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¿Cómo se divierte Bogotá los domingos?
Ramiro Andrade
Tomado de la revista Bogotá D.E. nº 5 · Bogotá | 06-07/1957
Publicado en www.populardelujo.com · sección textos / bogotá | 09/2003
El programa dominical, después de la jornada exhaustiva y
apabullante en la oficina, es algo que es como una inviolable
institución para los bogotanos.
Ha podido cambiar, día a día, la vetusta cara colonial de la
urbe, han crecido sus problemas, y la tradición —para grima
de los ya exóticos caballeros de cuello duro y bombín— ha
sido sustituída por nuevas formas de vida, pero siempre quedará ese afán, esa esperada pausa alegre del domingo.
Desde esos remotos tiempos en que los caballeros y damas,
en románticos coches de punto, y después de oír la larga
misa dominical en la Catedral, se iban a los pueblos vecinos
de la entonces incipiente capital del país, ha sido tradicional
pasar el domingo fuera de Bogotá y sus días friolentos y
brumosos. Esta es quizá la forma de diversión dominical que
ofrece mayores atractivos. Claro que hay el pequeño detalle
de la necesidad de tener el vehículo adecuado para libertarse
por un día del cuello tieso, de la imprescindible gabardina o
el pesado abrigo y de los fastidiosos compromisos sociales
de estirada etiqueta.
A primera hora del domingo comienza a desplazarse de Bogotá
una caravana de automóviles, buses, camiones y otros similares artefactos mecánicos. A Girardot, a conocer la catedral
de sal de Zipaquirá y gustar el clásico piquete, a Honda, a
Sasaima, a Paipa, a Villeta, a otros pueblos de Cundinamarca,
de clima benigno y estampa que parece arrancada de esas
novelas terrígenas de Azorín o de las broncas páginas de Baroja.
Por la cinta cambiante de estas carreteras sabaneras, que
van descendiendo en la arrugada geografía de la montaña, a
otro clima, aun reencuentro con otro paisaje menos triste
que el fantasmal de la Sabana con sus pinos hieráticos y sus
melancólicos frailejones. Es toda la emoción del viaje, la sensación de estar alejados de ese tráfago diario de la ciudad y su
asfixiante monotonía.
Pero esto es apenas el principio en la complicada gama de
las diversiones domingueras. Como en muchos otros aspectos, todo depende de la posición económica y de los gustos
particulares de cada quien. Si se es un afortunado mortal
con carro, acciones y flamante chequera, hay la posibilidad
de asistir a los varios centros sociales de Bogotá. No importa
que el día amanezca con cara de pocos amigos. En Los Lagartos o en el Club Militar se puede disfrutar de una piscina
de aguas convenientemente tibias y con techo especial, así
llueva con la especial ferocidad bogotana. En este mismo
renglón queda el juego del golf (se calcula que más de cinco
mil bogotanos practican este deporte los domingos), los paseos en hermosos ejemplares equinos por los verdes prados
de la Sabana, los parties campestres en los clubes, y si
usted es super-oligarca, los vuelos en su avioneta particular
por encima de la sinuosa geografía de las montañas que
rodean la policroma Sabana de Bogotá.
Si, lamentablemente, usted no posee sino el deseo de tener
su carro y manejar chequera (mal que también afecta al
cronista) y es amigo de las excursiones campestres, puede
hacerlo en el democrático bus a los alrededores de Bogotá, a
Fontibón, a Chía, a Soacha, al Salto —que ha perdido notablemente su prestigio como trágico sitio para saltar a los infiernos— o a cualquier otro lugar donde el viento sopla alegremente en las tardes, milagrosas tardes dominicales de sol, y
los fogones encendidos de los paseantes, donde se dora la
clásica sobrebarriga, le prestan al paisaje un inesperado
ambiente de paz pastoril y bucólica.
Otros aspectos
Pasemos ahora a las diversiones que se ofrecen en la ciudad
a las personas que no tuvieron oportunidad de salir al campo. Como espectáculo favorito de los bogotanos hay que citar, en primer término, el cine. Bogotá tiene un volumen de
cineastas rabiosos, no superados en ninguna parte del país.
Con una paciencia benedictina, desde una o dos horas antes de iniciarse el espectáculo, las gentes hacen largas y
aburridoras colas para comprar las boletas. En esto de las
colas llevan la primacía esos famosos dramas mejicanos,
en donde se muere hasta el director de la película y una
dulce damita llora a raudales por los devaneos de un sujeto
con bigote, grandes pistolas y una marcada afición por el
tequila y las damas fáciles.
Saltemos ahora a los parques con su abigarrado colorido.
Los parques de Bogotá, que los domingos —si, como en los
anuncios de toros, “el tiempo lo permite»— cobran una vida
especial con la enorme afluencia de burgueses padres de
familia con sus bulliciosos chiquillos, criadas que estrenan zapatos chirriado res y vestidos que darían un desmayo a los elegantes creadores de Mireya Fashion; galanes
jóvenes con aires de conquistador; parejas de colkanas
que se aturden a los aires descoyuntados del heroico rock
and roll; gentes, en fin, de todas las clases sociales que
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han abandonado sus hogares estrechos para gozar de un
poco de sol y de una impresión visual más libre y hermosa.
Después viene Monserrate, un paseo tradicional que se
cumple con cierto rito y que combina felizmente la religiosidad con la diversión. El viaje a Monserrate es, será siempre, una excitante aventura. Incesantemente, en el moderno y vertiginoso teleférico, encerradas como sardinas, la
familias van llegando al cerro tutelar donde se yergue la
blanca iglesita como un ángel guardián de la urbe. La estación central del teleférico es un mundillo complejo habitado por la enorme romería de gentes que proyectan ascender la cumbre. Al lado de la beata piadosa que ha hecho del
viaje un obligado rito dominguero, una docena de chiquillos que se atiborran de helados, llenan el aire con sus
gritos jubilosos. Es el calidoscopio de una de las más antiguas diversiones capitalinas.
Otra cara
Nos quedan las diversiones y los deportes típicos. El tejo. En
los incontables campos de Bogotá, sabios ya por el
adiestramientos constantes y ayudados por la jacarandosa
alegría de las germanias, combinadas con el piquete, parejas de jugadores hacen del tejo una diversión hondamente
apreciada por el bogotano de clase media y las clases populares. Desde la época en que nuestros antepasa chibchas
lanzaban sus tejos, este deporte se ha convertido en una de
las expresiones más típicas de nuestro pueblo. Los campos
de tejo los domingos, por decirlo así, sirven de club social
para quienes no tiene otro medio de pasar el descanso del
día del Señor.
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Se haría interminable narrar otras formas de diversión dominical. Pero no deja de ser imperioso hablar de ciertas saliditas
en buena compañía para darle un poco de gusto al cuerpo en
algunos centros de diversión localizados en sitios vecinos.
Es el baile, una buena provisión de tragos entre pecho y
espalda, la escapada extraconyugal muy a las escondidas,
con todo el sabor de lo que es ligeramente ilícito. En los
sitios indicados, los domingos, hay un ambiente especial de
farándula, de evasión colectiva, que no deja de tener muchos encantos.
Finalicemos mencionando la diversión de los solitarios bogotanos. Gentes que, por su especial temperamento, miran
llegar el domingo como un día ideal para estarse en su casa
alejados del mundanal ruido, leyendo o escuchando música,
sin el ruido habitual de los vehículos y con la señora y los
niños a kilómetros de distancia. Y hablemos también del
colegial interno que sale como un potro desbocado, en parejas, en pleno trance de conquista y gastando a raudales su
repertorio de piropos. Porque de todo hay los domingos en
Bogotá. Un día especial hecho para hacer lo que no se pudo
durante la semana. Un día de ilusión, de transitorio escape a
la monotonía y a la dura jornada diaria.
El fútbol es otro deporte que ha calado hondo en el gusto de
los habitantes de la ciudad descubierta por la aventura genial de don Gonzalo Jiménez de Quesada. Las tardes
domingueras de fútbol en el estadio de El Campín son inolvidables. Un público fanático, acostumbrado a espectáculos
de primera categoría, rompe sus diques emocionales para
vivar a sus partidarios. De vez en cuando, en los grandes
clásicos, los cohetes estallan en homenaje a una jugada
afortunada, y la tarde toda es un formidable espectáculo de
emoción deportiva.
Los toros
Hay que hacer un aparte para hablar de la temporada de
toros, de esos fanáticos amigos de la fiesta brava que han
hecho de su asistencia a la Santamaría un alegre ritual. Los
toros tienen el privilegio de despertar una conciencia especial en los aficionados. Desde tempranas horas el circo se va
abarrotando. En tribunas especiales se ubican las peñas
jubilosas, mientras los odres de vino —legítima manzanilla
española o caliente néctar— hacen subir la temperatura
emocional de los asistentes. Lo demás es el grito, el ¡olé!
Triunfal o la rechifla violenta. Todo el drama de la vida y la
muerte que se escenifica con el inmenso telón del sol y de la
tarde al fondo, se hace palabra, gesto y emoción en el espectador que participa, a su modo, en la eterna fiesta.
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