Crítica 162 - Revista Crítica

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EL SUEÑO DE LA ALDEA
Ritmo hesicástico,
podemos empezar
R OLANDO S ÁNCHEZ M EJÍAS
Creo –o soñé que creía creer– que a
cierto filósofo, al mostrársele una catedral, le inquirieron, entre malévolos,
curiosos y cazurros: “¿Puede su señoría verla de golpe?” El filósofo, que
como experto en pensamiento practicaba la astucia, respondió: “Es como
un Libro Absoluto. Puedo verla, que
es lo mismo que leerla, de un golpe
de ojo o por partes bien delimitadas, y
por qué no, si uno se aplica bien, por
fragmentos. Pero el reto está en leer
de golpe aquello que lo merece, un
Libro Absoluto.”
Dijo un libro y no una catedral, lo
cual podría traernos, y llevarnos, malentendidos. Pero el ilustrado sabía del
arte y pasión que regula la lectura de la
realidad, pues el romanticismo siempre
será moderno, y en el fondo el romanticismo anula los géneros.
Anuló, nuestro lector de libros absolutos, las distancias, pues para llegar en coche se necesitan mulos o
caballos de sabiduría a la vez parcial
e infinita, artistas de la geometría inconclusa e infinita, de lo novelesco que
avanza a trompicones, unas veces
enlazando, otras dando saltos y recuø JOSÉ
LEZAMA LIMA
peraciones. Pero, finalmente, todo lo
absoluto radica en un gran salto
¿Es Paradiso una novela? Yo, por
mí, diría que sí. Que sí, porque así lo
aseguró su autor, Lezama Lima, y yo
creo, cómo no, en la palabra de mis
superiores, aunque lo aseguró siempre dando pertinentes rodeos, para que
no lo confundieran con un novelista
completamente moderno, de esa otra
modernidad que quiere prescindir del
romanticismo: se sabía actual, el autor, pero también en potencia, pues
como buen romántico buscaba amor y
conocimiento, Eros y Sabiduría. Qué
zorrunos, los autores.
Ya en 1955 –en 1949 se habían publicado las páginas iniciales de su novela o
novelón en la revista Orígenes– situó,
o posicionó –escribir es también arte
de la guerra–, su misión de novelista
cercenando la modernidad del siglo XX
en dos: “Gérmenes, orígenes, plasmas
nuevos tienen que ser descubiertos
por la nueva novela después de Proust,
Joyce o Mann.” Y continuó, dejando
claro, él, el autor-personaje, que no
se refería a ningún retroceso, táctico o
estratégico, al realismo, ni siquiera a
la fundación de un nuevo realismo si
el nuevo no se transmutaba en nuevas
retortas y procedimientos alquímicos
o de buena cocinería: “Una vuelta al
realismo, sin una nueva posición fren5
te a la realidad, es tan sólo un sadismo
sin visión, un fragmento vanidoso que
ladra su incomprensible pequeñez.”
Visión; posición; realidad; fragmento;
incomprensible; pequeñez. Toda una
estética y ética del ars narratio.
Los años 1967 y 1968 –ya en 1966 había
aparecido (y luego casi desaparecido, la
censura es parte del arte, sobre todo en
el totalitarismo), como en taconazo imperioso, la novela –ahora sí que novelón–
en forma de libro, o, para mí, qué duda
me cabe, el libro en forma de novela.
En esos años Lezama declara que
él no es propiamente lo que se podría
considerar un novelista profesional.
Que ha escrito mucha poesía, mucho
ensayo, mucho cuento y entonces, “ya
al final de mi obra, como una súmula
–lo que en realidad es el Paradiso–,
como se decía en la Edad Media, creí
que debía llegar a una novela para decir las cosas que tenía que decir en
una forma más amplia, tal vez más visible y que estableciera la comunicación de una manera más armoniosa”.
Subrayemos de nuevo: súmula (suma
o destino más que confuso, difuso o
como mejor dijo él: “súmula, nunca
infusa, de excepciones morfológicas”,
lo cual anula, anuda, confusión y difusión, tal vez nombrando de soslayo
esa cosa llamada Barroco); visible;
forma; comunicación; armonía. Com6
pletamiento de su ars narratio y ars
vivendi.
¿Es que no quería cobrar? Dejémonos de tonterías, también quería cobrar fuerzas, pues ninguna pequeñez
era aquella avanzadilla que perturbaba los géneros literarios, como asimismo hizo con el ensayo, la poesía,
el cuento. Qué esfuerzo, qué fuerza de
trabajo, qué gastos, si uno escribe por
revelación, acortando lejanías. No sólo
el ojo de la mente, ni del demente, pues
la cordura y la locura en literatura requieren correspondencias, analogías,
enlaces súbitos o imprevistos, lo invisible acordando, hilando, trenzando lo
visible. De ahí: “es una novela-poema
en el sentido en que se aparta del concepto habitual de lo que es una novela.
Paradiso está basado en la metáfora,
en la imagen (…) Yo no me puedo considerar, no me he considerado nunca,
un novelista. El poema siempre ha sido mi forma de expresión; pero llegó un
momento en que vi que el poema se habitaba, que el poema se iba configurando
en novela, que había personajes que
actuaban en la vida como metáforas,
como imágenes; vi cómo se entrelazaban, cómo se unían, cómo se diversificaban y entonces comprendí que el
poema podía extenderse como novela
y que en realidad toda gran novela era
un gran poema”.
EL SUEÑO DE LA ALDEA
En 1970 –¡qué década más terrible da
paso este año para la vida y literatura
cubanas!– amplía sus precauciones, sus
preocupaciones, quizás para que no lo
confundieran del todo –un poquito sí,
diría santa Teresa, la de Ávila– con la
rotulada nueva novela latinoamericana de Gabriel García Márquez, Julio
Cortázar, Mario Vargas Llosa… Un poquito sí, pues para Lezama (como para
García Márquez y Carpentier) “la raíz”
también estaba “en lo americano”, el
paisaje, y el volumen que contiene y da
espesor al paisaje, omnívoro, totalitario:
“Ya para nosotros… por lo menos es mi
caso, la novela no es un problema de
técnica, ni un problema de estructura,
ni un problema de asunto, sino un problema de lenguaje… Nuestros afanes
son totalmente distintos de lo que se interpretaba como novela en otros tiempos.”
¡Qué astucias las de nuestra señoría!
¿Es que quería que jugáramos al juego de las decapitaciones, sustituciones,
nombramientos no ajenos a su padre, el
coronel? ¿Es que Cemí, Foción, Fronesis, Licario, no son personajes y sí, y
sólo sí, símiles y metáforas, como dijo
el autor? ¿Es que los capítulos no son
cuadros que evolucionan a lo largo y
ancho y hasta por retracciones y retroacciones, sin olvidar la futuridad
que pide una novela? ¿Es que yo ya no
soy yo, parcializado lector, y ni habito
en la Casa del Alibi? ¿Es que no se
puede leer de punta a rabo, ejercitando lo fragmentario en la continuidad?
¿Es que no hay alivio para el lector,
pasando en lentitud o fulguración una
página tras otra?
Dice Lezama que es un problema de
lenguaje, cree en la frase, en el fraseo
perpetuo, en la acumulación y progresión de las palabras, en vencer al género con un lector que avance a paso
de mulo, fajado con el abismo.
¿Cómo leerla, si es novela, o novelón, o novela-poema? Muy simple: en
extensión y en profundidad, practicando, nuevo Euclides, tajos y trazamientos del volumen voluble, trabajando a
la vez en el tiempo y en el espacio.
Leerla, vivirla, soñarla, como la formación de un carácter, de un infante
convertido en joveneto y asistido por la
familia, y por la ausencia de la familia,
y por la amistad –el diálogo en Paradiso es un crecimiento de la amistad como
conocimiento, como completamiento del
carácter, no es una “técnica narrativa”,
como pensarían los falsos modernos–;
y finalmente por la encarnación de la
claridad en la oscuridad o viceversa,
pues con tales autores nunca se sabe.
La madre, el padre, Fronesis, Foción,
Licario: recorrido de gentes averiguando, evitando, formando y deshaciendo
la destrucción, o restituyendo el sen7
tido, en calles-parajes de La Habana,
vividas, imaginadas, en sueño y vigilia.
Así, del capítulo I al XIV, avanza Cemí
–¿que sí, que no es Lezama, este tal
Cemí?– para cerrar, por contracción y
dilatación, en hombre y poeta, o por
qué no: en el hombre-poeta. ¿Qué más
trama podemos pedir si hasta tenemos
final, como en las buenas y malas películas?: “Iba saliendo de la duermevela
que lo envolvía. La ceniza de su cigarro resbalaba por el azul de su corbata.
Puso la corbata en su mano y sopló la
ceniza. Se dirigió al elevador para encaminarse a la cafetería. Lo acompañaba la sensación fría de la madrugada el
descender a las profundidades, al centro de la tierra, donde se encontraría
con Eulenspiegel sonriente. Un negro,
uniformado de blanco, iba recogiendo
con su pala las colillas y el polvo rendido. Apoyó la pala en la pared y se
sentó en la cafetería. Saboreaba su café
con leche, con unas tostadas humeantes. Comenzó a golpear con la cucharilla en el vaso, agitando lentamente su
contenido. Impulsado por el tintineo,
Cemí corporizó de nuevo a Oppiano
Licario. Las sílabas que oía eran ahora
más lentas, pero también más claras y
evidentes. Era la misma voz pero modulada en otro registro. Volvía a oír de
nuevo: ritmo hesicástico, podemos empezar.”
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Luis Barragán: la casa
como un templo
J ORGE E SQUINCA
a Juan Palomar Verea
Una de las más entrañables analogías
para describir el quehacer de un artista es aquella que emplea Paul Klee al
compararlo con un árbol. Bien enraizado, alimentándose de una sustancia
múltiple y turbia, el árbol levanta un
tronco singular aunque semejante a los
de su especie. Ese tallo habrá de ser el
cauce de una trasmutación ascendente.
Frondas y raíces, hermanas antípodas,
difieren. Las primeras, en arrebato solar, se bifurcan y desplazan mecidas por
el viento hacia la luz, ocupan el espacio
y se diversifican en formas de difícil
pronóstico. Las segundas siguen los
rumbos de una aventura subterránea,
lejos del aire y la luz, absorben una
porción del limo nutricio que permitirá al árbol el despliegue de su ramaje
visible. Nada tienen que ver –en su
constitución, en sus matices y texturas,
en sus afanes claros o secretos– frondas y raíces. Y, sin embargo, conforman un mismo, sólido milagro. Cada
gran artista, a su manera, prolonga este
trabajo humilde y misterioso.
“Entre mi amado en su jardín y gus-
EL SUEÑO DE LA ALDEA
te de sus frutos deliciosos”, dice la voz
femenina que dialoga en el Cantar de
los cantares. Poco antes de recibir esta
invitación, el amado se ha referido a ella
como fuente y manantial de aguas vivas.
Las hermosas imágenes que se tejen a
lo largo del poema no cesan de hacer
referencia a esta idea feliz: todo jardín
es una metáfora del paraíso terrenal.
Un espacio en el que se privilegia la
multiplicación del reino vegetal y en
el que el hombre debe de cumplir con el
doble papel de guardián y jardinero.
Una encomienda delicada como pocas
pues ha de verificarse en la medida justa, sin trastornar el orden dispuesto por
la divina providencia. Más aún, el mandato es que luego de haber recibido con
absoluta gratuidad el obsequio de una
morada ejemplar, su habitante tendrá
que consagrarse al conocimiento profundo de los diversos elementos que
la componen. Tendrá que considerar
este jardín como un libro escrito por la
inteligencia suprema, de tal manera
que una vez comprendidos los signos
inscritos en sus páginas vegetales sea
capaz de vigilarlo y preservarlo en la
proporción más exacta. Ninguna de las
civilizaciones de la antigüedad fue ajena
a esta noción. Para los egipcios, por
ejemplo, cada flor tenía su lenguaje: los
lotos abiertos evocaban la rueda solar
y sus raíces, inmersas en el agua del
LUIS BARRAGÁN
estanque, daban testimonio del nacimiento del mundo.
La arquitectura a la vez contundente y
diáfana de Luis Barragán nos recuerda,
lejos de toda moraleja, esta metáfora.
Heredero de una tradición que reconoce en la medida humana su desventura y su grandeza, Barragán trazó, en
los espacios abiertos, los límites que
hacen de estos espacios lugares habitables. En sus casas, en sus jardines,
en sus recintos y sus fuentes gravita la
palabra humanidad. Ante una vastedad de alternativas el arquitecto se
contenta con algunas que le son fami9
liares, indispensables. Para poder afirmar, tendrá primero que sostenerse en
una negación. No a la prolija apariencia, no a la vulgar ostentación, no a la
soberbia dicotomía entre la casa y su
entorno. Luego de esta voluntaria renuncia su mirada habrá de reintegrar
a la materia un fundamento religioso,
un puente transitable entre lo que es
de este mundo y señala hacia otro: el
cráneo de cerámica que reposa sobre
un estante en su casa de Tacubaya, la
cruz del ventanal como eje simbólico,
la muchedumbre soberana del jardín,
el empleo de nobles maderas, la caída
simple del agua, el juego de la luz y de
la sombra que cambia con las horas,
el depurado alfabeto del color, la bondad compacta de la piedra, la azotea
amurallada que reclama a la mirada
una celeste ascensión. La arquitectura de Luis Barragán es afirmación de
la presencia que más allá de lo visible
sostiene a los seres y a las cosas.
Una casa-estudio, una casa que es
un organismo viviente y se prolonga hacia la secrecía del dormitorio, el solaz
de la biblioteca, el recinto del trabajo.
“La casa –apunta Bachelard– es uno
de los mayores poderes de integración
para los pensamientos, los recuerdos y
los sueños del hombre; suplanta contingencias, multiplica sus consejos de
continuidad. Sin ella, el hombre sería
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un ser disperso. Lo sostiene a través de
las tormentas del cielo y de las tormentas de la vida. Es cuerpo y alma. Es el
primer mundo del ser humano.” Baste, para considerar el sostenido influjo
de este primer mundo en la casa de Luis
Barragán, con recordar la emotiva mención que él mismo hace en su discurso de aceptación del Premio Pritzker:
“En mi trabajo subyacen los recuerdos
del rancho de mi padre donde pasé
años de mi niñez y adolescencia y en
mi obra siempre alienta el intento de
trasponer al mundo contemporáneo la
magia de esas lejanas añoranzas tan
colmadas de nostalgia.” Casa estudio, casa taller. De acuerdo con Joan
Corominas, la palabra taller se deriva
de la palabra astilla, de donde viene
nuestro vocablo astillero, que a su vez
comparte el mismo origen que el portugués estaleiro y el francés atelier. Todas estas palabras están estrechamente
relacionadas con el almacenamiento de
madera y, mejor aún, con la construcción y reparación de los barcos. En un
orden de cosas muy cercano podemos
emparentar el taller con el verbo tallar, procedente del latín taleare. De
ahí que en términos de escultura se
hable de una “talla”, cuando se trata
de una pieza realizada directamente
en madera. Entre otras acepciones, el
DRAE enseña que un taller es “el lugar
EL SUEÑO DE LA ALDEA
en que se trabaja una obra de manos”.
Una definición que viene aquí como
anillo al dedo, pues la pasión artesanal de Barragán dispuso en su casa no
sólo un espacio indispensable para el
recogimiento y la serenidad, sino que
supo crear el ámbito propicio para el
trabajo creador. Ahí meditó, dibujó,
hizo proyecciones a presente y a futuro, sembró la piedra angular, delimitó el templum. Cito nuevamente a
Bachelard: “El soñador de casas sabe
todo esto, siente todo esto, y por la disminución del ser del mundo exterior,
conoce un aumento de intensidad de
todos los valores íntimos… En efecto, la
casa es primeramente un objeto de fuerte
geometría. Su realidad primera es visible
y tangible. Está hecha de materiales sólidos bien armados, de armazones bien
asociados. Domina la línea recta. Tal
objeto geométrico debería resistir a metáforas que acogen el cuerpo humano,
el alma humana. Pero la trasposición
a lo humano se efectúa inmediatamente, en cuanto se toma la casa como un
espacio de consuelo e intimidad, como
un espacio que debe condensar y defender la intimidad.” Sólo entonces es
posible el sueño creador, el que conduce hacia una personalísima poética
del espacio.
En la obra de Luis Barragán, y de
manera ejemplar en su casa de Tacuba-
ya, tradición y renovación dejan de ser
discurso, gastada retórica, para convertirse en creación, voluntad del ser en
armonía, contemplación. “Lo bello es lo
que se puede contemplar –apuntaba Simone Weil–, una estatua, un cuadro que
se pueden mirar durante horas”, y añade: “los griegos miraban sus templos”.
En el nudo ciego de nuestro momento
en la historia, que se caracteriza por
la zozobra, la violencia y la ausencia
de fe, cuando padecemos la pérdida
del justo valor del heroísmo, el artista
quisiera ser el hacedor de las obras que
nos inviten a mirar de nuevo el mundo y
ver en él un domus, nuestra casa mayor.
Su propuesta no congregará multitudes pues hay en él una dignidad elemental, una discreción espiritual, un
llamado silencioso que se encamina al
corazón del ser individual e irrepetible. Ante la confusión que predomina,
ante el ascenso de las tecnologías y los
esfuerzos de una razón que se reconoce insuficiente, Luis Barragán delimitó
un espacio donde las nupcias del misterio y la alegría son posibles y han de
resultar mediadoras en la manifestación cíclica de lo sagrado. Nada más
elocuente que esta encarnación de la
casa como un templo. Es la vuelta de
un sentir originario que revela y sostiene, ante nuestras vidas que pasan,
el alma de lo que permanece.
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Cuatro maestros de formas
evanescentes
M ATÍAS S ERRA B RADFORD
NATSUME SOSEKI : SANSHIRO
El principio de algunas novelas parece no suceder; es el lapso que el autor
le da al lector hasta que se habitúe
a un nuevo espacio. A ciertos escritores japoneses, como Natsume Soseki
o Yasushi Inoué, las novelas no se les
ocurren; van apareciendo de una manera instintiva, paulatina, inexorable.
En Soseki reina un calmo avanzar del
relato, hay tiempo para casi todo. Al
principio de Kasamakura el narrador
confiesa: “partí en viaje en busca de
la impasibilidad”.
El autor de Las hierbas del camino
no persigue efectos. En él no existe el
esfuerzo aparatoso; la calidad viene
dada, precede a la trama y la soslaya.
Soseki tenía un don indescifrable, semejante a una letra ilegible que al transcribirse revela un estilo prodigioso. Es
evidente que algún sortilegio entra en
funciones porque con él hasta lo obvio
resulta sugestivo. Quizá develó parte
de su clave oculta cuando apuntó: “Quien
sea que tenga una vocación literaria,
si no acaricia un sueño todavía más
bello, no es digno de esa tarea.”
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La notable penetración psicológica de Soseki aflora con una piadosa
inevitabilidad. El suyo es un excelente ejemplo del buen uso del estudio
del carácter de un personaje: tenue pero
visible, preciso pero ligero. Es curioso
ver cómo en Sanshiro se miran –se conocen– unas personas a otras, o cómo
una amistad es igual de inapresable
que una relación con una mujer. Los
personajes se ríen de coincidencias o
recurrencias inofensivas. Tienen a menudo el impulso de cambiar el tema de
conversación, o de retornar a un tema
que parecía enterrado. Estos automatismos, sumados a su manía de repasar un diálogo que acaban de tener,
suscitan una noción inquietante del
tiempo.
Sanshiro es el retrato de un estudiante de literatura occidental que llega a
una universidad en Tokio proveniente del interior del país. Las figuras de
alumno y profesor son casi la condición esencial para calificar como personaje de Soseki. Al protagonista lo
obsesiona –un clásico en Soseki y en
las letras japonesas– la figura misteriosa de un maestro. De un catedrático,
un amigo de Sanshiro dice: “Por eso lo
llamo la Gran Oscuridad. Lo lee todo,
pero no despide ninguna luz.”
Como otras veces en Soseki, pocos
tienen casa propia y sobrellevan sus
EL SUEÑO DE LA ALDEA
días en albergues. Se producen préstamos que tardan en ser devueltos.
Soseki es un especialista en registrar
el modo en que la gente se engaña a sí
misma –acerca de quién es– por medio de sus torpes manejos de dinero.
Igual que en Kokoro, la historia de
Sanshiro fluye naturalmente aunque haya no pocos blancos (rincones silenciados). Japón cree en la realización
perfecta, en todos los planos, y sin
embargo su mejor literatura tolera y
alienta la imperfección, la elipsis, lo
que crea un hueco. Las marcas de un
estilo se detectan y se memorizan, incluso lo callado, como los rasgos ínfimos de una caligrafía. Soseki hace
contacto con una materia tenue, difícil de localizar o nombrar pero certera
para cautivar. Cuando por un efecto
de extrañeza de lo leído –que toma
la apariencia de una distracción– el
lector vuelve la página creyendo que
se ha salteado una, e intenta separar
la hoja que presuntamente falta de la
que acaba de leer, comprueba la renuencia de un libro a soltar sus pliegues secretos.
Como Botchan o Soy un gato, Sanshiro es otra obra maestra que no asume
el tono de tal. Si cada obra maestra
de la literatura reescribe las reglas con
que se la define, las de Natsume Soseki se abstienen de sugerir fórmulas
NATSUME SOSEKI
o preceptos. Tan inasibles son sus derivas.
J . L . CARR : UN MES EN EL CAMPO
Al alumno que pasaba una prueba de
ortografía le entregaba de premio un gato
recién nacido. Organizaba “carreras aritméticas” en las que los contendientes
debían frenar ante los pizarrones repartidos en la pista y resolver una suma
antes de seguir corriendo. J.L. Carr fue
maestro de escuela durante treinta y
siete años, hasta que lo nombraron director. Cuando se jubiló admitió que
extrañaba dos cosas: la conversación de
los niños y los mensajes por escrito
de los padres.
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J . L . CARR
El hombre que firmó calladas obras
maestras como Un mes en el campo
fue también el autor de The harpole
report, una novela hilarante y apaciblemente pedagógica sobre los acontecimientos diarios de la vida escolar.
Para Carr, en la educación también se
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da uno de los principios de Peter: en
una jerarquía, cada empleado tiende a
elevar su nivel de incompetencia.
En Un mes en el campo la cuestión
de los niveles adopta otra cara. En la
superficie, la novela cuenta la restauración de un mural medieval en una
parroquia de pueblo; sin necesidad de
estorbar en exceso ese plano, se convierte en un persuasivo relato sobre la
vocación y los dobleces de la identidad: “¿Quién puede saber mucho de
otro, aun después de veinte años en una
misma casa?” La nobleza y la elevación de un oficio no son convidados de
piedra en la ficción de Carr.
Los libros de quien salía de paseo
todos los domingos para dibujar y pintar paisajes, iglesias y ruinas, comparten una misma paleta y sus personajes
forman casi un elenco estable, rotativo. What Hetty did está habitada por
excéntricos benignos que recitan poesía en medio de una conversación. El
juego de cricket protagoniza A season
in Sinji. En How steeple Sinderby Wanderers won the FA Cup consiguió una
novela ingeniosa y sagaz sobre el futbol, años antes de que este deporte se
convirtiera en materia literaria obligatoria para escritores que lo jugaron
mal. En ella se dice de un arquero –o
portero– que “necesita conocimientos similares a los de un fabricante de
EL SUEÑO DE LA ALDEA
muebles o un conductor de ómnibus,
que distinguen instantáneamente qué
es lo que llenará o no un espacio”.
Carr publicó él mismo estos libros,
además de antologías de poesía y diccionarios de tamaño liliputiense acerca
de reyes, herederos precipitados y floristas eclesiásticos. La novela que explica
por qué Carr se decidió a publicar él
mismo sus novelas es la ágil y epistolar Harpole & Foxberrow, General Publishers: “Algunos editores son disléxicos o les resulta tan difícil la lectura
que rechazan libros sin mirarlos.” Un
personaje les ruega a los autores que
traten a algunos editores como mentalmente desequilibrados “para que
así merezcan bondad y comprensión”.
Carr mismo se encargaba de distribuir
sus títulos y de enviarles copias de
prensa a los periodistas, a quienes lo
que más les agradecía es que reprodujeran su dirección personal en sus artículos para que los lectores pudieran
solicitarle ejemplares directamente.
El membrillo que crecía en su jardín delantero bautizó la editorial –The
Quince Tree Press–, y a su jardín posterior le reservó esculturas y estatuas
enterradas entre los arbustos y viejos
espejos retrovisores clavados a los troncos. A Carr lo tentaba ensayar teorías:
“lograr que un jardín pequeño se vea
como uno grande, escondiendo algunas
de sus partes… diseñándolo como para
que desde ningún lugar se lo pueda ver
por entero”. Las últimas líneas de Harpole and Foxberrow son las que concluyen con mayor felicidad el viaje de
J. L. Carr y proponen un recomienzo:
“Los libros (si uno está escuchando)
siempre dirán lo que dijeron la última
vez. O se quedarán en silencio cuando
los cierres.”
ALBERTO SAVINIO : NUEVA ENCICLOPEDIA
En un momento en el que los que hacen literatura aparecen borrosos en la
imagen, como por falta de profundidad de campo, una voz prístina como
la de Alberto Savinio corrige el foco
de un modo rápido y oportuno. Cómo
diablos organizar su material, es una
de las preguntas que perseguía a Savinio, como a casi todo escritor, especialmente si la versatilidad y la dispersión
de su curiosidad son sus vicios preferenciales. Una enciclopedia es uno de
los atajos accesibles, sobre todo si se
la planea de un modo arbitrario (al precio de que la termine ordenando otro,
póstumamente).
En Savinio, la disparidad de sus pretextos da lugar a una autobiografía cubista,
un diccionario de conjuras, un tratado
sobre la discreción. (Cualquier pieza
literaria es su propia teoría de la dis15
creción.) Nueva enciclopedia es una excursión alrededor de sí mismo, tan digresiva
como la que terminó en un pequeño y
grato libro sobre la isla de Capri. Se trata de un formato ideal para dar pie al
“juego del pensamiento”, al diletantismo que definía como su “carácter
más auténtico y profundo”. El estilo
indirecto es el que favorece Savinio; lo
indirecto como una cortesía. Distanciado de su talento, al que ignora como
lo hace un niño, Savinio consigue que
sus apuntes estén imbuidos de ese espíritu que su adorado Anaxágoras llamó “la más sutil de las cosas útiles”.
Cualquier excusa es suficiente para
hacerlo redactar un texto memorable.
Teorías estrafalarias y encantadoras sobre los temas más diversos, reunidos en
una mesa de disección: las alondras, la
amistad, la apariencia, la calesita, la caridad, lo cómico, los disfraces, los dulces,
el énfasis, la estatura, el fanatismo, el
juramento, las manchas, la melancolía, el orden, el origen de la palabra papá,
la puntuación, el viento, la voluntad, los
sortilegios de la etimología, el silencio
(en el matrimonio).
Los datos y comentarios se suceden
al capricho de una pluma polimorfa:
“Paul Bourget, novelista y académico
francés que, para mucha gente, era un
escritor de valor indiscutible, ansiaba
entrar en el Jockey Club de París. Hay
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gente que busca la felicidad en los lugares más extraños.” En los últimos
momentos de su vida, Erasmo olvida
el latín y vuelve a hablar el holandés
de su niñez. El pasado, según Savinio,
es “silencioso e inmóvil, como un mar
abandonado por los vientos”. El autor
de Aquiles enamorado habitó poéticamente el mundo; peso que aligeró con
la fragilidad de los niños serios y una
mirada de gran facilidad para lo ridículo.
Al igual que su hermano Giorgio de
Chirico, Savinio fue escritor y pintor,
aunque en proporciones invertidas. La
clase de obra que hizo –su variedad,
la precipitación profunda de su fantasía– tendió a ocultar la trayectoria
de su genio, no su naturaleza. Toda la
vida, La infancia de Nivasio Dolcemare y Vuestra historia demuestran un
tacto sobrenatural para aproximarse a
los primeros años de una vida, para
la modulación de detalles. De un niño
que no hablaba una palabra, su padre
decía: “Nívulo es como las antiguas
casas de Milán, que no tienen fachada
a la calle sino al jardín interior.”
El lector que prefería Savinio es
aquel que “si verdaderamente no tiene
el alma corrompida considera la lectura como una operación clandestina y,
para leer, prefiere apartarse como los
animales cuando se sienten morir”.
La aparición de obras maestras como
EL SUEÑO DE LA ALDEA
las de Alberto Savinio remite a lo que
discutían los jansenistas en Port-Royal acerca de los milagros: cómo hacer prevalecer el testimonio humano
aparentemente confiable ante la improbabilidad de su ocurrencia.
LUDWIG HOHL : CAMINO NOCTURNO
Los narradores suizos son maestros de la
deriva. Fueron educados por montañas.
La currícula incluye senderos verticales,
cornisas y picos irregulares, pendientes
de escasa visibilidad. Caminan junto
a Ludwig Hohl hombres de nariz nada
respingada, como Robert Walser, C.F.
Ramuz, Gustave Roud, Gerhard Meier
y el poeta Philippe Jaccottet. Cada uno
a su manera, han perfeccionado la inofensiva obcecación de los idiotas. Sus
escritos provienen de un momento inspirado, no existe para ellos la confección
profesional de la literatura. Una pluma
desprendida, consagrada a describir
paisajes y figuras de tanta presencia
como elusividad. Frente a un gigantismo topográfico trazan las huellas de lo
insignificante, lo fugitivo, lo levemente desquiciado: la miniaturización tipográfica.
Un hecho curioso: la recopilación
de apuntes, Die Notizen, de Hohl apareció en 1944, cinco años después de
que el Pierre Menard de Borges viera
LUDWIG HOHL
la luz en la revista Sur y dos años después de que Borges lo publicara en
libro, aunque las anotaciones de Hohl
habían sido redactadas entre 1934 y
1936. Una de ellas dice: “Imaginemos
que un hombre copia el Fausto palabra por palabra, apenas reemplazando, en la página del título, el nombre
de Goethe por el suyo.”
Con sus propias palabras, Hohl es
un Ponge más narrado, menos perfeccionista. La oración de Hohl avanza
como una cronofotografía: una secuen17
cia silenciosa, clara, hecha de segundos estáticos, misteriosísima. Sea la
caída de una hoja, la transformación
de un animal o la mera práctica de la
lectura, Hohl no ignora que un enigma necesita cierta cantidad de páginas, un vacío de cierta extensión para
existir y cautivar, y tiene gran facilidad para crear misterio enrareciendo
una frase. Es un experto del tiempo
diferido y de una inocencia que por ser
consciente no deja de ser genuina y
narrativamente sabia.
Cada escritor tiene su modo de ser
evasivo. Una variante de esa intriga se
produce cuando un personaje se evade del autor. El cuento que da título a
Camino nocturno es sobriamente inquietante, una parábola de la relación
entre un escritor y sus personajes.
Admirador de Hamsun, Hohl busca
delinear a más de un personaje por
su voz, a veces tan indefinible, por su
singularidad, como la suya: “Durante
todo ese tiempo pensaba sin parar en
la voz, la oía sin cesar en todas las capas –si puedo expresarlo así– que se
superponían en ella… Esa voz contenía todo lo que ya no puede hablar. La
leve vibración del más allá, la última
melodía.”
La de Hohl es una voz que merodea, que se aproxima, que rodea, y
una geografía no es más fácil de pre18
cisar que una voz: “Un paisaje de
misterioso desapego. Una atmósfera
que igual podía considerarse cálida y
sana que causante de fiebres invencibles; nada terrenal; lo que nunca era
terrenal, se volvía terrenal: la habitual
solidez del mundo estaba más cuestionada que nunca.” En la nouvelle
Escalada, el retrato de la montaña no
funciona como una alegoría de la escritura de la obra; son uno y lo mismo.
Las descripciones se acercan tanto a
lo que un lector pudo haber querido
escuchar sobre una montaña que la
lectura planea, como si no sucediera.
En un recodo de Camino nocturno se
lee: “miraba hacia lo vivido en las horas pasadas como quien presencia un
juego de mesa infantil, una tormenta
de nieve en la lejanía”. (Hora de confesar una de las mayores debilidades
de este lector: creer que cualquier escena con nieve es extraordinaria.)
En Escalada, el color insólito de la
ladera de una montaña la hace “descomponerse cada vez más en detalles,
en particularidades, en matices”. Son
los atributos que definen a un escritor. Devoto de Spinoza, Lichtenberg y
Bach, Ludwig Hohl es sensible a las
graduaciones y posee una cualidad
rarísima: la atención a la presión de la
mano de un calígrafo. Habrá que pensar que una sociedad secreta sigue
EL SUEÑO DE LA ALDEA
produciendo bellos libros en el mun- cuya experiencia de la perplejidad que
do. Difícil encontrar otra explicación. dice producirle la poesía es cada vez más
notoria en la obra propia, incasillable,
irrepetida, indispensable a todo lector,
neófito y conocedor, de la literatura
mexicana contemporánea.
Tedi López Mills:
la poesía y la perplejidad
–Antes que nada, quería preguntarte: por
lo que yo sé de Traslaciones y lo que tú
cuentas ahí, ¿tenías contacto con José
P ABLO P ICENO
Emilio Pacheco, quien acaba de morir?
Aquel atribulado enero de 2014, sor–Sí… Hasta cierto punto.
prendidos por la muerte de José Emi–¿Indirecto? ¿Cómo era?
lio Pacheco, que sucedería a la de su
–Siempre indirecto, por vía de la
amigo Juan Gelman –fallecido apenas admiración. No es nunca un camino
doce días antes que el mexicano–, que fácil para acercarse a una persona. A
a su vez sería sucedida por el deceso mí en todo caso no me sale bien. Sea
del jovencísimo Sergio Loo, Tedi López como sea, lo leí con atención. ¿Qué
Mills se sentó en un café de La Condesa a otro homenaje puede haber?
responderme una serie de preguntas se–Tardó un buen rato en traducir los
midifusas y periféricas sobre su obra, Cuatro cuartetos.
sus autores de cabecera y aquello que
–Se publicó una primera versión en
la poesía ha provocado en ella. Cuatro el Fondo de Cultura Económica hace
años antes había visto por primera vez muchos años, pero no, ya no se reedia la autora de Muerte en la rúa Augusta tó… En realidad esta traducción de Pa(Premio Xavier Villaurrutia, 2009) y en- checo es ya una obra personal, pues
tablado con ella una respetuosa amis- abunda en notas e investigaciones. No
tad, admirado por su quehacer literario creo que en inglés exista una edición sey su inventiva poética que, desde entonces, mejante de los Cuartetos de Eliot. En este
no deja de granjearle premios a diestra sentido, va más allá de una mera traducy siniestra. Tedi, quien recientemente ción. Publicó uno de los Cuartetos en
publicó en Almadía su nuevo libro de Letras Libres hace algunos meses, junpoemas, Amigo del perro cojo, se man- to con las notas. Parece que ha habido
tiene la misma, descreída y generosa, problemas con los derechos… Creo
19
TEDI LÓPEZ MILLS
que no se llegó a un acuerdo entre Pacheco y los editores. Algo así.
–¿Tú tradujiste The waste land?
–No. De Eliot sólo he traducido El
viaje de los magos. Lo cual es un poco
raro, pues Eliot es mi poeta tutelar, de
cabecera. Por lo demás, hay ya suficientes traducciones al español y no sé
si una mía añadiría algo nuevo o mejor. En México, José Luis Rivas tradujo
La tierra baldía y casi toda la obra de
Eliot hace ya muchos años.
20
–A ti, de Eliot, ¿qué te gusta más?
¿Los Cuartetos o La tierra baldía?
–La tierra baldía es de los poemas
más prodigiosos que se han escrito
en cualquier lengua. Eliot y también
Pound son para mí los poetas del siglo XX. Si alguien hizo añicos la poesía fue Pound con los Cantos. Luego
la rehízo a partir de pura pedacería.
Desde ahí quizá deberían escribirse
los poemas: desde una orilla de verdadera catástrofe, riesgo, peligro, in
extremis; la duda debe ser persistente:
¿qué es esto de hacer poemas? Obviamente, ni Pound ni Eliot son los únicos ejemplos. Hay antecedentes: Mallarmé, Rimbaud, Laforgue; después
Vallejo, de algún modo extraño López
Velarde, Pessoa. Lo malo de las listas
es que se autodestruyen.
–Volviendo a José Emilio Pacheco…
¿Tú lo conocías sólo por correspondencia?
–Lo conocí, pero no lo conocí: tal
cual. Coincidí con él durante un viaje a
Washington... Luego, hablé con él por
teléfono varias veces cuando trabajaba yo en el Fondo de Cultura. Pero soy
muy mala para esos encuentros; nunca sé qué decir, qué preguntar. Con
Pacheco siempre tuve la sensación de
que podía estarle quitando el tiempo.
Algo parecido me ocurrió también con
Álvaro Mutis, cuando lo fui a visitar
EL SUEÑO DE LA ALDEA
en dos o tres ocasiones con amigos,
hace muchos años. Supongo que es una
limitación mía. ¿Cómo se finge la espontaneidad?
–Con Pacheco, ¿los encuentros eran
sencillos?
–Con Pacheco había siempre la cosa
de que sentías que le estabas quitando el tiempo. Claro que no te lo hacía
notar; al contrario, él pedía muchas
disculpas. Él a ti. ¡Imagínate! Para la
antología, Traslaciones, lo consulté en
varias ocasiones. Y siempre se mostró
muy generoso. En Washington estuve
más tiempo con él. Íbamos mi marido, el novelista Álvaro Uribe, que era
mucho más cercano a él, y Pura López
Colomé, que también era más amiga
de Pacheco que yo. Pacheco y yo salíamos a fumar. Entonces platicábamos.
–¿Eres, o eras, una lectora asidua
de Juan Gelman?
–No especialmente, aunque claro
que lo he leído. La antología que hizo
Edurado Milán para el FCE es muy buena
y la visito cada vez que me doy cuenta de que estoy en falta con Gelman.
Nunca lo conocí ni intenté conocerlo.
Íbamos al mismo doctor compasivo con
los fumadores. Por la vía del humo se
colaba un poco mi culto.
–En general, ¿esa corriente poética no
te atrae mucho? La propuesta, digamos,
de la low-brow culture –la poesía más
cantada, digámoslo así– del pueblo, que
rompe con la gramática en cierto sentido, que es juguetona, poco solemne…
–No es que no me atraiga: no la sé
hacer. Me encantaría aprender cómo.
Funciona muy bien en todos los niveles
y decibeles; es inmediata y conmovedora. No hay ningún dilema de transmisión. Sin duda Gelman era un poeta
muy poderoso, aunque mi preferido siga
siendo en ese tipo de poesía Raúl Zurita, cuya fuerza reiterativa me parece
prodigiosa y eficaz. Sus poemas van y
vienen en un mismo círculo, por un mismo surco y yo, al menos, no soy capaz de
notar el truco, la maña, el mero recurso literario.
–Gonzalo Rojas, ¿te gusta?
–Muchísimo. Lo oí leer en el Fondo
de Cultura. Era un hombre, además,
encantador, adorable. Desarmaba de
inmediato cualquier actitud crítica. Antes esos casos uno se rinde.
–Abarcas el tema de los gatos en el
Libro de las explicaciones. Y en tu libro Horas hay algunos poemas en que
mencionas gatos… Pero como tal, no
tienes poesía sobre animales...
–No, no he escrito bestiarios. No
deja de ser extraño porque los animales siempre me interesan, siempre me
hacen voltear. Me gustan los zoológicos, aunque hace mucho que no visito
uno. Está difícil ya competir con Ani21
mal Planet en términos de imaginación o rapiña.
–¿Cómo es un día en la vida de Tedi
López Mills, più o meno?
–Lectura de poesía en la mañana,
con el primer café: libros que me acaban de regalar, libros que estoy investigando, relecturas. Luego, antes del
desayuno, lectura del primer periódico del día, pues leo tres.
–¿Cuáles, si se puede saber?
–La Jornada, Reforma y El País.
Cada uno por su especialidad, por su
propio manejo del escándalo, de la
ideología en turno. Más tarde empiezo
a trabajar, hasta las 13:00-13:30. Se suspende, y luego vienen la comida y los
etcétera; después una larga caminata
antes de meterme en la noche, aunque
haya demasiada luz: lectura y más
lectura.
–¿Qué estás leyendo actualmente?
¿Qué autores te llaman la atención?
–Estoy leyendo un libro prodigioso:
La era de Pound (The Pound Era), de
Hugh Kenner, un autor canadiense. El
libro se escribió en la década de los sesenta. No creo que se haya traducido
al español. El tema central es Pound,
claro, pero también el renacimiento
modernista, vanguardista, de la literatura angloamericana en los años de
las dos guerras mundiales, en distintas partes de Estados Unidos, en Lon22
dres y en París: Eliot, William Carlos
Williams, Marianne Moore, Elizabeth
Bishop, James Joyce, Wallace Stevens.
Un libro sobre la genialidad y la catástrofe; sobre las soluciones estéticas
y las coartadas. Alguien tendría que
escribir algo semejante sobre el modernismo y las vanguardias literarias de
América Latina. ¿Quién sería la figura
central? ¿El Pound de nuestra región?
El libro de Guillermo Sheridan sobre
los Contemporáneos hace algo parecido: el retrato de una época, de un grupo de escritores, que se dispara hacia
todas partes.
–Tal vez la pregunta sea un poco
tonta, pero ¿por qué tu admiración específica, si no lo entendí mal, por los
Contemporáneos?
–No es una pregunta tonta. Lo sorprendente sea quizá que haya que justificar actualmente esa admiración como
si fuera un último resabio conservador
frente a una luminosa e inestable modernidad. Sin duda, es uno de los grupos más interesantes que ha habido en
México. Concentra vitalidad, ironía,
autoescarnio. La definición de “grupo sin
grupo” es exacta, descriptiva. Cada uno
de sus miembros tenía su perfección
y su disfuncionalidad, con esa dosis
de rebeldía dentro de la institucionalidad tan difícil de entender fuera de
México.
EL SUEÑO DE LA ALDEA
–¿Quién te gusta más, por ejemplo,
Villaurrutia o Novo?
–Ninguno de los dos me gusta más;
la actitud socarrona de Novo puede ser
muy atractiva, letal, finalmente también
una forma casi de autodestrucción con
protocolo. Pero era mejor poeta Villaurrutia, inquebrantable, digamos, por usar
una término vago. Novo, por su parte,
tiene un libro maravilloso: La estatua
de sal.
–¿Y José Gorostiza?
–Ah, Gorostiza, muy denostado ahora según entiendo, pero yo lo defiendo:
cristalino, monolítico, un pacto de sangre con la forma, cuyo precio fue tal
vez la vitalidad. Se quedó encerrado en
su vaso a fin de cuentas.
–¿Y cuáles son los poetas actuales
que te llaman la atención, cuyas propuestas se te hacen interesantes?
–La pregunta es difícil; casi siempre se te olvida lo que sabes. En este
momento exacto: Anne Carson es una
poeta que me gusta muchísimo, pero
también Blaise Cendrars, Jack Spicer… En fin: picoteo, releo, regreso a
lo mismo. Anne Carson es brillante,
original, incluso tanto que corre el peligro de perder esa dosis esencial de
autocrítica, de severidad, de inseguridad frente al propio oficio que podía advertirse en sus libros. Sus dos
obras recientes, Nox y Red doc>, me
han parecido más flojas, más “producidas” que los anteriores. Traduje un
libro extraordinario de ella: Autobiografía de rojo. Lo publicó la editorial
Calamus.
–¿Cómo entiendes tú la traducción?
Vamos, lo has dicho un poco en tu prólogo de las Traslaciones, en donde hablabas de la importancia de no ceñirse
a ninguna regla como posibilidad para
una buena traducción, lo cual también
equivale a establecer ya una regla.
23
–Yo traduzco, pero –vamos– no soy
traductora constante de poesía como
Pacheco, Pura López Colomé, José
Luis Rivas, Alberto Blanco… Ahí están todos en Traslaciones. De las nuevas generaciones, creo que sobresale
Hernán Bravo Varela como traductor
constante y muy eficaz. Yo traduzco esporádicamente, y, en general, no tengo ninguna regla previa. Creo que
el poeta al que estés traduciendo es el
que te da las reglas; es decir, debes
de obedecer el texto que estás traduciendo y no una especie de poética
abstracta de la traducción, porque eso
acaba por entrometerse entre el texto
y el traductor. Pienso que no hay que
intervenir más de la cuenta. Las traducciones donde el traductor se quiso
poner en medio no suelen convencerme. Pero siempre hay excepciones
muy convincentes. Pound fue un traductor del chino pero no sabía chino,
del japonés pero no sabía japonés, del
provenzal, etc. Entonces, ¿por qué no
hacer lo que se puede y hasta lo que
se quiere? Otro ejemplo: en general,
no estaría de acuerdo con traducir de
idiomas que uno desconoce; es decir,
por interpósita persona: partir de una
versión literal que hace alguien versado en esos idiomas y perfeccionar
la versión hasta convertirla en un muy
buen poema. Y sin embargo se ha he24
cho numerosas veces y a a lo largo de
la literatura.
–¿Y cómo ha sido tu trabajo como
compiladora? Has compilado otros libros...
–Sí… En un principio mi proyecto
era que Traslaciones fuera una serie,
dividida por décadas: comenzaría yo
con la de los poetas de los cincuenta,
luego alguien haría la de los sesenta,
alguien más la de los setenta… Pero
no ocurrió. Para una editorial es un
libro difícil y caro por los derechos.
Hice también el proyecto de los Anuarios de poesía; fueron cinco, creo. La
inconstancia acabó por imponerse adentro y afuera.
–Pero en el caso de Traslaciones era
previsible que una obra gruesa, con muchos derechos que pedir, tendría que salir
cara…
–En efecto, pero saberlo no resuelve el problema. Entre pagarle al compilador y a las editoriales y autores
por sus derechos, el asunto sale caro.
Y luego el libro no necesariamente se
vende. Sucedió algo semejante con los
Anuarios de poesía: siempre fue difícil
establecer la continuidad, había que recordarles a los editores de las revistas
que mandaran ejemplares… De todas
formas, sólo tengo buenos recuerdos
de esas dos experiencias editoriales.
–En general, en la cuestión de las
EL SUEÑO DE LA ALDEA
antologías, siempre hay peleas entre
unos y otros, que cuesta trabajo ponerse de acuerdo, ¿tú tuviste ese problema
al hacer Traslaciones, a quien es más
celebrado se le buscó más, a otros que
están en la periferia, menos?
–No. Traté de ser lo más inclusiva
que pude. Es una compilación de poetas nacidos en la década de los cincuenta que han traducido poesía con
cierta constancia. Uno siempre mete
las patas cuando hace una antología.
Siempre puede haber exclusiones, errores, explicaciones insatisfactorias o
insuficientes. Ni modo. El caso de los
Anuarios fue distinto; ahí sí era cuestión del gusto de la persona que hacía el Anuario. Y el gusto no tiene por
qué no ser una función del prejuicio.
Obviamente, uno tiene sus preferencias. ¿Por qué no? Si se tienen con la
historia de la poesía, ¿por qué no va a
ser igual con la actualidad? Hay poetas enormes y mayúsculos del canon
literario que a mí no necesariamente
me gustan.
–Cuando ganaste el Xavier Villaurrutia por Muerte en la rúa Augusta
recibiste algunas críticas negativas…
–Seguramente. Pero no quise y no
quiero indagar. Ha de haber gente que
piensa que no me merezco el premio.
Siempre hay alguien que puede considerar que el premio que uno se gana
es un premio mal ganado, mal habido,
no merecido. ¿Qué le vas a hacer?
–Cuando te dieron el Premio Xavier
Villaurrutia, la razón que dio el jurado
fue que, en Muerte en la rúa Augusta, el tipo de poesía que hiciste tú no
existe en México. Decían que venía de
la tradición anglosajona. Es un libro
arriesgado, creo, de una poética muy
actual. ¿Tú consideras tu poesía, poesía narrativa?
–No toda la que he escrito es narrativo, pero, digamos, en este caso,
fue primero el tema al ver esa muerte
(la del viejo en una calle de Lisboa) y
luego el de hacer el poema. Por alguna causa, que espero se deba a la
inspiración, me cuesta trabajo ahora
recordar el periodo de tiempo en que
escribí Muerte en la rúa Augusta. No
tengo una idea clara de cómo se fue
armando. Empecé con un cuento (cosa
que ya se está convirtiendo en una
costumbre) que después fue el último
capítulo del libro. La forma se fue imponiendo por otra vía. Escogí Fullerton porque pasé ahí una época en casa
de mi abuela y mi tío: una casa con
otras casas alrededor de una alberca.
Casi todos los habitantes eran gente
mayor. Había un jardinero mexicano. Y al jardinero mexicano lo acabé
mezclando con la figura de mi papá.
Así se fue armando el libro, con esos
25
pedazos reales de historias antiguas.
Mi época en Fullerton fue muy rara.
Yo acababa de salir de la prepa, dizque
iba a buscar trabajo a California para
luego irme a Europa... Nunca encontré
trabajo pero me quedé. Mi abuelita
era una mujer melancólica, enferma
y, mi tío, un exalcohólico que no hacía más que salir a jugar golf con sus
amigos; un ambiente solitario donde
había muchos libros, pues mi abuela
era una gran lectora; encontré uno de
Gertrude Stein... No recuerdo cuál,
pero sí que me resultó ilegible y angustiante. Por ahí circula en Muerte
en la rúa Augusta.
26
–También haces un homenaje a Pessoa ahí, ¿no es cierto?
–¡Claro, por todas partes está Pessoa! Hay versos suyos en los últimos
episodios del libro. Y también están
por ahí Pound y Eliot y hasta Villon y
el Popol Vuh…
–¿A quién leías por ese tiempo? ¿Ya
leías a Ashbery?
–A Ashbery, sí… a Robert Hass también… Luego a Anne Carson, que es
una influencia clarísima en mi libro.
Se metió todo: la vida y la no vida.
–A la fecha, ¿ya leíste a Herta Müller? También su narrativa es muy poética, o podría decirlo a la inversa.
–Acabo de leer una novela de Herta
Müller, La cita. Me pareció buenísima: angustiante, tremenda, inteligentísima. Me gustaría conseguir más cosas
de ella.
–Ganaste a finales de noviembre, por
el Libro de las explicaciones, el Antonin Artaud. ¿Es un premio que da
Francia a una novela editada en México?
–Es un premio sui generis. Sí, en
parte es la embajada francesa. Empezó como un premio que se daba con
apoyo de la embajada, pero había un
chef, el chef Olivier [Lombard], quien
abrió dos restaurantes en Polanco,
uno de ellos se llamaba Olivier… Él
patrocinaba, en parte, el Premio. Y
EL SUEÑO DE LA ALDEA
solía anunciarse el ganador con bombo y platillo y una gran comida en el
restaurante. Por desgracia Olivier murió. Hubo otros patrocinadores, y los
ha habido hasta a fecha. Ahora lo sostiene, en gran parte, una asociación
llamada Círculo de Victor Hugo. Yo
me siento muy orgullosa y contenta de
haber recibido el premio. El Libro de
las explicaciones provocó reacciones de
bando: los ensayistas me decían que no
eran verdaderos ensayos y los narradores que no eran auténticas narraciones.
Me gustó quedarme en esa encrucijada, en una especie de transgénero. El
premio Artaud es de gran prestigio y,
para mí, tiene además un significado
personal, pues el primer ganador fue
mi esposo Álvaro Uribe, con El taller
del tiempo. Su linaje es de pesos pesados: Mario Bellatin, Juan Villoro,
Enrique Serna…
–Te hago la pregunta famosa de Hölderlin: ¿para qué poetas? ¿Tú cómo
concibes la poesía en ese sentido? ¿Le
adjudicas algún cariz ético a tu poesía?
¿Qué le faltaría al mundo si no hubiera poetas? Tomo, por ejemplo, la muerte reciente de Gelman y de Pacheco…
¿Cambia algo en la sociedad?
–No. No cambia nada en la sociedad; ésa es la verdad. Cuando pienso
en poetas, pienso en lo que me han dado
a mí; en las experiencias extraordina-
rias que me ha dado leer en esa esfera
de sonidos y visiones que no tienen
que ser comprensibles ni referenciales
ni adjudicables. En ese sentido, le doy
todo el valor a la poesía, como también
a la novela y al ensayo y a la música
y a la pintura, etc. La parte moral es
otro asunto y otra discusión, mucho más
peliaguda: ¿en dónde colocas a la moral
al hablar de arte? Las decisiones al respecto pueden resultar peligrosas. Yo
supongo que hay más gente a la que
le ocurre lo que a mí con la poesía,
la novela, etc., pero no me atrevería a
declarar que una experiencia estética
intensa mejore a las personas. No hay
garantía de que seas mejor persona con
casi nada. Ni siquiera creyendo en Dios.
En cuanto a pensamiento político-moral,
estoy de acuerdo con Isaiah Berlin: él
decía que las cosas no vienen en paquetes; que si hay democracia, no significa que automáticamente haya justicia, distribución de la riqueza, etc.;
lo que hay es democracia. Podría decirse lo mismo de la poesía: si te gusta
mucho la poesía, si hay muy buena
poesía, no significa que resuelvas otro
tipo de problemas o que vayas a tener
mejores personas. Conozco muchos
poetas muy buenos que son personas
bastante pésimas.
–¿Y qué te ha dado a ti la poesía?
¿Cuándo te dio la primera vez algo?
27
–La primera experiencia que me dio
la poesía fue la perplejidad. La primera vez que oí un poema fue en la primaria… Teníamos una maestra que nos leía
poemas. Era una primaria medio improvisada en esa época, que ahora sigue existiendo y se ha hecho más normal (el
Edron Academy). La fundó un grupo
de maestros ingleses excéntricos, expatriados; el programa académico era
relativamente inestable. Mi maestra de
primaria nos daba un poco de todo:
egiptología o poesía de los románticos
28
ingleses, por ejemplo Wordsworth. La
primera vez que oí esos textos, me
pregunté: ¿qué es eso?; ¿qué es eso
que está contando una historia, pero
al mismo tiempo la constriñe con música? Esa perplejidad fue la primera
cosa que me produjo la poesía, y que,
incluso, me alejó en un principio de
la poesía. Leí narrativa mucho tiempo
antes de volver a la poesía. Aun hoy,
la experiencia de no entender perfectamente ese artefacto de artificios es
una de mis preferidas.
Tres poemas
A DALBER S ALAS H ERNÁNDEZ
para Alejandro Castro
empezando la adolescencia,
cuando leí en la carátula de un
libro la frase El 18 Brumario de Luis
Bonaparte. No lo compré.
Debo haberme llevado de la librería
algo de ciencia-ficción, seguramente
Isaac Asimov. Sin embargo,
ese título se me quedó en la cabeza.
Un brumario sólo podía ser
una antología de la bruma, un volumen
capaz de encerrar toda la niebla
del mundo.
No tenía idea de quién había sido
ese tal Luis Bonaparte, ni me importaba.
Tiempo después lo averigüé
y francamente siguió sin importarme.
Nada más pensaba en aquella bruma
APENAS ESTABA
29
obstinada, redundante, colándose entre los huesos
como artritis. Un espesor pálido
donde tragedia y farsa compartían
el mismo peso idiota. Una blancura
como un animal triste.
Imaginaba que en su interior
andábamos a tientas, convenciéndonos
de saber hacia dónde, sin percatarnos de las ratas,
los insectos mudos e insistentes, las criaturas
de las profundidades oceánicas, que
no han cambiado en millones de años
–los verdaderos dueños de la historia,
sin antecedes, pruebas o linajes,
los herederos de la tierra en toda su aridez:
los que no testimonian
por nada ni nadie,
los que no piden perdón o salvación,
los únicos que saben leer en el brumario
la repetición sorda de la vida.
CADÁVERES PARA NÉSTOR PERLONGHER
Hay cadáveres con y sin rostro, con y sin
miembros, con y sin ataúd, y aunque dicen reconocerse
como iguales, no han logrado resolver aún sus rencillas,
formar una república independiente de ultratumba,
30
ni tan siquiera sindicalizarse.
Hay cadáveres que cavan túneles para escapar
hacia el otro lado del planeta, hacia
una nueva vida –o al menos una muerte más prometedora.
Hay cadáveres que sólo pueden caminar
de espaldas, con pasos tímidos, como quien
se pone tacones por primera vez.
Hay cadáveres que, orgullosos, siguen votando en
sus países de origen; algunos incluso han llegado
a vestir la banda presidencial.
Hay cadáveres que fueron lanzados al mar
para que sólo el agua recordara sus nombres
(pero no fue así).
Hay cadáveres que padecen de anorexia
porque nadie habla de ellos.
Hay cadáveres que insisten en grabar sus rostros
sobre paredes, cortezas de árboles,
sudarios: selfies milagrosos.
Hay cadáveres que pactan con los gusanos
que los devoran; con ellos fundan una nación
31
subterránea, un pequeño país en descomposición.
Hay cadáveres que dejaron sus retratos
en palacios, ministerios y cuarteles, creyendo
que podrían espiarnos desde ellos
(pero no fue así).
Hay cadáveres que llegaron puntuales
al olvido, pero impuntuales a la muerte.
Hay cadáveres que están a punto de ser echados
del panteón nacional –hace décadas que no pagan
con hazañas la renta.
Hay cadáveres que por nada del mundo se quitan
el uniforme, las insignias, las
medallas, convencidos de una inminente
resurrección de la carne (pero no es así).
Hay cadáveres que regresan porque la inmortalidad
que imaginamos para ellos está mal amoblada, las
lámparas no encienden y siempre se cae la señal del wi-fi.
Hay cadáveres que no pueden hablar de estadísticas,
números, desapariciones, porque se les traba
la lengua. Aún esperan la oportunidad
de testificar contra los vivos.
32
SAN JOHN COLTRANE EN LOS INFIERNOS
Prefiere tocar aquí, aunque haya pésima
acústica y apenas se escuche la respiración
áspera del saxofón. Prefiere montarse en escena a pesar
del micrófono dañado, la mala ventilación, los tragos
sin hielo. Aquí, a tan sólo quince minutos
de la eternidad, si no menos, entre los yonquis
y las putas trasnochadas, entre los condenados por anfibios
o ambidiestros, por faltos de simetría, aquí, bien lejos de
los coros celestiales, donde ya no queda espacio
para un ascenso más. Porque esta música solamente
puede subir, fue hecha con esas cosas que se derrumban
sin un crujido, sin pedir perdón. No separa la carne del día
de los huesos de la noche, no se sienta a la diestra
de nadie. Lluvia dura, viento de hojalata, cielo
inconcluso y terco, música que lleva en el costado
una herida que no sangra, luz que busca
hacerse polvo entre las manos.
33
Cajamarca
E RIC B OUILLARD
Traducción de Félix Terrones
La ruta, en medio de las colinas que verdeaban, estaba flanqueada de cactus
y flores. De pronto, en las alturas, apareció Cajamarca. Cuando vieron sus
edificios regulares, los cultivos en andenes de las cercanías, los españoles
estuvieron maravillados. El recinto de tierra apisonada, la extensión de la
ciudad, los muros anchos, las numerosas fuentes, el templo y el apacible
jardín que lo rodeaba, todo eso indicaba que a partir de ahora se encontraban en el corazón de un verdadero imperio; y tuvieron el sentimiento de una
desproporción. Reconocieron que se disponían a luchar contra un adversario poderoso y no con unas cuantas tribus indígenas dispersas por ahí. Por
primera vez percibieron la extensión de su audacia, comprendieron que se
habían aventurado en una empresa delirante y algunos se preguntaron, sin
duda alguna, cómo pudieron hacerlo con tan poco recelo.
Pizarro, a la cabeza de la primera columna, dio la orden de esperar a
los demás. Era mediodía. Esperaron varias horas a que el resto de la tropa
se les uniera. En los flancos de las montañas, los empinadísimos pasajes
impedían el avance grupal y había que separarse en diversas columnas que
se estiraban con el curso de las horas. Tuvieron tiempo de admirar los campos alrededor, los bosquecillos de árboles frondosos, los matices de colores.
Pero también tuvieron tiempo para contar las tiendas de campaña hechas
con telas y levantadas para el Inca, a aproximadamente una legua y media
de la ciudad. El campo se extendía sobre una gran superficie de terreno, era
como otra ciudad, blanca, hormigueante de servidores, de cargadores, un
verdadero ejército.
34
CAJAMARCA
Los españoles sintieron toda
la desesperada absurdidad de su
situación. ¿Qué hacían ellos aquí
tan lejos de su país y en número tan
reducido? Sintieron un enorme pavor que debieron disimular si querían
que los cargadores no aprovecharan
para atacarlos o para huir. Debieron
conservar la misma actitud natural,
altiva. Eran como vencedores que
debían actuar a cualquier precio,
pese a que todo alrededor parecía
indicar que estaban perdidos.
Por la noche, los españoles entraron en la ciudad en orden de batalla. Los indios se habían acercado para verlos, grupos de curiosos que
daban a la solemne entrada un aspecto de espectáculo. Entonces cayó la
tempestad, el aguacero, el granizo. Los españoles entraban en Cajamarca
empapados de lluvia, recorrían las calles montados en sus caballos llenos
de barro, hacían ruido a fin de espantar a los indios; se reagruparon en medio de
la plaza, formando un triángulo, y como no importa qué parte del infinito es
infinita, el miedo de cualquier de entre ellos era tan profundo como posible.
Aquel espeso triángulo de hombres, forma absolutamente santa, con sus tres
ángulos, sus tres lados, en el medio de una ciudad que los indios habían
abandonado, tenía algo de irreal.
Cuando todos se habían reunido, el día ya casi había terminado. En
aquel momento, los cargadores indígenas se pusieron a llorar. Temían las represalias del Inca. Un grupito de hombres buscó un reducto mejor que esos
edificios alrededor de la plaza, pero no encontró nada. Entonces los soldados
instalaron sus cuarteles en aquel lugar.
Pizarro envió a De Soto al campo del Inca. Una cuarentena de caballeros galopó hasta los baños de Pultamarca. Hoy en día se puede alquilar un
camarín privado por un dólar cincuenta. Una piscina pública es accesible
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ERIC BOUILLARD
por cincuenta céntimos. Pero, en los tiempos del Inca, solamente el emperador y los suyos disfrutaban de una mezcla de agua sulforosa, fría y caliente,
mezclada según el gusto. Nadie más podía entrar en los baños bajo riesgo de
muerte. Los españoles avanzaron entre una doble hilera de indios armados.
Los porteros preguntaron a De Soto qué era lo que buscaba. Respondió que
quería ver a su amo. Pasó mucho tiempo. Atahualpa salió finalmente, oculto
detrás de una sábana estirada por dos mujeres que le daban la cara, como era
usanza. De Soto pidió que se le retirara el velo.
El Inca no manifestó sorpresa alguna. No miraba a los españoles y no se
dirigía a ellos a no ser que fuera por intermedio de uno de los nobles de su corte. Atahualpa era un hombre un poco grueso, de gestos lentos y majestuosos.
Habló con una voz dulce como quien no tiene miedo de ser mal escuchado o
incomprendido. Tenía el semblante grave, de una firmeza que venía de adentro. Hizo decir a De Soto que les haría pagar la afrenta de haber arrasado su
país y saqueado su ciudad. Añadió que al día siguiente iría a verlos.
En el momento de partir, De Soto dio media vuelta con su caballo; en
ocasiones se ha dicho que el morro del caballo se acercó al Inca y que un
poco de baba mancilló sus ropas. El Inca se mantuvo impasible, y aquellos
de entre sus hombres que se agitaron y perdieron la sangre fría fueron hechos
ejecutar de inmediato.
*
Nadie conocerá nunca cuáles fueron los pensamientos y emociones que padecieron los incas. Les habían contado que los caballos se alimentaban de
carne humana. Les habían dicho que estaban dotados de inteligencia. Les
habían dicho que los españoles llegaban desde el mismo horizonte en el cual
habían desaparecido los Creadores del mundo. Pero ahora sabían que los
españoles eran mortales como ellos, que sus caballos no eran gigantescas
llamas, que sus largas espadas no eran más que armas metálicas. ¿Pero por
qué razón habían llegado justo ahora?
Huayna Cápac, el padre de Atahualpa, había fallecido por culpa de la
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CAJAMARCA
epidemia de viruela, la cual también había llegado de España. La gente había muerto de esa extraña enfermedad, muchos hombres tuvieron estremecimientos horribles, náuseas. Luego, las manchas rojas se extendieron por
toda la piel, manchas pequeñitas y rojísimas como picaduras violentas. Llenaban las caras y las palmas y el cuero cabelludo. Pronto los cuerpos estaban picados de pústulas y la gente moría.
Su hijo Huáscar había ascendido al trono. La nobleza cuzqueña fijó su
elección en dicho príncipe, quien no era hijo de princesa imperial. Se esperaba que fuera dócil. Para asentar mejor su reino, incluso se pensó en casar a
su madre con la momia del Inca. Hubiese sido necesario sacar de su guarida
al viejo enfermo, volver a ver su rostro lleno de agujeros. Nadie se atenía a
ello. El rostro del muerto había dejado un recuerdo extraño. Se decía que, al
final, Huayna Cápac estaba irreconocible, incluso sus mujeres no lo reconocían y se negaban a acercársele.
Tuvo cerca de cuatrocientos hijos. Lo cual hizo difícil la sucesión. Se
puede imaginar a aquel pueblo de hijos e hijas, los herederos, en el fondo de
sus deseos irrevocables, esperando ser quien fuera designado.
Y así resulta que hubo guerra. Porque otro de los hijos había reivindicado para sí el trono, un hijo venido del norte, ahí donde Huayna Cápac, hacia el final de su vida, había hecho campaña, cerca del ecuador, en el umbral
de la selva profunda, un hijo que tuvo con una princesa pequeña y oscura,
una princesa indígena y ágil, muy bella y que lo había camelado de tal modo
que el viejo emperador de las montañas, quien ya poseía una semejante
progenitura, había terminado por invertir en dicho hijo un poco de amor.
Entonces, Huayna Cápac había tomado a su hijo con él, lo había llevado a dar una vuelta, con las armas empuñadas, a los lindes del imperio;
y el joven Atahualpa se había hecho conocer por sus hombres. Se le había
visto combatir al lado del mono viejo, se le había visto cortar cabezas en los
campos de coca, y de esta manera los yanas habían formado alrededor suyo
un verdadero cordón de fuerza fresca.
Los yanas eran ex-cautivos o criminales que el emperador se había adjudicado en calidad de servidores y que dependían enteramente de él. Muy
rápido adquirieron un poder creciente, el imperio reclutaba entre ellos a sus
mejores soldados y, pronto, a sus generales. La desaparición total de un ori37
ERIC BOUILLARD
gen oscuro o de crímenes pasados los empujaban a defender al joven príncipe
del norte contra el clero y los nobles del Cuzco. El mismo Atahualpa estaba
repleto de otro tipo de herencia, no descendía en línea recta del sol, no era hijo
de una princesa inca, pero había venido por la oración de una mujer, había nacido de las caricias dulces de su madre a un hombre que no hablaba su lengua.
A la muerte de Huayna Cápac, Huáscar y Atahualpa se levantaron uno
contra otro. Su lucha brutal debía ser la expresión de una profunda angustia.
Sin duda, bajo el jarrón de herencias y reinos, bajo los eventos gloriosos,
pululaban otras alimañas. Los yanas eran una fuerza ascendente, se sentían
en casa a lo largo de todo el imperio, sin distinción de razas ni de oficios.
Acaso se preparaban –como los mamelucos que ejecutaron al último de la
dinastía Ayubí– para hacerse con el poder. Así los mamelucos habían hecho
de Egipto una gran potencia. Habían rechazado a los mongoles, expulsado
a los francos, su poder se había extendido por Palestina, Siria, Cirenaica y
habían impulsado las artes y las ciencias. Los yanas, en cuanto a ellos, no
tuvieron tiempo para realizar hazañas tan grandes.
El ejército de Atahualpa fue vencido primero. Se consideró que la guerra civil se terminaba, se consideró que Cuzco conservaría su preeminencia
secular y que el joven y legítimo emperador había alejado al bastardo. Pero
los yanas, un poco más lejos, una vez recuperados del pavor inicial, reconstituyeron sus tropas. Reunieron los soldados que se escondían por los techos
y los bosques. En la noche cuchicheaban su llamado. Había que regresar,
todavía nada estaba perdido, Atahualpa reinaría sobre su pueblo. Rozaban
las tinieblas, lentamente reunían jirones de ejército. Se hubiera podido decir que atraían a los muertos con un airecillo de flauta, que los ordenaban
en hileras en lo hondo de las llanuras, la noche, y que por la mañana se
escondían y dormían. Reclutaban en lo oscuro, sin descanso, buscando en
lo desconocido y el miedo una abnegación azarosa. Y una vez reagrupado su
ejército, habían ido a sorprender a Huáscar, cerca de Chontacajas. Allí, la
larga hilera de hombres que habían trazado en la arena se hundió en el mismo centro del ejército enemigo. Entonces, pese a su superioridad numérica,
Huáscar fue capturado y arrojado al suelo. Rodó en la tierra como una bolita
de piel y pelos. Se le recogió un poco más abajo.
Ahora Atahualpa reinaba solo en el imperio. Era el centro de esa gran
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CAJAMARCA
máquina. Pero lo que había ocurrido, la caída del otro Inca –el cielo vacío,
la torre muerta–, todo aquello no había dejado de tener consecuencias en el
espíritu de los hombres. Se había hecho caer al Inca de su litera, se le había
atrapado como un ratero y arrastrado por los suelos. Hasta el momento, todo
lo que tocaba al Inca se convertía en tabú. Nadie podía utilizarlo de nuevo.
Las mujeres se ocupaban de recoger esas cosas y guardarlas en baúles. En
pequeñas palas, ellas amontonaban sus tesoros de huesos corroídos, de pepas, conchas y todo tipo de restos. Ellas recogían los vestidos que él había
llevado puestos, todo lo que había cogido con sus manos. Y, una vez por año,
peregrinación solamente ejecutada por ellas, transportaban todos los sacos
con restos fétidos, vestidos y alimentos podridos, los llevaban lejos, más allá
de los pequeños triunfos de cada día, y los quemaban. Todo lo que había
sido utilizado por el Inca debía ser quemado, llevado a las gran hoguera de
la duda. Y después se dispersaban las cenizas, se confiaba al viento frío los
pobres secretos de un reino.
Ahora bien, ahora que un Inca había sido arrojado al suelo; ahora que
un emperador había perdido el don de alejar y confundir; ahora que un emperador era prisionero, se había visto crecer en él, muy rápido, en su armazón de carne y huesos, la misma debilidad de los demás hombres.
*
La noche fue larga, llena de angustia. Los gemidos de los cargadores daban
a la espera un carácter lúgubre. Pedro Pizarro cuenta que durante aquella
noche se veló en un pánico inmenso. Pero Pizarro no parecía afectado por el
malestar que asaltaba a los hombres. Dividió en dos la caballería, una de las
partes estaría al mando de su hermano Hernando, la otra sería liderada por
De Soto. También separó a los infantes. Una parte estaría bajo órdenes de
su hermano Juan, la otra bajo las suyas. Ordenó a Pedro de Candia ascender
a una lomita fortificada y llevar con él un falconete, para dar un cañonazo
cuando les hiciera una señal. Los españoles amarrarían cascabeles a sus
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ERIC BOUILLARD
bestias para sembrar el terror. Los jinetes surgirían de los edificios donde se
habrían ocultado. Habría que controlar las dos únicas puertas que daban a
la plaza y ésta se convertiría en una trampa terrible. Pero era necesario que
el Inca entrase en ella.
En poco tiempo no quedaba un solo español en la ciudad. Las calles
estaban vacías. Los hombres pasaron la noche en armas, con los caballos
ensillados. Orinaban sobre ellos mismos bajo la influencia del miedo. Los
cargadores seguían gimiendo. Un inmenso cuerpo de cansancio lloraba. Bajo
los solivos sin pulir y los manojos de hierba, una ola se retira un instante
luego regresa, insinuándose lentamente en los pensamientos. El centinela
recorre la noche, las frentes se agachan, los cuerpos se voltean. Pero los
pasos se alejan y los llantos vuelven a empezar. El silencio pasa un instante
a través de los hombres, largo corredor vacío.
De repente, el cielo se despejó. Las estrellas parecieron más centelleantes. Durante aquella espera, Pizarro mira su mano arrugada. Tiene más de cincuenta
años, está viejo. Los años que acaban de escurrirse forman como inmensas
rebabas que se estiran, regresan, empiezan de nuevo –y el tiempo, mangle
de carne, aire y sangre, es como aquel país hecho de desiertos, bosques tropicales y también de altas montañas; un desorden profundo reina sobre los
hombres–. Una vez pasados los largos años en las selvas colombianas, después de numerosas excursiones fallidas, después de muchos muertos, entre
grandes sufrimientos, en la humedad de la tierra, acosados por los indígenas
o, al contrario, sin encontrar durante semanas un solo pueblo donde tomar
víveres, una vez descubierto un país de elegante orfebrería y que promete
grandes riquezas, una vez de regreso en Panamá, una vez desbaratadas, allá,
las maniobras de quienes querían malversar para cuenta suya los beneficios
de una empresa futura, una vez atravesado el océano, había tenido que
sufrir, de vuelta en España, la prisión por deudas, vivir varios meses en un
calabozo y, una vez sufrida la prisión, había tenido que ir a Toledo, arrodillarse delante del trono y, finalmente, obtener las capitulaciones necesarias
y el título de gobernador de una provincia todavía inexistente. Entonces tuvo
que reclutar tropas, encontrar armas, caballos, víveres y navíos para cargar
todo eso. Tuvo que hacerse de nuevo a la mar y, rápido, antes de que se lo
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CAJAMARCA
prohibiera la autoridad. Luego tuvo que sufrir la marejada durante semanas,
beber el agua estancada, comer la carne seca, después sufrir en Santa Marta
las maquinaciones, las defecciones y volver a partir. Fue necesario atracar
en Cartagena de Indias, encontrarse con sus socios, negociar, reclutar otros
hombres, encontrar pertrechos y más dinero. Luego hacerse de nuevo a la
mar, bordear las costas, desembarcar –vieja bestia bárbara–, sufrir el hambre, la sed, atravesar las selvas exuberantes, los desiertos, y encontrar en
ruinas la ciudad en donde se esperaba encontrar incontables riquezas. Finalmente, tuvo que escalar montañas altísimas, morir de frío, para encontrarse
ahí, entre cuatro muros de granito, esperando, mientras decenas de miles de
indios acampaban afuera, la llegada de un ejército entero, victorioso.
Sin embargo, Pizarro no tenía miedo. No era desde hacía algunas horas
que esperaba; era desde siempre. Aquella noche era su noche, era desde esa
oscuridad que saldría de la nada. Bien podía esperar unas horas más. Cuando la temperatura bajó, respiró con un gusto que hasta aquel momento no
había sentido. Respiró profundamente, como si tomara el aire más allá. Sentía una alegría límpida a la vez que advertía todo lo que ocurría alrededor: el
temblor de una mandíbula, una vela que iba a apagarse. Vio los círculos de
orina alrededor de los pies de los hombres, el cerquillo lleno de saliva de un
indio dormido. Sintió la órbita del mundo, la resaca lejana. Su día llegaría
finalmente. En sus jaulas de piedra, los españoles parecían miembros de una
antigua realeza de lodo y de sombra. En lo oscuro, parecían escrutar el pasado entero. De repente, Pizarro dio la impresión de perderse en la noche. La
vela que estaba cerca de él se apagó. Parecía un antiguo rey viviendo en una
tumba, prisionero de la piedra. Los españoles sorbían sus mocos, escupían.
Las salas apestaban. Hacía frío. Pizarro se acordó de esa pestilencia permanente que habían padecido en la costa, las ropas que se pudrían sobre la
piel. Recordó las tablas separadas de las cabañas, los escorpiones que caían
del techo. Recordó las lluvias diluvianas y se dijo que aquella noche era la
suya. Los demás temblaban, se lamentaban o se callaban, pero él sabía que
la gloria tiene siempre por causa los hechos reales, que el tiempo –enorme
masa de sueños y deseos– en ocasiones se agrieta, estrellándose con hechos
reales, que la vida de los hombres se acerca en ocasiones a ellos, desviada
de su curso por un peñasco real, un tronco de árbol, un meandro; y –maña41
ERIC BOUILLARD
na– esperaba que hechos reales se
produjeran. Así, aquella noche era
suya y de nadie más. Había levantado sus planes, visto a Benalcázar,
quien ahora está postrado, masticando una correa de su montura. El
padre Valverde se le había acercado, habían pasado algunos minutos
juntos, en silencio, como si hubieran mirado a través de un agujero
en el muro y visto la misma escena
extraña. No habría sabido decir qué
cosa.
Recordó a uno de sus soldados, en Puerto de Piñas, preso de
una locura súbita. Volvió a ver los
espesos bosques, las montañas escarpadas, las bestias moribundas. Luego volvió a ver Santo Domingo, sintió
el gusto del pan casava, del tocino. Era el comienzo de su estadía en las
Américas. Estaba bajo órdenes de Ojeda. Un día, éste recibió una flecha
en el muslo y ordenó que se aplicase un hierro ardiente sobre su herida. La
pierna había humeado. El olor de la carne había sido tan fuerte que la saliva
había acudido a sus labios al mismo tiempo que el asco. Después de lo cual
se le había envuelto la pierna con telas humedecidas con vinagre.
Fue entonces que recordó el comienzo, cuando era escudero de Ovando, en Santo Domingo. Lo acompañaba en sus campañas. La capital había
sido destruida por un huracán, había sido necesario reconstruirla. Muchos
hombres habían fallecido desde su llegada; los primeros tiempos estaban
llenos de dudas, de cansancio. Luego se había pacificado la isla, se le había
hecho entregar con creces su dote de sangre. Al comienzo se buscó los buenos términos con algunos reinos, luego se los derrotó, uno tras otro, como
pequeñas pelotas de lana. Al final, sólo quedó uno, y se le ahogaba por todas
partes, enajenando sus tierras, robando sus cosechas, violando a sus hijas.
El discutible heroísmo de los comienzos había dejado su lugar a una rutina
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CAJAMARCA
mortífera. Y aquel último reino, Ovando jugaba con él, arrojando más lejos
sus tierras, despreciando a sus jefes. Más tarde, aprovechó la oportunidad
que le daba una fiesta a la cual acudieron todos los del reino. Había esperado
los bailes, los cantos, la gran molasa de carne; y, cuando todos ya estaban
ahí, cuando la fiesta hinchaba los corazones, Ovando dio la señal. Se desbrozó a la muchedumbre a piquetazos. Todos fueron quemados. Una reina de
la isla, muy querida –y que había querido creer en aquella feudalidad de oro
y caña de azúcar–, fue colgada.
Enseguida, Ovando fundó quince piojosas ciudades, racionalizó una
forma de esclavitud y extendió la ganadería, dejando pacer en cualquier lugar los caballos, las vacas y los cerdos. Pronto invadieron la isla entera, destruyendo los cultivos, avanzando sobre los terrenos de caza. Cada incidente
con los indios era la oportunidad para ejecutar otro más y más.
Algunos soldados rezaban. Pizarro miraba con envidia aquellos hombres
arrodillados. Un esclavo negro dormía sobre la tierra batida, contra el frío;
había cubierto su cuerpo con paja y estiércol. Las arrugas de las piedras parecían una continuación de su rostro. Tosió y escupió sangre. El suelo fangoso, los soldados que flotaban en ese edificio sombrío parecían una imagen del
caos pagano. Por la noche se adivinaba un rostro negro y triste, la humareda
trémula de una fogata, las protuberancias de una coraza. Se hubiera podido
decir que toda esa masa ciega, que aquellas cascadas de huesos, de brazos
y rostros estaban ahí por el día del Juicio Final. De Soto estaba aturdido, febril. Por momentos, el resplandor de una vela resaltaba las venas espesas de
su cuello. Las piedras brillaban como espejos pero solamente reflejaban la
oscuridad de los cuerpos. Un río corre desde siempre hacia regiones que no
conoce; circula por las mismas riberas, pero el agua, que siempre proviene
de la misma fuente, no puede recordar las orillas que mojará una sola vez.
De pronto un hombre cantó. Una voz grave y delante de ella, como impresa
en una trama más oscura, una voz dulce, femenina. De Soto pensó en una
canción española, una canción de Extremadura. Le recordó su primera infancia. ¿No era una tonadilla que su madre cantaba? Apenas recordó a su
madre, pero creyó un segundo conocer aquella canción. Era una tonadilla
simple de curva descendente, las dos voces cantaban al unísono, traicionan43
ERIC BOUILLARD
do un deseo profundo de paz y de amor. ¿Dónde estás? ¿Dónde estás? ¿En
las nubes? ¡Escúchame! ¡Respóndeme! ¿No podría verte? Corre hasta mí,
río de sangre, corre hasta mí. Los últimos cabos de vela daban al lugar una
solemnidad extraña. Un caballo volteó la cabeza hacia atrás y se arrancó
pulgas con los dientes, luego regresó a su pétrea inmovilidad.
La canción continúa, audible apenas. De Soto busca con los ojos la
boca que canta. Cerca de una pared enlucida con arcilla, un indio estaba
con los ojos cerrados. El olor del agua estancada y de orines se mezcla con
aquella voz dulce, lejana. Es un indio que canta, se dice, sí, es un indio.
Creyó reconocer una canción infantil, pero es la voz de un indio. La primera
voz se calló. Sólo queda la voz femenina. De Soto la escucha pero ya no verá
de dónde llega. No lo quiere saber más.
Un hombre jugaba con un sapo. Lo empujaba con el pie y lo rasguñaba con
una pajilla que le hundía en el hocico. El sapo terminó por deslizarse debajo
de una piedra. El hombre se armó con un palo, rascó y rascó pero no consiguió hacerlo salir.
El padre Valverde se había enrollado en una pelliza grande. Soñaba con
el camino blanco que habían seguido durante días, en las hierbas que crecen
a orillas del camino. Dio una vuelta por la plaza y vio al norte una estrella
brillante y fría. Un hombre tosía desde hacía una hora. Puso el pie sobre
una espiga roída. Tenía hambre y frío. Se envolvió aún más en su pelliza. El
recuerdo de un estanque de agua clara percibido mientras ascendía acudió
de nuevo. Había en él minúsculos peces de plata, sus vientres brillaban en
el agua. Eran partículas vivas de luz; avanzaban y bruscamente se iban, sin
dejar tiempo a que se les siguieran, como si fueran aspiradas o repelidas. Su
desplazamiento era vivo, compacto, jamás perdían uno de ellos; no había entre ellos oveja perdida, hijo pródigo. Era maravilloso verlos deslizarse entre
las piedras, colarse en el cieno –imagen de la alegría–. A menudo los valles
estaban salpicados de lagunas y, alrededor, estaban esos árboles, Valverde
los había advertido, hermosos árboles de tronco brillante. Una vez se habían
cruzado con un grupo de labradores que manoteaban al borde de un terreno
para espantar a los pájaros. Ahora volvía a ver los rostros de rasgos poderosos, sus miradas tímidas. Se preguntó un instante si el viejo labriego loco que
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CAJAMARCA
habían visto, sentado en una grada del camino y que se había mantenido inmóvil durante todo el rato que les tomó pasar, no era la imagen de otra cosa.
¿Pero de qué? El viento agitaba los árboles, los grandes árboles, inmensos
bosques eran agitados por el mismo viento. Carcomía el suelo, alisaba los
acantilados, removía las hierbas enclenques, a veces incluso arrancaba sus
raíces. Mañana, se dijo, el suelo no dará más frutos. De inmediato se recuperó y se preguntó por qué había pensado en eso, por qué extraña razón. Por la
noche bendijo a los hombres. Les habló del Dios vivo, de la cruz y las heridas
sangrientas. Les había hablado del amor de Dios pero también de toda su
omnipotencia. Ahora volvía a ver los terebintos, los grandes árboles de ramas
elevadas, cargadas de hojas. Volvía a ver las llanuras desnudas, abruptas, y la
última curva antes de Cajamarca. Volvía a ver los suelos arenosos donde los
caballos se hundían, el lecho de mariposas azules, las heridas dejadas por
las cinchas en la carne.
El alba empezó a hacerse sentir. El vaho salía de las bocas. Los compañeros
de Ulises en el caballo de madera también habían debido esperar, en cuclillas, en el medio de la Acrópolis, y cuando Anticlo estuvo a punto de levantarse y gritar Ulises le puso a tiempo la mano en la boca. El viento había
hecho temblar las paredes de tablas. El caballo estaba ahí, parado, inmensa
trampa silenciosa. Alrededor de él, los troyanos discutían. Algunos querían
destripar la madera hueca, otros arrojarla desde lo alto de los acantilados,
otros hacerla ofrenda de dioses. Pero, durante la noche, el caballo vomitó sus
guerreros. Saquearon la ciudad, la incendiaron. Troya fue destruida.
En Cajamarca, los españoles hicieron algunas fogatas; arrancaron la
madera de las moradas, desmembraron los escasos muebles para cocer sus
comidas. Comieron poco, la mayoría no tenía hambre. Sus vientres estaban
duros. Veían sombras sobre la llanura. Algunos incluso creyeron que las
sombras les hacían señas. Pero lo que les parecían indios escondidos eran
sin lugar a dudas los boscajes, las formas del relieve. A la caída de la noche,
vieron un pastor pasar a lo lejos con sus llamas. Llevó a sus bestias a través
del horizonte. Los españoles miraron largo tiempo aquella banda de lana
desenrollarse bajo el cielo. Pero, por la noche, el mínimo ruido parecía tener
un sentido secreto. El peligro estaba por todas partes. ¿Los indios atacarían
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ERIC BOUILLARD
antes del día? Los españoles no tenían ninguna idea. No sabían si los indios
estaban ahí, cerca de ellos, como un cuerpo amoroso en la noche. Ya no sabían si el día llegaría a su hora, fiel y orgullosa. No, ya no sabían nada más;
y sin duda alguna la mayoría habría renunciado de haber podido. Pero ahora
era demasiado tarde. Algunas horas antes todavía era posible abandonarlo
todo y regresar a su pequeño pueblo de piedras secas. Pero aquella noche,
frente a millares de indígenas que se mantenían inmóviles frente a ellos,
como por milagro, ya no podían partir.
Pizarro sintió que caía de él cada hoja, cada gota. Después de veinticinco años dedicados a perseguirlo, finalmente enfrentaba al adversario que
se había creado. Todas las luces engañosas del descubrimiento y la riqueza
fácil ya se habían apagado. Solamente creía en Dios y en un increíble esfuerzo por vivir. Y sintió en él un árbol grueso, tembloroso, un movimiento
natural irresistible.
De Soto estaba cerca del fuego, esperando la llegada del día. Intentaba ahuyentar las imágenes dolorosas gracias al calor y la ubicuidad de las llamas.
Miraba, reajustaba sus ropas que la cercanía del fuego había vuelto candentes. Por la noche se sintió raro y lastimero. ¿Qué hacía ahí bajo órdenes de
Pizarro? ¿Por qué no había encontrado su propia selva, sus propias montañas, su propio abismo repleto de oro? No habría sabido formular sus intenciones pero, entre ellas, sentía algo ridículo, que no sabía explicar. ¿Adónde
iba? ¿Qué buscaba? Pizarro parecía conocer su esfuerzo, su objetivo, lentamente se desgajaba del azar. Pero él, Hernando, se arrojaba en lo imprevisto,
fogoso, irritado por la luz, buscando la paz y el consuelo en medio del caos y
el vagabundeo. Acabaría sus días muy lejos de aquí, allí donde no hay tesoro
ni imperio, en las llanuras frías donde pacen los hocicos obstinados. Allí expulsaría al hombre, la bestia primordial, luminosa, aquella que corre de pie,
vertical y grita su grito de palabras. Atravesaría Florida, Georgia, Carolina,
Tennessee, Alabama y Arkansas sin nunca detenerse en ningún lugar, sin
nunca revelar a nadie su pequeño secreto de sal y de agua. Atravesaría las
grandes llanuras, diez veces, cien veces a lo mejor, luego caería enfermo y,
pese a ser todavía joven, moriría a bordo de un gran río, en el mes de mayo.
Sus compañeros lo hundiría en la corriente para que terminara su vida lejos
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CAJAMARCA
de la inutilidad de sus esfuerzos. Aquella América, una de las cinco partes
del mundo, De Soto la habría recorrido desde los Andes hasta las futuras
orillas de Palm Beach. Habría ido de Cuba hasta el límite de los Apalaches,
atravesando varias veces el istmo. Habría visto los volcanes, las vastas mesetas, las Antillas. Habría navegado por el Atlántico y el Pacífico, dirigido numerosas tropas, poseído tierras, esclavos, acometido un viaje con seiscientos
hombres hacia las desconocidas tierras del norte, como si hubiera buscado
por todas partes aquella flecha bendita que, cuando lo alcanzara, despertaría
en él al niño que alguna vez fuera y lo haría crecer.
Pero aquella noche De Soto estaba aún a comienzos de su larga y desesperada búsqueda cuando Pizarro sorprendió su mirada llena de un espanto
mortal, y se volteó. No quería que De Soto recordara que lo había descubierto, él, Pizarro, víctima de un terror tal. No quería que De Soto recordara que
había advertido su larga cola de iguana, la piel quemante y la carne fría.
Martín Bueno meneaba la cabeza de manera repetitiva, en silencio. Otro
hombre, del cual Pizarro desconocía el nombre, desmenuzaba una espiga. El
amanecer ingresaba de mala manera por los estrechos agujeros del edificio.
Dos grandes y sombrías alas aleteaban en silencio alrededor de los cuerpos.
Se hubiera podido decir que los hombres dormían con un sueño de larvas. La
mayoría estaba de pie o en posturas en las cuales, de ordinario, no se duerme. Los cuerpos se agitaban. Por momentos, un caballo se movía. Su aliento
estaba lleno de un ruido metálico. El cuero comprimido de las monturas
hacía un ruido de saliva o de frotamiento. Centenas de españoles, indios y
negros estaban amontonados, durmiendo por los suelos, unos contra otros,
montón de sudor y paja.
Se muere en vida. Pizarro ya estaba muerto. Estaba muerto sin la sabiduría
antigua, sin la punzante voluptuosidad, sin olvido. Estaba muerto antes que
todos sus crímenes. Estaba muerto desde aquella radiante mañana en Extremadura, a través de las ventanas sin lunas, entre los olivares escuálidos y los
almendros. Estaba muerto cerca de las ruinas del viejo molino, estaba muerto lejos de la felicidad y el placer, entre las migas sobre la mesa, lejos de las
lámparas encendidas. Estaba muerto. Como un lagarto, había conseguido des47
ERIC BOUILLARD
lizarse dentro del espeso tronco negro del álamo frente a la iglesia. Se había
deslizado detrás de la corteza llena de hormigas. Ellas lo habían devorado.
Pero no se puede hablar de la muerte sin amor. Si yo hablo de la muerte,
una súbita emoción acude para buscarme. Me hiero a mí mismo y mi dolor
es prueba y sufrimiento.
A comienzos de la mañana, Pizarro fue abandonado a la muerte. Experimentó un distanciamiento y un amor extremo. Una cosa le pareció de repente
posible. La presencia de aquel pueblo extraño, fuera de su propia ciudad,
aquel príncipe tan orgulloso, la luz polvorienta, el olor de orines y la bosta
humeante, el ruido de los cascos, todo aquello le recordaba un caminito que
a menudo tomaba en Extremadura. Recordaba el olor del tomillo. Recordaba
los robles verdes, la grava crujiente. ¿Pero había existido verdaderamente
aquel camino? ¿Lo había soñado? Poco importaba, él lo había tomado. Estaba ahí. Acababa de tomarlo, de darse cuenta de que ahí estaba, de que
había pasado frente a la iglesia, delante del gran álamo negro, y que ya había
seguido la única calle del pueblo hasta las ruinas, que él había sobrepasado
las ruinas y la delgada selva de retamas. Llegaba al primer recodo, ahí donde
su padre había levantado, al menos eso era lo que creía, el banco de piedra.
Entonces levantó la rama del enebro, pasó por el borde de la hondanada y
siguió su camino. Sí, ése era su camino. Ahora ya no podría morir.
*
La mañana duró largo rato. Un sol tibio penetraba apenas por las puertas. Las
fogatas se habían extinto antes del alba. Las cenizas y los pedazos de madera
carbonosos se mezclaban con el agua derramada de los cántaros, con la bosta.
Escasos instantes de luz viva y bella iluminaban los rostros de quienes estaban
cerca de las puertas. Aquella mañana todo era menos bello pero más real.
Cuentan que, durante la noche, veinte mil orugas se habían arrastrado desde
el campo indígena, veinte mil pequeñas orugas negras en la noche, sombras
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jadeantes que se deslizaban entre los rodillos de tierra y llegaban hasta los alrededores de la ciudad para formar un
delicado collar de ojos. Y moderar su
aliento precipitado por su larga gimnasia, fundirla en su osamenta, fue su única necesidad por la noche. Pero, pese a
todo el cuidado posible, ocurría que las
sombras se movían, que los músculos se
abandonaran y que una extraña codicia los
forzara a extender la mano en lo oscuro.
Entonces los conquistadores escuchaban
un ruido, roce de cuerpos, e imaginaban
alrededor de ellos un animal con garras
y colmillos.
Cuentan que el Inca había enviado aquellos veinte mil hombres a que
se emboscaran. Atahualpa estaba seguro de que los españoles aprovecharían
la noche para huir, que la funesta pandillita se retiraría. Por la noche harían
sus talegas y azotarían a sus cargadores hasta encontrarse lejos. Y el Inca
quería que se les atrapara uno por uno, como un trémulo nido de ratas.
Eran los movimientos de esos millares de soldados en la noche, silenciosos y ágiles, que los españoles habían percibido y que habían impreso a
su espera un carácter inquietante. Era esa lenta trashumancia nocturna que
les había dado miedo, dándole al pavor que habían sentido una forma alucinada. Se alucina siempre lo que tiene lugar, en realidades que se enfrentan.
Pero por la mañana uno se reconcilia con las formas, en los campos despedrados. Y aquella mañana los indios habían sido sorprendidos, ocupados
como estaban en comprender cómo los españoles podían seguir y no seguir
ahí. Y es que la plaza parecía vacía. Sin embargo no se habían ido. ¿Dónde
estaban entonces? ¿Y por qué razón no se mostraban?
Por la mañana, Pizarro envió un mensajero ante el Inca. Le recordó su promesa de visita. Atahualpa respondió que primero debía amarrar los caballos
y los perros pues los indios les temían. Aquel que nunca se acercó a un caba49
ERIC BOUILLARD
llo sólo ve una gran bestia huesuda, con un ojo asustado a cada lado del cráneo. En cuanto a los perros, eran una jauría deforme, un tumulto de ladridos
y mandíbulas, apretados unos contra otros por collares, tiras, corriendo por
todas partes como si fuesen un solo cuerpo. Cuentan que los españoles los
alimentaban con carne humana, que les arrojaban cadáveres de indígenas,
como una parte de la presa a los perros de caza. Y es que lo que ellos hacían
era una inmensa cacería, una cacería del buen salvaje, aquel ser de papel al
cual se le abrían las venas para beber la tinta.
*
Hacia las once, la plaza estuvo cubierta de pájaros. Por todas partes rugían
los pequeños picos y, desde la sombra de las puertas, los soldados emocionados y un poco asustados miraban. En unos cuantos minutos, hubo un número
inaudito de gritos, risas mordaces y secas. Centenares de patas binaban la
tierra, y los españoles miraban ese redoble de velos negros y murmuraban
con pobres palabras sorprendidas. Cuando habían bordeado la costa, nubes
de gaviotas los habían seguido, alimentándose de sus restos, chasqueando
la lengua mentirosa. Pero en Cajamarca fueron multitudes de pájaros negros
que se posaron sobre el fango centelleante de la mañana.
Después los pájaros echaron alas en medio de un gran desorden. Por
momentos, algunos regresaban para posarse en el filo de los techos, pero
ahora el lugar estaba vacío. Hacía calor. Los lugares vivían de una soledad
extraña. Toda una multitud de respiraciones, pequeños ruidos, parecía brotar de la tierra. No se veía a nadie. Los españoles se mantenían en su cajón
de piedra; era la misma sensación que en la selva, hecha de aislamiento,
abandono, pero también de un sentimiento que ahí mismo, detrás de los árboles, en el ángulo muerto de la mirada, se esconde la Bestia.
Muchos hombres se durmieron después del amanecer. No habían podido dormir durante toda la noche, pero en muy poco tiempo el calor los
embargó. El grosor de sus prendas o de sus corazas, que no los habían pro50
CAJAMARCA
tegido contra el frío, aumentaba rápido la sensación de calor. Sudaban. Pero,
por el momento, la desesperanza más profunda había pasado. Las moscas se
habían despertado. Estaban por todas partes. Eran tan numerosas alrededor
de los caballos que, cuando uno de ellos se quedaba inmóvil un instante,
los ojos fijos, su hocico cubierto de moscas parecía el de un cadáver. Y ellos
que no habían logrado dormir cuando era necesario, ellos que toda la noche
estuvieron con los ojos abiertos, como en el intersticio de una puerta, ahora
que debían velar y mantenerse cerca resultaba que el calor, el zumbido sordo
de los abejorros los agobiaban. Y, cuando hubieran debido levantarse por
fin y recuperar sus fuerzas, ellos se duermen, envueltos de nieve, bajo sus
caparazones de tortugas.
*
La disparatada guerra duró todo el día. Un pueblo mugriento esperaba al sol.
Y los guerreros eran tan poco numerosos, tan aislados en su nicho de asfalto,
que querían salir, gritar, golpear, tener finalmente frente a ellos esos indios que
perseguían en pensamientos desde hacía meses. Pero Pizarro los retenía,
los conjuraba a que se mantuvieran tranquilos y en grupo, que esperaran
al abrigo, que el Inca se mostrara, entonces Pedro de Candia dispararía, la
trompeta sonaría y sería el momento.
Pero no antes. Hasta ese momento habría que mantenerse en la sombra,
emboscado, silencioso. Hasta ese momento habría que aguantar la respiración, eructar su miedo. Hasta ese momento habría que desviar la mirada
hacia el suelo, aprender a descifrar las innumerables huellas que hacen los
pies de un hombre en un día entre el polvo y los excrementos.
La hora pasaba. El mediodía fue difícil. La carrera de las armas no predispone a la espera, a ese tipo de miedo inmóvil y que, en lugar de dispersar al
hombre, lo reagrupa, lo apretuja, lo pisotea.
El cielo era inmenso. Pizarro inspeccionó diferentes puestos. De nuevo,
algunas recomendaciones, una voz severa, un timbre claro. Una jornada se
51
ERIC BOUILLARD
corroe lentamente. Es un trofeo ridículo que no se puede alcanzar; pero que se
usa y que usa, que se atraviesa y que atraviesa. Todo lo que no tiene gloria
alguna es complicado. ¿Cómo dar a su respiración el ritmo que hace falta
para alcanzar algo que ha perdido el ímpetu? Vivieron un día entero con los
ojos gachos, inspeccionando mecánicamente las manchas sobre los muros,
el hilo violeta en el morro de un perro. El suelo, cubierto de hojas y restos,
ahora resultaba ser el lugar más familiar. Las imágenes de mujeres, los recuerdos se reflejaban contra el suelo con una rara nitidez. Las manos largas
se crispaban al menor movimiento, después recuperaban su actividad agotadora, estúpida: rascar un pedazo de muro, frotar la piel.
Los indios, una inmensa meseta desnuda nos separa de lo que ellos piensan,
temían, complotaban. Nunca sabremos si tuvieron o no el presentimiento de
un desastre. El arca en la cual se conservaba su vida secreta se incendió.
Una superficie de alma se pliega aquel 16 de noviembre de 1532. Pizarro
inscribe sus armas en un blasón desnudo. La guerra no tiene más necesidad
de una fogosidad extrema, de una organización fallida aunque eficaz, de una
lucha sin cuartel. En adelante, los caracoleos se terminan. Es por eso que
De Soto no conquistará nada, no encontrará más que la extensión vacía y el
agua helada de un río. Ya nadie muere en el Cantar de los Aliscanos. Amarran cascabeles a las patas de las bestias, se espera el momento propicio y
se abaten contra el enemigo para subyugarlo. Pero, una vez que el enemigo
ha sido vencido, no se le devuelve su libertad, no se le restituye su pasado.
Debe entregar su oro, su país, sus mujeres, sus fuerzas, su vida. Ya no hay
más enemigos desde la invención de la brújula, el timón y la redondez terrestre. Sólo están el espacio abierto, el espíritu y el mundo por conquistar.
*
En muchos aspectos, aquellos hombres eran como usted y como yo. Mientras
uno no cesaba de remover los restos de su existencia, otro pensaba en una
52
CAJAMARCA
indígena entrevista ayer y cuya forma de caderas, la mirada, la manera de pararse la alejaban de todo. Sentados en toneles, algunos hablan en voz baja. Un
joven soldado mea. Por instantes, bruscas risas revientan el silencio. La espera
posee una profundidad simple que no se dice. Es ahí, no obstante, que somos
verdaderamente nosotros mismos, ociosos, entregados a nuestros diminutos
pensamientos. Cada uno habla la lengua de sus comienzos sin cesar vueltos a
empezar. La disciplina se relaja. El espíritu estira en nosotros su gruesa mano
negra. De repente los eventos son simples pretextos de repetición irrisoria.
Durante el ascenso a los Andes, de Zaran a Cajamarca, los españoles se enteraron de que Atahualpa consideraba con desdén su pequeño ejército. Varios
espías le habían informado, desde hacía ya mucho tiempo, de su número.
Sabía que los caballos eran vulnerables y que su débil artillería era lenta,
imprecisa. Pero ese desprecio no había afectado a Pizarro. Había continuado
con su camino sin señales de miedo. El Inca parecía dudar incesantemente
entre un clima de guerra o de cordialidad. Alternaba amenazas y regalos.
Entonces algunos españoles empezaron a temer ese ejército gigantesco del
cual se les hablaba. Los mismos compañeros de Pizarro se mostraban dubitativos. Les dijo que si se iban entonces los indígenas dejarían de lado
cualquier temor, así perderían la oportunidad que se les presentaba. Les dijo
que debían seguir adelante, ahora, sin perder siquiera un día, que habían
llegado hasta el borde del mundo, llenos de audacia y desafío, y que con sus
lanzas ellos irían a vendimiar aquel pueblo. Les dijo eso u otra cosa, pero
les dijo lo que hacía falta; y, en el silencio que aumenta con las alturas, les
impidió desgarrarse. Aquel silencio era opresivo, y los abejorros que daban
vueltas alrededor de los animales daban a aquella marcha inaudita un asomo
de realidad. Atravesaron varios ríos fríos y rojos. El rugido de las aguas los
acompañaba durante horas. Bordeaban un abismo de polvo. Los estanques
se sucedían a las cascadas, los troncos de árboles estaban apretados entre
inmensas piedras.
De Soto no podía esperar más, la ansiedad se hacía en él una forma de frenesí,
quería salir, montar a caballo. Pero Pizarro sabía mojar su lengua. Bastaba
con algunas palabras, un gesto y cada uno volvía a encontrar la tranquili53
ERIC BOUILLARD
dad para aguantar un minuto más,
una hora; entonces regresaba, y de
nuevo recordaba sus instrucciones,
posaba cada mano en la rampa fría
que debía llevar hasta lo más alto.
Algunos hombre reían; Benalcázar
se mantenía en el medio de ellos
como una estaca podrida en medio
de una tienda. Benalcázar estaba
unido a los soldados; vivía bajo una
espesa corteza de pensamiento,
pero era incapaz de encontrar las
palabras y los gestos que tranquilizan; los hacía reír con algunas
palabras inútiles y malas, y esa alegría falsa acentuaba el miedo.
En ese instante, la guerra parecía perdida. Acaso ella fue ganada muy tarde,
en el momento mismo. Pero tal vez, al contrario, era imposible perderla.
Cualquier asalto fulminante habría espantado a los indios y los habría fijado
en su estupor. No podía ser de otra manera. Los eventos sin duda poseen una
sola forma de producirse o de ausentarse, como si una historia secreta se
desenrollara en silencio sobre la alfombra.
¿Pero los indígenas no irían a abalanzarse de repente sobre la ciudad?
¿No irían a incendiarla; bombardear la plaza de piedras, lanzas; impedir a
los caballeros la salida, amontonando zarzas, pedazos de rocas, troncos de
árboles? ¿No irían a exterminar brutalmente a los españoles, terminar con
aquel insolente puñado de hombres?
Pizarro había pretendido bordear su reino, en búsqueda de otro mar.
Nadie, sin duda, creyó en ese largo viaje. Muy rápido, los indígenas entendieron que las armas, la disciplina militar, los caballos y los perros daban a
los españoles un ascendiente imprevisible. Pero les fue sin duda imposible
entender hasta qué punto la rabia de vencer, el amor por las riquezas y una
preocupación inmoderada de gloria los designaba. Pizarro apretaba el pan
contra sus labios. Un río se lo llevaría todo. Iría a trabajar las tierras, alejar
54
CAJAMARCA
sus orillas, y llevar muy lejos las arenas de su lecho. Y los indios, sin duda,
no vieron que aquel río iba a corroer y destruir todo lo que se le opondría,
todo lo que buscaría mantenerlo en un pequeño canal. La violencia de aquel
río no tenía ejemplos. Nunca se había visto algo parecido. Por el momento
apenas era un riachuelo pero ya se escuchaban rugir los remolinos de su
tronco potente, cuando los afluentes de diversos pueblos se hubieran arrojado y perdido en su corriente.
*
Más tarde, un vuelo de pájaro pareció dibujar signos en el aire: al menos
eso fue lo que creyeron algunos, quienes de ordinario no escrutaban el cielo.
Pero, durante aquella jornada interminable, los que se mantenían cerca de
las puertas tuvieron el tiempo suficiente para observar cómo y en qué dirección volaban los pájaros negros: grajos, cuervos, cornejas o gavilanes. No lo
sabían muy bien.
Un jilguero se quedó encaramado un rato sobre un arbusto de la plaza.
Unas tórtolas entraban y salían de los muros agrietados. De repente, los pocos pájaros que se encontraban ahí se hicieron de nuevo más ruidosos, antes
de dispersarse. Los hombres tenían un rostro de aceite. Se mantenían juntos,
cansados, apoyados unos contra otros como ramos de árboles.
*
En el momento del calor más intenso, los nobles de la ciudad llegaron y
cubrieron los lados de la plaza con flores y plantas. Mezclado con el olor de
la bosta, los orines y el agua sucia, el de las flores era muy nauseabundo.
Los españoles los dejaron entrar y dejar sus ramos rojos, amarillos, malvas,
azules, naranjas, de todas las forma y colores. Fue una ceremonia curiosa.
55
ERIC BOUILLARD
Los españoles se mantenían al acecho, cansados, como un ejército listo para
luchar y que esperaría días de días y se mantendría en el silencio y el sueño.
Pero, en el espacio vacío frente a dicho ejército –ahí donde esperaba ver llegar al enemigo y donde quería arrojársele para destruirlo–, el enemigo había
llegado para poner flores. Una enorme colmena de pétalos bordeaba la plaza,
profusión de colores que escrutaba en silencio una tropa de soldados. Calor,
luz, flores. Los campos alrededor de la ciudad habían debido ser devastados por
la mañana. Otro ejército, un ejército de ancianos, había recogido inmensos ramos para el enemigo. Y de ello, de esos ramos ofrecidos sin razón alguna, de
ese enorme montón de colores y perfumes, Pizarro tuvo un miedo repentino.
No era como si tuviera miedo del enemigo o de lo que pudiera ocurrir poco
más tarde, sino como si, de golpe, esas flores estuvieran amontonadas en él,
marea ascendente que lo asfixiaba.
Acaso vivía envuelto en una forma de miedo desde la infancia. Un miedo
que lo retenía en la realidad del mundo por comprender, que debía impedirle
amar y pensar más allá de lo que parece útil. Sus piernas le dolían. Se sentó
y las estiró sobre el suelo frío y suave. Aquella posición le era extraña. Se
mantuvo así por un momento, se habría podido pensar en un anciano jadeante,
que se detiene en cualquier lugar, extenuado. De Soto acudió a verlo. No podía más, su juventud lo empujaba a una acción sin causa, inmediata. Pizarro
le habló del sol y de la paciencia. Pero Hernando ya no escuchaba. Ni siquiera
se dio cuenta del cansancio de Pizarro, ni que estaba sentado en la tierra como
un niño. No se dio cuenta de nada. Con todo, regresó a su lugar, dócil.
Bajo el calor del día, Pizarro volvió a pensar en Trujillo, en su último viaje,
en aquel país que no quería ver otra vez. Se fue al pueblo. Desde hacía varios años su tío estaba muerto. No quiso ver a nadie. Al salir del pueblo se cruzó
con María Olena, quien no lo reconoció. Pasó cerca de la granja y se detuvo
delante de la iglesia. El viejo álamo estaba ahí. La fisura en el muro también.
Habían reparado una parte de la fachada y las nuevas piedras –no tan bien
arregladas como las anteriores– se notaban. Había tomado la única calle y había
caminado hacia el sol hasta el final del camino, hasta la cruz plantada delante del
vacío. ¡Qué bello era todo eso, las montañas rasas con forma de hoces, el cielo azul, las orillas desgarradas del torrente! ¿Para qué ir a otra parte? ¿Qué había
56
CAJAMARCA
más allá? ¿Hay algo que nos deje más ojiabiertos? Amaba aquel paisaje, pero no lo
sabía. Allí había suficientes riquezas como para toda una vida. Pero esta riqueza
no podía verla. La habitación en la cual dormía era sucia y triste. El muro
ennegrecido de humedad, la ventana picada de moscas. No obstante, qué
bien dormía en ella. En su lecho de hierro se amortajaba bajo una masa de
pieles sucias y de mantas. Amaba su habitación, el polvo, la luz que entraba
a través de los postigos rotos, el cacareo de las gallinas. Pero no extrañaría
nada. En ocasiones recordaría como si fuese un viejo error que no se repetiría. Algo siempre se mantenía ahí, que creemos poder tomar en cualquier
momento, pero cuando un día nos volteamos hacia ella, ya ha desaparecido.
Las montañas áridas, los ríos secos, las llanuras tristes en las que pacen las
vacas. La tierra infestada por los cerdos. Y los robles con el tronco tan oscuro
sobre la paja, con las hojas casi negras. Todo eso estaba ahí, siempre ahí.
¿Acaso algún día querría verlos de nuevo y no los encontraría? Treinta años
ya que se había ido. El verano fue muy caliente. El ruido de las cigarras era
ensordecedor. El espíritu flotaba debajo del sol. El camino estaba siempre
ahí. Se torció un poco el pie con una rama seca. Los guijarros tintineaban
debajo de sus botas. La madreselva había crecido. Al final del camino volvió a encontrar el mismo olor de tomillo, la misma perspectiva de la cual es
imposible sacar palabra alguna. Se sentó sobre los musgos secos. El relieve
le pareció como la silueta de un cuerpo. Creyó escuchar una gamuza en los
escombros, intentó un segundo distinguirlo, pero no alcanzó a hacerlo. El calor hacía espejismos sobre los peñascos. ¿Qué había venido a hacer? Siguió
con calma todos los movimientos de su pensamiento. Sus dedos desmenuzaban un palo. De regreso, tuvo ganas de abandonar el camino. Un detalle
del paisaje le llamó la atención más abajo, quería distinguir una pared de
piedras que nunca antes había visto. Le parecía que esos peñascos poseían
una forma particular, un dibujo. Habría debido estar a apenas una decena
de metros más abajo para verlo, pero no había camino, solamente zarzas y
desprendimientos. No tuvo ganas de hacerse daño, él que había cruzado los
mares, no descendió esos cuantos metros. Dudó un instante, inició el descenso, pero volvió a subir. De vuelta en el pueblo, se acordó de las ocas del
viejo que le daban tanto miedo, cuando niño. Dio una vuelta, encontrón un
jardín florido: ya no había ocas en él.
57
Tres poemas
R ODOLFO M ATA
MISS REALITY , THAT GIRL
Ah, que yo fuera un imán tan poderoso
que el mundo entero se me viniera encima
junto contigo
Y así acabara mis días
embriagado como pocos
devorado como un campo de maíz
por una parvada de cuervos
como un ejército de girasoles
fecundado por un enjambre
destrozado como una madrugada
por los cantos de los pájaros
Sólo así
amada Miss Reality
serás conmigo el polvo real
a que nos debemos
para que unidos podamos ir a destrozar
58
a algún otro indolente:
una reacción en cadena
como pocas
en esta guerra cruzada
por la paz
NACIMIENTO DE MISS REALITY
La realidad y su cáscara
estilo dulzura
bajó a la tierra y se hizo Miss
Espectáculo de tu presencia
megalomanía del amor
a la sombra de la sombra
de tu sonrisa
No me digas
que los objetos en el
espejo
están más cerca de lo que
aparentan
Querrías decir
59
¿Viajarán más rápido
al aproximarse a nosotros
hasta tocarnos?
¿Sonarán como sirenas?
¿O serán estridentes
hasta ensordecer?
Como el despertador
que divide nuestras vidas
entre yacer cadáveres
o deambular muertos vivos
Como dormitar al sol
y caminar en una playa
olvidados del mundo
y por él relegados
a la felicidad
ESPÍAS
Me levanto para encontrar
que no he descansado
y me pregunto
60
¿Cómo es posible vivir así?
Del día anterior recordaba
con perfecta nitidez
los signos inequívocos
durante la entrevista
de que habíamos logrado infiltrarnos
en los cuerpos de inteligencia
y yo había comenzado ya
a elucubrar un plan
que neutralizaría
por autodelación involuntaria
todas las fuerzas de elite
que operaban camufladas
en nuestro territorio
Parecía tan sencillo
casi un sueño de pentotal
cuando sonó el celular
y comenzó el sordo enfrentamiento
la negociación despiadada
No sabíamos qué rumbo tomar
y nos fueron dando escalofríos
yo lo percibía
en los silencios prolongados
que se abrían como abismos
en todo lo que habíamos logrado
61
simulacros de situaciones límite
como maniobras de evacuación
Bueno, ¿y tú qué piensas?
Caballos de Troya como ositos de peluche
Chocolates del día de San Valentín
¿No crees que estás siendo un poco irónico?
Códigos sarcásticos deflagrados
en alardes de egoísta criptografía
Entonces, cuando dices que me quieres,
o aquella vez que dijiste que me amabas
¿era, es y será una realidad
en el reino de la mentira?
62
Voces del sur: narrativa argentina del siglo XXI
F EDERICO G UZMÁN R UBIO
Como en cualquier país, en Argentina conviven varias literaturas, muchas
veces antagónicas, incluso excluyentes entre sí. A éstas no les queda más remedio que convivir por dictados ajenos y cercanos a la escritura, que van del
trazado tantas veces arbitrario y decimonónico de las fronteras a la lectura
compartida de una tradición letrada, expresada en una variedad lingüística
nacional que alguna vez fue negada y censurada: no fue sino hasta bien entrado el siglo XX cuando los escritores argentinos abandonaron el tú por el vos.
En pocas literaturas de la lengua se dialoga tanto con la propia tradición como en la argentina, y en pocas también las diferentes corrientes se
muestran de manera tan evidente que pareciera que, antes de tomar la pluma, el escritor se ve obligado a decidir quiénes son sus predecesores y con
quién no quiere tener nada que ver. Aquí subyace, por supuesto, la libertad
impuesta en uno de los ensayos fundacionales de las letras rioplatenses, “El
escritor argentino y la tradición”, en que Borges –en la estela de Alfonso
Reyes– decretó que, para el argentino, cosmopolita por elección y orfandad,
todo valía y cualquier manifestación artística del mundo podía ser propia,
siempre y cuando lo hiciera, por supuesto, hablándole de vos.
Resulta complicado clasificar un panorama tan variado y tan vital como
el argentino, y quizás esta dificultad explique en parte el porqué, siendo probablemente la literatura más prestigiosa de la lengua, su contemporaneidad
ya no tan estricta –llevamos quince años de siglo nuevo– permanece, a pesar
de la publicación constante de libros de primera calidad, hasta cierto punto
desconocida. Pareciera que la literatura argentina se detuvo en esos grandes
63
FEDERICO GUZMÁN RUBIO
nombres que gozaron y siguen gozando –unos más que otros, naturalmente–
de enorme popularidad, al menos fuera de la propia Argentina, donde los
relevos generacionales, motivados por esa pasión crítica frente a la propia
tradición, se suceden con mayor rapidez, y a veces injusticia, que en otras
partes.
Borges, Cortázar, Sabato, Puig, Mujica Lainez, Soriano, Bioy; todos
ellos muertos, muchos cuestionados, casi ninguno con herederos claros, proyectan una sombra tan fuerte que más se escribe contra ellos que como ellos.
Pocas cosas aterrorizan más a un escritor argentino joven que compartir el
barroco de Mujica Lainez o la solemnidad y gravedad de Sabato, dos autores
cuyos nombres son negados y cada vez ocupan un espacio más minúsculo, en
el mejor de los casos, en las nuevas historias de la literatura. Eso no quita,
claro, que el rastro esté ahí; por ejemplo, un autor tan peculiar como Rodrigo
Fresán, cuyo barroco pop y su conocida anglofilia parecerían alejarlo de la
órbita argentina, puede leerse como una mezcla imposible entre las tramas
cerebrales y alucinadas de Bioy, el cruce entre lo cotidiano y lo mediático de
Puig, y el ansia enciclopédica, reciclada, de Mujica Lainez.
Con la excepción de Borges, cuya figura cada vez ocupa un centro menos disputado en el canon argentino, son otros los nombres cuya influencia
se palpa en lo que se escribe hoy y que, a grandes rasgos, marcan las líneas
determinantes: bien podría afirmarse que Piglia, Saer, Di Benedetto, Fogwill
y Aira son los últimos escritores que aspiran a cierta perdurabilidad, y su
reinado es aún muy reciente, y quizás modesto en comparación con el de
sus predecesores, como para ya ser destronados en las crueles y constantes
guerras literarias argentinas. Piglia, en cuyas obras, bien conocidas en México, se mezcla con singular acierto la pasión narrativa con la disquisición
literaria, sería el ejemplo paradigmático del afán argentino por construir una
tradición personal; de ahí su obsesión por reinstalar en una posición privilegiada a Roberto Arlt y a Macedonio Fernández, dos escritores que no acaban
de estar presentes ni de desaparecer. Saer y Di Benedetto representarían otra
literatura argentina, surgida del interior, a veces más cercana a París que a
Buenos Aires. A través de una incisiva lectura del nouveau roman y de un
existencialismo algo tardío crearon, el primero, un territorio mítico ubicado
en el “río sin orillas”, el Paraná, y el segundo, mediante una sintaxis siempre
64
VOCES DEL SUR
desconcertante y un léxico sin miedo
al regionalismo, una obra tendiente al
silencio, en la que los personajes, ya sea
en el Paraguay colonial o en los desiertos del norte, se internan en sí mismos
hasta la estaticidad más desesperante.
Si la obra de Saer y Di Benedetto
es atemporal y privilegia la experimentación lingüística y la hondura filosófica sobre la actualidad en cualquiera
de sus facetas, la de Fogwill, sin descuiRODOLFO FOGWILL
dar estos aspectos, está rabiosamente
impregnada de contemporaneidad. Inseparable de su figura pública, polémica e incómoda, Fogwill escribió la que hasta ahora se considera la novela
paradigmática sobre la catastrófica guerra de Malvinas: Los pichiciegos. En
ella se cuentan las vivencias de un grupo de soldados argentinos (aunque
llamarles soldados a los adolescentes reclutados por la dictadura militar raya
en el colaboracionismo) que desertan y se esconden en un refugio subterráneo a esperar que la guerra pase, que la muerte no llegue, que el horror no
se haga presente, lo que en la Argentina de 1982 era bastante probable que
sucediera. A propósito de Malvinas, también resultan esenciales Las islas,
de Carlos Gamerro, novela ubicada en un Buenos Aires en apariencia lejano
temporal, y espacialmente de las dichosas islas, pero en el que las secuelas
de la guerra absurda están presentes, así como Trasfondo, de Patricia Ratto,
que narra las peripecias del único submarino de guerra argentino, el San
Luis, que es lanzado a combatir a pesar de sus graves desperfectos técnicos
(ni siquiera los torpedos funcionan), y que se convierte en una triste metáfora
de la sociedad argentina.
Es esta sociedad la radiografiada en la otra gran novela de Fogwill, Vivir
afuera, que muestra de forma convulsa la crisis subyacente en un país que se
soñó feliz y rico durante el finalmente explosivo menemismo. Y si de crisis
hablamos, una de las pocas aristas positivas que presentan las consuetudinarias debacles económicas argentinas son su genial reflejo en la literatura,
a diferencia de España, en donde su célebre cataclismo financiero produjo
65
FEDERICO GUZMÁN RUBIO
una serie de novelas de estéril costumbrismo, o de México, donde a juzgar
por el número de novelas que hablan sobre la precariedad, en los últimos
treinta años se ha vivido en una cómoda bonanza económica.
A la crisis de 2001 también se debe, paradójicamente, el surgimiento de
un gran número de sellos nacionales que aprovecharon el relativo abandono
de las multinacionales españolas. A estos pequeños sellos, agrupados bajo
el elusivo término de “independientes”, se debe en buena medida la renovación de la literatura argentina, pues, a diferencia de lo que suele ocurrir en
otros sistemas literarios como el español o el mexicano, publican en especial
nueva literatura nacional; entre los más destacados se puede mencionar a las
consolidadas Eterna Cadencia, Adriana Hidalgo, Beatriz Viterbo, Entropía,
Mansalva, Interzona, y a las aún flamantes Mardulce (abocada, por cierto,
a la publicación de Elena Garro), Blatt & Ríos, Bajo la Luna y Momofuku.
Pero volviendo a lo estrictamente literario, en la serie de novelas que
reflexionan sobre la debilidad argentina por la decadencia destaca El traductor, de Salvador Benesdra, que Elvio Gandolfo, uno de los críticos más
respetados –aparte de original cuentista–, no dudó en calificar como “una de
las mejores novelas argentinas que se hayan escrito desde 1810”. Lírica, excesiva, inteligentísima, divertida y tristemente vigente, El traductor cuenta
las transformaciones que emprende una editorial “progresista” que decide
adaptarse a los nuevos tiempos. Ricardo Zevi, uno de sus empleados –primero fijo, después externo– experimenta, de esta forma, el triunfo incontestable
del capitalismo al tiempo que descubre –primero con azoro, después con
agrado– que el machismo salvaje, que hasta entonces había reprimido, será
la clave para sobrevivir. La novela, por supuesto, trasciende las fronteras de
Argentina y del menemismo, la época en que está ambientada, y no es exagerado afirmar que, en su radical apuesta política, es la obra narrativa que con
mayor desgarramiento y fortuna ha tratado el neoliberalismo en cualquier
idioma. A El traductor habría que sumar otra novela de título igualmente
parco y contenido explosivo, El trabajo, de Aníbal Jarcowsky, que muestra
que los viejos mecanismos de control funcionan como antes, o incluso mejor,
al no existir ya un contrapeso que los obligue a mostrar un rostro un tanto
más amable.
La magnitud de la crisis de 2001 fue tan hiperbólica que su represen66
VOCES DEL SUR
tación literaria se plasmó en no pocas distopías. Tal es el caso de El año
del desierto, de Pedro Mairal, que muestra el desmantelamiento de la clase
media a causa del avance de “la intemperie”, acompañada de la invasión de
los bárbaros, lo que en Argentina, un país que se ha considerado europeo a la par
que ha ignorado –cuando no exterminado– a franjas masivas de la población de
origen indígena, tiene connotaciones incómodas y recuerda el binomio civilización-barbarie sobre el que se construyó la nación. Más apegada al subgénero es la magnífica Plop, de Rafael Pinedo, que con una estética minimalista
construye un mundo coherente y de extrema sordidez; en comparación, el
nuestro nos parece benigno, salvo cuando nos damos cuenta de que cada vez
se asemeja más al imaginado, ¿o vislumbrado?, por el malogrado Pinedo.
En Argentina, donde, a tenor del resto de América Latina, la inseguridad cada vez preocupa más, es tan lógico como oportunista que este miedo
justificado se plasme en la novela. Guillermo Saccomanno lo trata, de nuevo
con elementos distópicos, en su premiada El oficinista, y, posteriormente, en
el fresco realista Villa Gesel. Hermana menor de la distopía, la ucronía también ha servido a los escritores argentinos para cuestionar su nación; el mejor
ejemplo de ello sería El vampiro argentino, de Juan Terranova, el chico malo
de las letras argentinas. Terranova, cuyo peronismo declarado y cuestionamiento de la retórica sobre los desaparecidos incomodan por igual, imagina
en su ucronía una Buenos Aires nazi, convertida en una de las capitales
sudamericanas del Tercer Reich triunfante.
Pero si hay un tema que ha acaparado la atención de los narradores
argentinos, así como los mexicanos se muestran obsesionados con el narcotráfico y los españoles con la Guerra civil, es el de la última dictadura militar
y las decenas de miles de asesinados y desaparecidos que dejó tras su macabro paso. El triste y sugerente tema ha sido tratado de muchas formas, algunas más evidentes que otras. Muchas novelas exitosas han sabido explotar la
relación no muy elaborada entre desaparición y búsqueda, como El espíritu
de mis padres sigue subiendo en la lluvia, de Patricio Pron, que reivindica el
papel de la militancia armada peronista al tiempo que elabora un emotivo
retrato de su padre; otras se preocupan por cuestionar el silencio cómplice
que la mayor parte de la población mostró ante las atrocidades militares,
como Una misma noche, de Leopoldo Brizuela. Marcelo Figueras, en Kam67
FEDERICO GUZMÁN RUBIO
chatka, escribe un efectivo melodrama
en el que narra la desaparición de un
hombre y una mujer vista por su hijo
pequeño; Angélica Gorodisher explora
en Tumba de jaguares el sentido o, mejor
aún, la mera posibilidad de escribir sobre
los desparecidos, mientras que Martín
Kohan estructura Dos veces junio a través de una pregunta reiterada, extraída
de un diálogo real, de carácter técnico,
que figura en las actas de los juicios a
los torturadores: “a partir de qué edad
CÉSAR AIRA
se puede empezar a torturar a un niño”.
De especial interés resultan el libro de cuentos 76 y la novela Los topos, de
Félix Bruzzone, él mismo hijo de desaparecidos, en los que logra escapar
del lugar común, evadir la conmiseración que su propio caso despierta y
deslindarse del discurso oficial para construir una mirada absolutamente
personal y original sobre estos nefastos sucesos, tratándolos por medio de
subgéneros inéditos –de la parodia a la comedia sexual–, con lo que defiende
la opción de escribir sobre los asuntos más espinosos de forma novedosa,
incorrecta incluso. Así, alcanza nuevas verdades que la corrección política y
las buenas intenciones institucionalizadas habían sepultado; como señala la
mítica crítica Beatriz Sarlo a propósito de Bruzzone: “Cuando un tema grave
logra, finalmente, liberarse del biempensantismo, se convierte en algo que la
literatura puede tocar.”
Más allá de los temas recurrentes, si algo ha caracterizado a la literatura argentina, o a una de sus líneas más sugerentes, desde hace al menos
cien años, es su marcada vocación experimental. Esta rama muestra especial vitalidad a través de una serie de propuestas únicas que comparten
la concepción de la literatura como un laboratorio en el que no se descartan de ninguna manera la subversión lingüística ni la propuesta lúdica. Al
hablar de nuevos caminos textuales surge antes que ninguna otra la figura
persistente y evasiva de César Aira, autor de más de sesenta (¿o ya serán
setenta?) “novelitas”, como él mismo las denomina, en las que, si hemos
68
VOCES DEL SUR
de creerle y retomando el discurso de las vanguardias, importa más el proceso de elaboración que el resultado final. Así, no puede hablarse de obras
acabadas sino de un “continuo” cercano al de la empresa de fabricar novelas que imaginara Wilcock en La sinagoga de los iconoclastas y lejano a la
postura tradicional de autor. El discurso resulta sugerente, pero lo cierto es
que las novelitas de Aira –escritas en un lenguaje engañosamente sencillo,
propensas a la digresión siempre original e interesante y, sobre todo, plenas
de tramas desquiciadas y renovadoras– se defienden por sí mismas. Cada
lector de Aira tiene sus novelitas preferidas, aunque existe el consenso de
que Cómo me hice monja, La costurera y el viento y Ema, la cautiva, se cuentan entre las más características, a las que podrían agregarse las hilarantes
Parménides, Un cuento chino y Diario de la hepatitis. Aira –no podía ser la
excepción– se ha preocupado por rescatar la obra de Osvaldo Lamborghini,
y con ello emprendió su propia interpretación de la literatura argentina, en
la que el Fiord, un texto de apenas una treintena de páginas y de difusión
muy limitada, supuso, gracias a su visceralismo y a la relación que plantea
entre política y escatología, un quiebre en la corrección que amenazaba con
imponerse como norma. Lamborghini –a veces pareciera que más la figura
que la obra (otra tentación del mundo literario argentino, al pensar en Macedonio Fernández y en Fogwill)– sintetiza la variante argentina del escritor
maldito, en el que la vida nómada y subterránea, propensa al escándalo y a
la miseria, no puede desligarse de la creación de una literatura culta, oscura
y demoledora, cuyas páginas suelen ser menos numerosas que su biografía
(la suya, de Ricardo Strafacce, ronda las mil páginas).
Pero Aira, faltaba más, no es ni de lejos el único autor cuya obra muestra una concepción meditada y particular de la literatura. El también polémico Damián Tabarovski, en Literatura de izquierda, clamaba por la escritura
de riesgo, basándose sorpresivamente en el Flaubert de Bouvard y Pécuchet,
del que rescataba la elaboración de un mecanismo literario potencialmente infinito y tan perfecto que contuviera su propia refutación. Él mismo ha
desarrollado algunas de sus ideas irrealizables en obras como Autobiografía médica, en la que un sociólogo, debido a inoportunas enfermedades, se
ve obligado a retomar rutinariamente su vida (laboral) desde cero, o Una
belleza vulgar, que narra, de manera sorprendentemente amena, a veces in69
FEDERICO GUZMÁN RUBIO
cluso sentimental y épica, el recorrido que completa una hojita desde que
se desprende de un árbol a la altura de un quinto piso hasta que cae en el
pavimento, con lo que de pasada comprueba que cualquier asunto es susceptible de ser contado en el tono que sea. Otro nombre que ha sobresaltado
el panorama literario argentino –lo que no es decir poco, pues a estas alturas
ya debería estar curado de espantos– es el de Pablo Katchadjian, quien en
El Martín Fierro ordenado alfabéticamente reelabora con un simple teclazo
el clásico argentino, y en El Aleph engordado reescribe, o sobreescribe, el
célebre cuento de Borges, lo que predeciblemente le hizo ganarse una demanda penal de María Kodama. Daniel Guebel y Sergio Chejfec son otros
dos escritores raros y por momentos geniales; el primero, creador de novelas
delirantes y humorísticas y, el segundo, un auténtico transgresor de los géneros, pues sus libros lo mismo pueden leerse como novelas que como relatos
de viajes, ensayos y casi ejercicios de escritura automática, sin embargo
obsesivamente lógica, que tienen en común un estilo frío y a la vez cercano.
Una buena forma de acercarse a Chejfec es a través de su reciente colección
de cuentos: Modo linterna.
Hablar de Argentina, contra la costumbre, es hablar también del interior, y en los últimos años la literatura de algunas provincias ha conocido un
auge tan importante como la del sordo centro. La ciudad de Córdoba contaba
ya con figuras importantes en su propia historia literaria, de Leopoldo Lugones a Juan Filloy, y en los últimos años lo ha renovado, sobre todo en el
terreno del cuento; Federico Falco y Luciano Lamberti, combinando con sabiduría el minimalismo norteamericano con el fantástico porteño, han creado
una cuentística extraña y fascinante, en que la realidad se revela demasiado
extraña como para ser simple realidad y la fantasía se parece demasiado al
mundo de todos los días como para ser calificada de tal. A estos dos nombres
habría que agregar el de Carlos Busqued, autor de una novela de extraña
belleza, Bajo un sol tremendo, en la que un joven abúlico se mueve en un
ambiente literal y figuradamente pútrido entre Córdoba y El Chaco.
Esta segunda provincia conforma, junto con Misiones y Entre Ríos, una
región tropical, con una cultura propia, fuertemente influida por el cercano
Brasil, que también ha sabido ocupar un espacio en la renovación literaria,
sobre todo con el nombre de Selva Almada, quien en El viento que arrasa
70
VOCES DEL SUR
construye una historia cercana al gótico
sureño estadunidense. Almada cosechó
un gran éxito con esta novela, y contra la
costumbre que dicta que el escritor argentino con resonancia acaba escribiendo en una lengua neutra sobre temas
prestigiosos, en la siguiente, Ladrilleros,
ahondó la apuesta local mediante la recreación de una voz desinhibidamente
regional. El habla particular del litoral
también fue utilizada en Chamamé. Al
ritmo de esta música popular, Leonardo
Oyola desarrolla una novela negra en la
que el lenguaje le roba protagonismo a
la violencia, que es mucha. Dentro de la
capital, a veces forzadamente cosmopolita, también surgen apuestas locales,
rescatando para la literatura historias
delimitadas en barrios específicos, como
Fabián Casas hace con un Boedo nostálgico, decadente y pop (“la dictadura
fue la música disco”, sentencia en uno de los cuentos de Los lemmnings), o
bien introduciendo en la literatura ritmos en principio ajenos a la argentinidad más exportada, como la cumbia villera en Cosa de negros, de Washington
Cucurto, una de las apuestas lingüísticas más radicales en una literatura que
se muestra extrañamente timorata con el uso de jergas y hablas populares.
Dejando de lado los temas nacionales y las escrituras locales, las letras
argentinas también han reservado un espacio para la intimidad, en libros
que se olvidan de crisis apocalípticas para concentrarse en el yo más interior, primero, y luego más impúdicamente explícito. En la perturbadora El
desierto y su semilla, Jorge Barón Biza, último miembro de una estirpe aristocrática de suicidas, cuenta el proceso de reconstrucción del rostro de su
madre tras haber sufrido un ataque con ácido perpetrado por su padre. Con
este duro testimonio, Barón Biza se adelantó a la literatura del duelo que
en los últimos años ha brindado buenos libros en varios países de nuestra
71
FEDERICO GUZMÁN RUBIO
lengua, categoría a la que también pertenece Mi libro enterrado, de Mauro
Libertella, que cuenta los últimos días de Héctor Libertella, su padre, autor
de culto por sus novelas y por un ensayo clave para entender la literatura argentina, Nueva escritura en Latinoamérica. En esta rama también habría que
destacar La pausa, de Diego Meret, una especie de autobiografía lectora, y
las dos novelas de Ariana Harwicz, Matate, amor y La débil mental, en las
que desmonta con crueldad lírica los estereotipos más arraigados impuestos
a la mujer, empezando por el de la maternidad.
En este panorama general no puede dejarse fuera el género con el que
más lectores relacionan la literatura argentina: el cuento, y, dentro del cuento, el género fantástico. El primer nombre que habría que mencionar es el de
Marcelo Cohen, autor clave dentro del país y muy poco conocido fuera de él,
lo que le valdría el dudoso mérito de ser hoy el secreto mejor guardado de la literatura argentina. En los cuentos de Cohen se combinan elementos de ciencia
ficción con un estilo personal muy marcado, proclive a la innovación e incluso al neologismo, de forma que los mundos descritos resultan tan familiares
y extraños como la prosa en que se les describe. En Argentina, Alfaguara
acaba de publicar sus Relatos reunidos (y ya hizo lo propio con Fogwill y
con Fontanarrosa; sí, el creador de Boogie, el aceitoso también fue un cuentista popular en su país), así que existen esperanzas de que los cuentos de
Cohen gocen de mayor circulación. En la estela de Cohen se encuentran los
cuentos de Oliverio Coelho, autor con una sensibilidad fantástica no exenta
de lirismo. A los nombres mencionados, habría que agregar el de Samanta
Schweblin, quien, por increíble que parezca, si bien con un fuerte influjo
cortazariano, halló un modo de darle una vuelta de tuerca al género fantástico mediante un uso virtuoso de la elipsis. Schweblin parece moverse con
igual facilidad en el género fantástico que en el realista; al leer, entonces, un
volumen entero de sus cuentos, como Pájaros en la boca, queda la impresión
de que, más que los textos, lo que parece dialogar entre sí, en igualdad de
circunstancias, es la realidad con la fantasía. También en el orbe fantástico,
pero más influida por el imaginario popular, Mariana Enríquez mezcla elementos disímiles en Los peligros de fumar en la cama y encuentra relaciones
enriquecedoras e inesperadas, por ejemplo, al concebir a los desaparecidos
como zombis. Otro autor interesante es Hernán Vanoli, difícil de encasillar,
72
VOCES DEL SUR
aunque tampoco le hace el feo a la distopía ni al fantástico. Tras una primera
lectura, los cuentos de Varadero y Habana maravillosa resultan de una frialdad adecuada y desasosegante; es después, al volver a ellos o al recordarlos,
cuando surgen nuevos sentidos e, inesperadamente, Vanoli se revela como
un autor irónico, quien a través de su prosa directa y a veces agresiva narra
situaciones distópicas sin caer nunca en la tentación de explicarlas.
Queda mucho por decir. Libros importantes, al ser inclasificables, no
se prestan a la agrupación e injustamente quedan fuera de este recuento.
Así sucede con La familia fortuna, de Tulio Stella, una rareza y una de las
novelas más hilarantes –publicada en cinco pequeños libros que forman un
estuche– que se han escrito en los últimos años; con Informe sobre ectoplasma animal, la novela ilustrada de Roque Larraquy; con la culta y ácida Las
teorías salvajes, de Pola Oloixarac, o con El pasado, de Alan Pauls, quien
escribe un retrato generacional a través de una historia de amor. Pero más
allá de las presencias y las ausencias, de la recomendación puntual o de los
gustos subjetivos, lo que este panorama pretende es mostrar una evidencia:
Borges y Cortázar y Bioy murieron, es cierto, pero la literatura argentina
sigue escribiéndose, y ahí está, esperando ser leída. Después de todo, la
argentina, al igual que la totalidad de la literatura, está escrita para nosotros.
73
Pormenores de una intrusión
O LIVERIO C OELHO
Llegó al taller mecánico pensando que
si se trataba sólo de una limpieza de
inyectores, la sacaba barata.
Observó a Ramón en el fondo, agachado, casi un santo que comenzaba
a administrar milagros en un quirófano monumental. Una racha de luz se
colaba por el techo de chapa y enmarcaba su cara gruesa, rematada por
una barba mefistofélica, mientras calentaba en un anafe un jarrito con mate
cocido.
Apenas Ramón vio a Pedro, dubitativo en la entrada, se acercó y lo
abrazó.
Pedro apretó los ojos y esperó la peor
de las noticias. Pero Ramón, como todo
hombre mayor que recicla su vitalidad absorbiendo y procesando rumores para crear secretos en lugar de
chismes, ya sabía todo: “Qué cagada
lo de tu viejo… Pero todo pasa, vas
a ver, hay que ser optimista, nadie se
va a enterar. Y además todos mete74
mos la pata por una mina alguna vez,
no tenés por qué avergonzarte.”
De inmediato, como si se hubiera
referido a un hecho que no admitía
más digresiones, cambió de tema y le
dijo que en principio su Peugeot tenía un problema por el que todos los
autos diesel en algún momento pasaban: el alternador no se excitaba.
Había tenido que sacarlo y cambiar
el regulador de voltaje: “Pero eso es
lo de menos, una vez que empezás, hay
que encontrar el problema de fondo, y
lo encontré...” Pedro sacudió la cabeza y pensó en voz alta: “Puta madre”, pensó Pedro, “soplé la tapa”.
Ramón, como si leyera su mente,
dijo: “No es tan grave como soplar
juntas, pero por ahí anda. Vení.” Y lo
guió hacia una oficina lateral repleta
de papeles, herramientas, tuercas y
repuestos averiados. El teléfono empezó a sonar. Al octavo timbre, Ramón
atendió, como si sólo la insistencia
PORMENORES DE UNA INTRUSIÓN
y el deseo justificaran su respuesta.
A los diez segundos, antes de que el
cliente del otro lado terminara con su
exposición, se disculpó: “Estoy ocupado, llámeme en media hora.” Entonces
Pedro no pudo aguantar más: “Ramón,
vamos al grano, ¿qué encontraste.”
Ramón se mantuvo en silencio, mirándolo a los ojos con una mezcla de ternura, piedad y codicia. “Qué querés que
te diga: rectificamos los excéntricos de
levas, las semiarandelas axiales, lo hacía ahora o ibas andar con el hipo para
siempre… Yo sé cómo querés a este
bicho, fue una operación a corazón
abierto, no te voy a cobrar hasta que
no salgas del pozo, lo de tu viejo te
debe estar comiendo en carne viva.
Estas cosas hay que hacerlas cuando
estás en la lona, te levantan, es como
pintar la casa. En tres meses te acepto guita”, dijo y amagó con abrazarlo.
Aunque tenía que caminar diez cuadras y temía que en el trayecto alguien
del barrio lo reconociera como el hijo
de Víctor, volvió a pie. La vergüenza
esperaba a la vuelta de cada esquina.
Sin embargo algo le dijo que enfrentar a la gentuza era la mejor manera
de desmarcarse de su padre. Imaginaba que la frontalidad en lugar de
la evasión o la timidez a corto plazo
coartarían la cadena de rumores y
la familiaridad terminaría por disol-
verse. Si se plantaba nadie asociaría
su individualidad con la del hombre
que por celos había apuñalado a su
amante frente a su hijo de cuatro años.
En ese kilómetro, evocó el momento en que un patrullero de la policía
se había presentado en la puerta de
su casa, un día antes, para anoticiarlo del crimen e instarlo a prestar declaración. Aunque había contestado
que no sabía nada de su padre desde
hacía un año, los oficiales le respondieron que su condición de hijo lo volvía testigo imprescindible de la causa.
Si no quería ser declarado en rebeldía, tenía que prestar declaración.
Esa breve visita de la policía alcanzó
para que los tres o cuatro chismosos
de turno esparcieran el rumor: el padre de Pedro era un criminal.
No podía decir que su reputación
en el barrio se hubiera visto dañada
por esa visita policial ni por los chismosos. Tampoco podía asegurar cuál
era exactamente su reputación antes
de la visita. Pero probablemente, hasta el día anterior, entrara para la mayoría en la categoría de treintañero
honrado, de oficio indefinido, clásico
solterón que acopia cosas inútiles “por
si acaso” y pide todas las noches delivery de comida.
Encontró en el buzón una citación
y la dobló en el bolsillo. En el ascen75
OLIVERIO COELHO
sor se le ocurrió pensar que alguien
había entrado furtivamente a buscar
evidencias. ¿Pero qué evidencia podía haber en un crimen, más allá del
crimen mismo? Abrió la puerta de su
departamento bruscamente y del otro
lado no aparecieron rastros de un visitante clandestino sino una mujer entera, sentada en el sofá, bajo el arco
de luz que atravesaba el ventanal.
Estaba cruzada de piernas. Llevaba
botas negras y medias caladas de un
gris topo. El pelo lacio le caía sobre
los pómulos con una simetría impecable que volcaba en la cara algo incorruptible y angelical. La luz plena
del mediodía la volvía una desconocida. Barajó tres opciones: era una
vendedora de seguros de vida, otra
amante de su padre que venía a reclamarle una deuda, o una asesina a
sueldo. Le preguntó cómo había entrado. “La puerta estaba abierta”, le
contestó ella con una sonrisa y apoyó
la punta de la lengua en el labio inferior, más carnoso que el superior. Él
trató de recordar cómo había salido a
la mañana del departamento. Se había ido apurado, sin desayunar. Tal
vez hubiera dejado la puerta abierta.
No podía asegurar que no hubiera sido
así. Le había ocurrido dos veces y un
vecino lo había alertado, incluso con
él adentro, una vez que regresó muy
76
borracho. Se dio cuenta entonces de
que había errado la pregunta: “¿Por
qué entraste?”
“¿No te acordás de mí?”, contestó
ella, como si esto explicara la intrusión. Juntó las manos y en los nudillos se formaron finísimos pliegues.
Las uñas, largas y pintadas del mismo
tono carmesí que los labios, delataban
el cuidado de una mujer que, calculó
Pedro, debía rondar los treinta.
“No, no me acuerdo.”
“No me lo explico, Pedro.”
Él se repasó la cabeza desconcertado y simulo acomodarse el pelo. Los
ojos grandes de la mujer no se apartaban de él. En su mirada minuciosa se
confundía la tenacidad de una indagación policial con la de una seductora.
“Seguís soltero.”
“Sí”, él se detuvo antes de darle
información demasiado personal. Observó la cocina, los ceniceros con colillas de cigarrillos y los vasos y platos
abandonados sobre la mesa. Volvió a
mirar las manos de ella y no encontró
ninguna alianza. Ella descruzó las piernas y apretó las rodillas. Él no pudo
evitar imaginar su ropa interior: encaje y puntillas.
“Hay parejas que conviven como
si fueran dos solteros.”
“Esto no es normal. Podría llamar
a la policía. ¿Qué estás buscando?”
PORMENORES DE UNA INTRUSIÓN
“Te estás equivocando de pregunta.”
Pedro entonces se encogió de hombros. Si la afirmación de ella no hubiera
arrastrado en la entonación una suma
dulzura, lo habría tomado como una
provocación. Se corrigió:
“¿A quién estás buscando?”
“Estaría buscando a tu padre”, y antes de que él replicara algo, agregó:
“Ya sé, está preso.”
“Otra amante”, pensó Pedro. Desde que Ramón, unas horas atrás, lo
había evocado, el fantasma de su padre lo seguía a todos lados.
“Te gustaría saber quién soy… No soy
una amante, tu papá no me debe nada.”
“¿Entonces por qué perdés el
tiempo?”
“Simplemente quería conocer al hijo
del hombre que mató a mi hermana.”
Se puso de pie y camino con elegancia hacia la puerta. Las medias caladas abrigaban unas piernas que las
botas con taco volvían ejemplares.
Pedro, como cualquier otra persona
en su lugar, atinó a pensar que ella
iba a volverse para insultarlo o darle un balazo en el pecho. Pero salió.
Recién en ese momento él identificó sobre la mesada de la cocina un
ramo de flores con una tarjeta y pensó, algo desanimado, que al final las
historias de amor nunca empiezan,
porque las mujeres en la vida de los
solitarios entran y salen de escena a
destiempo.
77
Tres poemas
E RICH M ÜHSAM
Versiones y nota introductoria de Osvaldo Rocha
Erich Mühsam (1878-1934) es uno de esos autores de la resistencia alemana en
la primera mitad del siglo XX que reúne todos los elementos necesarios para
gozar de simpatía por la pasión de sus convicciones libertarias. Poeta, judío,
revolucionario, anarquista, antimilitarista, vegetariano y ecologista, apasionado
defensor de los derechos de las mujeres y los homosexuales, Mühsam llevaba
quizás su destino en el propio apellido (mühsam puede traducirse como “penoso”, “arduo”, “difícil”).
Hijo de un farmacéutico judío establecido en Lübeck, a los 22 años decidió
abandonar la carrera heredada del padre e irse a Berlín y formarse en la bohemia como escritor y activista. Siendo estudiante en Lübeck, fue reprendido por
ser un agitador socialista, y en sus primeros años en la capital pronto entró en
contacto con comunas y publicaciones anarquistas y se convirtió en editor de
Der arme Teufel (“El pobre diablo”) y Weckruf (“Llamada de atención”). Entre
1904 y 1909 vagó también por Suiza, Italia, Austria y Francia junto con su colega
anarquista Johannes Nohl (1882-1963).
Mühsam se convirtió en Munich en un líder de la bohemia artística, al
publicar de 1911 a 1919 Kain: Zeitschrift für Menschlichkeit (“Caín: Revista para
la humanidad”) y afirmar que su objetivo era acabar de una vez con el viciado orden social instaurado desde la generación de Caín. En dicha publicación
podía leerse: “No se buscan colaboradores. Todos los artículos provienen de la
pluma del editor”, es decir, el artista revoltoso y libertino de la barba descuidada y la mata de cabello alborotado que se paseaba por los cabarets provocando
el asombro y la risa de los ciudadanos de buenos modales.
78
Aprovechando luego la Revolución de Noviembre de 1918, su activismo
político cobró un papel decisivo con la proclamación de la República Soviética
de Baviera en 1919. Fue condenado por ello a quince años de prisión pero salió
libre cinco años después en virtud de una amnistía. Durante la República de
Weimar (1919-1933) apoyó al Socorro Rojo –afiliado al Partido Comunista Alemán– para la liberación de los presos políticos. Nunca se cansó de satirizar a
Hitler y, aun antes de que éste llegara al poder, fue amenazado de muerte al
igual que otros “herejes”. Sus planes de huir a Praga fueron truncados cuando
lo arrestaron en su domicilio la noche del incendio del Reichstag. Fue asesinado al siguiente año por los guardias de las SS en el campo de concentración
de Oranienburg luego de un sañudo calvario prolongado por más de dieciséis
meses. La fecha registrada es el 10 de julio de 1934.
Además del octogésimo aniversario de la muerte de Mühsam, se cumplen
treinta años de la partida del que probablemente sea su mejor biógrafo, el también destacado anarquista alemán Agustin Souchy (1892-1984), cuya obra ha sido
traducida al español bajo el fiel título de Erich Mühsam: su vida, su obra, su
martirio. Souchy considera que Mühsam, al lado de Gustav Landauer (1870-1919)
–con quien además compartía su origen judío y burgués–, como los más grandes
anarquistas que haya dado Alemania, comparables a Proudhon y Bakunin por su
naturaleza y estatura. Mühsam conoció a Landauer cuando tenía 24 años y colaboró con él en la publicación Sozialist, mientras forjaba rápidamente una estrecha amistad fundada en la admiración y la búsqueda del anarquismo comunista.
La obra poética de Mühsam no se aparta del compromiso expuesto en sus
ensayos y obras de teatro, entre las que se cuentan las populares Judas (1920)
y Staatsräson (1929, “Razones de Estado”). En sus versos –recogidos en títulos
como Der Revoluzzer (1904, “El revolucionario”), Die Wüste (1908, “El desierto”),
Brennende Erde (1920, “Tierra ardiente”) o Revolution. Kampf-, Marsch- und
Spottlieder (1925, “Revolución. Canciones de lucha, de marcha y de sátira”– se
advierte una profunda insatisfacción con el estado actual del mundo que nos
recuerda, sin duda, al expresionismo de izquierda. Tanto con sus escritos como
con su propia vida, Mühsam es generosamente responsable de crear la figura
heroica del revolucionario que buscaba Alemania al comenzar el siglo XX y su
obra sigue siendo tan vigente como toda voz insatisfecha. Aquí se comparte una
pequeña porción de su legado.
79
¿ QUÉ
ES EL HOMBRE ? 1
¿Qué es el hombre? Un estómago, dos brazos,
un pequeño cerebro y una gran boca,
y un alma, ¡que Dios tenga misericordia!
¿Qué debe hacer el hombre? Debe dormir y beber,
debe comer y regatear y conducir un carro,
debe prosperar con su media libra.
Debe rezar y amar y maldecir y odiar,
debe tener esperanza y desperdiciar su suerte,
y sufrir como un perro maltratado.
QUIERO ANDAR SOLO … 2
Quiero andar solo por las montañas,
y nadie ha de saber mis caminos,
pues quien ha visto la senda a mis alturas
de mis alturas me ha derribado.
Quiero andar solo por las montañas,
mi canción inaudita ha de extinguirse en la roca
WAS IST DER MENSCH? // Was ist der Mensch? Ein Magen, zwei Arme, / ein kleines Hirn
und ein großer Mund, / und eine Seele –daß Gott erbarme!– // Was muß der Mensch? Muß
schlafen und denken, / muß essen und feilschen und Karren lenken, / muß wuchern mit
seinem halben Pfund. / Muß beten und lieben und fluchen und hassen, / muß hoffen und
muß sein Glück verpassen - / und leiden wie ein geschundner Hund.
2
ICH WILL ALLEINE… // Ich will alleine über die Berge gehn, / und keiner soll von meinen
Wegen wissen; / denn wer den Pfad zu meinen Höhn gesehn, / hat mich von meinen Höhn herabgerissen. / Ich will alleine über die Berge gehn, / mein Lied soll ungehört am Fels verklingen, /
1
80
y mi clamor ha de disiparse en el viento;
sólo aquel que canta al propio corazón puede cantar;
sólo aquel que clama al propio corazón puede clamar;
sólo aquel que reconoce al propio corazón puede ver.
¡Asciendo a mí! Quiero renunciar al mundo
y quiero andar solo por las montañas.
QUISIERA SER DIOS … 3
Quisiera ser Dios y escuchar oraciones
y poder negar mi protección
y quemar por entero los corazones humanos
y ambicionar las almas sacrificadas.
Y quisiera destruir Tierra, mundo y universo
y apilar montones de escombro sobre el escombro.
Entonces tendría que surgir uno nuevo
y otra vez dejaría que se desvaneciera.
und meine Klage soll im Wind verwehn;– / nur wer dem eignen Herzen singt, kann singen;– /
nur wer dem eigenen Herzen klagt, kann klagen; / nur wer das eigne Herz erkennt, kann
sehn.– / Hinauf zu mir! Ich will der Welt entsagen, / und will alleine über die Berge gehn.
3
ICH MÖCHTE GOTT SEIN… // Ich möchte Gott sein und Gebete hören / und meine Schutz
versagen können / und Menschenherzen zunichte brennen / und Seelenopfer begehren. /
Und möchte Erde, Welt und All vernichten / und Trümmerhaufen über Trümmer schichten. /
Dann müßte ein Neues entstehn– / und das ließ ich wieder vergehn.
81
Summertime
A TENEA C RUZ
para Liliana V. Blum
So hush, little baby, don’t you cry.
George Gershwin
Todos tenemos razones para odiar la
lluvia, ella poseía dos y eran más que
suficientes. La primera, un recuerdo
de la infancia: su carita redonda, de
mejillas sonrojadas, atisbando a través de la tela mosquitera de la ventana. Los ojos lánguidos extendidos
mucho más allá de la reja negra que
separaba el jardín de la calle, aquel
paraíso libérrimo que le estaba vedado debido a su condición enfermiza.
El agua caía del cielo, vertical, insoportablemente suave y eterna. El
pavimento irregular convertía la calle
en un arroyo cuyo cauce desembocaba en un lago a la vuelta de la esquina. Si tenía suerte, tal vez mamá la
dejaría salir un momento, antes de
la noche. Esta esperanza la instaba a
82
fabricar decenas de barquitos de papel que se hundían en la pila del lavadero a la primera intentona de surcar
el agua en busca de horizontes menos
grises. El verano era un continuo de
lluvia que humedecía los cimientos
de aquella casa y la iba cubriendo
poco a poco de grietas.
La lluvia era un pretexto válido de
mayo a julio, después venía el otoño
con sus vientos cargados de polvo que
le despertaba las alergias. El invierno
era la peor época del año: a pesar de
la alegría contenida en los aguinaldos, las luces de bengala, el vapor de
la canela hervida que le provocaba
escozor en la nariz, el regalo escogido
por ella misma en un supermercado
para que un par de semanas después
SUMMERTIME
el Niño Dios viniera a dejarlo bajo el
árbol de Navidad; a pesar de todo ello
y sin nevada de por medio, los bronquios
siempre le jugaban una traición. Penicilina de 800 000 unidades inyectada
cada doce horas, ácido acetilsalicílico soluble cada ocho horas. Reposo, abrigo, que la niña tome muchos
líquidos, en especial calientes. De pequeña nunca le tuvo miedo al doctor,
al contrario, ir a consulta era una especie de ritual necesario para mantenerse viva y, con el paso del tiempo,
para conseguir atención.
Los hijos de los vecinos fueron simples extraños: niños de malas costumbres y peor vocabulario. La calle era la
condensación de todo peligro existente: automóviles, robachicos, perros
feroces, raspones en las rodillas que
devenían en tétanos. La lluvia apaciguaba las amenazas cotidianas, es
cierto, pero también hacía las veces
de cortina de acero que le cerraba el
paso a una felicidad sólo conocida a
través de la opacidad del mosquitero.
La segunda razón de aquel odio
acuoso era su padre. La historia era
sencilla, podría decirse que hasta vulgar: un hombre y una mujer se conocen,
se atraen, se enamoran, son felices.
Al poco tiempo ella descubre que él
es casado, se separan. La hija es un
efecto colateral en medio de la deba-
cle. La mujer decide guardar silencio ante las posibles preguntas. La
niña crece contemplando un enigma
cada que se para frente a un espejo.
Mientras tanto, el hombre insiste
en visitar a la mujer de cuando en
cuando, llega sin avisar, a veces trae
regalos, habla con la niña como se platica en una sala de espera. El hombre
es muy, muy alto, tanto que su cabeza casi toca el marco de la puerta;
sin embargo es muy débil, requiere
vitaminas inyectadas que la mujer le
aplica con diligencia, encerrados en
la recámara principal de la casa. A solas, la niña inventa juegos de los que se
83
ATENEA CRUZ
aburre al cabo de un rato, pega la oreja
a la puerta de madera cuya perilla
tiene echado el seguro. El amor más
grande, así como el odio, se construye sobre el silencio, esto lo aprende
en cada ocasión que el hombre y la
mujer salen del cuarto, luminosos. La
niña siente celos de ese rumor como
de arroyo en que torna la risa de su
madre. Tras la partida del hombre
arriba la lluvia, gris e invariable.
Años después, la niña va descubriendo a lo largo y ancho de su cuerpo ciertos rasgos de aquel hombre que
hace mucho dejó de visitar la casa.
Guarda silencio: los ojos de su madre
han mudado en pozos secos que lo
explican todo. Una tarde el hombre
reaparece. La niña, que ya es una
mujer, siente el rencor trepando su
garganta, pero un hilo de sangre la
jala hasta el abrazo. Él sonríe. Ella
84
observa con azoro los cabellos canosos. El hombre no es tan alto como lo
recordaba.
Toman asiento en la sala, pareciera que no han pasado doce años. Si
él no lo sabe, quién podría saberlo.
Por fin, ella se anima a confrontarlo.
La madre suelta carcajadas amargas
ante el desconcierto avejentado del
hombre: “Así es ella, yo le enseñé a
ser franca”, dice. Lo cual resulta irónico, piensa la hija, dado que no predicó con el ejemplo. El hombre está
turbado, titubea, mira su reloj de pulso, dice que tiene algo de prisa, que
volverá mañana.
Siete años más tarde, ya casada, ella
lo ve de lejos, en la calle. Aunque se
las ingenia para provocar el cruce, él
no la reconoce. Es agosto, aún llueve.
El verano se encarga una vez más de
ahogar la memoria y encubrir el vacío.
Dig, Lazarus!
A NDREAS K URZ
“Mensaje”, un poema de Die gestundete Zeit (El retraso consentido), de Ingeborg Bachmann, termina con un verso ambiguo que promete consuelo. El
consuelo se convierte en desesperación. La desesperación se transforma en
calma: “Y el esplendor no se molesta por la putrefacción. Nuestra deidad, la
historia, nos ha preparado una tumba de la que no hay resurrección” (Und
Glanz kehrt sich nicht an Verwesung. Unsere Gottheit, / die Geschichte, hat
uns ein Grab bestellt, / aus dem es keine Auferstehung gibt). El poemario se
publicó en 1953, cuando Bachmann tenía 27 años y la Segunda Guerra Mundial había terminado ocho años antes. Renacer, resurgir, recuperarse del
trauma nacionalsocialista y, por ende, olvidar eran temas predilectos no sólo
del discurso político, sino también del literario y filosófico. Los autores del
Grupo 47 y sus disidentes –Bachmann y Paul Celan entre ellos– no eran la
excepción. En los años cincuenta, su obra gira alrededor de la resurrección
y construye un edificio en el que pocos quieren vivir, ya que, a pesar de posturas estéticas divergentes en el Grupo, en su interior no se reserva ninguna
habitación para el olvido. Creo que no exagero si afirmo que el verso de Bachmann resume y cierra provisionalmente una discusión filosófica y religiosa
de milenios: no la gracia de Dios, sino su insuperable malicia es el móvil que
impulsa la resurrección.
El cantante y novelista australiano Nick Cave repite, casi sesenta años
después, este juicio final de Bachmann. Lo expresa en un lenguaje diferente: el del rock poético, un lenguaje más directo y brutal, pero tan definitivo
y bello como el de la escritora austriaca. “Dig, Lazarus, Dig!!!” se titula la
85
ANDREAS KURZ
canción del año 2008 en la que Cave
condena a Lázaro a vivir el Apocalipsis de nuestros años. Quien está
expuesto a esta época no quiere resurgir. Se insinúa la posibilidad de que
algún redentor sería capaz de abrir la
tumba que se extiende entre Nueva
York y San Francisco (Madrid y Moscú; el DF y Buenos Aires; Jerusalén y
Pekín). El Lázaro de Cave no quiere
ser resucitado, prefiere pudrirse perennemente en medio de esperanzas
inútiles; su espiritualidad raquítica
anhela un ataúd inmune a las oraciones y plegarias, protegido contra el
carisma de los Mesías: “Larry grew
increasingly neurotic and obscene / I
mean, he, he never asked to be raised up from the tomb / I mean, no one
INGEBORG BACHMANN
ever actually asked him to forsake
his dreams.” Abandonar sus sueños o ilusiones podría equivaler a salir de
una tumba cómoda que nuestra modernidad (que dista de ser pos) nos ofrece;
podría equivaler también a regresar a la cárcel milenaria de la esperanza
escatológica. Cave, quien en varias ocasiones ha confesado una profunda fe
cristiana, cuestiona, como todos los verdaderos creyentes, esta fe y la bondad de Dios; retoma las dudas y los postulados de las herejías gnósticas. El
primer crimen de Dios es dar la vida, pero peor resulta el titubeo cuando se
trata de quitarla. La muerte, si quiere crear una esperanza, ha de ser definitiva. La resurrección es el regalo de un dios que no sabe nada de los humanos
o que los odia: un dios infantil que destruye sus juguetes por un capricho.
La historia de Bachmann, la nueva deidad, ridiculiza a ese dios. La
sin par crueldad de la historia moderna –y pienso en una modernidad que
comienza con las cruzadas contra el islam– nos ha convencido paulatinamente de lo definitivo de la muerte, de la futilidad de la esperanza y de lo
86
DIG, LAZARUS!
indeseable de la resurrección. El proceso se acelera a partir de la guerra
franco-prusiana de 1870-71, la primera contienda dominada por la técnica que
imposibilita el heroísmo e individualismo militares de guerras anteriores.
Quien muere en Sedán, no resucita. Quien se pudre en las trincheras del
Marne, no quiere saber nada de un regreso a la vida. Quien sufre en los
campos de concentración y sobrevive, desea, como Paul Celan, un viaje sin
return ticket. Quien se evapora en Hiroshima, deja su alma como sombra
incrustada en las piedras para que no lo pueda seguir a la nada. Quien ya ha
perdido su alma en la guerra por dinero y poder, por puestos e influencias,
ni sombra deja.
“Un hombre llamado Lázaro estaba enfermo. Vivía en Betania con sus
hermanas María y Marta. María era la misma mujer que tiempo después derramó el costoso perfume sobre los pies del Señor y los secó con su cabello.
Su hermano, Lázaro, estaba enfermo.” La historia de Lázaro se cuenta en
Juan 12. Jesús lo resucita y, con este acto, gana seguidores y enemigos. Lo
resucita “para la gloria de Dios”, y por su propia gloria. Dios no tiene trato
alguno con los hombres. Éstos necesitan a un igual para poder descargar su
admiración o su ira. Jesús resucita a Lázaro, no Dios. La ira y la envidia de
los hombres se concentran en Cristo y se extienden a Lázaro. En su casa,
María unge los pies de Jesús “con casi medio litro de un costoso perfume”.
En su casa el Mesías se entera de que los sacerdotes de Jerusalén lo quieren
matar y que “han decidido matar a Lázaro también, ya que, por causa de
él, muchos los habían abandonado y ahora creían en Jesús”. “Dig, Lazarus,
Dig!!!” Te regalaron la vida y, con este milagro, te expusieron al fanatismo
y la ceguera de los hombres. Podrás volver a morir con tu salvador, quien
se había olvidado de preguntarte si aceptabas este regalo: ad majorem Dei
gloriam.
En la cena que precede al ungimiento, Lázaro es un invitado pasivo en
su propia casa: “Seis días antes de que comenzara la celebración de la Pascua, Jesús llegó a Betania, a la casa de Lázaro, el hombre a quien él había
resucitado. Prepararon una cena en honor de Jesús. Marta servía y Lázaro
estaba entre los que comían con él.” Lázaro ha perdido el derecho de ser
dueño de sí mismo, de ser él. Debe su vida a Jesús, pero su yo ha quedado
en la tumba. Sólo es un testigo callado e inconsciente, un ente sin forma, un
87
ANDREAS KURZ
juguete desarmado y mal reconstruido con el que nadie querrá jugar, que
sólo tiene el derecho de esperar la destrucción definitiva. En la cena con
Jesús, Lázaro es la primera víctima de la fe cristiana.
A lo largo de los siglos, el mito moderno de la ciencia procura ocupar el
lugar correspondiente al de la resurrección. La criatura del Dr. Frankenstein
surge de las tumbas, una amalgama de muchos cuerpos y muchas vidas, sin
raíces, sin individualidad alguna. La ciencia no es capaz de destruir la fe,
no supera la esperanza de que en medio de las cenizas se esconda algo más,
de que la última morada sólo sea la penúltima, de que un regreso a la vida
sea posible. Aún no destruye la creencia en la resurrección pero le agrega
un elemento fatal: la pluralidad. Si Lázaro es un yo que obtiene el regalo de
volver a empezar siempre y cuando renuncie a ese yo, entonces el monstruo
de Frankenstein nunca ha tenido yo, es el ser anónimo encarcelado en un
cuerpo abominable: no hay origen ni punto de partida, sólo hay puntos de
fuga que impulsan al ser hacia la autodestrucción que, esta vez, es definitiva.
Este movimiento se encuentra en muchas obras literarias, mejor dicho: los
lectores maduros son capaces de hallar este movimiento en muchas obras literarias de todos los tiempos y culturas. Deleuze y Guattari lo han bautizado
con el nombre de rizoma y han acertado: a veces la teoría literaria, a pesar
de su casi insoportable pretensión, acierta…
Alrededor del año 1900 la transformación de Lázaro en Frankenstein se
establece irrevocablemente en las sociedades europeas. Se necesitan pocos
años para iniciar y concluir una nueva conversión: el monstruo se vuelve
masa, y la masa absorbe a todos los individuos y les permite el gran don del
olvido. En su trilogía Los sonámbulos (Die Schlafwandler), Hermann Broch
ilustra el desarrollo a través de tres protagonistas. Entre cada una de las
novelas se extienden quince años: una generación biológica, pero también
una etapa histórica en miniatura, siglos y milenios reducidos a treinta años.
1888 (Pasenow o el romanticismo), 1903 (Esch o la anarquía), 1918 (Huguenau
o el realismo). Formalmente, las novelas representan tres diferentes periodos
estilísticos que construyen un contraste intrigante con su contenido: el realismo decimonónico en Pasenow; la estructuración exacta y la neutralidad
en Esch; la destrucción joyciana de la forma en Huguenau: el romanticismo
es real porque es una conducta vital; la anarquía se basa en un sistema bien
88
DIG, LAZARUS!
pensado y estricto; el realismo destruye existencias y memorias. La yuxtaposición forma-contenido revela las intenciones ideológicas de Broch; revela
también el camino al olvido de Lázaro a Frankenstein.
La muerte violenta abre y cierra la trilogía. Al comienzo, el primogénito
del viejo Pasenow pierde su vida en un duelo absurdo. Al final, el desertor
alsaciano Huguenau mata a Esch, el sonámbulo de la anarquía. Entre estas
dos tragedias hay un suicidio que da consistencia a la obra. Bertrand, exoficial del ejército prusiano y hombre de negocios tan exitoso como humano,
sacrifica su existencia para que el joven Joachim von Pasenow pueda seguir
viviendo la ilusión del romanticismo, para que el cínico Huguenau pueda
olvidar el crimen que se halla al inicio de una vida honesta en medio del más
crudo materialismo. Al mismo tiempo, la locura cierra un círculo familiar.
Después de la muerte de su hijo, el viejo Pasenow pierde paulatinamente la
razón: su mundo normado por la costumbre y la repetición eterna se derrumba. Los que deben saber, no saben: el párroco es incapaz de explicarle qué es
la muerte, cómo se vive en ella, no puede entregarle cartas de su hijo mayor,
no logra resucitarlo. No vale la pena enfrentarse a esa falta de profesionalismo, al incumplimiento, al no estar en su puesto. La locura, este otro suicidio,
es el único refugio del desesperado terrateniente. Su hijo menor toma el
mismo camino cuando entiende que, en 1918, el romanticismo transmitido de
generación a generación es un escudo débil que cualquier arma traspasa: el
nacionalismo, el ultramontanismo, la anarquía, el socialismo, la guerra y la
paz, nada se detiene ante el escudo. Instintivamente el envejecido Joachim
huye de las maquinaciones egoístas de Huguenau, se alía con el sonámbulo
y buscador Esch, pero no puede evitar ni la muerte de éste ni el éxito de
aquél, ni la destrucción de la tradición ni la negación de valores aparentemente inmutables: sus antiguos sirvientes gobernarán, la mentira dominará,
la honestidad será un pecado y el pecado será nuestro guía. Su padre era un
pecador de la vieja escuela que vivía la lujuria y el engaño abiertamente. No
había necesidad alguna de disfrazarlos o negarlos. Se peca, la mujer perdona
o cierra los ojos, el sacerdote absuelve. Asunto terminado. Después de 1918
este pecador sólo será una figura nostálgica e inocente. El nuevo pecado, que
garantiza el bienestar, que es nuestro dios, será el asesinato de Huguenau y
su olvido instantáneo.
89
ANDREAS KURZ
En 1903, cuando Pasenow soñaba su existencia y Huguenau preparaba
la suya, Bertrand se dio cuenta de que entre romanticismo y materialismo
no hay nada. El compañero de Joachim vive muchas vidas porque sabe que
ninguna puede ser suya: militar, burgués, bohemio, fabricante, empresario,
capitalista y altruista a la vez; es el hombre sin raíces que le inspira miedo e
inseguridad al joven Von Pasenow y una extraña confianza al indeciso Esch.
Después de una conversación con éste, Bertrand se suicida. Se da cuenta de
que cualquier valor desemboca en su contrario: el intento ingenuo de Esch
por reestablecer la rectitud de los primeros cristianos lleva a una vida de mentiras y engaños; su amor universal es el horror de su hija adoptiva, una niña
que, al mismo tiempo, se siente atraída por el egoísmo de Huguenau; su rechazo de la vulgaridad es vulgar porque no prescinde de dos ideas religiosas
centrales: la inmortalidad y la procreación, es decir, la resurrección. Esch es
el futuro de Bertrand, como Joachim había sido su pasado. Ambos son temibles y el presente no existe sin que el ayer y el mañana lo formen: el suicidio
es la única salida digna. Bertrand se había decidido por la homosexualidad
que le permitía evitar ese apéndice vital fútil: la descendencia. El hombre
que sale de la nada y regresa a ella sin dejar raíces es el hombre del siglo xx
y de nuestra era. Esta conclusión debe haber sido devastadora para Broch,
para nosotros es un consuelo: la “tumba de la que no hay resurrección”, que
Ingeborg Bachmann anhelará dos cataclismos universales más tarde.
La última pareja de Bertrand lo sigue a la muerte. El gesto, que pretende imitar la historia de Tristán e Iseo, es ridículo: los deseos siempre serán
incumplidos, no importa si se imponen como objetivos vitales (Pasenow) o
trascendentales (Esch). Sólo hay una criatura feliz en la trilogía de Broch:
el desertor, traidor, ladrón y asesino Huguenau. Su existencia es el reflejo
inconsciente de la de Bertrand, y sólo la inconciencia garantiza la felicidad.
Es posible que Broch, como seguidor del psicoanálisis freudiano, tratara de
construir una dicotomía fatídica: el ser que explora su subconsciente necesariamente acepta la desesperación y busca la muerte; el ser que lo ignora
vive feliz y obtiene el místico don del olvido. Huguenau cree en su inocencia,
está convencido de su valor, no duda de sus calidades humanas. Aunque no
sepa nada de verdad alguna, el alsaciano es un realista, un miembro útil de
la sociedad que ancla su autoestima en la idea de que resucitará eternamen90
DIG, LAZARUS!
te. Sólo de vez en cuando surge en su
mente una chispa fugaz de remordimiento,
nada duradero, nada que ponga en tela
de juicio el sentido de esta existencia.
Contento, seguro de sí mismo, rico, admirado y estimado, Huguenau sigue
viviendo hasta nuestros días. No resucita, como lo había deseado, sino que
se petrifica: un ser siempre igual, incapaz de cambiar; un ser privilegiado por
la evolución histórica, pero destinado
a la inconciencia, a la muerte. “Lazarus, dig yourself!”
El ave Fénix que se levanta de las cenizas es un símbolo potente y una
variación más del pobre Lázaro. Después de la guerra sigue la reconstrucción: los escombros se transforman en edificios nuevos, los hijos reemplazan
a sus padres muertos, la sociedad se renueva y jura el nunca jamás mentiroso del borracho que padece de una cruda monumental. En Los sonámbulos el
ave Fénix se llama Ludwig Gödicke, pero se trata de un pájaro empolvado y
con alas rotas: “Cuando desenterraron al albañil y miliciano Ludwig Gödicke
de la trinchera derrumbada, su boca abierta para gritar estaba llena de tierra. Su cara era azul y negruzca, y no se escuchaba el latido de su corazón.”
Sin embargo el soldado vive y se recupera lentamente, pieza por pieza; “halbzigarettenweise”, escribe Broch, a la manera de cigarros fumados a la mitad. Regresa el movimiento a los miembros destrozados, el estómago vuelve
a aceptar y digerir los alimentos, los ojos ven y los oídos escuchan. Gödicke
percibe su entorno, hasta se acuerda de que es albañil, de que tiene una
familia. Pero ni su profesión ni su mujer le importan. Calla aunque podría
hablar. Calla porque hay un dolor más fuerte que el de los huesos rotos y la
carne aplastada: “su alma se reunía dolorosamente alrededor de su yo”. El
albañil reconstruye un edificio, que es él mismo, pero su material consiste
en pedazos de pedazos, fragmentos fraccionados en más fragmentos. No hay
ingeniero, no hay plan, el azar sólo opera y el resultado final no es un nuevo
hombre, la ilusión de miles de intelectuales antes y después de la contienda,
91
ANDREAS KURZ
sino un ser inservible y perdido: ni humano ni monstruo. El ave Fénix que se
eleva de las cenizas de la Primera Guerra Mundial es una criatura grotesca
movida por un alma que no es suya.
Finalmente Gödicke habla, pero se limita a un monólogo monótono,
a repetir una y otra vez que él ya ha estado ahí, que él ya sabe. Se trata de
la única frase que también el Lázaro bíblico hubiera podido pronunciar en la
cena con Jesús. Para los fanáticos religiosos alrededor de Esch, el albañil y
soldado es un símbolo de la fe. Hay que creerle porque él ha estado ahí. Hay
que tener fe porque nunca sabremos dónde ha estado ni qué sabe. Queremos
ver a un santo y mártir resurrecto, pero sólo advertimos los movimientos
toscos de un títere.
Con la figura del albañil, Broch cierra varios círculos narrativos. Su locura arraiga en la muerte colectiva de la guerra y une, como eslabón indestructible, las existencias enajenadas de Pasenow, padre e hijo. Sus actos
violentos e inexplicables resaltan la arbitrariedad inaugural de la trilogía,
la muerte en un duelo de honor, y su terror final, el asesinato caprichoso del
iluso Esch. Su pérdida del yo es un reflejo del suicidio de Bertrand. Muerte,
locura y suicidio colectivos se juntan en Gödicke para formar tres círculos
eslabonados entre sí que impiden la esperanza y revelan la futilidad de la
promesa divina de la resurrección. El círculo se cierra en 1918, se volverá
más hermético en 1945 y será nuestra habitación definitiva, la última morada.
Elias Canetti había caracterizado a Broch como poeta de la respiración.
Cada ser, cada constelación, cada paisaje, se distinguen por el espacio respiratorio que el poeta sabe entender y reproducir. Los sonámbulos respiran,
pero en ellos el trabajo del aire no es un signo de conciencia. Respiran
porque su cuerpo así lo exige, pero su aliento no forma espacio vital alguno.
Posiblemente la respiración inconsciente y estéril es el símbolo más potente
que Broch construye para caracterizar la degeneración existencial que se
hace palpable en 1888 para encontrar su auge en los escombros que siembra
la Gran Guerra. El escritor austriaco debe haber advertido este desarrollo
como catástrofe. Después de la Segunda Guerra y acompañados por una serie de cataclismos de toda índole, nos acomodamos cada vez mejor en el
círculo-tumba que nuestra deidad, la historia, nos preparó. La resurrección
funciona como una ilusión para los Huguenau que rigen el mundo, aunque
92
DIG, LAZARUS!
hasta ellos, en momentos lúcidos, saben que se trata de un regalo no deseado
que la historia nos obliga a rechazar. Aprenderlo fue doloroso, Broch nos lo
enseña. El rechazo final, al contrario, es un acto de liberación que Bachmann
había insinuado tímidamente en su poema, que Nick Cave propaga, vociferante y cínico, en su canción. Su consejo a Lázaro, enterrarse a sí mismo,
es un atajo lúdico en medio del complejo y largo camino de nuestra modernidad. Hermann Broch recorrió todo el camino, en mil páginas de novela;
Ingeborg Bachmann lo resumió en pocas palabras aún llenas de duda; el
australiano sencillamente pone un punto final y se ríe.
Sin embargo seguimos cavilando. A pesar, y más allá del punto final,
seguimos pensando y escribiendo: una tarea tan grotesca y absurda como
noble y necesaria. Escuché la canción de Cave antes de leer el poema de
Bachmann y la novela de Broch. ¿Por qué gasté horas y horas para terminar
Los sonámbulos? ¿Por qué leí una y otra vez los versos de Bachmann? La
impresión final no varía y es la misma que me dejó “Dig, Lazarus!”: estamos
más allá de la esperanza y de la resurrección, más allá de la fe, incluso más
allá del nihilismo. ¿La resurrección, entonces, halla un nuevo refugio en la
supervivencia de lectura y escritura, del pensamiento, de arte y música? ¿La
experiencia estética equivale a esperar y resucitar? Suena a ideal y suena
hermosa, por ende no tiene cabida en nuestras existencias. También suena
a posmodernidad, pero la posmodernidad implica un sistema, aunque sea el
caos rizomático, y el sistema no nos conviene, si no queremos seguir atrapándonos en el círculo eterno de la resurrección. Maurice Blanchot pensaba
que lectura y escritura pueden ser armas invencibles contra la muerte. Mientras escribo, vivo. Mientras no termino la obra, tengo que seguir escribiendo.
La obra es interminable, por ende el escritor es inmortal. Se trata de un silogismo tan ingenuo como falso. Quizás se podría reformular de la siguiente
manera: sé que no hay resurrección ni esperanza, miles de páginas leídas y
algunas escritas por mí lo afirman una y otra vez. Sin embargo, ni lectura ni
escritura me cansan; me desesperan en el mejor sentido de la palabra. No me
importa si soy el único que piensa así (o si soy uno entre millones), tampoco
me importa propagar una verdad, dado que ninguna verdad existe. Mi terquedad tampoco se debe a la idea decadente de la superioridad estética; no
se debe a estética alguna. Simplemente gozo la ausencia de la resurrección
93
ANDREAS KURZ
que me permite la repetición ad nauseam en el aquí y ahora sin tener que
pensar en objetivos finales, metas ni porqués. Leer y escribir son lúdicos
y anárquicos. La anarquía tiene sistema (el que Esch trató de entender en
vano), pero no permite que el sistema rija. Leer y escribir me afirman sin que
esta afirmación implique una esperanza ni apunte hacia la resurrección en
la escatología.
Quizá la espantosa dicotomía entre vida y obra de Louis-Ferdinand Céline pueda explicar esta serie de paradojas. La biografía del francés inspira
un sentimiento vago de odio: antisemita voraz y colaborador de los nazis sin
que, después de 1945, exprese remordimiento sincero: una biografía capaz de
ofuscar su obra literaria. Sin embargo, su Viaje al fin de la noche (1932) es una
novela que inspira compasión y, sobre todo, empatía, esta rara avis humana.
Sufro con sus protagonistas, aunque no por las tragedias que recorren. Sufro
por la pasividad de sus destinos. Nadie actúa en este viaje, las cosas pasan
porque sí. La leva, la muerte en las trincheras, los amores enfermos y desastrosos, las amistades fortuitas. Nadie escoge nada. Nadie construye una vida,
nadie encuentra su muerte característica, esta ilusión que sólo pocos años
antes aún permitía escribir versos a Rainer Maria Rilke. La indiferencia
ante el propio destino genera la empatía, no la dimensión catastrófica de las
trayectorias de Ferdinand Bardamu, Léon, Alcide o Lola.
Céline descubre la resignación que ni siquiera sabe que es resignación
como motor de la historia y las historias modernas. Resignados los soldados
marchan a las guerras del siglo XX, resignados se enfrentan a las sociedades
desalmadas posbélicas, resignados aceptan las exigencias capitalistas, resignados se casan, tienen hijos y mueren. El amor y la muerte son violentos
en Céline. No dudo de que esta violencia se halle también en amor y muerte
bien encauzados del siglo XXI. El escritor y el lector reafirman, una vez más,
la declaración de bancarrota de la esperanza, resurrección y escatología que
es el objetivo del viaje de Ferdinand.
Hay pocos títulos más elocuentes que el de la novela de Céline. El fin
de la noche es el destino de la literatura y de nuestras vidas, pero sólo se
puede afirmar desde la escritura, sólo en ella es posible cumplir con el destino, dado que en ella se encapsula. En las últimas décadas del siglo XIX, los
escritores aún podían creer que la escritura influye, que los poemas y narra94
DIG, LAZARUS!
ciones salen del espacio libresco. La fatídica convicción de los decadentes,
según la cual la estética se sobrepone a la ética, de que la superioridad
artística y espiritual justifica incluso el asesinato es un ejemplo claro que
se encuentra en el origen de la vulnerabilidad de muchos artistas e intelectuales ante las ideologías elitistas del siglo XX. Céline es uno de ellos, pero
la literatura le permite ensayar otra realidad: no hay idea ni convicción que
valga la pena; es inútil forjar y defender una existencia porque todo nos pasa,
no hay resurrección –por ende no hay esperanza, por ende sólo tenemos el
permiso de abrir a lo largo de las décadas nuestras propias tumbas–. Las
existencias históricas y cotidianas no se pueden elevar sobre esta base, la
libresca sí; esta vida que, según Borges, es la única verdadera. El Céline
histórico defiende unas ideas abominables hasta su última palabra escrita,
se involucra con la historia, es intrigante y fanático; el Céline novelesco crea
la apología de la resignación y escribe un texto que no permite ni pizca de
esperanza, que retira el don de actuar a todos sus protagonistas.
Siete años antes de Viaje al fin de la noche, Hermann Broch aún había
titubeado ante la instalación de la pasividad, aún había introducido una figura que actúa, aunque esta actuación implicara la muerte. El poeta de la respiración se había espantado ante la monotonía del aliento de los sonámbulos.
Broch describe al hombre moderno, el olvidadizo Huguenau, pero todavía
cree que este hombre moderno es el reflejo de una realidad. También lo es,
no cabe duda, pero Huguenau sólo es el último eslabón de una cadena que
apunta hacia el final feliz de la ilusión que nos permite repetir eternamente
–en escritura, lectura, pensamiento, arte, música– que lo mejor es enterrarse
a sí mismo. Por esto sigo leyendo: “Lazarus, dig yourself!”
95
Tres poemas
I SMAEL V ELÁZQUEZ J UÁREZ
CÓMO EXPLICAR UN PERRO MUERTO A UN PERRO MUERTO
para o.
pueden seguir creyendo
que después del horror viene la calma
pero los perros lo saben mejor: al horror
siempre le sigue el horror
el hambre de un perro
debería ser más valiosa
que la cabeza de un hombre
pero como los perros no piden ni dan explicaciones
valen más las cabezas de los hombres
no hay nada importante en el mundo
que un perro no haya encontrado ya
mientras husmeaba en la calle
la basura y la mierda ajena
96
cada perro es el último hombre sobre la tierra
estuvimos vivos ahora debemos olvidarlo
HAY QUE TRATAR
( ESTO
( ESTO
YA ES DE POR SÍ TONTO ) DE QUE LA VIDA
ES DEMASIADO GRANDE E IMPRECISO )
NO SEA UNA IDIOTEZ
( LO
ES )
la mejor parte
de no hacer nada
es que la nada
te devuelve cosas
que nunca hiciste
pero que son
igualmente tuyas
y esas cosas suelen
ser pequeñas
y vuelven a nuestras cabezas
cada vez más pequeñas
hasta que todo
es pequeño
y nuestras cabezas son
el mundo que ha dejado
de existir
ésa es la mejor parte
de todo
97
como un guiño
que la belleza nos hace
de lo inútil a lo inútil
sin necesidad
CAMINATA ESPIRITUAL POR EL PARQUE CON MIGUEL DE MOLINOS
camina a ciegas, vendado, sin pensar ni
discurrir; ponte en sus manos amorosas
y paternales, sin querer hacer otra cosa
que su divina voluntad.
ayúdenos a localizar
algo delgado y mudo
que va de lugar en lugar
haciéndose cada vez
más delgado y más mudo
ayúdenos a encontrarlo
para luego perderlo
más definitivamente
ayúdenos a
perderlo todo
a no encontrar
nada
98
La cuarta embolia
J ORGE N ORES
Instantes después de que Regina entrara corriendo en la sala vio los gritos
de su madre rebotar sobre el piso y
luego, sobre las paredes, los esquivó
y les dijo adiós con la mirada cuando
atravesaron el umbral de la puerta.
Con esa misma mirada buscó la de su
abuela y, al encontrarla, corrió hasta
ella, se sentó sobre el piso y apoyó su
cabeza en el regazo de la anciana, quien
ahora tenía una mueca permanente
sobre la boca. Murmuró algo guturalmente y, al escuchar los sonidos distorsionados, la niña pensó que las
palabras que salían de esos labios
estaban chuecas también y, por tanto, que ésa era la razón por la que
no las entendía. Esa misma mañana,
mientras ella jugaba a conjugar los
números en la escuela, su abuela regresó en ambulancia del hospital. Le
hubiera gustado escuchar las sirenas
pero no fue así. Luego, tras superar
una sensación desconocida, escuchó
a su madre decir a través del teléfono: ha sido la tercera embolia.
Vino entonces a la mente de Regina la imagen que desde hacía meses
se había forjado de la palabra que la
perseguía, la atemorizaba y de la que
desconocía el significado exacto: embolia. Esa palabra como una especie
de anciana jorobada más que su abuela; una anciana fea y arrugada; mala
y con todos los años del mundo pero
sobre todo enojada hasta el infinito.
No entendió la causa por la cual relacionaban “embolia” con su abuela,
si eran tan diferentes que –pensaba–
no podían siquiera ser malas amigas.
Como su madre no le ofreció de
comer, la nieta se dedicó a sonreírle
a la abuela o, mejor dicho, a corresponderle sonrisas ya que para Regina
la mueca de su abuela no era mueca,
sino risitas tergiversadas y eran tantas
que probablemente tendría que estirar
mucho esa contorsión del rostro para
99
JORGE NORES
que salieran todas. Eso le decían los
ojos cansados, anclados a un gran momento por venir que tenía frente a ella.
En ese duelo afectuoso se encontraban
cuando un grito de su mamá la tomó
desprevenida y la golpeó: ¡No juegues
con tu abuela, Regina! Triste por fuera y con una sonrisa apagándose por
dentro, posó de nuevo su cabeza en ese
regazo conocido y murmuró casi para
ella misma: ¿Cuándo me contarás otra
historia?
Segundos después una fuerte flojera invadió el espacio, se quedó dormida
y posteriormente se encontró sentada
en el extremo de una barca pequeña
de colores vivos. Su abuela en el otro
extremo, joven y de pie, daba la espalda al viento y el frente de su cuerpo, ahora recto y macizo, hacia ella.
A pesar de la juventud del rostro antes
anciano, la niña pudo reconocerla.
Era la misma imagen de una fotografía que colgaba en una pared de la
sala, sobre la cual le había escuchado alguna vez decir que le tomaron
cuando era más feliz.
–¡Abuela! –dijo la niña, con algo
en la voz parecido a la estupefacción
pero más indescriptible.
–Sí –contestó la joven anciana sin
mover los labios, hablando con el vientre o con los ojos o con la frente o con
las firmes caderas.
100
–¿A dónde vamos? –preguntó la
niña mirando hacia otro lado, como
hacia fuera, pero debido a que el paisaje captó entonces toda su atención
Regina no logró escuchar la respuesta: “A que inventes un sueño para
que luego se lo cuentes a los que se
sientan mal.”
La barca navegaba por un río, era
caudaloso en ciertos momentos y olas
enormes sobresalían por encima de la
cabellera de la abuela, cabellera que
atrapaba recuerdos y los examinaba
para luego desechar los que percibía
indeseables. Ese río era rabioso pero
inofensivo y el agua que contenía era
transparente. No era una transparencia azul sino blanca. Era como un río
de cristal, de celofán o hule transparente. De pronto unos lamentos atemorizaron a la pequeña pero la cara
impasible de la abuela la tranquilizó:
–No tengas miedo, son unas efemérides llorando porque han sido olvidadas. Están en el fondo del río, míralas
–le ordenó.
La niña bajó la mirada y las vio caminar como ciegas. Cuando levantó
los ojos vio otras barcas con distintos
pasajeros. Algunos eran hombres, algunas mujeres y algunos otros animales. Pero a diferencia de su abuela,
todos iban de cara al viento y había
en ellos algo peculiar: hombres y mu-
LA CUARTA EMBOLIA
jeres estaban solos y su rostro estaba
diseminado en rayones. Sus caras eran
los mismos rayones que ella empleaba para borrar los errores que cometía al hacer la tarea y por los cuales
su madre la reprendía constantemente recordándole la existencia del borrador. La sorpresa, que se instalaba
cada vez más pesada donde estaba su
sonrisa, le impidió hacer un comentario y casi fue posible ver cómo el
pasmo hacía resbalar por la comisura izquierda de su boca un pequeño retozo. En los animales, por otro
lado, había sin excepción rostros felices y sabios. Ello se intuía porque
no se les veía bien la cara. Regina
descubrió un mandril y un tucán e inquieta preguntó a su abuela por qué
no se iban hacia los árboles de las orillas. Entonces la vieja-joven le contestó que ésos no eran árboles sino años,
que lo que salía de sus troncos eran
días y lo que de ellos colgaba eran horas que contenían a su vez suspiros,
de los cuales los más grandes eran
minutos y los más chicos segundos, y
que esos suspiros tenían, como semillas, sueños que se echaron a perder.
En esos momentos Regina no comprendió la mortalidad del tiempo y
otras cosas porque habían llegado al
lugar desde donde se advertían dos
cataratas. Por una se vertían torren-
tes de tristeza y por la otra alegría.
Ambos chorros caían sobre el río y
se mezclaban para luego desaparecerse, uno a otro y luego al revés, en
medio de la transparencia.
Los ojos de Regina eran atónitos
y un poco desproporcionados; ellos
entendían pero en su pequeño cuerpo se albergaban grandes dudas. Alcanzó a ver, un poco lejanas, caras
entre el bosque de años. Esas caras
no tenían cuerpo y flotaban somnolientas. Una llamó su atención. Tenía
mejillas anchas, una gran melena enmarañada y, por la boca, le salían
canciones que la hicieron pensar en
su padre. Recordó uno de los discos
que él tenía y que de vez en cuando
escuchaba. Tenía la foto de este mismo rostro y era la cantante que su pa101
JORGE NORES
dre le había dicho que “estaba enterrada en el blues”. Entonces preguntó
si ese lugar era el blues y la voz que
parecía salir del cuerpo de su abuela
le respondió que no, que ese lugar
era triste pero también feliz; que allí
ya no había melancolía. Regina se alegró porque sacaría a su padre de un
gran error, le diría que la cantante vivía
con mucha gente más; que la vio cantar junto a un señor negro que tocaba
una guitarra con los dientes. Volvió
la mirada hacia su abuela y entonces
oyó decirle, esta vez sí con los ojos:
–Ah, todos ellos son todavía inmortales.
Regina quiso cantar también pero
el sonido se atoró en su garganta porque un pequeño grito feliz sobrevoló la barca. “Allí está tu abuelo”, se
escuchó entre las fisuras del aire. La
chiquilla lo reconoció sin conocerlo y
la barca detuvo su marcha cerca de
una de las orillas. Su abuela la abrazó
con la memoria y de su cabello saltó el
recuerdo más grande para refugiarse en
el suyo, luego le pidió dos monedas.
Regina sacó las únicas dos que traía
en sus pantalones de pana amarilla y
se las entregó. Eran monedas de chocolate. La anciana-joven insertó el par
de monedas en una maquinita de la
canoa donde la niña pudo deletrear
“Flo-ti-lla-Ca-ron-te”, luego bajó y se
102
acurrucó en el que había sido su marido. Por los ojos de Regina asomaron
unas lágrimas altaneras pero la centenaria mujer calmó ese brote de congoja
y le dijo –otra vez sin voz– “no llores, te
voy a estar esperando detrás de aquella montaña de promesas”. Sin darle
tiempo para responder, la barca deshizo el camino y todo el ambiente que
la niña había recorrido pasó al revés,
con velocidad instantánea, tanto que
Regina solamente alcanzó a levantar
una mano como símbolo de despedida.
Mientras veía retroceder todo, alguien la estrujaba por el hombro. Era
su padre que le pedía despertar y dejar a la abuela descansar en paz. Sacudiéndose la modorra y caminando
indecisa, la pequeña le dijo que venía
del blues, que vio a la cantante greñuda; que le dijera qué eran efemérides,
qué era Caronte y que quería escribir
un sueño. Sin obtener respuesta, llegó hasta la mesa sobre la que humeaban ya los platos con sopa. Después
de sentarse volvió a preguntar cómo
se contaba un sueño y su madre, un
tanto irritada, dijo:
–¡Ay, Regina, otra vez con tus
cosas! ¡Por favor, cómete la sopa!
Callada y meditabunda empezó
a comer, pero discretamente otra sonrisa fue apareciéndole en la boca. La
sopa era de letras.
Tres poemas
P AOLA G ALLO
[.]
“¡Se rompió su cascarón!”, gritó la niña, zafándose de un brinco de las
redes del sueño.
Sin perla la ostra, cayó al piso la infancia sin anido. Ella se mece mecida
se merece el arrullo del seno rítmico
Tengo tengo tengo
¿No llega, acaso, redención después de todo salto al vacío?, hablo de
esperanza, de valga oración estoy sin abrigo /
De soslayo el desfalco de la rima suelta, el canta oh diosa la cólera en
sombras
del ojo torcido
Ya no hay más cuentos de hadas y
si del cielo al coscorrón se trata, para qué entonces
Tengo tengo
Yo digo:
103
Puja por salir
El canto terco / fuego de mil lenguas, tengo tengo
tengo
escucha qué bullicio.
“Esto va a salvarte la vida”, dijo la anciana ensortijando sus cabellos,
colocándola rendida una vez más en las puertas del sueño.
[..]
todo el día: unos ojos negros / grietas en la túnica penitente de la mujer
que todavía avanza
cuesta por donde aturde
la música y tu mano enajenada la primera vez
aturde donde punza
mi sed a tientas en llamas / tu tímpano tordo en cánticos / héroes y
monstruos dando el sermón de la montaña.
y de repente la advertencia:
como el nombre del libro que tanto nos gustó aquella vez
ova donde incurable salva
104
[ ... ]
Érase una vez un huevo negro / intacto entre el resquicio estrecho de
las piernas.
No cuaja el huevo crudo / Blandura no quiere volverse piedra.
¿El canto estropeado será la salida?
Y mirá qué
tanto arroró / dulce en ablande
sube de la falda en ciego abrigo
Pero / el cascarón tiempo abierto y el ave aglutina una vez más el
desconfío.
De fijación, te hablo. Del emperrado deseo en vilo.
Neblina del que no habla.
Todos ellos pasan, desfilan allá arriba y sólo ella le mira el lamento,
la descosida boca vacía.
–Amurada percha, dijo la infanta, ya veo la luz dentro del tupido ombligo.
105
Cosima Wagner
A NATOLE
DE
M ONZIE
…el negro le sienta bien; tiene además la
actitud responsable, un poco altiva, de una
mujer que se queda sola en la vida con el
honor de llevar un gran nombre.
Alphonse Daudet, Les femmes d’artistes,
cap. IX: “La veuve d’un grand homme”
Hay, en la gloria musical, una apariencia de eternidad que resulta perniciosa para las mujeres, que no es asimilada por su corazón. Es por ello que el
duelo que practicaron muchas esposas de músicos ilustres tuvo el aspecto
de un comercio de lujo con extensión sucesoria. “Esas viudas –dijo Jules
Lemaître– prosiguieron el negocio del difunto según el conocido epitafio.”
Conocí, durante la época en que fui pasante en el Tribunal de París, a
un abogado muy distinguido que desdeñaba el cuidado de su renombre profesional para consagrarse al culto del compositor Bizet, de quien él había
esposado a la graciosa y honesta viuda. Al hacerlo, mi colega repetía la vocación
de Von Nissen, quien fue el segundo marido de Constance Weber, viuda de Mozart, y
prolongó en una singular aventura póstuma la leyenda del pobre gran Mozart.
Mozart había amado, había desposado a Constance y no a Héloïse, la
hermana mayor. ¡Agradable matrimonio que no llegó a desunir la coquetería
y los alumbramientos de Constance, los celos y las fugas de Wolfgang! Un
cariño siempre juguetón que se expresa mediante apelativos de cantante:
Stanzi, Wolfi. Ella tiene alma de canario, él corazón de estornino. Ella es
despreocupada, él pródigo. Y su vida en común se desarrolla como el diálogo
de Papageno y Papagena en la Flauta mágica. Se baila para reír, se baila
106
COSIMA WAGNER
para entrar en calor. Es un idilio de la miseria, un idilio que acaba en agonía. Mozart
sucumbe el 5 de diciembre de 1791, a los
35 años. Constance se entrega a la demostración de una desesperanza que le impide
participar en los pobres funerales. Bajo una
tormenta de nieve que dispersa el limitado
cortejo de sus desdichados amigos, un viejo
enterrador arroja el cuerpo del encantador a
la fosa común donde nadie encontrará jamás
su cráneo, mientras la joven viuda liquida
las cuentas de su dolor con un marido que
no sabía hacer más que obras maestras y
deudas.
El emperador Leopoldo le otorga a la
viuda una pensión de veintidós gulden por
COSIMA WAGNER
mes. Los editores compran, por caridad especulativa, los manuscritos de Mozart. Estos ingresos no le bastan a Constance, pero le permiten montar una pensión familiar. “Viuda Mozart. Pensión
Familiar.” Un muchacho excelente, consejero de la legación danesa en Viena, M. Georges-Nicolas von Nissen, se convierte por azar en pensionario de
Mme veuve Mozart y, como es costumbre, en amante de su posadera. Los dos
hijos de Mozart serán educados gracias a los beneficios de esta relación, la
cual se regulariza cuando Von Nissen es llamado a Copenhague. “En 1808, a
punto de dejar Viena, Constance fue por primera vez al cementerio Marxer
y pidió ver la tumba de Mozart. El sepulturero, que había echado el cuerpo
en la fosa común diecisiete años antes, había muerto y, como la fosa se vaciaba cada diez, fue imposible encontrar el lugar donde yacían los restos de
Mozart. Nadie Había pensado en hacer una cruz o gravar una piedra para
marcar su sepultura.”1
Pero, durante esos diecisiete años, la opinión había comenzado a reconocer el genio de Mozart. “En Alemania se volvieron a poner sus obras,
por lo menos Las bodas de Fígaro, Don Juan y La flauta mágica. El viejo
1
Marcia Davenport, Mozart, 1756-1791, Payot, Paris, 1933, p. 297.
107
ANATOLE DE MONZIE
Haydn se inspiró en sus sinfonías, preparando de ese modo el camino para
Beethoven. ¿Había duda de que fuera grande? ¡No!, ni siquiera Constance la
tenía… Pero como la gloria crecía, tomó conciencia de su papel: ¿entonces
ella había sido la mujer de un hombre genial?2
Desde entonces y hasta su muerte, en 1842, Constance se dedicó a recobrar su puesto de esposa en la biografía, la iconografía, la hagiografía de Mozart. Von Nissen trabajó de medio tiempo en ese empleo. Después de haber casi
adoptado a los hijos del primer marido, adopta igualmente al primer marido.
En 1819 abandona sus funciones en Copenhague para instalarse en Viena,
documentarse sobre Mozart y escribir su vida. La Biographie W. A. Mozart’s,
publicada en 1828 por Breitkopf y Härtel en Leipzig, era de Georg-Nicolas
von Nissen, muerto en 1819, antes de la publicación de esta piadosa conmemoración cuya edición fue supervisada por Constance. Los ingleses llaman
“fuego de viuda” –widow’s fire– al fuego que sólo ocupa la mitad de la chimenea. El hogar de Von Nissen fue ocupado por completo por el widow’s fire
de Constance a partir del día que comprendió que había evaluado mal su
pasado. La burlesca originalidad de la historia es la devoción de Von Nissen,
su consagración a Mozart, su dedicación de esposo memorialista. Él representa a S. M. el rey de Dinamarca en las cancillerías y a Mozart frente a la
posteridad. ¡Qué destino de burócrata!
¡Un destino que exigía una perfecta simplicidad! Él era, en efecto, un
perfecto tenedor de libros que le proporciona a Constance la sensación de
recuperación y el gusto de la avaricia. Ella muere en Salzburgo, el lugar
de nacimiento de Mozart transformado ya en lugar de peregrinaje. Los músicos acuden desde todas las capitales de Europa para rendirle homenajes
inducidos que ella acepta como recibos de una viudez grandiosa e insignificante. Bien valdría una ópera bufa, un Komisches Singspiel a la manera
asombrosa y sabia, traviesa y maliciosa, de este Mozart angelical cuyo Requiem interrumpido retoma un aire de cantata…
Schnorr, para ilustrar las obras completas de Mozart, gravó una muy
curiosa imagen: un medallón rodeado de pámpanos, colocado sobre un pedestal a ras de suelo, frente al cual una mujer graciosa y suave, sentada gra2
108
Henri Ghéon, Promenade avec Mozart, Desclée de Brouwer et Cie, Paris, 1932, p. 441.
COSIMA WAGNER
ciosa y elegantemente, llora lágrimas ostentosas que enjuga con un pañuelo
demasiado grande para no parecer un sudario. Hay una magnificencia, una
Gemüchthlichkeit de duelo que ultraja la grandiosidad.
Constance fue una viuda ofensiva. Pero no lo fue menos Cosima Wagner, quien incluye la falta de discreción en la viudez y cuyo caso permanece
sujeto a debate, como el de Mme de Maintenon.
Despojada de hipérboles, sustraída a las controversias, reducida a estilo de
diccionario, una biografía de Cosima Wagner podría expresarse como sigue:
nació en Bellagio, a orillas del lago Como, el 25 de diciembre de 1837. Fue hija de
una adúltera, de una de las más bellas adúlteras de una época en la que los amores de los grandes hombres y las grandes damas eran acontecimientos en la vida
europea. Su padre –Franz Liszt–, virtuoso a los diez años, célebre a los 20,
llevaba en la frente la escaldadura de un beso de Beethoven: nostálgico como
un húngaro, vagabundo como un gitano, incapaz de fijar sus sentimientos ni
su residencia, capaz de codiciar todo y de sacrificarlo todo, amante múltiple,
amigo único, sensible a los honores y sin embargo humilde, byroniano y
franciscano a la vez, apasionado de Proudhon, encaprichado de George Sand,
elevado a francmasón de segundo grado3 para acabar en la tercera orden con
una tonsura de fraile que fue su penúltima coquetería, semidiós, medio loco,
legó los dones de una herencia genial a los tres hijos de su relación: Blandine, Cosima y Daniel. Pero Cosima, la menor, tenía la ventaja sobre su madre,
Marie de Flavigny, condesa d’Agoult, de que no tenía que ser apreciada por
su talento de escritora, por las obras literarias, históricas o filosóficas de
Daniel Stern. Nacida del matrimonio de un emigrado francés y de una Bethmann de Frankfurt, educada mitad en Alemania, mitad en Touraine, bajo
una doble influencia, católica y protestante, esta ambiciosa de alto linaje intenta unir a las conveniencias de la razón los favores de la libertad. Fracasa
en esta apuesta de voluntad. Cuatro años fueron suficientes para agotar la
sensatez apasionada de Liszt. No queda entre los dos amantes, después de
esta tentativa de felicidad estable, más que un amor por correspondencia y
Cf. Correspondance de Liszt et de la comtesse d’Agoult, publicado por su nieto, Grasset,
Daniel Ollivier, Paris, 1934, t. II, p. 263.
3
109
ANATOLE DE MONZIE
el ejercicio mutuo de un derecho de fiscalización que ni siquiera se fija en
Blandine, Cosima y Daniel. La abuela Liszt reemplaza al padre errante y a la
madre mundana. Cosima, no obstante, recibió una educación magnífica, en
la cual la música igualaba en importancia a la religión o se confundía con la
religión. Esta educación se consuma con los cuidados de la vieja Mme Patersi de
Fossombroni, quien, habiendo sido la institutriz de Caroline Podocka, princesa de Sayn-Wittgenstein, es designada instructora de los hijos de Liszt cuando
éste, alejado de Marie d’Agoult, olvidado de Bettina von Arnim, de Charlotte
von Hayn y de Lola Montès, se convierte en prisionero místico de la princesa.
En vez de sufrir la pena de un nacimiento irregular, Cosima Liszt saca
provecho de esta solicitud contradictoria que le testimonian a distancia o intermitentemente un padre ilustre y una madre vivaracha. Gracias a su padre,
Rey de Aulnes, ella estuvo desde los diez años advertida de la conducta y
procedimientos de la gloria. Gracias a la madre, quien completaba con relaciones su inspiración, pudo a la misma edad entrever a Lamartine y acercarse
a M. Renan. A los 20 años se casa con Hans von Bülow, un pianista gentilhombre, distinguido por la preferencia de Liszt y quien ya se orienta hacia
Richard Wagner como un mártir hacia la cruz. Se trataba de un prusiano nervioso,
caprichoso y dogmático que invocaba la Biblia a propósito de Bach o de Beethoven: “La obra de clavecín de Bach –decía– es el Antiguo Testamento; las
sonatas de Beethoven, el Nuevo: debemos creer a uno y a otro.” Él caminaba
sobre las huellas de los “superhombres” a paso de ganso. Cosima lo desposa
para consolarlo de haber sido abucheado una noche en Berlín, mientras tocaba
la obertura de Tannhausser: por lo menos ella proporcionará esa explicación
del compromiso cuya precipitación desconcierta al mismo Liszt, a quien pocas cosas disgustan y muchas le divierten; la explicación, a fin de cuentas,
es plausible, pues un periodo de enfermera y otro de tutora precoz podían
satisfacer provisionalmente el apetito de dominación que ya atormentaba a
esta imperiosa hija de la orgullosa Marie d’Agoult.
El matrimonio se celebró el 18 de agosto de 1857 en la iglesia de Sainte-Edwige en Aix-la-Chapelle. Hans von Bülow, luterano, no se hace del rogar
para pasar por la sacristía. Casi al mismo tiempo, Blandine, a quien Wagner
mostraba un equívoco interés, se une a M. Emile Ollivier, un abogado parisino, de moda en los salones, que haría una magnífica carrera como hombre de
110
COSIMA WAGNER
Estado. Blandine y Daniel estaban destinados a morir jóvenes, dejando que
las virtudes y ardores de una ascendencia incomparable se condensaran en
Cosima, cuya activa personalidad no tarda en desbordar el marco de esa vida
de pequeño funcionario que habría de ser la de Hans von Bülow, “pianista
del rey de Prusia”. Ella tiene dos hijas: Daniela y Blandine, pero los embarazos sucesivos no entorpecen la energía de las amazonas. Recluta, para conseguir sus fines, las relaciones de calidad: Ferdinand Lassalle, el constructor
de partidos; Georges Herwegh, el Lamartine de Stuttgart; y cualquiera que
tuviera una idea, un poder, una esperanza, no escapa de ser atrapado por los
mecanismos de su encanto.
¿Pero qué hacer con Hans von Bülow y por él? No es más que un artista
suplente, inmovilizado, reducido a un segundo plano por su estupor admirativo ante Wagner. Instigada o siguiéndolo, Cosima penetra en la intimidad
del maestro. Ella penetra ahí oportunamente, después de la dolorosa ruptura
con Mathilde Wesendonck, después de la separación de Minna Planer, la
esposa, ¡ay!, demasiado irascible de Wagner, después de la liquidación de
los amores intermediarios –la actriz Frédérique Meyer, Mathilde Maier y
todas las otras comparsas de un mes o de una noche–. El lugar está, por lo
tanto, libre para la ocupación a título definitivo de esta vida de hombre que
constituye en sí misma un campo de maniobras digna de una practicante del
embrujo. Todo se presta a la operación: la cincuentena de Wagner, su vacío
matrimonial, y ese respiro material que le ofrece el loco entusiasmo del rey
Luis II de Baviera, Hamlet II, de quien Cosima se improvisará como confidente hasta el día en que el ingenuo monarca se dé cuenta de que hay más
que colaboración entre su bien amado y Mme von Bülow.
De esta relación, Cosima tuvo dos hijas: Isolde y Eva; el nacimiento de
un hijo –Sigfried–, el 6 de junio de 1869, volvió inevitable una ruptura conyugal,
sorprendentemente pospuesta hasta el alumbramiento lírico al que Nietzsche
casi asiste, sentado como está en la cámara de Ariadna en labores de parto.
“Lo más extraño es que el odio de Bülow parece dirigirse en primer
lugar contra Tristan.”4 Decía: “Es culpa de Tristan”, con el mismo tono sibilino que Charles Bovary debía tomar para decir “¡Es culpa de la fatalidad!”
4
Guy de Pourtalès, Wagner, histoire d’un artiste, Gallimard, Paris, 1932.
111
ANATOLE DE MONZIE
Pero sigue dirigiendo la orquesta en las representaciones wagnerianas. El drama de estas existencias entremezcladas se desarrolla
entre gente resuelta a que, pase lo que pase,
el concierto no se comprometa.
Los amores pasan, los programas permanecen. Es un asunto de programa lo que decide la suerte de Cosima, si uno cree a su
apologista, el conde de Moulin Eckart.
“Inmediatamente después de la representación de Los maestros cantores, la convicción
invencible se impone por sí misma a la joven
mujer: tendría que cumplir una gran, importante y necesaria misión. No fue del todo un
impulso sensual y apasionado lo que la conduce al maestro, sino la clara conciencia de que
sin su ayuda él está perdido, y que las poderosas obras que él tenía a la vista, que eran
su objetivo y su razón de vivir, no serían cumplidas sin el apoyo de su mano
bienhechora.”5 Hans von Bülow no contradice esa certidumbre que sin duda
comparte. Él se resiste a la separación por disposición legítima y preocupación de amor propio marital, pero no sueña en discutir los derechos sagrados
de la música y del genio que exigen la requisición de su mujer. Algunos añaden que Cosima Liszt obtiene la aprobación de su confesor; es mejor creer
que no la solicitó antes de sus segundas nupcias.
Estas segundas nupcias señalan la etapa decisiva en su ascensión majestuosa; Minna Planer ha desaparecido, Hans von Bülow se ha resignado:
nada de obstáculos. Por el contrario, Cosima no se acuerda de Francia más
que para incluir en su conversación esta fanfarronada germánica: “París se
ha nos ha vuelto indiferente. Ellos [los franceses] pueden hacer lo que quieran con tal de que sean humillados.” Ella podía casarse con un Grossdeutsch:
su corazón había emigrado.
5
112
Comte du Moulin Eckart, Cosima Wagner, Stock, Paris, 1933, p. 200.
COSIMA WAGNER
Así pues, “el 25 de agosto, después de las sorprendentes victorias de los
ejércitos alemanes en Froeschwiller y Forbach, una semana antes de Sedan,
Wagner desposa a Cosima Liszt en la iglesia protestante de Lucerna. Él dirige
un poema patriótico a Luis II de Baviera y una carta a su suegra, la condesa
d’Agoult”.6 Días después de la rendición de Napoleón III, la debacle militar
de Francia precipitada a la guerra por Emile Ollivier, el pequeño Sigfried será
bautizado en Triebschen –tierra de idilio– entre los salmos de alegría germánica, a los que parecen asociados un Bismarck de la ópera y su compañera
autentificada, la nuera de Emile Ollivier. No le falta a la pareja Wagner más
que el lazo de la comunidad confesional. ¡No importa! La hija del “fraile Liszt”,
ayer católica ferviente, se convierte al protestantismo tan fácilmente como no
hace mucho Hans von Bülow pasó del templo luterano a la capilla católica.
Cosima Wagner se convirtió al protestantismo y se consagró a los negocios. A partir de 1870, ella administra a Wagner, su Festpielhaus, las cuentas
de los arquitectos, sus intereses de compositor y su inspiración de poeta. No le
será suficiente a esta “dama de gran estilo”, que es una mujer de gran orden,
con ordenar las despensas, las recepciones y los pensamientos cotidianos;
pone por adelantado el buen orden en el futuro. A partir de 1869, bajo la
apariencia de satisfacer una fantasía del rey Luis II, escribe Mein Leben, las
memorias de Wagner, sus memorias de ultratumba, que no aparecerán sino
hasta 1911, pero que son la apoteosis en reserva, en cava.
Franz Liszt, cuando Cosima desposa a Hans von Bülow, dijo, volviéndose hacia el audaz esposo: “¡Este matrimonio es de lujo!” Cuando Cosima
se casa con Wagner, dice, medio convencido, medio en broma: “¡Es una
misión!” La misión se ha cumplido. “He conocido y disfrutado la eternidad
aquí abajo”, proclamará Richard Wagner en la fastuosa alegría de Wahnfried, edificada como un palacio de felicidad con las puertas abiertas a los
visitantes cosmopolitas, a los cortesanos de la fortuna y a los agentes de la
publicidad literaria. La representación de Parsifal en 1882 corona una epopeya teatral que iguala a Wagner con Esquilo en la admiración de una posteridad ebria de sonidos. Habiendo terminado su tarea humana y sobrehumana,
el maestro muere en Venecia el 13 de febrero de 1883.
6
Guy de Pourtalès, Op. cit., p. 351.
113
ANATOLE DE MONZIE
La desesperación de Mme Wagner fue patente. “Pero ella habría de
conocer el terrible honor de sobrevivir a Wagner durante cuarenta y siete
años.”7 Este envidiado honor prolonga hasta el 1 de abril de 1930 su hegemonía wagneriana. Había hecho la concesión de vivir y esta concesión parece
ser a perpetuidad.
El conde de Moulin Eckart toma de las Oraciones fúnebres de Bossuet el
acento necesario para esta transición de la muerte a la longevidad. Ella vuelve a la vida, “la pobre mujer, llena de profundo dolor, Isolda aspirando a la
muerte y sin embargo convencida de la misión que, en las últimas horas, él
le había confiado con una calma risueña, lleva esta orden grabada en su corazón. Está descompuesta, mortalmente, al punto de que el mismo Hans von
Bülow le grita: “¡Hermana, hay que vivir!” Pero entonces, de su dolor, de su
angustia íntima, ella se espabila para actuar y terminar la obra. Aquella que
ha salvado al maestro y su genio se convierte en “la soberana de Bayreuth”.8
Soberana, dirige a millares de coristas y a millones de oyentes. Renoir,
habiendo raspado un fósforo a la salida de un concierto, se ve reprendido,
amonestado, excluido del derecho de entrar al santuario. Ella tiraniza a los
directores de orquesta que se pavonean como ministros: los Hermann Levi,
los Hans Richter, los Felix Mottl, los Nikisch, los Weingartner, cuyas batutas
se inclinan ante su férula. Von Gross, el cajero-contable de la firma, obedece
sus consignas. Su magra silueta, su perfil de cabra o de pájaro son inseparables de la imaginería de Bayreuth.
“Ella actúa según los giros de la opinión.”9 Aprovechando uno de esos
giros de la opinión, esta semifrancesa convertida al germanismo integral preside la reaparición póstuma de Wagner en este París que tanto había maldecido.
Las sangrantes amarguras de dos guerras franco-alemanas jamás menoscabaron los homenajes que la viuda de Wagner recibió de nosotros, como recibía casi todo, como acreedora, pues ella se ajusta al ejemplo del maestro.
El último de estos homenajes en el calendario le llegó de M. Louis
Barthou, aficionado a las almas fuertes, cuya voluntad desafía la resistencia
antes de sucumbir al desafío supremo del destino. “Después de la muerte
Guy de Pourtalès, Ibid., p. 428.
Comte du Moulin Eckart, Op. cit., p. 463.
9
Henry Malherbe, Le Temps, 9 de abril de 1930.
7
8
114
COSIMA WAGNER
de Wagner, escribe M. Louis Barthou, ella mantuvo su culto con una energía
cuya justicia ordena admirar las virtudes más que criticar los excesos.”10
Esta orden del día amistosamente académica, con alabanzas y reticencias
combinadas, concluye a maravilla una biografía sumaria de Cosima Wagner.
No se escatima una bendición a este magisterio que no se agita, que no se
cansa nunca durante 92 años de tormentas. Esta mujer de corazón varonil
se revela verdadera y continuamente como “señor de sí mismo”, desdeñando
la respetabilidad primero y la adversidad después. A lo largo de duelos y
luchas, su queja individual, su grito de angustia o de revuelta no se exhala,
ni perturba jamás la majestuosa serenidad de esta Semíramis romántica.
Un jefe no se conmueve. Ella no se conmueve. Ni en la victoria ni en
la derrota.
Es necesario sitiar París, plaza fuerte del arte. Sigfried, su hijo, sucesor del maestro, se apodera de París en 1912 a la cabeza de la orquesta
que su batuta dirige: ¡victoria! El mismo Sigfried firma en 1914 el manifiesto guerrero: ¡plaza perdida, derrota! Las dos hijas de Wagner, de quienes
Hans von Bülow olvida desconocer la paternidad, litigan contra su madre
y hermano para obtener su parte de herencia –proceso desagradable que
reaviva un escándalo caduco, disputa tardía de orden civil que fuerza a
Cosima a descender de las alturas olímpicas a los bajos fondos de la justicia: ¡derrota del amor propio, la peor!– Cosima Wagner no muestra ningún
desfallecimiento de su orgullo.
Alemania se hunde sin parar, el marco cae al fondo y Bayreuth, arrastrado a la ruina del Reich, no ofrece más que el espectáculo de un desierto
bajo el artesonado. Octogenaria, refugiada en una recámara del primer piso
de Wahnfried, contemplando el desastre y sopesando su amplitud, la soberana de Bayreuth destronada, acorralada por la miseria, no se doblega ante
el viento de la áspera tormenta. Wahnfried no es más que el Escorial de la
música. Cosima muere de pie, vacía de sustancia y resistiendo, a pesar de
todo, como uno de esos viejos árboles del Limousin o de Quercy de quienes
Luis Codet festeja su secular vigor:
10
Louis Barthou, La vie amoureuse de Richard Wagner, Flammarion, Paris, 1925, p. 200.
115
ANATOLE DE MONZIE
Es un tilo centenario
Tocado por la tormenta.11
Esta longevidad que desafía las catástrofes emparienta a Cosima Wagner con su contemporánea la emperatriz Eugenie, a quien un parecido instinto de conservación encauza paralelamente hacia el lejano término de una
senilidad confortable. Este género de viuda invencible no es de un tipo corriente. Pero de él existen numerosos ejemplos: viudas pensionadas de un
régimen al que se creen obligadas a sobrevivir, matronas sin miedo y sin
reproche a cuya salud no inquieta la sensibilidad, abuelas autoritarias de
nuestros campos que eluden la muerte para evitar una dimisión de bienes.
Al verlas pareciera que la vejez fuera una larga malicia. O que nuestras
sociedades democráticas gustan de la malicia y de la senilidad. Las reverencias a Cosima Wagner se justifican por esta predilección.
La reverencia sucede al culto, es todo. Nosotros ya no celebramos el
culto de las druidas literarias, de las mujeres inspiradoras o redentoras, de
las sacerdotisas del hombre. Este mito que imagina sin duda Goethe, que se
apropia Auguste Comte, que Michelet magnifica, a quien el pobre Poe vincula sus tristes aventuras amorosas con Mrs. Shelton y Mrs. Whitman, es eliminado. El último mitógrafo de la serie, el último trovador místico –Edouard
Schure—, ha desaparecido casi al mismo tiempo que Cosima Wagner y Maurice Maeterlinck ya no habla de las mujeres como “hermanas veladas con
todas la grandes cosas que no percibimos”.12
Ya no es suficiente con anunciar: Ecce ancilla domini para que se pongan en posición de firmes los muchachos malvados de la indisciplina sexual,
tan prendados por lo demás de un ideal de genio célibe. ¡Ancilla domini!
¡Nada de frases! ¡Hechos, actos, un balance de pérdidas e ingresos!
Una frase perentoria, una frase comodín resume toda la leyenda heroica
de Cosima Wagner: “Ella salvó a Wagner.” Si hubo salvamento fue, en todo
caso, un salvamento en puerto. Pues el 12 de marzo de 1866 –“el día de la
bienaventuranza”–,13 cuando Mme von Bülow llegó a Triebschen a reunirse
Louis Codet, Poèmes et chansons, NRF, Paris, 1926, p. 205.
Auguste Bailly, Maeterlinck, Firmin Didot, Paris, 1931, p. 48.
13
Expresión de Wagner.
11
12
116
COSIMA WAGNER
con el maestro al que no habría ya
de dejar, la situación de Wagner no
era la que había tenido dos años antes, cuando recibió en una habitación
del hotel Marquadt, en Stuttgart, a
Von Pfistermeier, secretario áulico de
S.M. el rey de Baviera y con él, para
él, las primeras certezas del renombre. Ciertamente, el exilio impuesto
por la coalición de ministros bávaros
detuvo la cruzada en sus inicios, en
realidad en sus preparativos. Pero la
pensión de Luis II atemperó el exilio
con una confortable suavidad. Y, por
lo demás, el escándalo de Munich le
proporcionó a Wagner el ruido necesario a sus lanzamientos musicales.
Minna Planer fue enterrada a
finales de enero de 1866. Los amores secretos de Cosima no toman el carácter de una franca relación sino dos meses después del entierro de Minna.
Richard Wagner era viudo y libre, en tanto que Mme von Bülow resolvió
liberarlo de las cadenas del pasado.
El maestro no se las arregla sin señora. Le hace falta tener a su lado
una mujer que lo asista y lo aliente. Él siempre gime como si se quejara de
falta de amor. Él gime en 1866, pero no más que en 1863, cuando esboza con
Mathilde Maier un plan de idilio racional. “Me hace falta una patria, no la
patria terrestre, sino la del corazón… me hace falta una presencia femenina…”14 A diferencia de Cosima, Mathilde Maier fracasa en cumplir esta
función de presencia amorosa. Esta bella mujer, rubia y seria, era capaz de
heroísmo tierno. La sordera que la aflige desde la infancia no disminuye el
precio de su sufrimiento mientras Wagner compone Los maestros cantores de
Nuremberg. Sabe escuchar, incluso sin oír. No sabe conceder el gesto ade14
Carta de Wagner a Mathilde Maier, 3 de enero de 1863.
117
ANATOLE DE MONZIE
cuado. “Ella elige el papel ingrato, el papel difícil y es preciso no culparla
por ello como de una cobardía.”15
Pero este hombre terrible, que no soportaba ningún rechazo, prosigue
su correspondencia con esa pequeñoburguesa asustada, como si guardara en
reserva un amor de repuesto. La correspondencia comenzada en 1862 se prolonga hasta 1878,16 mucho más allá del día en que Mme von Bülow instala las
comodidades de su imperio.
Cosima no sacia al ogro sentimental. Las delicias de una paternidad tardía no satisfacen las ambiciones de este corazón ilimitado. A riesgo de transgredir la orden, Wagner continúa escribiéndose con Mathilde Maier, lo cual
sería suficiente para demostrar que la asistencia conyugal de Cosima dejaba
espacio a las nostalgias.
¿Ella, por lo menos, ha restituido al creador su poder de creación? Al reino
de Cosima corresponde la finalización de Sigfrido, la partitura del Crepúsculo de
los dioses y la escritura del poema de Parsifal, magnífica cosecha artística, ¡pero
poco abundante comparada con la fertilidad anterior! De 1860 a 1883, Richard
Wagner monta representaciones, perfecciona sus obras sobre el papel o sobre la
escena. Cesa de inventar. El inventor de ficciones se eclipsa frente al fundador
de escuela y el director de teatro. A pesar de ello su vitalidad cerebral no decae de los
53 a los 70 años. La orientación de su genio varía a merced de la dama reinante.
A pesar de los ditirambos y las exhibiciones de gratitud, no le dedicará
a su esposa un ex-voto comparable a la dedicatoria de Tristan e Isolda en la
que se ennoblece la memoria de Mathilde Wesendonck: “Que haya escrito
Tristan es por lo que te agradezco desde lo más profundo de mi alma y durante toda la eternidad.”
Tristan pertenece a Mathilde y le pertenece en exclusividad. Parsifal
no es propiedad única de Cosima, pues una parte de la inspiración se debe
a Judith Gautier, la cálida camarada cuyo aliento reanima las últimas flamas
de una concupiscencia de Titán. Judith Gautier encarna el deseo, Cosima
Wagner encarna la voluntad.
Luis Gillet, “Une inconnue de Richard Wagner”, La Revue des Deux Mondes, 1 de
octubre de 1930, p. 603.
16
Dr. Hanz Scholz, Richard Wagner an Mathilde Maïer (1862-1878), Theodor Weicher,
Leipzig, 1930.
15
118
COSIMA WAGNER
Pero esta voluntad tiende en definitiva a fines personales, a captar la gloria,
y es esto lo que descubren de pronto algunos fanáticos del maestro rebelados
contra la Papisa por amor a su dios. El ataque precede en algunas semanas
al deceso de la muy vieja dama, a quien los cronistas olvidan una vez que el
wagnerismo es admitido como religión establecida.
La curiosidad ordinaria se satisface con diez mil publicaciones wagnerianas, con trescientos volúmenes documentales publicados sobre su obra, el
hombre y su entorno. Una tradición de Bayreuth, después de liberarse de la
guerra, define los ritos del fervor y repartición de alabanzas. “En la actualidad
–escribe M. Bartholoni, presidente del Conservatorio de Ginebra y wagneriano
de estricta obediencia–, la lucha ha terminado: ya no se discute más que sobre
cuestiones de detalle; se remozan o se simplifican algunos decorados; espera
uno que se perfeccione el cisne de Lohengrin y el dragón de Sigfrido y que se
mejoren las proyecciones vacilantes de la cabalgata de las Valquirias.”17
Cuando estas ilusiones de pequeños progresos cultivaban al pie del altar
piadosas divagaciones, se abrió de improviso una instancia de revisión de la
santidad, entablada contra “los excesos” de Cosima Wagner por dos publicistas norteamericanos, P. D. Hurn y W. L. Root, los cuales utilizan los documentos de la colección Burrell, constituida y olvidada por más de treinta años.
Quisiera poseer algunas dotes psicológicas a propósito de esta excelente
Mme Burrell, esposa del honorable Willoughby Burrell –lord Gwydyr– que
ama a Wagner al punto de aborrecer a Cosima y de nutrir su aborrecimiento
como una requisitoria.
No hay como un anglosajón o una anglosajona para cultivar ideas fijas de la
historia menuda. La idea fija de Mme Burrell la empuja a búsquedas y gestiones
arriesgadas, fastidiosas y ruinosas. Pero lo más asombroso “es que Mme Burrell
haya logrado documentarse luchando cara a cara contra Cosima Wagner”.18
Cosima saquea todos los papeles, manuscritos y autógrafos que le señala una
administración de la amistad singularmente vigilante. Wahnfried, como la Wilhemstrasse, mantiene un servicio de espionaje y contraespionaje que descubre
los futuros complots de los libelistas. ¡Wagner ha dispersado tanto su amor y
Jean Bartholoni, Wagner et le recul du temps, Albin Michel, Paris, 1923, p. 49.
P. D. Hurn y W. L. Root, La verité sur Wagner, établie d’après les documents Burrell,
traducción de M. Rémon, Stock, Paris, 1930, p. 12.
17
18
119
ANATOLE DE MONZIE
sus escritos que incita al escándalo por todas partes! Desde 1866, Wagner, instigado por Mme von Bülow, ya todopoderosa, exige la restitución de las cartas a Minna que permanecen en manos de Natalie, la hija natural de Minna
–esta hija camuflada como hermana por un prodigio de decoro y que acepta esta
superchería sin denunciarla durante medio siglo–. Natalie, obligada a devolver el
paquete, conserva el tesoro –su humilde tesoro–, los preciados billetes de 1836 en
los que el modesto músico implora a la linda actriz que desea desposar, los
billetes de ternura y de súplica, de reproches y de celos, de reconciliación y
de zalamería, los billetes que devuelven al superhombre a las dimensiones de
hombre, lo muestran débil ante alguien más débil que él, vacilante frente a la
crueldad de la ruptura, bamboleando de la mentira a la lástima, más próximo
a Peer Gynt que a Casanova.
Ésas son las cartas que Natalie, después de haberlas protegido de las
reclamaciones de Wagner, de las investigaciones de Cosima, libra a las indiscreciones vengativas de Mme Burrell. Son las cartas que servirán a la rehabilitación de Minna, a la refutación de los cuatro volúmenes de Mein Leben, cuyo
fin apologético nunca fue negado, cuya falsificación no puede ya ser negada.
Me es indiferente saber si las primeras palabras de la autobiografía portaban
esta declaración que Nietzsche afirma haber leído en la edición de quince
ejemplares: “Yo fui hijo de Louis Geyer.” Esta precisión no tiene valor más
que en la controversia de judíos y antisemitas. Hay suficientes nacimientos
adulterinos en la línea de Cosima como para agregar el de Richard.
Aquí el silencio procede de un prejuicio de corrección burguesa. Pero
no podría reprochársele a Cosima Wagner que coloque en escena para la eternidad el gran cadáver de su esposo. Que haga a su modo la restauración del
muerto. ¡Que lo vista, lo adorne, lo maquille en función de una perpetua y
solemne ceremonia! La piedad no es más que un maquillaje cuando se ejerce
en los bastidores de un teatro universal. Es necesario consentir una tolerancia
especial a la inexactitud cuando se trata de la beatificación laica: los sujetos
de la posteridad, como los sujetos del fisco, tienen derecho a faltantes en sus
declaraciones. Cosima Wagner hace uso de ese derecho para escamotear el
pantalón rosa de Marie, la sirvienta vienesa, que hacía tan amablemente la
interinidad: ella lo usa para omitir, en el balance de Richard Wagner, a diversas damas piadosas que, antes de llegar al final, aseguran los relevos. Ella usa
120
COSIMA WAGNER
las reticencias con autoridad, con ingenio, lo que conviene a una mujer-jefe,
patrona de dinastía o fundadora de la orden. Marie d’Agoult fracasa en su designio de transformar a Liszt en celebridad correcta; pero su hija Cosima hizo
de Wagner un gentleman retrospectivo.
Ella hizo más. Transforma a ese monstruo sublime en mártir burgués y
Minna Planner se convierte en el falso verdugo de ese falso mártir. Veinticinco
años de unión infernal fueron borrados por la censura de Wahnfried, borrados y
ennegrecidos, ennegrecidos y manchados. ¡Y cómo! ¡Ni una indulgencia parcial,
ni siquiera una limosna a quien fue testigo de las obras maestras! ¡No, ni eso!
Es a pesar de Minna que Wagner, de 1836 a 1851, concibe once óperas,
termina nueve poemas, esclaviza al público del mundo. Es gracias a Cosima
que por fin fue él mismo al final de un periodo de espera trágica. Tal debería
ser la verdad sobre Wagner –y como el papel real de Minna contradice esta
versión, la soberana de Bayreuth relega a la intrusa del pasado a la cocina
de los años de lucha alimentaria, la expulsa del recuerdo, enamorada calumniada, esposa engañada, sombra acorralada…
La sorprendente correspondencia intercambiada entre Cosima y su yerno
Houston S. Chamberlain19 demuestra que se trata, en efecto, de una empresa
del espíritu en el que la imaginación usurpa el lugar del corazón. “Vos tenéis
razón, amigo –escribe ella–, yo he tenido mucha bondad y amor en mi vida.
Lo he vivido o resentido. No lo sé…”20
Nosotros lo sabemos. Nosotros sabemos que no hay una sola palabra de
ternura en ese volumen de efusiones, ni una palabra de evocación íntima,
ni una palabra de nostalgia languidece en la correspondencia de esta viuda
cuya viudez fue su razón de ser.
La ausencia de hipocresía sentimental deja a esta altanera veterana sin
parecido con la cautela banal de las sobrevivientes aprovechadas. La tonta
fórmula usada para la gloria de las mujeres, “duelo resplandeciente de felicidad”, no se aplica para nada a Cosima, cuya gloria no fue un duelo de felicidad
sino un duelo de indecencia.
19
20
Cosima Wagner und Houston S. Chamberlain in Briefwechsel. Reclam, Leipzig, 1934.
Carta de Cosima Wagner a Chamberlain, Wahnfried, 19 de febrero de 1889.
121
Riada
B ERNARDO B ARRIENTOS
La cara de Penélope se esconde bajo
las cobijas; no quiere que los rayos del
sol la despierten. De hecho, no quiere que nada ni nadie le interrumpa el
sueño. Para muchos, los sueños son
lugares para evadir realidades y en los
que encontramos las cosas perdidas a
lo largo de nuestra vida. Y vaya que
Penélope ha perdido mucho en su breve paso por este mundo: no pasa un
año en el cual la muerte no se moleste en visitarla y de paso se lleve a un
familiar o una amistad. Por tal razón,
ella está muy sola: la fama de su maldición terminó por alejar a los demás
de su persona. No obstante, a Penélope no le importa mientras ella pueda
parir sueños. Yo también he sufrido pérdidas. Mi madre murió de tristeza y
mis dos hermanos fallecieron en un
terremoto. Mis abuelos enfermaron de
cáncer letal y mi padre descuidó una
hernia que lo llevó a estirar la pata.
Desaparecieron a mis amigos en el
122
norte; nadie más ha escuchado hablar
de ellos. Sí, los dos hemos llorado, pero
yo no puedo dormir. No es mi naturaleza;
por lo tanto, no me causa angustia no
poder hacerlo; soñar no es importante. Sin embargo, obedezco las reglas
del cielo y me levanto de la cama al
momento en que sale el sol. De repente el día despunta y el deber, ese bicho raro que aplasta sueños, empieza
a dictar las diligencias estériles que
nos vincularán al estrés y a los demás.
Tengo que ir al trabajo. Ya se me hizo
tarde. Tengo que despertar a Penélope. No quiero ser, otra vez, el verdugo
de sus fantasías. Tengo que preparar
el desayuno. Quiero innovar, pero sólo
sé cocinar huevos y quesadillas. Tengo
que bañarme. Tengo que rasurarme.
Tengo que sacar al chamaco de la
cama. Tengo que vestirlo. Tengo que
recoger los platos y lavarlos. Tengo
que hacer el café y explicarle a mi
hijo por qué todavía no puede beber-
RIADA
lo. Tengo que hacer una lista de los
deberes para que Penélope se encargue de realizarlos. Tengo que sacar la
basura. Tengo que revisar que la tarea
esté bien hecha y muchas cosas más.
Todo eso al tiempo que descorro las
cortinas y me doy cuenta de que otra
vez llegaré tarde al trabajo. Mientras,
Penélope aún se oculta debajo de un
montón de frazadas; llamo a la oficina
con voz adormilada y pregunto por el
jefe:
–No ha llegado –me dice una secretaria.
–Dígale que voy retrasado. Problema doméstico.
No entro en detalles. Cuelgo e identifico la frustración inicial del día.
Quisiera meterme bajo las cobijas y
quedarme tendido hasta envejecer, pero
muy por dentro nadie me quita la certeza de que me haré viejo trabajando.
No jetón. Entonces prendo el bóiler y,
en lo que calienta, dispongo de veinte
minutos para exprimir las naranjas,
mezclar el huevo con el jamón y poner
la mesa. Elegir el traje que usaré. Ponerlo sobre la cama. Después escoger
la camisa y colocarla debajo de la chaqueta. Al final, la corbata, la pinche
corbata. Durante el periodo de selección,
recordar ante todo que una camisa estampada siempre va con corbata lisa
de un solo color. Pero las corbatas son
un rollo. No les entiendo por más sencillo
que parezca. Corbata negra combinada con un traje negro y una camisa
blanca. Corbata rosa con una camisa
blanca o celeste y un traje gris. No
sé por qué, pero la corbata naranja
va muy bien con una camisa azul, o
blanca, o beige. Corbata azul con una
camisa del mismo color en tonos más
claros, o igualmente con una camisa blanca. Demasiadas corbatas, demasiadas decisiones inútiles. Termino con ello tras
una larga pausa agobiante y me baño
mientras mi cabeza no deja de trabajar
como una locomotora infernal. Las cuentas, las malditas cuentas. El gas, la luz,
el cable, las tarjetas, el internet, la escuela, la despensa, las medicinas, el
dentista, el plomero, el cumpleaños,
el día del niño, el día de cómprame
esto, la semana de cómprame aquello,
el mes de cómprame lo otro, el gasto, el
gasto, el gasto. Al terminar, despierto
a Penélope con un dulce beso, que no
es dulce ni es beso. No puedo ver su
cara, pues está muy escondida. Entonces me dispongo a adentrarme en las
cobijas para rescatarla aunque aquello me llevará más tiempo del disponible. Después de varios insultos que
pierden el sentido con su repetición
matutina –palabras que suelen decirse
cuando no hay nada más que decir–,
Penélope sale de la cama con una ca123
BERNARDO BARRIENTOS
bellera ingobernable, cubriéndole su
enojo. Miro mi reloj pero no tengo la
necesidad de comprobar la hora; estoy seguro de que es demasiado tarde.
Por tal motivo, vuelvo a coger el teléfono y llamo a lo oficina.
–No ha llegado –me dice un secretario.
–Dígale que voy retrasado. Problema intestinal.
No entro en detalles. Cuelgo y despierto a mi hijo. Al igual que muchas
personas, él atesora los sueños como
joyas preciosas, secretos tan íntimos
que nunca se dicen. Se hace el dormido aunque lo esté sacudiendo con
124
la fuerza para despertar a un borracho. Le retiro el edredón, las sábanas,
las almohadas y aun así no se mueve,
mantiene un escorzo demasiado forzado. Entonces le ruego de manera infructuosa que se despierte, me pongo de
rodillas pero nada funciona. Por Penélope, incluso por mí, podría quedarse dormido, pero la verdad no quiero
que crezca tonto como su padre. Finalmente cuando logro sacarlo de la cama,
continúa el reto de vestirlo. ¿Quieres
esta playera? ¿No? Bueno. ¿Quieres ésta
otra? ¿Tampoco? ¿Qué te parece ésta?
Bueno, ¿cuál quieres? ¿La verde? Ésa
está sucia. No te la puedes volver a
poner. ¿Por qué no usas la morada? Ya
lo sé, pero en serio está muy sucia y te
prometo que la voy a lavar en la tarde.
Nooo, no llores. Por favor escoge otra. No
puedes usar la verde. ¿Qué tal la naranja? Ya, por favor, no llores. La lavaré
al regresar del trabajo. Por favor ya no
llores, ya no llores. En ese mismo momento, guardo la absoluta convicción
de que voy a meter la playera verde
a la lavadora y luego la meteré en la
secadora de forma inevitable. Entretanto, Penélope sonríe con malicia,
los ojos cerrados desde su cuartel de
plumas. Regreso a mi habitación y
vuelvo a llamar al trabajo:
–No ha llegado –me dice un hombre viejo.
RIADA
–Dígale que voy retrasado. Problema vecinal.
No entro en detalles. Cuelgo y prendo el sartén, echo los huevos. Caliento
el pan en el tostador y sirvo el cereal.
Escancio el jugo de naranja y, para
esto, no hay nadie en la cocina. Los
dos han vuelto a quedarse dormidos.
Cuando me asomo a las habitaciones,
los encuentro agazapados debajo de
sus respectivas mantas. De pronto,
suspiro resignado; una especie de
adicción y suicidio contemporáneo.
No puedo evitarlo, quiero aventar los
platos a las paredes como lo hacen en
las series americanas, quiero mandar
todo a la chingada y retirarme de la
escena en medio de un silencio de
nerviosa incertidumbre. Quiero gritar
como chango alterado por la presencia de una amenaza, pero no puedo.
Los cuerpos débiles no pueden vivir
sin el deber. Tengo muchas cosas qué
hacer. Tengo que sentarlos a la mesa,
tengo que lavar sus platos, tengo que
mantener a Penélope fuera del cuarto, tengo que sacar la basura orgánica
pues ya hay varias moscas, tengo que
sacar la playera verde de la secadora.
También tengo que pasar al banco y a
la gasolinera, tengo que pensar en las
vacaciones en Cuernavaca, en Navidad y en Reyes, tengo que pensar en
el aniversario. Tengo que pensar, pen-
sar, pensar. Y ellos dormir, dormir,
dormir.
Al fin se levantan ojerosos. Desayunamos mientras masticamos para
sentirnos vivos. Lo hacemos en silencio, como debe de ser: nuestras fantasías mudas nunca se tocan, sólo nos
vincula el sonido de los dientes triturando la comida que dejó de ser comida conforme se fue repitiendo hasta el
sinsabor del convencionalismo. Ante
todo, tenemos prisa por terminar las
misiones que nos ha encomendado el
deber y el estrés. No nos prestamos
atención, ya que cada quien está inmerso en sus pensamientos. Es cosa
de minutos para que retire los platos
sucios a medio acabar y los coloque
en el fregadero. Tengo que lavarlos,
pues Penélope no lo hará. Les pido de
favor a los dos que limpien la mesa;
sin embargo, resulta lo mismo hablarle a un fantasma. Antes de salir, intento comunicarme a la oficina:
–No ha llegado –me dice una jovencita.
–Dígale que voy retrasado. Problema en la primaria de mi hijo.
No entro en detalles. Saco y cuelgo la playera verde de la secadora y
salgo disparado por la puerta con mi
hijo. De camino al trabajo me acuerdo
de que no hice la lista. Falta leche,
jitomates, aceite, mantequilla, frijoles,
125
BERNARDO BARRIENTOS
queso y tortillas al menos. Estaría bien
comprar huevos también. Aprovecho el
embotellamiento, ese fenómeno tan común que aún sigue irritando a la gente
que lo provoca, y marco a la casa. Penélope no contesta, tampoco funciona
su celular. No le gusta recibir llamadas.
De seguro se volvió a dormir, igual que mi
hijo, quien va dormido de ida a la escuela.
Él también ha conocido las pérdidas.
Tuvo un hermano por tan sólo dos años,
al cual quiso con toda su alma. Como
usualmente pasa en muchos hogares,
un perrito llegó tiempo después. Hermoso schnauzer que conoció el mundo
sólo por dos años. La tristeza de un
niño dista de ser reproducida ejemplarmente por las palabras; por ello
basta decir que sufrió de forma amarga. Cuando lo miro dormir pienso en
eso. De la misma manera en la que
miro a Penélope. Ellos necesitan de
los sueños para paliar el dolor de su
mundo, para librarse de la acuciante
realidad. Quisiera acompañarlos en su
dolor, ser su fortaleza, pero ciertamente escapan de mi ayuda. Tardo una hora y
cuarto en cruzar Coyoacán. Procuro sonreír cuando mi hijo dice adiós, pero no
puedo ocultar la angustia de que me
van a despedir. No sé por qué vuelvo a mirar el reloj. Es una costumbre
masoquista, una locura de esperar algo
que nunca va a suceder. Ya en el tráfico
126
que abunda en todas partes, no puedo
evitar imaginarme en la pobreza; en
cómo voy a mantener a mi familia.
Las dificultades que sobrevendrán a
mi desempleo, los gritos y las pesadillas. Divago en la forma en la que
tendré que confesarles que ya no van
a tener una cama donde soñar. Que
los sueños tendrán que ser cambiados
por un boleto de ida a la desesperación.
Que no tenemos familiares ni amigos
en quienes confiar, a quien pedirles dinero. Estoy muy molesto por cosas que
todavía no suceden, tan enojado que piso el acelerador sin querer, acto que
termina siendo intención. Entonces
golpeo la defensa de un Chevy. No es
tan fuerte el impacto, pero el conductor
está que arde. Las cosas se caldean.
Estoy seguro que asimismo va tarde
al trabajo. En un segundo sin tensión,
los dos llamamos a la oficina:
–No ha llegado –me dice un joven.
–Dígale que voy retrasado. Problema automovilístico.
No entro en detalles. Cuelgo y el otro
conductor cuelga. Nuestro día al parecer es un infierno. No sé por qué no descargamos nuestra ira en el otro. Él se
ve felón. Yo también rifo. No obstante,
de alguna forma tenemos la idea de
que nos van a despedir y no podemos
alargar más el asunto. Tampoco podemos llegar con sangre en nuestras
RIADA
camisas. Es inaceptable. Tengo que
darle trescientos pesos por el golpe;
lo acordamos y cada quien jala por su
camino. Eventualmente todos tenemos que hacerlo. Antes de llegar al
trabajo, después de que me lavaron
tres veces el parabrisas –¡chin!, ya no
pasé a la gas ni al banco–, veo que el
estacionamiento está lleno; ya llegaron todos. En ese punto busco lugar
como busco un sitio cómodo donde
sentirme en paz diariamente. Doy
vueltas alrededor de un sinfín de vehículos estacionados, alineados a la
perfección, indispuestos a traspasar las
líneas divisorias de espacio. De manera eventual encuentro un sitio apartado
y la violencia que ocupa mi corazón
parece haberse apagado. Me bajo del
auto y mis piernas flaquean, un adormecimiento las invade. Apenas puedo
mantenerme en pie; más de dos horas
cuarenta minutos sentado. No importa. Calculo que ya me están esperando
con el cheque del despido, listos para
soltarme. En ese instante, en el trecho
entre la oficina y el estacionamiento,
deseo tener alas y volar hacia el sol.
Desintegrarme sin aspavientos. Sólo
fundirme a sus potentísimos rayos que
destruyen sueños al amanecer. Sin
embargo, puedo pedir muchas más
cosas, pero al fin y al cabo, sé que
mañana voy a repetir el mismo ritual
tanto monótono como mesiánico, no
importa qué suceda. Cuando se abren
las puertas, entro con la sensación de
que voy a perder aun antes de hacer la
apuesta. Camino con los hombros encogidos, la cara medio escondida en la
solapa del saco. Procuro que nadie se
dé cuenta de mi presencia: si me van
a correr que no se arme un escándalo
o un chismerío. Al tiempo que atravieso un largo corredor, sopeso las
posibilidades de buscar trabajo en
una de las empresas competidoras. O
vendiendo comida, no sé. Tengo que
salir adelante, tengo que proveer, tengo que cumplir, tengo que portarme
bien, tengo que satisfacer sus necesidades, tengo que facilitarles la travesía, tengo que estar allí, tengo que
estar acá, tengo que estar allá, tengo
que estar en todos los lugares, tengo que
pagar, tengo que producir, tengo que generar, tengo que ofrecer, tengo que, tengo que y tengo que. Para cuando llego con la secretaria, estoy tan pálido
que parezco enfermo, mi corazón late
a mil por hora. Ante la situación, ella
me pregunta:
–Jefe, ¿está usted bien?
–Disculpe, señorita –le digo sin escucharla–: ¿llegó ya el patrón?
Horrorizada, se lleva la mano a la
boca.
–Señor director, ¿se encuentra bien?
127
Tres poemas
E DUARDO P ADILLA
TODO CUADRA
a A. Ortuño
Cada vez que pienso algo malo sobre mi vecino
un ángel cae muerto.
Cada vez que siento culpa
y hago apología
de taras y defectos
un ángel muerto vuelve a la vida.
Pero no vuelve como antes
sino como ángel fiambre.
Y la naturaleza de todo ángel fiambre
lo impele a roer el talón de Dios.
Por razones prácticas
el talón de Dios
128
queda más allá del alcance de cualquier fiambre.
Una vez al año la Administración
me escribe una carta
para decirme que estoy haciendo un buen trabajo
y que allá arriba las cosas prosperan
gracias a mi labor y a los esfuerzos
de personas como yo.
POLIEDRO
Después de hablar con su biógrafo
entendí que para él
el amor era un capullo
sin cerradura
por donde espiar;
el odio un virus-lupus
en el hocico de un perro herido;
la añoranza un ave disecada,
orientada hacia la salida del sol.
La desidia le parecía
por otro lado
una cara sin maquillaje.
129
LA HORA DEL LOBO
Llevo yo las cuentas. Nunca supe llevar cuentas; fui contratado
gracias a esto. Me reclutaron, gastaron tiempo buscando una
persona como yo. Ellos decían ser expertos, veteranos al servicio
de todo nombre memorable u olvidado; toda figura y toda estatua,
toda sombra correspondiente. Donde fuera que la sangre había
corrido, ellos la habían ayudado a correr. Sin embargo estaban
hartos, querían un nuevo enfoque. Era hora de olvidarse de
lealtades y abstracciones, hora de regresar al cero.
“Es hora de quemar amarras.”
“Es hora de no recibir llamadas.”
“Es hora de afeitarse la cara.”
“Es hora de que ya no sea hora.”
Decidí trabajar para ellos. No hay razón, simplemente dan
miedo. El terror se les da. Cuando me abordaron, cuando
entendí quiénes eran… era como si yo fuera una tachuela y el
pulgar de Dios estuviera descendiendo sobre mí. Me dijeron que
no me querían matar ni hacer nada malo, sólo darme trabajo.
Yo no sé matar, les dije. “Así te queremos, inútil.” Bueno. Todas
las personas se parecen a un animal o a otro. Yo sé a qué animal
me parezco. En la granja, o te ordeñan o te finiquitan. Y si no
pones huevos te los quitan. Acepté el trabajo.
En esta organización nadie cumple bien sus deberes, pero esto
rara vez lleva a castigo o reprimenda. Siempre y cuando haya
acción y un par de cuerpos para fertilizar los campos. Lo demás
son sutilezas y en tiempos crueles las sutilezas quedan fuera.
130
Yo soy el anotador oficial; aunque mi trabajo es informal y
poco serio. Tomo notas con lápices que se rompen a media
frase, notas inofensivas, muy elementales. Mi lugar de trabajo
es una cueva de mármol, animada por el brillo del agua dulce
y los metales raros. Aquí se guardan siglos de saqueo.
El jefe de la banda parece divertido conmigo. Lo cual me pone
tranquilo. Es pura costumbre, pues antes me ponía horriblemente
incómodo. El jefe me hace confidencias sobre los detalles curiosos
de su labor diaria. Antes esto me causaba una gran ansiedad.
Pero el hábito lo es todo. Hoy me hace sentir seguridad.
Pertenencia. Que me diga todos los detalles. Casi me siento
como su ahijado, o como su hijo lerdo, tullido. Ya no me lo
imagino haciéndome algún mal.
Puedo admitir que desde el primer día he sido incompetente
en mi labor, y que nunca he podido registrar con exactitud
quién ha matado a quién, ni para qué; el libro de deudas y
deudores es un amasijo sangriento en mis manos. Así es como
lo quieren. Están fastidiados. Es lo nuevo, dicen. Yo no le veo
nada de nuevo, más bien creo es un regreso a lo antiguo. A lo
muy antiguo. Aunque nada de esto me concierne –sigo vivo, a
grandes rasgos, y se me permite andar por ahí… dormitando
de pie tras los bastidores. Despierto a ratos; mis ojos vuelan por
encima de las ciudades muertas y se estrellan en el ciclorama
de la vía láctea.
En realidad, me he adaptado bastante bien.
131
Música para honrar a los muertos
H UGO V ALDÉS
¿Qué es, estrictamente, Canción de tumba, texto que en apariencia se asume
como la memoria personal de quien firma a partir de la agonía de la madre?
No se trata por cierto de un mero ejercicio autoconmiserativo, por más que
asome a ratos cierto afán de flagelación en tanto el narrador admita el escozor ontológico que le produce ser el vástago de una prostituta: es más bien un
desnudamiento de carácter simbólico, simulando ante el lector un proceso
que el protagonista viviese por primera vez, como si nunca antes hubiera
compartido su secreto con nadie. Para ello, Julián Herbert echa mano de una
estrategia que Juan Villoro advierte en el Sergio Pitol de libros como El arte
de la fuga y El mago de Viena, compuestos por una miscelánea en la que
caben tanto el recuerdo o la confesión como el ensayo y el apunte del diario:
la del prestidigitador que se muestra sorprendido por sus propios trucos.
Paulatinamente, Herbert alternará este sistema con el del creador que abre
la cocina –mejor: el cuarto de máquinas– a fin de mostrar los recursos con
los que se propone escapar de las convenciones y la inercia implícita en el
memorial luctuoso. Así busca responder a lo que, con vistas a comprometer
al lector en un profundo viaje común, Jean Cocteau propone en Opio. Diario
de una desintoxicación: “el ilusionista que muestra su truco, lleva a los espíritus de un misterio que rechazan a un misterio que aceptan y da vueltas
por su cuenta sufragios que enriquecen lo desconocido”. En este caso, el
misterio se funda en algo que rebasa el tema base pretextual, pues el hilo
umbilical del narrador pareciera atarse con mayor fuerza a la muerte que a
la figura materna.
132
MÚSICA PARA HONRAR A LOS MUERTOS
Por ello creo que Canción de tumba es una suerte de emplazamiento para
acceder al reconocimiento de sí mismo,
y responder a la interrogante no acerca
de lo que significó la madre para el narrador, sino por qué este ha sido como
es. No es empero un sucedáneo de terapia, ni el prurito de ventilar un secreto
estructurador de la propia identidad,
al cabo una especie compartida con el
círculo íntimo. No obstante –o acaso
precisamente gracias a– la voluntad formal del relato y al diseño narrativo, es
un acceso a la más ruda nostalgia proyectada sobre varias etapas de la vida
de un hombre al lado de una mujer a
quien hoy ve morir, bajo la premisa de
que en el entendimiento del otro hay
un perdón implícito que lo exime y exJULIÁN HERBERT
huma de toda culpa.
En tal contexto, la historia personal se vuelve obligada saga familiar.
Como un empleado que debe desplazarse a donde haya trabajo, la madre
hacía lo propio en la búsqueda de mejores ámbitos y clientelas. Inadvertidamente, la prostitución se convierte en un oficio próximo que prepara desde
entonces al narrador en la tarea que emprende en Canción de tumba: si
aquello fue algo que no lo avergonzó entonces, no tiene por qué avergonzarlo
al ser contado. En estos periplos de sobrevivencia, de vivir casi de milagro,
la familia –o el binomio madre-hijo– se ocupa en sufragar causas que pudieran pasar por deleznables, pero que en el fondo conseguían franquearle
algo mayor: la felicidad. Si bien esta no necesita exégesis ni justificaciones
–gozosa celebración a la que solemos asistir sin percatarnos siquiera de que
estuvimos en ella–, Herbert la recupera, volviéndola literatura, al contar la
saga del equipo de futbol los Madrugueros del Balsas. Eso explica en buena
parte por qué la relación entre madre e hijo no fue necesariamente tóxica.
133
HUGO VALDÉS
En aquélla se cifra, además, el primer acercamiento al idioma a través de los
libros y la aduana de lo admisible o inadmisible en materia de insultos o
“malas palabras”; en ella están contenidos los sabores originales de las cosas y le debe, de forma inexorable, su devoción por la música.
Aun así, un tema que rondará el libro es la consideración de la paternidad como accidente o, con más precisión, la del hijo como un problema irresuelto entre los padres. Al margen de la tensión subterránea que se produce
entre la búsqueda o negación de la figura masculina –reclamar, como lo hace
Juan Preciado en busca de compensación moral y del reino escamoteado en
Pedro Páramo, o por el contrario reconocer que no necesita nada suyo como
acto de autoafirmación–, en el devenir existencial del narrador se impondrá
el hacer y quehacer de Guadalupe Chávez o Marisela Acosta, una mujer que,
por su manera de amarlo, a veces le procuró más daño que protección. No
es casual que en muchos pasajes del libro se cumpla lo que escribe Rafael
Pérez Gay en El cerebro de mi hermano: “el odio es una de las correas que
unen a los padres y a los hijos”. Herbert no olvida, de hecho, la descripción
que en una escena de insultos le espeta Guadalupe –lo desconoce y llama
“perro rabioso”–: como Honoré de Balzac en relación con su madre, se trató
de la persona a la que más le interesaba agradar por sobre cualquiera otra
en el mundo.
LA INMODERACIÓN DE LA IDENTIDAD
Pese al autoemplazamiento al que Herbert apela –y mediante el cual logrará
darle a su trabajo un cuerpo narrativo más amplio–, el narrador protagonista
se cuida muy bien de evitar lo que la antropóloga argentina Paula Sibilia
concibe como “el show del yo” en su libro La intimidad como espectáculo.
Más que buscar acogerse al estímulo de “la hipertrofia del yo hasta el paroxismo”, en aras de enaltecer y premiar “el deseo de ‘ser distinto’ y ‘querer
siempre más’”, tan característico de la atmósfera contemporánea, el acto
de presencia del artista en Canción de tumba o, mejor, la inmoderación de
la identidad, se asemeja al proceso de trabajo que Cocteau advertía en su
amigo Pablo Picasso, cuyos lienzos sobre crucifixiones nacían “de ataques
de rabia contra la pintura”, y en los cuales el propio pintor se crucificaba al
tiempo de crucificar a la pintura.
134
MÚSICA PARA HONRAR A LOS MUERTOS
La literatura, y en general el arte, como espectáculo del yo compartido
públicamente a la manera de una droga más poderosa que las conocidas en
tanto se acuda a ellas para salir por un momento de sí. No por nada en la
cinta Strange days, de Kathryn Bigelow, lo ofrecido para consumo del adicto,
a través de un artilugio electrónico que hoy luce tan anticuado como impráctico, era pasar un rato bajo la piel de otra persona: inclusive la experiencia
más anodina se potencia hasta el vértigo –“la vida mundana de uno es el
tecnicolor de otro”– si uno toma el lugar del vecino para llevarla a cabo.
De esta forma, Herbert responde a ese prurito de identidad, planteado
por Claudio Magris, del que se preocupa apenas o nada sobre la importancia y jerarquía de los otros, a cambio de tener noción cabal de sí mismo. El
autoanálisis tajante puede verse entonces como la base de un performance
literario de gran calidad cuya puesta en escena, tal vez, abona en morigerar
un tanto lo irremediable: el drama llegando a su fin a despecho del cuidado
que los hijos visibles le dispensen a Guadalupe. Ejercicio exhaustivo de exploración durante el declive final de la madre, que compromete al narrador a
recuperar con lucidez toda esa etapa como cimiento de su obra, de Canción
de tumba penderá una serie de líneas narrativas que ilustrarán la génesis
emocional del hijo de Guadalupe Chávez.
Según sus propias palabras, el de Julián Herbert es “un amor cifrado
en palabras”. Una vez que consigue “cargarlas” de significado –la idea es de
Ezra Pound, quien le da así a la literatura la categoría y el poder de un arma
de fuego–, ¿cómo dispone de ellas? Un primer paso es la decisión de contar
con áspero desenfado, como si no sintiese un ápice de amargura al convocar
y afrontar su vida junto a Guadalupe. A cambio de la memoria espuria, de
la aventura bonancible que se inventan algunos para sobrellevar el dolor,
Herbert acude al pasado sin edición ni estilización. ¿Por qué tendría que
ocultar lo que fue su vida? ¿Para qué, además, hubiese querido una ficción
si vivió una infancia y adolescencias tan intensas? Cualquier máscara resultará ociosa.
Este autorreconocimiento ayuno de pudor, descarnado, estructura un
relato no siempre doliente, sino que aun puede pecar de frío: al sopesar si
la supervivencia materna desvirtuará el propósito inicial del libro, viene a la
mente el apremio de Truman Capote en que fuera dictada sentencia con135
HUGO VALDÉS
tra sus personajes para poder suministrarle a su novela A sangre fría un
desenlace al nivel del crimen cometido contra la familia Clutter. ¿Dónde,
entonces, descansa el truco? Acaso en el método de acercamiento y
distancia para hablar de la madre:
abordándola como una criatura que
se puede examinar en detalle, sin
que le duela demasiado el lector a
pesar de que la sepa herida o, peor,
en estado agónico. De hecho, por
la naturalidad con que la describe,
el narrador pareciera sancionar la
inevitable cosificación en que suele caer todo enfermo en el calvario
de los cuidados intensivos, especialmente en un hospital público: “Ante
la ausencia de un pariente acompañándola, las enfermeras decidieron
abandonarla un rato en medio del
pasillo con el culo a la vista de todos. Cuando al fin la ducharon, eligieron
hacerlo sin levantarla de su silla de ruedas: con una larga vara en forma de
gancho deslizaron el cuerpo bajo un chorro de agua fría, lo sacaron después
para fregarlo con estropajo y enseguida volvieron a meterlo en la ducha durante el tiempo que estimaron necesario para diluir todo el jabón.”
La obligada primera persona por donde –literalmente– emboca la narración, le viene muy bien a cuento a un escritor como Herbert, quien opta
por examinar la realidad y descifrar sus probables significados de manera
brillante, como si sólo a punta de ironía y entendimiento se pudiera acotar
el caos cotidiano y desbrozar la selva de sinrazón en los que medramos. La
situación del país, refractada en Saltillo, se le revela por medio del extrañamiento, como si apenas ahora se diese tiempo para entender y sufrir el lugar
en el que vive. A fin de cuentas, es mejor desquitarse con la “suave patria”
136
MÚSICA PARA HONRAR A LOS MUERTOS
que tiene a la mano y a la vista, a cambio de no hacerlo con su propia madre,
ya bajo la bota de la muerte.
Todo ello confirma la impresión de que más bien espigara ciertas vivencias para interpretarlas conforme las narra, por ejemplo la búsqueda del
sindicalista ferrocarrilero Román Guerra Montemayor –un hombre cercano
al ámbito familiar asesinado décadas atrás–, asociada con la relación volátil
que sostuvo con Renata en el pasado más reciente. Su novela obedece así a
una dosificación formal: algo que no sólo se evidencia con el capítulo dedicado a la historia y descripción del Hospital Universitario de Saltillo –con
un innecesario pasaje dedicado a la creación y avatares del escuadrón aéreo
201–, sino con los paréntesis virtuosos de Berlín y La Habana, en el primero
de los cuales se da el gusto de detallar los secretos de composición de una
serie que agrupa dos viajes a Alemania, el último durante el tratamiento
de Guadalupe. De hecho, este par de intermezzos que le dan al conjunto el
empaque de un parque de diversiones –lo que debiera ser siempre el género
novelístico, para solaz tanto del autor como de su potencial lector–, se antoja
el equivalente a las dos galerías del nosocomio.
PARÉNTESIS DE OPIO
Como un contrapeso de la dura infancia por la que transitó Guadalupe bajo
la sombra de una madre brutal –maltrato que ni siquiera concluiría con la
niñez: más tarde se matrimoniará a la fuerza con un hombre que, sin mayor
trámite, la toma para uso y abuso personal–, Julián Herbert realiza una bella
y poderosa estampa nostálgica, tal como si se trepara junto con aquella niña
en el árbol que escogía como escondite para ponerse a salvo por unas horas
de la paliza del día. A esta escena de indecible ternura se suma el homenaje
que le rendirá a Guadalupe desde Cuba, donde el carácter lúdico y antisolemne del libro encuentra su mejor expresión.
Puesto que el narrador comenta sin tapujos haberse hecho acompañar
de un destilado de opio en su viaje a la isla, en un periodo en que su madre
presenta mejor estado de salud, nada más a propósito para desentrañar el
paréntesis habanero –en especial si, como lo mencioné al principio, se convierte en la profunda ligazón del protagonista con la muerte– que teniendo
137
HUGO VALDÉS
a la vista esta reflexión de Jean Cocteau: “Todo cuanto se hace en la vida,
incluso el amor, lo hace uno en el tren expreso que marcha hacia la muerte.
Fumar opio es bajarse del tren en marcha; es ocuparse de otras cosas que no
sean la vida y la muerte.”
Estrategia para mitigar “la caída horizontal” que entraña el vivir, según el mismo Cocteau, Herbert se procura el envenenamiento exquisito del
opio –fuente de una disminución de la velocidad– con miras a erigirse en
una “obra maestra perfecta por fugaz, sin forma y sin jueces”. Cae así en esa
categoría de cuantos, al decir del literato francés, necesitan de la droga como
un correctivo que les permita tener contacto con el exterior, descorriendo
una suerte de velo que mantiene al mundo en calidad de fantasma, ingrávido, a la espera de “una sustancia [que] le dé cuerpo”, es decir, del opio que
procura equilibrio.
¿Qué aporta presuntamente esta droga a la novela? Hace las veces del
agua en la que puede desenrollarse el caudal interior, en este caso una historia
vertiginosa e hilarante, a la manera de una flor japonesa. Más que un detonador,
es el medio hospitalario, merced a su consistencia amniótica, donde la experiencia íntima puede aflorar. Cada consumidor, desde luego, abriga una
flor diferente, y el esfuerzo de Herbert deja en claro que la cosecha del opio
puede compartirse, así se trate de una alucinación metódica y bien fraguada
del episodio que, en compañía de Bobo Lafragua, personaje de una novela
inconclusa, en realidad hubiese querido vivir en la isla.
EL FANTASMA DEL OTRO
¿Por qué el narrador se vincula con la muerte y, como una variante, afronta
cierta condición fantasmal del mundo que el opio consigue neutralizar? De
acuerdo a su propia mitología, a Canción de tumba lo habita o “tiene embrujado” el propio Julián Herbert: ronda cada una de sus páginas en calidad de
aparición –como si hubiera decidido ser el holograma ávido de amor y eternidad que ideó Bioy Casares en La invención de Morel– para hollar a sus anchas una ficción necesaria, a ratos catártica, a ratos sarcástica, mediante la
cual podrá exculpar sus fallas en la medida en que sea capaz de entenderse.
Herbert es pues el fantasma de un libro –su personal Yoknapatawpha– que,
138
MÚSICA PARA HONRAR A LOS MUERTOS
de forma memorable, cambia la preceptiva tradicional de la novela. El
réquiem por la agonía y ausencia
maternas no habría valido la pena
de haber caído en el expediente
fácil del memorial plagado de reflexiones y frases motivacionales.
Conforme transcurren las páginas, el tema del fantasma y la inasibilidad de la persona se vuelve
más patente, sobre todo cuando el
narrador piensa cómo pudo ser la
vida junto a su padre: siente nostalgia del otro que no fue –sólo “embrujó” el hogar de sus medios hermanos al habitar en él como una
prolongada presencia virtual–, en
realidad un otro que jamás habría
sido consciente de ese y otros vacíos, y que quizás ni sería escritor.
Canción de tumba nos lleva así a
la convicción de que la herida ontológica a causa de que los padres
hayan sido de uno u otro modo –de que no nos hayan querido o que nos hayan
querido demasiado, al grado de malcriarnos– es siempre irrestañable; todo
reclamo en este sentido es extemporáneo. Con rabia soterrada o inadmitida, odiamos haber nacido y crecido en determinadas circunstancias, o que
aquellos a quienes amamos sean hoy de cierta forma vía los hábitos y las
profundas trapacerías morales de sus mayores, aunque sepamos bien que no
podría ser, jamás, de otro modo.
El personaje representado por Kim Novak en Vértigo, de Alfred Hitchcock, hechiza a James Stewart desde que éste sabe de ella. Para su infortunio, lo más cercano que encontrará después es una mujer de presencia
vulgar –la misma que se hizo pasar por la elegante y adinerada esposa del
139
HUGO VALDÉS
presunto amigo de Stewart– que, pese al esfuerzo cosmético, jamás conseguirá acercarse a la imagen fantasmática primera. El desencuentro se vuelve
más profundo y doloroso cuando Stewart cree estar a un paso de recuperar
a la discreta y misteriosa dama que lo enamoró sin haber cruzado con él
una sola palabra. Producto de un parto irrepetible –el de cada uno de nosotros, de hecho–, de la simulación nace una presencia evanescente que ni aun
la propia mujer que participó en la charada puede reproducir de nuevo. Así, la
pregunta: ¿cómo sería yo de haber tenido otros padres, haber vivido en otro
medio, o con padres “normales”?, tiene una respuesta consabida, por más
que se reniegue de ella –o que Herbert la bordee para continuar su exploración, administrando un truco ante el que se fingirá desprevenido–: yo no
sería el mismo yo que conozco y convoco.
LOS LÍMITES
(Y
NUEVOS HORIZONTES ) DE LA ESCRITURA
A Julián Herbert no le preocupa el advenimiento de las historias a su magín,
sino saber si estará dotado con una mejor capacidad escritural para hacerles
frente de forma menos inercial y ortodoxa. No hay lugar aquí para la falsa
modestia: un temperamento tan inquieto y perceptivo como el suyo advierte
de entrada que en el ejercicio narrativo –para elevarlo de la estampa o del
mero reporte de campo– se sortean todo el tiempo crisis formales que deben
remontarse para acceder a la obra perdurable. Así, el emplazamiento ante
las propias posibilidades expresivas conduce de forma inequívoca al centro
de esa crisis que pone en tela de juicio toda materia a tratar y sus métodos,
en desdoro del practicante poco avisado que se asume como fuente de la
problemática, cuando en rigor sólo es el medio para resolverla.
Un cuestionamiento de esta magnitud germina a partir de la conciencia
de la engañosa destreza que ayuda a despachar productos en serie –ciertas
formas “literarias” caen por fuerza en la misma monótona cadena de ensamblado– de los que es obligado recelar si el cometido del escritor propende
hacia un punto más alto. Según André Maurois (Lélia o la vida de George
Sand ), “todo artista es un sublime comediante que necesita, y él lo sabe, ir
más allá de las emociones soportables para que su pensamiento se transforme en algo rico y extraño”. No es otra cosa lo que emprende y consigue esta
140
MÚSICA PARA HONRAR A LOS MUERTOS
vez Julián Herbert. En el varias veces referido Opio, Jean Cocteau plantea el
imperativo estético de “tener estilo y no un estilo”: expresión de la “plástica
del alma” más allá de la música verbal. “Un estilo –abunda– que no nazca
sino de un corte mío, de un endurecimiento del pensamiento por el paso
brutal desde el interior al exterior”, mediante el cual sea posible “exponer
nuestros fantasmas al chorro de una fuente petrificadora”: es decir, el estilo
interior, el único posible, el del “pensamiento hecho carne”.
¿Cómo consigue acceder a ese intransferible estilo interior, la marca de
agua del espíritu? Se da por supuesto que todo poeta que se aventure en la
prosa lo hará con las velas a su favor por trasegar con el lenguaje de forma
más decantada que cualquier mortal que quiera narrar historias o ensayar
su inquietud reflexiva. No siempre ocurre así, sin embargo: en México se
da el caso de alguno que, quizás para hacerse de un público más amplio,
despacha un libro tras otro de algo que presenta ora como novelas, ora como
colecciones de cuentos, sin la menor consideración hacia los lectores. Al
margen de ello, Herbert pertenece a la tradición del poeta que escribe prosa de altura. Desconozco Cocaína, pero recuerdo con gusto aquel volumen
primerizo de Soldados muertos, publicado a inicios de los noventa del siglo
pasado, donde se revela un fabulador de primer orden.
Al tanto de la famosa máxima de Wittgenstein –“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi pensamiento”–, Herbert despliega una vasta y
bien sustentada verbalidad para alcanzar fuerza y claridad de expresión con
lo que parece asentar: “Pude tener problemas con mi madre, mas no con el
lenguaje.” Una característica que campea en el discurso es su incondicional
rendición a un estilo “al servicio del oído, última corte de apelación, piedra
de toque de lo perfecto”, tal como lo señaló Henry James respecto de Gustave Flaubert. Empeñoso catador y cazador de la palabra justa que encaje
a la perfección en la frase, al igual que del adjetivo fulgurante, no duda
en emplear expresiones castizas –“de manos a boca”, “nada más llegar”,
“dije entre mí”, “tragar gordo”– que deliberadamente contrastan con la jerga
posmoderna relacionada con el mundo del alcohol y las drogas –stoli, cold
turkey, crush, flipado–. Así, nos acerca a lo más granado de distintos universos, deslizando en el camino paráfrasis ingeniosas –la ignorancia “es la
noche negra del habla”– y frecuentando en todo momento aliteraciones que
141
HUGO VALDÉS
llegan a ser memorables, por ejemplo “perorata tepiteña” o “hirsutas nanas
atroces”, la segunda de las cuales ilustra la orientación de su arte, pues si
bien se antoja ocioso sumarle aspereza a la atrocidad de la cuidadora, ello
vale la pena por el grato efecto sonoro que logra.
¡ VENGA
LA SENTENCIA !
Recurro a un dato personal –una dirección electrónica usada por el autor de
Canción de tumba– para permitirme imaginar a ese menor hiperactivo, entrañable y voluntarioso como lo es hasta hoy Julián Herbert, escuchando en la
radio de su casa o donde lo tuviesen a resguardo una emisión de La tremenda corte, comedia de la Cuba precastrista que aún se transmite en algunas
estaciones universitarias. Imagino, pues, que aquel menor profundamente
sensible y despierto, además de carcajearse por las fallidas marrullerías de
José Candelario Trespatines, de manera paulatina se iría identificando con él
menos por su agradecible truculencia –la que de alguna manera abrazó, sublimándola en la literatura y en la música– que por la relación con la madre.
No hay que ser muy perspicaz para entender que el pequeño Julián vería en
la proverbial Mamita de Trespatines un reflejo de la suya propia: presente
pero siempre ausente –en el programa radial es sólo una alusión sostenida–,
y pese a ello la causa profunda de su ser esencial: las engañifas del sensacional José Candelario ocurren, la mayoría de las veces, por influjo materno.
A la luz de este reflejo, Herbert puede decir entonces: “Soy la sombra de mi
madre; a ella debo lo que soy”, y aun, si quiere elevar la frase a categoría de
reclamo: “No tienes idea del daño que me hiciste habiéndome procreado.”
Pero sin esa influencia, ya lo sabemos, no habría ese “embaucador” palabrero que tanto admiramos.
En suma, el narrador de este libro magnífico es “un héroe sin compostura”: uno de aquellos que “lavan su ropa sucia en familia, es decir, en
público, en la familia que se buscan y que se encuentran. Sangran tinta. Son
unos héroes” (Cocteau dixit). Las prostitutas con corazón de oro no son un
mito compensatorio: pueden parir héroes que sangran tinta para con ella poder remontar los límites que, en realidad aún bastante lejanos, creen que les
opone su propia escritura. Hay, debe haber Julián Herbert para rato. Ojalá
142
MÚSICA PARA HONRAR A LOS MUERTOS
y que lo alcanzado por la escritura de este trabajo se lo haya hecho notar
también.
Con un tema como el presente, y en consonancia con la enorme predilección que muestra Julián hacia el cine, del que echa mano incluso para resolver
ciertas partes de su novela, me resulta imposible no recordar –para concluir
al fin este ensayo– una escena de El príncipe de las mareas, donde la bella
actriz Kate Nelligan le pregunta con voz dolida a su hijo: “¿Quién te enseñó
a ser tan cruel?”; y donde aquél, interpretado por Nick Nolte, le responde:
“Tú, mamá. Tú me enseñaste. También me enseñaste que aunque una persona casi destruya tu vida, la puedes seguir amando.” Mucho más allá de ello,
tal como lo prescribía monsieur de Sainte-Colombe en Todas las mañanas
del mundo, Julián entendió en Canción de tumba que la única música posible, la más digna y perdurable, es aquella que se compone para honrar a los
muertos.
143
Vivir en el desierto: guía para forasteros
G ABRIEL T RUJILLO M UÑOZ
Hijo de las arenas, te llamas frente a
los demás. No a causa de que hayas
nacido aquí sino porque, como ellas,
nunca estás en paz. Tu sino es moverte, es ir y volver.
seos: un mar apetecido, una ciudad
añorada, un oasis para el descanso,
un vergel para la fatiga.
La mirada que se posa en estas inmensidades ve vacío, ve desolación.
Para quien se cría en el desierto, los El desierto que sorprende a quien lo
bosques son murallas, las lluvias, di- observa ve las ganas de perderse en
luvios. Toda vegetación es un exceso. su vacío, de extraviarse en su desoTodos los contrastes simple decora- lación.
ción.
Los únicos dueños del desierto son
La tierra plana, hecha de infinitas re- las osamentas que éste guarda para
peticiones, permite ver la luz en todo sí, los esqueletos que éste pule con
su poderío, el horizonte con todos sus esmero.
engaños.
En el desierto, el agua borbotea en tus
Las espinas son las plantas que me- ojos, fluye en tu mirada. Fuente de
jor se clavan en la memoria. El agui- pasmo y agonía.
jón es el fruto más honesto que estas
tierras ofrecen.
Como la mujer de Lot, nadie sale indemne de este infierno.
Como una lámpara maravillosa, estos
arenales siempre cumplen tus de- Las criaturas del desierto se arras144
VIVIR EN EL DESIERTO
tran, se escabullen bajo tierra. Sólo
sus miradas vuelan.
El desierto te permite sobrevivir si te
mueves a su ritmo, si le sigues el paso.
El que se detiene, el que se acomoda, muere. Aquí la vida depende de
adaptarte al espejismo que te rodea,
de protegerte con tu propia sombra.
En el desierto todo se transfigura. La
vida, en primer lugar. La muerte, de
seguro.
Vivir en el desierto es vivir al borde
de la realidad. O mejor dicho: es aceptar que la realidad es lo intangible, lo
imaginario, lo prodigioso.
los sueños que llevas contigo, los deEn este erial sólo se plantan espe- seos que se enroscan a tus pies.
ranzas, sólo se cosechan imágenes.
La vida en el desierto es muerte disPara entender el desierto hay que es- frazada, es fuego puro.
cucharlo. Aquí el oído es más confiable que el ojo.
A los dioses, como a los demonios, les
gusta el desierto para manifestar su
El que entra al desierto lleva sus pro- presencia, para exponer sus poderes,
pias tormentas, sus propios remolinos. para ofrecer sus servicios. Se aparecen como mercaderes: para venderte
La tierra es cielo cayendo.
la tierra prometida, para tentarte con
El cielo es tierra volando.
una vida mejor que la que ahora tienes.
En esta zona del mundo todo es bo- El desierto es un paraíso a la medirradura. Nada queda en pie excepto da de los desesperados, a la escala
145
GABRIEL TRUJILLO MUÑOZ
de los ambiciosos. Destella como un
bálsamo. Brilla como el oro.
miento: escapando de nuestras percepciones, huyendo de nuestra realidad.
El desierto es un círculo en sí mismo.
No cuenta con señales de orientación. No tiene rutas trazadas de antemano. Cada punto en él es un fin.
Cada curvatura, un principio.
El silencio del desierto es una llamada de atención, una advertencia.
Que conozcas el desierto no te impide extraviarte en él.
El viento es la voz de las arenas, su Las arenas predicen las ruinas que
grito en las alturas.
serás. Si no lo crees pregúntale a Ozymandias, rey de reyes.
El desierto dispersa tus palabras, esparce tus huesos. Hace de tus haza- El tiempo aquí se distorsiona, se hace
ñas, olvido. Aquí sólo habita el tiempo más ligero. Aclara y transparenta. Inen su desnuda potestad, en su eterna quiere y desafía.
monotonía.
El desierto reluce en sus tesoros. Es
Entre más lo conoces, el desierto más decir, en sus trampas, en sus hechizos.
se irá pareciendo a ti, más será tú.
Así, donde quiera que vayas dejarás En estas inmensidades no eres lo
un rastro de polvo, una huella de sal. que eres: eres lo que desearías ser.
En el desierto las distancias no im- El desierto te enseña a ser anónimo,
portan. Importa el peso de la luz. a pasar inadvertido, a no tener rostro.
Importan las sombras que te siguen.
Espejo desolado donde el vacío esEl gusto por el desierto es un gusto plende, el desierto está hecho de voadquirido.
ces en fuga, de figuras que arden en
el límite de su propia naturaleza.
En el mar todo está en movimiento,
todo choca entre sí. El desierto, por Para sus habitantes, el desierto es cuna,
comparación, siempre parece en cal- casa, cama y catafalco. La suma de
ma, pero en él todo está en movi- sus vidas. El arco de sus necesidades.
146
VIVIR EN EL DESIERTO
Como si fuera una piel vieja, inútil, siempre seductor, siempre inconcluso.
desgarrada, el desierto muda de luz
cada mañana.
Bajo el manto del cielo nada es lo
que parece. Sobre la piel del mundo,
A cielo abierto sólo la luz te hace la algarabía feroz: un mar que sólo
compañía, sólo el tiempo responde a vive en tus ojos, que sólo brilla para ti.
tus palabras.
En ocasiones el desierto es hueso. En
Como ruleta rusa, el desierto te pide otras, carne viva. La mayoría de las veapuestes tu sombra a su luz, tu luci- ces sólo es pellejo, costra, remiendo.
dez a sus delirios.
El desierto es la ausencia detrás de
El desierto cuenta el cuento de las mil las palabras. Lo que falta por deciry una noches: siempre interesante, se. Lo que nunca se dirá.
147
Tres poemas
E DUARDO S ARAVIA
PARANOIA
Transcribo el miedo
noche a noche lo leo en las paredes
GOLPES
MURMULLOS
PERSONAS
que sin cesar piensan al lado
y debo transcribirlo todo, no soy más que el escribiente, LEO
luego escribo golpes en la puerta, pasos, cuchicheos detrás de la cortina
dicen cállate cállate que tú no entiendes nada
dicen cierra con candado escucha no te duermas
eso ordenan las personas, y no tengo otra salida salvo la escritura, la
obediencia
noche a noche me destruyen, me aniquilan lentamente, son Saturno
devorando a sus hijos, soy el hijo, la manía soy, el fracaso que no
concede ni un segundo, ni un instante de reposo
eterno copista flaubertiano
eternamente
148
puede que la tendencia más extrema de la paranoia sea la de aferrar
completamente el mundo por medio de las palabras
se acentúa por las noches
el mundo
lo transcribo en las paredes
Messerschmidt que esculpe los 60 gestos de la paranoia
Schreber en plena recepción de los nervios divinos
continúo esta labor afantasmada de encontrar significado a lo insignificante
aislado de los otros, en esclavitud perpetua de los que piensan a mi
lado
y justo ahora
GOLPES
MURMULLOS
yo acato
DESDE LA TORRE
( SONETO )
Me gusta comenzar a oscuras, una primera línea
que nunca es la primera, que ata y desata y viene y va
del mundo al mundo compartido
Hecatón y Apolonio de Tiro dicen que a Zenón, habiendo consultado el
oráculo acerca de lo que debía practicar para conseguir una vida feliz,
le respondió la deidad
149
“que se asemejara a los muertos en el color”
lo cual entendido, se entregó al estudio de los libros antiguos
eso dice Diógenes Laercio que dijeron
y retirado en la paz de estos desiertos
Zenón desapareció, se desvaneció frente a una enorme pila de libros
desapareció, leyó, se ausentó del mundo
eso dijeron, o no dijeron, o lo dije yo, ¿qué puedo tener que entregar de
mí que me sea propio?
Zenón de Citio, decíamos
“en víspera perpetua de aventura
no salió nunca de su biblioteca”
porque más que paz halló la guerra, y si vio desiertos, éstos estaban
afantasmados, poblados de irrealidad, de meditación, de ausencia
Zenón abandonó el mundo por la lectura de un libro, luego abandonó
también el libro, pero no la lectura, ésta lo siguió en su soledad a todas
partes, madurando mezclándose con otras
fundiéndose metal con metal, a golpe de retina
esto es
asistir a la deserción del yo
hacerse nulo
que se asemejara a los muertos en el color
que escuchara con sus ojos a los muertos
150
RADIOGRAFÍA EN SEPIA
Míralo correr sobre la hierba
míralo ascender totalmente desnudo, indiferente al frío
acostumbrado a la neblina, en las montañas de Tollocan
juega con las ramas, las sacude y canta y baila con alegría interminable
míralo correr hacia la bruma, mira el rastro niño de sus pies ensangrentados
11:00
pm en la carretera congelada, tráfico
a través de la ventanilla, resguardado, me asalta una visión entre las
frondas
pies desnudos sobre láminas de hielo
sangre
de la página 90 a la 95
¿cómo llegó a pasar?
estaba pensativo, absorto, casi ausente
a decir de Charles Simic la imagen debe ser poderosa, golpear la
conciencia del lector
pies desnudos sobre láminas de hielo, ¿es suficientemente poderosa?
apenas un comienzo, una descripción que no seduce a nadie
carece de profundidad, de riesgo
imagen de la imagen de la imagen, “pienso en los poemas como posibilidades estéticas, objetos de belleza y de contemplación”
Míralo correr sobre la hierba
míralo ascender totalmente desnudo, indiferente al frío
acostumbrado a la neblina, en las montañas de Tollocan
151
juega con las ramas, las sacude y canta y baila con alegría interminable
míralo correr hacia la bruma, mira el rastro niño de sus pies ensangrentados
como una aparición
el poema, míralo bien
va de lo oscuro hacia lo oscuro
del placer al goce
un niño muerto tendido en el asfalto
152
Abril
E MILIO G OMAGÚ
Menos mal que llevaba conmigo estos pedazos de papel en que escribo
–incluyendo el boleto de entrada a la
película que nunca vi– para tratar de
explicar, en principio a mí mismo,
adónde fue que fui, qué pasó desde
entonces y dónde estoy ahora. El cine
no es esparcimiento en Buenos Aires.
Faltaba media hora para la función
y caminaba ya muy cerca de la sala.
Crucé por la avenida y seguí la curva
que se abre a la derecha. Desde ese
camino es imposible ver lo que viene
adelante sino hasta que ya lo tienes
frente a ti, inminente, como un insecto que te golpea la cara y tragas si vas
charlando, cantando o soñando con la
boca abierta.
De esa manera me sorprendieron
varias filas de gente que se perdía
puertas adentro del cine. Eran cuatro
o cinco líneas que se tendían hacia la
calle, como si un gran pulpo colorido
habitara el patio central del edificio
y sacara sus tentáculos al fresco de
la tarde. Llegado a la puerta, asomé la
mirada para ver cuál de las filas iba
a la sala tres y la seguí con la mirada, recorriendo a grandes pasos el
zigzag humano que se perdía hacia
el final de la cuadra. Un par de veces
pregunté si era la cola para la función
a la que iba. Nadie sabía decirme con
certeza. Las demás filas hacían el mismo recorrido y por momentos se volvía
complicado saber cuál era cuál. Otras
personas caminaban en el sentido en
que yo lo hacía, eramos peces que se
alejan de los tentáculos del pulpo para
finalmente formar parte de él.
En el camino encontré gente de mirada furiosa, como si compitiéramos
una carrera para ver quién llega primero al último. Algunos eran firmes
y obstinados, como aquella señora
entrada en carnes que caminaba del
153
EMILIO GOMAGÚ
otro lado de ese gusano humano, mirando retadora y alzándose en punta
de pies a cada tanto para alcanzar a
ver más lejos; a veces sólo dejaba ver
su cabellera, otras sus ojos que lanzaban llamas fulminantes y su nariz
de bola entre los rubicundos cachetes apretada, que se fruncía al mismo
tiempo que su boca. Esquivé su desafío, eludí con mis ojos su mirada y
apreté un poco el paso. Del otro lado,
ella se empecinaba y persistía en su
afán con recios ademanes; a su enjundia la gente daba paso y se abría
a los costados, se mezclaban las filas,
154
se revolvían los peces, de raras formas se anudaban del pulpo los tentáculos.
Anduve así por un rato, sin mirar
atrás doblé en alguna esquina y la
fila que seguía no terminaba en nada,
sólo parecía enredarse con otras; se
cruzaban, se enroscaban, se retorcían
y se volvían más y más. Iba encontrando gente formada en sentido contrario que estaba en filas que daban
vuelta y otra vez regresaban para tomar otros rumbos hacia todas partes.
Laberinto de filas, de personas, unas
detrás de otra, todas esperando. La
tarde se moría. El frío del otoño comenzaba a calar y, aún no soplando
fuerte, el viento helado atravesaba la
ropa y se dejaba sentir como si una
fina capa de hielo recubriera los huesos.
Me distraje mirando cómo el pulpo se iba convirtiendo en una enorme
víbora en sí misma enroscada, luego
en decenas enlazadas en un nudo gordiano semoviente. Como si fuera cosa
cotidiana, la gente se mantenía formada y no desesperaba. Cuando mucho, caminaban de un lado a otro de
forma paralela a las filas y volvían a
su sitio. También por los pasillos entre filas, que se iban angostando poco
a poco, se paseaban algunos vendedores guiados de su instinto en aquel
ABRIL
laberinto, y en un coro ondulante
pregonaban su canción de venta: ¡café-caféca-feca-fecaaalentito! ¡Diariodiario! ¡Miralejos-miralejos-mira todo!
¡Sombrillas-paraguas-bufandas-lamparitas! ¡Gaaaarrapiñadas, Papas fritas!
Volví a buscar mi fila preguntando por la función, pero nadie sabía o
las indicaciones eran contradictorias.
Desorientado y confundido entre la
muchedumbre, dudé que toda esa
gente entrara a una sala de cine… o
incluso a varias, pues era demasiada.
Algunas personas desquitaban su impaciencia con el viento, tirando comentarios al aire como quien tira un
botellazo al mar. Así, aquella mujer
de lindos ojos claros como un cielo
perfumado, y en esa edad madura que
cautiva, dijo como al desgaire y mirándome de reojo desde la fila contigua: “Este país es un país colero, la
función de teatro a la que vengo con
mi sobrina –y señaló a la joven que
a su lado sonreía pretérita, estilizando el aire que la rodeaba– comienza
en quince minutos y aún estamos a
una cuadra, es increíble; pero yo sé
que esto me está pasando porque es
abril, y no me cierra abril, nunca ha
sido mi mes.”
Me quedé meditando cuánto había caminado y cuánto tiempo faltaría para la función. En un flashazo
imaginé que este país tiene la cola
del mundo y pensé eso de “Argentina
como país colero”; después coincidí
en que hay días y semanas, meses y
años que no nos cierran… nunca. Pero
por sobre todo me quedé pensando,
me sumergí en el abismo de esos ojos
oscuros, grandes y hermosos de la
joven sobrina, pues al mirarme en
ellos me abismé en una misteriosa e
insondable mujer.
Tras el letargo de ese instante, regresé –no sé cómo, no recuerdo– al
pedazo de calle que aún pisaba, al pie
de un edificio. La sucesión de rostros,
abrigos y bufandas, se hizo más profusa y más abigarrada, extendiéndose
en mil formas confusas también hacia
el interior, subiéndo por escaleras serpenteantes y por pasillos a uno y otro
lado, hacia el fondo y el frente, por
pequeños y graciosos puentes a distintos niveles que, convexos o cóncavos, salvaban otras filas cruzando por
abajo o arriba. Voltee hacia el techo
y a diversas alturas había más filas,
puentes y pasillos con gente que, formada, lentamente avanzaba en todas
direcciones.
Me sentí dentro de un cuadro de
Escher, definitivamente sin escapatoria. Voltearas a donde miraras sólo
descubrías más filas. Afiné el ojo, hice
foco y descubrí que había algunas
155
EMILIO GOMAGÚ
mujeres y hombres, debidamente uniformados, que eran inspectores o agentes que con lámparas y señalizaciones
dirigían el avance, cada vez más tortuoso de todos los ahí formados.
Salí del edificio y en el dintel de la
puerta leí en letras metálicas: Centro
de Concentración y Distribución de
Filas de Cine, Teatro, Espectáculos,
Restaurantes, Pizzerías y Similares de
la Zona Metropolitana I. Jamás imaginé que tal dependencia, edificio y
servicio existieran. Este país colero
–pensé– no lo es tanto; más bien es
de avanzada. Ingresé nuevamente,
aunque era claro que sería más difícil
localizar mi fila desde dentro y me
mareaba estar en ese maremágnum
de interminables filas de gente que
ahora ya no charlaba, leía ni se miraba;
atónita y pasmada, sólo de vez en cuando daba pequeños pasos, con los ojos
clavados en la nuca que tenía delante.
Ascendí un par de pisos, recorrí
más pasillos y atravesé tres o cuatro
puertas que conducían a más y más
salones donde las colas se multiplicaban. Entonces vi lo que parecía el
final de una fila: era como un gran
hueco, una hondonada. Asiéndome
de la baranda para contrarrestar la
náusea, me dirigí hacia allá. Un inspector viejecito, en un chaleco verde, con una voz casi inaudible pero
156
firme me pidió mi boleto; lo entregué,
distraído, y en ese instante una fuerza inefable atrajo mi mirada hacia el
abismo en que las filas se precipitaban, como una cascada humana.
Estaba algo oscuro, penumbroso, y
sólo percibía un caos entreverado de
gorros, sombreros y cabellos en un mar
ondulante que se balanceaba mientras descendía. Volvió el mareo y me
aferré aún más al pasamanos. Intenté
concentrar la vista en algún punto fijo
pero era casi imposible, todo se movía.
Una luz desde el linde de una puerta o de un hueco en un muro o una
ventana me atrajo fuertemente: eran
los ojos de la joven mujer que había
dejado su lugar en la fila y me miraba
desde abajo –o arriba, ¡cómo saberlo!–. Sólo acierto a decir que su mirada era una tierna iridiscencia, lucero
cintilante de la tarde y a la vez aura
fresca que me retribuía el alma perdida. Entonces respiré reconfortado.
Ella me miraba de una manera que
no podré decir, pero sentía que era la
única realmente viva en ese limbo.
Tuve una sensación que no sé descifrar, pero era como haber esperado
todos y cada uno de los días de mi vida
por ese instante, ese momento justo
cuando nuestras miradas se cruzaron y
la de hacerme falta esa mirada como
el aire.
ABRIL
El inspector me regresó el boleto e
hizo una seña repetida con la mano de
seguir adelante. Sin dejar de mirarla
asentí con la cabeza, tomé el boleto
y caminé sobre algodones, sin tocar
a la gente ni ser tocado por ella, pero
empecé a girar y sentí que caía. Traté aún de acercarme a la luz de sus
ojos aferrándome a su mirada, pero era
imposible orientarse porque todo daba
vueltas en un remolino caleidoscópico.
Cerré los ojos para evitar la náusea y
desde entonces no supe más.
No la he vuelto a ver y me hace
falta. Cuando mis párpados se abrieron, ninguna luz había, todo era oscuridad y nadie estaba aquí, en este
sitio que desconozco. No sé dónde es
que estoy, pero sé que es la noche de
un abismo y que tal vez un bosque no
esté lejos. No puedo verlo, pero lo intuyo porque escucho el viento entre
las ramas y siento su presencia, su
humedad y su aroma.
Escribo a oscuras sobre estos pedazos de papel que guardaba en el
bolsillo. Recuerdo que era abril porque recuerdo haber escuchado a lo
lejos “esto me está pasando porque
es abril, y no me cierra abril, nunca
ha sido mi mes”, mientras ella recitaba en sus ojos:
Abril es el mes más cruel, hace brotar
lilas del interior de la tierra muerta y
mezcla
la memoria y el deseo…
Perdiendo quizá la cordura, trazo
estos signos torpes a la luz del recuerdo para recuperarla; me acurruco en la noche de sus ojos oscuros
donde hay rastros de luz cuyo calor
me arropa. Quiero pensar que habito
el abismo de su mirada. Voy a esperar que amanezca para abrir mi mano
al viento de otoño, dejar volar estas
hojas de esperanza y ojalá te alcancen mis palabras algún día.
157
Dos poemas
G ERARDO
DE LA
R OSA
UN VIEJO POEMA DE AMOR
a Jennifer Paola Umaña Serrato
Hemos visto un gorrión de ámbar clavarse en la pupila de
quien con su mirada nos invita al juego del amor ese mismo
gorrión nos indica la luz y la vida secreta del corazón En su
nido existe el olor de las mariposas y nada es tan maravilloso
El mismo cielo enfurecido es apenas ese cielo enfurecido que
nada nos cambia cuando el cuerpo tiembla de amores La carne
es acero impenetrable y todo cuanto llega a los ojos es amor
Estamos enamorados bajo el cielo de las noches por un instante
todo es eterno en la sonrisa de tu rostro todo es amor dentro
de tus penas anteriores todo mal se olvida toda muerte se va
Hemos visto entrar en nosotros un fuego cálido las venas se
sumergen de esperanza y brillo amor es lo que nace en nuestro
interior amor es la palabra que se ha inventado para los dos
Pero no llores si la voluntad de las cosas se marcha el resplandor
que nos queda no nos ha de matar No tires al vacío las horas
en que el beso renacía ni te enjuagues el alma en el mar del
158
desconsuelo nada es eterno en el amor nada es eterno en el
dolor No llores si el candor dejó su huella en tus ojos todo lo
que has mirado triste también fue amor
Estamos solos como dos luces que arden distintas
Lejanos universos alumbrando otros espectros amor
pero no lloremos dejando lo que tenemos de corazón
aún en los tiempos grises también existe el amor amor
*
Amamos el fuego oscuro que también nacía del beso esa otra
palabra que iba moldeándose en lo agrio del deseo la noche no
era sólo noche de amantes era un cuervo que estaba naciendo Los
caminos que recorren las venas felices también son capaces
de ir quemando por dentro Nos amábamos como se aman dos
que no tienen miedo a nada con la misma urgencia con que se
posa un ave en el alma con el mismo sueño inmortal de un amor
eterno Había luces en el cuerpo recorriéndote alegremente
esas luces seguirán del otro lado del amor amor Estamos
solitarios viejos pensando el amor de antaño vemos en el aire
un rumor apagado de las voces dulces y temblamos de miedo y
de un extraño pesar secreto Estamos olvidando que el corazón
tenía amor
Amamos el deseo de ser dos amantes perfectos pero el corazón
también conoce el odio en las llagas del cuerpo una llama
capaz de alumbrar nuestros oscuros sueños un certero humor
quebrando los huesos Ahora no hay luz sin que algo levante
159
cenizas es el amor que va dejando su falsa forma El amor ya
no es música en medio de las heridas nocturnas ha dejado
sembrado el veneno que también nace en el corazón el amor
ya no es amor cuando te pienso Existe un rencor en las ideas
cuando dejamos de amar un filoso metal puliéndose dorado en
el hueco del desconcierto
Estamos recordando un viejo amor que era nuestro cielo
lo recordamos en el rincón de la memoria herida
y el odio surge como único sendero en medio de la voluntad
amor odio y furia también en lo que amamos amor
YA PASADO EL TIEMPO
a Pierre Herrera
También vine de una tierra desconocida
me arrancaron de la sombra de unos árboles altísimos
me trajeron inventándome el aire en los pulmones
y vine cargado de melancolía en el pecho
No sé cómo es aquel lugar ya pasado el tiempo
ni cómo se arrullan los miserables cuando un amor falta
si se mueren invocando los besos perdidos
si se matan a traición como dos que odian la vida
si se vuelven uno al otro hasta que el tiempo los consume
No sé cómo son los ojos de quienes se les muere una parte de sí
160
ni si al ver otros ojos más cuajados se sienten más libres
Me cortaron de tajo las alas de aquel cielo
y no recuerdo más que la luz de las mañanas
frente al fogón cuando sentados nos mirábamos en silencio
Ya pasado el tiempo digo que vengo de una tierra oculta
donde hay árboles como nubes
donde cada palabra es un soplo para crear vida
alguien dice “verde” y todo se puebla de flores
y hierba y todo a su paso es un jardín innumerable
otro dice “azul” y un mar desconocido comienza
a habitar el mundo
se llenan los ojos de ese azul
el corazón gotea sangre azul
azul es la vida de los que viven de donde vengo
y nadie puede evitar que tanta magia emane de los labios
de quien habla con los dioses para transformar la naturaleza
Así son los de allá
saben que el odio y la furia también existen en el alma de los suyos
que sólo basta un breve filo de otro para que explote en brasas
y todo se vuelva fuego en medio de tanta felicidad
Es por eso que nadie come el fruto prohibido de la venganza
y si se asoma un gramo de fuego en los ojos
recurre a la música del alto bosque para hallar el sendero
Ahora que ha pasado el tiempo y me encuentro en otra tierra
puedo imaginar que allá aconteció todo:
161
llegaron piratas queriendo asediar el pueblo
y chocaron contra un baluarte de los primeros piratas del mundo
contra la magia de los primeros gitanos
allá se inventó la rueda para llegar a lugares infinitos
y se combinó el sabor del tiburón con la carne de aves
para hechizar los paladares tenaces
Se llevó a cabo la primera reunión para derrocar algún mal gobierno
se inventaron las armas contra el pueblo
y el dolor de enamorado para el autosuicidio
Allá nació el primer hombre que viajó al espacio
y la primera mujer que gobernó civilizaciones enteras
de allá viene el primer poeta del mundo
a descansar las palabras en sus labios
y dice que las primeras diosas habitan en su mente
y se pasa todo el tiempo comunicándose con ellas
Ya pasado el tiempo venido de una tierra lejana
quiero recordar tal y cómo eran los primeros días de la vida
pero al final de los mismos
sólo me queda una diosa que me hace imaginar cómo fuimos
en el principio de las eras.
162
Mis desencuentros con Eliot
D. R. M OURELLE
Baires, sábado 21 de agosto de 2010
Si dijera que todo comenzó en noviembre de 1997, quien se guiara por la
cronología de los calendarios pensaría que no es cierto; y, claro, a quien lo
dijera, desde ese lugar tan bien fundado para que los pies no resbalen, no
habría cómo bajarlo del caballo. Pero esto que te quiero contar tiene avances y retrocesos que alguna vez creí singulares y que ahora me doy cuenta
de que no son diferentes de los avatares de salir a comprar medialunas y
no conformarse con lo primero que nos pusiera sobre el mostrador el amigo
panadero. Ya vas a ver por qué te lo digo –espero.
Como te decía, allá por noviembre del 97, un escritor residente en la
provincia de Baires –se llamaba a sí mismo poeta– me envió unos poemas.
No recuerdo si fue de la manera tradicional –mediante una carta– o si por
correo electrónico. No lo recuerdo porque yo sí tenía ya una cuenta de corre-e –mi conexión con la Internet había sido inaugurada a comienzos de
aquel año–, pero no sé si también este escritor del que te hablo –muy pocos
de quienes conocía tenían acceso a la red de redes –que así también se insistía en llamarla por esos días.
Este escritor (vamos a llamarlo Silvio) me había enviado aquel puñado
de poemas y uno de ellos tenía por título “Los hombres huecos”. No recuerdo
el poema ahora y me llevaría mucho trabajo encontrarlo, pero no me parece
que fuera una reacción a la lectura del de Eliot; a decir verdad, la sensación que me dio su lectura fue la de un texto inocente y no muy logrado. Sí recuerdo que le escribí algo como esto: “Me tomo el atrevimiento de sugerirle
163
D. R. MOURELLE
algunas lecturas que seguramente apreciará: Del inconveniente de haber nacido (E. M. Cioran), La dispersión (Eugenio Trías), The hollow men (T. S. Eliot).”
Esa misma noche busqué mi libro
de poemas de Eliot y me decidí a una
nueva lectura. El libro estaba, claro, en la
pequeña biblioteca que tenía por entonces sobre la mesa de luz; y había estado
ahí desde mi anterior lectura, realizada
más de un año antes: lo recuerdo porque
solía leerlo mientras Tatu estaba en su
clase de natación y alternaba la página
con mirarlo a través del vidrio, casi siempre medio empañado, que separaba la pileta de la cafetería...
T . S . ELIOT
Me temo que acá necesito hacer un
alto y no sé si va a ser el único en esta historia: es importante que te diga que,
por aquellos días, los días cuando Tatu iba a la pileta que estaba cruzando la
avenida donde estaba la librería, en 1996, todavía no tenía yo el desapego que
siento hoy por las personas, no por todas, aunque sí por una gruesa mayoría
de las personas, pero me pasaba, sí, que comenzaba a darme cuenta de que
iba hacia ese lugar, este lugar. Vos, deberías saberlo, sos una de las excepciones y seguramente habrás notado esta característica mía, la cual no viene
solamente de soportar malas lecturas de poemas –fuera que los micrófonos
estuviesen abiertos o cerrados.
Tenía, a decir verdad, dos ejemplares con los poemas de Eliot: The waste
land and other poems y Selected poems (The centenary edition 1888-1988) –los
tengo acá a un costado ahora mismo–. El último es una edición de aniversario
del nacimiento del autor y, si no me equivoco gravemente, da la sensación de
ser una edición facsimilar impresa en USA que imita la de 1930; por ninguna
parte del libro asegura esto que digo –que sea facsimilar– pero la tipografía
y la definición de los caracteres lo sugiere. El otro es la edición de Faber and
Faber impresa en 1985 y que sigue la edición original de 1940; ésta no parece
164
MIS DESENCUENTROS CON ELIOT
facsimilar aunque apuesto a que la tipografía se ha mantenido a través de
los años. En ambos hay poemas que se reiteran y es interesante observar las
diferencias; principalmente una: en la edición de 1988, los primeros versos de
cada estrofa (salvo la primera del poema y la primera de cada parte) tienen
sangría. Esto no ocurre en la de 1985. The hollow men aparece solamente en
la de 1988 –algún tiempo después, bastante en realidad, cuando me decidí
a intentar la traducción que trae a cuento esta historia, calculo que hace un
año o poco más, recordé el Albatross Book of Verse (la compilación de Untermeyer) y, efectivamente, hay allí otra copia del poema –junto con otros de
Eliot (en este libro no aparecen las sangrías de la edición de 1988).
Vas a pensar que estoy siendo demasiado minucioso, más de lo que mi
tendencia a la exageración suele sacar de la bolsa para complacerme... pero si
te cuento la historia bien, puede que lleguemos a un punto cuando este efecto,
este resultado en tus sensaciones se atenúe –espero que así ocurra también esto.
Mi primera lectura de Eliot, la de 1996, fue trabajosa –al menos así la
tengo en la memoria–; recuerdo que me decía: “Vamos; es Eliot... No puede
no gustarte...” Pero no se trataba del gusto, de mi gusto; pasaba otra cosa.
Mi lectura estaba trabada. Y yo con ella. Aun así, me las arreglé para dejar
algunos subrayados –marcas éstas destinadas a mi propia posteridad, a ver
si, pasado el tiempo, lograba deducir los sí y los no que Eliot me plantaba
como barricadas –hay que admitir, como reflejo tal vez, que las palabras en
alemán, italiano y latín no se ponían de mi parte.
He vuelto a mirar los libros y me doy cuenta ahora de que el libro que
leí en el 96 fue The waste land y, si bien tiene algunas marcas –unas pocas–,
el que tiene las más sobresalientes es el de los Selected poems... esas cosas
de la memoria, esos juegos que me sigue regalando a ver si todavía estoy
despierto –unas cuantas veces fracasa, claro (no que esto te fuera a resultar
novedoso).
Volvamos por un rato a 1997... De Silvio no tuve más noticias; no sé si se
ofendió o si se ocupó en la tarea de conseguir textos de los autores ya mencionados y ello lo dejó con menos tiempo del que creía tener para encarar su
escritura de nuevo. Sospecho que siguió escribiendo y también que pospuso
el tema relacionado con los hombres y sus huecos al menos hasta ver qué
pasaba en su mente.
165
D. R. MOURELLE
En una de ésas te estás preguntando cómo recuerdo los años... De mis
lecturas en 1996, resulta fácil deducirlo porque ahí estaban Tatu y la pileta
frente a la librería. De lo ocurrido en 1997, porque tengo esta imagen en la
cabeza: me veo en el estudio de Liniers durante el lapso de transición entre
la salida del local de la librería, sobre la Av. Goyena, en septiembre del 97,
hasta que mudara el estudio al Pasaje Matorras en junio de 1998, donde estuve hasta enero de 2002 –cuando hube de hacer una nueva mudanza motivado
por la debacle del diciembre anterior–. Eso me da un lapso de ocho o nueve
meses en Liniers, desde septiembre hasta junio, y puedo jurar que lo que
refiero ocurrió antes de las vacaciones, así que, hasta que encuentre la carta
en cuestión, me quedo con noviembre del 97. (Nota posterior: la encontré,
está fechada: 24 de noviembre de 1997.)
Así pasaron los años hasta septiembre de 2008, un domingo, cuando
me puse, sin mucho pensarlo ni proponérmelo, a traducir The hollow men...
Hice aquel primer borrador en un cuaderno y lo dejé, tapado por libros y
otros cuadernos, hasta hace unos días (supongo que cabe aclarar que desde
que comencé esta carta han pasado algunos días: hoy es 29 de agosto de 2010).
Lo distinto, esta vez, ha sido una suerte de ritmo cambiado, o puede que
fuera más preciso llamarlo tempo; es como si cada palabra en cada línea me
sonriera: no que debas confundir esto con que ahora Eliot y yo hemos hecho
las paces, no; es otra cosa: como si la “relación” entre ese autor y yo se hubiera aceptado sin más acercamiento que el de leer y escuchar y decidir si lo
que estoy diciendo –en este idioma que no sólo es el castellano sino también
una mirada particular de las cosas que me rodean y me han rodeado desde
chico– es lo que me importa del poema y no lo que se me cae por desborde
o decaimiento.
¿Y qué te podría contar del poema... de mis desencuentros con Eliot?
Como todo el mundo, claro, me dije “Los hombres huecos”; pero al rato
escuché la vocecita que suele insistirme con eso de dar unos pasos atrás. Y
me acordé del Viejo... Y acá los ojos se me fueron directamente al segundo
acápite: “A penny for the Old Guy”...1 Y me impactó que “the Old Guy” bien
podría traducirse como “el Viejo”, mucho mejor que “el Tipo Viejo”; y fue ahí
1
166
A penny for the Old Guy: tenemos acá un doble sentido (o juego de palabras).
MIS DESENCUENTROS CON ELIOT
cuando decidí que mi manera de decir
“The hollow men” en el castellano de
este barrio sería “Los huecos”. Igual
me quedé pensando si no estaría estirando las cosas más allá de lo prudente, como cuando la banda elástica
pasa el límite de resistencia y paf; pero
aquello de “los hombres huecos” ya no
me venía bien, fue como si yo también hubiese pasado mi límite de resistencia; y así quedó sellado el título –no que cada tanto no vuelva para
ver si las cosas andan buenamente o
si alguna rebeldía nueva ha decidido
subirse al tren.
El primer acápite fue cosa fácil para un viejo lector de Conrad... Cualquiera pensaría que llegué a Conrad por la vía de Borges y no estaría muy errado;
pero, en la intención de buscar precisiones, debo asegurar que llegué ahí por
dos caminos que se encontraron –Borges se les unió algún tiempo después, de la
mano de Stevenson–: Ridley Scott, con su Alien, y Coppola, con su Appocalypse
now. No voy a entrar en detalles justo ahora, puede que te lo cuente en otra oportunidad, baste decir por el momento que esa nave espacial llamada Nostromo
(Nuestro hombre) bien pudo ser la cuerda que me llevó a ver Los duelistas, unos
meses después, y finalmente a leer el libro (El duelo), cuando todavía aceptaba
traducciones... Stop... El punto es que entre “Mistah Kurtz –he dead”2 y yo no
llegó a haber ni un paso, ni medio paso, ni siquiera un parpadeo: ahí estaban
Conrad y Marlow, y Brando mientras recitaba el inglés de esos huecos en un rulo
de la cronología de los años que todavía conviene envidiar.
Y es acá donde cualquiera de la familia (de mi familia) se preguntaría
qué está haciendo ahí Kurtz por boca de Marlow por boca de Conrad, qué
tiene que ver con lo que se viene después, esos versos endemoniados... Sí; ya
Mistah Kurtz –he dead: Joseph Conrad, Heart of darkness, Part 3. Como si oyéramos:
“El señó’ Kurtz... ’tá muerto.”
2
167
D. R. MOURELLE
sé que se los ve de lo más inocentones... Pero si lo fueran, no sé qué anduve
haciendo estos años, especialmente los últimos dos, con mi cuaderno de traducciones a medio terminar (o comenzar –que para el caso...) que asomaba
sobre la mesa desde debajo de papeles y libros y hasta la bufanda en el invierno y alguna remera en el verano.
Porque está claro que no fue Eliot quien vio Appocalypse now y tuvo la
idea de citar a Conrad sino Coppola quien leyó a Eliot y lo puso en boca de
Brando, lo mismo que leyó a Conrad y trasladó el Congo a Vietnam. Y lo digo
para que no te vayas a creer que no sé cómo funcionan las leyes de la física;
al menos las de esta vereda; y sé muy bien que mientras te escribo esto caminamos ambos por este lado de la calle. Las veces cuando nos encontremos
enfrente... bueno... ya lo veremos entonces (o lo recordaremos, como ahora,
fragmentadamente).
Entonces, de nuevo, me pregunté (viejo portavoz de la familia) qué estaba haciendo ahí esa cita, quién se había muerto con Kurtz, o la muerte de
quién aparecía gracias a Conrad aun cuando no necesariamente muerto hacía unos minutos. Así que pensé que, si continuaba en mi descenso por los
versos, encontraría, si no el oro, pudiera ser que al moro.
Y llegué al segundo acápite, uno que sugiere una dedicatoria, eso que
mencioné por ahí arriba sobre ese Viejo –porque pudiera ser que también
Eliot tuviera el suyo (aun cuando se perdiera de sí y de lo políticamente correcto en las tierras de la península adriática)–, o ese Tipo Viejo... Pero acá
me ayudó esta bruja que justo por este mes le dio por hacerme una visita (le
dediqué algunas líneas –te lo cuento de paso–, ya te las mostraré en unos
meses... o años; depende de cuánto decida quedarse); y mi amiga de los setenta me avisó que Guy es también un nombre propio. Así llegué a Guy Fawkes,
aquel conspirador que se hiciera famoso en las Islas, aquél luego del cual
el undécimo mes del año se volviera popular al comienzo de unos versos:
“Remember, remember the fifth of November...”
Se trata del “Complot de la pólvora” (The gunpowder plot) y mayores
datos al respecto no deberían de serte difíciles de encontrar; baste decir
que unos ingleses, tratando de regresar el catolicismo a su país en 1605, se
pusieron de acuerdo para volar por los aires al rey (James I) y a todo el Parlamento, para lo cual colocaron tres barriles de pólvora debajo del edificio
168
MIS DESENCUENTROS CON ELIOT
donde iban a reunirse: la Casa de los Lores. El complot fue descubierto y los
conspiradores ajusticiados. Pero lo importante de esta historia, por lo que
nos toca, es la rima que originó y que sigue siendo popular allá en las Islas.
Estos versos tuvieron múltiples versiones dependiendo de la época y el lugar
donde se las cantara, por lo general para diversión de los más chicos. Hay
una particular, cantada por los niños de Lancashire, a la que se conoce como
“A penny for the Guy”, los niños la cantaban mientras pedían limosna.3
De esta última referencia al segundo acápite hay una sola palabra de
diferencia: “Old”. Te propongo entonces que la tengamos en mente para
ver si alguna línea del poema nos la recuerda más tarde. Bien, a los versos
vamos.
En la primera línea continué con el criterio utilizado para el título y
eso me hizo llevarlo también a la segunda. Pero en ésta me detuve en “stuffed”. Este verbo, utilizado acá como adjetivo, quiere decir “relleno”; pero
“stuffed” me sonaba a más, como si hablara de una pavo relleno –que es ahí
donde esa palabra se utiliza con frecuencia–; veía un pavo relleno a presión,
hasta no dar más, hasta que una cucharada más fuera a hacerlo reventar...
No sabía si Eliot nos estaba despreciando —como humanidad—; a lo mejor,
si investigaba en su vida, podría obtener más datos; pero mi intención al
traducir este poema no era la de dar un paseo por la erudición, y tengo que
confesar que tampoco buscaba satisfacer a un lector que no fuera yo; por
esto, quizás, mi lentitud. Y pensé en cómo nos sentiríamos si, en las fiestas
de fin de año, ya no pudiéramos meternos otro bocado en la boca... Y ahí fue
cuando se me apareció la palabra que finalmente quedó en el segundo verso:
“hartos”. Sí; los huecos, los hartos; esos extremos me parecieron justos.
El siguiente obstáculo se me presentó con “headpiece”... Hay quien
lo ha traducido como “cabeza”, o también en plural: “cabezas” –puede que
por el We (nosotros) con que se inicia poema. Pero si Eliot hubiese querido
decir “cabeza” habría escrito “head” y no “headpiece”. Lo mismo vale para
quienes lo traducen “mollera”; en este caso Eliot habría escrito “crown”
Remember, remember the fifth of November / It’s Gunpowder Plot, we never forgot /
Put your hand in your pocket and pull out your purse / A ha’penny or a penny will do you
no harm / Who’s that knocking at the window? / Who’s that knocking at the door? / It’s little
Mary Ann with a candle in her hand / And she’s going down the cellar for some coal
3
169
D. R. MOURELLE
(como en el poema de “Jack and Jill”)
o “head-crown”.
Acá me entretuve un buen rato.
Nada me cerraba. Hasta que decidí
continuar y dejarlo para después. Y fue,
cuando ya el poema estaba casi todo
en castellano, que recordé que los estadunidenses le dicen “headpiece” a
los tocados y arreglos de tela que muchas personas de otras culturas llevan
en la cabeza, especialmente orientales; y dado que Eliot había nacido en
USA, y a pesar de su nacionalización
británica pudiera haber un dejo de su
niñez por alguna parte (un tiro al arco
desde bien lejos el mío), entonces podría escribir “cubrecabeza”. No me olvido de que “headpiece” pudiera también
traducirse como “busto”, la escultura
que abarca solamente la cabeza de una
persona, pero esto último me pareció
más tirado de los pelos que “cubrecabeza”. Lo cierto era que todavía no
daba con lo que necesitaba.
El cubrecabeza, que en un principio se me arrimó prometedor, ya no
funcionaba cuando se trataba de llenarlo de paja; acá un busto parecía más
apropiado. No se me escapaba, a esa altura, que “headpiece” contenía un
menosprecio a la cabeza en cuestión... ¿Qué tal, entonces, si me hiciera con
una palabra que incluyera este menosprecio? Y me puse a escribir una lista:
bocha, bocho, bochín, coco, sesera, calabaza, sabiola, balero, aceitosa, altiyo, carburadora, coronilla, croqueta, cucusa, fosforera, marote, mate, melón,
sandía, zapayo... (no vayas a pensar que se me ocurrieron en este orden).
Como verás, en algún punto tuve que detenerme y elegir. Seguramente que
no coincidirás conmigo, por lo que te propongo que taches la palabra elegida
por mí y escribas encima la tuya. Santo remedio, ¿sí?
170
MIS DESENCUENTROS CON ELIOT
Una cosa más: ese menosprecio a la palabra “cabeza” pudiera ser, desde ahora, un avance de doble filo; ya que no podrás dudar que se destaca
entre los vericuetos de conocimiento (o informaciones varias) que despliega
el poema, al tiempo que armoniza con alguna posible burla que llegará más
adelante.
Lo que venía después, para cerrar la estrofa, no era complicado –o no lo
parecía–; me llamó la atención esa insistencia sobre la sequedad: de la voces, del pasto, de la bodega. Por un lado, la versión en castellano se acercaba
peligrosamente a la redundancia, pero no tuve más remedio (y cada vez que
aparezca este latiguillo quiero que entiendas que me refiero a mi capacidad)
que aceptarlo –acá, los monosílabos en inglés le sacan ventaja a las palabras
de dos sílabas o más en castellano.
Una nota que puede que hubiera sido mejor poner de entrada: la tradición inglesa de iniciar cada verso con mayúsculas –cuyo origen desconozco y
trataré de averiguar si es que puedo– no se repite en castellano (tradición que
algunos autores de habla inglesa ya han comenzado a abandonar desde el siglo
pasado); la podría haber utilizado, pero preferí no desviar la atención hacia un
detalle que, me parece, tiene poca importancia. Me guié, entonces, por la puntuación para saber dónde se inicia una oración y poner, ahí sí, la mayúscula.
Me pregunté durante un rato por qué dice “death’s other Kingdom”,
específicamente por ese “other”, como si la muerte tuviera un reino y acá se
estuviera refiriendo no a ése sino a otro. Pero creo que, en inglés, está queriendo enfatizar el hecho de que ése reino es uno distinto de éste. Dejé Reino
(con mayúscula) nada más que porque así está en inglés –supongo que como
contraste con el “Reino de Dios” de los ingleses.4
Por lo dicho fue que preferí “Reino otro” antes que “otro Reino”. Sé
que suena raro –pero ya sabés cómo me encantan estas cosas.
Otra nota: me encontré confundido ya desde el comienzo por la manera
cómo aparece la puntuación –por cómo aparece y desaparece. Esto se nota
en la primera estrofa de la parte II: no hay coma luego de “dreams” a pesar
de que el segundo verso tiene toda la forma de una aclaración, ni tampoco
For thine is the kingdom: Matthew 6:13: “For thine is the kingdom, and the power, and
the glory, for ever. Amen.”
4
171
D. R. MOURELLE
al final del segundo. De lo dicho, la decisión de suponer un punto antes del
segundo “Allí” y la correspondiente mayúscula –otra decisión que se guía
por el tono de una apuesta.
Subrayo la minúscula de este segundo “reino”, el del sueño de la muerte; cosa que no era así en el “Reino otro de la muerte”. Por lo que, concediendo que no es un error del poema sino un gesto adrede –se me escapa, eso
sí, adónde apunta esa diferencia; puedo suponer, sí, un algo de menosprecio
hacia lo que ocurre en sueños; lo cual contrasta con aquel deseo de no querer
encontrarse ahí con los ojos a los que se dirige –de acá el uso de la primera
persona del plural en “Déjenme”, ya que infiero que se dirige a ellos.
Por supuesto, el disfraz es el de un espantapájaros –y me sorprendió
esa palabra, “rata”, que cayó tan bien aplicada acá.
Y una confesión: con la aparición de la palabra “twilight” enseguida
recordé los episodios de “La dimensión desconocida” vistos cuando niño
–unos cuantos de los cuales tengo en la videoteca y miro en noches de tormenta.
La parte III no comenzó con problemas; continuó, eso sí, el ir y venir de
la puntuación, su ausencia a pesar de que el paso de las palabras indicaba
que debía estar ahí. Y luego, claro, la aparición de “death’s other kingdom”
con “kingdom” esta vez con minúscula –si te ponés a pensar que esto es a
propósito, lo siguiente es un callejón sin salida; porque acá no es el terreno
del sueño, “death’s dream kingdom”, sino como en el principio; a menos que
se trate de un otro reino de la muerte distinto del primero (cosa que, la verdad, me parece ya no rara sino más bien pobre; y, hasta donde pueda, le voy
a dar a este poema todos los beneficios a mi alcance: de duda y de miseria).
Ahora bien, es de remarcar cómo, a medida que avanzo con el poema, el
camino se vuelve menos dificultoso, fuera porque las complicaciones ceden,
fuera porque me voy acostumbrando y lo que al principio parecía toda una
cuestión se me va volviendo parte del aire; como cuando te encontrás con
una persona que tartamudea: en el inicio la conversación se parece a una
cuerda que no da más por la tensión pero, después de un rato, ya ni se nota:
como si un idioma nuevo que andaba flotando por ahí se abriera y no dejara
secretos.
En adelante, todo sigue sin mayores enredos a resolver hasta V. Te quie172
MIS DESENCUENTROS CON ELIOT
ro de todos modos poner en evidencia
que quiebran la ausencia de puntuación una coma y el punto al final de IV.
El comienzo de V es una burla (la
percibo como tal) a la vieja canción de las
rondas infantiles: “Here we go round the
mulberry bush...” Se cambia el tradicional árbol de moras por un cactus (planta
ya mencionada en III) –cosa que, supongo, va iniciando la tensión que precede al final–. Creo que, leídos en voz
alta, estos versos podrían cantarse –me
he fijado entre las grabaciones que tengo de Eliot, pero este poema no está;
así que esta suposición acerca de leer
esos versos entonados no puedo hacerla extensiva a su autor; por el contrario,
Eliot parecía tener un modo cerrado de
leer, como si no pudiera dejar de vestir,
no digamos traje, pero sí por lo menos
corbata.
Nota: Creí que el tono estaría más acorde si ponía “pera pinchuda”
en lugar de “nopal”, que es un término menos difundido –también pensé en
“cactus”, pero me pareció excesivamente genérico–. También preferí “rondando”, en lugar de “en ronda alrededor”, a pesar de que no era el término
preciso, porque me permitía ajustar los versos a la melodía de la canción
infantil.
De acá en adelante viene, para mí, la parte que me atrae más del poema, su carozo. Alguno (no vos) podría pensar que, si fuera un durazno, la
mejor parte no estaría en el carozo sino en lo que lo rodea... bueno... no
estaríamos, en tal caso, hablando de la supervivencia como procreación, ni
de la procreación como multiplicación –no que deba ser ése necesariamente
el caso.
Y creo que la burla puesta en los versos de la rima infantil se traslada a
173
D. R. MOURELLE
las afirmaciones que, en cursiva (también), se apoyan hacia la derecha –irrupciones de tono religioso –a su pesar; y del poema.
Me produce especial placer cuando dice: “Life is very long” –lo cual,
desde ciertos balcones, hasta podría ser tomado por un chiste.5
Luego decidí dejar las partes interrumpidas de los versos precedentes
de la misma forma; y, dado que gracias al Big Bang la palabra “bang” quedó ampliamente difundida en nuestro idioma, dejé bang –el poema no dice
“explosion” u otro sinónimo.
Y así llega la última estrofa –probablemente la parte más conocida y
citada del poema–: sin mayores problemas desde el punto de vista del pasaje
del inglés a nuestro castellano...
No estoy muy seguro de estar más cerca de Eliot –es decir de un grupo
de obras, especialmente compuestas en versos– luego de haber intentado
traducir este poema; hasta me cae la sospecha de que ando más lejos que
antes –aunque no peor–. Lo cierto es que hay ciertas líneas –o entrelíneas–
que seguirán atrayendo mi atención; y, si lo hacen también con la tuya, no
vendría mal que me lo contaras: cada comienzo es el aviso de una muerte,
aun cuando la vida sea muy larga.
Finalmente; si bien comencé esta traducción para mí, quiero que sea
mi regalo para vos, una historia más entre un puñado.
PS: Ésta es la versión –por ahora abandonada– de unos versos más viejos
que yo.
5
174
Life is very long: Joseph Conrad, An outcast of the Islands, Chapter Four.
Los huecos*
T. S. E LIOT
Versión de D. R. Mourelle
Mistah Kurtz –he dead.
Una moneda para el viejo Guy
I
Somos los huecos
somos los hartos
apoyándonos unos a otros
con el bocho lleno de paja. ¡Atención!
Nuestras voces disecadas, cuando
susurramos juntos
son suaves y carecen de sentido
como viento en pasto seco
o pezuñas de ratas sobre pedazos de vidrio
en nuestra bodega seca
The Hollow Men, by T. S. Eliot // Mistah Kurtz –he dead. // A penny for the Old Guy // I //
We are the hollow men / We are the stuffed men / Leaning together / Headpiece filled with
straw. Alas! / Our dried voices, when / We whisper together / Are quiet and meaningless /
As wind in dry grass / Or rats’ feet over broken glass / In our dry cellar //
*
175
silueta sin forma, sombra sin color,
fuerza paralizada, ademán sin movimiento;
aquellos que han cruzado,
sin desviar los ojos, al Reino otro de la muerte
recuérdennos –si acaso– no como almas perdidas
y violentas, sino sólo
como los huecos
los hartos.
II
Ojos con los que no me atrevo a encontrarme en sueños
en el reino del sueño de la muerte
éstos no aparecen:
Allí, los ojos son
luz de sol sobre una columna rota
Allí hay un árbol hamacándose
y las voces son
en el cantar del viento
más distantes y más solemnes
que una estrella que se desvanece.
Déjenme tranquilo no más cerca
Shape without form, shade without colour, / Paralysed force, gesture without motion; //
Those who have crossed / With direct eyes, to death’s other Kingdom / Remember us –if at
all –not as lost / Violent souls, but only / As the hollow men / The stuffed men. // II // Eyes
I dare not meet in dreams / In death’s dream kingdom / These do not appear: / There, the
eyes are / Sunlight on a broken column / There, is a tree swinging / And voices are / In the
wind’s singing / More distant and more solemn / Than a fading star. // Let me be no nearer /
176
en el reino del sueño de la muerte
Permítanme también vestir
tales disfraces deliberados
saco de rata, piel de cuervo, estacas en cruz
en un campo
comportándome como se comporta el viento
No más cerca...
no ese encuentro final
en el reino del crepúsculo
III
Ésta es la tierra muerta
ésta es la tierra del cactus
aquí las imágenes de piedra
se levantan, aquí reciben
la súplica de la mano de un hombre muerto
bajo el parpadeo de una estrella que se desvanece.
Es así
en el otro reino de la muerte
despertarnos solos
a la hora cuando seríamos
In death’s dream kingdom / Let me also wear / Such deliberate disguises / Rat’s coat,
crowskin, crossed staves / In a field / Behaving as the wind behaves / No nearer– // Not that
final meeting / In the twilight kingdom // III // This is the dead land / This is cactus land / Here
the stone images / Are raised, here they receive / The supplication of a dead man’s hand /
Under the twinkle of a fading star. // Is it like this / In death’s other kingdom / Waking alone /
At the hour when we are /
177
temblando de ternura
labios que besarían
y formarían plegarias a piedras rotas.
IV
Los ojos no están aquí
no hay ojos aquí
en este valle de estrellas moribundas
en este valle hueco
esta mandíbula rota de nuestros reinos perdidos
en este último de los lugares de encuentro
nos apiñamos
y evitamos hablar
reunidos en esta playa del río turgente
invidentes, a menos
que los ojos vuelvan a aparecer
como la estrella perpetua
rosa multifoliada
del reino crepuscular de la muerte
la esperanza sólo
de los vacíos.
Trembling with tenderness / Lips that would kiss / Form prayers to broken stone. // IV // The
eyes are not here / There are no eyes here / In this valley of dying stars / In this hollow valley /
This broken jaw of our lost kingdoms // In this last of meeting places / We grope together /
And avoid speech / Gathered on this beach of the tumid river // Sightless, unless / The eyes
reappear / As the perpetual star / Multifoliate rose / Of death’s twilight kingdom / The hope
only / Of empty men. //
178
V
Aquí vamos rondando la pera pinchuda
pera pinchuda pera pinchuda
Aquí vamos rondando la pera pinchuda
a las cinco de la mañana.
Entre la idea
y la realidad
entre el movimiento
y el acto
cae la sombra
Porque tuyo es el Reino
Entre la concepción
y la creación
entre la emoción
y la respuesta
cae la sombra
La vida es muy larga
Entre el deseo
y el espasmo
entre la potencia
V // Here we go round the prickly pear / Prickly pear prickly pear / Here we go round the
prickly pear / At five o’clock in the morning. // Between the idea / And the reality / Between
the motion / And the act / Falls the Shadow / For Thine is the Kingdom // Between the conception / And the creation / Between the emotion / And the response / Falls the Shadow /
Life is very long // Between the desire / And the spasm / Between the potency /
179
y la existencia
entre la esencia
y el descenso
cae la sombra
Porque tuyo es el Reino
Porque tuyo es
La vida es
Porque tuyo es el
Así es cómo el mundo se acaba
Así es cómo el mundo se acaba
Así es cómo el mundo se acaba
No con un bang sino con un quejido.
And the existence / Between the essence / And the descent / Falls the Shadow / For Thine is
the Kingdom // For Thine is / Life is / For Thine is the // This is the way the world ends / This
is the way the world ends / This is the way the world ends / Not with a bang but a whimper.
180
La vigilia de la aldea
Postales sin sellar
J UAN C ARLOS R EYES
Héctor Manjarrez, París desaparece, ERA/CONACULTA, México, 2014, 390 p.
No tengo reparo alguno en decir que Héctor Manjarrez (1945) es uno de los escritores en activo más sólidos de la literatura
mexicana contemporánea. Con un oficio
y estilo forjados a lo largo de una prolífica serie de libros –entre los que habría
que destacar sus tan logrados volúmenes
de relatos, especialmente No todos los
hombres son románticos–, es evidente la
comodidad y gozo con los que el autor
transita por las páginas de París desaparece, la más reciente de sus novelas.
Poeta, narrador y ensayista, Manjarrez
es actualmente profesor de la UAM-Xochimilco, además de colaborador de diversas
revistas y suplementos así como ganador
de varios premios literarios. Pero mejor
hablar de libros que de premios: No todos los hombres son románticos, Pasaban en silencio nuestros dioses, Ya casi
no tengo rostro, El bosque en la ciudad
y El horror es familiar tienen sin duda
un lugar asegurado entre los libros de
referencia de la literatura mexicana del
siglo XX y este incipiente XXI. Manjarrez
no es sólo un escritor con una prosa sólida y una poética consistente y elaborada, sino que en varios de sus libros
experimenta con el régimen de géneros
de manera incisiva –aunque me pregunto
si la mera mención no ayuda únicamente a la solidificación de dicho régimen
y con ello a la impostada sorpresa.
Dividida en tres partes principales con
un seguimiento capitular continuo, la novela
comienza con una primera parte concreta y
cuya trama es sencilla de seguir. El primer capítulo es un guiño a muchas de las
novelas latinoamericanas de mediados
del siglo XX, así como a innumerables
relatos que intentan retratar o capturar
ese momento específico del tiempo y lo
que significaba vivir en París en esas
condiciones. Unos “pobres artistas pobres”,
enamorados de mujeres imposibles o
lejanas, mueren de hambre en una buhardilla maloliente y helada, pero que,
como nuevos Flauberts, prefieren morir
181
en las entrañas de París antes de hacer
algo que no les interesa o hacerlo por
una “sucia recompensa simplemente
monetaria”. El narrador nos dice: “El
hueco en el estómago se ahondaba hacía días y me estaba enloqueciendo, pero
no me atrevía a dejar el drama del amor
para plantar el del alimento.” En esta
primera parte nos son presentados los
personajes y la trama se construye lentamente entre eventos y reflexiones por
parte del narrador. A partir de la segunda
parte, algo pierde el libro de su anterior
estructura y cuenta cosas en las que, por
capítulos, no vuelve a mencionar siquiera
a personajes que antes parecían centrales, y que en la tercera parte reaparecen
de manera sorpresiva y, en algún caso
aislado, casi por demasiada causalidad.
De manera general, ya que la novela
tiene muy diversas líneas que seguir, un
joven mexicano aspirante a escritor llega a la capital francesa en la mitad de la
década de los sesenta con sólo 19 años. Es
amigo de Manuel, pintor enamorado de un
vividor parisino que se dedica a prostituirse junto con otro grupo de hombres
y mujeres, y de paso asalta la cartera y la
moralina conciencia de algunos de sus clientes. La trama se complica cuando uno de dichos clientes es herido casi mortalmente.
Mientras sus amigos desaparecen por el
temor a la policía, el narrador es visitado por sus tíos Samuel y Adelita. Con
esta última sostiene unas exquisitas sesiones de sexo para después sólo extrañarla, se confabula para pedir rescate
por un falso Matisse, asiste a sesiones
182
espiritistas, intercambia postales y cartas con una mujer de Ámsterdam, se
enamora de una supuesta sordomuda
y, en el camino, realiza una búsqueda
personal tan ardua como encantadora.
Dice el narrador: “Esperanza y miedo
eran mis dos emociones constantes. La
vida estaba ahí, todos los días, la vida
de la ciudad y sus ciudadanos, y yo era
un casi transparente transeúnte que
miraba desde afuera, pero a veces me
veía envuelto en las pasiones, como en
ciertas obras de teatro de esos años, en
las que los actores involucraban física
y emocionalmente al público.”
Al hablar de los personajes sería un
tópico decir que el verdadero personaje
es la ciudad: sería tal vez posible argumentarlo, pero me parece que París aparece
como un mapa sobre el que los personajes deambulan cada vez más desorientados, porque el plano está cambiando,
porque al mapa se le están borrando calles y cafés, puertas y un río que –en su
reflejo– no desdibuja la ciudad sino a
ellos mismos. El personaje que carga con
el peso narrativo de toda la historia es el propio narrador, del cual, con una cautela
excelente, el autor no revela su nombre,
Héctor, hasta literalmente la última página del texto. Así, Manjarrez evita en
parte el riesgo de que el lector se adentre en la novela como si fuera una biografía o alguna especie de memorias del
propio escritor. Casi todos los personajes
de la novela rondan los 25 años, de no ser por
el propio narrador de apenas 19 y Manuel, “un hijo de puta, pero también un
soñador”, su amigo de 32 años. Alrededor de Alain orbita una pandilla de poca
monta de carteristas como P’tit André o
las cautivadoras prostitutas Margot y Didi.
Mención aparte merecen Jeanne –amante ocasional del narrador–, que vive en
Ámsterdam y con quien mantiene una
continua correspondencia que construye
un retrato de la “educación sentimental”
de los dos personajes. Ambos eligen
postales siempre significativas, siempre
seleccionadas con algún motivo especial que diga aquello que las letras al
reverso jamás podrían decir. Por otro
lado está Augustine, chica en apariencia sordomuda de la que el narrador se
enamora perdidamente después de haberse conocido en salas de aquello que
comenzó a llamarse “cine de autor”, cuyo
epicentro estaba en esa misma ciudad
por la que paseaban Jean-Luc Godard,
Andrej Varda o François Truffaut.
Uno de los personajes que menos aparece pero que provoca una historia paralela es uno de los más divertidos: Madame
Gusková, obesa guía de las sesiones espiritistas a las que por una casualidad
termina acudiendo Héctor. La sesión que
se nos relata en el libro es alucinante.
Madeleine busca en el “más allá” a su
marido André Marchais –si el lector se
toma la molestia de buscar, sabrá que
es un personaje real con una relación
estrecha en la trama de la novela–. Este
hombre, Marchais, es apodado Très-Bon,
por lo que en el “más allá” será nombrado por algunos André Très-Bon. Ello provoca una divertidísima confusión que ter-
mina con el enfado del recién fenecido
poeta surrealista André Breton, a quien
no le parece motivo de risa ser confundido con Marchais.
La mirada de Manjarrez sobre estos
acontecimientos se desenvuelve de una
manera brillante gracias a su manera de
trabajar el lenguaje en el que, si bien
le interesa contar una historia, o mejor
dicho, le interesa contar muchas historias, éstas se unen de una manera muy
íntima, algunas apenas se tocan, otras
se ven de lejos y pasan de largo, mientras otras se colisionan. El autor no recurre a la novela “posmoderna” en la
que las historias, contadas cada una por
su parte, se van mezclando poco a poco
hasta que resulta que “sorpresivamente” los personajes actúan en la misma
obra pero “nadie” se había dado cuenta.
Manjarrez se preocupa claramente por
hablar de cómo es que sus personajes se
sienten y cómo están viviendo esa desaparición de París desde muy distintos
puntos de vista. Si bien esto no la hace
una novela a muchas voces, logra que,
mediante la visión del narrador, pongamos bajo la lupa a los personajes, las
situaciones y las emociones que habitan
la novela. El narrador, viviendo en ese
espacio intersticial entre la adolescencia y la edad adulta, puede comportarse
en ocasiones casi como un niño inocente
al que es muy fácil engañar, en otras es
simple y llanamente bobo, y en otras tan
mordaz y enjuiciador como si cargara en
el cinturón un regalo de Damocles.
Ese carismático narrador del que ha183
blo lleva el grueso de la novela como un
narrador-personaje al que Manjarrez da
la libertad de pensar, escribir y transitar
por la novela con una prosa y unos diálogos impecables. Dice el narrador: “Yo
era distinto. Yo observaba, escuchaba y
calibraba todo. Era cauteloso, aunque creo
que no era cobarde; desconfiado, pero
amigable; contaba los céntimos, mas no
por tacaño; y si no era audaz, rebelde
sí era. Y algo más de lo que estaba orgulloso: me valía un carajo lo que pensaran
de mí. No me había largado tan lejos de
casa para solicitar aprobación de nadie.”
Me parece relevante anotar que a pesar de que la novela tiene cientos de frases, modismos, o como diría el narrador,
idiomes, en francés, la novela jamás se
hace ininteligible para alguien no francoparlante. El autor tiene la sutileza de
intercalar esas frases de una manera tan
natural que, aunque en algunos casos las
traduce después de que el narrador o alguno de los personajes las enuncian, es
poco notorio. Anoto algunos ejemplos:
“–Vous pouvez partir, Monsieur –pronunció con esa solemnidad eufónica que
comparten los meseros con los notarios,
los cardenales, los jueces, los alcaldes y
los Présidents de la République–: Puede
usted marcharse, señor”, o “Quittez mes
tables! Et ne revenez jamais! –enunció
en violento susurro que aludía a sus
mesas, mismas que abarcó con ambas
manos como Bajazet, en la obra homónima de Racine, se refiere a Bizancio–:
¡Márchese de mis mesas! ¡Y no vuelva
nunca!” Además de estas múltiples fra184
ses en francés, la novela tiene también
decenas de referencias encalladas en la
ciudad, pero Manjarrez se las arregla maravillosamente para que en ningún momento
suenen a referencias como las de otro
tipo de escritores en las que es evidente
que, de poder, anexarían una copia de
su pasaporte en la contraportada de sus
libros. En este caso sinceramente dan
ganas de buscar cada referencia, de poder ver o imaginar de qué color son los
muros en los que Héctor, Alain o Manuel
se recargan a fumar una cajetilla entera de
Gauloises, de buscar alguna fotografía
para saber cómo se ve el Sena de noche,
de por qué calles se pierde el personaje
en sus largas caminatas que lo llevan, en
ocasiones, a lugares que ignoraba cercanos a su cuarto de azotea. Anota el autor: “Lo que dista la Porte d’Orléans de
la Porte de Clichy o lo que media entre la
Porte d’Italie y la Porte d’Aubervilliers se
puede recorrer en unas horas, aunque
no afirmo que yo lo haya hecho nunca.”
Como antes lo anuncié, París desaparece no es una novela, no quisiera decir
que es “más que una novela”, sino un
género escurridizo que se mueve cómodamente parasitando con justicia a otros.
Algunas secciones bien podrían ser relatos
separados, como las sesiones espiritistas
de Madame Guscova, o especialmente el
paréntesis que habla de Aug, la chica
sordomuda. Podría ser también en gran
medida un texto epistolar en el que se
transcriben cartas y postales que el narrador introduce con simples: “Yo a ella”
o “Ella a mí”. Se transcriben también te-
legramas enteros con sus debidos puntos
y aparte, y antiguos textos del narrador,
quien decide integrarlos al texto general, como el proyecto de un artículo, en
donde el narrador tiene pensado tocar
temas tan dispares y parisinos como los
aristócratas, la burguesía, las corrientes de aire colado, el fin de los mejores
tiempos de París, las mujeres, las grandes familias, el dolor o la enfermedad
del hígado, la moda y los notarios. Otro
capítulo entero se titula irónicamente
“Obra de teatro sin título”, la cual es
una obra de teatro en toda la extensión
de la palabra –tiene inclusive indicaciones para su montaje–; pero aparece
también otro guiño al teatro cuando el
narrador visita a su amigo Manuel en
un sanatorio psiquiátrico, en donde los
pacientes montan una obra que titulan
L’esprit français, en la que es inevitable
reconocer la influencia de Becket o Ionesco y el teatro del absurdo.
Manjarrez le confiere también a su
personaje central una clara conciencia
de la narración, del contar, escribir y recordar, ya sea de manera oral, escrita o
por medio de la lectura. El autor nos da
claras señas de que lo que estamos leyendo en París desaparece es algo contado desde un presente no muy lejano que se
empeña en recordar el pasado –“Han pasado más de cuarenta años de aquello”–
y que está siendo escrito por el propio
narrador, quien anota por ejemplo: “Lo
que he contado tuvo lugar en una ciudad que aún no había tirado a la basura
aquel mercado...” En otros casos habla
de textos “recuperados” que aparecen
en el libro: “(Transcribo un texto escrito en
mi máquina de escribir portátil. El original
está lleno de tachaduras y errores mecanográficos que ahorro al lector. También
he alisado y planchado la redacción aquí
y acá. Calculo que es diciembre de 1964
o enero de 65).” Como decía, aparece la
clara conciencia de que existe un lector
para el texto que se tiene entre las manos: “Como en todas las otras postales
y cartas, le escatimo al lector las palabras privadas de ternura, deseo, mimo
o porno que se suelen colocar al final
de las epístolas” o “Me gustaría poder
trasladarle al lector...” En algunos casos, esta ruptura del espacio literario
hacia el lector ocurre con preguntas directas: “El desdichado Althusser mató
a su desgraciada esposa (...) y Sartre...
¿Qué piensan ustedes de él?”
Antes de ir al último tema que me capturó en París desaparece, no podría dejar
de mencionar el tono irónico y de un
humor casi cáustico que, por medio del
narrador, la novela adquiere en algunas
secciones. Anoto sólo algunos ejemplos.
Arropado siempre por su magnífico suéter de Chinconcuac, alguna vez recibe a
Didi y Margot en su cuarto de azotea, pero
sus vecinas españolas, católicas recalcitrantes, le reclaman tan indigna visita. Él sale del problema diciendo que son
actrices: “–Dignas señoras, os pido una
disculpa por la irrupción de esas celebérrimas actrices de la Comédie Française y os
aconsejo que no os entrometáis en la vida
ajena, tal como nos lo enseñó Nuestro
185
Señor Jesucristo. Dios os bendiga.” O el
telegrama que su tío Samuel le envía cuando llega a París: “URGENT URGENT QUERIDO
PROFUGO DEL METATE NACIONAL. DOS PUNTOS.
TRAIGOTE CHIPOTLES Y JALAPEÑOS EN LATA Y
CAJETA QUEMADA Y UNOS LIBROS QUE SE VEN
INTERESANTES PUNTO TELEFONEAME AHORITITITA MISMO AL ELY 6969 NADA MENOS HABI-
.”
Como última mención a este tono, hago
referencia a que parte de esta comedia involuntaria por la que el narrador pasa lo es,
en muchas ocasiones, por el propio deseo
adolescente que le impide pensar con claridad. Héctor conoce a unas gringas beatniks –una muy hermosa y otra horrenda:
“Me prometió su cuerpo si antes le daba
el mío a su amiga, y acepté. Es sabido
(pero no a esa edad) lo nociva que es la
mezcla de testosterona y pendejez.”
Como asunto final quisiera anotar que
me parece que París desaparece es un
texto de aprendizaje, una guía emocional
y sentimental del narrador, quien comparte lo doloroso y magnífico que puede
resultar encontrarse a sí mismo en una
balanza en la que el personaje aparece
mientras París desaparece. Dice el narrador: “Me gustaría poder trasladarle
al lector lo que pasaba en mi extática y
también turbulenta alma solitaria mientras viajaba de los diecinueve años a los
veinte, pero me resulta imposible. Recuerdo a quiénes leía, a quiénes admiraba, a quiénes criticaba, pero no quién
era yo para mí.”
A mi parecer, la novela termina de
manera un poco intempestiva, y sincera-
TACION 105 TU TIO SAMUEL Y SEÑORA
186
mente lo siento porque su construcción
ha requerido tal cantidad de trabajo que
apresurar el final me parece injusto para
el texto. El tío Samuel regresa a París al
final y se entera de que la tía Adela lo ha
estado engañando. Cita a su sobrino en
un hotel de lujo para salir por la noche,
pero en el camino éste se encuentra a
Didi y decide enviar con ella un recado
a su tío excusándose por no llegar. El
narrador camina junto al Sena y cae, ¿o
se tira?, al río, pero de algún lado aparece Aug, quien le grita que no lo haga.
“–¿Ya puedes hablar?”, le pregunta intrigado Héctor. “Siempre he podido hablar”,
contesta Aug, quizás queriendo decir,
“pero no he querido, y no era necesario”.
¿Qué desaparece de París? ¿Por qué
París desaparece? Una capital cultural que
va perdiendo su capacidad de atraer a
la bohemia intelectual del mundo, que
pierde su atracción para ser la ciudad
en la que ocurrían revoluciones artísticas y culturales. Una ciudad en la que
van desapareciendo lugares míticos en
los que había ocurrido la historia intelectual de buena parte del siglo XX en Occidente. El narrador lo reflexiona desde su
escritura cerca de cuarenta años después:
“Ahora que lo pienso, aquel París inmediatamente anterior al 68 era la más
prestigiosa universidad de la vida, la mejor cineteca, la biblioteca ideal, el atelier
consagrado, el río perfecto, el catolicismo tolerable, los cafés ideales, el hambre
significativa, las mujeres interesantes y decorativas...” Y ahora que yo lo pienso bajo
esta luz, creo entender más el texto de
Manjarrez, en donde es mucho más importante el todo, aprender y poder transmitir el sentimiento de ese encuentro que
significaba pérdida, que contar una historia específica y cerrada. Era mucho
más importante que, para vislumbrar el
futuro, el precio fuera la desaparición del
presente.
Soliloquio ansioso
J ORGE L UIS H ERRERA
César Arístides, Thomas Bernhard despierta en
su tumba sin nombre, UNAM, México, 2013, 110 p.
El más reciente libro de César Arístides,
Thomas Bernhard despierta en su tumba
sin nombre, es una obra de ensoñación
afligida que explora facetas amargas de la
existencia y describe enigmáticos paisajes
y personajes oprimidos por densas atmósferas surcadas por el viento, la música, el sueño, la locura y los soliloquios
del protagonista.
Se trata de un poema largo en verso
libre, dividido en diez fragmentos, en el que
se intercalan once sonetos que le otorgan “aire”, por un lado, y, por el otro, le
brindan profundidad, pues además de los
cambios de voces narrativas (lo que causa
un sugestivo juego de ecos y reflejos) pareciera que confrontan y al mismo tiempo
amalgaman la “tradición” representada
por el soneto, con un espíritu más “vanguardista” expresado de formas diversas
como la ausencia de signos de puntuación. Asimismo, César Arístides elabora
un retrato poético del escritor austriaco
Thomas Bernhard, que puede concebirse
como homenaje.
En general, los enunciados poéticos
no establecen demasiados vínculos con
el mundo “real” (ni son necesariamente
“coherentes”); mas bien cincelan su propio
sistema y su propio equilibrio obedeciendo
a una lógica particular que mantiene un
diálogo permanente con los libros del autor austriaco, tanto como alude a diversos
aspectos biográficos de Bernhard. Así, se
funden las figuras del Thomas Bernhard
escritor y los personajes de sus obras con
las divagaciones, sueños y recuerdos del
Thomas Bernhard personaje. Por ello, un
concepto clave para aproximarse al libro
de César Arístides es el de intertextualidad: resulta esencial la presencia de
obras del austriaco a través de alusiones, temas y rasgos estilísticos y estructurales. La relación intertextual con El
malogrado es tal vez la más recurrente;
sirva de muestra la siguiente cita:
camino entre los pabellones y la música dormita
un ronquido es violoncelo con artritis
la gracia de un violín tiene el hígado podrido
en la sala de espera se amodorran partituras
podridas parturientas pregonan pústulas
al piano le da horror ver en el antidepresivo
los lentes agusanados de Gould
y escucho en las letrinas el conjuro
la música en el hospital es una soga en la garganta
la música de Bernhard es una soga en la garganta
Como salta a la vista en el fragmento
anterior, la referencia a elementos vin187
culados con la música es continua. Esta
particularidad constituye una suerte de
eje transversal en el libro de Arístides y
en buena parte de la obra Thomas Bernhard,1 donde los personajes se refugian
en la música ante las hostilidades de la
vida (lo cual no excluye la posibilidad
de que la música también pueda ejercer
un influjo negativo).
Por otro lado, los enunciados poéticos
resignifican los aspectos tangibles de la
“realidad” y dislocan el tiempo y el espacio. Es como si los versos estuvieran
unidos por asociaciones discontinuas que
conforman un universo poético dinámico y abierto; asimismo, los enunciados
se autogeneran, vinculados por lazos invisibles surgidos del inconsciente y de
un mundo alucinante del cual emergen,
una tras otra, imágenes impredecibles,
inaprensibles, delirantes, irónicas, perturbadoras, inefables:
miraba en una barraca de leche agusanada
a una tía
hola le dije en el sueño y desperté y en el sueño
le dije
hola despierto en la niebla le dije y ella afuera
del sueño
me miro con desgano era una premonición
pero hola no dije cuando lo supe en lo oscuro
y pensé en una mariposa violeta en sus cejas
de piano
1
Bernhard estudió violín, canto y musicología, y, según las palabras expresadas en
su autobiografía y en varias entrevistas (como
la realizada por Asta Scheib), la música lo
“persiguió” siempre e influyó en la configuración de su estilo literario.
188
no en la amarga relumbre del sueño
qué haces tía por qué no hay nadie en casa
entonces soñé y le dije por qué no hay nadie
en caza
y ella dice hola en este instante en que escribo
despierto en el sueño hola me dice no hay nadie
en casa
no hay nadie en caza digo ella responde no
hay nadie en caza
pregunta no hay nadie en caza pero la noche
es muy fría
y lento muy lento más quieto que la campana
en la nostalgia
lento un perro negro no dice lo brutal que es
la nada
y nada en el sueño el miedo animal nada en
el aire
Ahora bien, el título del volumen se
refiere a una disposición externada por el
escritor austriaco: que su tumba –en el cementerio de Friedhof Grinzing, en Viena–
no tuviera ninguna inscripción, lo cual se
cumplió sólo durante un lapso.2 Además,
el título describe el motivo central del
libro: las andanzas de un Thomas Bernhard que abandona su tumba (es como
si el protagonista se hubiera hastiado de
su propia muerte después de dialogar
consigo mismo, fuera del tiempo, en soledad, incesantemente… y su fastidio
lo hubiera vivificado). Después, el protagonista recorre las gélidas calles de
Viena –entre murmullos, alucinaciones,
Otro peculiar deseo de Bernhard fue la
prohibición de cualquier publicación, impresión o representación de sus obras en Austria mientras le pertenecieran los derechos
de autor.
2
ensoñaciones, remembranzas– y dialoga
e interactúa con seres y objetos misceláneos, lo que ocasiona el desdoblamiento del yo poético y la develación de una
perspectiva esquizoide de la “realidad”:
Thomas Bernhard taciturno lleva el mismo abrigo
que Thomas Bernhard taciturno tiene puesto
pero tiene frío porque en el pozo del abrigo llueve
cae un aguacero deja a su paso charcos de aflicción
pero Thomas Bernhard le pide se apresure
atraviesan un puente altísimo más allá de
Viena y de las nubes
en Thomas Bernhard aún llueve de manera
despiadada
y Thomas Bernhard arroja sus ojos al tremedal
Thomas Bernhard le dice llueve en su abrigo
y Bernhard es una costra mojada dice
cruza el puente hay un incendio en una fábrica
Bernhard le muestra a Bernhard la rabia
anaranjada
Las acciones se desarrollan en Viena, ciudad que funciona no sólo como
escenario sino también como personaje
que sufre enigmáticas transmutaciones
y que se involucra emocionalmente con
el protagonista. Asimismo, casi todos
los hechos ocurren en ambientes invernales que complementan los “paisajes
interiores” de los personajes, ya que el
asilamiento y el delirio desgarran sus
entrañas y los empujan a sus propios
precipicios; en otros pasajes da la impresión de que el frío surge del interior
de los personajes y se transmite hacia
el exterior, congelando los parajes por los
que transita aquel Bernhard que fue capaz
de “vencer” a la muerte.
En las páginas de Thomas Bernhard
despierta… emergen espectros variopintos que danzan ante los ojos del lector:
criaturas contrahechas que ansían el
aniquilamiento, pues la vida les resulta
intolerable, un sinsentido insípido donde sólo la música, la literatura y los sueños son bálsamos ocasionales ante los
inevitables horrores de la existencia. No
obstante su indeterminación, el universo
poético del libro posee abundantes referencias a destacadas personalidades de
la cultura occidental: unas vinculadas
por algún motivo a Thomas Bernhard, por
ejemplo por ser coterráneas, como Herbert von Karajan y Gustav Mahler; otras
cuyas obras tienen puntos de encuentro
con las del austriaco, como la de Fiódor
Dostoievski (comparten, entre otras cosas, un agudo espíritu crítico hacia la
humanidad); varias que fueron cuestionadas por Bernhard, como el filósofo
Martin Heidegger en Maestros antiguos,
o convertidas en personajes, como el
pianista Glenn Gould en El malogrado;
también se vivifica a la mujer pintada
por Jean-Baptiste Camille Corot en La
mujer de la perla, y se hacen guiños lúdicos como el siguiente: “aulló un perro
la sinfonía del nuevo miedo”, en el que
se alude a la sinfonía del Nuevo mundo
del compositor Antonin Dvorák.
Los diez fragmentos en verso libre tienen un ritmo cadencioso: existe cierta
regularidad en la repetición de acentos,
pausas y sonidos, lo que causa una peculiar musicalidad que fortalece la atmósfera
dominante (sombría, densa) y lo que propicia la aparición de seres que han sufrido
189
alteraciones en la conciencia y que acechan al lector, amenazando su “sentido de
realidad”. Por su parte, los sonetos están
escritos con cursivas, cambio tipográfico
que refuerza el uso de una voz narrativa
distinta, encargada de describir “desde
afuera” las acciones del protagonista.
La estructura de Thomas Bernhard despierta en su tumba sin nombre sugiere un
paralelismo con El malogrado, novela
conformada por cuatro párrafos (los tres
primeros de 4, 3 y 5 renglones respectivamente, y uno más de 167 páginas). De este
modo, la estructura del libro de César Arístides –en consonancia con la temática y
el estilo– produce la sensación de que se
trata de un soliloquio por medio del cual
el yo poético efectúa diversas digresiones
en las que discurre explícita e implícitamente, en nombre de la ficción –desde una perspectiva crítica e irónica, que
por instantes se torna resentida y soez–,
sobre temas como la creación artística, la
soledad, la angustia, el delirio, la enfermedad, el sufrimiento, la música, la escritura, la decadencia, el suicidio y la muerte.
La ausencia de signos de puntuación
y de mayúsculas iniciales es un aspecto
determinante en el libro (sólo se escriben
las mayúsculas de los nombres propios),
lo que provoca un efecto de ambigüedad
sintáctica y otorga flexibilidad a la lectura. El lector ingresa a un mundo multívoco, polisémico, inestable, en el que
las palabras y las frases se mueven de
una línea a otra, lo que puede engendrar
significados insospechados; en otras palabras –igual que en múltiples ejemplos
190
de obras poéticas que prescinden de
signos de puntuación–, la libertad y la
responsabilidad del poeta son compartidas con el lector, quien se ve obligado a
participar en la construcción del texto.
Otro elemento fundamental –tanto del
libro de César Arístides como de la obra
de Thomas Bernhard– concerniente al
estilo literario es el de la reiteración rítmica
de palabras, frases e ideas. En ese sentido, el yo poético de Thomas Bernhard
despierta… camina en espirales, machacando un concepto, sonido, enunciado
y/o término –casi siempre vinculados con
aspectos nefastos de la existencia– para
destruir lo que sea posible por medio del
desgaste; sin embargo, en ocasiones lucen
como caprichosos circunloquios que acorralan al lector en estrechos callejones:
come Thomas Bernhard así dice muerte Thomas
Bernhard
y la mesa asiente y dice con un tono maternal
de hielo
come Thomas Bernhard y la taza no dice come
Thomas Bernhard
la taza no dice eso de come Bernhard no lo dice
dice la taza bebe Bernhard y el plato la mira
con dulzura
pero puedo ver la claridad yo quedé en el baño
sin cabeza encerrado en el baño
entonces la taza dice bebe Thomas Bernhard
pero lo sé no murmura a ninguna sombra
y la vasija no dice bebe Thomas Bernhard
dice con dulzura come Bernhard y dice también
muerde
Las reiteradas afirmaciones y negaciones que se oponen y se anulan recíprocamente también ocasionan un efecto de
extrañeza y de sinsentido; es una manera de aniquilar los referentes “reales”, al
lenguaje, a la obra misma y a todo aquello
que posibilita la contradicción y que engendra un nuevo sentido. Así, el lector
es arrastrado por un flujo en el que las
repeticiones desembocan en un mar de
contradicciones (y viceversa):
un niño en silla de ruedas me señala con su
mano siniestra
quiere tocarme y lo descubro es un arbusto
está sembrado en una silla de ruedas que tampoco
lo es
es un sapo miedoso con un libro de heno
descansa sobre una mesa de carnicero
pero él es un pájaro con anteojos y tampoco lo es
es un libro escrito por mí donde sólo nacen
maldiciones
el niño soy yo cuando la escuela me horrorizaba
Por último, vale la pena mencionar que
el yo poético parece rechazar –al igual
que los narradores de las novelas de Bernhard– la creación de imágenes “bellas”,
“elevadas”, “elegantes”; de hecho, en
ciertos pasajes se advierte el propósito de
golpear al lector mediante atmósferas, personajes y episodios oscuros, demenciales,
herméticos, y a través de la creación de
un efecto poético vinculado con el grotesco
fantástico,3 porque se entreveran elementos fantásticos y reales, se aniquila
la conciencia y se disuelven la lógica y
los órdenes espaciales, temporales, morales… también porque se representa
el “mundo” como algo amenazante, distante y ajeno. Da la impresión de que
3
El grotesco trabajado por Wolfgang Kayser.
uno de los objetivos principales de esta
obra es evocar lo maligno y apelar al delirio, al sueño y, en general, a lo humano, a lo demasiado humano.
El signo en el centro
J OSÉ A NTONIO O LMEDO L ÓPEZ -A MOR
Pedro Tenorio Matanzo, A este lado del Evila,
Ediciones Cardeñoso, España, 2014, 54 p.
Pedro Tenorio Matanzo (Talavera de la
Reina, Madrid, 1953) es un poeta cuya
carrera literaria ha macerado durante un
largo silencio editorial. Quizá esa condición, ha permitido que su poética madure
lejos de las críticas y el ruidoso mundo
literario, hasta alcanzar ese punto de
encuentro entre el alma que inventa y
transita mundos irreales, y el cuerpo,
que arrastra su mortandad en un escenario convulso, no elegido.
Matanzo, desde 1979 dedicado a la docencia, ha escrito artículos literarios en
revistas especializadas, como también
ha elaborado libros didácticos sobre literatura. Pero fue en 1983 cuando, por su
poemario Muertos para una exposición,
obtuvo el accésit del prestigioso premio
internacional de poesía Rafael Morales.
A este lado del Evila fue escrito el mismo
año, pero han tenido que transcurrir tres
décadas para que lo veamos convertido
en un libro, gracias al jurado del premio Juan Calderón Matador. Entre 1983
191
y 2014, Matanzo escribió otro poemario,
La luz se calla (Ediciones La Discreta,
2013), y además ha obtenido numerosos
premios y reconocimientos.
A este lado del Evila comienza con
una cita bíblica: “Salía del Edén un río
que regaba el Jardín y de allí se partía
en cuatro brazos. El primero se llamaba
Pisón, y es el que rodea toda la tierra de
Evila” (Génesis, 2: 10-11.) El primero de los
cuatro bloques en que se divide el libro
lleva por título “Las espadas de fuego
angelicales”. Lo cual nos sitúa en un
tiempo antiguo y en un lugar sagrado. A
tenor del enclave suscitado, la narración
discurre con un lirismo en comunión
con lo divino: un hablante lírico masculino dirige su discurso a su amada. Ambos pueden ser Adán y Eva, sus hijos,
o unos amantes cualesquiera, seres que
anhelan ser alados; lo cierto es que a lo
largo del poemario, los poemas narran
la cronología de un pecado original que
describe un viaje como destierro y culmina con la muerte por ahogamiento de
su protagonista.
Tanto la Tierra de Evila, Havila, o
Arabia, como el río Pisón, son dos de los
enclaves bíblicos más misteriosos de
las Escrituras, ya que su ubicación es
desconocida. Presuponen su existencia
y coordenadas por las descripciones del
Génesis, pero en realidad los accidentes
de la tierra y la arquitectura del terreno
donde hipotéticamente son señalados no
coinciden en ningún caso con el presente. Por lo que –como comprobaremos más
adelante– Evila es un pretexto para es192
cenificar un amor tan tormentoso como
interrumpido; es un punto de origen que
simboliza la cuenta atrás de un amor maldito y en fuga, tragedia que quizá tenga
tintes biográficos y busque su analogía en
los textos bíblicos. Pedro Tenorio le da a
la palabra Evila varias acepciones: lugar físico, nombre de mujer o amor sin nombre.
El primer poema lleva por título “Imagen al borde de la luz”. En él, el poeta
sugiere el origen: la hamartía sufrida por
el protagonista que después desencadenará el metabolé de la historia, una historia continuada en los poemas que,
como capítulos, irán arrojando luz sobre el misterio. Y, en este mismo poema,
el autor presenta su modus operandi métricamente hablando; un cuidado axis
homeopolar en verso blanco, sólo quebrantado por la breve aparición de versos cuatrisílabos y algunas asonancias,
patrón que se repetirá durante toda la obra.
La narración del héroe protagonista
podría ser considerada una hipotiposis
sobre el cuadro The fall of Adam and Eve
(1625) de Domenichino. Durante todo el
poemario, los poemas comienzan y terminan en la misma página, y las cotas de lirismo que alcanza son, en buena medida,
propiciadas por esos tijeretazos a la gramática –tan típicos de los poetas– como
por la riqueza del lenguaje utilizado.
“No debieron / animar nuestros huesos. /
No mostrarnos los esquivos racimos / que
ya no gustaremos (está escrito)” clama el
segundo poema, titulado “Del destierro”,
un pensamiento análogo al que pronuncia el protagonista de El Paraíso perdido
(John Milton, 1667) cuando dice: “¿Acaso
te pedí, oh Hacedor, que me alzaras de
las sombras?” Un mismo razonamiento
lógico en calidad de lamento o reproche
que dilucida un existencialismo provocado por la imposibilidad.
En “El signo de tu vientre” aparece la
palabra “signo” por primera vez en un título de poema, y este hecho se repetirá
hasta cuatro veces a lo largo del libro: “Los
signos del diluvio”, “Un signo de pudor
grabado a fuego” y “El signo de la duda”.
Y es que la semiótica juega un papel
muy importante en la poética de Matanzo: “espadas inflamadas”, “los viejos
instrumentos”, el poeta se vale de un
mundo figurativo de imágenes para reproducir la litúrgica agonía que vivieron
los enamorados en la primera diáspora
de la historia.
“No serás más que amor y sueño desvelado / a quien no reconocen nuestros
dioses, / huidos del paisaje / por más que
te desnudes.” Proscritos en su huida vergonzosa, los amantes tratan de aceptar su
nueva condición, se aferran a un recuerdo
dorado que no hace más que atormentarlos: “Cubrimos nuestras pieles / porque
somos efebos de los dioses / y anhelamos
su beso estimulante, / fieles a la vergüenza,
resignados al miedo. // Somos extraños
siempre en nuestro cuerpo.” Sufriendo
la escisión de la inmortalidad, doliendo
la pérdida del paraíso, el deseo todavía
espejea en la carne dolorida.
En “Cuerpos nombrados como recompensa”, el hablante lírico demuestra su
conciencia de que otra vida les espera, una
vida quebrada por la vejez y la muerte,
una vida desprovista de la belleza original que será cuna y patria de sus descendientes: “Pero otra tierra fértil / nos espera
como una recompensa / –más húmeda
que blanca– / de lápidas quebradas, /
rosas marchitas y ángeles de mármol.”
“Los ángeles definitivos” es el último
bloque. Seis poemas de cariz elegiaco lo
conforman. “Los mensajeros del agua”,
“Huellas alargadas y ecos”, “Muerte de
las manzanas”, todos los poemas dibujan
una dolorosa despedida. La amada se
disuelve en una niebla, se transforma en
sombra alada, en “perfume errante y condenado”; mientras su enamorado busca
refugio en “los destierros sucesivos de
las olas” y delega su próximo discurso
en la blanca espuma de las olas. Ambos
sucumben en una muerte única, anunciada, un final que es el principio de las
consecuencias de sus actos; la culminación de un amor que nació divino y murió
mundano, convirtiéndolos en leyenda.
A pesar de haber sido escrito hace más
de treinta años, el mensaje de A este lado
del Evila sigue vigente e intacto porque
narra la historia atemporal de la pérdida
de la inocencia, de nuestra inocencia.
Así, la mortandad como condena a la entrega de las tentaciones carnívoras tinta
el angustioso discurso del ser enamorado con la efímera poesía de un viviente,
en donde expiran su vida y sus pasiones
flagelado por el tiempo. Un tiempo que
aquí se detiene y se estira, como en una
acrílica alegoría enmarcada y colgada
en las paredes de un museo.
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