acompañemos la ontogénesis: la ética es el sentido de la individuación, el sentido de la sinergia de las individuaciones sucesivas. Es el sentido de la transductividad del devenir, según el cual en cada acto reside al mismo tiempo el movimiento para ir más lejos y el esquema que se integrará a otros esquemas; es el sentido según el cual la interioridad de un acto tiene un sentido en la exterioridad” (Simondon, 2009: 498). Si la ética supone tal relación en el seno del sujeto, la política la supone en lo colectivo mismo como proceso de individuación. Ética y política, simultáneas y correlativas a los procesos de individuación psíquica y colectiva, han de vérselas con el exceso, con lo no resuelto, con el devenir, antes que con la carencia o la falta de comunidad. Se trata entonces de la comunidad como la figura de la operación del exceso, su cuidado y su porvenir. La muerte es experiencia de apertura, antes 97 que de cierre. Ahora nos queda pensar el nacimiento como el otro polo del exceso y del cuidado. Si el muerto toma un carácter afirmativo en lo no resuelto de sí, el naciente es aquel en el que ontogenéticamente se juega el exceso radical de lo que no ha comenzado en él a resolverse. Hacerse cargo de lo irresuelto en la muerte, hacerse cargo de la pura potencia irresuelta del naciente. El nacimiento será, en nuestra propuesta, la pura apertura, el momento del gran exceso, de la preindividualidad infinita, del todo por resolver. Como espejo de la muerte, de la que resta el cuidado de lo aún no resuelto como potencia, arriesgamos al naciente, que por principio no puede resolverse más que en el otro de sí, como la obligación del cuidado de lo radicalmente irresuelto. El naciente será puro exceso, al tiempo que lo puramente excedido. 4. Un naciente… un monstruo Para no ser un monstruo, uno tiene que asemejarse a sus congéneres, ser conforme a la especie o estar hecho a imagen de sus padres. O bien tener una progenie que le convierta en el primer eslabón de una nueva especie. Pues los monstruos no se reproducen. Los terneros de seis patas no pueden vivir. El mulo y el burdégano nacen estériles, como si la naturaleza quisiera cortar de raíz una experiencia que le parece poco razonable. Y en esto vuelvo a ver mi eternidad, que me sirve de padres y progenie a la vez. Viejo como el mundo, inmortal como él, sólo puedo tener un padre y una madre putativos, e hijos adoptados. Michel Tournier (1992: 14) En esta travesía, hemos recorrido con Esposito el camino que va de una concepción de la comunidad como lo ‘propio’ de muchos, como comunidad de lo Uno, a una communitas que se sustrae como negatividad, pero que opera ontológicamente como diferencia. El paradigma inmunitario nos articuló, en un modelo de unidad semántica, vida y política. La inmunización se podría resumir como la protección de la vida por medio de la incorporación de su negatividad, es decir, de aquello mismo que la amenaza. La dicotomía entre una vida sometida al poder y una vida que sobrepasa al poder, o en otras palabras, entre una concepción positiva y una negativa de la biopolítica, se presenta como susceptible de ser resuelta. Lo que nos ofrece como potencia hermenéutica la categoría de inmunidad es la articulación originaria entre vida y poder, lo que evita el supuesto de tomarlos como separados en principio y articulados luego en modelos biopolíticos. Sin embargo, a pesar de esa articulación originaria entre vida y política, el modelo reconoce la especificidad de la modernidad en la formulación explícita y calculada de estos procedimientos inmunitarios. 99 El paso por el proceso de individuación, propuesto por Simondon, nos permitió proponer una ontología del exceso, que deriva en una noción comunidad que no coincide ni con la comunidad de lo propio, de la identidad, de la substancia, pero tampoco con la comunidad de la falta, o la melancolía de comunidad expuesta por Esposito. Esta comprensión de la individuación que no hace coincidir al ser con el individuo, tampoco lo desconoce como momento del ser. Además, hemos visto cómo, a nivel de la individuación psíquica y colectiva como procesos correlativos, la carga de pre-individualidad del sujeto, no resuelta por éste, opera como condición problemática de una individuación colectiva que lo cobija, pero que lo excede radicalmente, no en los otros individuos, sino transindividualmente en la carga pre-individual de todo sus ‘miembros’. De esta manera pudimos esbozar una ontología del exceso que respondiera a Nancy, al distinguir individuo y singularidad. Pero no sólo se distingue sino que se articulan en un proceso de individuación continua, que además, se propone como comprensión de lo viviente. Así, en la vida, la individualización vital supone un proceso de solución de singularidades problemáticas pre-individuales en el individuo como resultado, que, sin embargo, continua cargando lo pre-individual en tanto no resuelto, y que por ello mismo, continua individuándose. La individuación vital, superpuesta por la individuación psíquica y colectiva, nos encara a una vida que es radicalmente problemática para sí misma. Recordemos que el sujeto, como unidad de la individuación psíquica, se representa a sí mismo en un campo de acciones eventuales que ha de resolver individualmente. Al mismo tiempo, el sujeto no coincide por completo consigo mismo, sino en lo colectivo por ser fundamentalmente relacional. Pero, tal relación, no se reduce a una relación entre individuos individuados, sino que es, ante todo, relación de cargas de preindividualidad de los sujetos, en sí y con otros. Relación de excesos y excedentes. 100 Es entonces legítimo preguntar ¿Qué puede sugerirnos esta nueva perspectiva de la vida, de la comunidad del exceso y de la individuación como proceso y devenir, en relación con la biopolítica? Examinaremos algunas consecuencias a propósito de la figura del nacimiento y del naciente como personaje conceptual. En principio nos proponemos esbozar ciertos puntos de intersección y cruce del ejercicio biopolítico entre el individuo y la comunidad. Particularmente, así como lo hace Esposito con el paradigma inmunitario, reconociendo movimientos de doble vía que articulan la biopolítica entre sus dimensiones micro y macro. Para ello, no supondremos un término primero ni en el individuo, ni en lo social, sino que encararemos la cuestión por el medio, apoyándonos en la figura propuesta de la comunidad del exceso. Comunidad que no es un individuo, por colectivo que este sea, sino un proceso de resolución e integración de cargas pre-individuales en fases de individuación. ¿Por qué escogemos el nacimiento y el naciente para este propósito? El primero nos remite a un movimiento, a un tránsito de salto hacia la vida; mientras que el segundo nos dibuja cómo la vida se inaugura en el puro exceso como potencia pura, y como vulnerabilidad absoluta. Por otra parte, el naciente nos ubica en espectro no simétrico con relación a la muerte. Si la muerte interrumpía la vida de un individuo, no interrumpía una vida que permanecía no resuelta y que, como explicábamos en el capítulo anterior, se imponía como deber y cuidado, fundamento de la ética y de la política en una comunidad del exceso. Sin embargo, el nacer no es lo opuesto del morir, no es su antítesis simétrica. El nacimiento es expresión de salto a la vida que encara radicalmente a la muerte: fragilidad y vulnerabilidad que suponen pensar de otro modo el cuidado. El imperativo de cuidado que es el naciente. El naciente nos pone ante una vida que se inaugura, antes que ante una vida que se continua. Las singularidades o los acontecimientos constitutivos de una vida coexisten con los accidentes de la vida correspondiente, pero no se 101 agrupan ni se dividen de la misma manera. Se comunican entre sí de un modo distinto al de los individuos. Parecería incluso que una vida singular puede abstenerse de toda individualidad, de todo rasgo afín que la individualice. Por ejemplo, todos los niños muy pequeños se parecen y no tienen individualidad, pero poseen singularidades, una sonrisa, un gesto, una mueva: acontecimientos que no son rasgos subjetivos (Deleuze, 2007: 39). En consistencia con nuestra propuesta, podemos afirmar que la vida estaría en el orden de la individualidad, mientras que la singularidad de una vida se juega en el plano de lo pre-individual. Las determinaciones de la vida individual se corresponden con la respuesta específica a situaciones empíricas, mientras que el campo indefinido de una vida toma consistencia como problemática y potencial de variación y diferencia, como germen de novedad. El carácter pre-individual que acompaña vitalmente la vida individuada, no es puro caos o indiferencia absoluta. La vida no es carente de cualidad en ninguna de sus dimensiones, aunque la configuración individual no sea simétrica con el sistema metaestable de lo preindividual. Esta precisión es importante y tiene consecuencias para la reflexión biopolítica. La composición del término biopolítica no parece corresponderse con el campo semántico del léxico griego, y en especial aristotélico, de la figura del bíos políticos. Si entendemos el término bíos como ‘vida cualificada’ o ‘forma de vida’, nos alejamos de la suposición de que es la ‘nuda vida’, carente de cualquier cualidad la que se inscribe como objeto de la política. Tal concepción de una vida sin cualificación específica corresponde más con el término zoé. La cuestión en este punto es que zoé no es el objeto de la biopolítica, ni siquiera en un sentido afirmativo como producción de subjetividad a partir de un campo inespecífico. Más bien, la imposibilidad de pensar algo así como ‘pura vida’, en abstracto, desposeída de cualquier cualificación, nos hace pensar en un procedimiento posterior que opera sobre la vida como cualificación. Se trata entonces, de un proceso de abstracción y sustracción de cualidades. No se trata de suponer a la zoé 102 como pre-individualidad. Como hemos dicho, la dimensión pre-individual de la vida no es carente de cualificaciones, su carácter de potencia vital no es indeterminado en absoluto. De esta manera, pensar una biopolítica como la operación del poder sobre una vida sin cualificación no es posible. Primero, porque como ya hemos mostrado con Esposito y el paradigma inmunitario, no se puede suponer un momento primero en el que vida y política estarían separados; segundo, porque remitirse a una ‘nuda vida’ es remitirse de suyo a un resultado de una operación sobre la vida: a la sustracción por abstracción de toda cualidad de la vida misma. Ahora bien, ¿Qué nos aporta la figura del nacimiento en este punto? En primera instancia, el nacimiento no es el tránsito de la pura indeterminación a la determinación de la vida. El nacimiento –y podemos incluir en él todo proceso de embriogénesis—es un tránsito entre individuaciones sucesivas. Desde la fecundación del óvulo materno por un espermatozoide entre millones, el óvulo fecundado resuelve un sistema metaestable cargado de diferenciales de fecundación. Se distribuyen pre-individualmente, con relación al óvulo fecundado, los vectores de probabilidad de fecundación por uno y otro de los millones de espermatozoides producto de la eyaculación. Pero, a pesar de esta carga de variabilidad previa, no podemos hablar de una pura indeterminación preindividual a la fecundación, en principio, porque se determina en los límites de composición del material genético de los padres. De esta manera, cada momento de la embriogénesis es una fase de individuación de muchas sucesivas que van reconfigurando una y otra vez la carga pre-individual que va acompañando la individuación del embrión en el proceso. Pero –y tal vez sea este punto el más sugerente—, la dimensión pre-individual del embrión no está configurada exclusivamente por su carga de información genética, como si se desplegara hacia un resultado necesario. No se trata de una realización en el embrión del despliegue de una potencia genética específica que lo pre-determina. Podemos, en cambio, 103 pensar en una actualización de un sistema virtual en el proceso. El sistema de metaestabilidad pre-individual compone la información genética del embrión con el entorno general del desarrollo, a saber, el útero y todo el flujo de señales que compone el cuerpo de la madre y que expresan a su vez su propio estado en el mundo. No se trata ni de pura indeterminación, como tampoco de una predeterminación del individuo. La asimetría entre pre-individual e individual nos imposibilita a hablar de pre-determinación como resultados necesarios. En segunda instancia, esta determinación de la dimensión pre-individual, supone que el cuidado no es una operación que tenga como objeto de protección exclusivamente al embrión, o al feto, a al recién nacido como individuos. El cuidado es extensivo a toda la carga pre-individual que acompaña al proceso de embriogénesis y que no se interrumpe en el nacimiento. Además, tal carga preindividual compone una multiplicidad de elementos heterogéneos. El nacimiento, como tránsito, evidencia que aquel sistema metaestable que trascendía la carga genética del embrión en una integración, relación –para ser consistentes con Simondon—con la madre, pasa a amplificarse en la incorporación de nuevas condiciones. Recordemos que el útero expresa resoluciones de una relación más amplia del cuerpo de la madre en medio de su individuación psíquica y colectiva. El medio del naciente es u nuevo in útero, una nueva matriz del sistema preindividual. Las consecuencias ética y políticas pueden ser abrumadoras. La irreductibilidad de la vida del naciente a una abstracción sin atributos, ya como individuo, ya como virtualidad, supone para la protección de la vida, la protección de sus condiciones de cualificación. Cualquier afirmación de la vida consistente con este planteamiento, debe instaurarse como la afirmación de las cualidades en su doble dimensionalidad –si no triple, de pre-individualidad, individualidad y transindividualidad. Sin temor a exagerar, podemos afirmar con total claridad que 104 un grito del naciente, es el grito de un mundo. La articulación entre ética y política reconoce tres condiciones. La primera, que el sistema metaestable que carga en su dimensión pre-individual el naciente le excede como individuo y que supone la articulación del medio, como composición heterogénea de cuerpos, nutrientes, temperaturas, estímulos, pero también, emociones, afectos y sistemas simbólicos, que permiten a tal vida perseverar en la existencia. La segunda, que la individuación sucesiva del naciente no agota, ni debe confundirse, con su potencia activa de variación y devenir. Y, la tercera, que tal potencia pre-individual que carga el naciente, no se resuelve del todo en él como individuo, sino que lo inscribe en una respuesta más amplia, que es la individuación colectiva; o, más específicamente, lo vincula por exceso en una comunidad. No se trata ya de un sujeto carente, incolmable, cuya única demanda es de ser provisto de condiciones. No es el cuidado de la falta, es el cuidado del exceso. Es por tal carácter excesivo que en el cuidado del naciente también está incluido el cuidado de la comunidad. Pero no como el cuidado de los ‘ya no vivos’, cuyo relevo se asume a partir de lo irresuelto. El cuidado del naciente mira al porvenir con un guiño de lo aún no inaugurado siquiera. No es cuestión de escoger entre muertos y recién nacidos, es cuestión de reconocer todas las dimensiones del exceso. Aquello que nos inclina al otro, no es ya, como en Nancy o Blanchot, ‘el principio de incompletud’; lo que permite la relación es el carácter común de ser excedidos y el reclamo tanto de nuevos niveles de resolución, como del cuidado de tal exceso que mantiene en vida una vida y tantas otras. Sin embargo, no queremos oponer a la ‘incompletud’ la ‘completud’ del individuo. El individuo no es completo, pero tampoco incompleto. No es completo porque no es coextensivo con el ser, porque no coincide con él, por la carga pre-individual que le acompaña. Tampoco es incompleto porque no carece de nada, no le falta nada. El individuo es una fase del ser, una dimensión del ser como devenir. 105 La ontología del exceso que proponemos guarda cierta afinidad con la ontología del cambio de Esposito. Suponemos como principio la diferencia y partimos de ella, así como de la singularidad, sólo que ésta se distribuye en lo múltiple de un sistema metaestable. También comprendemos que la vida se protege, y en cierto sentido nos permitimos integrar el modelo inmunitario. La torsión que efectuamos, nos diferencia del modelo de Esposito en la forma de concebir la amenaza y lo extraño, en otras palabras el otro y, con él, la alteridad. La alteridad, como principio y condición tiene el carácter singular y múltiple de lo pre-individual, así como el carácter particular del individuo. Pero la distribución de la alteridad no es discontinua, la singularidad es una expresión de diferenciales de grado, de intensidad. Por ello, junto con la singularidad y la multiplicidad, tenemos la relación como principio. Sin relación no hay paso a la individualidad, sin relación no hay resolución de cargas pre-individuales en algo que difiere del individuo y que lo contiene en la individuación colectiva. También la amenaza adquiere otro fundamento. No está en el principio. La singularidad y la alteridad no son la amenaza. Como vimos, la finitud no es inherente a la vida, sino a ciertas formas complejas de individuación que no pueden seguir incorporando el exceso preindividual, que termina por excederlas en la muerte y después de ella. La amenaza deviene de ciertas formas de protección que ya no pueden incorporar la diferencia en su propia diferenciación. La amenaza no es ya la alteridad, o el franquear el límite de la individualidad, sino, por el contrario, la amenaza es el ‘ya no poder franquear el límite’. La amenaza es la ausencia de relación. Foucault en su texto La vida: la experiencia y la ciencia (2007), a propósito de las tesis de Canguilhem en lo normal y lo patológico, nos ofrece nuevos elementos para nuestro trabajo. En última instancia, la vida es aquello capaz de error, de allí su carácter radical. Y tal vez a causa de este dato, o de esta eventualidad fundamental, haya que dar una explicación sobre el hecho de que la anomalía atraviese la biología de punta a punta. También es la anomalía 106 la que tiene que dar cuenta de las mutaciones y los procesos evolutivos que inducen. Igualmente, hay que interrogar a partir de ella este error singular aunque hereditario que hace que el hombre termine siendo un ser vivo que nunca se encuentra en su lugar, un ser vivo condenado a ‘errar’ y a ‘equivocarse’ (55-56). Siguiendo a Canguilhem, ya la vida nos enseña que la variación es su potencia. La vida se arroja a ella, es la anomalía del ser que se instaura radicalmente en el ser. Y en la vida, el ser humano es doblemente anómalo. Lleva la variación a costa de su errancia. Pero la vida se nutre del error, no lo produce, lo incorpora a partir de las singularidades del sistema metaestable. Una mutación es una individuación que resuelve divergentemente una tensión que le precede. La anomalía es lo que grita el exceso. A punta de identidad –cerrada y clausurada en sí misma o en sus repeticiones idénticas—la vida sucumbiría. Tal vez la ‘errancia’ sea la afirmación del vagabundeo del devenir. El nacimiento como relevo del vagabundeo de la vida. El naciente se nos aparece como el puro error en toda su fuerza, en toda su ambivalencia: fragilidad y porvenir absolutos, anudados en un grito perentorio que se lanza a diferir, al tiempo que no se basta a sí para hacerlo. El naciente es una figura del exceso, porque es quien de manera más inclemente se encuentra y se presenta ante el mundo como excedido y como exceso. Excedido grita su fragilidad, como exceso expone su vulnerabilidad. Diferenciamos fragilidad y vulnerabilidad de manera muy específica. Son dos polos de la relación que va de lo pre-individual a lo transindividual, pasando por el individuo naciente. La fragilidad está tensada hacia lo pre-individual, que de no ser resuelto amenaza al individuo. La vulnerabilidad se dirige hacia lo transindividual y colectivo, pues no puede resolver por sí, y no únicamente en sí, la carga de pre-individualidad que expresa, y que por tanto lo lanza al otro como condición fundamental de su existencia. En lo que concierne a la fragilidad, el naciente nos hace comparecer ante aquello que nos excede, en lo que concierne a la vulnerabilidad el naciente excede aquello que 107 puede cuidarlo, porque el cuidado aparece como un modo de individuación. El ‘cuidador’ –individual o colectivo—se individua en un proceso que tiene al naciente mismo como su carga pre-individual. El naciente es solución por venir, al tiempo que problema –sistema metaestable él mismo—en relación con quien cuide de él. El naciente, cada naciente como individuo, cualquier naciente como preindividualidad, reincorpora la novedad, la diferencia, el error, una y otra vez en el orden de la vida. Simondon (2008) nos recuerda una de las primeras formas de la compensatio en los estoicos en la que el humano nace dejectus, desechado por naturaleza, pero que se alza por encima de ella por una cualidad que le es propia y que lo hace incomparable: la razón. Este modelo que parte de la precariedad del hombre como ser de la naturaleza, pero que lo escinde desde su interior al dotarlo de una cualidad de distinción también lo habíamos expuesto brevemente con Agamben (2005) y su concepción de la máquina antropológica. En nuestra perspectiva, tal precariedad ha sido mal interpretada, pues se comprende como falta. Para nosotros no existe tal oposición, ni necesidad de un principio por fuera de la naturaleza que compense tal carencia, o que, por el contrario se fundamente en ella – como muchos esquemas culturalistas o sociológicos que oponen dos dimensiones en lo humano. Lo que se ha interpretado como precariedad, nosotros lo hemos entendido a partir de un carácter afirmativo de la apertura y del exceso, en las nociones de fragilidad y vulnerabilidad. Por tanto, el error no es resultado de una carencia o falta, que se amplifica en el viviente humano, ni tampoco una inadecuación por efecto de la finitud. Antes bien, el error es fundamento y condición del carácter excedente de lo pre-individual, de esa carga de virtualidad que hace que el sujeto no coincida consigo, pero que opera lanzándolo a la variación. Como ya hemos expuesto, la finitud no es entonces producto del error, sino de la incapacidad de seguir operando en el error y con él. La condición mortal es un efecto de fijación, antes que de variabilidad. 108 La ausencia de naturaleza humana, entendida como preexistente y substancializada, o como cualidad común de género de aquellos que llamamos humanos, no puede confundirse con una ‘naturaleza carente’. La naturaleza no es lo que falta, es la operación de individuación en sí misma. En este sentido Simondon puede ubicarse hacia el final de una larga línea de pensadores de la individualidad. Remo Bodei (2006) se ocupa de exponer de manera detallada la cuestión de “la emergencia de la individualidad en la época moderna, esencialmente ligada al destino del yo una vez que el alma metafísicamente fundada de la teología-filosofía hubo de retirarse de la escena (Sánchez, 2006: 6). Lo que queda entonces por articular es al individuo y la comunidad, en el rastro de las distintas concepciones que fueron emergiendo en la historia. Lo que en cierta medida es común, a partir de la modernidad, es cómo desligada del vínculo teológico y religioso, la comunidad de los hombres se ve lanzada de lleno a fundarse y autoproducirse como humanidad, tanto genérica, como particular. Lo que ha quedado excluido es lo singular. En una figura de la comunidad de la propiedad común, aquello propio, que sin embargo no se comparte no alcanza a instaurar singularidad, pues lo común es la propiedad. A propósito de la comunidad del exceso, la relación de los individuos y sus vínculos, no se funda en lo que les es propio, ni en lo que les falta –aunque sea la pura falta—, sino que los vincula aquello que no ha llegado a ser propio, en tanto individuo, pero que tampoco le falta, pues se resuelve en algo mayor. En este punto se puede objetar el carácter de individuo colectivo en el proceso de individualización de tal nivel, y con ello, volver a refutar el calco del individuo en la comunidad. Ahora bien, el calco no es del individuo, sino del proceso de individuación, y con ello, de la operación de un exceso inapropiable que opera problemáticamente lanzando a nuevas soluciones que incorporen la novedad y el error. 109 Lo que nos queda por pensar con el naciente y su tránsito a la vida es la amenaza que lo articula y vincula con una amenaza biopolítica de mayor orden. Como expresamos desde el primer capítulo, lo que impone la cuestión de la comunidad es el despliegue de destrucción que en su nombre se ha realizado, el giro hacia la tanatopolítica. Pero ¿qué tienen en común figuras como raza, pueblo o nación? La respuesta es la identidad, el modelo identitario de lo Uno. Aquél riesgo inmunitario que en intolerancia a lo diferente, termina dirigiendo sus fuerzas contra sí mismo. Este matiz del paradigma inmunitario, que desviaba la semántica de la guerra a la del reconocimiento y la necesidad de lo extraño, toma resonancia con nuestra propuesta. Es la fijación, la intolerancia o la inoperancia de la diferencia lo que se instaura como real amenaza. Entonces, ¿cómo se calca este riesgo en los procesos de individuación psíquica y colectiva? Si en el registro biológico comprendíamos la fuerza semántica del modelo inmunitario, y concluíamos con la necesidad de repensar de otro modo la identidad, esa identidad del cuerpo que se reconfigura en relación con lo extraño, ahora, en la dimensión psíquica y colectiva enfrentamos el mismo problema. El riesgo y la articulación con los modelos tanatopolíticos, la participación en ellos y con ello la responsabilidad ética y política de los individuos, se pone en juego en la producción y reproducción de modelos identitarios sobreinmunizados, cada vez más intolerantes a la diferencia, y radicales en los medios que la conjuran. Revisemos, entonces, en la escala de la individuación psíquica el modelo totalitario de la identidad y de la identificación, como dimensión micro de una comunidad de lo mismo. Mostremos la operación de individuación del naciente, a partir de un calco simétrico del modelo de soberanía, lo que termina por configurarse como un proceso de fijación y vinculación en el régimen de la identificación. De este modo, si el riesgo y la finitud son un efecto específico de ciertas individuaciones, podremos pensar en el esbozo de una alternativa. Cabe aclarar que la forma del modelo que expondremos críticamente, ni es natural, ni la única posible y de hecho 110 coexiste con otros modelos. Lo que queremos resaltar en cambio es que su funcionamiento está a la base de modelos totalitarios y que debe ser pensado para llevar ciertas discusiones políticas y prácticas de la actualidad a otro nivel de discusión. Tenemos demasiado arraigado, aún, un modelo de familia fundado en la soberanía. No habremos terminado la deconstrucción de las categorías políticas de la modernidad si no afrontamos la familia como un dispositivo particular y específico. El naciente, apropiado en su entrada a la vida bajo un modelo soberano, mantendrá en él la tensión de éste y favorecerá, por tanto, su vinculación afectivoemocional con regímenes de tal tipo. En este modelo de familia, lo que opera es la conjura sistemática de un naciente, con toda su singularidad, por medio de una operación de apropiación. Se establece una concepción de propiedad que rearticula al naciente en una nueva categoría semántica: el hijo. Parafraseando ciertos modelos retóricos, ‘ahí donde se encara un naciente, este debe devenir mi hijo’. En esta figura de paternidad, fundada en la identificación y en cierta ‘realización’ del padre através del hijo podemos comprender la conjura de la diferencia. En primer lugar, el padre que pretende ‘realizarse’ como tal, supone una simetría entre su ser padre en potencia y el tránsito a su realización en el nacimiento de su hijo. Debemos sin embargo aclarar que se trata de un modelo reactivo. La apropiación del hijo es sólo segunda. El nacimiento, como tránsito de individuación del naciente, carga una problemática, que como hemos repetido, se resuelve parcialmente en él como individuo, pero también se resuelve en lo colectivo. En este orden de ideas, la paternidad es un término que corresponde a esta dimensión colectiva de la individuación. En sentido estricto, el padre se ve excedido, problematizado él mismo como individuo en su relación inicial con el naciente, que opera por principio como pre-individualidad del padre. Lo que opera en el modelo de paternidad soberana es una reacción, una retirada de tal exceso. Si 111 la ética y la política la habíamos ubicado en ese cuidado del carácter excesivo de lo pre-individual como fuente y potencia de la variación y del devenir, el modelo soberano de familia funciona por denegación de tal exceso. La filiación en este marco es una vinculación por propiedad que conjura toda relación, reduciéndose a una mera interacción entre un individuo acabado y uno por expresar lo que de antemano se supone que es. Se entiende al naciente como potencia preexistente, ya individual por principio, que se desplegará en su desarrollo, y no cómo singularidad problemática no predeterminada por ninguna esencia, sino determinada por las condiciones de su individuación. En otras palabras, el hijo adquiere la condición de ser en potencia, pero en el que tal potencia pre-existe y lo predetermina. ¿Cómo suponer tal cosa si lo que hemos propuesto ontológicamente es lo singular y múltiple como pre-individualidad problemática? Esta es la conjura que supone la figura del hijo propio. La preexistencia como potencia hace del hijo una imagen a realizar. El modelo soberano, resuelve las tensiones de singularidad por una adecuación simétrica a la imagen del hijo. Un naciente deviene este hijo como imagen. La identificación se inaugura como un proceso de adecuación a una imagen, que no es otra cosa que el mito del hijo – como cuando hablamos del mito de la comunidad que se supone acabada o realizada—. Por ello se trata de una simetría entre el padre y el hijo. La asimetría del hecho problemático del naciente como pura potencia a individuaciones sucesivas, es relevada por una simetría, correspondiente con un modelo hilemórfico de la identidad, en la que el individuo se adecua paulatinamente a su forma, a la imagen que de él tiene el padre. No se nace hijo, se hace hijo, se le produce, se le apropia por una técnica específica de adecuación e imagen. Violencia hilemórfica sobre el devenir del ser. En este modelo de soberanía de la familia – bastante consistente con modelos de nación y de nacionalismo—hay una segunda carga semiótica de la propiedad. El 112 hijo adquiere función expresiva de la paternidad, se supone efecto de los padres, habla de ellos, es imagen comunicativa de ellos. La valoración del hijo redunda en la valoración de los padres. Este carácter es eficiente mientras se corresponda con un valor positivo. Pero se trastoca en carácter culposo de la paternidad ante un hijo ‘descarriado’, que se ha salido del carril hilemórfico de su buena forma. Culpa igualmente simétrica que se traduce en una compensación continua de los padres, o en una exclusión de la comunidad familiar. Simetría y oposición. La filiación desde la identidad y la identificación, se instaura como la violencia de la comunidad de lo Uno, como totalitarismo de la imagen. Violencia simétrica por correspondencia o por oposición a tal imagen. Ahora bien, una de las formulaciones más fuertes de este esquema es aquella del Complejo de Edipo, y del superyó como heredero de tal momento. En uno de sus textos fundamentales, El yo y el ello, Freud (1973) formula el carácter ambivalente de la relación del superyó con el yo: “así (como el padre) debes ser”, pero al mismo tiempo instaura una prohibición porque “así (como el padre) no debes ser, pues no debes hacer todo lo que él hace, pues hay algo que le está exclusivamente reservado”. Carácter ambivalente de la comunidad de identidad y de identificación. ¿Qué es entonces ser como el padre sin tener que ser él? La exigencia parece radicar en aquello mismo que me substrae la posibilidad de ser el otro. Ser como el otro, sin ser el otro, supone una resolución de propiedad de la identidad. Ser como el padre, es hacerse una propiedad, una ‘propia apropiación’: idéntico consigo mismo, y con nadie más que consigo mismo. De esta forma, aquello que me impide ser mi padre, es a su vez lo que me posibilita ser como él: ser como él, lo común a tener con él, es la identidad cerrada. Esta es la paradoja de la comunidad de identidad. Tal forma de comunidad arrastra su propio enemigo. Si la identidad es lo que nos es más propio ¿cómo puede elevarse a rasgo común sin substraerse de ella misma su propio carácter? La identificación con una comunidad, o una 113 familia, o una nación, sólo se realiza a condición de una pérdida de la propia identidad. Por ello, la figura de una familia soberana, de la identificación como proceso de apropiación, se resuelve en la incorporación de la identidad como procedimiento técnico. En última instancia me identifico con la propiedad lanzado a mi propia apropiación. El yo –este yo que puede entenderse como uno entre muchos—debe identificarse, antes que nada, con ser hijo de su padre. Hijo del padre, deviene apropiación del padre. ‘Es mi padre, porque soy su hijo’. En adelante la identidad opera por inclusión y exclusión de imágenes de propiedad y expresión. Lo interesante en este punto, es que la identidad se reconoce como siempre inacabada. La figura del superyó es la interiorización de esta relación, opera de manera permanente desde el interior del sujeto. Esto indica un carácter paradójico de la identidad como irrealizable por completo. Entonces ¿qué opera tras bambalinas? ¿Podemos formular otra comprensión del sujeto? Lo que opera tras bambalinas es lo pre-individual mismo y su asimetría problemática con el individuo. La alternativa es asumir una ética y política de la individuación psíquica y colectiva. Esta ética-política comienza, pues, por hacer de la identidad no el delirio de una substancia de individualidad, sino un momento parcial de un proceso que le excede. La identidad es del orden de lo individual, pero el individuo no es todo el ser, no todo él mismo. En este sentido, habría que pensar otro modelo de familia –si es que queremos mantener este término—. Uno en el que ese colectivo no es colectivo de propiedad. El nacimiento debe entenderse éticamente como el nacimiento de un naciente que no coincide del todo con el naciente que se individua. Un naciente como la carga pre-individual renovada que se ‘comparte’ por los individuos, que los excede y que los lanza a nuevas resoluciones, que los encara con su condición de devenir. El cuidado del naciente es el cuidado de cada uno en su propio ser excedido por el otro. De esta forma el naciente, un naciente, es otro modo de la categoría de infancia. 114 La infancia, desde nuestra propuesta, se puede comprender no como una substancia, o la comunidad de la niñez. La infancia es ante todo una condición, ética y política, que se expone al cuidado. La infancia no retorna tampoco, porque no es un momento del pasado, o una situación anterior. La infancia coincide con el cuidado de la relación con lo pre-individual, como aquello que no termina de resolverse en un yo como individuo, que lanza hacia una nueva individuación de la que participamos, pero que, de todas maneras, tampoco termina por agotar lo pre-individual. Pero lo pre-individual no es inagotable por ser infinito, sino porque se recompone con cada resolución en el proceso de individuación. Terminemos, retomando el epígrafe de este capítulo. La infancia es monstruosa, el naciente es un monstruo. Es la anomalía fundamental que nutre el devenir, nos encara ante nuestro propio exceso y por ello no deja de mostrarse: un grito, un gesto, una mueca, un movimiento. Con padres y madres adoptivos, e hijos putativos, por fuera de toda apropiación, la infancia es una categoría ética y política de la comprensión del ser como devenir. El naciente no es siquiera un comienzo, es la radicalidad de ese ser ‘siempre en tránsito’, del vagabundeo errante de un ser que comparece ante su exceso. Se trata de una categoría ética y política porque nos confronta no sólo con lo que hay, con lo dado, o lo individuado, sino con las condiciones mismas y las determinaciones asimétricas entre lo real virtual y lo actual. Ni lo virtual sólo, ni lo actual sólo, pueden ser objetos o cuestiones de la ética y la política. Con lo que tenemos que vérnoslas es con la relación y el tránsito. Por ello Deleuze dice categóricamente: Nosotros decimos lo contrario: el inconsciente, ni lo tenéis, ni lo tendréis jamás, no es un ‘ello estaba’ cuyo sitio de ocupar el Yo. Hay que invertir la fórmula freudiana. El inconsciente tenéis que producirlo. El inconsciente no tiene nada que ver con recuerdos reprimidos, ni siquiera con fantasmas. No reproducimos recuerdos de infancia, producimos, con bloques de infancia siempre actuales, bloques devenir-niño (Deleuze y Parnet, 2004: 90). 115 La infancia nos recuerda que el bíos es ante todo cualificación. La infancia no es una pura potencia abstracta y desposeída de cualidad, es, por el contrario, la figura de la tensión de todas las cualidades, de los diferenciales de potencia y por ello su fuerza ético-política. Las cualidades individuadas son soluciones parciales de tensiones singulares y múltiples de lo pre-individual. La fidelidad a la infancia, es la fidelidad a ese nacimiento cualquiera que, sin embargo, se nos ha atribuido como individuos. Fidelidad, por tanto, al hecho de estar avocados a él una y otra vez. El naciente, en tránsito por el nacimiento, nos ha llevado a la infancia: al reconocimiento de que, literalmente estamos arrojados a nacer. Ya la biotecnología se ocupará progresivamente de un cuerpo biológico que pueda continuar incorporando la variedad y produciendo nuevas estructuras, dado que la finitud no es esencial sino efecto de individuación. Sin embargo, la infancia, como aquél sistema metaestable que acompaña nuestras individuaciones, nos recuerda que en lo psíquico y colectivo podemos vérnoslas con el exceso, dispuestos éticamente a ser excedidos y a afirmar el exceso, aún en el momento en el que ese individuo biológico que también somos se fije al punto de morir. No hay que huir, ni de la niñez, ni de nuestros padres, ni del fascismo. Una ruptura no es una huida. Un tránsito no es una huida. La huida lleva a la nostalgia, a la compañía incesante del retorno. El tránsito es ante todo una ruptura, y de ahí la potencia de novedad. Dejemos que sea otro el que finalice por nosotros, porque finalizar, de nuevo, es sólo un tránsito, una ruptura. Deleuze transita por Fitzgerald para retomar su voz, que es de seguro, la de cualquiera: Comprendí que los que habían sobrevivido eran los que habían realizado una verdadera ruptura. Ruptura significa mucho, pero no tiene nada que ver con una ruptura de la cadena, pues si así fuera uno estaría destinado a encontrar otra o volver a la antigua. La célebre evasión es una 116 excursión a una trampa, incluso si la trampa incluye los Mares del Sur, que solo están hechos para los que quieren navegar por ellos o pintarlos. Una verdadera ruptura es algo sobre lo que no se puede volver, algo irremisible porque hace que el pasado deje de existir (2004: 47). 117 Referencias bibliográficas Agamben, G. (2005), Lo abierto. El hombre y el animal, Valencia: Pre-textos. Artaud, A. (2002), El pesanervios, Madrid: Visor. Bataille, G. (2001), “Este mundo en que morimos”, en El último hombre, Madrid: Arena Libros. Blanchot, M. (2002), La comunidad inconfesable, Madrid: Arena Libros. Bodei, R. 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