PIES EN POLVOROSA Carlos Méndez ISBN 84-607-1764-X ADVERTENCIA Esta historia surgió por sí misma, se desarrolló como ella quiso y se terminó cuando a ella le dio la gana. Yo no me siento particularmente responsable de lo que aquí se cuenta. Incluso he intentado cambiar alguna de sus partes, por ver si conseguía introducirle un poquito más de ingenio y profundidad al tema. Imposible, si probaba a cambiarle algo toda la trama se venía abajo, no admitía ninguna variación, una vez desarrollada no había manera de modificarla en ningún sentido, cualquier detalle añadido o restado destruía el conjunto. No es una novela de altos vuelos, tampoco su protagonista lo es. Un pobre drogadicto que se pasa la vida envuelto en una nube generada por estupefacientes varios y que, en sus momentos de lucidez, sólo piensa en conseguir nuevas sustancias con que sumirse en su embotamiento habitual. Con semejante personaje no se pueden elaborar especulaciones elevadas ni reflejar sublimes sentimientos. Hay que tomarlo como es o dejarlo sin más. Y sin más lo hubiera dejado, arrojando directamente al fuego el manuscrito, de no ser por unas pequeñas consideraciones. Primero, porque me pareció que tenía vida propia y no me atreví a destruirlo, una cosa es abortar un proyecto y otra muy distinta terminar con una criatura completamente formada, por más que no nos guste cómo ha salido. En segundo lugar, por- que no quería ser injusto con las personas, dos que yo sepa, que han disfrutado con su lectura, a fin de cuentas su criterio bien puede valer más que el mío. Y, en último término, porque me había costado mucho esfuerzo y no era cosa de dar todo el trabajo por perdido. Desde luego no es ésta una obra recomendable para gentes de inteligencia susceptible, de esas que se ofenden profundamente con la necedad ajena, tal vez porque son incapaces de advertir la estupidez propia. También aconsejo abstenerse de seguir adelante a aquellos de moral timorata o prejuicios arraigados, ya que, al estar escrita en primera persona, tienden a imaginar que los hechos narrados forman parte de la biografía del autor y más que condenar el escrito condenan al hombre que lo perpetró. Como no quiero problemas con nadie, ruego a esa clase de gente que se mantenga alejada de este libro, el cual, hasta la fecha, no es de lectura obligatoria. A VUELTAS CON UNA PROPOSICIÓN Al final de tantos apuros, aún había llegado antes de tiempo. Ocho horas de sueño es un descanso insuficiente para reponerse de una larga jornada de marcha nocturna, terminada con el sol bien alto, pasadas las once de la mañana. Mi cabeza permanecía todavía embotada por los estimulantes ingeridos y no había tenido la preocupación de reservar una mínima porción de cocaína con la que despejarme el cerebro en la resaca. Conservaba una memoria confusa de los sucesos de la noche anterior, apenas sí recordaba nada. Suponía que las cosas habrían discurrido más o menos como siempre, sin que ningún acontecimiento extraordinario hubiera hecho especial mella en mi mente; todo se habría desarrollado con la rutina habitual de una noche de copas, indigna de mayor recordación. Pero algo sí que se me había quedado grabado: la conversación con Celestino y su marcada insistencia en hablar conmigo al día siguiente, cuando ambos estuviéramos sobrios, para tratar de un asunto a la vez urgente e interesante. Un asunto, según sus palabras, del que podíamos sacar un buen dinero. Aquella mención de una ganancia fácil y rápida me había impresionado lo suficiente como para hacerme superar mi crónica amnesia posterior a la masiva ingesta de alcohol y otras sustancias euforizantes. También esa mágica palabra: dinero, había sido bastante reclamo como para obligarme a abandonar 1 el lecho, ducharme someramente y atiborrarme con unas repetidas tazas de café muy cargado. Todo lo imprescindible para poder ponerme en pie y acudir, mal que bien, a la cita concertada. Me había presentado temprano y el reloj no llegaba a marcar las nueve menos cuarto. El local estaba a medio llenar, con tres tipos hablando junto a la columna, otros dos enfrascados con una máquina de videojuegos, un corro rodeando a unos jugadores de billar, y algún que otro cliente suelto en la barra, de los que apuran su consumición, observan un rato a la concurrencia y salen en seguida en busca de otro sitio con mayores alicientes. ¡Ni rastro de Celestino! Me dolían la cabeza y el estómago y decidí recetarme, como al burro, un jarabe de cerveza. Habíamos quedado de tarde, lo cual quiere decir antes de cenar. Un horario elástico que comprende un espacio de tiempo indefinido, entre las ocho y media y más allá de las once. Con todo, no calculaba tener que esperar mucho más de media hora. Ya llevaba administradas cuatro dosis de medicamento espumoso y empezaba a notar una indudable mejoría. Las molestias estomacales habían desaparecido y sentía un progresivo relajamiento de las neuronas, que sustituían su anterior pesadez con una despreocupada ligereza, acompañada de un humor irónico que enlazaba con el pedo de la víspera. De pronto me encontré tranquilo y casi hasta contento, con una euforia moderada muy agradable. Seguí animándome a base de cerveza y entretenía la espera requebrando a la camarera. Una mocita que había florecido 2 aquella misma primavera, pasando de niña a exuberante mujercita por el fácil expediente de cumplir dieciséis años. Es verdad que yo casi tenía edad como para ser su padre pero me daba pena desaprovechar el periodo de mayor belleza que esa chiquilla alcanzaría jamás en su vida por consideraciones de conveniencia social. Por lo demás, me limitaba a un flirteo inocente, alabando la tersura de su piel, la consistencia de sus pechitos erectos y la redondez respingona de su culito. Un cortejo intranscendente, ejecutado con acento jocoso, que era respondido por ella con risitas cómplices, de vanidad complacida, que no la comprometían a ulteriores concesiones. De todas maneras, yo seguía cultivando el huerto de su coquetería; como quien arroja semilla al campo, un poco a voleo, confiando en que, en un momento dado, germine algún fruto que se pueda recoger. Dedicaba diez minutos a vaciar cada jarra. Llevaba trasegadas seis y el Celes seguía sin aparecer. A este paso, cuando llegara, iba a encontrarme en el mismo estado etílico en que me había dejado el día de ayer. Culpa suya sería si tampoco hoy nos halláramos en condiciones para abordar temas serios. Por fin asomó por la puerta en medio de la expectación general. Desde que Tino ejercía de camello se había convertido en un personaje muy popular. No había hecho más que entrar y ya le asediaban los consumidores, ávidos de adquirir el género con el que traficaba. Me dirigió un saludo desde la distancia, invitándome a que esperase a que concluyera de despachar sus negocios antes de venir a reunirse conmigo. Yo me lo tomé con calma y con un cubalibre, por variar un poco de bebida. 3 Después de un continuo entrar y salir del servicio, de unas cuantas escapadas a la calle y de tratar con más de una docena de personas, que iban abandonando el bar según ultimaban el trapicheo, disminuyendo ostensiblemente la clientela del garito; Celestino, rematado el trabajo del día, consideró llegado el momento de atenderme. —¿Qué tal la resaca? —preguntó. —¿Qué resaca? A estas alturas, el malestar producido por los excesos nocturnos se había trocado en una incipiente borrachera, no muy intensa, porque aún peleaba contra los influjos de la bolinga precedente, pero placentera. —Vamos arriba —propuso Celes tras encargar un zumo de naranja con mucho hielo. Tino tenía problemas de úlcera y era amigo de cuidarse, salvo cuando se olvidaba de todo y se aplicaba sin límites a la obtención de un buen globo. Pero esto sólo ocurría cuando quería pillar marcha, algo que no era su intención, al menos de momento. Le seguí, escaleras arriba, hasta el reservado situado en la parte superior del establecimiento, justamente encima de la barra. Un espacio bajo y estrecho, amueblado con banquetas y mesitas, pensado en un principio para acoger la intimidad de las parejas pero que resultaba ser un observatorio excelente, con vistas a la entrada y a la calle, desde el que se controlaba cualquier presencia sospechosa y en el que podíamos ponernos hasta el culo de drogas en la seguridad de no ser sorprendidos. —¡No paras! —comenté. 4 —No es tanto como parece —respondió él desdeñosamente—, mil pelas por aquí, dos talegos por allá, ¡hasta por cien duros me han entrado! —Es que el hachís deja poco margen —corroboré—, si fuera coca... —¡Ni me la menciones! —rechazó contundente—. Antes de ponerme a mover perica prefiero currar, ¡mira lo que te digo! Celestino siempre había tenido clarísimo que no iba a trabajar en la vida y, al paso que llevaba, estaba en vías de conseguirlo. Desde la rutina de mi empleo, que me forzaba a tremendos madrugones y me encadenaba siete horas y media seguidas a un trajín de papeles que no se acababa nunca, envidiaba francamente su manera de ver las cosas. Tanto más cuanto que el trabajo no me proporcionaba casi compensaciones, la tarea era aburrida y el sueldo apenas me alcanzaba para pagarme casa y comida, agarrar una pea los fines de semana e ir de putas una vez al mes. Como era él quien me había citado le dejé tiempo hasta que se decidiera a entrar en materia. No parecía tener prisa, se liaba canuto tras canuto, indiferente a la impaciencia que yo pudiera sentir. En su favor tengo que añadir que no encendía un porro sin invitarme a compartir unas caladas, como una muestra de amistad y, quizá, también por hacerme propaganda del producto que manejaba. A mí el costo, en ayunas, me pone un poco carioco. Pero ahora llevaba el cuerpo bien guarnecido de licor y podía asimilar, sin inconvenientes, una discreta cantidad de cáñamo. El alcohol evitaba que se me disparasen los efectos del cannabis y 5 éste, a su vez, aportaba una perspectiva más sugerente a mi creciente estado de embriaguez. —¿Esperamos a alguien? —pregunté al cabo, más que nada por decir algo. En realidad estaba muy a gusto y no tenía prisa alguna, podía seguir allí sentado toda la tarde si era necesario. Mientras no me faltaran cubatas y mi compañero siguiera regalándome con su humo narcótico, aquel era un lugar tan bueno como otro cualquiera y, en las actuales circunstancias, el mejor que se me ocurría. —Quedé aquí con Simbad —explicó Celes. —¿El marinero? Asintió con la cabeza. —¿Está metido en el ajo? —Es cosa suya, realmente. Hubiera seguido indagando pero de pronto comenzó a llegar un tropel de gente que nos distrajo de nuestras confidencias. Componían un grupo variopinto que al momento tomó posiciones a nuestro alrededor. Unos querían comprar, otros venían a pasar el rato en compañía y algunos simplemente se acercaban con la esperanza de que les cayera en la mano alguno de los incesantes petas que Tino ponía en circulación. Como ya dije, Celestino atraía a todo tipo de personas, sin importar la edad o el sexo de las mismas. Para ser justo, debo añadir que esto se debía tanto a su condición de traficante como a su propia personalidad, que hacía que el personal encontrara agradable su compañía. Cierto que el hecho de estar siempre bien provisto de mandanga contribuía a incrementar su encanto. 6 El caso es que tuvimos que interrumpir el coloquio. Como tampoco podíamos entrar en detalles en ausencia del impulsor de la iniciativa, el llamado Simbad, me dispuse a dar tiempo al tiempo, limitándome a esperar a que, más tarde o más temprano, surgiera la oportunidad de discutir a fondo la cuestión. Para entonces Celes casi no me prestaba atención, absorbido como estaba en charlas intrascendentes sobre deportes, automóviles y las varias barbaridades y accidentes acaecidos en los últimos días en la comarca. Yo soy mucho menos expansivo de lo que pueda serlo Tino y, además, conocía poco a la vasca que nos rodeaba, a la mayoría sólo de vista. De manera que empecé a perder interés por el ambiente, consagrando mi atención a las cada vez más numerosas copas que iba dejando vacías ante mí, consiguiendo una importante colección de vidrios que rellenaba las mesas cercanas y empezaba a poblar también el suelo que circundaba mis pies, produciéndome la impresión de estar a punto de batir algún tipo de record. Sólo logró sacarme de mi abstracción la oferta de un coleguita sentado a mi izquierda. El chaval había venido hasta nosotros con la sana intención de sacarse un dinerillo con la venta de ciertas especialidades farmacéuticas que únicamente pueden conseguirse, de forma legal, con la correspondiente receta médica. Le compré un par de anfetas al susodicho individuo. Más que nada por recuperar sensaciones de primera juventud, cuando era un adolescente sin más preocupaciones que agenciarme alguna pastilla estimulante y pillar un colocón tras otro. En ese tiempo no tenía estas horribles caídas al día 7 siguiente y podía empalmar hasta una semana seguida de cebollón sin resentirme mayormente por ello. ¡Increíble juventud! A partir de ahí, entre los cacharros, los chiris y las pepas, empecé a olvidar sobre la marcha todo aquello que iba haciendo. Sé que anduve, cuando menos, por tres o cuatro tascas antes de dejar a Celestino con su bola. Seguí después alternando por distintas tabernas y volví a encontrarme con Celes en una de las discotecas en que me metí. Hasta es posible que hubiera hablado con el tal Simbad en alguno de aquellos chiringuitos, y tal vez, incluso, llegara a explicarme en qué consistía aquel negociete que nos iba a reportar tanta pasta. No lo puedo asegurar y, sin embargo, era para conseguir aquella información para lo que me había forzado a salir a la calle en un día en el que, a decir verdad, no estaba yo para nada. Recuerdo que estuve visitando una barra americana y que terminé la noche fumándome un chino en el coche, aparcado en una plataforma sobre el río, disfrutando de una amplia vista del basurero municipal. 8 UN SUEÑO AGITADO No me costó reconocerlo a pesar de su disfraz. Era uno de los habitualmente usados por mi patrón. Tras aquellas patillas espesas, aquel parche en el ojo y la gorra marinera que abrigaba su cabeza, se descubría la nariz aguileña y la despejada frente del mejor detective de todos tiempos. La presencia, a su lado, de su inseparable compañero, el doctor Watson, terminaba de caracterizar de manera indudable la impresionante personalidad de Sherlock Holmes. Tardé más tiempo en discernir qué tipo de relación me unía con aquellos célebres personajes. Por fin logré identificarme con el arrapiezo de cara tiznada que tendía una mano tímida para recoger el óbolo, una media corona, con el que el gran investigador premiaba mis desvelos. Por lo que podía recordar, había efectuado para él una labor de localización: “Búscame a una mujeruca, de aspecto avejentado, que vende naranjas a la entrada de la estación de Waterloo”, fueron sus indicaciones. Me había sido fácil desempeñar la misión. Por lo que podía entender, yo era una especie de pilluelo, un granujilla criado en las calles, que conocía a la perfección todos y cada uno de los rincones de los bajos fondos londinenses, así como a la variada fauna humana que los poblaba. Mientras guardaba la moneda me quedé embobado en la contemplación de la famosa pareja. 9 Admiraba sus modales aristocráticos, la elegancia de sus expresiones, la circunspección de que hacían gala en cualquier circunstancia. Apreciaba la lealtad constante del doctor, su consagración absoluta a su amigo; esa aceptación, exenta de cualquier atisbo de servilismo, de la superioridad de su genio. Por lo demás, mi trato con el doctor Watson era más bien incidental, motivado por el estrecho vínculo que le unía al gran hombre. Era para el señor Holmes para quien reservaba toda mi devoción. Sentía hacia él la adoración reverente que habían intentado inculcarme en el orfanato con respecto a Cristo. Disfrutaba de cada momento que podía estar a su lado, del privilegio de contemplar sus maneras distinguidas y la nobleza de su porte, de participar de aquella amabilidad que repartía indiscriminadamente con todos los que le rodeaban. Todas sus acciones y palabras aparecían revestidas de una delicadeza franca que estimulaba la autoestima de aquellos que, por una u otra razón, entablaban contacto con él. Con el doctor mantenía una distancia respetuosa, un alejamiento prudente que él parecía encontrar suficientemente apropiado. Con Holmes, la propia conciencia de mi inferioridad me colocaba en mi sitio, una humilde esquina de la que sólo me atrevía a asomar con su explícita aquiescencia. Habíamos llegado al apartamento de Baker Street y Holmes se despojó paulatinamente de su camuflaje, volviendo a mostrarse ante nosotros con su apariencia de costumbre. Se enfundó una bata de cuadros grises y encendió una pipa que empezó a fumar reposadamente. Parecían haberse olvidado de mi presencia, que yo trataba de volver insignificante, sin atreverme a abandonar el umbral, a 10 la espera tan sólo de una leve insinuación para salir corriendo de aquellas elegantes habitaciones, demasiado buenas como para que yo osara hollarlas con mis mugrientas alpargatas. —Escoge usted unos ayudantes muy pintorescos, Holmes —manifestó Watson con una mirada reprobadora a mi indumentaria. —No sabe lo útiles que pueden resultar estos rapazuelos —contestó Holmes señalándome con la boquilla de su pipa—. Se meten por todas partes y escuchan cada rumor que recorre la City. ¡Son los mejores sabuesos con los que un detective puede contar! Soltó una bocanada de humo y me dedicó una sonrisa de aprobación. —Éste, en particular —continuó—, es un muchacho especialmente despierto, con la vista aguda y el oído siempre atento. —En todo caso —objetó Watson—, un poco de limpieza no mermaría, seguramente, esa capacidad que usted le atribuye. —Hay que reconocer que su higiene deja bastante que desear —convino Holmes—, pero bien podemos perdonarle un poco de suciedad en atención al excelente servicio que acaba de prestarnos. Yo estaba cada vez más cohibido y no podía evitar rozar una alpargata contra la otra, intentando evitar que mis dos pies se posaran al mismo tiempo sobre la mullida alfombra. Trataba, por todos los medios, de ocupar el mínimo espacio posible. —Bueno, Tom —dijo Holmes—, supongo que no tendrás nada que oponer a una taza de té caliente. Siéntate junto a la 11 chimenea y yo encargaré, ahora mismo, que te suban una merienda completa, con bollos incluidos. La humedad de Londres es proverbial y la posibilidad de calentarse ante un buen fuego no es algo que esté siempre al alcance de quien tiene vivir a la intemperie. Además, aquella chisporroteante chimenea proporcionaba una temperatura uniforme a la estancia, envolviendo toda mi osamenta con una agradable calidez que no podía alcanzarse alrededor de una fogata callejera, ante la que se alternaban un ardor excesivo en la cara, el pecho y las manos con la gelidez ambiental que laceraba mi espalda, o viceversa, según volviera una u otra parte en dirección a la lumbre. Mientras mis anfitriones permanecían enfrascados en discutir los pormenores del caso que les ocupaba, olvidados de mi existencia, yo daba buena cuenta de la provisión de dulces que me había servido una mujer mayor con aspecto de ama de llaves. Al colocar frente a mí el almuerzo no pude evitar sorprender en su mirada una cierta suspicacia, atenuada por un destello de compasión. Otra vez volví a sentirme incómodo, pero la señora desapareció tal y como había llegado, sin pronunciar ningún comentario, y pude seguir engullendo pasteles atropelladamente, empezando uno cuando todavía no había terminado de tragar el anterior. No todos los días se ofrece la ocasión de atracarse de comida y conviene aprovechar la oportunidad cuando se presenta, ya llegarán los tiempos de escasez. Con respecto al té me mostraba mucho más circunspecto. Temía romper la delicada pieza de porcelana que lo contenía y sorbía la reconfortante infusión a pequeños tragos, asiendo la taza con ambas manos. Pese a todas mis precauciones, me 12 fue imposible impedir que se derramara un poco de líquido sobre la mesita de fina madera, adornada con incrustaciones de marfil, donde se apoyaba el servicio de té y la bandeja con las pastas. Rápidamente intenté disimular mi torpeza frotando la manga de mi chaqueta sobre el diminuto charco, sin conseguir otro efecto que el de extender la mancha y aumentar mi azoramiento. Por suerte nadie se percató del tropiezo y pude acabar mi colación sin más percances, aunque teniendo la precaución de apoyar un codo sobre la sombra marrón que delataba mi falta de habilidad para desenvolverme en ambientes refinados. Finalizado el refrigerio, permanecí durante un largo espacio de tiempo absorto en la contemplación de las llamas. La clara voz del señor Holmes vino a sacarme de mi ensimismamiento. —Acércate, Tom. Poniéndome una mano en el hombro, el investigador procedió a someterme a un amable interrogatorio. —¿De modo que encontraste a la mujer? —Sí, señor —respondí—, estaba en su puesto de frutas de la estación de Waterloo, tal como usted dijo. —¿Y conseguiste averiguar su nombre? —Mary Pierce, también llamada La Granadera, por el mostacho que luce bajo su nariz. Sé también dónde vive, la seguí cuando recogió la cesta con la mercancía y no la perdí de vista hasta que se metió en una de las construcciones baratas del Soho. —¿Reconocerías el edificio si volvieras a verlo? —Desde luego, marqué la pared con tiza para evitar confundirme. 13 —¡Bravo!, eres un chico muy espabilado. Habrá otra media corona para ti si nos guías hasta el lugar. Yo hubiera hecho cualquier cosa que me pidiera sólo por el gusto de complacerle, pero le agradecía aquellas propinas como un reconocimiento al valor de mis esfuerzos. —Y bien, doctor, ¿qué piensa ahora de mis estrambóticos agentes? —Opino —repuso el aludido obviando el tema de mi supuesta eficiencia— que, si tenemos que internarnos en el Soho, no estaría de más ir provistos de sendos revólveres. —¡Elemental, querido Watson! Me encantaba el tono con el que emitía aquellas palabras. Dejamos el confortable apartamento y nos internamos en la densa niebla que envolvía la noche. Abría yo la marcha, malamente resguardado de las inclemencias meteorológicas por un viejo abrigo que me quedaba grande, obsequio de unas damas de caridad. Me seguían de cerca Sherlock Holmes y el doctor, los dos empuñando recios bastones y bien pertrechados de pellizas y bufandas. El señor Holmes portaba su famosa gorra de caza, que componía, por sí sola, todo su uniforme detectivesco. Llegados al Soho, dirigí a mis acompañantes a través del complejo laberinto de callejuelas que conforman las apretadas casuchas donde se amontonan los elementos más sórdidos de la vida ciudadana. —Advierta, Watson —indicó Holmes—, la ausencia absoluta de señales de referencia. Estaríamos enteramente perdidos de no ser por Tom. 14 —Reconozco la necesidad de contar con la ayuda de un explorador —el doctor paseó una mirada aprensiva por el entorno antes de completar su observación—. Parece un zoco africano embutido en el corazón de una urbe civilizada. Espoleado por sus elogios los conduje con presteza por entre los callejones hasta una casa marcada con una cruz, la contraseña que denunciaba el paradero de Mary Pierce. A Holmes no le costó más de unos pocos peniques averiguar el piso que ocupaba La Granadera. El borracho tumbado en el portal habría proporcionado cualquier información que le solicitaran por el precio de una pinta de cerveza. Ambos emprendieron un rápido ascenso por la estrecha escalera. Como no había recibido instrucciones en contra, me decidí a subir tras ellos, curioso de ver en qué paraba aquella aventura. Tampoco olvidaba la otra media corona prometida. Al llegar a lo alto del inmueble moderaron la cadencia de sus pasos, deteniéndose en silencio en el último descansillo. Holmes aplicó la oreja a la puerta del desván. —La vieja está en casa. —¿Llamamos? —preguntó el doctor. —¡No es cosa de andarse con contemplaciones con semejante gentuza! —respondió Holmes al tiempo que hacía saltar la cerradura de una vigorosa patada. La impetuosa acción del detective dejó al descubierto un miserable tabuco de muros desconchados, iluminado únicamente por una pequeña claraboya con los cristales remendados a base de papel de periódico, precariamente pegado sobre las grietas que se abrían en los vidrios. 15 Bajo el ventanuco, acurrucada en un banquito junto a un brasero de carbón, una mujer gruesa, de pelo blanco y lacio, contemplaba aterrada la imprevista invasión de su domicilio. A su lado reposaba el cesto de naranjas y de su mano resbalaban pequeñas monedas que seguramente estaba contando en el momento de la brusca interrupción. —La señora Pierce, supongo —aventuró Holmes con sorna—, ¿o debo llamarla Granadera? La interpelada no abrió la boca, con los ojos desencajados y un temblor que era incapaz de controlar en su barbilla poblada de lunares peludos, se limitaba a observar fijamente el rostro de su visitante, que parecía inspirarle un pánico paralizador. —Veo que me reconoce. Seguramente Barry le ha hablado de mí más de una vez. —¡No veo a ese mal nacido desde hace años! —protestó La Granadera—, es un mal hijo que nunca se acuerda de su madre. —Vaya, así que no sabe nada de sus andanzas. ¿No es usted quien le encubre?, ¿la que coopera con ese desalmado en la ejecución de sus fechorías? —el bastón del investigador rondaba peligrosamente el mentón de la anciana—, claro, usted es una persona honrada, alejada de cualquier asunto turbio... El báculo hizo un giro apuntando hacia la canasta. —Estimado doctor, ¿le importaría examinar estas naranjas? La propietaria aferró instintivamente el capazo, abrazándolo convulsivamente. Pero un bastonazo propinado con fuerza sobre sus manos le hizo soltar la presa de inmediato. 16 Watson volcó el contenido sin miramientos, de una patada. Por entre la fruta que rodaba por el polvoriento suelo emergieron unas botellas llenas de un líquido parduzco. El doctor abrió una de ellas y la acercó a su nariz. —¡Matarratas! —sentenció. —Así que destilando licor ilegal —reconvino Holmes a la figura agazapada a la que mantenía a raya apoyando entre sus pechos la punta del cayado—. Siga mirando, Watson, puede que haya más sorpresas. —Aquí tenemos algo bastante sospechoso —anunció el doctor blandiendo en su mano un paquete envuelto en papel de estraza. Abrió después un cortaplumas y procedió a hacerle una incisión, del envoltorio brotó un polvillo marrón del que el médico tomo una muestra en sus dedos. Lo probó con la punta de la lengua y emitió su dictamen. —¡Heroína! —Lo tiene muy mal, lady. No satisfecha con dedicarse a elaborar un alcohol infecto que puede dejar ciego a quien lo tome también comercia usted con drogas peligrosas sin disponer de licencia del Colegio de Farmacéuticos. Veo mal su futuro, muy mal —Holmes, entre amenazas verbales y la presión física de su bastón, mantenía acorralada a la viejuca contra un ángulo del cuarto—. Si no colabora con nosotros, no tendré más remedio que entregarla a la policía. —¿Qué quieren de mí? —El escondrijo de su hijo, ¿dónde está Barry, señora Pierce? 17 —¡Jamás se lo diré! —gritó La Granadera tratando de incorporarse y escapar. Una zancadilla del doctor la arrojó al piso, donde quedó inmovilizada, aplastada por las botas de los dos investigadores. —¿Le apretamos las clavijas, Watson? —¡Duro con ella, Holmes! Entrambos, al unísono, levantaron sus bastones y se dedicaron a descargar golpes sobre el tendido cuerpo femenino. En cuanto a mí, había asistido estupefacto a toda la escena. Sorprendido en un principio por la inesperada rudeza con que mi idolatrado héroe había abordado a la presunta delincuente, sin guardar ninguna de las consideraciones que, se supone, un caballero debería de extremar, teniendo en cuenta la edad y el sexo de la persona objeto de sus preguntas. Tampoco reconocía las templadas maneras de mi ídolo en aquel acoso implacable al que sometía a una humilde contrabandista cuyo mayor delito era intentar proteger a su hijo. Por último, la brutal ferocidad de que estaban dando muestras unos hombres a los que tanto admiraba, cebándose cruelmente en una anciana indefensa a quien molían a palos sin hacer caso de los alaridos con los que manifestaba su dolor, me hacía imposible identificarles con aquellas dos bestias de semblantes desfigurados: Holmes, pálido y desencajado, con una leve baba espumeante brotando de la comisura de sus labios, que se contraían en un rictus de sadismo, y Watson, con el rostro encendido y los ojos inyectados en sangre, exhalando un jadeo ansioso por su boca entreabierta, como el de un animal que se desfoga. 18 El horror a sus personas había venido a sustituir a la reverente estimación con que antes los consideraba. Por el contrario, me iba solidarizando cada vez más con la personalidad de su víctima, una mujer que, tras su aspecto de bruja, ocultaba un exacerbado instinto maternal que le hacía exponerse a los peores tratos para evitar traicionar a su hijo. Una mujer como la que podía haber sido mi madre. En todo este tiempo yo había permanecido atónito, incapaz de dar crédito a lo que veía, petrificado de miedo. Los torturadores se tomaron un descanso para recuperar el aliento. Durante esa pausa levantaron un momento las cabezas, desviando su atención del amasijo de carne vociferante que tenían a sus pies, y fijaron sus ojos brillantes en mí. —Tú no deberías estar viendo esto. —Tranquilo, Holmes, Tom es un buen muchacho. Hasta un guapo chico, me atrevería a apostar, debajo de esa mugre que le cubre. Solté un chillido y salí de allí empavorecido. Bajaba los peldaños de seis en seis, utilizando la barandilla como punto de sujeción. Desde arriba de la escalera me llegaban sus voces. —¡Se ha escapado el maldito! —No irá lejos. Holmes extrajo un chiflo del bolsillo y lo sopló con energía. Aún no había puesto un pie en la calle y ya podía escuchar las respuestas de los silbatos de todos los policías que patrullaban por las inmediaciones, esparciendo una orden general de búsqueda y captura de mi persona. 19 Las alarmas me rodeaban como un cerco y la única posibilidad de escape era internarme, a toda prisa, en las sombras que proyectaban los edificios, corriendo directo hacia una niebla que se levantaba a corta distancia. Y perdí entre la niebla la escuálida figura de aquel chiquillo que huía despavorido. Pero el sonido estridente de los silbidos seguía persiguiéndome. Los pitidos se transformaron en timbrazos y en mi cabeza comenzaron a acumularse hipótesis sobre el origen de los mismos. Estaba de vacaciones, no podía sonar el despertador. Tampoco tengo teléfono en casa, tenía que ser la puerta. Peor que bien me incorporé de la cama. Fui de rebote en rebote contra las paredes y me arrastré hasta el interfono. Se me cayó tres veces de la mano el telefonillo antes de conseguir atender la llamada. —¿Gus? —Sí. —Dentro de media hora en el Tres Vías. —¿Qué hora es? —Pasan de las dos. —¿De la tarde? —¡Mierda! —gruñó la voz— ¡Estate allí sin falta! Corté la comunicación e intenté considerar los hechos. El hecho era que no lograba adivinar a qué podía haberme comprometido la noche anterior. Al fin, ni siquiera sabía cómo había vuelto a casa; no en demasiado mal estado, como me demostraba el pijama que llevaba puesto. 20 No tuve tiempo para más reflexiones. Las tripas se me derretían y tenía que correr al váter. Me estaba cagando, literalmente, por la pata abajo. 21 DE CÓMO ME COLOCARON Antolín describía la escena con tonos apocalípticos: —¡La inquisición en pleno funcionamiento! Cosa de duendes; ahora estaban aquí y al minuto siguiente habían desaparecido, devorados por el furgón policial. Sin más explicaciones, en el tiempo que dura un relámpago. Para mí las cosas habían transcurrido con mayor lentitud. También yo había sentido una especie de vértigo cuando me cercaron aquellos tipos fornidos, surgidos de repente de la nada, pero aún fui capaz de vislumbrar alguna secuencia de la película. En primer lugar me pidieron la documentación. Yo estaba asustado pero no sorprendido, hacía tiempo que esperaba algo así. —Nombre y apellidos —me exigió el hombre a quien había entregado mis papeles, como si no tuviera esos datos delante de sus narices. —Gustavo mal augurio. Un brusco puñetazo en la espalda me quitó las ganas de bromear. —Gustavo Malo Rubio. De ahí a la prevención. 22 Nos manteníamos informados a través de la prensa y la televisión. Sindo y yo nos cruzábamos por los bares del pueblo y continuábamos con nuestras ocupaciones usuales. También Fernando pululaba por los mismos lugares, pero se mantenía a distancia. Sólo Vitorino optó por volverse a Portugal, pese a que corría el riesgo de que le reclamaran para el servicio de armas. Los demás no teníamos refugio al que acogernos y preferimos quedarnos tranquilos, como si no hubiera pasado nada, a la espera de acontecimientos. A Simbad ya habían empezado a acontecerle cosas desde aquellos momentos de duda, cuando no terminó de decidir si intentar la fuga en coche o salir corriendo tras nosotros por el medio del bosque. Fue al único a quien pillaron, el resto pudo escabullirse entre los árboles y volver, cada uno por su lado, de regreso a Pereiro. Ahora nos lo mostraban expuesto en la picota. Su foto ocupaba media plana en el periódico. Se distinguían perfectamente el ojo a la funerala y el carrillo hinchado a golpes, pero ningún reportero se había preocupado de explicarnos a qué eran debidas esas lesiones. El artículo respiraba aires de cruzada victoriosa y no les parecía oportuno molestar a los héroes del día indagando sobre detalles embarazosos. Simbad había sido pescador de altura allá en Bonxe, en estos momentos era él el atrapado y sus captores lo exhibían como a un pez cogido en la red. Le rodeaban por todas partes. Estaba puesto en el centro de una barrera de gendarmes y, enfrente, a diez pasos de distancia, se alineaban los fotógrafos, confundidos con algunos jerarcas policiales que intercambiaban impresiones sobre el desarrollo de la operación. Se mez- 23 claban todo tipo de uniformes. Parecía haber una representación de todos los cuerpos de seguridad: guardias civiles, indistintamente tocados con quepis o tricornios; policías locales disfrazados de ninjas, agentes de aduanas de aspecto desorientado, y funcionarios del cuerpo superior de policía, vestidos de personas, que se daban importancia y pretendían imponer una coordinación entre las distintas fuerzas presentes, interponiéndose en la cadena de sus mandos naturales. De un helicóptero se apeó un hombrecillo, con edad como para estar jubilado, que reunió en torno a sí a la plana mayor de la oficialidad, de capitán para arriba. En pocas palabras les puso al corriente de la importancia de la captura, que iba más allá de la cantidad decomisada. —Supone buena publicidad, ahora hay que aprovechar el interés despertado y seguir anotándose éxitos. ¡Es una lucha que nunca acaba pero debemos terminarla de alguna manera! Sin concretar más instrucciones, el fiscal jefe abandonó el escenario de los hechos y se fue como había venido, volando. Sus lugartenientes habían captado el mensaje: ¡Energía y rapidez! A trescientos kilómetros de allí, Gumersindo y yo nos consideramos perdidos. Simbad tal vez no dijera nada determinante con respecto a sus jefes, de los que puede que hasta ignorara su identidad; pero a nosotros nos conocía por nuestros nombres y sabía también dónde vivíamos, no tardarían en salir en nuestra busca. Mientras llegaban, bien podíamos distraer el tiempo con una partida de billar. 24 CIFRAS Tres años de cadena pedía la acusación. Aquello me afectaba en más de un sentido. Mi viejo me había comunicado, al abonar el importe de la fianza, que haría suya la sentencia del tribunal. Eso sonaba como una amenaza de destierro. Bueno, yo como el Cid, ¡siempre adelante! Por utilizar la jerga que se gastaban en los palacios de justicia, la causa estaba viciada desde un principio. Todos los tejemanejes se desarrollaban fuera del estrado y, al fin, quien decidía el resultado del proceso era el fiscal especial don Augusto Revuelo Manso, un individuo provisto de amplios poderes que se tomaba cada caso como una cuestión personal. El eminente defensor de la ley quería examinarme en persona. Ya había pasado antes por la revisión de todo un batallón de guripas. Los había visto de todos los colores y recorrido el escalafón completo de graduaciones. Mi abogado me había aleccionado sobre cómo debía comportarme, aconsejándome que colaborara sin reservas con la autoridad. Pero no confiaba demasiado en él, usaba el mismo lenguaje que la parte contraria y se parecía excesivamente a los demás servidores del Estado. No podía creer, pese a sus bienintencionadas declaraciones, que en verdad estuviera de mi lado. 25 Finalmente me llevaron a presencia del señor Revuelo. El hombre me contempló como si yo fuera un virus y él el médico encargado de neutralizarme. Hizo que me soltaran las esposas y me invitó a sentarme frente a él, al otro lado de su enorme mesa de despacho. —Te voy a plantear un ejercicio muy sencillo: los puntos son atenuantes; cuanta más puntuación, más rebaja de condena. ¡Hasta podía salir en libertad si superaba la prueba! Bien mirado, el tal Revuelo tenía aspecto de teniente coronel de sanidad sacado del retiro, con ascenso de grado y autoridad; un vejete asmático de procederes imprevisibles. Sin más preámbulos, me alargó una libreta donde había escrito un cuestionario con tres preguntas. —Hay una casilla para el sí y otra para el no, tacha el espacio que corresponda. 1.—El arrepentimiento es un atenuante, vale un punto. ¿Deseas acogerte a este beneficio? Marqué el arrepentimiento. 2.—Para demostrar que eres sincero debes descubrir a tus cómplices. La delación está premiada con dos puntos y sin ella se pierde el tanto ganado con el primer apartado. ¿Estás dispuesto a confesar? La posibilidad de una absolución me impulsó a contestar afirmativamente a la pregunta. 3.—La drogadicción se considera un estado de necesidad, supone otro punto, ¿eres drogadicto? A todo respondía que sí, y ya tenía curiosidad de ver cómo acababa el juego. 26 El test empezó a complicarse. Tras las cuestiones principales seguían cuatro pliegos repletos de subapartados que buscaban concretar y ampliar la naturaleza de las respuestas. Se me hacía todo muy pesado y concluí por rellenar el casillero con cruces repartidas un poco al azar, poniendo sólo cuidado de no mencionar nombres concretos y evitando comprometer con mis respuestas a algún conocido. Todo aquello me estaba costando un considerable esfuerzo imaginativo, de modo que respiré aliviado cuando el superfuncionario me reclamó el cuaderno, dando por terminado el tiempo de la prueba. Efectuó un examen somero de las hojas y me dirigió una mirada desconfiada. —Me parece que eres un pillo redomado. Tendrás noticias mías en breve. —¿No puedes adelantarme el resultado? —sugerí con pocas esperanzas. —¡A su tiempo lo sabrás! —bramó iracundo, ofendido por el tuteo—. Pero puedo prevenirte de antemano de que mi nota mínima para aprobar es el cinco. No me cuadraban las cuentas, según mi cómputo, era un cuatro lo máximo que podía alcanzarse. El punto decisivo dependía, seguramente, de la graciosa voluntad del examinador. ¡Un premio a la actitud, como quien dice! A última hora me suspendieron hasta en la drogadicción. Me llenaron de agravantes y no pararon hasta recomendar la encarcelación más prolongada posible dentro de los límites del derecho penal. 27 RIFAS PREMIADAS Fue ver a la policía y entrarme ganas de cometer un crimen, el que tuviera más a mano, atropellar a un peatón por ejemplo. Decidí dominar la tentación y concentrarme en otro tipo de delito más lucrativo. El único arma de que disponía era el coche, por suerte éste era robado. Me puse a circular despacio, dando vueltas a la manzana, a la espera de una oportunidad. Bajaba una por la acera opuesta, con la mirada ausente y el bolso colgando suelto de un hombro. Invadí bruscamente el carril contrario y la aligeré del peso de sus cosas. Ya tenía metida la quinta para cuando ella reaccionó. Realicé una maniobra casi perfecta, sólo tuve problemas con un par de bugas que se me cruzaron. Los esquivé con dos volantazos y desaparecí zumbando de su vista. Mientras me alejaba a toda velocidad, palpaba el bulto que me había agenciado. Pronto conseguí localizar la cartera. Sin soltar el volante registré el contenido. Para mi alegría topé, en una primera inspección, con un grueso fajo de billetes, también había documentación personal y diversas tarjetas de crédito. Guardé el material negociable y arrojé el resto por la ventanilla. Después busqué un sitio discreto para aparcar el tequi, un hueco cualquiera donde no llamase mucho la atención, al menos que no provocase un atasco. Me entretuve un minuto en el 28 interior del vehículo para efectuar un recuento: ¡trescientas mil pesetas, justo treinta papeles azules, refulgentes como treinta monedas de plata! Con el bolsillo reconfortado recordé que tenía que acudir a una cita. No quedaba muy lejos y me incliné por hacer el camino andando, siempre llegaría a tiempo. ¡Por supuesto que me estaba esperando! Tanto recado y tanta llamada total para pedirme un préstamo. Le ofrecí las vueltas que había depositado el camarero en una bandejita y se apoderó de ellas en un santiamén, como un niño que se traga un caramelo. Me hizo muchas promesas y por fin se despidió hasta más ver. Nueve mil y pico pesetas se había llevado, era difícil que las recuperara algún día pero las daba por bien empleadas si así conseguía perderlo de vista durante una temporada, al menos hasta que hubiera dado buena cuenta del botín adquirido. ¡No le consideraba la mejor compañía para dilapidar un tesoro! Dudaba de la conveniencia de utilizar otro papiro de diez mil en la misma cafetería, podía resultar sospechoso. Era mejor cambiar de terraza. No me había alejado ni veinte pasos cuando escuché sus voces destempladas. Discutía a gritos con dos urbanos al otro extremo del paseo. La distancia no me permitía estar seguro, pero aquella señora que acompañaba a los guardias tenía parecidas trazas a la piba a la que acababa de dar el tirón. De eso mismo acusaban a Fernando. Para cuando yo me fijé en el follón, los polis habían aflojado la presión y la mujer contemplaba a Nando con una expresión cada vez más insegura. Fer blandía en alto el dinero que me había sacado, como 29 una prueba irrefutable de su inocencia: ¡quien no tiene necesidad, no roba! Después de un rato medio los convenció y terminaron por soltarle. Doblé la esquina justo a tiempo de impedir que se le pasara por la cabeza la idea de saludarme o, peor aún, de venir a contarme la historieta de la que acababa de ser testigo. Dejé a Fernando con su aturdimiento y me encaminé hacia el centro de la ciudad. Pensé en la movida por la que acababa de pasar Nando y barrunté que aquella guita traía suerte consigo, una suerte que yo pensaba repartir entre una serie escogida de afortunados. El primer boleto iba a ser para un peluquero. Tres cuartos de hora sentado planeando dónde, cómo y cuándo iba a consumir mis ganancias. 30 LA SENDA DEL DINERO Agoté el crédito en compras. Ropa nueva: una cazadora de cuero, unos Levis etiqueta roja y una camiseta que costaba más de quince talegos. Adquirí, asimismo, unas botas camperas y unas gafas de sol, de marca, como complemento. Renové de paso mis prendas interiores, media docena de calcetines y calzoncillos y un paquete de pañuelos de hilo. Me pasé la tarde entera gastando sin pagar nada en efectivo, todo a cargo de las tarjetas. Cuando una de ellas superaba el límite de fondos, la arrojaba hecha pedazos a la basura, sin más contemplaciones, y seguía con la siguiente hasta que ésta, a su vez, se agotaba. Una se la coloqué a un pavo a cambio de lo que él llamaba “cosco”: un taco de costo y unos gramos de coca. Para el anochecer sólo me sobrevivía una visa oro. Aproveché que seguía operativa para darme el gusto de alquilar una lujosa habitación en un hotel de categoría. Después de hacer que me subieran la cena, me dispuse a relajarme una hora larga en la bañera, con el agua casi hirviendo y el cuerpo sumergido hasta la barbilla. Emergí del baño y me entregué a un afeitado concienzudo, con abundante riego de after shave. Limpio y perfumado, con el vestuario completamente renovado y una bolsa bien nutrida, 31 me recorrió la piel una corriente de euforia y satisfacción, ¡me veía capaz de comerme el mundo a bocados! Salí del hotel en el preciso instante en que aterrizaba en su portal la dotación de un coche zeta. Los policías se cruzaron conmigo en la puerta pero no me prestaron atención, todo su interés se centraba en la conserjería, a la que se dirigieron precipitadamente. Alcancé a oírles mencionar un nombre: Bermudo Corto, precisamente el titular de la última visa que figuraba en mi poder. Debían de haber hecho un seguimiento sistemático de mis andanzas. Seguramente no les habría costado mucho esfuerzo reconstruir mis movimientos a partir de la huellas impresas en los circuitos informáticos de las entidades bancarias, cuyos datos obrarían en el expediente de denuncia correspondiente. La cosa había ido un poco por los pelos pero me había librado. Resolví deshacerme de pruebas comprometedoras y sentencié a la tarjeta de Bermudo al mismo destino que habían seguido sus compañeras, la desaparición en el anonimato de una papelera municipal. A partir de ese momento me consagré con dedicación a la tarea de poner en circulación una sana partida de moneda tradicional. Dinero auténtico, sólidos billetes que pueden sentirse en la mano, con su valor exacto escrito en el papel. Disponía de un buen manojo de aquellos cheques al portador expedidos por el Banco de España, unos talones que gozan de universal aceptación y cuyo uso no implica el registro de la operación realizada. Ahora podía continuar con el derroche sin temor a ser localizado. En ningún archivo figurarían anotados mis pagos sucesi- 32 vos. Seguiría dándome la gran vida hasta dejar exhausto el monedero. Ante mí se abría una noche cargada de expectativas. Un crucero de desembolsos al que pensaba entregarme con entusiasmo, en la seguridad de que, en mis actividades futuras, no dejaría rastro alguno que perseguir. 33 LAS SEÑORITAS DEL TRÓPICO Yo las hartaba de copas y les explicaba mi añoranza de compañía femenina. Era una sensación de vacío que se manifestaba de forma premonitoria, anunciando una larga temporada, inminente, en la que tendría que renunciar al contacto con las mujeres. Lo que es esa noche, había intentado saciarme de hembra. Les entré a todas las titis que se pusieron a mi alcance. Algunas se dejaban querer, encantadas de compartir conmigo unas rayas y fumarse unos cuantos flys a mi costa; tampoco ponían reparos a que las invitara a copas, pero, a la hora de la verdad, no querían establecer una relación más intensa. Sólo de una de ellas accedí a que me concediera un alivio rápido en el servicio, entre esnifada y esnifada, un apaño urgente y realizado con un automatismo indiferente que me dejó absolutamente insatisfecho. La cosa no rodaba a mi gusto y decidí perderme. Con la excusa de acercarme a un cajero para renovar mis existencias pecuniarias, dejé a las chavalitas que continuaran con su copla sin contar con mi apoyo monetario. Eran muy monas, sí, pero totalmente desprovistas de conversación, únicamente preocupadas de enganchar un buen pedo, demasiado satisfechas consigo mismas como para agradecer debidamente las atenciones que les prodigaba. 34 Hice la siguiente parada en un bingo. Me senté en una de las mesas y encargué diez cartones y una botella de champán, todo para impresionar a la empleada que atendía mi sector. Llevaba dos líneas cantadas para cuando conseguí informarme de su horario de salida. ¡Demasiado tarde! Le entregué una sustanciosa propina y me despedí de ella. “Vuelve pronto’’, me insistió cuando salía, deslizando en mi mano su número de teléfono anotado en una servilleta. Se llamaba Candela y era muy bonita, pero no disponía de tiempo suficiente para aguardar a que quedara libre. Como último recurso me introduje en un topless. El anuncio era mentiroso. Había mucho mujerío en minifalda y con lencería a la vista, pero ninguna se paseaba con los pechos al aire; a lo sumo, dos o tres mozas dejaban vislumbrar sus tetas entre transparencias. Ya había agasajado por turno a todas las chicas que estaban libres. Se acercaban, las convidaba a una copa y observaba el numerito que me dedicaban mientras daban cuenta de la consumición. Finalmente me había quedado con dos. Una era mulata, de Venezuela o Santo Domingo, ese punto no me había quedado claro, y la otra, una emigrada de un país del Este, con unos rasgos entre nórdicos y orientales muy sugestivos. No eran quizás las más guapas pero sí las más divertidas. Barbarella tenía un desparpajo absoluto y siempre estaba buscando pie para introducir un chiste en la conversación, consiguiendo que las risas brotaran a cada cuatro palabras que soltábamos. Sonia era más filosófica. —Tú sabes poco de mujeres. 35 —¡Geografía! Ambas tenían un excelente sentido del humor y yo pasaba dificultades para mantenerme a la altura de su ingenio. Se emperraban en que escogiera a una de ellas para llevarla al cuarto. Yo me mostraba reacio. En primer lugar no sabía por cuál decidirme, y tampoco tenía muy claro lo de encerrarme en una habitación. Acogí con más gusto la alternativa de un reservado. —¿Puedo fumar porros dentro? La aseveración de que tendría entera licencia para hacer lo que me pareciese, terminó de convencerme. Encargué tres botellas de espumoso y me encaminé, escoltado por mis dos ninfas, hasta el interior de una salita provista de amplios sofás y decorada con espejos. La propia madame acudió a servirnos. Me sorprendió en el mismo momento en que estaba trazando dos líneas, de igual longitud y grosor parecido, en la superficie de cristal de la mesita ante la que nos sentábamos. La jefa me dedicó una sonrisa y depositó cuidadosamente, en otra mesa cercana, unas botellas metidas en un cubo con hielo y acompañadas del juego de copas imprescindible. Contempló risueña como daba cuenta del primer reguero de polvo y se marchó deseándome lo mejor en todos los sentidos. Barbarella resultó ser partidaria de una vida saludable, no probaba los estupefacientes. Sonia, por el contrario, era tan viciosa, al menos, como yo. Juntos nos dedicamos frenéticamente a colocarnos. Hacíamos carreras a ver quién terminaba antes su raya y nos turnábamos equitativamente en la confección de canutos. Barbarella jaleaba nuestro ascendente estado de 36 excitación y se mantenía siempre a nuestro nivel, sin quedarse descolgada. Poseía una auténtica marcha natural cuyo sostenimiento no requería otra cosa que unos cuantos sorbos espaciados para refrescarse la garganta, no precisaba de estimulantes para ponerse a nuestra altura. Fue ella quien propuso que llamásemos a una compatriota suya para animar la juerga. —¡Verás qué guapa es! —me decía para persuadirme—, tiene un cuerpo precioso y una cara de cine. Me vinieron a la mente fantasías lésbicas y otorgué de inmediato mi conformidad. Salió un segundo y volvió al punto acompañada de una jovencísima criolla, con la piel color canela y los ojos tan rasgados como los de una china. Me pareció bien plantada. Barbarella la miraba con tal arrobamiento que me vino a confirmar en mis sospechas de que era una intimidad muy estrecha la que las unía. Venía abastecida con su correspondiente botella y ansiosa de unirse al grupo. En un principio me pareció sosa. No tenía el mundo de sus compañeras y su charla se limitaba a soltar bromas tontas y comentar programas de televisión. Pero, a fin de cuentas, me demostró que también podía ser interesante. —¡Cantadme! No entendí, al pronto, a qué se refería. En cambio mis otras acompañantes en seguida captaron por dónde iban los tiros. Se pusieron a tatarear la canción de la Pantera Rosa mientras la recién llegada nos ofrecía un striptease, con abundante lluvia de prendas que flotaban sobre mi cabeza y un final apo- 37 teósico, dejándose caer sobre mis rodillas y apoyando sus redondas nalgas contra mi entrepierna. Ese fue el inicio del despelote general. Entablamos una fiera batalla a ver quién desvestía antes a los demás. Pude considerarme el vencedor, mis contendientes quedaron completamente desnudas y yo logré preservar mis gayumbos, al menos por el momento. El ambiente en el local debía de estar bajando y cada vez entraban más chavalas desocupadas a unirse al jolgorio. Hasta la misma dueña vino a juntarse. Me comunicó que había cerrado el establecimiento al público pero que, con respecto a mí, estaba dispuesta a hacer una excepción. Ofrecí una ronda general para demostrarle mi agradecimiento y, de paso, alardear de mi abundante provisión de fondos. Al rato aquello era una orgía desatada, una cama redonda extendida por toda la estancia, con una docena de tías en cueros besándome indiscriminadamente, acariciándome por todas partes, inventando juegos eróticos y correteando por los rincones. Cinco se aplicaban directamente a mi cuerpo y las demás esperaban su turno consolándose mutuamente. Daban la impresión, incluso, de estar más excitadas que yo. Al poco mi cerebro comenzó a ofuscarse y sólo conservo en la memoria una imagen aislada de mí mismo sosteniendo en cada brazo a una cortesana desnuda, y mi despertar, ya de amanecida, con la cabeza apoyada en el regazo de la patrona. 38 CENICIENTA VUELVE A CASA Resultaba desconcertante que yo mismo, por mi propio pie, acudiera a entregarme. Habría tenido más lógica si caminara entre dos guardias, arrastrado por ellos hacía mi destino. No podía quejarme, me trataban como a un ser humano responsable: a tal hora, de un día determinado, en el sitio preciso. Todo muy razonable de no ser porque el día era hoy; la hora, las nueve de la mañana, y el lugar de presentación, un centro penitenciario. Me asombraba del poder que tienen los escritos emanados de la justicia: “Caso de no personarse, quedará incurso en el procedimiento previsto en el artículo...’’, y el apercibimiento de que se me consideraría prófugo y se instaría mi persecución por parte de las fuerzas de seguridad. Seguía pasmado de mi resignación. No comprendía cómo podía continuar andando en aquella dirección sabiendo lo que me esperaba. Para más inri, el camino formaba una pendiente empinada, así que resollaba y todo en mi esfuerzo por llegar puntual a que me encerraran. Hacía tiempo que había descartado la idea de una fuga. De pobre no se puede estar huido mucho tiempo, siempre terminan por ligarte y, entonces, te hacen comerte el marrón doble por el aplazamiento. No hay forma de eludir lo inevitable, me repetía machaconamente para mis adentros, e intentaba forzar a mis piernas a 39 avanzar. Todas las células de mi ser clamaban por la libertad y a mi imaginación se presentaban visiones de una vida robinsoniana en lo más recóndito del monte. Estaba recreándome en un arroyuelo que discurría por entre los árboles de un vallecito de montaña, cuando me di cuenta de que había llegado a la puerta. ¡Era tarde para volverse atrás! En la oficina de recepción se respiraba una atmósfera de cachondeo. Los funcionarios me acogieron con una actitud ambivalente, mezcla de severidad y divertimento. Desarrollaban sus quehaceres entre admoniciones tajantes y comentarios satíricos. Comprobaron todos los datos y me sometieron a un cacheo estricto. Según revisaban mis ropas iban apareciendo objetos variopintos que provocaban la hilaridad de los presentes. —Bolsillo izquierdo del pantalón: un billetero con ocho mil pesetas y un par de condones. En el derecho, tres mil quinientas pesetas en metálico, tres pañuelos de papel y otro de hilo, sucios todos, y unas braguitas de encaje, ya estrenadas. De la chupa extrajeron dos sostenes y tres pares de medias, una copa de cristal, dos mil duros en diferentes monedas y restos de comida y desperdicios varios. Acababa la inspección, efectuaron un rápido cómputo del dinero. —21.500 en total —comprobó el que parecía estar al frente del departamento—, ¡éste aún entra con un pequeño capital! Luego se volvió hacia mí. —¿Has atracado a alguien? —He estado de pesca —respondí. —¿No hay veda? 40 —Ahora empieza. Por fin me devolvieron la ropa, dejaron que me vistiera y me hicieron firmar un documento de conformidad. Tras permitirse unas últimas alusiones irónicas sobre el carácter de las actividades a que me había dedicado en los últimos días, dieron por despachado el trámite y me remitieron al escalón siguiente del proceso de admisión: entrevista con el psicólogo para asignación de módulo de destino. 41 INVOCANDO FANTASMAS No había parado de hablar desde que lo conocí. Me lo habían presentado aquella misma mañana: “Baltasar, un tío legal del Dueso’’, era todo lo que sabía de él. Era amigo de Sindo y ésta era la causa de que formase parte de la expedición. Recorríamos el monte recolectando setas para vendérselas a un mayorista. Escogíamos boletos, níscalos y perrachicas, las especies más fáciles de reconocer y, de postre, las mejor pagadas. Nos distribuíamos por parejas y a mí me había tocado el tal Baltasar por compañero. —No es la primera vez que vengo por esta región —comentó tras un insólito silencio que había durado casi dos minutos enteros—, de niño pasé unas navidades en Monterroso. Eso está cerca de aquí, ¿no? —Como a quince kilómetros —respondí escuetamente, intentando evitar que cogiera pie para largarme otro discurso. Intento vano. Este Tasar no era hombre que se desanimara por encontrarse con un público frío, hasta creo que podía pasarse tranquilamente sin auditorio y que bastaba el simple sonido del metal de su voz repercutiendo en sus oídos para llenarle de satisfacción, hubiera o no quien le escuchara. Sospeché en un principio si no se habría tomada un tarro completo de Minilib en el desayuno, pero pronto advertí que la verborrea le surgía de forma espontánea, sin necesidad de 42 aportes anfetamínicos. Era un charlatán nato, incapaz de permanecer callado a menos que tuviera la cabeza sumergida en el agua, ¡y aun así! Tal vez fuera la falta de costumbre de oír a alguien expresarse en correcto castellano pero lo cierto es que encontraba muy afectado su lenguaje. Apenas sí echaba mano de la jerga habitual e introducía palabras que, aunque adecuadas, producían un extraño efecto al escucharlas en el contexto de una conversación informal. No sabía si considerarle un pedante o atribuir esa peculiaridad de su estilo a su origen montañés, puede que en su tierra hablaran todos así. Habíamos hecho una pausa en la faena, recostándonos a la sombra de unos castaños. Era evidente que mi compañero no iba a desaprovechar una ocasión tan propicia. Apoyé la cabeza en el tronco del árbol y cerré los ojos, rendido ante lo inevitable. Se tomó un tiempo de reflexión para terminar de perfilar su parlamento y, en seguida, arrancó implacable, dispuesto a castigarme con otro capítulo de su particular biografía: —Mi progenitor llevaba aquel año una barraca de feria, un pequeño tiro al blanco del que era el encargado. Nos desplazábamos de fiesta en fiesta con un remolque y dormíamos, indistintamente, en el vehículo o en el mismo puesto. La temporada no iba bien y mi padre era un vago, que utilizaba a mi hermanastro para poder correrse sus juergas mientras lo dejaba a cargo del negocio. También le encargaba de mi custodia. Para Reyes estábamos más que hartos. El viejo se había largado con la recaudación y nos había dejado a verlas venir. Sin dinero y con poco tiempo libre, no era de extrañar que ofreciéramos un semblante sombrío, imagen que no nos favorecía 43 en la labor de llenar la caja. ¡Para colmo, era el día de mi cumpleaños! Estábamos instalados en el malecón del río, en una explanada al final del paseo. Corría un aire helado y apenas sí se aproximaba, muy de vez en cuando, algún borracho solitario con ganas de probar puntería. Nada de chiquillería ni de parejas de novios, el frío había espantado a la posible clientela. Las órdenes habían sido terminantes: ¡a las doce y media, recoger! Aún no eran las cinco de la tarde y teníamos por delante más de siete horas de guardia. Nos habíamos quedado otra vez solos en el chiringuito. Melchor revisaba las carabinas y reponía palillos y bolas en los estantes. Yo repasaba con los ojos la colección de artículos que obsequiábamos como trofeo y no conseguía encontrar (entre todas aquellas botellitas de licor, tabacos de distintas marcas, encendedores, puros, llaveros, corazones de trapo y muñecas vestidas con el uniforme legionario) más cosa apetecible que el caramelo que entregábamos como premio por derribar una canica. Nada digno de ser considerado como un auténtico regalo. —¿Los Reyes existen? —pregunté a Melchor, y añadí en seguida, sin darle tiempo a contestar—, yo creo que no. Mi hermano me llevaba nueve años y aquella cuestión hacía tiempo que había dejado de intrigarle. Era un chiquillo envejecido prematuramente por la carga de responsabilidades que mi padre le hacía asumir, y resabiado por el trato constante con el variopinto paisanaje al que tenía que atender. Conmigo se portaba regularmente bien, cuidando de mí en la medida de sus posibilidades. Pero no le gustaba que le incordiara con tonterí- 44 as, se desentendió de mis inquietudes y prosiguió con la tarea de alinear las baratijas del expositor. Yo manifestaba de forma cada vez más patente mi disgusto. Acosaba a preguntas a mi hermanastro y me interponía constantemente en su camino, entorpeciendo sus movimientos. Estaba, incluso, dispuesto a recurrir al lloriqueo, por más que, con mis cinco años cumplidos, me veía muy mayor para apelar a ese recurso. Con todo, estaba tan irritado que me hubiera puesto a llorar de todos modos de no ser por la llegada de un cliente. Un tipo gordo de barba blanca que se aplicaba a disparar balines en un rincón de la barra. Tenía la bandeja a su lado, repleta de municiones, y se afanaba por conseguir uno de los productos estrella: un paquete de rubio americano clavado con seis palillos. Debía de llevar gastados más de cuarenta duros, de los de aquella época, y el tabaco todavía se mantenía en su posición, sostenido por un solo apoyo. Cargó la escopeta con el último de sus perdigones y apuntó cuidadosamente. Se oyó un chasquido de madera astillada pero la cajetilla no cayó. —Rapaz, dame los cigarrillos. —No puedo darle el Chester —protestó mi hermano—, el balín sólo ha rozado el palo. —¡El palillo está roto! —afirmó rotundo el barbudo—, sólo se mantiene unido por las hilachas. ¡El premio es mío! La discusión se fue poniendo cada vez más violenta. El hombre no estaba dispuesto a marcharse con las manos vacías y Melchor no era de los que cedían fácilmente cuando creía llevar la razón. Me ponía como testigo de la integridad del palillo. Tenía una pequeña muesca redondeada en su centro pero 45 yo estaba de acuerdo en que aquello no podía considerarse suficiente acierto. El tirador se volvía más impertinente a cada minuto que pasaba. —Déjamelo ver de cerca —reclamó. Con reticencia, mi hermano extrajo de la vitrina el paquete con el palillo aún enganchado y lo mostró al reclamante. Éste se apoderó por sorpresa de la cajetilla, agarró con sus dedos el trocito de madera objeto de discordia y lo rompió en dos pedazos, que depositó desafiante sobre el mostrador. —Lo que yo decía, ¡está roto! Inmediatamente se guardó el tabaco en el bolso y nos dio la espalda, echando a andar decididamente aunque sin prisas. Se alejó caminando tranquilamente, sin mostrar siquiera signos de percibir nuestra indignación. Yo me había puesto a berrear y Melchor estaba lívido, con las manos aferradas nerviosamente a la culata de una carabina y la boca abierta de par en par por el estupor. Así estuvimos como diez minutos, yo soltando lagrimones e hipidos, y él con la mirada perdida y las piernas temblando. —¡Ya es suficiente! —resopló mi hermano— ¡Nos vamos! Recogió las pocas monedas que habíamos logrado reunir y bajó con brusquedad la persiana de cierre. Después echó el candado a la puerta y me agarró de la mano, arrastrándome camino del paseo. Yo jadeaba para seguir su ritmo y en el esfuerzo que tenía que realizar para mantenerme a su altura me iba olvidando de mis penas. Dejé de sollozar y me limpié los mocos con la manga del jersey. 46 Pronto nos vimos envueltos por el barullo de la multitud. Las aceras estaban atestadas de viandantes que paseaban o formaban corros alrededor de alguna atracción. Predominaban, principalmente, los matrimonios con hijos; montones de hijos, grandes y pequeños, que correteaban por todas partes. Podía verlos pasar a mi lado con sus juguetes nuevos, la cara radiante de satisfacción y los ojos chispeantes, impelidos por una necesidad apremiante de estrenar sus regalos. A mí me iba volviendo el mal humor. —¿Vas a empezar otra vez con los pucheros? —me reprendió mi hermano—, tranquilo, ten un poco de paciencia, ya te conseguiré algo bueno. —¡Una pistola! —sugerí automáticamente. Comoquiera que la cosa no iba para ahora mismo, gastamos el dinero en palomitas y nos sentamos en un banco a compartirlas. La bolsa se estaba acabando y yo empezaba a dudar de la promesa de Melchor. Éste no me hacía caso, ponía toda su atención en el ir y venir de los transeúntes, sin mirar en ningún momento en mi dirección. Hubiera puesto un gesto aún más enfurruñado de no haberme quedado distraído por el continuo flujo de gente. Noté un codazo en el hombro y me puse en pie para seguir a mi hermano, que se había puesto en movimiento. Aparte de la peculiaridad de encontrarse solo, era un crío como todos los demás. Quizá con un punto aún mayor de exaltación que el que exhibían sus camaradas. Estaba totalmente chocho con su atuendo. Además de una trenka ceñida y unos pantalones cortísimos de los que emergían unas piernas flacas, iba engalanado con un sombrero vaquero, una chapa de sheriff 47 y una magnifica pistolera con dos revólveres. Extraía indistintamente sus armas con una u otra mano, disparando a todo lo que se ponía al alcance de su imaginación. Melchor se lo fue camelando suavemente, dirigiéndole pregunta tras pregunta, sin darle tiempo a pensar las respuestas. —¿Cómo te llamas? ¡Qué sombrero tan bonito! ¿Quieres jugar con nosotros? El chaval era casi de mi edad, un poquito más bajo y mucho más aniñado, como criado entre mimos. Estaba demasiado aturdido como para poder tomar una decisión. En su rostro se reflejaban todas las emociones que le iban dominando: temor, recelo, sospecha y, sobreponiéndose a todos sus reparos, una costumbre arraigada de confiar en sus semejantes, producto de una inocencia intacta, no traicionada todavía. Sin haber dicho ni que sí ni que no, ya lo habíamos enredado en una historia: Él sería el comisario y nosotros los ladrones, luego tendría que atraparnos y nos batiríamos en duelo. —Pero nosotros no tenemos pistola —hizo notar Melchor—, tú tienes dos, nos dejas una y ya podemos todos pegarnos tiros tan lindamente. El infante no llegó a entregarnos el juguete. Mantenía los dos revólveres extendidos en paralelo ante sí, sin llegar a apretarlos con fuerza pero sin avenirse a soltarlos, como si los estuviera comparando. Mi hermano precipitó las cosas arrebatándole el que sostenía con la mano izquierda. Antes de darle tiempo a formular una queja ya nos estábamos alejando. —Tú espéranos aquí —le dijimos como despedida—, ahora volvemos y te atacamos. 48 Echamos a correr sin más tapujos, en un tris nos pusimos fuera del alcance de su vista. Desde la distancia vigilé sus reacciones. Se quedó parado con la mano vacía aún extendida, paralizado por la sorpresa. Para ser justos con su inteligencia, hay que decir que no tardó mucho en comprender que había sido víctima de un expolio. Dirigió sus miradas a todas partes, tratando de localizarnos entre la muchedumbre. Pero pronto perdió toda esperanza de volver a vernos, se le humedecieron los ojos y salió caminando recto, sin girar la vista a ningún lado ni prestar atención a cuanto lo rodeaba, ajeno a todo lo que no fuera encaminarse directamente a su casa a soltar el berrinche que estaba acumulando. Me daba un poco de pena, aunque no había salido tan mal librado. Conservaba todavía una de sus pistolas, por no hablar del cinturón canana y el sombrero tejano. Seguía estando mejor equipado que yo, pero eso no me importaba, ¡había conseguido mi regalo! ... ... ... ... Aproveché que detenía su charla para arrojarle bruscamente el cesto y dar por terminado el descanso. Baltasar se incorporó dócilmente, recogiendo de la que se levantaba alguna de las setas que se habían deslizado del canasto durante el vuelo. —Todavía hoy me acuerdo —comenzó a decir— de aquel revólver con el cañón plateado… 49 —¡Y las cachas de nácar! —completé yo mismo la descripción. —¿Cómo lo sabes? No irás a decirme... —Lo único que digo —atajé cortante—, es que muevas el culo, que hay que aprovechar el día mientras haya sol. Sin añadir más palabras me puse a escudriñar monte, él me seguía de cerca, siempre callado. En toda la jornada no volvió a abrir la boca y nunca más quiso formar equipo conmigo. 50 RECONOCIMIENTO MUTUO —¡Gaspar Raro Turbio! Tras tenerme media hora esperando ahora se empeñaban en tergiversar mi nombre y apellidos. Conjeturé, por la concordancia de sonidos, que era a mí a quien requerían, pero fue sólo mi buena voluntad para cooperar la que me impulsó a penetrar en el consultorio, pese a los reiterados errores enunciados por el altavoz. Entre corrigiendo: —Gustavo Malo Rubio es mi nombre. —En el fichero figura tal y como lo he leído —se defendió el encargado de mi revisión mental—, en todas las hojas. Encogí los hombros ostensiblemente ante la exhibición de papeles que extendía sobre la mesa, como prueba de la corrección de sus datos. Por último tuvo que aceptar la evidencia de que yo sabría mi propio nombre mejor que todos los burócratas que habían participado en la confección de mi expediente, ya fueran de la policía o pertenecientes al estamento judicial. Exhaló un suspiro de fastidio y procedió a repasar sus fichas, corrigiendo a bolígrafo, uno a uno, todos los fallos. Después de todo, no era un psicólogo el que hacía la inspección. Un cartelito, colocado de forma bien visible en el frontal izquierdo de la mesa, informaba de la condición de licenciado en psiquiatría del sujeto que tenía enfrente. En la plaquita se 51 reseñaban su nombre y profesión: Secundino Recóndito Espliego, psiquiatra. En tanto Espliego continuaba enfrascado en hacer tachaduras y anotar enmiendas en los lugares indicados, yo intentaba averiguar a qué clase de personajillo me enfrentaba y cómo debía de ingeniármelas para conseguir de él algún beneficio. Su barbita negra, muy recortada, atraía mi curiosidad. Aquel adorno capilar se me antojaba significativo. Podía llevarlo para enmascarar alguna imperfección de sus facciones o disfrazar un rostro de expresión vulgar. Así cavilando, llegué a la conclusión de que tanto el letrero como la barba eran signos de afirmación de una personalidad inmadura que procuraba, con estos apoyos, infundir un mínimo de respeto en las personas objeto de su examen profesional. Di por supuesto que me encontraba ante un estudiante aplicado, que había conseguido ganarse la oposición al poco de terminar la carrera. Acabados los trajines con el papeleo, concentró en mí su atención. Se interesaba, ante todo, por mi estado de ánimo. Lo resumí en pocas palabras: —Resacoso, deshecho físicamente, muerto de sueño y cansancio. —¿Estas nervioso? ¿Deprimido? ¡A lo que se ve, había gente que entraba relajada y contenta en el talego! Lo cierto es que tenía el cuerpo tan hecho polvo que todo se me hacía indiferente. —Aún no siento el mono —declaré. 52 —¿Estás enganchado? —Recóndito formulaba ahora las preguntas con más aplomo, como alguien que se siente seguro del terreno que pisa— ¿Qué tipo de droga tomas? Le recité una lista de todas las que recordaba en aquel momento, sin olvidar mencionar el alcohol. No pareció muy impresionado y se limitó a apuntar el término politoxicomanía como resumen de mi retahíla. Percibí que no estaba llevando bien las cosas. Me sentía demasiado fatigado como para poder desarrollar una estrategia coherente. Traté de superar mi agotamiento e insistí cuanto pude para recabar del facultativo la administración de un tratamiento intensivo, en el que fuera necesaria la ingestión de frecuentes dosis de fármacos potentes. Un suministro constante de psicotrópicos podía venirme muy bien para arrastrar un colocón que me anestesiara durante mi estancia en el trullo, o para hacer mercado con las pastillas si me parecía conveniente. Discutí un tiempo con él, tratando de que me proporcionara mi especialidad química favorita. En un momento dado, llegamos hasta a intercambiar gritos. Pero el médico se mantuvo inflexible. —Te encuentro bastante calmado —resumió a modo de diagnóstico—, creo que puedes incorporarte, sin problemas, al régimen general. Ensayé a elevar el tono de mis quejas, pero al toque de un timbre entraron dos vigilantes que me sacaron de allí a empujones. Quedé muy decepcionado de la entrevista. ¡Ni unas aspirinas había sido capaz de conseguir para aliviar el tormento de mi cabeza! 53 GIROS EN LA NORIA Me juntaron con otros cuatro recién llegados y nos dirigieron, escaleras arriba, hasta una galería cuyas ventanas daban sobre un amplio rectángulo rodeado de muros, dedicado al esparcimiento de los reclusos. Desde lo alto, aquello me recordaba el patio del colegio de mi primera infancia, donde los vigilantes hacían la función de monjas y los presos eran escolares que disfrutaban del recreo. Me vino a la mente una imagen que tenía grabada: una multitud de críos uniformados con batas a rayas, blancas y azules, y un pequeñín destacando entre aquel revoltijo, un niño delgado y rubio que vestía un amplio y negrísimo mandilón, como el blusón de un pintor del siglo XIX, con unas iniciales rojas bordadas en el pecho: G. M. R. Pensé en lo que poco había avanzado desde aquellos días. Casi volvía a encontrarme en el mismo lugar y circunstancia. Dudaba, incluso, que lo hubiera abandonado alguna vez; me parecía que siempre había estado en el mismo sitio, desde que nací hasta el momento presente, y que todo lo que había andado desde entonces no era más que un rodeo que siempre terminaba por devolverme a la misma situación de la que había partido en un principio. Mientras terminaban de rematar con los últimos requisitos de acceso, nos tuvieron diez minutos en exposición ante los pena- 54 dos. Desde abajo nos llegaba el clamor de un griterío confuso, mezcla de insultos y amenazas, salpicado con algún que otro piropo indecente capaz de ruborizar a un proxeneta. No estaba mal como recibimiento pero ya los había tenido peores. Para recepción espectacular la que me dispensaron en Presidio, recién comenzada la mili, al incorporarme a mi destino. Impresionaba contemplar desde el barco el puerto en la noche, alumbrado con faroles, invadido por un fenomenal despliegue de soldados sucios y desaliñados, como vueltos de unas maniobras, que se desgañitaban emitiendo a coro un mismo mensaje intimidatorio: ¡bichos, os vamos a comer, bichos...! Así continuamente, desde que iniciamos la maniobra de atraque hasta el momento de desembarcar. Nos alinearon delante de la masa vociferante en la que, a escasa distancia, podíamos distinguir las caras desencajadas y los gestos salvajes con los que nuestros futuros compañeros de armas acompañaban sus improperios. Semejaban una jauría desatada. Cuando aquello amenazaba con degenerar en abierta agresión física aparecieron unos camiones, nos montaron en ellos y nos sacaron de allí. A mí me trasladaron a un regimiento mixto de artillería emplazado en la parte alta de la ciudad. Nada más llegar volvió a mis oídos la cantinela injuriosa que había saludado mi entrada en África: ¡Bichos, bichos...! Los artilleros permanecían encerrados en sus baterías, con centinelas armados cubriendo las puertas de los barracones que daban al espacio de maniobras. Por detrás de los fusiles del retén asomaban energúmenos, malamente uniformados, 55 que vomitaban denuestos y juraban que iban a devorarnos en crudo. Permanecimos un prolongado espacio de tiempo allí parados, aguantando un chaparrón de berridos que nunca remitía, como el rumor de una tormenta a punto de estallar. Sólo las bayonetas se interponían entre nosotros y lo que se presagiaba como un exterminio inminente. Tantas medidas de seguridad se revelaron finalmente como parte de una comedia organizada por los mandos, los cuales, tras adjudicar a cada componente del nuevo reemplazo a su unidad respectiva, desaparecieron del cuartel llevándose consigo al cuerpo de guardia. Ahí nos dejaron, desamparados, inermes, a merced del arbitrio de los veteranos. Que cada uno se las apañara como pudiera, ¡el ejercito es la guerra! Tampoco aquí había paz. El tratamiento era más individualizado que en las fuerzas armadas. A mí me tocó en suerte un gordo greñudo que gastaba mucha chulería para ser un tipo que no me llegaba ni a la nariz. A veces, cuanto más pequeños más peligrosos, pero los grandes impresionan más. Llevaba puesto un chándal azul pálido y ocultaba sus manos en el bolso central, lo que le confería el aspecto de una canguro con cría. Se adivinaba un objeto duro y afilado en el bulto de su ropa, a demasiada altura como para que se tratase de una muestra de excitación sexual. Cometí el error de facilitarle mi nombre completo. —¿Gustavo, como el de la tele? Para ese comentario no había contestación posible, tampoco él la esperaba. —¡Regálame tu cazadora, rana! —exigió con insolencia. 56 —¿Me has tomado por un Rey Mago? —¿No me la quieres dar? —preguntó al tiempo que tiraba amenazadoramente del codo derecho hacia fuera. Detuve su movimiento con un fuerte puñetazo entre hombro y pecho que lo derribó por tierra. Una patada en el estómago bastó para que terminara de soltar el cuchillo rudimentario que empuñaba en su diestra. Agarré el pincho y lo hinqué con fuerza en un poste cercano. Lo hundí hasta el fondo, era de consistencia blanda, apenas sí podía cogerse con dos dedos la parte de empuñadura que sobresalía de la madera. Me quité la chupa y la extendí sobre su cuerpo caído. —Te viene grande. Cuando crezcas, vuelve a buscarla. Por si mis palabras no eran lo suficientemente claras, remaché mi argumentación con un contundente puntapié propinado en su grupa, que había comenzado a levantar. Lo dejé tendido en el suelo y me puse a pasear entre el personal, tratando de calibrar sus reacciones. En conjunto eran satisfactorias: la gente seria me miraba con consideración y los mentecatos se mantenían a distancia. Busqué un rincón soleado y me senté a dormir la mona. Poco me duró el sueño. Cuatro ceñudos carceleros me comunicaron que habían seguido mis actividades a través de las cámaras de vigilancia, y que me había ganado, nada más llegar, una semana de aislamiento, aparte de perder el primer permiso que me correspondiera por derecho. Dentro de lo malo, aún había una buena noticia: ¡también en la cárcel conceden vacaciones! 57 TIEMPO PARA UN BALANCE Algún número tenía que marcar. Sólo tuve tiempo de identificarme. —¡A esta casa no vuelves a llamar! —tronó el teléfono— ¡Bastante daño has hecho ya a nuestro nombre! Cualquiera diría que me había convertido en un político corrupto. Mi viejo colgó bruscamente el aparato. Había perdido la única comunicación a la que tenía derecho en toda la semana. En mi familia tenían vientos de hidalguía. Se fabricaban escudos e investigaban genealogías. Yo no dudaba de que la estirpe de los malos se remontara hasta antes de los tiempos de Adán. También estaba dispuesto a creer que nunca un malo hubiera ingresado en prisión, pero de lo que estaba seguro es de que más de un rubio ha tenido que remar en galeras. Sea como fuere, podía olvidarme de los parientes, al menos de los más cercanos. Ahora lamentaba no haberme colocado en una obra. En la empresa privada son menos mirados con según qué cosas y aún podían haberme quedado esperanzas de recuperar mi puesto al salir. La Administración está casada con el César y no admite ni la sombra de una sospecha sobre el último de sus empleados. 58 Reo de culpa, en mi condición de interino, debía de considerar más que improbable una renovación de contrato. Rotos los lazos sanguíneos y sin trabajo, tendría que vender mi auto para subsistir y seguramente el banco embargaría cualquier bien que me restara para cubrir el crédito que, en mala hora, se me había ocurrido suscribir. La condena que me habían impuesto llevaba muchas penas implícitas aparejadas. No tenía ningún vínculo sentimental y acababa de romper con mi propia sangre. No contaba para nadie. Lo cierto es que no tenía cuerda alguna a la que agarrarme, a cambio, tampoco me ligaba ninguna atadura. Miré al ventanuco con sus barrotes y me percaté de cuántas trabas me había liberado la sentencia del juez. Desligado del pasado, me encontré, por un instante, más ligero que nunca. En medio de todo, ¡me sentía muy libre en aquel encierro! . 59 EL SIROCO Con la gente y los lugares siempre se me cumple una norma: unas veces me tratan bien y otras mal, alternativamente. Por eso quería volver a Pereiro. Después del desastre que supuso mi última estancia en el pueblo, a éste le correspondía, si no fallaba la regla, compensarme de alguna manera. No las tenía todas conmigo, pero Sindo estaba empeñado en que lo acompañase y su insistencia acabó por imponerse sobre mis reservas. Como él decía: “¿qué otra alternativa tienes?” Como no fuera quedarme en la trena. En el autobús hice un esfuerzo para desechar mis aprensiones. Gumer se sentaba a mi lado y no paraba de hablar, excitado como estaba ante la perspectiva de un fin de semana de libertad. Poco a poco conseguí conducir sus comentarios al terreno que me interesaba: cómo se había desarrollado mi anterior visita. Gumersindo se mostraba muy inconcreto a la hora de describir los desvaríos de mi primer permiso. Continuamente estaba sacando nombres a relucir, mencionando gentes con las que había tenido contacto durante mi licencia. A la mitad de los citados casi ni los reconocía y a los pocos que era capaz de identificar con nitidez tampoco podía ubicarlos en un recuerdo tan cercano; estaba convencido de no 60 haber coincidido con ellos desde hacía muchísimo tiempo. Desde que me entalegaron por lo menos. Lo que sí quedó claro es que, por aquellos días, yo andaba de muy mal humor. De eso sí que me acordaba. ¡Como para no estar de mala hostia! Teniendo que dormir en la casucha del puente, casi a la intemperie, y sin un duro que llevarme al bolso. Tampoco mis paisanos me ayudaban. Me miraban de un modo extraño, como calculando cuánto podría yo valer a precio de carne. Los vecinos se habían dividido en dos bandos: unos no me saludaban y otros se contenían para no insultarme. ¡Mala era la impresión que me ofrecía Pereiro en el momento en que volvía a pisar sus calles, tras nueve meses de reclusión! Durante dos días estuve dejando crecer mi malestar hasta transformarlo en abierta exasperación. Al tercero me colé en una bodega aislada y sustraje unos litros de aguardiente. Me pasé toda la tarde y noche dando cuenta de las botellas. Para cuando terminé de beber el último trago, mi enojo había desaparecido, reemplazado por un cebollón etílico que me impulsaba a la acción. Abrí las ventanas y contemplé la luz diurna diluyendo el resplandor de los faroles. —Y ya no sé más. —¡No puedes haberte olvidado de todo! —protestó Sindo—. Las montaste muy gordas, y una detrás de otra. Viendo que no me daba por enterado, Gumersindo desgranó en detalle alguna de las varias barbaridades que había cometido. —¿Lo que le hiciste al billar de Gundino? ¿El flipper que astillaste en el Kasamaru? —seguía sin saber de qué me estaba 61 hablando— ¿No recuerdas, siquiera, el follón que organizaste con aquellas estudiantes, cuando te apoderaste de sus lápices y cuadernos y te pusiste a rotular anuncios como un poseso? Aquello me sonaba más. Una idea me rondaba, imprecisa, por la cabeza. Un atisbo difuso de un ajetreo continuo y de una obsesión febril que me empujaba a colocar letreros en todos los sitios posibles, como si estuviera metido en una campaña electoral. Y, durante un segundo, me recordé en la plaza; cuando, a última hora, decidí colocarle un cartel a Benigno. Gumer me refería la escena tal y como se la habían contado: “Te dio las buenas noches y lo mandaste a la mierda. Benigno se quejó: —¡Hay que ver cómo vienes, Tavo! —¡Vengo como me da la gana! —replicaste. —¿Qué pasa contigo, pues? —terció Donato, que era el único parroquiano presente. —¡Pasa que estoy harto de celebraciones! —respondiste acaloradamente—. Que si el día de la patria chica, que si la fiesta del patrón... Ahora jornada de afirmación sexual y mañana exaltación del fervor mariano... Sin más prolegómenos, desdoblaste el papel que portabas bajo la axila y lo colocaste, bien visible, sobre la máquina tragaperras. Señalaste unas letras grandes que coronaban el pliego: ¡DÍA DEL ORGULLO MÍO! Al pie de la leyenda se descubría tu firma, garabateada con descuido. Entre tanto, Benigno te había servido un cubata cargado, para intentar distraerte y conseguir que te calmaras. 62 También Donato quiso colaborar en tu apaciguamiento y probó a darte conversación. —¿Por qué esta fecha precisamente? —¡Porque me sale a mí de los cojones! —contestaste al tiempo que lanzabas el vaso con su contenido en dirección a las narices del curioso. Donato se agachó justo a tiempo y esquivó el proyectil, que fue a impactar con estrépito contra la pared. Acto seguido te encaramaste a la barra, llena aún de servicios por recoger. Te pusiste de pie sobre el mármol y empezaste a barrer a patadas su superficie. Llovieron tazas y vasos por todo el local. Te ensañaste después con las bandejas metálicas, proyectándolas con violencia contra las esquinas y provocando un fenomenal estruendo. Armaste un escándalo formidable, rompiendo con saña la vajilla y regando el suelo de cristales rotos.” Gumersindo abría expresivamente los brazos, negándose a creer que hubiera podido olvidar tamaño desenfreno. Hasta entonces había escuchado sus explicaciones sin sentirme concernido, como si me hablara de los delirios de un desconocido. Pero aquella alusión a los cristales destrozados tuvo el efecto de provocarme un acceso de memoria. Me vi, de nuevo, subido al mostrador, con los zapatos medio cubiertos por cascotes de vidrio y loza. Volví a sentir el pesado brazo de Benigno que me tiraba abajo de la barra. Recordé con claridad la presión en mi hombro mientras me empujaban hacia la salida y el tremendo empellón que me puso en un vuelo fuera del establecimiento. Y casi creí escuchar nuevamente las últimas palabras que me dirigieron: 63 —¡No te denunciamos porque ya estás en la cárcel! Sin reparar en los penosos esfuerzos que yo hacía por incorporarme, Benigno cerró el bar de un portazo. A mis oídos llegó, claramente, el sonido del cerrojo al ser corrido hasta el fondo. Por un momento pensé en liarme a zapatazos con la puerta, pero un rayo de sol me golpeó en los ojos y contuvo mi impulso. Me palpé el cuerpo para asegurarme de que no había recibido daño y me marché sin formar más alboroto. Veinticuatro horas habían transcurrido y se podía dar por terminado el festejo. ¡El amanecer marcaba el final del día del orgullo mío! 64 ANTECEDENTES Apenas llegado me forzaron a subir al coche. “¡A la costa, a la costa!”, urgían y no me dejaron tiempo ni de tomar un café. Torino estaba al volante y nos metía prisa: “a las siete hemos quedado”. Cuatro horas para llegar al mar, íbamos sobrados de tiempo para cubrir esa distancia. No veía la razón para tanto apuro pero estaba sin fuerzas para protestar. Me acomodé en el asiento trasero del Land Rover y cerré los ojos, en menos de cinco minutos había reconciliado el sueño. Me desperté cien kilómetros más adelante, en pleno intercambio de impresiones. —Tiene que estar todo liquidado en menos de una hora, cuarenta y cinco minutos deberían ser suficientes. Agucé el oído, deseoso de prestar atención a cuanto me rodeaba. Por lo visto, en el último momento, Celestino se había desentendido de la movida; en su lugar nos había encajado a Fernando, su cuñado, que se sentaba en el asiento contiguo al mío. Delante, Vitorino guiaba el vehículo y Sindo ocupaba la plaza del copiloto. Como seguía sin saber en qué clase de lío me había metido, intentaba hacerme una composición de lugar a partir de deducciones indirectas. La personalidad de mis acompañantes, gente tranquila, con poca propensión a conducirse con brutalidad, y la ausencia de armas distintas de la habitual navajita de Fer y la 65 cachiporra que Vito siempre cargaba en el tequi en prevención de posibles disputas, me tranquilizaron en un aspecto: fuera lo que fuese lo que estábamos a punto de hacer, no sería de carácter violento. Fernando, que aparte de ser el más joven del grupo era también el más bocazas, asediaba a preguntas a Torino, que parecía el más informado. Por una vez no me desagradó oír la incesante cháchara de Nando, su insistencia en darle mil vueltas a las cosas me venía muy bien para enterarme del motivo de la excursión sin tener que poner en evidencia mi ignorancia. No quería que creyesen que yo era de esa clase de tipos que se comprometen en algo movidos sólo por la excitación del momento, de los que olvidan al día siguiente todo cuanto prometieron en estado de ebriedad. Verdaderamente ése era mi caso, pero prefería disimularlo para no perder puntos en el concepto de los demás, que me tenían por persona seria. Por lo que estaba escuchando, resultaba que, en este país, un peón sin cualificar podía ganar un porrón de dinero, equivalente a la paga de medio año, en sólo una hora de trabajo, viaje aparte. —Se trata, entonces —recapituló Fernando—, de colocar una grúa y subir unos cuantos paquetes de la playa hasta lo alto del acantilado en el menor tiempo posible. —¡Bastantes paquetes! —observó Vito—, cosa de media tonelada según Simbad. —¿Qué clase de mercancía será? —preguntó Nando con ansiedad. —Por lo que nos pagan, yo diría que no es tabaco —conjeturó Gumer entrando en la conversación. 66 —¿Cuánto nos vamos a llevar exactamente? —por el tono se notaba que Fer preguntaba más por el gusto de escuchar la respuesta que porque tuviera auténtica necesidad de informarse. —¡Un kilo para cada uno! —contestó Torino con impaciencia—, ya te lo he repetido más de cien veces. —¿De cocaína? —intervine. —No, en dinero —me explicó Sindo—. Un millón de pelas por cabeza; está bastante bien pagado, pienso yo. Sí, bueno, en farlopa aún supondría mayor capital, pero de todos modos no era una cantidad para despreciar. Con un millón saldría de un montón de apuros, podría cancelar el préstamo bancario y todavía me quedaría pasta para darme alguna que otra alegría consumista. Por fin me habían quedado las cosas claras. Se trataba de un asunto de contrabando en el que, en un solo día, podía sacar lo suficiente como para arreglarme el año. En conjunto no estaba descontento conmigo mismo. Puede que luego perdiera la memoria pero, incluso en pleno colocón, aún sabía lo que me hacía y no entregaba mi consentimiento a empresas disparatadas. Estaba metido, a fin de cuentas, en un negocio razonable: mucha guita por poco trabajo. Claro que había riesgo, pero era precisamente el alto plus de peligrosidad el que hacía atractivo el sueldo. Me hallaba demasiado agotado como para que me molestaran los nervios. Eché cuentas de que nos quedaban cuando menos dos horas de viaje y decidí aprovecharlas para reponer 67 un poco las fuerzas, a fin de que el cuerpo estuviera preparado para realizar el esfuerzo físico necesario para cargar el alijo. Fue solamente cosa de bostezar, reclinar la cabeza y volverme a dormir. 68 RUMORES De guardia en el cuartel por la mañana y de vigilancia en los caminos por la tarde, la jornada laboral de un guardia civil de pueblo es siempre así de intensa. El servicio en el Cuerpo tiene más de sacerdocio que de empleo. Hay que entregarse por entero a la Institución, a cualquier hora del día o de la noche. Mientras repasaba con la mirada las leyendas que adornaban las paredes del cuarto de recepción, Quero, el cabo de servicio, maldecía la mala suerte que le había encadenado aquella mañana a la máquina de escribir. Quero tenía demasiados trienios acumulados como para pudrirse en un trabajo burocrático. Normalmente conseguía eludir la oficina: patrulla por la mañana, patrulla de tarde y hasta la ronda nocturna si era necesario. Cuanto menos tiempo encerrado en el puesto, mejor que mejor. En este día se la habían metido doblada. —Estamos faltos de elementos —le explicó el sargento—; la orden viene de arriba, quéjate al teniente. —¡Todo por la patria! Me conformaré. Más mal que bien había conseguido sacar adelante la tarea, con torpeza y lentitud debido a la falta de costumbre, pero entre una cosa y otra se le había ido la mañana y estaba a punto de completar su turno. Sólo le restaba transcribir el informe de la 69 pareja que volvía de hacer un reconocimiento. “Prácticamente sin novedad”. Quero alzó la vista de las teclas y se quedó con la mirada fija en el agente que transmitía el parte. —¿Con novedad o sin ella? —inquirió tajante. —Oímos algo en el puerto… El cabo procedió a traducir al lenguaje castrense las confusas declaraciones de los dos guardias: “Buzo informa de la presencia de bultos sospechosos en una cueva de la cala de La Salve”. Estamparon los números sus firmas al pie del escrito y abandonaron la estancia, ya sólo faltaba meter todos esos papeles en un sobre y entregárselos al suboficial al mando, después podría irse a comer. El sargento acogió a Quero con aprensión. Lo sabía enojado y temía que empezase a refunfuñar. Permanecía a la expectativa mientras revisaba apresuradamente los folios que componían el parte. No estaba seguro de la actitud que convenía asumir con respecto a su subordinado. Sus ojos apuntaron un momento por encima de la cabeza del cabo, a la altura de uno de los letreros destinados a elevar la moral de la tropa. El cartel reproducía, en letra gótica, una frase de Maquiavelo que venía a decir, poco más o menos: “¡Hazte temer!”. Parecía una buena política. —Remite esto al comandante de zona —ordenó. —¿Yo?, pero si ya he acabado... Atajó con energía las protestas de Quero. —Retírese, cabo. 70 Con un “a sus órdenes” mascullado y un ligero canturreo rezongón se despidió Quero del despacho de su superior. No encontró a quien encasquetar el recado, todos estaban ocupados o ausentes. Finalmente no tuvo más remedio que hacerse cargo él mismo, cogió su vehículo particular y se dirigió a entregarlo, de propia mano, en la comandancia de zona. Por el camino cantaba insistentemente la misma copla: “arrieritos somos...” ¡Ya encontraría la forma de desquitarse, alguien tendría que pagar por lo de esta mañanita! De pie ante un mapa del concejo, de espaldas a la mesa atestada de papeles, el teniente Fajina se abstraía en meditaciones teóricas, como una forma de aplazar un rato la ejecución de la tarea pendiente. También era una excusa para prolongar lo máximo posible el tiempo dedicado a la digestión. Fajina había comido bien, con buen vino y buena charla. Se sentía satisfecho de su comportamiento en la mesa. Le había cerrado bien la boca al forense. Se creía éste más que nadie por su título de medicina y siempre establecía odiosas comparaciones con los oficios de los demás, comparaciones en las que el doctor siempre se encontraba favorecido. ¿Eres tú más que yo?, preguntaba a todo el mundo, y siempre se contestaba él mismo que nadie le superaba. Tuvo que explicarle las atribuciones que conllevaba el cargo que ejercía dentro de la Guardia Civil. Recorrió el plano con la mirada y corroboró lo acertado de los argumentos que había expuesto durante la sobremesa. —Basta con echar un vistazo al mapa para darse cuenta —musitó para sí mismo—. Puestos dispersos, como fortines 71 intercalados en el territorio a controlar, de los que salen patrullas y destacamentos a pasear nuestra bandera. Con nuestros vehículos y sistemas de comunicación estamos en todas partes y podemos cubrir cualquier contingencia. Se separó de la pared y asomó la nariz por la ventana. —¡Cincuenta años y teniente! —exclamó de pronto—. Sí, pero de la Benemérita, lo que equivale, cuando menos, al grado de un coronel de caballería. No hay más que medir los kilómetros que tenemos que vigilar y multiplicarlos por las dificultades orográficas y la densidad de población. El humo del puro giraba en el aire al ritmo marcado por su mano agitada. —A ver si esta misión puede desempeñarla un oficial inferior. Me quedo corto con lo de coronel, casi realizo funciones propias de un general de brigada. —¿Da su permiso, mi teniente? La irrupción del escribiente retrajo a Fajina a su personalidad práctica. —¿Algo que reseñar? —preguntó al tiempo que recogía la carpeta con los partes que le tendía el brigada. —Una nota del cuartelillo de Cala Bozo —señaló el suboficial—, la encontrará en primer lugar. Fajina repasó rápidamente el papel. —La cala de La Salve —murmuró—, esto es competencia de la Guardia Civil del Mar. Déles traslado del informe por si quieren efectuar una comprobación. Solo de nuevo en la habitación, el teniente apagó el resto del puro en el cenicero y se sentó ante la mesa, dispuesto a des- 72 pachar el trabajo. Eran las cuatro y media de la tarde y aún quedaba mucho día por delante. 73 INDICIOS Dormí de un tirón casi tres horas y me desperté medianamente despejado. En tanto que a mí se me iban aclarando las ideas, mis compañeros mostraban un creciente estado de confusión. Sindo y Torino discutían acaloradamente erguidos en sus asientos, Fernando, detrás, reía a carcajadas al escuchar los insultos que se cruzaban. —¡Te digo que ya lo hemos pasado! —aseguraba Gumersindo a voces—, era el cruce anterior al pueblo. —¡Y una leche! —rechazaba indignado Vitorino—. Me lo dejaron muy claro, pasando Bozo, el primer cruce a la derecha. —¡Antes! —¡Después! No se ponían de acuerdo sobre las instrucciones recibidas y los dos se consideraban en posesión de la verdad. Ni uno ni otro parecían dispuestos a dar su brazo a torcer y, entre tanto, permanecíamos detenidos a un lado de la carretera, atascados en un debate furioso que no daba trazas de terminar. Incapaces de imponer su criterio, Gumer y Vito recurrían abiertamente a la descalificación personal. Hablaba Sindo y Torino le remedaba exagerando el acento plañidero de las quejas de su antagonista. Aquello degeneraba cada vez más y la discusión se estaba transformando en un conflicto verbal virulento, en el que salían a relucir antiguas historias que los contendien- 74 tes aportaban como prueba de la falta de juicio que caracterizaba a su contrario. Con tantos reproches acumulados y tanto grito destemplado, tenía la impresión de estar asistiendo a una pelea conyugal. ¡Bien empezábamos, ni siquiera éramos capaces de localizar el lugar de la cita! Estuve oyéndoles regañar más de un cuarto de hora antes de decidirme a terciar en la polémica. —Aquí parados no arreglamos nada, mejor sería darse una vuelta a ver si topamos con algo que nos oriente. A falta de otro mejor, adoptaron mi consejo. Dimos la vuelta al carro y nos internamos por las calles de Bozo. —¡Joder! —refunfuñó Nando—, es la quinta vez que pasamos ante esta iglesia. Ya deben de conocernos hasta las gallinas. Todo lo estábamos haciendo mal. En lugar de ser discretos, como corresponde cuando se va a cometer un delito, llevábamos una hora dando el cante, exhibiendo nuestro automóvil por toda la población. No podíamos seguir así, o tropezábamos con Simbad o dábamos por abortado el proyecto. —Tira hacia el mar —propuso Fernando—. Párate en el arcén y nos metemos unos tiricos, liamos unos cigarritos y pensamos qué hacer. ¡Por fin se oía una iniciativa coherente! —Nada de drogas —advirtió Vitorino—. Simbad fue muy terminante al respecto, no quiere a nadie colocado durante el trabajo. Lo mandamos a la mierda a él y a sus escrúpulos, ¡no nos habíamos metido a delincuentes para obedecer consignas! Vito 75 tuvo que plegarse a la opinión mayoritaria y enfiló, no sin protestas, un camino por entre los campos. No habíamos recorrido ni medio kilómetro cuando descubrimos, estacionado junto a un árbol, el Frontera de Simbad. El tipo estaba fuera, estudiando un plano extendido sobre el capó. Por un lado nos cortaba el vacilón pero, de otra parte, era un alivio encontrarle. No nos dirigió ningún reproche por el retraso, estaba demasiado ocupado dándole vueltas al mapa. En su desesperación, recurrió a nosotros en busca de ayuda. —No doy con ella. Mirad vosotros, a ver si sois capaces de distinguirla. —¿Qué hay que buscar? —La Salve, cala de La Salve. Inclinamos nuestras cabezas y recorrimos, guiados por la punta del dedo de Vito, la línea de costa. Aparecía cubierta de nombres de muchas peñas y peñones, de cabos y ensenadas, de playas grandes y chicas. Una multitud de accidentes geográficos de diversas denominaciones entre la que nos era imposible identificar el objeto de nuestro interés. —Puede que no exista —apuntó Gumersindo—, quizá te hayan dado mal el nombre. Simbad se reafirmó en la exactitud de su información. Como prueba extrajo de la hebilla de su cinturón un papelito doblado donde se leía claramente escrito el punto de recogida: la cala de La Salve Como en medio del campo no había indicadores y todas las sendas que conducían al acantilado eran prácticamente igua- 76 les, sin ninguna señal que nos permitiera reconocer el sitio que buscábamos aunque estuviéramos pisándolo con nuestros pies, sólo se no ofrecía la alternativa de preguntar. —Me han prohibido utilizarlo —se disculpó Simbad, aludiendo al teléfono móvil que todos señalábamos con nuestras miradas. No había más remedio que regresar al pueblo y recabar de algún vecino una información precisa. Desandamos el camino y nos pusimos en marcha formando caravana, Gumersindo y Simbad delante con el Opel y el resto detrás, en el Land Rover de Torino. Si antes llamábamos demasiado la atención, ahora ya casi parecíamos un circo ambulante. Sólo nos faltaban las luces y la música para terminar de hacernos ostensiblemente evidentes. Al menos tuvimos la suerte de no tener que pasar de las primeras casas. Apiñados en torno a un crucero, recostados en las gradas que formaban la base de la cruz, divisamos a un grupo de rapaces, casi una docena entre chicos y chicas, que ocupaba la tarde en conversaciones y juegos a la espera de que sonara la hora de emprender alguna actividad. Pensé que debía de ir mal de bares aquel pueblo. Por lo que podía oír desde la distancia, Sindo les estaba contando una fábula acerca de un cargamento de gasoil que teníamos que recoger en el acantilado. La patraña se me antojó poco verosímil y tampoco a los chavales parecía convencerles, con todo aún accedieron a indicarnos la ruta que debíamos seguir. 77 Después de facilitarle la dirección correcta, los muchachos sometieron a Gumer a un interrogatorio exploratorio, indagando sobre las circunstancias que nos habían llevado a amontonar combustible en una zona tan apartada y la razón por la que íbamos a recoger el gasóleo tan tarde, cuando estaba a punto de anochecer. Las preguntas se iban haciendo cada vez más comprometidas y Sindo sufría para imaginar explicaciones creíbles a las cuestiones planteadas. Simbad zanjó sus apuros accionando repetidamente la bocina y asomando su careto sin afeitar por la ventanilla. —¡Vamos, que no tenemos todo el día! Gumersindo aprovechó la interrupción para despedirse abruptamente de sus inquisidores y encaramarse precipitadamente al todoterreno. De inmediato se pusieron en marcha y nosotros salimos tras ellos. Esta vez no había vacilaciones, la furgoneta se desplazaba con decisión, eligiendo sin titubeos la dirección apropiada en cada bifurcación. Por primera vez en el día sabíamos a dónde nos dirigíamos. Eché un vistazo al cielo y constaté que nos quedaba muy poca luz diurna, apenas una hora, más valía que nos diéramos prisa en llegar y empezáramos al punto con la faena. Tendríamos que darle caña al asunto si no queríamos trabajar a oscuras. Al volante, Vitorino permanecía en silencio, concentrado en no perder de vista al coche guía. Tampoco tenía yo nada que decir. Con el alivio de la resaca volvía a recuperar la claridad de juicio y era cada vez más consciente de los peligros que comportaba nuestra aventura. Cuanto más sereno me iba sintiendo, más notaba los nervios. 78 A mi lado, Fer se mostraba como el más despreocupado de todos nosotros. Había sacado su cartera del bolsillo y se ocupaba, tranquilamente, en desenvolver una bolsita que bien podía contener un gramo de perica. Nos ofreció unas rayitas para entretener el viaje. Vito bufó desde su puesto de conductor, manifestando que no era el momento más adecuado para embotarse el cerebro. Por mi parte, acepté agradecido el convite. Necesitaba cualquier cosa que me distrajera de pensar en los riesgos a que estábamos expuestos. Esto aparte, también mi cuerpo echaba en falta algún tipo de intoxicación. Nando trazó dos generosas líneas de polvo blanco que esnifamos acto seguido, utilizando un billete enrollado, noté en las narices y la boca un regusto a farmacia y empecé a reconciliarme con la realidad. Fernando recogió la coca sobrante y se la guardó en la cazadora. —Lo que queda, para después del curro. Otorgué mi más completa aprobación a su planteamiento de las cosas. Iba percibiendo el subidón de la droga al tiempo que Fer mostraba los mismos síntomas. Animados por el estupefaciente, dedicamos el resto del recorrido a burlarnos de Torino y de su inusitada abstinencia. Vito prefirió no hacernos caso, no contestaba a nuestras pullas y se centraba exclusivamente en el seguimiento del Frontera, que se dirigía con precisión a un paraje del acantilado. A mí todo el paisaje me parecía idéntico: prados verdes y campos de maíz, pero los de delante se mostraban seguros de su itinerario y a nosotros sólo nos quedaba seguirlos y estar preparados para entrar en faena en cuanto que aparcáramos. 79 Ya estaba tentado de proponerle a Nando una repetición de la jugada, con un nuevo ataque al envoltorio que escondía en la chupa, pero antes de que pudiera formular la primera sugerencia Vitorino frenó bruscamente y fue a colocarse detrás de la furgoneta de Simbad. Éste y Sindo habían descendido y nos esperaban al final de un sendero, en una atalaya que se destacaba de la raya costera, adentrándose en el mar, justo encima de una pequeña playa. ¡Había llegado el momento de actuar! 80 CABOS SUELTOS Roberto contempló con fastidio al rebaño de adolescentes que se arremolinaba en torno a los altavoces. Todas las tardes la misma historia, llegaban, le pedían que pusiera la música a toda pastilla y se quedaban hasta la hora de cenar bailando y chillando, compartiendo entre tres un refresco y efectuando, en conjunto, menos gasto que el que se permitía un hombre hecho y derecho en el tiempo que dedicaba a rellenar la quiniela semanal. En verdad que no salían a cuenta, ocupaban medio local, no producían apenas beneficio y, encima, aturdían al resto de la parroquia con sus ritmos frenéticos. A punto estaba de reducir drásticamente el volumen de la máquina de discos cuando la entrada de Nazario y Agustín le recordó que no hay mal que por bien no venga. Al reclamo de la reunión de chavalitas acudían veinteañeros, con ingresos y costumbres de adultos en cuanto a las consumiciones, que rondaban alrededor del grupo de muchachos, mezclándose en sus coloquios y tomando parte en sus disputas, aunque manteniendo un poco las distancias. Los mayores se situaban cerca de la barra, enfrente de la pandilla, yendo y viniendo del mostrador hasta la tertulia, paseando de un lado a otro las copas y ensayando, de cuando en cuando, un amago de baile. Se apresuró a atender a los dos nuevos clientes. Su diligencia obtuvo el premio de un pedido de dos cubatas de escocés, 81 que reconfortaría a la caja registradora y a él le alegraba un poquito la tarde. —¡Berto! Le reclamaba, desde la otra punta de la barra, una pareja que conocía bien. Félix y Nelia aún no habían dado por terminada la marcha emprendida el día anterior. Llevaban veinticuatro horas seguidas de tralla y todavía no veían llegado el momento de la retirada. Un carajillo y una caña marcaron la diferente capacidad de absorción de alcohol de cada uno de ellos. Abonaron el coste y buscaron refugio en una mesa apartada. Cuchichearon risas durante un rato, mientras Félix apuraba su bebida caliente. Nelia no pudo pasar de la mitad de su cerveza, aprovechó un intervalo entre chascarrillo y chascarrillo y apoyó la cabeza en el hombro de su compañero. Antes de que pudiera pensar en oponer algún reparo, Félix se encontró con la carga de una mujer dormida por completo, con la boca entreabierta y el cuerpo recostado contra su pecho. Se acomodó como mejor pudo en el respaldo de la silla y procuró moverse despacio para no turbar el sueño de su camarada. Al rato dejó la taza y cayó, asimismo, en un profundo sopor. Ahora componían, al fondo, un cuadro ejemplarizante acerca los males que acarrea el abuso en la bebida. Hoy el día parecía ir a pares. Por la puerta asomaba el cabo Quero seguido de un guardia joven que le acompañaba en la ronda. Pidieron un café y una tónica, Roberto añadió, por su cuenta, un chupito de coñac que colocó a la derecha del café del suboficial. Era costumbre agasajar al cabo con una copita, invitación de la casa, siempre que entraba en un bar. No esta- 82 ba muy clara la conveniencia de seguir aquel rito. Por supuesto Quero no se mojaría para sacarles de un lío, todo lo más que podía esperarse de ese sortilegio era evitar algunas pejigueras menores y conseguir un control menos riguroso del horario de cierre. Berto era prudente, otros se negaban a someterse a esa obligación y tampoco parecía irles especialmente mal el negocio. Tuvo que dar conversación al cabo, que ya venía achispado de inspeccionar otros establecimientos. Por contra, el guardia joven se mostraba excesivamente envarado, casi rígido, separado como un metro de la barra y con el cuerpo medio vuelto hacia la entrada. Atendía sólo de refilón a la charla, en la que procuraba no mezclarse, ofrecía una especie de resistencia pasiva de la que solamente se apeaba para contestar a las preguntas directas de su superior, el cual intentaba hacerle hablar por todos los medios, mofándose de su morigeración y de su miedo a empañar la dignidad del uniforme. El número tenía nombre: Jorge Travieso, y no estaba contento con el modo en el que discurría su turno de patrulla. Quero podía creerse cada vez más ingenioso, pero no era aquél el lugar apropiado para cumplir con su principal cometido: la prevención del delito. El semblante serio y la confusión de las explicaciones de Travieso delataban su inexperiencia. Roberto lo catalogó automáticamente como un pardillo, con mucho que aprender todavía. Tampoco quería darle mucha cuerda al cabo y se alejó pronto con la excusa de los vasos por fregar. Era mejor no dar una 83 impresión de excesiva familiaridad con los representantes de la autoridad. La tarde discurría como era de esperar. Pasadas las fiestas y dejado atrás el verano, apenas sí quedaba personal que mantuviera abiertos los bares del pueblo. El camarero empezó a coquetear con la perspectiva de clausurar temprano su jornada laboral. Antes de las once, los mozalbetes desaparecerían para no regresar hasta el día siguiente. Tampoco era probable que Nazario y Agustín, o alguno de sus colegas, se dejara caer por la noche; el que no tenía que madrugar para incorporarse al trabajo no disponía de fondos suficientes para sostener un alterne diario y preferían reservar sus escasos recursos para el fin de semana. Hoy no daban ningún partido interesante, podía confiar en acostarse antes de la una. ¡Aunque nunca se puede estar seguro de nada! En la calle resonó un chirrido estridente, un carro de dos ruedas, arrastrado por un mulo, había frenado justo a la entrada. La maniobra de aparcamiento había sido más que brusca y el imperioso “¡so, macho!”, que contuvo al animal desbocado, había sonado muy en el último momento, cuando ya parecía que hombre, bestia y carro iban a precipitarse en el interior de garito, destrozando, a su paso, la cristalera de la fachada. —¡Pero!, ¿me vas a dejar ahí el caballo? —protestó Berto dirigiéndose al paisano que se acercaba golpeando el suelo con sus botas militares, que producían un sonido metálico de hebillas sueltas. Una gorra de visera con propaganda de un refresco, una cazadora verde y unos pantalones de camuflaje componían, junto al calzado desabrochado, la ropa de faena de Vi- 84 riato, que había aprovechado su paso por el ejército para aprovisionarse de prendas de trabajo para el resto de sus días. —¡Dejo la mula donde me sale del nabo! —resopló el campesino con la cara congestionada— ¿O es que vas a echarme también de aquí? Roberto no se esperaba una reacción tan airada y procuró contemporizar. —¿Te pongo algo? —Un cacharro. El labriego vació de un trago el contenido del vaso y reclamó un nuevo copazo, al que acometió con más comedimiento, espaciando los sorbos. —¡Echarme a mí! —Viriato estaba poseído de indignación y profería cagamentos y maldiciones para su coleto, pero con voz audible— ¡Tenía que haberles dado con la guadaña! El labrador había concitado, con su turbulenta aparición, la curiosidad de todo el público presente. Salvo los dos durmientes de la mesa. —¿De dónde te echaron, Viri? —preguntaron desde el rincón de la mocedad. Es fácil sonsacar a quien no desea más que una oportunidad para desahogarse. —¿A que no conseguís adivinarlo? —desafió. Todos probaron diferentes hipótesis. —La macro de Villabona. —Del Costanegra. —No —intervino Nazario—, apuesto por el Apolo. Viriato negaba con la cabeza. No había sido expulsado de una discoteca, ni de un pub ni de una barra americana. 85 —¡De un prado! —exclamó— ¡Me han obligado a salir de un prado en el preciso momento en que me disponía a segarlo! Primero se interesaron por el quién. —Unos sujetos de aspecto extraño que aseguraban que aquel campo era terreno acotado para actividades privadas. Después el cómo. —Primero que si era propiedad particular, que si la empresa les había dado ordenes de impedir el acceso a la zona de obra. Decían que lo hacían por mi propia seguridad, y por el bien de mi integridad física me aconsejaron que me marchara sin más discusiones, si no quería que me largaran ellos a hostias. —¿Viste algún tipo de instalación? —preguntó Agustín, intrigado por el misterioso relato. —Sólo dos todoterrenos y cinco maromos evolucionando alrededor. —¡Los del gasoil! —gritó una mocita de las que se agolpaban junto al aparato de música. Terminaron de contrastar datos. —¡Cinco! —¡Con acento forastero! —¡Jóvenes! —describió Virato. —No tanto —corrigió la chiquillería—, alguno pasaba ya de los treinta. —Con un Land Rover viejo y un Frontera azul. —¡Los mismos! Sólo restaba saber el dónde y Viri se apresuró a despejar el enigma sin más dilaciones. —Junto al mar, en el prado de Mirayes, donde empieza el sendero que baja a La Salve. 86 —¿En la cala de La Salve? —inquirió el cabo con súbito interés. Confirmada la localización, Quero golpeó levemente el codo de su compañero y le indicó que le siguiera. Terminó su copa y enderezó decididamente hacia la salida. Tras él trotaba Jorge, que no acababa de entender la razón de aquellas prisas repentinas. —¡Alto la Guardia Civil! —tronó una voz al fondo. Era Félix, que se había espabilado en ese mismo instante y encontraba francamente divertido el ímpetu en la retirada de la pareja de civiles. Quero prefirió ignorar las gracietas del borracho y concentrarse en lo que más urgencia corría, tiempo tendría, más adelante, para aplicarle un correctivo al chistoso si surgía la ocasión. —Vamos a echar un vistazo. —¿Dónde? —preguntó Travieso despistado. —A La Salve —concretó el suboficial con tono condescendiente—, ¿o tienes otro sitio mejor al que ir? El agente acató disciplinadamente las sugerencias de su jefe inmediato y emprendió con presteza el camino señalado. Quero, entre tanto, se peleaba con los mandos de la emisora de radio. —Nos dirigimos a La Salve a verificar una información. —Enterado, avisen si precisan refuerzos. —Llegaremos en diez minutos. Tengan un dispositivo preparado por si hay tomate. —De acuerdo, llamen si avistan algo sospechoso. 87 Quero cortó la comunicación y encendió un cigarrillo. Se echó hacia atrás en el asiento y adoptó una postura relajada. A su izquierda, el guardia novato conducía tenso, con toda su atención puesta en la pista de tierra por la que circulaba. “Está cagado” pensó, divertido, el cabo. 88 HECHOS La noche se nos venía encima. Con tantas complicaciones, habíamos perdido mucho tiempo y arrastrábamos un desfase considerable con respecto a los planes originales. A estas alturas, nuestra confianza en el jefe de equipo había sufrido un serio quebranto. Teníamos la impresión de que todo se había llevado a cabo de forma muy chapucera. Simbad, impertérrito, procuraba meternos prisa. Se comportaba como si no tuviera culpa alguna del retraso que llevábamos acumulado sobre el horario previsto. Ahora nos tocaba movernos entre sombras, con la consiguiente dificultad añadida de tener que bajar el estrecho y empinado camino que conducía hasta la playa en medio de la oscuridad. La tentación de echarlo todo a rodar era muy fuerte entre la mayoría del grupo. Por el contrario, Simbad se mantenía optimista y enérgico, decidido a sacar adelante el negocio. Fer, Sindo y yo formábamos un frente escéptico ante la coalición entusiasta del marino de Bonxe y de Vitorino, que se alienaba con el patrón como si hubiera asumido, por su cuenta y riesgo, el cargo de capataz. No protestábamos abiertamente, pero las dudas que nos asaltaban impedían que pusiéramos el corazón en la labor. Recordábamos que ese individuo que ahora nos urgía a movernos 89 con rapidez era el mismo que había sido incapaz de hallar la zona de desembarco pese a contar con la ayuda de un plano. Tampoco nos inspiraba mayor respeto la falta de ingenio que había demostrado al intentar conseguir informarse sin despertar sospechas. La tontería aquella del gasóleo no se la creería nadie con dos dedos de frente. Era posible que entre todos aquellos mozos no se juntara ni un centímetro de cerebro, y que su cabeza estuviera demasiado ocupada en sus expectativas de ligue y sus problemas estudiantiles como para que fuesen capaces de reflexionar sobre algo que, a fin de cuentas, tampoco les importaba nada. Quizá formasen un círculo cerrado, sin comunicación apenas con el resto del vecindario, en cuyo caso podíamos esperar que no comentasen lo sucedido con ningún adulto potencialmente peligroso. Debíamos confiar en que así fuera, o que, cuando menos, no tuvieran ocasión de sacar el tema antes de que nosotros hubiéramos abandonado la demarcación. Así, sin convencimiento pero espoleados por las premuras de Simbad, nos dispusimos a descargar el equipo. Aún no habíamos terminado de sacar los bártulos cuando se presentó aquel segador con su carro. La forma de despachar al importuno evidenció, una vez más, la escasa habilidad con que se desenvolvía nuestro encargado en situaciones comprometidas. Se suponía que nos comandaba un profesional, pero, después de contemplar su patética interpretación de un jefe de obra y la no menos tosca representación de Torino en el papel de guarda jurado, nos convencimos de que estábamos en manos de dos inexpertos, tan torpes 90 que no podían solventar un incidente imprevisto sin complicar aún más el problema que trataban de remediar. El hombre agarró finalmente su mulo y se marchó farfullando maldiciones. Sólo habían podido sacárselo de encima con amenazas y mucho nos temíamos que no perdiera un minuto en comunicárselo a los demás vecinos o, peor todavía, que informara del incidente en el puesto de policía más cercano. Ahí nos plantamos y manifestamos claramente nuestros temores. De seguir así era seguro que nos iban a pillar y no teníamos ningún deseo de culminar la jornada encerrados en un calabozo infecto y sometidos a concienzudos interrogatorios, que suelen ir acompañados de unos métodos de persuasión más contundentes que las simples palabras. Tal vez fuera mejor dejar correr el asunto, agarrar los coches y salir pitando de allí, antes de que acudiera más gente a curiosear. El mismo Vito confesaba su resistencia a continuar con la empresa. Sólo Simbad se mantenía firme, acaso porque tuviera más miedo de fallarles a sus patrones que de ser arrestado. —No os preocupéis tanto —decía—, mientras ése termina de guardar el carro tenemos tiempo de rematar la faena y desaparecer. ¡Hala! —apremió—, que esto es algo que se hace todos los días y nunca pasa nada. También nos recordó que estábamos allí por dinero y que solamente podríamos cobrarlo si llevábamos a buen término el transporte. No tanto sus razones como el estímulo del millón de pesetas que esperábamos conseguir y la perspectiva de ver tan cercana la recompensa, acabaron por convencernos y nos pusimos, 91 con prontitud, a instalar los pivotes de la polea al borde del acantilado. Seguidamente, Sindo y Nando, provistos de una linterna, se encaminaron hacia el sendero que conducía a la cala. Torino y yo nos situamos junto a la garrucha, listos para izar la carga una vez que nuestros compinches la hubieran enganchado. Simbad supervisaba la operación asomado al precipicio. Gumer y Fer no habían iniciado aún el descenso cuando divisamos, mucho más próximo de lo que hubiéramos deseado, el destello azul de la luz del techo del Patrol de la Guardia Civil que se acercaba velozmente. No sé quién fue el primero en gritar “¡agua!”, pero al instante salimos todos disparados, en una carrera desesperada monte arriba. Todos no, Simbad se había quedado quieto, indeciso, sin resolverse a abandonar todo el tinglado. No nos detuvimos a esperarlo, la verdad es que nadie esperaba por nadie. Cada cual trotaba campo a través como mejor podía. Antes de perder de vista a mis cómplices pude apreciar las distintas maneras de desplazarse que empleaban en su huida. Cada uno asumía las características de un animal para abrirse paso por en medio de las matas: Sindo avanzaba como un jabalí, arrollando todo a su paso; Fernando parecía un rebeco por los saltos que pegaba y Vitorino se deslizaba como una culebra por entre los matorrales. Por mi parte, adopté la postura de un orangután, corriendo casi a cuatro patas y echando los bofes en las cuestas. Con el miedo no sentía el cansancio ni me molestaba en protegerme de las zarzas y ramas bajas que 92 me golpeaban a cada paso. Únicamente me dominaba la ansiedad de alejarme de aquel sitio lo más rápidamente posible. Debí de correr más de una hora hasta alcanzar una carretera principal, donde tuve la suerte de toparme con un autobús que se disponía a emprender la marcha justo en ese momento. Lo alcancé y pude agenciarme un billete. El autocar iba en dirección contraria a mi destino natural: Pereiro. Pero eso era lo de menos, lo importante era poner distancia de por medio con mis posibles perseguidores. Tiempo tendría, más tarde, de retroceder y coger la ruta que me devolviera al pueblo. ... ... ... ... —¡Seguro que fue un soplo! —afirmó mi compañero de celda—, alguien se chivó de lo que preparabais. Me produjo cierta sorpresa escuchar semejante deducción. Creía haber dejado bien expuesta la conjunción de casualidades y torpezas que nos habían precipitado al más completo de los fiascos. Pero él permanecía aferrado a su primera impresión. —¡Un chivatazo! —insistió—, seguro que os utilizaron como cebo para efectuar una descarga mayor en otra parte. —Quinientos kilos es mucha mercancía como para usarla de distracción —discrepé. —La coca no vale mucho hasta que está en la calle —adujo mi interlocutor con cabezonería—, fácilmente podía haber un alijo de diez toneladas en otra playa mientras los picoletos se cegaban con vosotros. 93 El individuo era testarudo y no quería abandonar la teoría de la conspiración. Ya estaba arrepentido de haberle contado mi vida y decidí no discutir más. A fin de cuentas, me importaban muy poco las razones por las que me habían pillado; lo esencial es que, ahora, estaba preso. —Os delataron —siguió diciendo machaconamente mi vecino—, apostaría mi libertad a que fue tal como pienso. —¡Tanto da! —repliqué zanjando la cuestión—, allá cada cual con sus conclusiones. Voy a intentar echar una cabezada. Lo cierto es que el rememorar aquella tarde tan movida me había provocado un cansancio retrospectivo que estaba pidiendo a gritos el reposo de una cama. Me eché la manta por encima de la cabeza y aún le oí murmurar: —Os emplearon como señuelo para la policía. ¡Estabais vendidos desde un principio! Le contesté con un pedo y un ronquido. Luego me desentendí de él y traté de olvidar o, al menos, aparcar de momento todas las tribulaciones y trabajos padecidos. Total, como decíamos ayer, ¡mañana será otro día! Y al fin pude dormir a pierna suelta. FIN 94
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