Gotas de ciudad Por Jon Igual Brun © Jon Igual Brun 2014 ASIN: B00R1QWB8A Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita del titular del Copyright, bajo las sanciones establecidas por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y su distribución mediante alquiler o préstamo de ejemplares. @JonIgual & Facebook www.estarenloincierto.com Índice La primera gota El orden de los factores La mujer de rojo Tengo sueño Avaricia El Abuelo y El Yonki Silencio Gente como tú Ese olor Esmeralda Inspiración La vagabunda Una gran oportunidad La vida sigue El médico Más ligero que nunca Miedo a volar Encerrado El libro de la suerte En el vecindario todo se sabe Luna y el Señor Trapo Su última sonrisa El frasco de colonia Tiempos difíciles Un beso Una mañana confusa Una nueva ley Cuestión de karma La casa El último espectáculo El inspector K El paseo de la alegría La Secretaria y El Ficus La verdad más bonita La última gota «A su alrededor, subiendo por la Octava Avenida hacia Broadway, la gran ciudad es un hormiguero de gente, algunos visten con elegancia, muchos otros con desaliño, unos pocos son bellos, pero no la mayoría, y todos quedan reducidos al tamaño de insectos por las imponentes estructuras que los rodean; pero aun así corren, se apresuran, bajo el sol lechoso de esta mañana se abstraen pensando en algún proyecto o idea o esperanza que custodian para sí mismos, algún motivo para vivir otro día...» John Updike «Habría que construir una gran superficie donde se reúnan iglesia, supermercado, banca, ideologías, cultura, deporte, gabinete psicológico, casa de putas y demás.» Luis Landero La primera gota El vapor contenido en la nube se condensa y forma la primera gota de agua, que comienza su caída libre. Debajo de ella La Ciudad no es más que una mancha en medio del verdor de los montes. A medida que desciende se empiezan a distinguir finas líneas, artificialmente rectas, y la mancha empieza a parecerse más a un hormiguero. Los tejados van tomando forma. Algún que otro parque, como manchas verdes dentro de la gran mancha grisácea, son los únicos que rompen la simetría rectilínea. La velocidad de la gota es cada vez mayor, de vez en cuando, el viento cambia su trayectoria aleatoriamente. Los coches, como pequeñas piezas en un tablero, se mueven ordenadamente. Las hormigas que caminan por las aceras, sin embargo, parecen no tener claro su camino. La gota esquiva en el último momento la cornisa de un edificio, desciende ajena a los hombres y las mujeres tecleando que se vislumbran a través de las ventanas, y acaba estampándose en la calva de un señor de cuarenta y cuatro años que se encamina hacia su coche. El hombre se toca la cabeza, molesto, sin saber que ha tenido el privilegio de ser golpeado por la primera gota que se ha formado en la nube que hay encima de él. En seguida, muchas otras gotas comienzan a golpear La Ciudad sin compasión. Malhumorado acelera el paso, no tiene paraguas. Acaba de salir de la oficina y llega tarde a recoger a su hijo mayor del entrenamiento de fútbol. La lluvia se intensifica, intenta cubrirse con la gabardina sin mucho éxito. Sus pensamientos vuelven una y otra vez a la reunión que acaba de tener con su jefe, no sabe como le va a explicar a su mujer que ha sido despedido. Cada vez llueve más, procura caminar resguardándose en las cornisas, como tantas otras hormigas, o gotas, y sin querer su hombro choca contra el de otra. “Perdón”, dice la joven que acaba de ser golpeada, pero el hombre sigue su camino sin mirar hacia atrás. A ella no le molesta, cuando se está enamorada con veinte años todo carece de importancia. Camina distraída, disfrutando de la lluvia, que purifica el aire y las calles, e incluso se deja mojar un poco para poder así sentir las gotas resbalando por su rostro. Le suena el móvil, mete la mano en el bolso pero no consigue dar con él. Se pone nerviosa, sospecha que es su novio y quiere responder antes de que cuelgue. Por fin consigue localizarlo, está en el fondo del todo. “Como no”, piensa. Lo saca sin mucho cuidado y su mano arrastra consigo todo lo que encuentra en el bolso. “Cariño” responde feliz al teléfono, tan contenta que no se da cuenta de como su monedero rosa se precipita al húmedo suelo. Las gotas caen sobre el indefenso monedero. De pronto, el pie de un joven de veinte años lo golpea, se eleva unos centímetros y vuelve a caer pesadamente en mitad de un sucio charco. El joven, que a pesar de estar nublado lleva unas gafas de sol puestas, lo mira curioso, se agacha y lo recoge con cuidado para no ensuciarse las manos. Mira alrededor y comprueba que su hallazgo ha pasado inadvertido. Camina rápido durante un par de minutos hasta que se siente a salvo, entonces se refugia de la lluvia en un portal y abre el monedero. Dentro hay treinta y tres euros y treinta y tres céntimos. Después de meditarlo unos segundos, cambia de planes y decide visitar al camello. Se mete el dinero en el bolsillo y tira el monedero de color rosa al suelo, que otra vez vuelve a encontrarse indefenso, a merced de la lluvia y los pies de los transeúntes. La abuela que acaba de salir de misa levanta su paraguas y mira con reproche al joven que ha tirado algo al suelo, pero éste ni siquiera se da cuenta. Después dirige su vista al suelo e intenta distinguir, en vano, lo que ha tirado. Duda en agacharse y recogerlo, pero sería una maniobra demasiado arriesgada, así que prosigue su camino. “Los jóvenes no tienen respeto por nada”, medita. No puede evitar pensar en sus nietos, y una enorme angustia la envuelve. Le pide a Dios que los conduzca por el buen camino. Al llegar al portal de su casa cierra el paraguas, abre la puerta y la empuja. Cada día le cuesta más. “Espere, que la ayudo” escucha decir a su padre el niño que viene de la fiesta de su noveno cumpleaños. La señora mayor sonríe y da las gracias. El niño está impaciente, se pregunta porque la señora no anda más deprisa. En una mano lleva una bolsa con el regalo que más le ha gustado, un telescopio. No puede pensar en otra cosa, aunque su padre ya le ha advertido que con las nubes que hay no va a ver ninguna estrella. Pero a él le da igual, aunque sea podrá observar las nubes, verlas de cerca. Con un poco de suerte, puede que incluso vea como nace una gota de agua. El orden de los factores B bajó al metro cansado, había sido un día largo en la oficina. Últimamente todos los días eran largos en la oficina. Cuando entró en la empresa hace tres años era diferente, en su departamento empezaron a la vez cuatro jóvenes y había buen ambiente. De ellos sólo quedaba él, aunque seguía habiendo trabajo para cuatro. B sabía que debía de sentirse con suerte, era el único que había sobrevivido a la avalancha de despidos, pero se sorprendía muchos días deseando no haber sido el elegido. Llegó el metro y se sentó al lado de la ventanilla, a las nueve y media de la noche de un miércoles no había problemas para coger sitio. Iba con el tiempo justo, pero creía que llegaría puntual al lugar donde había quedado media hora más tarde. Mientras miraba por la ventanilla a la oscuridad del túnel, pensaba que lo único que le apetecía era ir a casa y meterse en la cama. Y ese pensamiento lo entristeció. Le volvió a invadir el deseo de dejar su trabajo, de dejar toda su vida, y empezar otra vez, donde fuera, haciendo lo que fuera. Necesitaba vivir algo diferente. Pero esa determinación le duró a B dos estaciones. Era de los que se dejaba llevar por el camino marcado, y en el fondo sabía que nunca sería capaz de romper con todo. No era de esos. Aun así, de vez en cuando, le gustaba fantasear. Como a todo el mundo. Enfrascado como estaba en sus pensamientos, B no se dio cuenta de la entrada de A al vagón. Solo cuando la joven se sentó enfrente de él se percató de su presencia. Era rubia, de tez morena, y llevaba uno de esos pantalones shorts que estaban tan de moda. B no pudo evitar quedarse mirando las bronceadas piernas de A. Al darse cuenta de su descaro, se sonrojó, y volvió a dirigir su mirada a la oscuridad de la ventanilla. Pero allí vio reflejado el rostro de la joven y, sintiéndose a salvo de ser descubierto, lo observó atentamente. Era muy guapa y su expresión melancólica la hacía aún más atractiva. Le pareció que tenía los ojos algo húmedos, como si hubiese estado llorando, aunque bien podría ser un efecto óptico creado por el cristal. Sin pensar en lo que hacía, volvió la vista para comprobarlo. Sus miradas se cruzaron y, en ese momento, B estuvo seguro de que A había sabido todo el tiempo que estaba siendo observada. Pero su expresión no era la de una persona molesta, al contrario, le dirigió una tímida sonrisa. Avanzaron dos paradas más, durante las cuales volvieron a cruzarse sus miradas dos veces más. B se sentía alagado por el interés de la joven y volvió a observarla con la esperanza de recibir otra sonrisa. Pero esta vez A no le devolvió la mirada, estaba rebuscando en su bolso. Sacó una libreta y se puso a escribir algo en ella. Cuando la rutinaria voz del metro indicó el nombre de la próxima estación, A se levantó de su asiento. Pasó a su lado sin mirarle pero, de pronto, B notó como un pequeño papel cayó al asiento vacío que tenía al lado. Lo observó sorprendido y miró a la joven, que estaba esperando delante de la puerta a que el metro se parase. Lo cogió, estaba doblado cuidadosamente en cuatro partes. Lo desdobló y leyó lo que en él ponía: Si te gusto, sígueme. A caminaba nerviosa, sin atreverse a mirar hacia atrás. ¿Saldría detrás de ella? Por un momento pensó que se estaba volviendo loca. Cuando empezó a subir las escaleras se decidió por fin a volver la vista, deseando en parte que B la estuviese siguiendo y, en parte, que se hubiese quedado en el metro. Pero allí estaba, unos metros detrás de ella. ¿Y ahora qué? Parecía un buen chico, la timidez con la que la había estado mirando la había conmovido y el traje que vestía le daba un aire formal. Salió a la superficie, a la Gran Vía de La Ciudad, y se tranquilizó. Siempre podía echarse atrás, pedir un taxi y desaparecer. Siguió caminando deprisa, podía sentir la presencia de B unos pasos detrás de ella. Perdida como se sentía, decidió detenerse y esperar a que la alcanzara. Se miraron fijamente. “Llévame a un hotel”, se escuchó decir. La determinación de A asustó a B ¿Sería una broma? No lo parecía, podía sentir los nervios de la joven detrás de aquella aparente seguridad. Se metió por una de las calles laterales, ahora era él quien marcaba el camino y ella lo seguía. Intentó pensar en un hotel cercano, pero su mente estaba en blanco. Miró nervioso la hora, desde luego iba a llegar tarde a su cita, pero no le importó demasiado. El destino parecía empeñado en hacerle vivir una experiencia diferente, tal y como había pedido hacía unos minutos, y no iba a dejar escapar la oportunidad. De pronto lo vio. Un hotel de cuatro estrellas justo a unos metros de donde se encontraban. Aliviado, se dirigió hacia allí y entraron. La recepcionista estaba ocupada hablando por teléfono y la espera produjo un silencio incómodo que ni A ni B se decidió a romper. Él aprovechó para sacar el móvil y enviar un mensaje rápido: “Salgo tarde del trabajo”. “¿Qué desea?”. “¿Tiene alguna habitación libre para esta noche?”. “¿Cama de matrimonio?”. “Sí.”. A B le pareció ridículo decir que no. Dio su DNI y la tarjeta de crédito, firmó un papel y recibió la llave. Subieron en ascensor al tercer piso, sin dirigirse la palabra ni rozarse. Parecían empeñados en evitar la mirada del otro. Pero cuando por fin entraron en la habitación, se vieron obligados a mirarse fijamente. “Nunca había hecho esto” dijo A con voz temblorosa. “Yo tampoco” respondió B mientras le cogía la mano y acercaba su cuerpo hacia el de él. Se besaron. Ella parecía haber perdido toda la determinación, así que fue B el que la llevó hasta la cama sin dejar de besarla. Cuando le acarició los muslos, notó como la mano de ella lo detenía. “Espera, por favor” dijo A. Estaba llorando. B no sabía que hacer. Las lágrimas resbalaban por las mejillas de ella, cada vez más. “Pensarás que estoy loca” dijo. “Qué va, tranquila” mintió él. La abrazó y le acarició el pelo. “Lo siento” empezó a hablar A al acabo de un rato. “Lo acabo de dejar con mi novio, he llegado a casa por la tarde y he visto como tiraba un papel a la basura, intentando que no lo viera, el muy cabrón”. B seguía acariciándole el pelo. “Era la factura de la visa, más de la mitad de los cargos eran de un hotel, aquí en la ciudad”. A no pudo contener la emoción y volvió a romper a llorar. Entre sollozos, la joven le explicó que su novio le estaba siendo infiel con su mejor amiga. B se limitaba a asentir y acariciarle el pelo. En un momento notó como el móvil le vibraba, pero decidió ignorar la llamada. Después de media hora, A le dijo a B que sentía todas las molestias, pero que era mejor que se fueran. B no puso ninguna objeción. Ella había dejado de llorar y volvían a sentirse dos desconocidos. Salieron de la habitación sin mirarse. En el hall del hotel A insistió en pagar la cuenta, mientras rebuscaba nerviosa en su bolso buscando el monedero que se negaba a aparecer. B, incómodo, le dijo que no hacía falta. Ella le dio las gracias, le besó en la mejilla, y se marchó. Al joven ni se le pasó por la cabeza pedirle el número de teléfono. B liquidó la cuenta, salió a la calle, y llamó a su novia. “Por fin he podido salir cariño”. La mujer de rojo Eran casi las diez de la noche cuando llamaron a la puerta. El señor Gutiérrez no estaba acostumbrado a tener visitas, y menos tan tarde. Se acercó a la puerta y vio por la mirilla a un joven con un casco de moto en una mano y un paquete en la otra. —¿Si? —Tengo un paquete para el señor Gutiérrez ¿Vive aquí? ¿Un paquete? ¿Y a estas horas? Abrió la puerta con la cadena todavía puesta. Aunque vivía en un barrio bastante seguro de La Ciudad nunca se sabía. —¿Señor Gutiérrez? —Si, soy yo. —Si me echa una firmita aquí. Con la puerta todavía a medio abrir cogió el papel, lo firmó y se lo entregó al mensajero que a su vez le hizo entrega de un paquete rectangular, fino y ligero. Lo abrió vacilante y descubrió dentro un CD de música clásica (¡su favorita!) acompañado de una carta. “Hola. Te he visto esta tarde ojeando CDs en la tienda de abajo. No se si te has fijado en mí, creo (espero) que sí. No es la primera vez que nos cruzamos por el barrio pero nunca he tenido el valor de invitarte a tomar un café o simplemente hablar contigo. Espero no parecerte demasiado atrevida o una loca, te aseguro que es la primera vez que hago algo así. Ahora mismo estoy en el bar de la esquina tomando una copa y me encantaría que me acompañases para poder charlar un rato. Por si te decides a venir estaré sentada en una de las mesas del fondo y llevó una camisa roja. Julia. P.D: espero que te guste el CD.” Lo primero que pensó es que aquello era una confusión, no podía estar dirigido a él. ¿Quizá era una broma? ¿Pero de quién? Repasó mentalmente las pocas amistades que tenía. Imposible, pensó. No podía imaginarse a ninguna de ellas gastándole una broma de ese tipo. Con nadie tenía esa clase de confianza. ¿Y si realmente tenía una admiradora? Era cierto que había estado ojeando CDs de música en aquella tienda, y era también cierto que había cruzado la mirada con una mujer de más o menos su edad. ¿Le había sonreído en aquel momento? Ahora empezaba a creer que sí. Había pasado un buen rato desde que el mensajero se fuera y él seguía plantado en el mismo sitio. De repente le empezó a invadir una sensación de pánico ¿Y si estaba desaprovechando una gran oportunidad? El señor Gutiérrez no estaba en posición de desaprovechar las pocas oportunidades que el destino le brindaba. ¿Qué tenía que perder? Parecía un plan bastante mejor para un viernes a la noche que repasar su preciada colección de sellos antiguos. Guardó los álbumes, se cambió de ropa, se echó colonia y se peinó cuidadosamente por miedo a que el peine se quedase con los pocos pelos que aun conservaba. Ya de camino al bar empezó a imaginar posibles temas de conversación con los que romper el hielo. Le preguntaría si a ella también le gustaba la música clásica, tal vez podría invitarla a un concierto. Dudaba mucho que fuese aficionada a los sellos, sabía por experiencia que no hay muchas mujeres metidas en ese círculo. Una pena ya que él era un reconocido experto y coleccionista. Podía hablar sobre el tema durante horas. Una vez a las puertas del bar su entusiasmo se esfumó y el pánico volvió a aparecer de repente. ¿Y si no era el tipo de persona que ella esperaba? ¿Y si le resultaba demasiado aburrido? Nada más entrar pediría una copa de algo fuerte, necesitaba relajarse, al fin y al cabo era ella la que había escrito la carta. “Antes de ir a pedir no olvides preguntarle a ella si quiere algo” pensó el señor Gutiérrez. Siempre se olvidaba de tener ese tipo de gestos. Armado de valor entró al bar y lo recorrió con la mirada. A primera vista no vio a ninguna mujer vestida de rojo. A decir verdad, no había ninguna mujer, solo a tres cincuentones solitarios y a un par de jóvenes hablando a gritos. Se acercó a la barra y siguiendo su plan original pidió un gin tonic y se sentó. Pasaron varios minutos y se empezó a poner cada vez más nervioso preguntándose dónde estaría aquella mujer. Estaba tan agitado que ya se había acabado el vaso y, sin saber bien lo qué hacer, se acerco al barman con el pretexto de pedir otro trago. —Perdone, ¿no habrá entrado aquí por casualidad una mujer vestida con una camisa roja? —¿Así que era a usted a quien esperaba esa monada? Dejó un mensaje para cuando usted llegara, dijo que le había surgido no sé qué emergencia pero que volvería en media hora. Julia dijo que se llamaba. Así que era eso. Ahora por lo menos tenía la certeza de que esa tal Julia existía y, además, según el barman era una monada. Regresó a su mesa con un nuevo gin tonic, más nervioso que nunca, y volvió a pensar en posibles temas de conversación para cuando ella apareciera. Pasadas hora y media, después de su quinto o sexto vaso, el barman se acercó y le dijo que lo sentía mucho pero que era hora de cerrar. El pobre señor Gutiérrez, frustrado y solo, salió tambaleándose a la calle y emprendió el camino a casa. De vez en cuando volvía la vista con la vaga esperanza de ver torcer la esquina a una preciosa mujer vestida de rojo corriendo y gritando que lo siente. Pero lo máximo que alcanzaba a ver eran las borrosas siluetas de los coches que circulaban a esas horas de la noche. ¿Qué le habría pasado? ¿Para que tomarse la molestia de comprar un CD y escribir la nota si luego no iba ni a aparecer? ¿Tal vez ella estuvo observando desde fuera y cambió de idea al verle venir? No conseguía entenderlo. Tuvo suerte de que al llegar al portal la puerta estuviese abierta, habría sido difícil acertar la llave en la cerradura con tan poca luz y tantos gin tonics consumidos. Subió a duras penas las escaleras sin dejar de apoyarse en la barandilla, y por fin delante de su puerta sacó las llaves del bolsillo. No le hizo falta hacer uso de ellas. Por lo visto hay chicas bonitas a las que sí les gustan los sellos y la música clásica. Y que encima saben forzar cerraduras. Tengo sueño Intento abrir los ojos. Imposible. Pruebo a mover las manos, los pies, pero es inútil. ¿Dónde estoy? ¿Qué me pasa? A pesar de lo incompresible de mi situación me siento tranquilo. Sé que debería estar agobiado, pero no es el caso. Intento abrir la boca para gritar, a ver si de esa forma consigo activarme. Se me olvidaba, no puedo moverme. Me encuentro en una especie de limbo, sólo con mi conciencia. Es una sensación magnífica. Nunca me había sentido así. Ni siquiera cuando comí aquellas setas alucinógenas. Psilocybe cubensis, así se llamaban. Tengo buena memoria para los nombres. ¿Pero qué hago aquí? ¿Dónde es aquí? Que más da, si puedo dejar llevarme por esta sensación de bienestar. Si pudiese crear una droga con estos efectos me haría de oro. Aun así me gustaría poder abrir los ojos un momento, echar un vistazo a mi alrededor. Solo por curiosidad. Atento. ¿Qué es ese ruido? Es como si alguien estuviese soplando detrás mío. También se oye una especie de pitido. Es gratificante poder escuchar algo. ¿O me lo estaré imaginando? No sabría decirlo, todo esto es bastante raro. Otro ruido, pero éste es diferente, rompe con la rítmica de los otros. Son ruidos rápidos. —¿Este es el del accidente de moto? ¿Cuánto tiempo lleva enchufado? —Más de un mes. Mañana deciden si lo desconectan, se dio una buena leche en la cabeza. Eh. Estoy bien, estoy aquí. —Pobre, parece joven. Un suspiro. —Veinticinco años, toda la vida por delante y ya ves. He oído que el desgraciado que lo atropelló se dio a la fuga. Estoy aquí. Estoy bien. Esto de no poder hablar me empieza a molestar. Vaya, se han ido. Me vuelvo a quedar sólo con mi conciencia y el rítmico sonido de los soplidos y los pitidos. Un momento, ¿qué han dicho? Algo de un accidente de moto. Me acuerdo de mi moto, una Kawasaki ninja 250. Me encanta esa moto. Espero que esté bien. ¿Cómo que tenía toda la vida por delante? Tengo toda la vida por delante. Mierda. También han comentado algo de desconectarme, que mañana lo deciden. No sé bien que significa, pero me estoy agobiando un poco. Tengo sueño. Que es ese murmullo. —Lo siento, lo siento tanto. Esa voz me suena. No llores hombre, si yo estoy bien. —Ojalá pudiera hablarte por última vez Adrián, decirte cuanto lo siento. Me llamo Adrián, claro. Y tu eres mi hermano. ¿Por qué lloras? No hay nada que sentir. —Mañana ya no estarás aquí, y todo por mi culpa. Claro, mañana deciden si me desconectan. Nada bueno. Yo quiero seguir aquí mañana. Me gustaría volver a montarme en mi Kawasaki. Iría en moto a buscar a Laura, daríamos una vuelta por la costa, sintiendo el viento en la cara, mientras el sol, naranja, se va hundiendo en el mar. Volveríamos a su casa y nos meteríamos en su cama. Siempre tiene las sábanas limpias y frescas. Haríamos el amor. Le diría que la quiero. —¿Por qué tuviste que entrometerte? ¿No te dabas cuenta de que yo estaba loco por Laura? ¿Que todavía lo estoy? Eso pasó hace mucho. Todavía iba a la universidad cuando conocí a Laura, ella ya no estaba contigo. ¿Sigues enamorado de ella? Lo siento hermano, pero yo también la quiero. Podrías haberme dicho algo. —Aquel día cuando te vi salir en moto de casa, contento, feliz, porque habías quedado con ella. Me sonreíste, ¿te acuerdas? “Voy a La Ciudad, dormiré en casa de Laura”, me dijiste. Fue demasiado. No pude soportarlo más. Cogí el coche, te seguí y... ¿Y? —Lo siento tanto. ¿Me atropellaste? Serás cabrón, siempre callado, siempre de acuerdo con todo, conforme. Ya te decía yo que tenías que mostrar más genio, enfadarte de vez en cuando, desahogarte. Me lo podrías haber dicho, habríamos discutido y, con el tiempo, lo habríamos superado. Pero no. Para qué resolver las cosas hablando pudiendo atropellarme. Serás cabrón. —Lo siento. Pues de poco me sirve ya. Mañana me desconectan. —Adiós. Adiós hermano. Te perdono, porque te quiero mucho, pero ya te vale. Si sólo pudiese tener un día más, para dar una vuelta en moto y decirle a Laura que la quiero. Volver a dormir por última vez en su cama, los dos desnudos. Si tuviese un día más, eso es lo que haría. Y yo que estaba preocupado por el trabajo. Tendría que haberlo dejado, no volver a esa oficina nunca más. Ni siquiera tendría que haber empezado. Siempre fantaseando con tener un taller de motos, ¿por qué no lo hice nunca? Yo que sé. Cuantos días desperdiciados delante de esa pantalla. Bueno, no sirve de nada lamentarse. Y tampoco me encuentro tan mal, puede que me hayan drogado y por eso me envuelva esta sensación tan agradable. Es como si estuviese entre las sábanas de la cama de Laura. —Pobre chico. —Apestaba a alcohol. Aquí vuelven estas dos. —Mañana desconectan a su hermano, es normal que esté afectado. Es que fue él quien me atropelló. Tengo sueño. Vuelve a haber alguien llorando al lado mío. Eres tú otra vez hermano. Ya te he dicho que te perdono. —Adrián. Laura. No llores. —¿Me oyes? Sí. Pero dicen que me van a desconectar. —Cuanto te voy a echar de menos. Y yo a ti. —¿Por qué te ha tenido que pasar esto a ti? Tranquila, no estoy tan mal. Es como cuando estoy entre tus sábanas. —Adrián. Laura. Me han vuelto a despertar. Escucho pasos, de varias personas. Parecen ocupados. Ahora se paran. ¿Por qué no dicen nada? —Apágalo. Me pasa por hablar. Tengo sueño. Avaricia Consuelo acababa de llegar de la misa de las siete cuando alguien llamó al timbre de la puerta. Estaba sentada en el salón desabrochándose los zapatos mojados. Fuera llovía a cántaros. Decidió terminar la tarea que tenía entre manos antes de ir a abrir. No solía tener visitas, seguramente sería alguien intentando venderle cualquier tontería que no necesitaba. Se creían que por tener ochenta años era imbécil. El timbre volvió a sonar. Resoplando de impaciencia, se puso las zapatillas de casa y se levantó del sillón con esfuerzo. “Ya va” dijo molesta. Al abrir, se encontró de frente con Ramiro, el vecino de abajo. —Siento molestarla Consuelo, pero es que tengo un problemilla —esperó en vano a que le preguntaran cual era ese problema y, pasados unos segundos, prosiguió—. Me ha salido una pequeña gotera en el baño, y quería comprobar si viene de aquí arriba. —¿Eso no debería mirarlo un fontanero? —respondió Consuelo. —Bueno, yo sé algo del tema, si le echo un vistazo creo que puedo intentar arreglarlo. Consuelo lo dejó pasar, pero le lanzó una mirada llena de reproche. A ella no la engañaba, sabía perfectamente porque no llamaba a un fontanero. No tenía un duro. Llevaba más de un año, o incluso dos, sin trabajar. Era un gandul que en vez de salir a buscar un trabajo de lo que sea, se quedaba en casa viendo la televisión. Ella lo sabía bien. Normal que su mujer lo hubiese abandonado. —Si no me equivoco viene justo de ese punto —dijo Ramiro nada más entrar al cuarto de baño, señalando hacia el lavabo. Consuelo observaba como su vecino se arrodillaba e inspeccionaba la estructura en la que se sujetaba. Era rectangular y su única función consistía en ocultar la tubería. Al moverla, un poco de agua sucia salió del interior, esparciéndose por el suelo. —¡Me lo estás poniendo todo perdido! —gritó ella enfadada. —Hay algo raro aquí detrás —respondió Ramiro, ignorando las quejas de Consuelo. Efectivamente, sacó una bolsa de plástico negra, totalmente empapada. Parecía que había estado acumulando agua por alguna pequeña gotera de la tubería. Dentro había algo. Ramiro le dio la vuelta a la bolsa y su contenido cayó a trompicones encima de las baldosas. Tanto él como su vecina se quedaron boquiabiertos. Forrados con un plástico transparente, más de diez fajos de billetes de quinientos euros quedaron a la vista de los dos. El tiempo pareció detenerse. Consuelo no tenía ni idea de dónde había salido, pero reconocía la bolsa como una de las que utilizaba su ya fallecido marido en la papelería que regentaba. Trabajó en ella hasta casi el último día de su vida, hacía más de diez años. Sabía que solía guardar algo de dinero en casa, pero no tenía ni idea de que quedara algo y, desde luego, jamás habría imaginado de que pudiese ser una cantidad tan elevada. No tenía sentido. —Joder —rompió el silencio Ramiro. La voz de su vecino sacó a Consuelo de sus pensamientos. Lo vio allí abajo, mirándola fijamente, y sintió miedo. Ese fracasado no sería capaz, ¿o tal vez sí? —Mi hijo está a punto de llegar —dijo sin pensar. —Tu hijo no vive en La Ciudad, y no te visita desde hace meses —respondió con una sonrisa nerviosa Ramiro—. Estás igual de sola que yo. Se quedaron quietos un segundo que se hizo eterno, entonces Ramiro cogió los fajos de billetes, los metió en la bolsa y se levantó. Fue a salir de la puerta sin mirar a Consuelo, pero ésta, percatándose que estaba siendo robada, comenzó a gritar: —¡Ladrón, desgraciado, fracasado! —¡Calla vieja! Dijo Ramiro mientras le tapaba la boca. Ella se quedó paralizada ante la violencia con la que estaba siendo inmovilizada. Su vecino mantuvo allí la mano, sin decidirse a apartarla. Consuelo pudo ver en la mirada de él lo que estaba pesando. Iba a llevarse el dinero, y ella era un estorbo. Intentó gritar, zafarse de él, pero sus intentos de escapar llenaron a Ramiro de determinación, consiguiendo así el efecto contrario al deseado. La arrastró por el pasillo hasta el salón y la tumbó en el sofá. Por el camino, Consuelo se agarró a la bolsa con el dinero que colgaba del brazo de Ramiro. Mientras su cara era tapada por un cojín, arañó sin quererlo uno de los fajos del interior de la bolsa. Notó el tacto de uno de los billetes y, llena de impotencia, lo estrujó con la mano. De pronto lo comprendió todo. Maldita sea. Era la única explicación. El imbécil de su marido debía de haberlos impreso, pero nunca se decidió a utilizarlos. Maldita sea. Estaba siendo asesinada por un puñado de papel inútil. Pataleó y gritó con más fuerza si cabe, pero Ramiro no podía entender el verdadero significado de los gimoteos que escuchaba. Siguió apretando, implacable, creyendo que sus días de fracasado habían terminado.
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