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PIES EN POLVOROSA
Carlos Méndez
ISBN 84-607-1764-X
ADVERTENCIA
Esta historia surgió por sí misma, se desarrolló como ella
quiso y se terminó cuando a ella le dio la gana. Yo no me siento particularmente responsable de lo que aquí se cuenta. Incluso he intentado cambiar alguna de sus partes, por ver si conseguía introducirle un poquito más de ingenio y profundidad al
tema. Imposible, si probaba a cambiarle algo toda la trama se
venía abajo, no admitía ninguna variación, una vez desarrollada no había manera de modificarla en ningún sentido, cualquier
detalle añadido o restado destruía el conjunto.
No es una novela de altos vuelos, tampoco su protagonista
lo es. Un pobre drogadicto que se pasa la vida envuelto en una
nube generada por estupefacientes varios y que, en sus momentos de lucidez, sólo piensa en conseguir nuevas sustancias
con que sumirse en su embotamiento habitual. Con semejante
personaje no se pueden elaborar especulaciones elevadas ni
reflejar sublimes sentimientos. Hay que tomarlo como es o dejarlo sin más. Y sin más lo hubiera dejado, arrojando directamente al fuego el manuscrito, de no ser por unas pequeñas
consideraciones.
Primero, porque me pareció que tenía vida propia y no me
atreví a destruirlo, una cosa es abortar un proyecto y otra muy
distinta terminar con una criatura completamente formada, por
más que no nos guste cómo ha salido. En segundo lugar, por-
que no quería ser injusto con las personas, dos que yo sepa,
que han disfrutado con su lectura, a fin de cuentas su criterio
bien puede valer más que el mío. Y, en último término, porque
me había costado mucho esfuerzo y no era cosa de dar todo el
trabajo por perdido.
Desde luego no es ésta una obra recomendable para gentes
de inteligencia susceptible, de esas que se ofenden profundamente con la necedad ajena, tal vez porque son incapaces de
advertir la estupidez propia. También aconsejo abstenerse de
seguir adelante a aquellos de moral timorata o prejuicios arraigados, ya que, al estar escrita en primera persona, tienden a
imaginar que los hechos narrados forman parte de la biografía
del autor y más que condenar el escrito condenan al hombre
que lo perpetró. Como no quiero problemas con nadie, ruego a
esa clase de gente que se mantenga alejada de este libro, el
cual, hasta la fecha, no es de lectura obligatoria.
A VUELTAS CON UNA PROPOSICIÓN
Al final de tantos apuros, aún había llegado antes de tiempo.
Ocho horas de sueño es un descanso insuficiente para reponerse de una larga jornada de marcha nocturna, terminada con
el sol bien alto, pasadas las once de la mañana. Mi cabeza
permanecía todavía embotada por los estimulantes ingeridos y
no había tenido la preocupación de reservar una mínima porción de cocaína con la que despejarme el cerebro en la resaca.
Conservaba una memoria confusa de los sucesos de la noche
anterior, apenas sí recordaba nada. Suponía que las cosas
habrían discurrido más o menos como siempre, sin que ningún
acontecimiento extraordinario hubiera hecho especial mella en
mi mente; todo se habría desarrollado con la rutina habitual de
una noche de copas, indigna de mayor recordación. Pero algo
sí que se me había quedado grabado: la conversación con Celestino y su marcada insistencia en hablar conmigo al día siguiente, cuando ambos estuviéramos sobrios, para tratar de un
asunto a la vez urgente e interesante. Un asunto, según sus
palabras, del que podíamos sacar un buen dinero.
Aquella mención de una ganancia fácil y rápida me había
impresionado lo suficiente como para hacerme superar mi crónica amnesia posterior a la masiva ingesta de alcohol y otras
sustancias euforizantes. También esa mágica palabra: dinero,
había sido bastante reclamo como para obligarme a abandonar
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el lecho, ducharme someramente y atiborrarme con unas repetidas tazas de café muy cargado. Todo lo imprescindible para
poder ponerme en pie y acudir, mal que bien, a la cita concertada.
Me había presentado temprano y el reloj no llegaba a marcar
las nueve menos cuarto. El local estaba a medio llenar, con
tres tipos hablando junto a la columna, otros dos enfrascados
con una máquina de videojuegos, un corro rodeando a unos
jugadores de billar, y algún que otro cliente suelto en la barra,
de los que apuran su consumición, observan un rato a la concurrencia y salen en seguida en busca de otro sitio con mayores alicientes.
¡Ni rastro de Celestino!
Me dolían la cabeza y el estómago y decidí recetarme, como
al burro, un jarabe de cerveza. Habíamos quedado de tarde, lo
cual quiere decir antes de cenar. Un horario elástico que comprende un espacio de tiempo indefinido, entre las ocho y media
y más allá de las once. Con todo, no calculaba tener que esperar mucho más de media hora.
Ya llevaba administradas cuatro dosis de medicamento espumoso y empezaba a notar una indudable mejoría. Las molestias estomacales habían desaparecido y sentía un progresivo
relajamiento de las neuronas, que sustituían su anterior pesadez con una despreocupada ligereza, acompañada de un
humor irónico que enlazaba con el pedo de la víspera. De pronto me encontré tranquilo y casi hasta contento, con una euforia
moderada muy agradable.
Seguí animándome a base de cerveza y entretenía la espera
requebrando a la camarera. Una mocita que había florecido
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aquella misma primavera, pasando de niña a exuberante mujercita por el fácil expediente de cumplir dieciséis años. Es verdad que yo casi tenía edad como para ser su padre pero me
daba pena desaprovechar el periodo de mayor belleza que esa
chiquilla alcanzaría jamás en su vida por consideraciones de
conveniencia social. Por lo demás, me limitaba a un flirteo inocente, alabando la tersura de su piel, la consistencia de sus
pechitos erectos y la redondez respingona de su culito. Un cortejo intranscendente, ejecutado con acento jocoso, que era
respondido por ella con risitas cómplices, de vanidad complacida, que no la comprometían a ulteriores concesiones. De todas
maneras, yo seguía cultivando el huerto de su coquetería; como quien arroja semilla al campo, un poco a voleo, confiando
en que, en un momento dado, germine algún fruto que se pueda recoger.
Dedicaba diez minutos a vaciar cada jarra. Llevaba trasegadas seis y el Celes seguía sin aparecer. A este paso, cuando
llegara, iba a encontrarme en el mismo estado etílico en que
me había dejado el día de ayer. Culpa suya sería si tampoco
hoy nos halláramos en condiciones para abordar temas serios.
Por fin asomó por la puerta en medio de la expectación general. Desde que Tino ejercía de camello se había convertido
en un personaje muy popular. No había hecho más que entrar
y ya le asediaban los consumidores, ávidos de adquirir el género con el que traficaba. Me dirigió un saludo desde la distancia,
invitándome a que esperase a que concluyera de despachar
sus negocios antes de venir a reunirse conmigo. Yo me lo tomé
con calma y con un cubalibre, por variar un poco de bebida.
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Después de un continuo entrar y salir del servicio, de unas
cuantas escapadas a la calle y de tratar con más de una docena de personas, que iban abandonando el bar según ultimaban
el trapicheo, disminuyendo ostensiblemente la clientela del garito; Celestino, rematado el trabajo del día, consideró llegado el
momento de atenderme.
—¿Qué tal la resaca? —preguntó.
—¿Qué resaca?
A estas alturas, el malestar producido por los excesos nocturnos se había trocado en una incipiente borrachera, no muy
intensa, porque aún peleaba contra los influjos de la bolinga
precedente, pero placentera.
—Vamos arriba —propuso Celes tras encargar un zumo de
naranja con mucho hielo. Tino tenía problemas de úlcera y era
amigo de cuidarse, salvo cuando se olvidaba de todo y se aplicaba sin límites a la obtención de un buen globo. Pero esto sólo ocurría cuando quería pillar marcha, algo que no era su intención, al menos de momento.
Le seguí, escaleras arriba, hasta el reservado situado en la
parte superior del establecimiento, justamente encima de la barra. Un espacio bajo y estrecho, amueblado con banquetas y
mesitas, pensado en un principio para acoger la intimidad de
las parejas pero que resultaba ser un observatorio excelente,
con vistas a la entrada y a la calle, desde el que se controlaba
cualquier presencia sospechosa y en el que podíamos ponernos hasta el culo de drogas en la seguridad de no ser sorprendidos.
—¡No paras! —comenté.
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—No es tanto como parece —respondió él desdeñosamente—, mil pelas por aquí, dos talegos por allá, ¡hasta por cien
duros me han entrado!
—Es que el hachís deja poco margen —corroboré—, si fuera
coca...
—¡Ni me la menciones! —rechazó contundente—. Antes de
ponerme a mover perica prefiero currar, ¡mira lo que te digo!
Celestino siempre había tenido clarísimo que no iba a trabajar en la vida y, al paso que llevaba, estaba en vías de conseguirlo. Desde la rutina de mi empleo, que me forzaba a tremendos madrugones y me encadenaba siete horas y media seguidas a un trajín de papeles que no se acababa nunca, envidiaba
francamente su manera de ver las cosas. Tanto más cuanto
que el trabajo no me proporcionaba casi compensaciones, la
tarea era aburrida y el sueldo apenas me alcanzaba para pagarme casa y comida, agarrar una pea los fines de semana e ir
de putas una vez al mes.
Como era él quien me había citado le dejé tiempo hasta que
se decidiera a entrar en materia. No parecía tener prisa, se liaba canuto tras canuto, indiferente a la impaciencia que yo pudiera sentir. En su favor tengo que añadir que no encendía un
porro sin invitarme a compartir unas caladas, como una muestra de amistad y, quizá, también por hacerme propaganda del
producto que manejaba.
A mí el costo, en ayunas, me pone un poco carioco. Pero
ahora llevaba el cuerpo bien guarnecido de licor y podía asimilar, sin inconvenientes, una discreta cantidad de cáñamo. El alcohol evitaba que se me disparasen los efectos del cannabis y
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éste, a su vez, aportaba una perspectiva más sugerente a mi
creciente estado de embriaguez.
—¿Esperamos a alguien? —pregunté al cabo, más que nada por decir algo.
En realidad estaba muy a gusto y no tenía prisa alguna, podía seguir allí sentado toda la tarde si era necesario. Mientras
no me faltaran cubatas y mi compañero siguiera regalándome
con su humo narcótico, aquel era un lugar tan bueno como otro
cualquiera y, en las actuales circunstancias, el mejor que se me
ocurría.
—Quedé aquí con Simbad —explicó Celes.
—¿El marinero?
Asintió con la cabeza.
—¿Está metido en el ajo?
—Es cosa suya, realmente.
Hubiera seguido indagando pero de pronto comenzó a llegar
un tropel de gente que nos distrajo de nuestras confidencias.
Componían un grupo variopinto que al momento tomó posiciones a nuestro alrededor. Unos querían comprar, otros venían a
pasar el rato en compañía y algunos simplemente se acercaban con la esperanza de que les cayera en la mano alguno de
los incesantes petas que Tino ponía en circulación.
Como ya dije, Celestino atraía a todo tipo de personas, sin
importar la edad o el sexo de las mismas. Para ser justo, debo
añadir que esto se debía tanto a su condición de traficante como a su propia personalidad, que hacía que el personal encontrara agradable su compañía. Cierto que el hecho de estar
siempre bien provisto de mandanga contribuía a incrementar su
encanto.
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El caso es que tuvimos que interrumpir el coloquio. Como
tampoco podíamos entrar en detalles en ausencia del impulsor
de la iniciativa, el llamado Simbad, me dispuse a dar tiempo al
tiempo, limitándome a esperar a que, más tarde o más temprano, surgiera la oportunidad de discutir a fondo la cuestión.
Para entonces Celes casi no me prestaba atención, absorbido como estaba en charlas intrascendentes sobre deportes, automóviles y las varias barbaridades y accidentes acaecidos en
los últimos días en la comarca.
Yo soy mucho menos expansivo de lo que pueda serlo Tino
y, además, conocía poco a la vasca que nos rodeaba, a la mayoría sólo de vista. De manera que empecé a perder interés
por el ambiente, consagrando mi atención a las cada vez más
numerosas copas que iba dejando vacías ante mí, consiguiendo una importante colección de vidrios que rellenaba las mesas
cercanas y empezaba a poblar también el suelo que circundaba mis pies, produciéndome la impresión de estar a punto de
batir algún tipo de record.
Sólo logró sacarme de mi abstracción la oferta de un coleguita sentado a mi izquierda. El chaval había venido hasta nosotros con la sana intención de sacarse un dinerillo con la venta de ciertas especialidades farmacéuticas que únicamente
pueden conseguirse, de forma legal, con la correspondiente receta médica. Le compré un par de anfetas al susodicho individuo. Más que nada por recuperar sensaciones de primera juventud, cuando era un adolescente sin más preocupaciones
que agenciarme alguna pastilla estimulante y pillar un colocón
tras otro. En ese tiempo no tenía estas horribles caídas al día
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siguiente y podía empalmar hasta una semana seguida de cebollón sin resentirme mayormente por ello. ¡Increíble juventud!
A partir de ahí, entre los cacharros, los chiris y las pepas,
empecé a olvidar sobre la marcha todo aquello que iba haciendo. Sé que anduve, cuando menos, por tres o cuatro tascas antes de dejar a Celestino con su bola. Seguí después alternando
por distintas tabernas y volví a encontrarme con Celes en una
de las discotecas en que me metí. Hasta es posible que hubiera hablado con el tal Simbad en alguno de aquellos chiringuitos, y tal vez, incluso, llegara a explicarme en qué consistía
aquel negociete que nos iba a reportar tanta pasta. No lo puedo
asegurar y, sin embargo, era para conseguir aquella información para lo que me había forzado a salir a la calle en un día en
el que, a decir verdad, no estaba yo para nada.
Recuerdo que estuve visitando una barra americana y que
terminé la noche fumándome un chino en el coche, aparcado
en una plataforma sobre el río, disfrutando de una amplia vista
del basurero municipal.
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UN SUEÑO AGITADO
No me costó reconocerlo a pesar de su disfraz. Era uno de
los habitualmente usados por mi patrón. Tras aquellas patillas
espesas, aquel parche en el ojo y la gorra marinera que abrigaba su cabeza, se descubría la nariz aguileña y la despejada
frente del mejor detective de todos tiempos. La presencia, a su
lado, de su inseparable compañero, el doctor Watson, terminaba de caracterizar de manera indudable la impresionante personalidad de Sherlock Holmes.
Tardé más tiempo en discernir qué tipo de relación me unía
con aquellos célebres personajes. Por fin logré identificarme
con el arrapiezo de cara tiznada que tendía una mano tímida
para recoger el óbolo, una media corona, con el que el gran investigador premiaba mis desvelos. Por lo que podía recordar,
había efectuado para él una labor de localización: “Búscame a
una mujeruca, de aspecto avejentado, que vende naranjas a la
entrada de la estación de Waterloo”, fueron sus indicaciones.
Me había sido fácil desempeñar la misión. Por lo que podía
entender, yo era una especie de pilluelo, un granujilla criado en
las calles, que conocía a la perfección todos y cada uno de los
rincones de los bajos fondos londinenses, así como a la variada fauna humana que los poblaba.
Mientras guardaba la moneda me quedé embobado en la
contemplación de la famosa pareja.
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Admiraba sus modales aristocráticos, la elegancia de sus
expresiones, la circunspección de que hacían gala en cualquier
circunstancia. Apreciaba la lealtad constante del doctor, su
consagración absoluta a su amigo; esa aceptación, exenta de
cualquier atisbo de servilismo, de la superioridad de su genio.
Por lo demás, mi trato con el doctor Watson era más bien incidental, motivado por el estrecho vínculo que le unía al gran
hombre. Era para el señor Holmes para quien reservaba toda
mi devoción. Sentía hacia él la adoración reverente que habían
intentado inculcarme en el orfanato con respecto a Cristo. Disfrutaba de cada momento que podía estar a su lado, del privilegio de contemplar sus maneras distinguidas y la nobleza de su
porte, de participar de aquella amabilidad que repartía indiscriminadamente con todos los que le rodeaban. Todas sus acciones y palabras aparecían revestidas de una delicadeza franca
que estimulaba la autoestima de aquellos que, por una u otra
razón, entablaban contacto con él.
Con el doctor mantenía una distancia respetuosa, un alejamiento prudente que él parecía encontrar suficientemente
apropiado. Con Holmes, la propia conciencia de mi inferioridad
me colocaba en mi sitio, una humilde esquina de la que sólo
me atrevía a asomar con su explícita aquiescencia.
Habíamos llegado al apartamento de Baker Street y Holmes
se despojó paulatinamente de su camuflaje, volviendo a mostrarse ante nosotros con su apariencia de costumbre. Se enfundó una bata de cuadros grises y encendió una pipa que empezó a fumar reposadamente.
Parecían haberse olvidado de mi presencia, que yo trataba
de volver insignificante, sin atreverme a abandonar el umbral, a
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la espera tan sólo de una leve insinuación para salir corriendo
de aquellas elegantes habitaciones, demasiado buenas como
para que yo osara hollarlas con mis mugrientas alpargatas.
—Escoge usted unos ayudantes muy pintorescos, Holmes
—manifestó Watson con una mirada reprobadora a mi indumentaria.
—No sabe lo útiles que pueden resultar estos rapazuelos
—contestó Holmes señalándome con la boquilla de su pipa—.
Se meten por todas partes y escuchan cada rumor que recorre
la City. ¡Son los mejores sabuesos con los que un detective
puede contar!
Soltó una bocanada de humo y me dedicó una sonrisa de
aprobación.
—Éste, en particular —continuó—, es un muchacho especialmente despierto, con la vista aguda y el oído siempre atento.
—En todo caso —objetó Watson—, un poco de limpieza no
mermaría, seguramente, esa capacidad que usted le atribuye.
—Hay que reconocer que su higiene deja bastante que desear —convino Holmes—, pero bien podemos perdonarle un
poco de suciedad en atención al excelente servicio que acaba
de prestarnos.
Yo estaba cada vez más cohibido y no podía evitar rozar una
alpargata contra la otra, intentando evitar que mis dos pies se
posaran al mismo tiempo sobre la mullida alfombra. Trataba,
por todos los medios, de ocupar el mínimo espacio posible.
—Bueno, Tom —dijo Holmes—, supongo que no tendrás
nada que oponer a una taza de té caliente. Siéntate junto a la
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chimenea y yo encargaré, ahora mismo, que te suban una merienda completa, con bollos incluidos.
La humedad de Londres es proverbial y la posibilidad de calentarse ante un buen fuego no es algo que esté siempre al alcance de quien tiene vivir a la intemperie. Además, aquella
chisporroteante chimenea proporcionaba una temperatura uniforme a la estancia, envolviendo toda mi osamenta con una
agradable calidez que no podía alcanzarse alrededor de una
fogata callejera, ante la que se alternaban un ardor excesivo en
la cara, el pecho y las manos con la gelidez ambiental que laceraba mi espalda, o viceversa, según volviera una u otra parte
en dirección a la lumbre.
Mientras mis anfitriones permanecían enfrascados en discutir los pormenores del caso que les ocupaba, olvidados de mi
existencia, yo daba buena cuenta de la provisión de dulces que
me había servido una mujer mayor con aspecto de ama de llaves. Al colocar frente a mí el almuerzo no pude evitar sorprender en su mirada una cierta suspicacia, atenuada por un destello de compasión. Otra vez volví a sentirme incómodo, pero la
señora desapareció tal y como había llegado, sin pronunciar
ningún comentario, y pude seguir engullendo pasteles atropelladamente, empezando uno cuando todavía no había terminado de tragar el anterior. No todos los días se ofrece la ocasión
de atracarse de comida y conviene aprovechar la oportunidad
cuando se presenta, ya llegarán los tiempos de escasez.
Con respecto al té me mostraba mucho más circunspecto.
Temía romper la delicada pieza de porcelana que lo contenía y
sorbía la reconfortante infusión a pequeños tragos, asiendo la
taza con ambas manos. Pese a todas mis precauciones, me
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fue imposible impedir que se derramara un poco de líquido sobre la mesita de fina madera, adornada con incrustaciones de
marfil, donde se apoyaba el servicio de té y la bandeja con las
pastas. Rápidamente intenté disimular mi torpeza frotando la
manga de mi chaqueta sobre el diminuto charco, sin conseguir
otro efecto que el de extender la mancha y aumentar mi azoramiento. Por suerte nadie se percató del tropiezo y pude acabar mi colación sin más percances, aunque teniendo la precaución de apoyar un codo sobre la sombra marrón que delataba
mi falta de habilidad para desenvolverme en ambientes refinados.
Finalizado el refrigerio, permanecí durante un largo espacio
de tiempo absorto en la contemplación de las llamas. La clara
voz del señor Holmes vino a sacarme de mi ensimismamiento.
—Acércate, Tom.
Poniéndome una mano en el hombro, el investigador procedió a someterme a un amable interrogatorio.
—¿De modo que encontraste a la mujer?
—Sí, señor —respondí—, estaba en su puesto de frutas de
la estación de Waterloo, tal como usted dijo.
—¿Y conseguiste averiguar su nombre?
—Mary Pierce, también llamada La Granadera, por el mostacho que luce bajo su nariz. Sé también dónde vive, la seguí
cuando recogió la cesta con la mercancía y no la perdí de vista
hasta que se metió en una de las construcciones baratas del
Soho.
—¿Reconocerías el edificio si volvieras a verlo?
—Desde luego, marqué la pared con tiza para evitar confundirme.
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—¡Bravo!, eres un chico muy espabilado. Habrá otra media
corona para ti si nos guías hasta el lugar.
Yo hubiera hecho cualquier cosa que me pidiera sólo por el
gusto de complacerle, pero le agradecía aquellas propinas como un reconocimiento al valor de mis esfuerzos.
—Y bien, doctor, ¿qué piensa ahora de mis estrambóticos
agentes?
—Opino —repuso el aludido obviando el tema de mi supuesta eficiencia— que, si tenemos que internarnos en el Soho, no
estaría de más ir provistos de sendos revólveres.
—¡Elemental, querido Watson!
Me encantaba el tono con el que emitía aquellas palabras.
Dejamos el confortable apartamento y nos internamos en la
densa niebla que envolvía la noche.
Abría yo la marcha, malamente resguardado de las inclemencias meteorológicas por un viejo abrigo que me quedaba
grande, obsequio de unas damas de caridad. Me seguían de
cerca Sherlock Holmes y el doctor, los dos empuñando recios
bastones y bien pertrechados de pellizas y bufandas. El señor
Holmes portaba su famosa gorra de caza, que componía, por sí
sola, todo su uniforme detectivesco.
Llegados al Soho, dirigí a mis acompañantes a través del
complejo laberinto de callejuelas que conforman las apretadas
casuchas donde se amontonan los elementos más sórdidos de
la vida ciudadana.
—Advierta, Watson —indicó Holmes—, la ausencia absoluta
de señales de referencia. Estaríamos enteramente perdidos de
no ser por Tom.
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—Reconozco la necesidad de contar con la ayuda de un explorador —el doctor paseó una mirada aprensiva por el entorno
antes de completar su observación—. Parece un zoco africano
embutido en el corazón de una urbe civilizada.
Espoleado por sus elogios los conduje con presteza por entre los callejones hasta una casa marcada con una cruz, la contraseña que denunciaba el paradero de Mary Pierce.
A Holmes no le costó más de unos pocos peniques averiguar el piso que ocupaba La Granadera. El borracho tumbado
en el portal habría proporcionado cualquier información que le
solicitaran por el precio de una pinta de cerveza.
Ambos emprendieron un rápido ascenso por la estrecha escalera. Como no había recibido instrucciones en contra, me decidí a subir tras ellos, curioso de ver en qué paraba aquella
aventura. Tampoco olvidaba la otra media corona prometida.
Al llegar a lo alto del inmueble moderaron la cadencia de sus
pasos, deteniéndose en silencio en el último descansillo. Holmes aplicó la oreja a la puerta del desván.
—La vieja está en casa.
—¿Llamamos? —preguntó el doctor.
—¡No es cosa de andarse con contemplaciones con semejante gentuza! —respondió Holmes al tiempo que hacía saltar
la cerradura de una vigorosa patada.
La impetuosa acción del detective dejó al descubierto un miserable tabuco de muros desconchados, iluminado únicamente
por una pequeña claraboya con los cristales remendados a base de papel de periódico, precariamente pegado sobre las grietas que se abrían en los vidrios.
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Bajo el ventanuco, acurrucada en un banquito junto a un
brasero de carbón, una mujer gruesa, de pelo blanco y lacio,
contemplaba aterrada la imprevista invasión de su domicilio. A
su lado reposaba el cesto de naranjas y de su mano resbalaban pequeñas monedas que seguramente estaba contando en
el momento de la brusca interrupción.
—La señora Pierce, supongo —aventuró Holmes con sorna—, ¿o debo llamarla Granadera?
La interpelada no abrió la boca, con los ojos desencajados y
un temblor que era incapaz de controlar en su barbilla poblada
de lunares peludos, se limitaba a observar fijamente el rostro
de su visitante, que parecía inspirarle un pánico paralizador.
—Veo que me reconoce. Seguramente Barry le ha hablado
de mí más de una vez.
—¡No veo a ese mal nacido desde hace años! —protestó La
Granadera—, es un mal hijo que nunca se acuerda de su madre.
—Vaya, así que no sabe nada de sus andanzas. ¿No es usted quien le encubre?, ¿la que coopera con ese desalmado en
la ejecución de sus fechorías? —el bastón del investigador
rondaba peligrosamente el mentón de la anciana—, claro, usted es una persona honrada, alejada de cualquier asunto turbio...
El báculo hizo un giro apuntando hacia la canasta.
—Estimado doctor, ¿le importaría examinar estas naranjas?
La propietaria aferró instintivamente el capazo, abrazándolo
convulsivamente. Pero un bastonazo propinado con fuerza sobre sus manos le hizo soltar la presa de inmediato.
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Watson volcó el contenido sin miramientos, de una patada.
Por entre la fruta que rodaba por el polvoriento suelo emergieron unas botellas llenas de un líquido parduzco. El doctor abrió
una de ellas y la acercó a su nariz.
—¡Matarratas! —sentenció.
—Así que destilando licor ilegal —reconvino Holmes a la figura agazapada a la que mantenía a raya apoyando entre sus
pechos la punta del cayado—. Siga mirando, Watson, puede
que haya más sorpresas.
—Aquí tenemos algo bastante sospechoso —anunció el doctor blandiendo en su mano un paquete envuelto en papel de
estraza.
Abrió después un cortaplumas y procedió a hacerle una incisión, del envoltorio brotó un polvillo marrón del que el médico
tomo una muestra en sus dedos. Lo probó con la punta de la
lengua y emitió su dictamen.
—¡Heroína!
—Lo tiene muy mal, lady. No satisfecha con dedicarse a elaborar un alcohol infecto que puede dejar ciego a quien lo tome
también comercia usted con drogas peligrosas sin disponer de
licencia del Colegio de Farmacéuticos. Veo mal su futuro, muy
mal —Holmes, entre amenazas verbales y la presión física de
su bastón, mantenía acorralada a la viejuca contra un ángulo
del cuarto—. Si no colabora con nosotros, no tendré más remedio que entregarla a la policía.
—¿Qué quieren de mí?
—El escondrijo de su hijo, ¿dónde está Barry, señora Pierce?
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—¡Jamás se lo diré! —gritó La Granadera tratando de incorporarse y escapar.
Una zancadilla del doctor la arrojó al piso, donde quedó inmovilizada, aplastada por las botas de los dos investigadores.
—¿Le apretamos las clavijas, Watson?
—¡Duro con ella, Holmes!
Entrambos, al unísono, levantaron sus bastones y se dedicaron a descargar golpes sobre el tendido cuerpo femenino.
En cuanto a mí, había asistido estupefacto a toda la escena.
Sorprendido en un principio por la inesperada rudeza con que
mi idolatrado héroe había abordado a la presunta delincuente,
sin guardar ninguna de las consideraciones que, se supone, un
caballero debería de extremar, teniendo en cuenta la edad y el
sexo de la persona objeto de sus preguntas.
Tampoco reconocía las templadas maneras de mi ídolo en
aquel acoso implacable al que sometía a una humilde contrabandista cuyo mayor delito era intentar proteger a su hijo.
Por último, la brutal ferocidad de que estaban dando muestras unos hombres a los que tanto admiraba, cebándose cruelmente en una anciana indefensa a quien molían a palos sin
hacer caso de los alaridos con los que manifestaba su dolor,
me hacía imposible identificarles con aquellas dos bestias de
semblantes desfigurados: Holmes, pálido y desencajado, con
una leve baba espumeante brotando de la comisura de sus labios, que se contraían en un rictus de sadismo, y Watson, con
el rostro encendido y los ojos inyectados en sangre, exhalando
un jadeo ansioso por su boca entreabierta, como el de un animal que se desfoga.
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El horror a sus personas había venido a sustituir a la reverente estimación con que antes los consideraba. Por el contrario, me iba solidarizando cada vez más con la personalidad de
su víctima, una mujer que, tras su aspecto de bruja, ocultaba
un exacerbado instinto maternal que le hacía exponerse a los
peores tratos para evitar traicionar a su hijo. Una mujer como la
que podía haber sido mi madre.
En todo este tiempo yo había permanecido atónito, incapaz
de dar crédito a lo que veía, petrificado de miedo.
Los torturadores se tomaron un descanso para recuperar el
aliento. Durante esa pausa levantaron un momento las cabezas, desviando su atención del amasijo de carne vociferante
que tenían a sus pies, y fijaron sus ojos brillantes en mí.
—Tú no deberías estar viendo esto.
—Tranquilo, Holmes, Tom es un buen muchacho. Hasta un
guapo chico, me atrevería a apostar, debajo de esa mugre que
le cubre.
Solté un chillido y salí de allí empavorecido. Bajaba los peldaños de seis en seis, utilizando la barandilla como punto de
sujeción.
Desde arriba de la escalera me llegaban sus voces.
—¡Se ha escapado el maldito!
—No irá lejos.
Holmes extrajo un chiflo del bolsillo y lo sopló con energía.
Aún no había puesto un pie en la calle y ya podía escuchar las
respuestas de los silbatos de todos los policías que patrullaban
por las inmediaciones, esparciendo una orden general de búsqueda y captura de mi persona.
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Las alarmas me rodeaban como un cerco y la única posibilidad de escape era internarme, a toda prisa, en las sombras
que proyectaban los edificios, corriendo directo hacia una niebla que se levantaba a corta distancia.
Y perdí entre la niebla la escuálida figura de aquel chiquillo
que huía despavorido. Pero el sonido estridente de los silbidos
seguía persiguiéndome. Los pitidos se transformaron en timbrazos y en mi cabeza comenzaron a acumularse hipótesis sobre el origen de los mismos. Estaba de vacaciones, no podía
sonar el despertador. Tampoco tengo teléfono en casa, tenía
que ser la puerta.
Peor que bien me incorporé de la cama. Fui de rebote en rebote contra las paredes y me arrastré hasta el interfono. Se me
cayó tres veces de la mano el telefonillo antes de conseguir
atender la llamada.
—¿Gus?
—Sí.
—Dentro de media hora en el Tres Vías.
—¿Qué hora es?
—Pasan de las dos.
—¿De la tarde?
—¡Mierda! —gruñó la voz— ¡Estate allí sin falta!
Corté la comunicación e intenté considerar los hechos. El
hecho era que no lograba adivinar a qué podía haberme comprometido la noche anterior. Al fin, ni siquiera sabía cómo había
vuelto a casa; no en demasiado mal estado, como me demostraba el pijama que llevaba puesto.
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No tuve tiempo para más reflexiones. Las tripas se me derretían y tenía que correr al váter. Me estaba cagando, literalmente, por la pata abajo.
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DE CÓMO ME COLOCARON
Antolín describía la escena con tonos apocalípticos:
—¡La inquisición en pleno funcionamiento! Cosa de duendes; ahora estaban aquí y al minuto siguiente habían desaparecido, devorados por el furgón policial. Sin más explicaciones,
en el tiempo que dura un relámpago.
Para mí las cosas habían transcurrido con mayor lentitud.
También yo había sentido una especie de vértigo cuando me
cercaron aquellos tipos fornidos, surgidos de repente de la nada, pero aún fui capaz de vislumbrar alguna secuencia de la
película.
En primer lugar me pidieron la documentación. Yo estaba
asustado pero no sorprendido, hacía tiempo que esperaba algo
así.
—Nombre y apellidos —me exigió el hombre a quien había
entregado mis papeles, como si no tuviera esos datos delante
de sus narices.
—Gustavo mal augurio.
Un brusco puñetazo en la espalda me quitó las ganas de
bromear.
—Gustavo Malo Rubio.
De ahí a la prevención.
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Nos manteníamos informados a través de la prensa y la televisión. Sindo y yo nos cruzábamos por los bares del pueblo y
continuábamos con nuestras ocupaciones usuales. También
Fernando pululaba por los mismos lugares, pero se mantenía a
distancia. Sólo Vitorino optó por volverse a Portugal, pese a
que corría el riesgo de que le reclamaran para el servicio de
armas. Los demás no teníamos refugio al que acogernos y preferimos quedarnos tranquilos, como si no hubiera pasado nada,
a la espera de acontecimientos.
A Simbad ya habían empezado a acontecerle cosas desde
aquellos momentos de duda, cuando no terminó de decidir si
intentar la fuga en coche o salir corriendo tras nosotros por el
medio del bosque. Fue al único a quien pillaron, el resto pudo
escabullirse entre los árboles y volver, cada uno por su lado, de
regreso a Pereiro.
Ahora nos lo mostraban expuesto en la picota. Su foto ocupaba media plana en el periódico. Se distinguían perfectamente
el ojo a la funerala y el carrillo hinchado a golpes, pero ningún
reportero se había preocupado de explicarnos a qué eran debidas esas lesiones. El artículo respiraba aires de cruzada victoriosa y no les parecía oportuno molestar a los héroes del día
indagando sobre detalles embarazosos.
Simbad había sido pescador de altura allá en Bonxe, en estos momentos era él el atrapado y sus captores lo exhibían
como a un pez cogido en la red. Le rodeaban por todas partes.
Estaba puesto en el centro de una barrera de gendarmes y, enfrente, a diez pasos de distancia, se alineaban los fotógrafos,
confundidos con algunos jerarcas policiales que intercambiaban impresiones sobre el desarrollo de la operación. Se mez-
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claban todo tipo de uniformes. Parecía haber una representación de todos los cuerpos de seguridad: guardias civiles, indistintamente tocados con quepis o tricornios; policías locales disfrazados de ninjas, agentes de aduanas de aspecto desorientado, y funcionarios del cuerpo superior de policía, vestidos de
personas, que se daban importancia y pretendían imponer una
coordinación entre las distintas fuerzas presentes, interponiéndose en la cadena de sus mandos naturales.
De un helicóptero se apeó un hombrecillo, con edad como
para estar jubilado, que reunió en torno a sí a la plana mayor
de la oficialidad, de capitán para arriba. En pocas palabras les
puso al corriente de la importancia de la captura, que iba más
allá de la cantidad decomisada.
—Supone buena publicidad, ahora hay que aprovechar el interés despertado y seguir anotándose éxitos. ¡Es una lucha que
nunca acaba pero debemos terminarla de alguna manera!
Sin concretar más instrucciones, el fiscal jefe abandonó el
escenario de los hechos y se fue como había venido, volando.
Sus lugartenientes habían captado el mensaje: ¡Energía y rapidez!
A trescientos kilómetros de allí, Gumersindo y yo nos consideramos perdidos. Simbad tal vez no dijera nada determinante
con respecto a sus jefes, de los que puede que hasta ignorara
su identidad; pero a nosotros nos conocía por nuestros nombres y sabía también dónde vivíamos, no tardarían en salir en
nuestra busca. Mientras llegaban, bien podíamos distraer el
tiempo con una partida de billar.
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CIFRAS
Tres años de cadena pedía la acusación. Aquello me afectaba en más de un sentido. Mi viejo me había comunicado, al
abonar el importe de la fianza, que haría suya la sentencia del
tribunal. Eso sonaba como una amenaza de destierro. Bueno,
yo como el Cid, ¡siempre adelante!
Por utilizar la jerga que se gastaban en los palacios de justicia, la causa estaba viciada desde un principio. Todos los tejemanejes se desarrollaban fuera del estrado y, al fin, quien decidía el resultado del proceso era el fiscal especial don Augusto
Revuelo Manso, un individuo provisto de amplios poderes que
se tomaba cada caso como una cuestión personal. El eminente
defensor de la ley quería examinarme en persona.
Ya había pasado antes por la revisión de todo un batallón de
guripas. Los había visto de todos los colores y recorrido el escalafón completo de graduaciones.
Mi abogado me había aleccionado sobre cómo debía comportarme, aconsejándome que colaborara sin reservas con la
autoridad. Pero no confiaba demasiado en él, usaba el mismo
lenguaje que la parte contraria y se parecía excesivamente a
los demás servidores del Estado. No podía creer, pese a sus
bienintencionadas declaraciones, que en verdad estuviera de
mi lado.
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Finalmente me llevaron a presencia del señor Revuelo. El
hombre me contempló como si yo fuera un virus y él el médico
encargado de neutralizarme. Hizo que me soltaran las esposas
y me invitó a sentarme frente a él, al otro lado de su enorme
mesa de despacho.
—Te voy a plantear un ejercicio muy sencillo: los puntos son
atenuantes; cuanta más puntuación, más rebaja de condena.
¡Hasta podía salir en libertad si superaba la prueba! Bien mirado, el tal Revuelo tenía aspecto de teniente coronel de sanidad sacado del retiro, con ascenso de grado y autoridad; un vejete asmático de procederes imprevisibles.
Sin más preámbulos, me alargó una libreta donde había escrito un cuestionario con tres preguntas.
—Hay una casilla para el sí y otra para el no, tacha el espacio que corresponda.
1.—El arrepentimiento es un atenuante, vale un punto. ¿Deseas acogerte a este beneficio?
Marqué el arrepentimiento.
2.—Para demostrar que eres sincero debes descubrir a tus
cómplices. La delación está premiada con dos puntos y sin ella
se pierde el tanto ganado con el primer apartado. ¿Estás dispuesto a confesar?
La posibilidad de una absolución me impulsó a contestar
afirmativamente a la pregunta.
3.—La drogadicción se considera un estado de necesidad,
supone otro punto, ¿eres drogadicto?
A todo respondía que sí, y ya tenía curiosidad de ver cómo
acababa el juego.
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El test empezó a complicarse. Tras las cuestiones principales seguían cuatro pliegos repletos de subapartados que buscaban concretar y ampliar la naturaleza de las respuestas. Se
me hacía todo muy pesado y concluí por rellenar el casillero
con cruces repartidas un poco al azar, poniendo sólo cuidado
de no mencionar nombres concretos y evitando comprometer
con mis respuestas a algún conocido. Todo aquello me estaba
costando un considerable esfuerzo imaginativo, de modo que
respiré aliviado cuando el superfuncionario me reclamó el cuaderno, dando por terminado el tiempo de la prueba.
Efectuó un examen somero de las hojas y me dirigió una mirada desconfiada.
—Me parece que eres un pillo redomado. Tendrás noticias
mías en breve.
—¿No puedes adelantarme el resultado? —sugerí con pocas esperanzas.
—¡A su tiempo lo sabrás! —bramó iracundo, ofendido por el
tuteo—. Pero puedo prevenirte de antemano de que mi nota
mínima para aprobar es el cinco.
No me cuadraban las cuentas, según mi cómputo, era un
cuatro lo máximo que podía alcanzarse. El punto decisivo dependía, seguramente, de la graciosa voluntad del examinador.
¡Un premio a la actitud, como quien dice!
A última hora me suspendieron hasta en la drogadicción. Me
llenaron de agravantes y no pararon hasta recomendar la encarcelación más prolongada posible dentro de los límites del
derecho penal.
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RIFAS PREMIADAS
Fue ver a la policía y entrarme ganas de cometer un crimen,
el que tuviera más a mano, atropellar a un peatón por ejemplo.
Decidí dominar la tentación y concentrarme en otro tipo de delito más lucrativo.
El único arma de que disponía era el coche, por suerte éste
era robado. Me puse a circular despacio, dando vueltas a la
manzana, a la espera de una oportunidad.
Bajaba una por la acera opuesta, con la mirada ausente y el
bolso colgando suelto de un hombro.
Invadí bruscamente el carril contrario y la aligeré del peso de
sus cosas. Ya tenía metida la quinta para cuando ella reaccionó. Realicé una maniobra casi perfecta, sólo tuve problemas
con un par de bugas que se me cruzaron. Los esquivé con dos
volantazos y desaparecí zumbando de su vista.
Mientras me alejaba a toda velocidad, palpaba el bulto que
me había agenciado. Pronto conseguí localizar la cartera. Sin
soltar el volante registré el contenido. Para mi alegría topé, en
una primera inspección, con un grueso fajo de billetes, también
había documentación personal y diversas tarjetas de crédito.
Guardé el material negociable y arrojé el resto por la ventanilla.
Después busqué un sitio discreto para aparcar el tequi, un
hueco cualquiera donde no llamase mucho la atención, al menos que no provocase un atasco. Me entretuve un minuto en el
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interior del vehículo para efectuar un recuento: ¡trescientas mil
pesetas, justo treinta papeles azules, refulgentes como treinta
monedas de plata!
Con el bolsillo reconfortado recordé que tenía que acudir a
una cita. No quedaba muy lejos y me incliné por hacer el camino andando, siempre llegaría a tiempo. ¡Por supuesto que me
estaba esperando! Tanto recado y tanta llamada total para pedirme un préstamo. Le ofrecí las vueltas que había depositado
el camarero en una bandejita y se apoderó de ellas en un santiamén, como un niño que se traga un caramelo. Me hizo muchas promesas y por fin se despidió hasta más ver. Nueve mil y
pico pesetas se había llevado, era difícil que las recuperara algún día pero las daba por bien empleadas si así conseguía
perderlo de vista durante una temporada, al menos hasta que
hubiera dado buena cuenta del botín adquirido. ¡No le consideraba la mejor compañía para dilapidar un tesoro!
Dudaba de la conveniencia de utilizar otro papiro de diez mil
en la misma cafetería, podía resultar sospechoso. Era mejor
cambiar de terraza.
No me había alejado ni veinte pasos cuando escuché sus
voces destempladas. Discutía a gritos con dos urbanos al otro
extremo del paseo. La distancia no me permitía estar seguro,
pero aquella señora que acompañaba a los guardias tenía parecidas trazas a la piba a la que acababa de dar el tirón.
De eso mismo acusaban a Fernando. Para cuando yo me fijé en el follón, los polis habían aflojado la presión y la mujer
contemplaba a Nando con una expresión cada vez más insegura. Fer blandía en alto el dinero que me había sacado, como
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una prueba irrefutable de su inocencia: ¡quien no tiene necesidad, no roba!
Después de un rato medio los convenció y terminaron por
soltarle. Doblé la esquina justo a tiempo de impedir que se le
pasara por la cabeza la idea de saludarme o, peor aún, de venir a contarme la historieta de la que acababa de ser testigo.
Dejé a Fernando con su aturdimiento y me encaminé hacia
el centro de la ciudad. Pensé en la movida por la que acababa
de pasar Nando y barrunté que aquella guita traía suerte consigo, una suerte que yo pensaba repartir entre una serie escogida de afortunados. El primer boleto iba a ser para un peluquero. Tres cuartos de hora sentado planeando dónde, cómo y
cuándo iba a consumir mis ganancias.
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LA SENDA DEL DINERO
Agoté el crédito en compras. Ropa nueva: una cazadora de
cuero, unos Levis etiqueta roja y una camiseta que costaba
más de quince talegos. Adquirí, asimismo, unas botas camperas y unas gafas de sol, de marca, como complemento. Renové
de paso mis prendas interiores, media docena de calcetines y
calzoncillos y un paquete de pañuelos de hilo.
Me pasé la tarde entera gastando sin pagar nada en efectivo, todo a cargo de las tarjetas. Cuando una de ellas superaba
el límite de fondos, la arrojaba hecha pedazos a la basura, sin
más contemplaciones, y seguía con la siguiente hasta que ésta, a su vez, se agotaba.
Una se la coloqué a un pavo a cambio de lo que él llamaba
“cosco”: un taco de costo y unos gramos de coca.
Para el anochecer sólo me sobrevivía una visa oro. Aproveché que seguía operativa para darme el gusto de alquilar una
lujosa habitación en un hotel de categoría.
Después de hacer que me subieran la cena, me dispuse a
relajarme una hora larga en la bañera, con el agua casi hirviendo y el cuerpo sumergido hasta la barbilla.
Emergí del baño y me entregué a un afeitado concienzudo,
con abundante riego de after shave. Limpio y perfumado, con el
vestuario completamente renovado y una bolsa bien nutrida,
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me recorrió la piel una corriente de euforia y satisfacción, ¡me
veía capaz de comerme el mundo a bocados!
Salí del hotel en el preciso instante en que aterrizaba en su
portal la dotación de un coche zeta. Los policías se cruzaron
conmigo en la puerta pero no me prestaron atención, todo su
interés se centraba en la conserjería, a la que se dirigieron precipitadamente. Alcancé a oírles mencionar un nombre: Bermudo Corto, precisamente el titular de la última visa que figuraba
en mi poder.
Debían de haber hecho un seguimiento sistemático de mis
andanzas. Seguramente no les habría costado mucho esfuerzo
reconstruir mis movimientos a partir de la huellas impresas en
los circuitos informáticos de las entidades bancarias, cuyos datos obrarían en el expediente de denuncia correspondiente.
La cosa había ido un poco por los pelos pero me había librado. Resolví deshacerme de pruebas comprometedoras y sentencié a la tarjeta de Bermudo al mismo destino que habían seguido sus compañeras, la desaparición en el anonimato de una
papelera municipal.
A partir de ese momento me consagré con dedicación a la
tarea de poner en circulación una sana partida de moneda tradicional. Dinero auténtico, sólidos billetes que pueden sentirse
en la mano, con su valor exacto escrito en el papel. Disponía
de un buen manojo de aquellos cheques al portador expedidos
por el Banco de España, unos talones que gozan de universal
aceptación y cuyo uso no implica el registro de la operación
realizada.
Ahora podía continuar con el derroche sin temor a ser localizado. En ningún archivo figurarían anotados mis pagos sucesi-
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vos. Seguiría dándome la gran vida hasta dejar exhausto el
monedero.
Ante mí se abría una noche cargada de expectativas. Un
crucero de desembolsos al que pensaba entregarme con entusiasmo, en la seguridad de que, en mis actividades futuras, no
dejaría rastro alguno que perseguir.
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LAS SEÑORITAS DEL TRÓPICO
Yo las hartaba de copas y les explicaba mi añoranza de
compañía femenina. Era una sensación de vacío que se manifestaba de forma premonitoria, anunciando una larga temporada, inminente, en la que tendría que renunciar al contacto con
las mujeres.
Lo que es esa noche, había intentado saciarme de hembra.
Les entré a todas las titis que se pusieron a mi alcance. Algunas se dejaban querer, encantadas de compartir conmigo unas
rayas y fumarse unos cuantos flys a mi costa; tampoco ponían
reparos a que las invitara a copas, pero, a la hora de la verdad,
no querían establecer una relación más intensa. Sólo de una
de ellas accedí a que me concediera un alivio rápido en el servicio, entre esnifada y esnifada, un apaño urgente y realizado
con un automatismo indiferente que me dejó absolutamente insatisfecho.
La cosa no rodaba a mi gusto y decidí perderme. Con la excusa de acercarme a un cajero para renovar mis existencias
pecuniarias, dejé a las chavalitas que continuaran con su copla
sin contar con mi apoyo monetario. Eran muy monas, sí, pero
totalmente desprovistas de conversación, únicamente preocupadas de enganchar un buen pedo, demasiado satisfechas
consigo mismas como para agradecer debidamente las atenciones que les prodigaba.
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Hice la siguiente parada en un bingo. Me senté en una de
las mesas y encargué diez cartones y una botella de champán,
todo para impresionar a la empleada que atendía mi sector.
Llevaba dos líneas cantadas para cuando conseguí informarme
de su horario de salida. ¡Demasiado tarde! Le entregué una
sustanciosa propina y me despedí de ella. “Vuelve pronto’’, me
insistió cuando salía, deslizando en mi mano su número de teléfono anotado en una servilleta. Se llamaba Candela y era
muy bonita, pero no disponía de tiempo suficiente para aguardar a que quedara libre.
Como último recurso me introduje en un topless. El anuncio
era mentiroso. Había mucho mujerío en minifalda y con lencería a la vista, pero ninguna se paseaba con los pechos al aire; a
lo sumo, dos o tres mozas dejaban vislumbrar sus tetas entre
transparencias.
Ya había agasajado por turno a todas las chicas que estaban libres. Se acercaban, las convidaba a una copa y observaba el numerito que me dedicaban mientras daban cuenta de la
consumición.
Finalmente me había quedado con dos. Una era mulata, de
Venezuela o Santo Domingo, ese punto no me había quedado
claro, y la otra, una emigrada de un país del Este, con unos
rasgos entre nórdicos y orientales muy sugestivos. No eran
quizás las más guapas pero sí las más divertidas.
Barbarella tenía un desparpajo absoluto y siempre estaba
buscando pie para introducir un chiste en la conversación, consiguiendo que las risas brotaran a cada cuatro palabras que
soltábamos. Sonia era más filosófica.
—Tú sabes poco de mujeres.
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—¡Geografía!
Ambas tenían un excelente sentido del humor y yo pasaba
dificultades para mantenerme a la altura de su ingenio.
Se emperraban en que escogiera a una de ellas para llevarla
al cuarto. Yo me mostraba reacio. En primer lugar no sabía por
cuál decidirme, y tampoco tenía muy claro lo de encerrarme en
una habitación. Acogí con más gusto la alternativa de un reservado.
—¿Puedo fumar porros dentro?
La aseveración de que tendría entera licencia para hacer lo
que me pareciese, terminó de convencerme.
Encargué tres botellas de espumoso y me encaminé, escoltado por mis dos ninfas, hasta el interior de una salita provista
de amplios sofás y decorada con espejos. La propia madame
acudió a servirnos.
Me sorprendió en el mismo momento en que estaba trazando dos líneas, de igual longitud y grosor parecido, en la superficie de cristal de la mesita ante la que nos sentábamos. La jefa
me dedicó una sonrisa y depositó cuidadosamente, en otra
mesa cercana, unas botellas metidas en un cubo con hielo y
acompañadas del juego de copas imprescindible. Contempló
risueña como daba cuenta del primer reguero de polvo y se
marchó deseándome lo mejor en todos los sentidos.
Barbarella resultó ser partidaria de una vida saludable, no
probaba los estupefacientes. Sonia, por el contrario, era tan viciosa, al menos, como yo. Juntos nos dedicamos frenéticamente a colocarnos. Hacíamos carreras a ver quién terminaba antes su raya y nos turnábamos equitativamente en la confección
de canutos. Barbarella jaleaba nuestro ascendente estado de
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excitación y se mantenía siempre a nuestro nivel, sin quedarse
descolgada. Poseía una auténtica marcha natural cuyo sostenimiento no requería otra cosa que unos cuantos sorbos espaciados para refrescarse la garganta, no precisaba de estimulantes para ponerse a nuestra altura.
Fue ella quien propuso que llamásemos a una compatriota
suya para animar la juerga.
—¡Verás qué guapa es! —me decía para persuadirme—,
tiene un cuerpo precioso y una cara de cine.
Me vinieron a la mente fantasías lésbicas y otorgué de inmediato mi conformidad.
Salió un segundo y volvió al punto acompañada de una jovencísima criolla, con la piel color canela y los ojos tan rasgados como los de una china. Me pareció bien plantada. Barbarella la miraba con tal arrobamiento que me vino a confirmar en
mis sospechas de que era una intimidad muy estrecha la que
las unía. Venía abastecida con su correspondiente botella y
ansiosa de unirse al grupo.
En un principio me pareció sosa. No tenía el mundo de sus
compañeras y su charla se limitaba a soltar bromas tontas y
comentar programas de televisión. Pero, a fin de cuentas, me
demostró que también podía ser interesante.
—¡Cantadme!
No entendí, al pronto, a qué se refería. En cambio mis otras
acompañantes en seguida captaron por dónde iban los tiros.
Se pusieron a tatarear la canción de la Pantera Rosa mientras la recién llegada nos ofrecía un striptease, con abundante
lluvia de prendas que flotaban sobre mi cabeza y un final apo-
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teósico, dejándose caer sobre mis rodillas y apoyando sus redondas nalgas contra mi entrepierna.
Ese fue el inicio del despelote general. Entablamos una fiera
batalla a ver quién desvestía antes a los demás. Pude considerarme el vencedor, mis contendientes quedaron completamente
desnudas y yo logré preservar mis gayumbos, al menos por el
momento.
El ambiente en el local debía de estar bajando y cada vez
entraban más chavalas desocupadas a unirse al jolgorio. Hasta
la misma dueña vino a juntarse. Me comunicó que había cerrado el establecimiento al público pero que, con respecto a mí,
estaba dispuesta a hacer una excepción. Ofrecí una ronda general para demostrarle mi agradecimiento y, de paso, alardear
de mi abundante provisión de fondos.
Al rato aquello era una orgía desatada, una cama redonda
extendida por toda la estancia, con una docena de tías en cueros besándome indiscriminadamente, acariciándome por todas
partes, inventando juegos eróticos y correteando por los rincones. Cinco se aplicaban directamente a mi cuerpo y las demás
esperaban su turno consolándose mutuamente. Daban la impresión, incluso, de estar más excitadas que yo.
Al poco mi cerebro comenzó a ofuscarse y sólo conservo en
la memoria una imagen aislada de mí mismo sosteniendo en
cada brazo a una cortesana desnuda, y mi despertar, ya de
amanecida, con la cabeza apoyada en el regazo de la patrona.
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CENICIENTA VUELVE A CASA
Resultaba desconcertante que yo mismo, por mi propio pie,
acudiera a entregarme. Habría tenido más lógica si caminara
entre dos guardias, arrastrado por ellos hacía mi destino.
No podía quejarme, me trataban como a un ser humano responsable: a tal hora, de un día determinado, en el sitio preciso.
Todo muy razonable de no ser porque el día era hoy; la hora,
las nueve de la mañana, y el lugar de presentación, un centro
penitenciario.
Me asombraba del poder que tienen los escritos emanados
de la justicia: “Caso de no personarse, quedará incurso en el
procedimiento previsto en el artículo...’’, y el apercibimiento de
que se me consideraría prófugo y se instaría mi persecución
por parte de las fuerzas de seguridad.
Seguía pasmado de mi resignación. No comprendía cómo
podía continuar andando en aquella dirección sabiendo lo que
me esperaba. Para más inri, el camino formaba una pendiente
empinada, así que resollaba y todo en mi esfuerzo por llegar
puntual a que me encerraran. Hacía tiempo que había descartado la idea de una fuga. De pobre no se puede estar huido
mucho tiempo, siempre terminan por ligarte y, entonces, te
hacen comerte el marrón doble por el aplazamiento.
No hay forma de eludir lo inevitable, me repetía machaconamente para mis adentros, e intentaba forzar a mis piernas a
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avanzar. Todas las células de mi ser clamaban por la libertad y
a mi imaginación se presentaban visiones de una vida robinsoniana en lo más recóndito del monte.
Estaba recreándome en un arroyuelo que discurría por entre
los árboles de un vallecito de montaña, cuando me di cuenta de
que había llegado a la puerta. ¡Era tarde para volverse atrás!
En la oficina de recepción se respiraba una atmósfera de cachondeo. Los funcionarios me acogieron con una actitud ambivalente, mezcla de severidad y divertimento. Desarrollaban sus
quehaceres entre admoniciones tajantes y comentarios satíricos.
Comprobaron todos los datos y me sometieron a un cacheo
estricto. Según revisaban mis ropas iban apareciendo objetos
variopintos que provocaban la hilaridad de los presentes.
—Bolsillo izquierdo del pantalón: un billetero con ocho mil
pesetas y un par de condones. En el derecho, tres mil quinientas pesetas en metálico, tres pañuelos de papel y otro de hilo,
sucios todos, y unas braguitas de encaje, ya estrenadas.
De la chupa extrajeron dos sostenes y tres pares de medias,
una copa de cristal, dos mil duros en diferentes monedas y restos de comida y desperdicios varios.
Acababa la inspección, efectuaron un rápido cómputo del dinero.
—21.500 en total —comprobó el que parecía estar al frente
del departamento—, ¡éste aún entra con un pequeño capital!
Luego se volvió hacia mí.
—¿Has atracado a alguien?
—He estado de pesca —respondí.
—¿No hay veda?
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—Ahora empieza.
Por fin me devolvieron la ropa, dejaron que me vistiera y me
hicieron firmar un documento de conformidad. Tras permitirse
unas últimas alusiones irónicas sobre el carácter de las actividades a que me había dedicado en los últimos días, dieron por
despachado el trámite y me remitieron al escalón siguiente del
proceso de admisión: entrevista con el psicólogo para asignación de módulo de destino.
41
INVOCANDO FANTASMAS
No había parado de hablar desde que lo conocí. Me lo habían presentado aquella misma mañana: “Baltasar, un tío legal
del Dueso’’, era todo lo que sabía de él. Era amigo de Sindo y
ésta era la causa de que formase parte de la expedición.
Recorríamos el monte recolectando setas para vendérselas
a un mayorista. Escogíamos boletos, níscalos y perrachicas,
las especies más fáciles de reconocer y, de postre, las mejor
pagadas. Nos distribuíamos por parejas y a mí me había tocado el tal Baltasar por compañero.
—No es la primera vez que vengo por esta región
—comentó tras un insólito silencio que había durado casi dos
minutos enteros—, de niño pasé unas navidades en Monterroso. Eso está cerca de aquí, ¿no?
—Como a quince kilómetros —respondí escuetamente, intentando evitar que cogiera pie para largarme otro discurso.
Intento vano. Este Tasar no era hombre que se desanimara
por encontrarse con un público frío, hasta creo que podía pasarse tranquilamente sin auditorio y que bastaba el simple sonido del metal de su voz repercutiendo en sus oídos para llenarle de satisfacción, hubiera o no quien le escuchara.
Sospeché en un principio si no se habría tomada un tarro
completo de Minilib en el desayuno, pero pronto advertí que la
verborrea le surgía de forma espontánea, sin necesidad de
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aportes anfetamínicos. Era un charlatán nato, incapaz de permanecer callado a menos que tuviera la cabeza sumergida en
el agua, ¡y aun así!
Tal vez fuera la falta de costumbre de oír a alguien expresarse en correcto castellano pero lo cierto es que encontraba
muy afectado su lenguaje. Apenas sí echaba mano de la jerga
habitual e introducía palabras que, aunque adecuadas, producían un extraño efecto al escucharlas en el contexto de una
conversación informal. No sabía si considerarle un pedante o
atribuir esa peculiaridad de su estilo a su origen montañés,
puede que en su tierra hablaran todos así.
Habíamos hecho una pausa en la faena, recostándonos a la
sombra de unos castaños. Era evidente que mi compañero no
iba a desaprovechar una ocasión tan propicia. Apoyé la cabeza
en el tronco del árbol y cerré los ojos, rendido ante lo inevitable.
Se tomó un tiempo de reflexión para terminar de perfilar su
parlamento y, en seguida, arrancó implacable, dispuesto a castigarme con otro capítulo de su particular biografía:
—Mi progenitor llevaba aquel año una barraca de feria, un
pequeño tiro al blanco del que era el encargado. Nos desplazábamos de fiesta en fiesta con un remolque y dormíamos, indistintamente, en el vehículo o en el mismo puesto. La temporada no iba bien y mi padre era un vago, que utilizaba a mi
hermanastro para poder correrse sus juergas mientras lo dejaba a cargo del negocio. También le encargaba de mi custodia.
Para Reyes estábamos más que hartos. El viejo se había
largado con la recaudación y nos había dejado a verlas venir.
Sin dinero y con poco tiempo libre, no era de extrañar que ofreciéramos un semblante sombrío, imagen que no nos favorecía
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en la labor de llenar la caja. ¡Para colmo, era el día de mi cumpleaños!
Estábamos instalados en el malecón del río, en una explanada al final del paseo. Corría un aire helado y apenas sí se
aproximaba, muy de vez en cuando, algún borracho solitario
con ganas de probar puntería. Nada de chiquillería ni de parejas de novios, el frío había espantado a la posible clientela. Las
órdenes habían sido terminantes: ¡a las doce y media, recoger!
Aún no eran las cinco de la tarde y teníamos por delante más
de siete horas de guardia.
Nos habíamos quedado otra vez solos en el chiringuito. Melchor revisaba las carabinas y reponía palillos y bolas en los estantes. Yo repasaba con los ojos la colección de artículos que
obsequiábamos como trofeo y no conseguía encontrar (entre
todas aquellas botellitas de licor, tabacos de distintas marcas,
encendedores, puros, llaveros, corazones de trapo y muñecas
vestidas con el uniforme legionario) más cosa apetecible que el
caramelo que entregábamos como premio por derribar una canica. Nada digno de ser considerado como un auténtico regalo.
—¿Los Reyes existen? —pregunté a Melchor, y añadí en
seguida, sin darle tiempo a contestar—, yo creo que no.
Mi hermano me llevaba nueve años y aquella cuestión hacía
tiempo que había dejado de intrigarle. Era un chiquillo envejecido prematuramente por la carga de responsabilidades que mi
padre le hacía asumir, y resabiado por el trato constante con el
variopinto paisanaje al que tenía que atender. Conmigo se portaba regularmente bien, cuidando de mí en la medida de sus
posibilidades. Pero no le gustaba que le incordiara con tonterí-
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as, se desentendió de mis inquietudes y prosiguió con la tarea
de alinear las baratijas del expositor.
Yo manifestaba de forma cada vez más patente mi disgusto.
Acosaba a preguntas a mi hermanastro y me interponía constantemente en su camino, entorpeciendo sus movimientos. Estaba, incluso, dispuesto a recurrir al lloriqueo, por más que, con
mis cinco años cumplidos, me veía muy mayor para apelar a
ese recurso. Con todo, estaba tan irritado que me hubiera
puesto a llorar de todos modos de no ser por la llegada de un
cliente. Un tipo gordo de barba blanca que se aplicaba a disparar balines en un rincón de la barra.
Tenía la bandeja a su lado, repleta de municiones, y se afanaba por conseguir uno de los productos estrella: un paquete
de rubio americano clavado con seis palillos. Debía de llevar
gastados más de cuarenta duros, de los de aquella época, y el
tabaco todavía se mantenía en su posición, sostenido por un
solo apoyo. Cargó la escopeta con el último de sus perdigones
y apuntó cuidadosamente. Se oyó un chasquido de madera astillada pero la cajetilla no cayó.
—Rapaz, dame los cigarrillos.
—No puedo darle el Chester —protestó mi hermano—, el
balín sólo ha rozado el palo.
—¡El palillo está roto! —afirmó rotundo el barbudo—, sólo se
mantiene unido por las hilachas. ¡El premio es mío!
La discusión se fue poniendo cada vez más violenta. El
hombre no estaba dispuesto a marcharse con las manos vacías y Melchor no era de los que cedían fácilmente cuando creía
llevar la razón. Me ponía como testigo de la integridad del palillo. Tenía una pequeña muesca redondeada en su centro pero
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yo estaba de acuerdo en que aquello no podía considerarse suficiente acierto.
El tirador se volvía más impertinente a cada minuto que pasaba.
—Déjamelo ver de cerca —reclamó.
Con reticencia, mi hermano extrajo de la vitrina el paquete
con el palillo aún enganchado y lo mostró al reclamante.
Éste se apoderó por sorpresa de la cajetilla, agarró con sus
dedos el trocito de madera objeto de discordia y lo rompió en
dos pedazos, que depositó desafiante sobre el mostrador.
—Lo que yo decía, ¡está roto!
Inmediatamente se guardó el tabaco en el bolso y nos dio la
espalda, echando a andar decididamente aunque sin prisas. Se
alejó caminando tranquilamente, sin mostrar siquiera signos de
percibir nuestra indignación.
Yo me había puesto a berrear y Melchor estaba lívido, con
las manos aferradas nerviosamente a la culata de una carabina
y la boca abierta de par en par por el estupor.
Así estuvimos como diez minutos, yo soltando lagrimones e
hipidos, y él con la mirada perdida y las piernas temblando.
—¡Ya es suficiente! —resopló mi hermano— ¡Nos vamos!
Recogió las pocas monedas que habíamos logrado reunir y
bajó con brusquedad la persiana de cierre. Después echó el
candado a la puerta y me agarró de la mano, arrastrándome
camino del paseo. Yo jadeaba para seguir su ritmo y en el esfuerzo que tenía que realizar para mantenerme a su altura me
iba olvidando de mis penas. Dejé de sollozar y me limpié los
mocos con la manga del jersey.
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Pronto nos vimos envueltos por el barullo de la multitud. Las
aceras estaban atestadas de viandantes que paseaban o formaban corros alrededor de alguna atracción. Predominaban,
principalmente, los matrimonios con hijos; montones de hijos,
grandes y pequeños, que correteaban por todas partes. Podía
verlos pasar a mi lado con sus juguetes nuevos, la cara radiante de satisfacción y los ojos chispeantes, impelidos por una necesidad apremiante de estrenar sus regalos.
A mí me iba volviendo el mal humor.
—¿Vas a empezar otra vez con los pucheros? —me reprendió mi hermano—, tranquilo, ten un poco de paciencia, ya te
conseguiré algo bueno.
—¡Una pistola! —sugerí automáticamente.
Comoquiera que la cosa no iba para ahora mismo, gastamos
el dinero en palomitas y nos sentamos en un banco a compartirlas. La bolsa se estaba acabando y yo empezaba a dudar de
la promesa de Melchor. Éste no me hacía caso, ponía toda su
atención en el ir y venir de los transeúntes, sin mirar en ningún
momento en mi dirección. Hubiera puesto un gesto aún más
enfurruñado de no haberme quedado distraído por el continuo
flujo de gente.
Noté un codazo en el hombro y me puse en pie para seguir a
mi hermano, que se había puesto en movimiento.
Aparte de la peculiaridad de encontrarse solo, era un crío
como todos los demás. Quizá con un punto aún mayor de exaltación que el que exhibían sus camaradas. Estaba totalmente
chocho con su atuendo. Además de una trenka ceñida y unos
pantalones cortísimos de los que emergían unas piernas flacas,
iba engalanado con un sombrero vaquero, una chapa de sheriff
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y una magnifica pistolera con dos revólveres. Extraía indistintamente sus armas con una u otra mano, disparando a todo lo
que se ponía al alcance de su imaginación. Melchor se lo fue
camelando suavemente, dirigiéndole pregunta tras pregunta,
sin darle tiempo a pensar las respuestas.
—¿Cómo te llamas? ¡Qué sombrero tan bonito! ¿Quieres jugar con nosotros?
El chaval era casi de mi edad, un poquito más bajo y mucho
más aniñado, como criado entre mimos. Estaba demasiado
aturdido como para poder tomar una decisión. En su rostro se
reflejaban todas las emociones que le iban dominando: temor,
recelo, sospecha y, sobreponiéndose a todos sus reparos, una
costumbre arraigada de confiar en sus semejantes, producto de
una inocencia intacta, no traicionada todavía.
Sin haber dicho ni que sí ni que no, ya lo habíamos enredado en una historia: Él sería el comisario y nosotros los ladrones, luego tendría que atraparnos y nos batiríamos en duelo.
—Pero nosotros no tenemos pistola —hizo notar Melchor—,
tú tienes dos, nos dejas una y ya podemos todos pegarnos tiros
tan lindamente.
El infante no llegó a entregarnos el juguete. Mantenía los
dos revólveres extendidos en paralelo ante sí, sin llegar a apretarlos con fuerza pero sin avenirse a soltarlos, como si los estuviera comparando. Mi hermano precipitó las cosas arrebatándole el que sostenía con la mano izquierda. Antes de darle
tiempo a formular una queja ya nos estábamos alejando.
—Tú espéranos aquí —le dijimos como despedida—, ahora
volvemos y te atacamos.
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Echamos a correr sin más tapujos, en un tris nos pusimos
fuera del alcance de su vista. Desde la distancia vigilé sus reacciones.
Se quedó parado con la mano vacía aún extendida, paralizado por la sorpresa. Para ser justos con su inteligencia, hay
que decir que no tardó mucho en comprender que había sido
víctima de un expolio. Dirigió sus miradas a todas partes, tratando de localizarnos entre la muchedumbre. Pero pronto perdió toda esperanza de volver a vernos, se le humedecieron los
ojos y salió caminando recto, sin girar la vista a ningún lado ni
prestar atención a cuanto lo rodeaba, ajeno a todo lo que no
fuera encaminarse directamente a su casa a soltar el berrinche
que estaba acumulando.
Me daba un poco de pena, aunque no había salido tan mal
librado. Conservaba todavía una de sus pistolas, por no hablar
del cinturón canana y el sombrero tejano. Seguía estando mejor equipado que yo, pero eso no me importaba, ¡había conseguido mi regalo!
...
...
...
...
Aproveché que detenía su charla para arrojarle bruscamente
el cesto y dar por terminado el descanso.
Baltasar se incorporó dócilmente, recogiendo de la que se
levantaba alguna de las setas que se habían deslizado del canasto durante el vuelo.
—Todavía hoy me acuerdo —comenzó a decir— de aquel
revólver con el cañón plateado…
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—¡Y las cachas de nácar! —completé yo mismo la descripción.
—¿Cómo lo sabes? No irás a decirme...
—Lo único que digo —atajé cortante—, es que muevas el
culo, que hay que aprovechar el día mientras haya sol.
Sin añadir más palabras me puse a escudriñar monte, él me
seguía de cerca, siempre callado. En toda la jornada no volvió
a abrir la boca y nunca más quiso formar equipo conmigo.
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RECONOCIMIENTO MUTUO
—¡Gaspar Raro Turbio!
Tras tenerme media hora esperando ahora se empeñaban
en tergiversar mi nombre y apellidos. Conjeturé, por la concordancia de sonidos, que era a mí a quien requerían, pero fue sólo mi buena voluntad para cooperar la que me impulsó a penetrar en el consultorio, pese a los reiterados errores enunciados
por el altavoz.
Entre corrigiendo:
—Gustavo Malo Rubio es mi nombre.
—En el fichero figura tal y como lo he leído —se defendió el
encargado de mi revisión mental—, en todas las hojas.
Encogí los hombros ostensiblemente ante la exhibición de
papeles que extendía sobre la mesa, como prueba de la corrección de sus datos. Por último tuvo que aceptar la evidencia
de que yo sabría mi propio nombre mejor que todos los burócratas que habían participado en la confección de mi expediente, ya fueran de la policía o pertenecientes al estamento judicial. Exhaló un suspiro de fastidio y procedió a repasar sus fichas, corrigiendo a bolígrafo, uno a uno, todos los fallos.
Después de todo, no era un psicólogo el que hacía la inspección. Un cartelito, colocado de forma bien visible en el frontal izquierdo de la mesa, informaba de la condición de licenciado en psiquiatría del sujeto que tenía enfrente. En la plaquita se
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reseñaban su nombre y profesión: Secundino Recóndito Espliego, psiquiatra.
En tanto Espliego continuaba enfrascado en hacer tachaduras y anotar enmiendas en los lugares indicados, yo intentaba
averiguar a qué clase de personajillo me enfrentaba y cómo
debía de ingeniármelas para conseguir de él algún beneficio.
Su barbita negra, muy recortada, atraía mi curiosidad. Aquel
adorno capilar se me antojaba significativo. Podía llevarlo para
enmascarar alguna imperfección de sus facciones o disfrazar
un rostro de expresión vulgar. Así cavilando, llegué a la conclusión de que tanto el letrero como la barba eran signos de afirmación de una personalidad inmadura que procuraba, con estos apoyos, infundir un mínimo de respeto en las personas objeto de su examen profesional. Di por supuesto que me encontraba ante un estudiante aplicado, que había conseguido ganarse la oposición al poco de terminar la carrera.
Acabados los trajines con el papeleo, concentró en mí su
atención.
Se interesaba, ante todo, por mi estado de ánimo.
Lo resumí en pocas palabras:
—Resacoso, deshecho físicamente, muerto de sueño y cansancio.
—¿Estas nervioso? ¿Deprimido?
¡A lo que se ve, había gente que entraba relajada y contenta
en el talego!
Lo cierto es que tenía el cuerpo tan hecho polvo que todo se
me hacía indiferente.
—Aún no siento el mono —declaré.
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—¿Estás enganchado? —Recóndito formulaba ahora las
preguntas con más aplomo, como alguien que se siente seguro
del terreno que pisa— ¿Qué tipo de droga tomas?
Le recité una lista de todas las que recordaba en aquel momento, sin olvidar mencionar el alcohol. No pareció muy impresionado y se limitó a apuntar el término politoxicomanía como
resumen de mi retahíla.
Percibí que no estaba llevando bien las cosas. Me sentía
demasiado fatigado como para poder desarrollar una estrategia
coherente. Traté de superar mi agotamiento e insistí cuanto
pude para recabar del facultativo la administración de un tratamiento intensivo, en el que fuera necesaria la ingestión de frecuentes dosis de fármacos potentes. Un suministro constante
de psicotrópicos podía venirme muy bien para arrastrar un colocón que me anestesiara durante mi estancia en el trullo, o para hacer mercado con las pastillas si me parecía conveniente.
Discutí un tiempo con él, tratando de que me proporcionara
mi especialidad química favorita. En un momento dado, llegamos hasta a intercambiar gritos. Pero el médico se mantuvo inflexible.
—Te encuentro bastante calmado —resumió a modo de diagnóstico—, creo que puedes incorporarte, sin problemas, al régimen general.
Ensayé a elevar el tono de mis quejas, pero al toque de un
timbre entraron dos vigilantes que me sacaron de allí a empujones.
Quedé muy decepcionado de la entrevista. ¡Ni unas aspirinas había sido capaz de conseguir para aliviar el tormento de
mi cabeza!
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GIROS EN LA NORIA
Me juntaron con otros cuatro recién llegados y nos dirigieron,
escaleras arriba, hasta una galería cuyas ventanas daban sobre un amplio rectángulo rodeado de muros, dedicado al esparcimiento de los reclusos.
Desde lo alto, aquello me recordaba el patio del colegio de
mi primera infancia, donde los vigilantes hacían la función de
monjas y los presos eran escolares que disfrutaban del recreo.
Me vino a la mente una imagen que tenía grabada: una multitud de críos uniformados con batas a rayas, blancas y azules, y
un pequeñín destacando entre aquel revoltijo, un niño delgado
y rubio que vestía un amplio y negrísimo mandilón, como el
blusón de un pintor del siglo XIX, con unas iniciales rojas bordadas en el pecho: G. M. R.
Pensé en lo que poco había avanzado desde aquellos días.
Casi volvía a encontrarme en el mismo lugar y circunstancia.
Dudaba, incluso, que lo hubiera abandonado alguna vez; me
parecía que siempre había estado en el mismo sitio, desde que
nací hasta el momento presente, y que todo lo que había andado desde entonces no era más que un rodeo que siempre
terminaba por devolverme a la misma situación de la que había
partido en un principio.
Mientras terminaban de rematar con los últimos requisitos de
acceso, nos tuvieron diez minutos en exposición ante los pena-
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dos. Desde abajo nos llegaba el clamor de un griterío confuso,
mezcla de insultos y amenazas, salpicado con algún que otro
piropo indecente capaz de ruborizar a un proxeneta.
No estaba mal como recibimiento pero ya los había tenido
peores. Para recepción espectacular la que me dispensaron en
Presidio, recién comenzada la mili, al incorporarme a mi destino. Impresionaba contemplar desde el barco el puerto en la noche, alumbrado con faroles, invadido por un fenomenal despliegue de soldados sucios y desaliñados, como vueltos de
unas maniobras, que se desgañitaban emitiendo a coro un
mismo mensaje intimidatorio: ¡bichos, os vamos a comer, bichos...! Así continuamente, desde que iniciamos la maniobra
de atraque hasta el momento de desembarcar.
Nos alinearon delante de la masa vociferante en la que, a
escasa distancia, podíamos distinguir las caras desencajadas y
los gestos salvajes con los que nuestros futuros compañeros
de armas acompañaban sus improperios. Semejaban una jauría desatada.
Cuando aquello amenazaba con degenerar en abierta agresión física aparecieron unos camiones, nos montaron en ellos y
nos sacaron de allí. A mí me trasladaron a un regimiento mixto
de artillería emplazado en la parte alta de la ciudad. Nada más
llegar volvió a mis oídos la cantinela injuriosa que había saludado mi entrada en África: ¡Bichos, bichos...!
Los artilleros permanecían encerrados en sus baterías, con
centinelas armados cubriendo las puertas de los barracones
que daban al espacio de maniobras. Por detrás de los fusiles
del retén asomaban energúmenos, malamente uniformados,
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que vomitaban denuestos y juraban que iban a devorarnos en
crudo.
Permanecimos un prolongado espacio de tiempo allí parados, aguantando un chaparrón de berridos que nunca remitía,
como el rumor de una tormenta a punto de estallar. Sólo las
bayonetas se interponían entre nosotros y lo que se presagiaba
como un exterminio inminente.
Tantas medidas de seguridad se revelaron finalmente como
parte de una comedia organizada por los mandos, los cuales,
tras adjudicar a cada componente del nuevo reemplazo a su
unidad respectiva, desaparecieron del cuartel llevándose consigo al cuerpo de guardia. Ahí nos dejaron, desamparados,
inermes, a merced del arbitrio de los veteranos. Que cada uno
se las apañara como pudiera, ¡el ejercito es la guerra!
Tampoco aquí había paz. El tratamiento era más individualizado que en las fuerzas armadas. A mí me tocó en suerte un
gordo greñudo que gastaba mucha chulería para ser un tipo
que no me llegaba ni a la nariz. A veces, cuanto más pequeños
más peligrosos, pero los grandes impresionan más.
Llevaba puesto un chándal azul pálido y ocultaba sus manos
en el bolso central, lo que le confería el aspecto de una canguro con cría. Se adivinaba un objeto duro y afilado en el bulto de
su ropa, a demasiada altura como para que se tratase de una
muestra de excitación sexual.
Cometí el error de facilitarle mi nombre completo.
—¿Gustavo, como el de la tele?
Para ese comentario no había contestación posible, tampoco
él la esperaba.
—¡Regálame tu cazadora, rana! —exigió con insolencia.
56
—¿Me has tomado por un Rey Mago?
—¿No me la quieres dar? —preguntó al tiempo que tiraba
amenazadoramente del codo derecho hacia fuera.
Detuve su movimiento con un fuerte puñetazo entre hombro
y pecho que lo derribó por tierra. Una patada en el estómago
bastó para que terminara de soltar el cuchillo rudimentario que
empuñaba en su diestra.
Agarré el pincho y lo hinqué con fuerza en un poste cercano.
Lo hundí hasta el fondo, era de consistencia blanda, apenas sí
podía cogerse con dos dedos la parte de empuñadura que sobresalía de la madera.
Me quité la chupa y la extendí sobre su cuerpo caído.
—Te viene grande. Cuando crezcas, vuelve a buscarla.
Por si mis palabras no eran lo suficientemente claras, remaché mi argumentación con un contundente puntapié propinado
en su grupa, que había comenzado a levantar.
Lo dejé tendido en el suelo y me puse a pasear entre el personal, tratando de calibrar sus reacciones. En conjunto eran satisfactorias: la gente seria me miraba con consideración y los
mentecatos se mantenían a distancia. Busqué un rincón soleado y me senté a dormir la mona.
Poco me duró el sueño. Cuatro ceñudos carceleros me comunicaron que habían seguido mis actividades a través de las
cámaras de vigilancia, y que me había ganado, nada más llegar, una semana de aislamiento, aparte de perder el primer
permiso que me correspondiera por derecho.
Dentro de lo malo, aún había una buena noticia: ¡también en
la cárcel conceden vacaciones!
57
TIEMPO PARA UN BALANCE
Algún número tenía que marcar. Sólo tuve tiempo de identificarme.
—¡A esta casa no vuelves a llamar! —tronó el teléfono—
¡Bastante daño has hecho ya a nuestro nombre!
Cualquiera diría que me había convertido en un político corrupto.
Mi viejo colgó bruscamente el aparato. Había perdido la única comunicación a la que tenía derecho en toda la semana.
En mi familia tenían vientos de hidalguía. Se fabricaban escudos e investigaban genealogías. Yo no dudaba de que la estirpe de los malos se remontara hasta antes de los tiempos de
Adán. También estaba dispuesto a creer que nunca un malo
hubiera ingresado en prisión, pero de lo que estaba seguro es
de que más de un rubio ha tenido que remar en galeras.
Sea como fuere, podía olvidarme de los parientes, al menos
de los más cercanos.
Ahora lamentaba no haberme colocado en una obra. En la
empresa privada son menos mirados con según qué cosas y
aún podían haberme quedado esperanzas de recuperar mi
puesto al salir. La Administración está casada con el César y
no admite ni la sombra de una sospecha sobre el último de sus
empleados.
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Reo de culpa, en mi condición de interino, debía de considerar más que improbable una renovación de contrato.
Rotos los lazos sanguíneos y sin trabajo, tendría que vender
mi auto para subsistir y seguramente el banco embargaría
cualquier bien que me restara para cubrir el crédito que, en mala hora, se me había ocurrido suscribir.
La condena que me habían impuesto llevaba muchas penas
implícitas aparejadas.
No tenía ningún vínculo sentimental y acababa de romper
con mi propia sangre. No contaba para nadie.
Lo cierto es que no tenía cuerda alguna a la que agarrarme,
a cambio, tampoco me ligaba ninguna atadura.
Miré al ventanuco con sus barrotes y me percaté de cuántas
trabas me había liberado la sentencia del juez. Desligado del
pasado, me encontré, por un instante, más ligero que nunca.
En medio de todo, ¡me sentía muy libre en aquel encierro!
.
59
EL SIROCO
Con la gente y los lugares siempre se me cumple una norma: unas veces me tratan bien y otras mal, alternativamente.
Por eso quería volver a Pereiro. Después del desastre que supuso mi última estancia en el pueblo, a éste le correspondía, si
no fallaba la regla, compensarme de alguna manera.
No las tenía todas conmigo, pero Sindo estaba empeñado
en que lo acompañase y su insistencia acabó por imponerse
sobre mis reservas. Como él decía: “¿qué otra alternativa tienes?” Como no fuera quedarme en la trena.
En el autobús hice un esfuerzo para desechar mis aprensiones. Gumer se sentaba a mi lado y no paraba de hablar, excitado como estaba ante la perspectiva de un fin de semana de
libertad. Poco a poco conseguí conducir sus comentarios al terreno que me interesaba: cómo se había desarrollado mi anterior visita.
Gumersindo se mostraba muy inconcreto a la hora de describir los desvaríos de mi primer permiso.
Continuamente estaba sacando nombres a relucir, mencionando gentes con las que había tenido contacto durante mi licencia. A la mitad de los citados casi ni los reconocía y a los
pocos que era capaz de identificar con nitidez tampoco podía
ubicarlos en un recuerdo tan cercano; estaba convencido de no
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haber coincidido con ellos desde hacía muchísimo tiempo.
Desde que me entalegaron por lo menos.
Lo que sí quedó claro es que, por aquellos días, yo andaba
de muy mal humor. De eso sí que me acordaba.
¡Como para no estar de mala hostia! Teniendo que dormir en
la casucha del puente, casi a la intemperie, y sin un duro que
llevarme al bolso. Tampoco mis paisanos me ayudaban. Me miraban de un modo extraño, como calculando cuánto podría yo
valer a precio de carne. Los vecinos se habían dividido en dos
bandos: unos no me saludaban y otros se contenían para no
insultarme. ¡Mala era la impresión que me ofrecía Pereiro en el
momento en que volvía a pisar sus calles, tras nueve meses de
reclusión!
Durante dos días estuve dejando crecer mi malestar hasta
transformarlo en abierta exasperación. Al tercero me colé en
una bodega aislada y sustraje unos litros de aguardiente. Me
pasé toda la tarde y noche dando cuenta de las botellas. Para
cuando terminé de beber el último trago, mi enojo había desaparecido, reemplazado por un cebollón etílico que me impulsaba a la acción. Abrí las ventanas y contemplé la luz diurna
diluyendo el resplandor de los faroles.
—Y ya no sé más.
—¡No puedes haberte olvidado de todo! —protestó Sindo—.
Las montaste muy gordas, y una detrás de otra.
Viendo que no me daba por enterado, Gumersindo desgranó
en detalle alguna de las varias barbaridades que había cometido.
—¿Lo que le hiciste al billar de Gundino? ¿El flipper que astillaste en el Kasamaru? —seguía sin saber de qué me estaba
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hablando— ¿No recuerdas, siquiera, el follón que organizaste
con aquellas estudiantes, cuando te apoderaste de sus lápices
y cuadernos y te pusiste a rotular anuncios como un poseso?
Aquello me sonaba más. Una idea me rondaba, imprecisa,
por la cabeza. Un atisbo difuso de un ajetreo continuo y de una
obsesión febril que me empujaba a colocar letreros en todos
los sitios posibles, como si estuviera metido en una campaña
electoral.
Y, durante un segundo, me recordé en la plaza; cuando, a
última hora, decidí colocarle un cartel a Benigno.
Gumer me refería la escena tal y como se la habían contado:
“Te dio las buenas noches y lo mandaste a la mierda.
Benigno se quejó:
—¡Hay que ver cómo vienes, Tavo!
—¡Vengo como me da la gana! —replicaste.
—¿Qué pasa contigo, pues? —terció Donato, que era el único parroquiano presente.
—¡Pasa que estoy harto de celebraciones! —respondiste
acaloradamente—. Que si el día de la patria chica, que si la
fiesta del patrón... Ahora jornada de afirmación sexual y mañana exaltación del fervor mariano...
Sin más prolegómenos, desdoblaste el papel que portabas
bajo la axila y lo colocaste, bien visible, sobre la máquina tragaperras.
Señalaste unas letras grandes que coronaban el pliego: ¡DÍA
DEL ORGULLO MÍO! Al pie de la leyenda se descubría tu firma, garabateada con descuido.
Entre tanto, Benigno te había servido un cubata cargado, para intentar distraerte y conseguir que te calmaras.
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También Donato quiso colaborar en tu apaciguamiento y
probó a darte conversación.
—¿Por qué esta fecha precisamente?
—¡Porque me sale a mí de los cojones! —contestaste al
tiempo que lanzabas el vaso con su contenido en dirección a
las narices del curioso. Donato se agachó justo a tiempo y esquivó el proyectil, que fue a impactar con estrépito contra la pared.
Acto seguido te encaramaste a la barra, llena aún de servicios por recoger. Te pusiste de pie sobre el mármol y empezaste a barrer a patadas su superficie.
Llovieron tazas y vasos por todo el local. Te ensañaste después con las bandejas metálicas, proyectándolas con violencia
contra las esquinas y provocando un fenomenal estruendo.
Armaste un escándalo formidable, rompiendo con saña la vajilla y regando el suelo de cristales rotos.”
Gumersindo abría expresivamente los brazos, negándose a
creer que hubiera podido olvidar tamaño desenfreno.
Hasta entonces había escuchado sus explicaciones sin sentirme concernido, como si me hablara de los delirios de un desconocido. Pero aquella alusión a los cristales destrozados tuvo
el efecto de provocarme un acceso de memoria.
Me vi, de nuevo, subido al mostrador, con los zapatos medio
cubiertos por cascotes de vidrio y loza. Volví a sentir el pesado
brazo de Benigno que me tiraba abajo de la barra. Recordé con
claridad la presión en mi hombro mientras me empujaban hacia
la salida y el tremendo empellón que me puso en un vuelo fuera del establecimiento. Y casi creí escuchar nuevamente las últimas palabras que me dirigieron:
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—¡No te denunciamos porque ya estás en la cárcel!
Sin reparar en los penosos esfuerzos que yo hacía por incorporarme, Benigno cerró el bar de un portazo. A mis oídos
llegó, claramente, el sonido del cerrojo al ser corrido hasta el
fondo.
Por un momento pensé en liarme a zapatazos con la puerta,
pero un rayo de sol me golpeó en los ojos y contuvo mi impulso. Me palpé el cuerpo para asegurarme de que no había recibido daño y me marché sin formar más alboroto.
Veinticuatro horas habían transcurrido y se podía dar por
terminado el festejo. ¡El amanecer marcaba el final del día del
orgullo mío!
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ANTECEDENTES
Apenas llegado me forzaron a subir al coche. “¡A la costa, a
la costa!”, urgían y no me dejaron tiempo ni de tomar un café.
Torino estaba al volante y nos metía prisa: “a las siete
hemos quedado”. Cuatro horas para llegar al mar, íbamos sobrados de tiempo para cubrir esa distancia. No veía la razón
para tanto apuro pero estaba sin fuerzas para protestar. Me
acomodé en el asiento trasero del Land Rover y cerré los ojos,
en menos de cinco minutos había reconciliado el sueño.
Me desperté cien kilómetros más adelante, en pleno intercambio de impresiones.
—Tiene que estar todo liquidado en menos de una hora,
cuarenta y cinco minutos deberían ser suficientes.
Agucé el oído, deseoso de prestar atención a cuanto me rodeaba. Por lo visto, en el último momento, Celestino se había
desentendido de la movida; en su lugar nos había encajado a
Fernando, su cuñado, que se sentaba en el asiento contiguo al
mío. Delante, Vitorino guiaba el vehículo y Sindo ocupaba la
plaza del copiloto.
Como seguía sin saber en qué clase de lío me había metido,
intentaba hacerme una composición de lugar a partir de deducciones indirectas. La personalidad de mis acompañantes, gente
tranquila, con poca propensión a conducirse con brutalidad, y la
ausencia de armas distintas de la habitual navajita de Fer y la
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cachiporra que Vito siempre cargaba en el tequi en prevención
de posibles disputas, me tranquilizaron en un aspecto: fuera lo
que fuese lo que estábamos a punto de hacer, no sería de carácter violento.
Fernando, que aparte de ser el más joven del grupo era
también el más bocazas, asediaba a preguntas a Torino, que
parecía el más informado. Por una vez no me desagradó oír la
incesante cháchara de Nando, su insistencia en darle mil vueltas a las cosas me venía muy bien para enterarme del motivo
de la excursión sin tener que poner en evidencia mi ignorancia.
No quería que creyesen que yo era de esa clase de tipos que
se comprometen en algo movidos sólo por la excitación del
momento, de los que olvidan al día siguiente todo cuanto prometieron en estado de ebriedad. Verdaderamente ése era mi
caso, pero prefería disimularlo para no perder puntos en el
concepto de los demás, que me tenían por persona seria.
Por lo que estaba escuchando, resultaba que, en este país,
un peón sin cualificar podía ganar un porrón de dinero, equivalente a la paga de medio año, en sólo una hora de trabajo, viaje
aparte.
—Se trata, entonces —recapituló Fernando—, de colocar
una grúa y subir unos cuantos paquetes de la playa hasta lo
alto del acantilado en el menor tiempo posible.
—¡Bastantes paquetes! —observó Vito—, cosa de media tonelada según Simbad.
—¿Qué clase de mercancía será? —preguntó Nando con
ansiedad.
—Por lo que nos pagan, yo diría que no es tabaco
—conjeturó Gumer entrando en la conversación.
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—¿Cuánto nos vamos a llevar exactamente? —por el tono
se notaba que Fer preguntaba más por el gusto de escuchar la
respuesta que porque tuviera auténtica necesidad de informarse.
—¡Un kilo para cada uno! —contestó Torino con impaciencia—, ya te lo he repetido más de cien veces.
—¿De cocaína? —intervine.
—No, en dinero —me explicó Sindo—. Un millón de pelas
por cabeza; está bastante bien pagado, pienso yo.
Sí, bueno, en farlopa aún supondría mayor capital, pero de
todos modos no era una cantidad para despreciar. Con un millón saldría de un montón de apuros, podría cancelar el préstamo bancario y todavía me quedaría pasta para darme alguna
que otra alegría consumista.
Por fin me habían quedado las cosas claras. Se trataba de
un asunto de contrabando en el que, en un solo día, podía sacar lo suficiente como para arreglarme el año. En conjunto no
estaba descontento conmigo mismo. Puede que luego perdiera
la memoria pero, incluso en pleno colocón, aún sabía lo que
me hacía y no entregaba mi consentimiento a empresas disparatadas.
Estaba metido, a fin de cuentas, en un negocio razonable:
mucha guita por poco trabajo. Claro que había riesgo, pero era
precisamente el alto plus de peligrosidad el que hacía atractivo
el sueldo.
Me hallaba demasiado agotado como para que me molestaran los nervios. Eché cuentas de que nos quedaban cuando
menos dos horas de viaje y decidí aprovecharlas para reponer
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un poco las fuerzas, a fin de que el cuerpo estuviera preparado
para realizar el esfuerzo físico necesario para cargar el alijo.
Fue solamente cosa de bostezar, reclinar la cabeza y volverme a dormir.
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RUMORES
De guardia en el cuartel por la mañana y de vigilancia en los
caminos por la tarde, la jornada laboral de un guardia civil de
pueblo es siempre así de intensa. El servicio en el Cuerpo tiene
más de sacerdocio que de empleo. Hay que entregarse por entero a la Institución, a cualquier hora del día o de la noche.
Mientras repasaba con la mirada las leyendas que adornaban
las paredes del cuarto de recepción, Quero, el cabo de servicio,
maldecía la mala suerte que le había encadenado aquella mañana a la máquina de escribir. Quero tenía demasiados trienios
acumulados como para pudrirse en un trabajo burocrático.
Normalmente conseguía eludir la oficina: patrulla por la mañana, patrulla de tarde y hasta la ronda nocturna si era necesario.
Cuanto menos tiempo encerrado en el puesto, mejor que mejor.
En este día se la habían metido doblada.
—Estamos faltos de elementos —le explicó el sargento—; la
orden viene de arriba, quéjate al teniente.
—¡Todo por la patria! Me conformaré.
Más mal que bien había conseguido sacar adelante la tarea,
con torpeza y lentitud debido a la falta de costumbre, pero entre
una cosa y otra se le había ido la mañana y estaba a punto de
completar su turno. Sólo le restaba transcribir el informe de la
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pareja que volvía de hacer un reconocimiento. “Prácticamente
sin novedad”.
Quero alzó la vista de las teclas y se quedó con la mirada fija
en el agente que transmitía el parte.
—¿Con novedad o sin ella? —inquirió tajante.
—Oímos algo en el puerto…
El cabo procedió a traducir al lenguaje castrense las confusas declaraciones de los dos guardias: “Buzo informa de la
presencia de bultos sospechosos en una cueva de la cala de
La Salve”.
Estamparon los números sus firmas al pie del escrito y
abandonaron la estancia, ya sólo faltaba meter todos esos papeles en un sobre y entregárselos al suboficial al mando, después podría irse a comer.
El sargento acogió a Quero con aprensión. Lo sabía enojado
y temía que empezase a refunfuñar. Permanecía a la expectativa mientras revisaba apresuradamente los folios que componían el parte. No estaba seguro de la actitud que convenía
asumir con respecto a su subordinado.
Sus ojos apuntaron un momento por encima de la cabeza
del cabo, a la altura de uno de los letreros destinados a elevar
la moral de la tropa. El cartel reproducía, en letra gótica, una
frase de Maquiavelo que venía a decir, poco más o menos:
“¡Hazte temer!”.
Parecía una buena política.
—Remite esto al comandante de zona —ordenó.
—¿Yo?, pero si ya he acabado...
Atajó con energía las protestas de Quero.
—Retírese, cabo.
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Con un “a sus órdenes” mascullado y un ligero canturreo rezongón se despidió Quero del despacho de su superior. No encontró a quien encasquetar el recado, todos estaban ocupados
o ausentes. Finalmente no tuvo más remedio que hacerse cargo él mismo, cogió su vehículo particular y se dirigió a entregarlo, de propia mano, en la comandancia de zona. Por el camino
cantaba insistentemente la misma copla: “arrieritos somos...”
¡Ya encontraría la forma de desquitarse, alguien tendría que
pagar por lo de esta mañanita!
De pie ante un mapa del concejo, de espaldas a la mesa
atestada de papeles, el teniente Fajina se abstraía en meditaciones teóricas, como una forma de aplazar un rato la ejecución de la tarea pendiente. También era una excusa para prolongar lo máximo posible el tiempo dedicado a la digestión.
Fajina había comido bien, con buen vino y buena charla. Se
sentía satisfecho de su comportamiento en la mesa. Le había
cerrado bien la boca al forense. Se creía éste más que nadie
por su título de medicina y siempre establecía odiosas comparaciones con los oficios de los demás, comparaciones en las
que el doctor siempre se encontraba favorecido. ¿Eres tú más
que yo?, preguntaba a todo el mundo, y siempre se contestaba
él mismo que nadie le superaba.
Tuvo que explicarle las atribuciones que conllevaba el cargo
que ejercía dentro de la Guardia Civil. Recorrió el plano con la
mirada y corroboró lo acertado de los argumentos que había
expuesto durante la sobremesa.
—Basta con echar un vistazo al mapa para darse cuenta
—musitó para sí mismo—. Puestos dispersos, como fortines
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intercalados en el territorio a controlar, de los que salen patrullas y destacamentos a pasear nuestra bandera. Con nuestros
vehículos y sistemas de comunicación estamos en todas partes
y podemos cubrir cualquier contingencia.
Se separó de la pared y asomó la nariz por la ventana.
—¡Cincuenta años y teniente! —exclamó de pronto—. Sí,
pero de la Benemérita, lo que equivale, cuando menos, al grado de un coronel de caballería. No hay más que medir los kilómetros que tenemos que vigilar y multiplicarlos por las dificultades orográficas y la densidad de población.
El humo del puro giraba en el aire al ritmo marcado por su
mano agitada.
—A ver si esta misión puede desempeñarla un oficial inferior. Me quedo corto con lo de coronel, casi realizo funciones
propias de un general de brigada.
—¿Da su permiso, mi teniente?
La irrupción del escribiente retrajo a Fajina a su personalidad
práctica.
—¿Algo que reseñar? —preguntó al tiempo que recogía la
carpeta con los partes que le tendía el brigada.
—Una nota del cuartelillo de Cala Bozo —señaló el suboficial—, la encontrará en primer lugar.
Fajina repasó rápidamente el papel.
—La cala de La Salve —murmuró—, esto es competencia
de la Guardia Civil del Mar. Déles traslado del informe por si
quieren efectuar una comprobación.
Solo de nuevo en la habitación, el teniente apagó el resto del
puro en el cenicero y se sentó ante la mesa, dispuesto a des-
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pachar el trabajo. Eran las cuatro y media de la tarde y aún
quedaba mucho día por delante.
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INDICIOS
Dormí de un tirón casi tres horas y me desperté medianamente despejado. En tanto que a mí se me iban aclarando las
ideas, mis compañeros mostraban un creciente estado de confusión. Sindo y Torino discutían acaloradamente erguidos en
sus asientos, Fernando, detrás, reía a carcajadas al escuchar
los insultos que se cruzaban.
—¡Te digo que ya lo hemos pasado! —aseguraba Gumersindo a voces—, era el cruce anterior al pueblo.
—¡Y una leche! —rechazaba indignado Vitorino—. Me lo dejaron muy claro, pasando Bozo, el primer cruce a la derecha.
—¡Antes!
—¡Después!
No se ponían de acuerdo sobre las instrucciones recibidas y
los dos se consideraban en posesión de la verdad.
Ni uno ni otro parecían dispuestos a dar su brazo a torcer y,
entre tanto, permanecíamos detenidos a un lado de la carretera, atascados en un debate furioso que no daba trazas de terminar. Incapaces de imponer su criterio, Gumer y Vito recurrían
abiertamente a la descalificación personal. Hablaba Sindo y Torino le remedaba exagerando el acento plañidero de las quejas
de su antagonista. Aquello degeneraba cada vez más y la discusión se estaba transformando en un conflicto verbal virulento,
en el que salían a relucir antiguas historias que los contendien-
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tes aportaban como prueba de la falta de juicio que caracterizaba a su contrario. Con tantos reproches acumulados y tanto
grito destemplado, tenía la impresión de estar asistiendo a una
pelea conyugal.
¡Bien empezábamos, ni siquiera éramos capaces de localizar el lugar de la cita! Estuve oyéndoles regañar más de un
cuarto de hora antes de decidirme a terciar en la polémica.
—Aquí parados no arreglamos nada, mejor sería darse una
vuelta a ver si topamos con algo que nos oriente.
A falta de otro mejor, adoptaron mi consejo.
Dimos la vuelta al carro y nos internamos por las calles de
Bozo.
—¡Joder! —refunfuñó Nando—, es la quinta vez que pasamos ante esta iglesia. Ya deben de conocernos hasta las gallinas.
Todo lo estábamos haciendo mal. En lugar de ser discretos,
como corresponde cuando se va a cometer un delito, llevábamos una hora dando el cante, exhibiendo nuestro automóvil por
toda la población. No podíamos seguir así, o tropezábamos con
Simbad o dábamos por abortado el proyecto.
—Tira hacia el mar —propuso Fernando—. Párate en el arcén y nos metemos unos tiricos, liamos unos cigarritos y pensamos qué hacer.
¡Por fin se oía una iniciativa coherente!
—Nada de drogas —advirtió Vitorino—. Simbad fue muy
terminante al respecto, no quiere a nadie colocado durante el
trabajo.
Lo mandamos a la mierda a él y a sus escrúpulos, ¡no nos
habíamos metido a delincuentes para obedecer consignas! Vito
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tuvo que plegarse a la opinión mayoritaria y enfiló, no sin protestas, un camino por entre los campos. No habíamos recorrido
ni medio kilómetro cuando descubrimos, estacionado junto a un
árbol, el Frontera de Simbad.
El tipo estaba fuera, estudiando un plano extendido sobre el
capó.
Por un lado nos cortaba el vacilón pero, de otra parte, era un
alivio encontrarle.
No nos dirigió ningún reproche por el retraso, estaba demasiado ocupado dándole vueltas al mapa. En su desesperación,
recurrió a nosotros en busca de ayuda.
—No doy con ella. Mirad vosotros, a ver si sois capaces de
distinguirla.
—¿Qué hay que buscar?
—La Salve, cala de La Salve.
Inclinamos nuestras cabezas y recorrimos, guiados por la
punta del dedo de Vito, la línea de costa. Aparecía cubierta de
nombres de muchas peñas y peñones, de cabos y ensenadas,
de playas grandes y chicas. Una multitud de accidentes geográficos de diversas denominaciones entre la que nos era imposible identificar el objeto de nuestro interés.
—Puede que no exista —apuntó Gumersindo—, quizá te hayan dado mal el nombre.
Simbad se reafirmó en la exactitud de su información. Como
prueba extrajo de la hebilla de su cinturón un papelito doblado
donde se leía claramente escrito el punto de recogida: la cala
de La Salve
Como en medio del campo no había indicadores y todas las
sendas que conducían al acantilado eran prácticamente igua-
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les, sin ninguna señal que nos permitiera reconocer el sitio que
buscábamos aunque estuviéramos pisándolo con nuestros
pies, sólo se no ofrecía la alternativa de preguntar.
—Me han prohibido utilizarlo —se disculpó Simbad, aludiendo al teléfono móvil que todos señalábamos con nuestras miradas.
No había más remedio que regresar al pueblo y recabar de
algún vecino una información precisa. Desandamos el camino y
nos pusimos en marcha formando caravana, Gumersindo y
Simbad delante con el Opel y el resto detrás, en el Land Rover
de Torino. Si antes llamábamos demasiado la atención, ahora
ya casi parecíamos un circo ambulante. Sólo nos faltaban las
luces y la música para terminar de hacernos ostensiblemente
evidentes.
Al menos tuvimos la suerte de no tener que pasar de las
primeras casas.
Apiñados en torno a un crucero, recostados en las gradas
que formaban la base de la cruz, divisamos a un grupo de rapaces, casi una docena entre chicos y chicas, que ocupaba la
tarde en conversaciones y juegos a la espera de que sonara la
hora de emprender alguna actividad. Pensé que debía de ir mal
de bares aquel pueblo.
Por lo que podía oír desde la distancia, Sindo les estaba
contando una fábula acerca de un cargamento de gasoil que
teníamos que recoger en el acantilado. La patraña se me antojó poco verosímil y tampoco a los chavales parecía convencerles, con todo aún accedieron a indicarnos la ruta que debíamos
seguir.
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Después de facilitarle la dirección correcta, los muchachos
sometieron a Gumer a un interrogatorio exploratorio, indagando
sobre las circunstancias que nos habían llevado a amontonar
combustible en una zona tan apartada y la razón por la que
íbamos a recoger el gasóleo tan tarde, cuando estaba a punto
de anochecer. Las preguntas se iban haciendo cada vez más
comprometidas y Sindo sufría para imaginar explicaciones
creíbles a las cuestiones planteadas. Simbad zanjó sus apuros
accionando repetidamente la bocina y asomando su careto sin
afeitar por la ventanilla.
—¡Vamos, que no tenemos todo el día!
Gumersindo aprovechó la interrupción para despedirse
abruptamente de sus inquisidores y encaramarse precipitadamente al todoterreno. De inmediato se pusieron en marcha y
nosotros salimos tras ellos. Esta vez no había vacilaciones, la
furgoneta se desplazaba con decisión, eligiendo sin titubeos la
dirección apropiada en cada bifurcación. Por primera vez en el
día sabíamos a dónde nos dirigíamos. Eché un vistazo al cielo
y constaté que nos quedaba muy poca luz diurna, apenas una
hora, más valía que nos diéramos prisa en llegar y empezáramos al punto con la faena. Tendríamos que darle caña al asunto si no queríamos trabajar a oscuras.
Al volante, Vitorino permanecía en silencio, concentrado en
no perder de vista al coche guía. Tampoco tenía yo nada que
decir. Con el alivio de la resaca volvía a recuperar la claridad
de juicio y era cada vez más consciente de los peligros que
comportaba nuestra aventura. Cuanto más sereno me iba sintiendo, más notaba los nervios.
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A mi lado, Fer se mostraba como el más despreocupado de
todos nosotros. Había sacado su cartera del bolsillo y se ocupaba, tranquilamente, en desenvolver una bolsita que bien podía contener un gramo de perica. Nos ofreció unas rayitas para
entretener el viaje. Vito bufó desde su puesto de conductor,
manifestando que no era el momento más adecuado para embotarse el cerebro. Por mi parte, acepté agradecido el convite.
Necesitaba cualquier cosa que me distrajera de pensar en los
riesgos a que estábamos expuestos. Esto aparte, también mi
cuerpo echaba en falta algún tipo de intoxicación.
Nando trazó dos generosas líneas de polvo blanco que esnifamos acto seguido, utilizando un billete enrollado, noté en las
narices y la boca un regusto a farmacia y empecé a reconciliarme con la realidad. Fernando recogió la coca sobrante y se
la guardó en la cazadora.
—Lo que queda, para después del curro.
Otorgué mi más completa aprobación a su planteamiento de
las cosas. Iba percibiendo el subidón de la droga al tiempo que
Fer mostraba los mismos síntomas. Animados por el estupefaciente, dedicamos el resto del recorrido a burlarnos de Torino y
de su inusitada abstinencia. Vito prefirió no hacernos caso, no
contestaba a nuestras pullas y se centraba exclusivamente en
el seguimiento del Frontera, que se dirigía con precisión a un
paraje del acantilado.
A mí todo el paisaje me parecía idéntico: prados verdes y
campos de maíz, pero los de delante se mostraban seguros de
su itinerario y a nosotros sólo nos quedaba seguirlos y estar
preparados para entrar en faena en cuanto que aparcáramos.
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Ya estaba tentado de proponerle a Nando una repetición de
la jugada, con un nuevo ataque al envoltorio que escondía en
la chupa, pero antes de que pudiera formular la primera sugerencia Vitorino frenó bruscamente y fue a colocarse detrás de
la furgoneta de Simbad. Éste y Sindo habían descendido y nos
esperaban al final de un sendero, en una atalaya que se destacaba de la raya costera, adentrándose en el mar, justo encima
de una pequeña playa. ¡Había llegado el momento de actuar!
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CABOS SUELTOS
Roberto contempló con fastidio al rebaño de adolescentes
que se arremolinaba en torno a los altavoces. Todas las tardes
la misma historia, llegaban, le pedían que pusiera la música a
toda pastilla y se quedaban hasta la hora de cenar bailando y
chillando, compartiendo entre tres un refresco y efectuando, en
conjunto, menos gasto que el que se permitía un hombre hecho
y derecho en el tiempo que dedicaba a rellenar la quiniela semanal. En verdad que no salían a cuenta, ocupaban medio local, no producían apenas beneficio y, encima, aturdían al resto
de la parroquia con sus ritmos frenéticos.
A punto estaba de reducir drásticamente el volumen de la
máquina de discos cuando la entrada de Nazario y Agustín le
recordó que no hay mal que por bien no venga. Al reclamo de
la reunión de chavalitas acudían veinteañeros, con ingresos y
costumbres de adultos en cuanto a las consumiciones, que rondaban alrededor del grupo de muchachos, mezclándose en sus
coloquios y tomando parte en sus disputas, aunque manteniendo un poco las distancias. Los mayores se situaban cerca
de la barra, enfrente de la pandilla, yendo y viniendo del mostrador hasta la tertulia, paseando de un lado a otro las copas y
ensayando, de cuando en cuando, un amago de baile.
Se apresuró a atender a los dos nuevos clientes. Su diligencia obtuvo el premio de un pedido de dos cubatas de escocés,
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que reconfortaría a la caja registradora y a él le alegraba un
poquito la tarde.
—¡Berto!
Le reclamaba, desde la otra punta de la barra, una pareja
que conocía bien. Félix y Nelia aún no habían dado por terminada la marcha emprendida el día anterior. Llevaban veinticuatro horas seguidas de tralla y todavía no veían llegado el momento de la retirada.
Un carajillo y una caña marcaron la diferente capacidad de
absorción de alcohol de cada uno de ellos. Abonaron el coste y
buscaron refugio en una mesa apartada. Cuchichearon risas
durante un rato, mientras Félix apuraba su bebida caliente. Nelia no pudo pasar de la mitad de su cerveza, aprovechó un intervalo entre chascarrillo y chascarrillo y apoyó la cabeza en el
hombro de su compañero. Antes de que pudiera pensar en
oponer algún reparo, Félix se encontró con la carga de una mujer dormida por completo, con la boca entreabierta y el cuerpo
recostado contra su pecho. Se acomodó como mejor pudo en
el respaldo de la silla y procuró moverse despacio para no turbar el sueño de su camarada. Al rato dejó la taza y cayó, asimismo, en un profundo sopor. Ahora componían, al fondo, un
cuadro ejemplarizante acerca los males que acarrea el abuso
en la bebida.
Hoy el día parecía ir a pares. Por la puerta asomaba el cabo
Quero seguido de un guardia joven que le acompañaba en la
ronda. Pidieron un café y una tónica, Roberto añadió, por su
cuenta, un chupito de coñac que colocó a la derecha del café
del suboficial. Era costumbre agasajar al cabo con una copita,
invitación de la casa, siempre que entraba en un bar. No esta-
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ba muy clara la conveniencia de seguir aquel rito. Por supuesto
Quero no se mojaría para sacarles de un lío, todo lo más que
podía esperarse de ese sortilegio era evitar algunas pejigueras
menores y conseguir un control menos riguroso del horario de
cierre. Berto era prudente, otros se negaban a someterse a esa
obligación y tampoco parecía irles especialmente mal el negocio.
Tuvo que dar conversación al cabo, que ya venía achispado
de inspeccionar otros establecimientos. Por contra, el guardia
joven se mostraba excesivamente envarado, casi rígido, separado como un metro de la barra y con el cuerpo medio vuelto
hacia la entrada. Atendía sólo de refilón a la charla, en la que
procuraba no mezclarse, ofrecía una especie de resistencia
pasiva de la que solamente se apeaba para contestar a las
preguntas directas de su superior, el cual intentaba hacerle
hablar por todos los medios, mofándose de su morigeración y
de su miedo a empañar la dignidad del uniforme.
El número tenía nombre: Jorge Travieso, y no estaba contento con el modo en el que discurría su turno de patrulla. Quero podía creerse cada vez más ingenioso, pero no era aquél el
lugar apropiado para cumplir con su principal cometido: la prevención del delito.
El semblante serio y la confusión de las explicaciones de
Travieso delataban su inexperiencia. Roberto lo catalogó automáticamente como un pardillo, con mucho que aprender todavía.
Tampoco quería darle mucha cuerda al cabo y se alejó pronto con la excusa de los vasos por fregar. Era mejor no dar una
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impresión de excesiva familiaridad con los representantes de la
autoridad.
La tarde discurría como era de esperar. Pasadas las fiestas
y dejado atrás el verano, apenas sí quedaba personal que
mantuviera abiertos los bares del pueblo. El camarero empezó
a coquetear con la perspectiva de clausurar temprano su jornada laboral. Antes de las once, los mozalbetes desaparecerían
para no regresar hasta el día siguiente. Tampoco era probable
que Nazario y Agustín, o alguno de sus colegas, se dejara caer
por la noche; el que no tenía que madrugar para incorporarse
al trabajo no disponía de fondos suficientes para sostener un
alterne diario y preferían reservar sus escasos recursos para el
fin de semana. Hoy no daban ningún partido interesante, podía
confiar en acostarse antes de la una.
¡Aunque nunca se puede estar seguro de nada!
En la calle resonó un chirrido estridente, un carro de dos
ruedas, arrastrado por un mulo, había frenado justo a la entrada. La maniobra de aparcamiento había sido más que brusca y
el imperioso “¡so, macho!”, que contuvo al animal desbocado,
había sonado muy en el último momento, cuando ya parecía
que hombre, bestia y carro iban a precipitarse en el interior de
garito, destrozando, a su paso, la cristalera de la fachada.
—¡Pero!, ¿me vas a dejar ahí el caballo? —protestó Berto dirigiéndose al paisano que se acercaba golpeando el suelo con
sus botas militares, que producían un sonido metálico de hebillas sueltas. Una gorra de visera con propaganda de un refresco, una cazadora verde y unos pantalones de camuflaje componían, junto al calzado desabrochado, la ropa de faena de Vi-
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riato, que había aprovechado su paso por el ejército para aprovisionarse de prendas de trabajo para el resto de sus días.
—¡Dejo la mula donde me sale del nabo! —resopló el campesino con la cara congestionada— ¿O es que vas a echarme
también de aquí?
Roberto no se esperaba una reacción tan airada y procuró
contemporizar.
—¿Te pongo algo?
—Un cacharro.
El labriego vació de un trago el contenido del vaso y reclamó
un nuevo copazo, al que acometió con más comedimiento, espaciando los sorbos.
—¡Echarme a mí! —Viriato estaba poseído de indignación y
profería cagamentos y maldiciones para su coleto, pero con
voz audible— ¡Tenía que haberles dado con la guadaña!
El labrador había concitado, con su turbulenta aparición, la
curiosidad de todo el público presente. Salvo los dos durmientes de la mesa.
—¿De dónde te echaron, Viri? —preguntaron desde el rincón de la mocedad.
Es fácil sonsacar a quien no desea más que una oportunidad
para desahogarse.
—¿A que no conseguís adivinarlo? —desafió.
Todos probaron diferentes hipótesis.
—La macro de Villabona.
—Del Costanegra.
—No —intervino Nazario—, apuesto por el Apolo.
Viriato negaba con la cabeza. No había sido expulsado de
una discoteca, ni de un pub ni de una barra americana.
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—¡De un prado! —exclamó— ¡Me han obligado a salir de un
prado en el preciso momento en que me disponía a segarlo!
Primero se interesaron por el quién.
—Unos sujetos de aspecto extraño que aseguraban que
aquel campo era terreno acotado para actividades privadas.
Después el cómo.
—Primero que si era propiedad particular, que si la empresa
les había dado ordenes de impedir el acceso a la zona de obra.
Decían que lo hacían por mi propia seguridad, y por el bien de
mi integridad física me aconsejaron que me marchara sin más
discusiones, si no quería que me largaran ellos a hostias.
—¿Viste algún tipo de instalación? —preguntó Agustín, intrigado por el misterioso relato.
—Sólo dos todoterrenos y cinco maromos evolucionando alrededor.
—¡Los del gasoil! —gritó una mocita de las que se agolpaban junto al aparato de música.
Terminaron de contrastar datos.
—¡Cinco!
—¡Con acento forastero!
—¡Jóvenes! —describió Virato.
—No tanto —corrigió la chiquillería—, alguno pasaba ya de
los treinta.
—Con un Land Rover viejo y un Frontera azul.
—¡Los mismos!
Sólo restaba saber el dónde y Viri se apresuró a despejar el
enigma sin más dilaciones.
—Junto al mar, en el prado de Mirayes, donde empieza el
sendero que baja a La Salve.
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—¿En la cala de La Salve? —inquirió el cabo con súbito interés.
Confirmada la localización, Quero golpeó levemente el codo
de su compañero y le indicó que le siguiera. Terminó su copa y
enderezó decididamente hacia la salida. Tras él trotaba Jorge,
que no acababa de entender la razón de aquellas prisas repentinas.
—¡Alto la Guardia Civil! —tronó una voz al fondo. Era Félix,
que se había espabilado en ese mismo instante y encontraba
francamente divertido el ímpetu en la retirada de la pareja de
civiles.
Quero prefirió ignorar las gracietas del borracho y concentrarse en lo que más urgencia corría, tiempo tendría, más adelante, para aplicarle un correctivo al chistoso si surgía la ocasión.
—Vamos a echar un vistazo.
—¿Dónde? —preguntó Travieso despistado.
—A La Salve —concretó el suboficial con tono condescendiente—, ¿o tienes otro sitio mejor al que ir?
El agente acató disciplinadamente las sugerencias de su jefe
inmediato y emprendió con presteza el camino señalado. Quero, entre tanto, se peleaba con los mandos de la emisora de
radio.
—Nos dirigimos a La Salve a verificar una información.
—Enterado, avisen si precisan refuerzos.
—Llegaremos en diez minutos. Tengan un dispositivo preparado por si hay tomate.
—De acuerdo, llamen si avistan algo sospechoso.
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Quero cortó la comunicación y encendió un cigarrillo. Se
echó hacia atrás en el asiento y adoptó una postura relajada. A
su izquierda, el guardia novato conducía tenso, con toda su
atención puesta en la pista de tierra por la que circulaba.
“Está cagado” pensó, divertido, el cabo.
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HECHOS
La noche se nos venía encima. Con tantas complicaciones,
habíamos perdido mucho tiempo y arrastrábamos un desfase
considerable con respecto a los planes originales.
A estas alturas, nuestra confianza en el jefe de equipo había
sufrido un serio quebranto. Teníamos la impresión de que todo
se había llevado a cabo de forma muy chapucera. Simbad, impertérrito, procuraba meternos prisa. Se comportaba como si
no tuviera culpa alguna del retraso que llevábamos acumulado
sobre el horario previsto. Ahora nos tocaba movernos entre
sombras, con la consiguiente dificultad añadida de tener que
bajar el estrecho y empinado camino que conducía hasta la
playa en medio de la oscuridad.
La tentación de echarlo todo a rodar era muy fuerte entre la
mayoría del grupo. Por el contrario, Simbad se mantenía optimista y enérgico, decidido a sacar adelante el negocio. Fer,
Sindo y yo formábamos un frente escéptico ante la coalición
entusiasta del marino de Bonxe y de Vitorino, que se alienaba
con el patrón como si hubiera asumido, por su cuenta y riesgo,
el cargo de capataz.
No protestábamos abiertamente, pero las dudas que nos
asaltaban impedían que pusiéramos el corazón en la labor. Recordábamos que ese individuo que ahora nos urgía a movernos
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con rapidez era el mismo que había sido incapaz de hallar la
zona de desembarco pese a contar con la ayuda de un plano.
Tampoco nos inspiraba mayor respeto la falta de ingenio que
había demostrado al intentar conseguir informarse sin despertar sospechas. La tontería aquella del gasóleo no se la creería
nadie con dos dedos de frente. Era posible que entre todos
aquellos mozos no se juntara ni un centímetro de cerebro, y
que su cabeza estuviera demasiado ocupada en sus expectativas de ligue y sus problemas estudiantiles como para que fuesen capaces de reflexionar sobre algo que, a fin de cuentas,
tampoco les importaba nada. Quizá formasen un círculo cerrado, sin comunicación apenas con el resto del vecindario, en cuyo caso podíamos esperar que no comentasen lo sucedido con
ningún adulto potencialmente peligroso. Debíamos confiar en
que así fuera, o que, cuando menos, no tuvieran ocasión de
sacar el tema antes de que nosotros hubiéramos abandonado
la demarcación.
Así, sin convencimiento pero espoleados por las premuras
de Simbad, nos dispusimos a descargar el equipo. Aún no
habíamos terminado de sacar los bártulos cuando se presentó
aquel segador con su carro.
La forma de despachar al importuno evidenció, una vez más,
la escasa habilidad con que se desenvolvía nuestro encargado
en situaciones comprometidas. Se suponía que nos comandaba un profesional, pero, después de contemplar su patética interpretación de un jefe de obra y la no menos tosca representación de Torino en el papel de guarda jurado, nos convencimos de que estábamos en manos de dos inexpertos, tan torpes
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que no podían solventar un incidente imprevisto sin complicar
aún más el problema que trataban de remediar.
El hombre agarró finalmente su mulo y se marchó farfullando
maldiciones. Sólo habían podido sacárselo de encima con
amenazas y mucho nos temíamos que no perdiera un minuto
en comunicárselo a los demás vecinos o, peor todavía, que informara del incidente en el puesto de policía más cercano.
Ahí nos plantamos y manifestamos claramente nuestros temores. De seguir así era seguro que nos iban a pillar y no teníamos ningún deseo de culminar la jornada encerrados en un
calabozo infecto y sometidos a concienzudos interrogatorios,
que suelen ir acompañados de unos métodos de persuasión
más contundentes que las simples palabras.
Tal vez fuera mejor dejar correr el asunto, agarrar los coches
y salir pitando de allí, antes de que acudiera más gente a curiosear.
El mismo Vito confesaba su resistencia a continuar con la
empresa. Sólo Simbad se mantenía firme, acaso porque tuviera
más miedo de fallarles a sus patrones que de ser arrestado.
—No os preocupéis tanto —decía—, mientras ése termina
de guardar el carro tenemos tiempo de rematar la faena y desaparecer. ¡Hala! —apremió—, que esto es algo que se hace
todos los días y nunca pasa nada.
También nos recordó que estábamos allí por dinero y que
solamente podríamos cobrarlo si llevábamos a buen término el
transporte.
No tanto sus razones como el estímulo del millón de pesetas
que esperábamos conseguir y la perspectiva de ver tan cercana la recompensa, acabaron por convencernos y nos pusimos,
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con prontitud, a instalar los pivotes de la polea al borde del
acantilado.
Seguidamente, Sindo y Nando, provistos de una linterna, se
encaminaron hacia el sendero que conducía a la cala. Torino y
yo nos situamos junto a la garrucha, listos para izar la carga
una vez que nuestros compinches la hubieran enganchado.
Simbad supervisaba la operación asomado al precipicio.
Gumer y Fer no habían iniciado aún el descenso cuando divisamos, mucho más próximo de lo que hubiéramos deseado,
el destello azul de la luz del techo del Patrol de la Guardia Civil
que se acercaba velozmente.
No sé quién fue el primero en gritar “¡agua!”, pero al instante
salimos todos disparados, en una carrera desesperada monte
arriba. Todos no, Simbad se había quedado quieto, indeciso,
sin resolverse a abandonar todo el tinglado.
No nos detuvimos a esperarlo, la verdad es que nadie esperaba por nadie.
Cada cual trotaba campo a través como mejor podía.
Antes de perder de vista a mis cómplices pude apreciar las
distintas maneras de desplazarse que empleaban en su huida.
Cada uno asumía las características de un animal para
abrirse paso por en medio de las matas: Sindo avanzaba como
un jabalí, arrollando todo a su paso; Fernando parecía un rebeco por los saltos que pegaba y Vitorino se deslizaba como una
culebra por entre los matorrales. Por mi parte, adopté la postura de un orangután, corriendo casi a cuatro patas y echando los
bofes en las cuestas. Con el miedo no sentía el cansancio ni
me molestaba en protegerme de las zarzas y ramas bajas que
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me golpeaban a cada paso. Únicamente me dominaba la ansiedad de alejarme de aquel sitio lo más rápidamente posible.
Debí de correr más de una hora hasta alcanzar una carretera principal, donde tuve la suerte de toparme con un autobús
que se disponía a emprender la marcha justo en ese momento.
Lo alcancé y pude agenciarme un billete. El autocar iba en dirección contraria a mi destino natural: Pereiro. Pero eso era lo
de menos, lo importante era poner distancia de por medio con
mis posibles perseguidores. Tiempo tendría, más tarde, de retroceder y coger la ruta que me devolviera al pueblo.
...
...
...
...
—¡Seguro que fue un soplo! —afirmó mi compañero de celda—, alguien se chivó de lo que preparabais.
Me produjo cierta sorpresa escuchar semejante deducción.
Creía haber dejado bien expuesta la conjunción de casualidades y torpezas que nos habían precipitado al más completo de
los fiascos.
Pero él permanecía aferrado a su primera impresión.
—¡Un chivatazo! —insistió—, seguro que os utilizaron como
cebo para efectuar una descarga mayor en otra parte.
—Quinientos kilos es mucha mercancía como para usarla de
distracción —discrepé.
—La coca no vale mucho hasta que está en la calle —adujo
mi interlocutor con cabezonería—, fácilmente podía haber un
alijo de diez toneladas en otra playa mientras los picoletos se
cegaban con vosotros.
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El individuo era testarudo y no quería abandonar la teoría de
la conspiración. Ya estaba arrepentido de haberle contado mi
vida y decidí no discutir más. A fin de cuentas, me importaban
muy poco las razones por las que me habían pillado; lo esencial es que, ahora, estaba preso.
—Os delataron —siguió diciendo machaconamente mi vecino—, apostaría mi libertad a que fue tal como pienso.
—¡Tanto da! —repliqué zanjando la cuestión—, allá cada
cual con sus conclusiones. Voy a intentar echar una cabezada.
Lo cierto es que el rememorar aquella tarde tan movida me
había provocado un cansancio retrospectivo que estaba pidiendo a gritos el reposo de una cama.
Me eché la manta por encima de la cabeza y aún le oí murmurar:
—Os emplearon como señuelo para la policía. ¡Estabais
vendidos desde un principio!
Le contesté con un pedo y un ronquido. Luego me desentendí de él y traté de olvidar o, al menos, aparcar de momento
todas las tribulaciones y trabajos padecidos. Total, como decíamos ayer, ¡mañana será otro día!
Y al fin pude dormir a pierna suelta.
FIN
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