OPINIÓN | 19 | Viernes 1º de febrero de 2013 buscar acuerdos. La complejidad del fenómeno delictivo no admite simplificaciones ni mezquindades políticas. Para enfrentar en serio el problema, se necesita dejarlo al margen de la pugna electoral e impulsar consensos entre todos los candidatos Cómo acabar con la inseguridad Rodolfo Terragno —PARA LA NACION— L a inseguridad angustia a los argentinos. Sin embargo, la clase dirigente no concentra energías en la solución del problema. Hay políticos que convierten la seguridad ciudadana en un eslogan y académicos que la hacen objeto de discusiones bizantinas. De esta manera, no habrá solución. Hace falta que la política y la academia se apliquen a desentrañar las causas de la actual ola de delincuencia, indagar qué se ha hecho en países con un problema similar, estudiar en particular las experiencias exitosas y concebir medidas adaptadas a nuestra realidad. El mundo avanza hacia una teoría integral del delito, que contempla la combinación de múltiples factores criminógenos, lo cual obliga a políticas de seguridad complejas. En América latina –la región del mundo con mayor índice de criminalidad– hay esfuerzos por comprender y enfrentar la delincuencia. En Ecuador se ha realizado un estudio (“120 estrategias y 36 experiencias de seguridad ciudadana”) en el cual trabajaron especialistas en desarrollo urbano, seguridad ciudadana, violencia de género, trata de personas y cibercultura. El criterio integral se expuso en 2010, en Buenos Aires, en el seminario Seguridad Ciudadana, organizado por la Fundación Argentina Siglo 21, que reunió al director del Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Tratamiento del Delincuente (Ilanud), una catedrática española especializada en seguridad ciudadana y el coordinador del Laboratorio de Análisis de la Violencia (LAV) de la Universidad del Estado de Río de Janeiro. Ese criterio integral dominó el mes pasado, en Saint-Denis, Francia, un congreso internacional sobre seguridad en las ciudades, al cual tuve el privilegio de asistir. Fue organizado por el Foro Europeo de Seguridad Urbana, con el auspicio de la Unión Europea. A lo largo de tres días, hubo 125 presentaciones de otros tantos expertos, sobre temas tan específicos como la tecnología para la prevención, las funciones de la policía en el siglo XXI, la ciudad en la noche, el narcotráfico, el crimen organizado, el tratamiento de la discriminación y las auditorías de seguridad. A la conferencia asistieron dos ministros de François Hollande y una ex ministra de Nicolas Sarkozy. En los tres días no escuché una sola referencia a la “izquierda” o a la “derecha”. No es que las ideologías sean, en este tema, neutras. No lo son. Pero la izquierda y la derecha lúcidas comprenden que es imposible, a partir de una premisa, explicar (y menos resolver) la totalidad de los problemas sociales. Esto hace que desde ambas orillas del pensamiento político se aíslen problemas como el de la inseguridad, se los ponga bajo el microscopio y se examinen hasta sus más diminutos componentes, que no son todos ideológicos. A ningún estudioso o dirigente con esa visión se le ocurre que para lograr la seguridad haya que amputar los derechos humanos de los delincuentes. O que, al contrario, haya que sobornarlos con penas benévolas. Semejantes propuestas son, además de moralmente intolerables, incapaces de morigerar la delincuencia. Parten de una simplificación que la complejidad del tema no admite. La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Onudd) mide la inseguridad en el mundo a partir de la tasa de homicidios: el delito que más se denuncia o descubre. La estadística de la Onudd muestra la imposibilidad de ligar la inseguridad con una causa única: * Si se la atribuye a la economía, no se entiende que España sea tan segura como Alemania (1,4) y Grecia más segura que Bélgica (1,7). Eso para no hablar de EE.UU. (4,8). * Si se la atribuye a la injusticia social, no se entiende que Suecia (1,0) sea más insegura que Singapur (0,3). * Si se la atribuye a las crisis, no se entiende que Irlanda (1,2) sea el país más seguro de la estable Europa del Norte (1,5). Aunque su PBI por habitante es dos veces y media el de la Argentina y tiene sólo 5% de pobreza, ha sufrido una profunda crisis financiera. * Si se la atribuye a factores socioculturales, no se entiende que en la Argentina haya más homicidios (3,4) que en Somalia (1,5) o Marruecos (1,4). * Si se la atribuye a conmociones políticas, no se entiende que en Libia (2,9) o Egipto (1,2) dor nacional, estoy dirigiéndome a todos los otros candidatos, sin distinción de partidos, proponiendo que dejemos la seguridad ciudadana fuera de la pugna electoral. La idea es que, en vez de presentarse cada uno como líder de la seguridad, busquemos el consenso sobre medidas que pueden reducir la delincuencia. En toda campaña, los candidatos procuran diferenciarse y suelen extremar sus desacuerdos. Es necesario que prevengamos tal hipertrofia en este tema. Los aspirantes podemos competir y diferenciarnos en mil cosas, pero en materia de seguridad debemos tirar todos para el mismo lado. No importa quién promueva el acuerdo. Su búsqueda debe ser un ejercicio paritario, sin voz cantante, en el que todos nos abstengamos de sacar ventaja. El diálogo debe estar protegido de partidismos y tácticas electorales. O es una tarea colectiva en pie de igualdad o carece de sentido. Mi contribución será un temario tentativo, presentado con el solo propósito de ordenar y darle una secuencia adecuada a la discusión: 1. Desigualdad social y delincuencia vindicativa. 2. Marginalidad y desvalores. 3. Fallas del sistema educativo y ausencia de empatía social. 4. Discriminación y resentimiento. 5. Subordinación y violencia de género. 6. Debilidad institucional e ineficacia de la prevención. 7. Propagación de la delincuencia y rol de los medios de comunicación. 8. Deficiencias de las fuerzas de seguridad y facilidades para el delito. 9. Incongruencias de la legislación penal y sanciones no proporcionadas. 10. Inconsistencia procesal y desnaturalización de la pena. 11. Restricciones del Poder Judicial y denegación de justicia. 12. Reincidencia y sistema carcelario. Fyodor Dostoievsky dice en Crimen y castigo: “Hace falta más que inteligencia para actuar inteligentemente”. En este caso, hacen falta espíritu solidario, ideas prácticas y vocación de consenso. haya menos asesinatos que en Chile (3,2). * Si se la atribuye a penas benignas, no se entiende cómo en Uganda, donde por hurtar cortan la mano, haya una tasa tan alta: 36,3. * Si se atribuye a la falta de pena capital, no se entiende que los países del hemisferio donde hay pena de muerte figuren entre los diez más peligrosos del mundo. Son Jamaica (52,2), Belice (41,4) y Trinidad y Tobago (35,2). ¿Quiere decir que la inseguridad no obedece a ninguno de esos factores? No. Significa que obedece a todos ellos, en diferentes proporciones y combinaciones. Para impedir que se eleve la tasa de delincuencia y, más aún, hacer que se reduzca significativamente, hacen falta una política criminal sofisticada y continuidad. Si la estrategia es errada o el enfoque cambia con cada gobierno, no hay forma de tener éxito en la prevención del delito. Es por eso que, como candidato a sena- © LA NACION Subtes, un aniversario con poco para festejar José María García Arecha —PARA LA NACION— H oy se cumple un siglo de la inauguración de la Línea A de Subterráneos –la primera de América latina y la séptima del mundo–, el servicio de transporte de pasajeros de más alta tecnología en aquel momento. El centenario nos permite observar en perspectiva lo realizado y lo que todavía falta, en momentos en que el funcionamiento de los actuales servicios de subterráneos se ha convertido casi en un tema de alcance nacional. Hace un siglo la construcción del total del recorrido de esa Línea A, desde la Plaza de Mayo hasta la actual estación Primera Junta, fue realizada en ¡22 meses! El asombroso crecimiento de aquella Argentina en plena industrialización –con su consecuente desarrollo económico y social y un marco institucional ejemplar dado por la sanción la ley Sáenz Peña– trajo como consecuencia que, en pocos años, la población de la ciudad exigiera varias líneas más. Y se realizaron con el esfuerzo del capital privado: en la Línea A, la Cía. AngloArgentina; más tarde, en la década del 20, el grupo Lacroze desarrolló la Línea B, que se inauguró a fines del año 30 y circulaba por debajo de la avenida Corrientes, desde el Correo Central hasta Chacarita. Tam- bién por resolución del Concejo Deliberante, a principios de 1930, se le otorgó a la Compañía Chadopyf, de origen español, presidida por don Rafael Benjumea Burin, conde de Guadalhorce, la concesión y explotación de la Línea D, desde la estación Catedral hasta el barrio de Belgrano. La Línea C, que conectaba las terminales ferroviarias de Constitución y Retiro, y finalmente la “E”, para cubrir el trayecto Boedo a Constitución. Todas estas obras realzaron la jerarquía de una ciudad de Buenos Aires que nos llenaba de orgullo no sólo a los porteños sino a toda la Nación. Más allá de esto, finalmente, terminó por demostrarse la inviabilidad de que el capital privado desarrollara con rentabilidad las enormes inversiones necesarias para túneles, vías, material rodante, y obras complementarias, lo que llevó a que finalmente el Estado nacional se hiciera cargo, a comienzos de la década del 40, de la totalidad del sistema. Bueno es tener en cuenta la historia verdadera para que nadie confunda, imagine o difunda historias alternativas respecto del desarrollo de este sistema que es el mejor del mundo, el más rápido, el menos contaminante, el de menor índice de accidentes y de expansión sonora. Vaya como símbolo de nuestra deca- dencia que la red del Distrito Federal de México, que fue comenzada en la década de 1960, ya supera los 200 km de extensión, y la de Santiago de Chile, iniciada a finales de 1970, ya ha sobrepasado los 50 km, a pesar de desarrollarse en zonas rocosas de la precordillera. Entre nosotros, a partir de que el Estado asumió la responsabilidad de esos servicios, durante el gobierno del ex presidente Arturo Illia se prolongó la Línea E con las Hace un siglo, la construcción de la Línea A fue realizada en ¡22 meses! estaciones Av. La Plata, Independencia, Moreno y Bolívar. Tras el regreso de la democracia, en 1985, se agregaron a ese mismo ramal las estaciones José María Moreno, Emilio Mitre, Medalla Milagrosa, Varela y Plaza de los Virreyes. En 1987, se habilitaron el Premetro y la estación Ministro Carranza, de la Línea D, y, de 1996 a 2000 se habilitaron las estaciones Olleros, José Hernández, Juramento y Congreso de Tucumán, del mismo recorrido. Por suerte, las gestiones posteriores en los gobiernos de la Ciudad no paralizaron nunca más las obras. Actualmente, la Nación se desprendió en forma unilateral de cualquier responsabilidad y de los aportes para la extensión del subterráneo, a pesar de que el 40% de los pasajeros son vecinos del conurbano bonaerense que ingresan diariamente a la Capital Federal. Lo que sí es cierto es que en los períodos 1986-1989 y 1996-2000 sólo se contó con los aportes de los vecinos de la Ciudad, dispuestos por la ley 23.514 y las transferencias que proponía el Poder Ejecutivo y votaba la Legislatura con afectación específica de obra. Estos aspectos financieros nos llevan a comparar los presupuestos de la Ciudad en dichos años –que nunca superaron los dos mil millones de dólares– en especial con los de estos tiempos actuales, que se sitúan en los ocho mil millones de dólares. Esa simple comparación nos autoriza a pedir y esperar racionalidad y gestión, no proyectos rimbombantes. Porque lo que la red de subterráneos necesita para que su extensión deje de ser una promesa fácil son obras anuales ciertas, tanto en nuevas estaciones como en infraestructura y equipamiento. Cierto es que en todos los lugares del mundo en los que las redes de subterráneos son de gran magnitud –como París, Londres, Madrid y México, entre otros– el desarrollo de los sistemas se realiza con aportes compartidos por toda la región, incluidos los Estados nacionales. Bastará mirarnos en el espejo de aquellos años, cuando había recursos para obras, sin créditos internacionales ni endeudamiento, no obstante lo cual se renovaron vagones e instalaciones. Sería bueno que los protagonistas de esta riña de hoy en día, que tiene prisioneros a millones de usuarios, tengan en cuenta lo señalado, para que dejen de lado “la pirotecnia y el cotillón” y actúen sobre bases reales para impulsar servicio, obras y hechos concretos. Nadie podrá quejarse de falta de respaldo o aval político para que la red de subterráneos crezca, ya que la ampliación de las instalaciones, el mejoramiento del equipamiento y el ofrecimiento de mejores servicios cuenta con el respaldo unánime de todos los sectores políticos. Seguir aquellos pasos, sería la manera más coherente de honrar y adherir al trascendente centenario que se cumple hoy. © LA NACION El autor fue senador de la Nación La verdad del teatro en el propio cuerpo Osvaldo Quiroga P or la admirable entrega emotiva de Miguel Ángel Solá y Daniel Freire, por la tensión dramática que generan desde el escenario, por el rigor de un texto que hace de la síntesis uno de sus más sólidos pilares, El veneno del teatro, la obra de Rodolf Sirera que dirige en el Maipo Mario Gas, permite pensar no sólo en la esencia del hecho teatral, sino también en aspectos de la vida misma. En Corpus, el filósofo francés Jean-Luc Nancy, explica: “No tiene sentido hablar de cuerpo y de pensamiento separados uno de otro, como si pudiesen ser subsistentes cada uno por sí mismo: no son otra cosa que su tocarse uno a otro, el tacto de la fractura de uno por otro, de uno en otro. Ese toque es el límite, el espaciamiento de la existencia”. Y en el teatro, agregamos, el actor piensa con el cuerpo. Tanto los —PARA LA NACION— matices de su voz como sus movimientos más sutiles provienen de esa operación inconsciente que son las asociaciones del cuerpo. Lo que se produce de aquí en más es complejo y sencillo a la vez. El cuerpo es siempre un tono. Y se modifica en relación con los otros cuerpos que habitan la escena. La enorme economía de recursos actorales de Miguel Ángel Solá, un auténtico “animal de teatro”, es una de sus más notables cualidades. En El veneno del teatro va del personaje del amo al del esclavo con asombrosa sencillez. Poco importa que en la obra se los llame el señor y el mayordomo, lo cierto es que el esclavo es aquel que no puede disponer de su cuerpo, mientras que el amo es el que domina y somete el cuerpo del esclavo. Daniel Freire, otro actor extraordinario, interpreta a Gabriel de Beaumont, un divo de la escena que llega a la casa de este mis- terioso y extravagante señor. Pero todo su esplendor inicial irá derrumbándose en la medida en que su cuerpo es sometido al más radical de los experimentos. ¿Qué experimento? Ver hasta dónde se puede decir la verdad sin vivirla con el propio cuerpo y hasta las últimas consecuencias. ¿Qué siente el moribundo frente a la proximidad de la muerte? ¿Cómo se puede interpretar la muerte si la muerte es irrepresentable? El problema ya lo anticipó Shakespeare cuando le hace decir a Hamlet: “No es monstruoso que ese actor fingiendo, soñando sólo una pasión, amolde el alma de tal modo a su capricho que en completo su rostro palidece, vierten sus ojos lágrimas, todo por nada, todo por una vana ficción”. Para rozar la verdad el intérprete compromete su cuerpo en el límite de lo soportable. En ese sentido la tarea del actor es monstruosa, ya que recibe el cuerpo de otro sin despojarse del propio. Lo que le pide el señor al atribulado Gabriel es que sea Sócrates en la muerte. El momento sublime sólo podría producirse si el actor muere con su personaje. No si representa la muerte. El planteo nos conduce hacia el problema de la verdad en el teatro. Ningún espectador espera ni que Antígona muera en escena ni que Edipo se arranque los ojos. Sin embargo, lo que busca quien va al teatro es una exigencia de verdad. Y esa verdad sólo está en las verdades de los cuerpos. Antonin Artaud decía que el teatro “es como la peste, un azote vengador, una epidemia redentora”. Pocas veces sentimos esa conmoción que reclaman los que han experimentado el teatro en profundidad. George Steiner, en La poesía del pensamiento, sostiene que el Sócrates de Platón es una construcción literario-dramática sin par. De lo real de la muerte de Sócrates nunca sabremos nada. De cómo el veneno recorría su sangre o de lo que sintió en el umbral de la nada, tampoco. Pero de alguna manera, el teatro se asoma a zonas desconocidas y nos acerca a ciertas instancias del orden de la verdad. Porque en la vida los cuerpos hablan siempre, incluso, o más aún, cuando dormimos. En los juegos del erotismo o en los temores ancestrales, en las luchas por la supervivencia o en la paz, en el desánimo o en la alegría el cuerpo habla y dice. En eso el teatro se parece a la vida. Y algunas veces resulta más verdadero que la vida. Es cuando el pensamiento baila, como sugería Nietszche. Y en ese movimiento hay que intentar apresar la verdad. Aunque surja como un relámpago está allí. Y quizá en ninguna otra parte. © LA NACION
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