¿Cómo nos toca la guerra? No. 11 - Problemas Rurales

Desplazados. Fernando Botero. 1999
¿Cómo nos toca la guerra? No. 11
Pontificia Universidad Javeriana
Facultad de Estudios Ambientales y Rurales
Maestría en Desarrollo Rural
Presentación
Estas son historias personales, muy cercanas. Algunas, son fruto de una
juiciosa reflexión para ordenar las muchas posibilidades, historias que se
cruzaban en la memoria, desordenadas, fugaces, imprecisas y profundas.
Otras, surgieron quizá más fácilmente, estaban más a la mano. Unas, se
construyeron hurgando en sus propias vidas, repasando sus propias
historias o las de sus parientes, para encadenar vivencias generacionales.
Otras, desde sus vidas profesionales, miraron la vida de los otros, la de
tantos pobladores y pueblos rurales, que han visto su cotidianidad marcada
por la crueldad de la guerra.
Desde muchos lugares de enunciación, estas crónicas renuevan este
ejercicio testimonial de las y los estudiantes del curso de Problemas
Rurales, dan cuenta cómo les ha tocado la guerra. Y nuevamente, en este
ejercicio de memoria, nos volvemos a reencontrar con los muchos dolores y
traumas que nos arrugan el corazón, al tiempo que ponen en evidencia la
capacidad de resistencia y la fuerza de la vida de tantas mujeres y hombres
en este país.
Gracias a todas y todos por sus disposición para compartir estas huellas de
sus propias memorias.
Flor Edilma Osorio Pérez
Bogotá, Noviembre de 2012
Tabla de contenido
Entre el temor y la indiferencia ................................................................................................................... 3
Resistencia, desplazamiento y rendición ................................................................................................. 3
Transformación del mono en hombre ....................................................................................................... 5
Un paseo por mi vida ...................................................................................................................................... 6
Mis primeros pasos en la realidad colombiana .................................................................................... 10
¡Nos sacaron las armas! .............................................................................................................................. 12
Tierra cafetera bañada en sangre. ........................................................................................................... 15
Amores entrañables y sabiduría de los años viejos .......................................................................... 16
De otras duras realidades ........................................................................................................................... 18
Sur de Córdoba: guerra y consecuencias sociales ........................................................................... 19
Una bala cruzaría su frente ........................................................................................................................ 21
La imagen de la guerra para un bogotano ............................................................................................ 24
No me ha atravesado, pero sí me ha despertado .............................................................................. 26
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Entre el temor y la indiferencia
“Nos llenamos de miedo al mirarla y al intentar reaccionar nos dimos cuenta que ya la
habíamos pasado, vimos la muerte y la percibimos en su más fina expresión, conocimos la
injusticia y no pudimos más que dejar el acto impune”.
Aunque juzgamos la indiferencia de las comunidades, ésta se ha convertido en la principal
estrategia para habitar los territorios de conflicto o para trabajar en zonas con dominio de
bandas o grupos armados ilegales.
Este es uno de los tantos casos donde las muertes selectivas realizadas por grupos
armados quedaron impunes y, además de eso, sin saber con claridad los motivos del acto
violento. En el norte del Chocó, en uno de los pueblos de Urabá, durante un recorrido
fuimos espectadores de cómo la violencia puede pasar por nuestros ojos sin poder realizar
un acto de protesta. En una curva encontramos una persona tendida, una mujer; a la
orilla de la carretera, en sus manos, una bolsa negra y su rostro tapado con un sombrero
azul. Sólo la vimos y no nos detuvimos por recomendación del conductor. En el pueblo nos
informaron sobre lo que había pasado el día anterior. Es curioso, todo parecía estar en
calma. No había tumultos y solo en algunas esquinas se veían grupos pequeños de
personas murmurando, pero sin hacer aspaviento.
Realizamos nuestras labores, pero nos seguíamos preguntando por qué había pasado, cuál
era el objetivo de esa muerte. ¿Retaliaciones? ¿Alguna cuenta pendiente? ¿Generar
miedo?... Sin embargo, no es posible indagar en un lugar donde se es un desconocido y
muchos menos cuanto existe la obligación de continuar trabajando en la zona por varios
días a sabiendas de que alguien armado vigila. No obstante, se escucha y también se
juzga. ¿Por qué nadie hace nada? ¿Por qué no realizar pronto el levantamiento? ¿Cuáles
fueron las causas para dejarla pasar toda una noche lluviosa en la carretera? ¿Por qué su
compañero o familia no la levantó pronto? ¿Qué razón tuvo la policía, que no estaba a más
de quince minutos desde pueblo, para no ir a realizar el levantamiento?
Al final concluí que cada vez más las comunidades y nosotros nos resignamos y no
protestamos. Nos gana el miedo y decidimos no desafiarlo para evitar actos violentos
contra los individuos. Vivimos con indiferencia como estrategia única para evitar la
muerte. Se calla para no confrontar y se desplaza cuando ya no soportas la injusticia. Pero
lo más triste de estos casos sin nombre, es cuando te percatas que la víctima tiene una
familia, hijos pequeños que preguntan desde su infinita inocencia, por qué su madre tarda
para traer la bolsa de pan. O cuando contestan entre sus amiguitos que su mami ya
regresó, pero que está acostada en la sala de su casa y duerme porque llegó cansada…
Resistencia, desplazamiento y rendición
En el municipio de San Mateo (Boyacá) en los años cincuenta, cuenta mi padre la historia
de cómo mis abuelos sufrieron en ese entonces la guerra entre los dos partidos políticos,
conservador (godos) y liberal (cachiporros). Para tener una clara información de cómo era
este suceso en la época de los cincuenta, el municipio de San Mateo y municipios aledaños
como Boavita y la Uvita, el 95 % de la población eran conservadores, y municipios más
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hacia el norte como Güicán, Chiscas y El Cocuy eran de orden liberal.
La oposición de esos partidos políticos traía como consecuencia muerte de familias
completas y desplazamiento de la comunidad. Cuenta mi padre que en la época no
existían vías veredales, solo caminos reales o de herradura para la comercialización de los
productos hacia otros municipios y veredas, por medio de caballos o a pie.
Mi abuelo paterno, un campesino de pura cepa, vivió en la zona y sus tierras eran
herencias de generación en generación. El y su familia no estaban de acuerdo con la
ideología del gobierno conservador de ese entonces; él era un liberal viviendo entre
conservadores y a raíz de esto se vinieron desencadenando amenazas para que dejaran
sus tierras o si no los mataban. Les dieron un plazo para abandonar la zona, pero el
desistió de dejar su tierra. Empezaron los inconvenientes, a matar su ganado y las
gallinas envenenándolos y sus cultivos fueron arrasados. Cuando vio que la situación era
seria, una noche decidió coger lo poco que tenía de vestir y alimento, su esposa (mi
abuela) con 7 meses de embarazo, -ese embarazo era mi padre-, y dos hijos que no
pasaban de los 5 años, y emprendieron la huida hacia El Cocuy, caminando entre las
montañas ya que si se iban por los caminos reales los estarían esperando para matarlos.
En ese desplazamiento forzado hubo persecución con armas de fuego (escopetas), pero
lograron escabullirse entre los árboles y arbustos, en una travesía que duró veintitrés días
aproximadamente. En el Cocuy, pensaba mi abuelo, podían tener mejor vida, ya que este
sector era liberal.
Poco después de su llegada, les dieron la noticia por medio de familiares que llegaron al
Cocuy que la mañana siguiente de que ellos huyeron habían quemado su casa e iban
dispuestos a matarlos. Mi abuelo al ver la realidad se quedó por unos meses trabajando
en tierras ajenas como jornalero y tratando de sacar a su familia adelante, pero la
situación era cada vez más complicada, ya que empezaron más fuertes los conflictos en la
región, cada vez había más muertes, en su mayoría niños y, además, el trabajo era
escaso. Al ver la situación tan complicada, decidió retornar a su tierra de origen de la
misma manera, con lo poco que tenía, pero en este caso ya mi abuela no estaba
embarazada, tenía a mi padre de brazos. Después del largo camino de cansancio, hambre
y discriminación, llegó al pueblo de San Mateo con una camisa blanca rindiéndose y
comunicando lealtad al partido conservador delante todo el municipio, reclamando que le
dieran otra oportunidad de vivir y sacar adelante su familia y que pudiera volver a tomar
sus tierras, oportunidad que le fue dada ya que la mayoría del pueblo sabía quién era y,
además, la mayoría de su familia estaba asentaba en la zona. Esta historia deja una
imagen de la cruda realidad de la época y si no hubiera sido por mi abuelo, creería que mi
padre y yo no la estuviéramos contando.
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Transformación del mono en hombre
Él, es un joven de contextura delgada, amante del ejercicio y el microfútbol, con excelente
estado físico, amigo fiel, estudiante destacado, recto en sus principios, creyente católico,
un buen individuo. Lo conocí cursando el octavo grado en el colegio San Antonio María
Claret, en el municipio del Líbano-Tolima. Me impactó en la niñez ver que para las
celebraciones del día del padre y de la madre nadie lo acompañaba. Tiempo después supe
que sus padres habían muerto en un accidente de tránsito cuando era un niño; era casi
nulo el recuerdo que tenía de ellos. La persona que se encargó de él y su crianza fue una
tía que le dio todo su amor y protección. Cuando terminamos el bachillerato, la situación
económica no era la mejor; sin medios para pagar la libreta militar, tuvo que irse a prestar
el servicio militar obligatorio.
Su paso por el ejército se divide en tres etapas: tres meses de entrenamiento, quince
meses de servicio en área y cuatro meses de hospitalización.
Entrenamiento. Tuvo entrenamiento básico (capacitación para la guerra) de tres meses en
el batallón de infantería de alta montaña General José Domingo Caicedo, distrito militar
número 58, donde aprendió a disparar morteros y los fusiles galil 762 y 556, a manipular
granadas, a cubrirse como preparación a posibles hostigamientos, a largas jornadas de
entrenamiento físico, a someterse a la disciplina militar, a recibir insultos a diario, a hacer
polígono, a la subordinación, a darse su lugar entre los compañeros del contingente. Pero
también adquirió “lo malo”: fumar marihuana, frecuentar prostíbulos en el tiempo de
licencia, adoctrinamiento en la cultura militar y al concepto de guerra prevalente en el
país, que incluye la bizarra categoría de “enemigo”.
Servicio. Luego del entrenamiento lo nombraron dragoneante por mostrar excelentes
habilidades físicas y fortaleza mental, siendo una pieza líder entre sus compañeros,
cumpliendo a cabalidad las órdenes impuestas por sus superiores; juró bandera y lo
transfirieron al municipio de Planadas, Tolima, considerada zona de alta insurgencia
subversiva. Allí militó por 15 meses.
Hospitalización. Era de madrugada, un ambiente gélido, el área donde se encontraban
situados a esas horas fue estratégicamente ubicada para el asentamiento del contingente,
mi amigo en su cambuche. Todo marchaba con completa normalidad, cuando de repente
el grupo escucha disparos a lo lejos. Su primera reacción es ocultarse entre las barreras
físicas que presentaba el lugar; luego se escuchan más disparos a lo lejos y el capitán
toma la decisión de partir en formación hacia el sitio de donde provenían los disparos.
Metros adelante el tenso silencio, al rayar el alba, disparos al oriente. Parten en grupos de
a cinco a rodear el área. Súbitamente una granada estalla a dos individuos de mi
compañero. El lanza más cercano a mi amigo durante toda la convivencia es despedazado,
sus restos mortales se distribuyen entre los árboles, el cercado y el pasto nativo; el
compañero de al lado recibe el golpe de la onda y queda con lesión permanente en los
testículos. A mi amigo se le estallan los oídos y recibe algo de metralla que causa heridas
en todo su cuerpo.
Mi amigo dura cuatro meses en hospitalización, recuperándose de las heridas y volviendo
a la “normalidad”, mientras los familiares de las otras dos personas afectadas lloran por
una parte al joven que muere y, por otra, la discapacidad del otro, un joven sin función
reproductiva, incapaz de sostener una erección, pero con pensión vitalicia.
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Actualmente. Luego de meses de asistencia sicológica y de estrés postraumático, mi
amigo se reintegró al glorioso ejército de Colombia. Actualmente vive en los montes del
país esperando al “enemigo”, en la búsqueda de su interminable conquista de la venganza.
Esa es la transformación del mono en hombre.
Un paseo por mi vida
Por las historias que me contaban mis padres, he podido entender como todas las
generaciones de colombianos hemos sido tocados por la guerra. Recuerdo que mi padre
me hablaba de Simón Bolívar y la guerra de independencia que libró con su ejército
popular. Me habló cómo mi abuelo participó en la guerra de los mil días y cómo a él le tocó
participar en defensa de su vida incorporándose a las guerrillas liberales, producto de la
violencia liberal conservadora.
Luego de perder todo en el interior de Santander, llegó a la vereda El Zarzal en
Barrancabermeja, a colonizar la selva virgen, hacer una finca y formar un hogar con mi
madre. Luego con la construcción de la Panamericana salió desplazado y le tocó vender lo
que tenía y llegar a la ciudad, a Barranca.
Después decidió trasladarse al municipio de Yondó, Antioquia, y ya éramos siete hijos y
mis padres. Empezamos a tener conciencia de que en este país había una guerra, pues a
mis 9 años veo adultos con armas y vestidos de verde, con unas maletas grandes en las
espaldas. Decía mi papá, "esos son los muchachos". Era una denominación interesante,
pero aparecieron otros uniformados y con armas y también maletas grandes; le dije a mi
padre ¿esos son los muchachos? y me dijo "No! ese es el ejército". Y ahí me explicó que
ellos estaban enfrentándose a la guerrilla a muerte y me dijo: "la guerrilla busca hacer la
revolución a través de la toma del poder por la vía política o militar y el ejército busca
mantener a la oligarquía en el poder y la defiende política y militarmente".
No pasó mucho tiempo, cuando empezamos a escuchar los disparos y los bombardeos
cerca de nuestra parcela, en veredas vecinas. La gente murmuraba, la guerrilla está por
tal parte y el ejército va por el otro, debemos desplazarnos a la caseta comunal para
protegernos, decían los viejos.
Mi madre con tanta incertidumbre, decidió irse con mis tres hermanos menores, Sonia,
Samuel y Jhon Jairo y me dijo, ”mijo, vámonos”. Yo le respondí, no mamá, yo me quedo
acompañando a mi papá. Y así fue. Me devolví para la finca, cuando ya se escuchaba el
ametrallamiento más cerca de mi casa. Esa mañana, la guerrilla amaneció en el patio de
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la casa. Eran como 25 muchachos cansados de caminar y llevaban un combatiente
enfermo con paludismo que no podía caminar rápido y tenía que descansar unos días para
recuperarse y continuar la jornada. Estando allí, bajo los árboles frutales del patio,
sobrevoló un helicóptero muy bajito sobre la casa y los frutales, los muchachos decidieron
que era muy riesgoso para ellos y para nosotros seguir pernoctando en nuestra finca y
decidieron continuar su camino.
A los pocos minutos de que ellos salieran de nuestra casa, nuevamente el helicóptero se
abalanzó sobre nuestra finca. Mi padre y yo, ya habíamos salido también. Pero mi padre
me dice, ”mijo, devuélvase por la grabadora”. Era una radiograbadora que hacía poco
había comprado con los excedentes de la cosecha de maíz. Era para escuchar las noticias
fundamentalmente, pues no nos dejaba escuchar mucha música porque las pilas se
agotaban rápido. Me devolví por la grabadora. Entré a la casa, la tome por la manija y
salté al camino. El helicóptero me detectó a lo lejos y se vino enseguida. Me metí en el
rastrojo donde estaba mi padre y él con su brazo me derribó al piso, cuando una ráfaga de
ametralladora nos surcó como a 50 cm de nuestras cabezas y nos cayeron ramas y hojas
encima. Mi padre dijo, “vámonos porque aquí nos matan”; me tomó de la mano muy
fuerte y nos metimos en medio de dos lomas, donde hay una cañada donde nace una
quebradita y teníamos cordillera por detrás y a los lados. Muy buena decisión la de mi
papa. El helicóptero empezó a rafaguear en serio. No sé cuántos tiros quemó y tampoco
sé a qué velocidad latía mi corazón de trece años. Pasaron como diez minutos. Escuchaba
que mi papá estaba pronunciando sus oraciones que, según él, siempre le protegían. A
pesar que era fundador del Partido Comunista y de la Unión Patriótica en la vereda, él
tenía una fuerte devoción por sus oraciones que, normalmente, invocaban a la Santísima
Trinidad, a la Virgen María y a Jesucristo. Tal vez estas oraciones nos salvaron. Recuerdo
que no escuchamos un solo disparo. Entonces se paró y con una firme decisión me dijo
¡vámonos!. Salimos corriendo por entre el rastrojo, con la velocidad que caracteriza a las
personas que están asustadas, salimos del rastrojo, atravesamos potreros y caminamos
como dos horas, hasta que llegamos a la casa de un vecino, don Gabriel. El nos recibió y
nos prestó la solidaridad que caracteriza los campesinos. Allí nos quedamos dos días,
hasta que escuchamos que ya no estaba ni el ejército ni la guerrilla en la finca de
nosotros. Decidimos irnos otra vez para la casa. En el regreso nos encontramos que el
ametrallamiento a don Alonso le mató un potro sin amansar y a don Pacho le mataron un
novillo. Llegamos a la casa y estaba mi mamá buscándonos en los potreros; pensaba que
nos había matado el helicóptero. Me dio mucha felicidad verla con lágrimas escurriendo
por sus mejillas rojas por el calor.
Fue un capítulo traumático para mi edad. Siempre que escuchaba un golpe fuerte me
sobresaltaba. Concluí que era por ese ametrallamiento, que tal vez me había alterado los
nervios. Efectivamente, cuando nos paraban los retenes del ejército para una requisa, se
me bajaba la tensión. Poco a poco, en la medida que iba creciendo, fui superando ese
trauma.
Entré a la universidad y mi sensibilidad por el campesinado continuaba, por estar
solidarizándome con causas sociales en general. En esa búsqueda, me invitaron a
participar en 1997 de las actividades de la Asociación de Campesinos del Valle de río
Cimitarra, ACVC. Empecé a participar en los talleres, eventos, asambleas campesinas y
juntas de acción comunal, para organizar a los campesinos y, a mis 24 años, me convertí
en uno de sus dirigentes. Ya participaba en las discusiones internas de planeación de las
actividades de la ACVC, cuando producto de la violación de los DDHH y la crisis
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humanitaria ocasionada por los paramilitares y el ejército en el Magdalena Medio, se
decide en 1998 realizar el éxodo campesino a la ciudad de Barrancabermeja. Allí éramos
más de 14.000 campesinos y mineros del Valle del río Cimitarra y el sur de Bolívar. Se
negoció con el presidente Pastrana, puntos importantes como el Bloque de búsqueda
contra el paramilitarismo y la financiación de un plan desarrollo para el Magdalena Medio,
y retornamos a nuestra región. En vista de que el gobierno no cumplía, en 1999 decidimos
tomarnos la alcaldía de Barrancabermeja y allí también negociamos; en ese mismo año
nos tomamos el Consejo Municipal de Yondó para llamar la atención de la alcaldía frente a
la inversión social en la zona rural. El 6 de diciembre de ese mismo año tuve mi primera
amenaza telefónica. Llamaron a mi casa y contestó mi sobrino de siete años y le
dijeron:”dígale a su hijo de puta tío guerrillero, que lo vamos a matar”. Se hizo la
denuncia respectiva de los hechos.
Seguí mi vida en la ACVC, continué con el trabajo, pero el 28 de agosto del 2.000 me
fueron a buscar dos hombres. No identificaron la casa mía y le preguntaron a una vecina
donde vivía yo y ella contestó que no conocía a ninguna persona con ese nombre. La
vecina los siguió con la mirada y los dos hombres se dirigieron al batallón e ingresaron allí.
Cuando me levante salí donde la vecina a tomar tinto y ella me conto esa situación. Entré,
tomé mi maleta y cogí un taxi hacia el puerto y después un expreso en el río y llegué a
Barranca. Ese mismo día, en las horas de la tarde, a 50 metros del Batallón, mataron el
primero: un prestamista que lo apodábamos el cura.
El 1 de septiembre del mismo año, a 5 minutos de la Base del puerto, mataron a mi mejor
amigo: tres encapuchados lo bajaron del carro y le dispararon en la cabeza tres tiros. No
volví a mi casa, ni a visitar a mis padres ni hermanos; lo dejé todo, familia y amigos. Era
un desplazado más. Me fui para Bogotá y duré 6 meses deambulando por las calles de
esta ciudad tan grande y fría, en la que no conocía a nadie. Tomé la decisión de
devolverme y no me importaba la muerte. Me interné en el Valle del Cimitarra, haciendo el
trabajo de campo de la ACVC; en ocasiones me encargaban labores de oficina. Cada vez
que entrábamos a la región lo hacíamos con acompañamiento internacional de Equipos
Cristianos de Acción por la Paz de Estados Unidos y Canadá, ECAP, o con la Corporación
Regional para la Defensa de los Derechos Humanos, CREDHOS, quien tenía
acompañamiento de Brigadas Internacionales de Paz, PBI. De esta manera sorteábamos
los retenes de los paramilitares que estaban ubicados a cinco minutos de las bases
militares de policía y de la armada nacional donde descuartizaban a la gente y la tiraban al
río Magdalena o la desaparecían.
Por parte del Bloque Central Bolívar, grupo paramilitar, continuaron las amenazas
individuales y a la ACVC en comunicados públicos. El Ministerio del Interior desde 1999
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nos asignó un esquema de cuatro escoltas como medida de seguridad, lo cual nos
ayudaba mucho para salir a las reuniones en Barranca y mantener la interlocución con la
demás organizaciones sociales y la institucionalidad.
En 2003 dejamos de tener acompañamiento internacional, pues un incidente de ECAP con
la policía, les ocasionó la deportación de dos acompañantes. Así que nos tocaba sortear
los retenes paramilitares con la información disponible. Es decir, estábamos al tanto si ese
día había retén o no, enviábamos un vehículo adelante y nos llamaban con un celular para
avisarnos y de esta manera decidíamos si entrar o no a la región. Eso nos funcionó en
algunas ocasiones.
La ACVC decidió enviarme a una gira de gestión a Europa por tres meses. Me encontraba
en zona rural en la vereda Puerto Matilde y me dispuse a viajar. Efectivamente sabía que
no había reten paramilitar, pues esa información me la facilitaron los motores y canoas
que subían río arriba y que funcionan como líneas de transporte de carga y pasajeros. Me
subí al motor que contraté. A Chucho, el conductor, un hombre de mi confianza, le dije: no
le paramos a nadie así nos disparen. El contestó como usted diga; me contrató para que
lo lleve vivo a Barranca y así va a ser. La idea era que me transportara de la vereda el
Bagre en Barranca; eran las 6 de la tarde y estaba oscureciendo. Todo iba sin novedad,
cuando a los 20 minutos de viaje por el río, en el caño conocido como la Tronquera, unos
cinco minutos antes de salir al cauce principal del Magdalena, saqué el radio Avantel e
informé a los escoltas que en 20 minutos me recogieran en el puerto de Barranca. De
repente, una luz de linterna en la orilla derecha, se apaga, se prende y se mueve,
haciendo como una especie de señal. Chucho, quien sabía que no podía parar, continuó la
marcha del motor canoa; en vista de que no arribamos ni atendimos la señal, aparecieron
más linternas y se escucharon voces. ¡Arrimen!. Y empiezan a insultarnos: hijueputas,
malparidos, gonorreas, ¡arrimen!. El radio que llevaba en mi mano derecha tenía una luz
pequeña. Escuché un disparo, sentí un ardor en el dedo índice de mi mano derecha.
Preciso, una bala me había rozado el dedo. En cuestión de segundos, pasé el radio a mi
mano izquierda, cuando otro disparo me tumbó el radio de la mano cayendo al plan de la
canoa. Por instinto, tomé la decisión de tirarme hacia atrás sobre mis espalda, en el plan
de la canoa, cuando una ráfaga atravesó el espacio que antes yo estaba ocupando.
Mientras esto pasaba conmigo, Chucho se escondió detrás del motor 40 hp Yamaha. Se
escucharon muchos disparos que zumbaban en el aire y que nos perseguían. Salimos en la
huída, pudimos escapar del caño la Tronquera y llegamos a las aguas oficiales del
Magdalena. Me acordé que cuando pasábamos por el retén que nos disparó, al otro lado
había una chalupa blanca con un motor 200 hp. Le dije a Chucho que ellos nos iban a
perseguir en esa chalupa. Chucho me dijo: tiene razón; esté pendiente y me avisa.
Cuando en el fondo veo una mancha blanca que se acerca y cada vez más grande y se
empieza a escuchar el rugir de su motor, le grite Chucho ¡nos persiguen!. El avantel aún
me funcionaba y alcancé a avisar a los escoltas que los paramilitares en la Tronquera nos
habían disparado y nos perseguían. Le quite la pila al radio, guardé la pila en un bolsillo y
el radio en el otro bolsillo del pantalón.
Arrimamos a la orilla de una isla grande. Nos bajamos, las piernas me temblaban, tenía
una sensación de mucha sed y había que subir como dos metros para internarnos en la
isla. Chucho me hizo reaccionar. ¡Suba rápido!¡Allá vienen! Cuando pude subir, Chucho
corrió y yo también. Quedamos separados. Yo corrí y corrí como nunca antes lo había
hecho; saltaba por encima del gramalote, hasta que me escondí. Cuando de pronto
escucho voces y veo luces por la parte de atrás donde yo estaba. Eran los paramilitares
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buscándonos. Llegaron hasta justo detrás de mí y se devolvieron. Después pasaron por el
frente, alumbrando y de pronto ladraron unos perros a lo lejos. Uno de ellos dijo, ”vamos
para donde ladraron los perros. ¡Allá van!”. No volví a ver a nadie.
Me quedé quieto. La noche era oscura, pero podía ver, escuchar y oler a lo lejos. Mis
sentidos estaban agudos como nunca antes, las hormigas y los zancudos me picaban y los
dejaba, el dedo me ardía a veces. Me quedé pensando toda la noche. Pensaba que en la
oficina ya había una denuncia por mi desaparición, que habría un escándalo a nivel
internacional y que estaban organizando una comisión para buscarme apenas amaneciera.
Las corbetas de la Armada empezaron a circular por el río, para arriba y para abajo y
duraron haciéndolo toda la noche y parte de la madrugada. Yo me imagino que me
estaban buscando. No podía tomar el riesgo de salir para que me recogieran, podía morir
en el camino. Dejaron de pasearse por el río y ya empezó a amanecer. Saqué el radio y la
batería de mis bolsillos y los limpié con un pedacito del interior de mi camisa llena de mi
sangre, que aún quedaba limpio. Lo encendí y, a pesar del balazo que le habían pegado,
afortunadamente seguía funcionando. No había señal. Caminé por dentro del gramalote,
unas matas altas como de tres metros, que me escondían muy bien, cuando sonó el radio
avisando que había señal. La primera llamada que entró fue la de mi hermano Samuel. Me
preguntó ¿Cómo está?, le respondí, Avise que estoy bien. Chao. Él me contestó muy
preciso Eso quería saber. Listo!. Me ubiqué en un sitio donde tenía señal y la visión sobre
el río; salió al radio mi amigo Pablo, de Credhos y me dijo Ya tenemos una comisión
humanitaria para ir a buscarlo ¿Dónde está?. Respondí Cuando esté en el río, nos
seguimos comunicando. Y así fue. Cuando hizo la señal que le pedí, un giro a la derecha
con la chalupa, les solicité que arrimaran a esa playa. Calculé que mi carrera hasta la
orilla, era el mismo tiempo que se demoraba en llegar la chalupa. Era como si se detuviera
el tiempo y todo empezaba a transcurrir en cámara lenta. Cuando fui consciente, ya la
chalupa estaba en la orilla y yo dentro de ella. Sentía como si hubiera nacido por segunda
vez y empecé a reconocer la Comisión Humanitaria; estaba el Defensor del Pueblo del
Magdalena Medio, la Organización Femenina Popular, OFP, CREDHOS, PBI, ACVC,
SINALTRAINAL, ASODESAMUBA. Pablo, mi amigo, me dio una camisa suya y me dijo que
me quitara la que yo traía sucia y llena de mi sangre por la herida del dedo índice de mi
mano derecha que, en ese momento, me empezó a doler.
Mis primeros pasos en la realidad colombiana
Como muchas personas dicen “Uno nunca cree sino hasta que le pasa”. A finales de los 90
del siglo pasado, con el título recién impreso y debajo del brazo, cuando me aventuraba al
mundo laboral, buscaba por toda Colombia un trabajo. En esos tiempos y como hoy, a
muchos nos tocaba aceptar donde fuera y como fuera esa oportunidad para iniciar.
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Por eso y gracias a un familiar, un tío abuelo, llegué a trabajar a un municipio cercano de
la llamada antigua “zona de distención”, El Castillo, Departamento del Meta. Es una
población enclavada en el pie de monte llanero, con acceso relativo al Páramo de
Sumapaz, a la ciudad de Bogotá y a otros departamentos como Huila, Tolima, y a todo el
centro del país. En la zona, obviamente, se tenían (y tienen) límites imaginarios: del río
Ariari hacia la montaña domina la guerrilla y del río Ariari hacia la sabana existe influencia
paramilitar. Esto hace al municipio tener una ubicación estratégica y común para los dos
grupos y es, en parte, explicación del conflicto continuo por el dominio y posesión de y en
la zona, la cual es además un corredor para el transporte de droga.
Obviamente, en la universidad nunca enseñan a manejar o sortear situaciones en zonas
de conflicto, ni mucho menos a interpretarlas o contextualizarlas. Lo cierto es que todo era
nuevo, pero más nuevo era una realidad desconocida que me tenía preparada la vida.
Con mi arribo al municipio, se generó una gran expectativa de los actores armados de la
zona, una gran incertidumbre por saber quién era, de dónde venía, qué iba a hacer allí y,
sobretodo, quién me había recomendado. Mi gran expectativa era intentar cambiar el
mundo, trabajando de sol a sol (calmando fiebre) y, sobretodo, muy animado viendo que
todo era muy fácil, todo era técnico, operativo y con mucha colaboración por parte de la
comunidad, la cual mencionaba que en la zona rural del municipio nunca habían visto un
ingeniero.
Con el transcurrir de los días empezaron a llegar unas invitaciones a través de cartas, para
que me presentara. Indagué sobre los autores y su veracidad, lo que básicamente
confirmó la obligación de atender las indicaciones, si quería conservar mi estadía en la
zona. Un día de madrugada, en una moto, me dirigí en compañía de un baquiano hacia la
montaña; en el trayecto conocí las primeras columnas guerrilleras y de una ellas salió un
singular personaje con uniforme camuflado que con voz ronca gritó preguntando ¿para
dónde va?¿quién es usted? A lo que yo respondí con más ímpetu, ¡es personal! El
individuo se acercó, me observó de abajo arriba y prosiguió con un discurso en el cual me
acusaba de ser de los Carranza o un infiltrado del ejército, a lo que yo con desconfianza
pero sin miedo le respondí: A mí no me invente nada, usted no me conoce ni mucho
menos me meta en líos. Estoy acá porque me tengo que presentar ante un tipo que se
llama “Nelson” y ya. No dije nada más y me fui sin mediar palabra ni despedida.
Dos horas más tarde, después de transcurrir varios caminos, llegué a un caserío llamado
La Esmeralda. Sin desayuno, almuerzo y mucho menos agua, debí esperar una persona
que amenazando el crepúsculo no aparecía. Siendo tan tarde decidí devolverme, pero de
repente llegó un grupo de guerrilleros, entre los que se encontraba el singular personaje,
lo que me generó desconfianza por el altercado pasado. Se acercó una mujer y me
preguntó ¿a quién espera?. Le comenté que al comandante Nelson y me desanimó
diciéndome que él no ha estaba en la zona pero que lo esperara, que iba a averiguar
cuando llegaba.
Ya oscureciendo y con el ruido de plantas eléctricas me gritan desde un rancho:
¡Ingeniero! que el comandante lo va atender. Fui corriendo, saludé a un grupo de 9
personas que estaban en mesa redonda al interior del rancho y liderada por un hombre
con camuflado y con voz ronca. Sorpresa. Era el mismo tipo con quien había tenido una
mínima comunicación horas atrás y a quien había insultado al verlo dejado hablando solo.
Me sonreí, eso fue lo que hice cuando lo miraba a los ojos. El me ordenó sentarme y
escuchar sus peticiones, las cuales fueron escritas conforme al dictado. Eran tres cosas: 1)
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Diseño y construcción de un acueducto veredal (comunidad). 2) Construcción de puesto
de salud (comunidad). 3) Construcción de puente colgante (transe bundes). Estas fueron
sus peticiones, con las que estuve de acuerdo, pues me parecieron posibles.
Dentro de la inexperiencia en el manejo del presupuesto municipal y la asignación de
recursos por rubro, conté con suerte y tuve el apoyo directo para el desarrollo de dos de
las tres peticiones exigidas por “Nelson”. La tercera hubo que aplazarla y llevarla al
concejo municipal para su discusión y aprobación. Finalmente, se generó un gran
problema y por ese aplazamiento se produjo el asesinato de uno de los concejales y las
persecución de los otros.
La situación se volvió inmanejable y, sobre todo, se generó gran incertidumbre por la
llegada de un nuevo anónimo donde se me pedía nuevamente subir a la montaña. Surgió
un gran dilema ¿me quedo o me voy?. Al día siguiente y sin saber qué hacer, ocurrió un
lamentable suceso que decidió mi salida inmediata del municipio. En la colectiva de las
9:00 am que salía para Villavicencio se transportaba el Personero, al cual bajaron y
degollaron a la salida del pueblo.
Tiempo después y por noticias radiales se supo que los paramilitares habían sido los
autores del asesinato del personero. Así abruptamente y después de 13 meses, 7 días y 6
horas terminó uno de los episodios más bonitos en mi vida profesional. Hacer, realizar,
validar y todos los verbos que coincidan o permitan dar significado y complemento al
adjetivo de satisfacción personal y profesional, sentidos y amplificados por ayudar a la
comunidad y, claro, por tener la oportunidad de tener la responsabilidad de tomar
decisiones, decisiones que como toda acción tienen consecuencias. Muchas veces, sin
saber por qué o mejor, sin saber qué pasará aunque se piense hacer el bien, lo más
importante es ¿a qué costo?
Según Jean Jaques Rousseau, la sociedad es profundamente injusta y hace perverso al
hombre. Parece que con el relato anterior, parte de eso tiene fundamento. Qué necesario
es, en estos momentos, eliminar las desigualdades sociales y todos realmente velar por el
interés común, la comprensión y el renacimiento de los valores humanos, que pueden ser
parte de la solución por un bienestar y resurgir humano común.
¡Nos sacaron las armas!
Al pasar esta semana, octubre de 2012, por aquellas maravillosas sabanas del Meta
donde se une la tierra con el cielo, recordé con cierto resquemor cómo siendo tan solo
una ingenua y emocionada joven estudiante tuve muy cerca la guerra, tan cerca que sentí
que mis huesos se fracturaban, mi voz se enmudecía y mi vida se escapaba.
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La historia comienza un lunes de febrero de 1999, cuando la facultad de Medicina
Veterinaria y Zootecnia informa a los estudiantes de segundo semestre de dicha carrera,
que había programada una práctica académica de cuatro días a la finca de la universidad
en Puerto Gaitán-Meta, con el fin de aplicar en campo los conceptos aprendidos en una
asignatura que se llamaba Suelos y Pastos.
Para todos aquellos que en ese momento teníamos inscrita la asignatura y que éramos
“citadinos”, fue una muy excelente noticia. ¡Nos íbamos de práctica!. Recuerdo que
estaba muy emocionada, feliz e inquieta porque era mi primera salida a campo. Recuerdo
también que entre los compañeros preguntábamos y comentábamos ¿Cómo será la
finca?, ¿Cuánto tiempo nos demoraremos en el viaje? ¿Qué tal estará la vía? ¿Qué
llevamos de comida? ¿Y el orden público?, otros decían…”hay que llevar repelente”,
“comida enlatada porque no hay quien cocine”, “no olviden el bloqueador”, “camisas de
manga larga”, “por nada del mundo olviden las botas de caucho y el sombrero alón”, “por
allá el sol es más bravo que en Villavicencio”
Esa noche llegué a mi casa muy contenta a contarle a mi mamá que me iba de práctica
para Puerto Gaitán a la finca de la universidad, y su respuesta fue… “Mamita, yo no quiero
ser aguafiestas; es rico que salgan de práctica, pero me parece que no es prudente que
vayan por allá, Gaitán está muy lejos y lleno de paracos”, a lo que respondí… “No, mami,
no hay lio. La universidad tiene todo programado y ajustado. ¡Tranquila! Más bien pídale a
Diosito que todo salga bien”.
Así pasaron los días de esa semana hasta que llegó el tan anhelado jueves, el gran día, el
día del viaje. Éramos como 30 estudiantes. Viajamos en un bus de la universidad y, por
supuesto, con un profesor a cargo de dicho grupo. Salimos de Villavicencio como a las
5:00 a.m. rumbo a Puerto Gaitán. El camino era largo, la vía no era pavimentada y había
mucho polvo, pero todos íbamos felices. La noche de aquel jueves llegamos a la finca,
nos duchamos y cada uno se dispuso a dormir.
Al día siguiente, el viernes, madrugamos, nos alistamos y salimos a campo; íbamos a
sembrar dos hectáreas de pasto llanero. El profesor dijo… “las mujeres se van en la zorra
a traer la semilla del pasto y los hombres nos quedamos preparando el terreno”. Íbamos
como 10 mujeres y el tractorista, en una “zorra” halada por un tractor, el calor era
infernal y moríamos de sed. De repente vimos una caseta muy grande con televisor,
nevera y Coca Cola (era un oasis en medio del desierto), alguna de mis compañeras
dijo…”paremos aquí y compramos agua”. Efectivamente paramos y Juanita (una
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compañera que era de Puerto Gaitán) se ofreció para ir a comprar el agua; mientras tanto
nosotras posábamos, reíamos y payaseábamos tomando fotos. Juanita llegó con agua y
Coca Cola, pero estaba muy callada y tenía cara de preocupación, alguien le dijo… “Juanita
qué te pasa? ¿Por qué tan callada? ¿Te descuadraste con la plata?, hubo un silencio
profundo y de repente Juanita dijo…”Niñas tengo que decirles algo pero por favor no se
vayan a asustar…esos señores que estaban en la caseta son paramilitares y dieron la
orden que cuando subamos nos tenemos que quedar todas ahí”. En ese momento ya
habíamos llegado al lugar donde teníamos que recoger la semilla. Nos sentamos debajo
de la zorra y casi todas, entre ellas yo, empezamos a llorar. Teníamos mucho miedo. En
ese momento pensé que nunca más volvería a ver a mi familia y recordé las palabras de
mi mamá. El tractorista que era de esa zona nos decía muy preocupado que él no podía
subir con nosotras porque orden era orden y si no la cumplía, lo podían matar. Fue un
momento de angustia, de desolación y profundo temor. Nadie decía nada, solo llorábamos.
Juanita dijo… “recojamos la semilla y ya veremos que hacer”. Así pasó. Nos pusimos a
recoger la semilla. No sé cuánto tiempo llevábamos en eso y como por arte de magia
apareció un camión, de esos en los que transportan ganado, lleno de hombres, armados y
con camuflado. Se estacionaron frente a nosotras y empezaron a decirnos obscenidades.
Les dábamos la espalda, ninguna quería mirar, todas llorábamos. Finalmente, no pasó de
ahí. El camión se fue y nosotras seguimos con lo nuestro.
Creo que ya habían pasado como cuatro horas y los hombres de nuestro grupo estaban
preocupados porque no llegábamos, así que salieron a buscarnos. Más bien a rescatarnos.
Eso lo supimos cuando nos encontramos con ellos. Llegaron al sitio donde estábamos
recogiendo la semilla y todas llorando repetíamos lo que Juanita nos había contado.
Recuerdo con muchísima claridad la cara de angustia e impotencia de mi profesor. Sin
embargo, el dijo…”subamos, nos vamos todos en el bus y de aquí no las baje nadie”.
Subimos, pasamos por el reten y nadie nos paró. Llegamos a la finca sin mayor tropiezo.
Esa tarde la tensión y el temor eran evidentes en cada una de las personas que allí
estábamos; sin embargo tratábamos de no hablar del tema. Esa noche hicimos una
fogata, era tal vez media noche, todo estaba oscuro, solo nos acompañaba la luz de la
fogata cuando aparecieron tres hombres armados, dijeron… “Buenas noches muchachos”
dieron una vuelta por la finca y se marcharon.
Al día siguiente, madrugamos a continuar con nuestra labor. La mañana pasó en calma,
llegó medio día y nos dirigimos a la finca para almorzar. Terminamos el almuerzo y
sacamos algunos colchones de los catres donde dormíamos para descansar un rato. Creo
que eran como las 12:30 cuando nuevamente llegaron dos hombres armados.
Preguntaron por el profesor. El se paró de una silla donde estaba sentado y se fue hablar
con ellos. Pasaron como 10 minutos y se fueron. Inmediatamente, el profesor nos reunió a
todos y nos dijo que nos subiéramos al bus porque teníamos que ir hasta el retén que los
paramilitares tenían en Neblinas, un lugar más o menos cerca a la finca. En este momento
pensé que nos iban a matar.
No teníamos otra opción. Nos subimos al bus y llegamos al dichoso retén. Allí y como por
variar se subieron dos hombres armados, uno se quedó en la puerta de adelante del bus y
otro en la puerta de atrás. Se presentaron, nos dijeron sus nombres y nos comunicaron
que eran de las Autodenfensas Unidas de Colombia. Yo estaba sentada con mi amiga
Marcela en la mitad del bus, en la parte izquierda. Empezaron a pedir los documentos de
identidad de cada uno de nosotros. Por supuesto, todos entregamos algún documento que
nos identificara. Yo entregué el carnet de la EPS, porque mi Tarjeta de Identidad la había
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extraviado y el carnet de la universidad lo tenía en la biblioteca como prenda por unos
libros que días atrás me habían prestado. Fue un momento muy difícil para mí, no podía
evitar y mucho menos disimular el temor que me invadía.
Empezaron a llamar a cada uno por apellidos y nombres siguiendo el orden en que
estaban los documentos; después de hacer el llamado, miraban la cara de cada estudiante
y le devolvían el documento entregado. Cuando llegó mi turno recuerdo: ”Posada
Velásquez Luisa Fernanda”. Como pude levanté la mano, sentía que no tenía fuerzas ni
para eso; el paramilitar que estaba en la puerta trasera leyó mi nombre, me miró a los
ojos y no me entregó el carnet. Pensé, “Dios mío, me van a dejar aquí o me van a matar”.
Hubo un silencio infinito en el bus, nadie hablaba, ni murmuraba, solo me miraban con
angustia, por supuesto, yo desgarrada en llanto, esperando la instrucción. Terminó de
llamar a cada uno de mis compañeros, incluido mi profesor y no me devolvía mi carnet. El
que estaba en la puerta trasera se acercó hasta mi puesto y dijo, ¿usted es Luisa
Fernanda?”. Con la voz entrecortada le respondí, “si señor”. Este señor me gritó, me
insultó y me dijo que nunca en la vida olvidara que uno tenía que tener un documento
“real” que lo identificara; finalmente me entregó el carnet. Se bajaron del bus y nosotros
volvimos a la finca.
Era como la 1:30pm cuando llegó una camioneta Hilux a la finca. Venía llena, pero se bajó
un hombre armado y nos dijo…”tienen que salir antes de las 2:00pm de Puerto Gaitán o
no respondemos por la vida de ninguno de ustedes”. Creo que nos faltaron manos y pies
para recoger las cosas y salir corriendo, salir huyendo de ese lugar, con el agravante del
deterioro de la vía, en esas condiciones era absolutamente imposible estar en la cabecera
municipal antes de media hora. Sin embargo, cumplimos la orden y desalojamos la finca.
Logramos llegar al pueblo como a las 3:00 o 3:30 pm, por fortuna, vivos. Continuamos
nuestro viaje y llegamos como a las 10:00 de la noche a Villavicencio. El lunes siguiente
toda la universidad sabía lo que nos había pasado en aquellas hermosas sabanas del Meta,
todos querían saber cada uno de los detalles de nuestra experiencia, fuimos tema de
conversación por varios meses en los pasillos de la U. Nadie quería volver a Manacacías.
Este es un relato de una de las experiencias más amargas y angustiantes de mi
existencia. Como ya lo dije antes, sentí que mi vida colgaba de un hilo y estaba en manos
de otro. Esta es una pequeña vivencia de cómo a todos los que vivimos en este país
azotado por la violencia, nos ha tocado vivir directa o indirectamente la guerra.
Tierra cafetera bañada en sangre.
Nuestro país ha vivido durante muchos años un proceso de violencia que nos ha tocado de
forma directa o indirecta. Mi niñez se desarrolló en la ciudad y, en época de vacaciones, en
el sector rural. Durante el periodo de permanencia en la ciudad de Ibagué se sentía una
tensa calma debido a la cercanía de la guerrilla a la ciudad; había operativos del ejército
nacional los cuales dirigían sus miradas a la cordillera ante una inminente incursión
guerrillera a la ciudad.
El período en el sector rural estuvo marcado por la presencia de la guerrilla en la zona,
que hacía presencia permanente en los municipios del norte del Departamento del Tolima.
Sus pobladores se encontraban bajo unas normas impuestas por este grupo tales como
vacunas, impuestos por eventos y normas de convivencia. En ocasiones, hacía presencia
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el ejército nacional en los establecimientos públicos en busca de productos de primera
necesidad; una vez abandonaban el establecimiento, con intervalo de cinco minutos,
llegaba la guerrilla a comprar de productos, bajo la mirada temerosa de los que allí
departíamos. En mi adolescencia estos viajes familiares a la zona fueron disminuyendo
debido al reclutamiento forzado de personas que no contaban con su mayoría de edad;
como afirmaban los insurgentes “ya puede alzar un fusil”. Las muertes selectivas
aumentaban con el tiempo debido al incumplimiento de las normas de convivencia o
simplemente sindicado de ser auxiliador del ejército nacional.
Con el pasar de los años los grupos paramilitares del Magdalena Medio se acercaron a esta
zona que ya vivía bajo la zozobra de los dos grupos, y que con éste último sumaban tres
ejércitos. La vida cotidiana cambió radicalmente. Los paramilitares con sus métodos de
violencia atemorizaron a la población civil. Las personas que eran señaladas por el grupo
paramilitar debían abandonar la zona en el tiempo estipulado o recibían la sentencia a las
afueras del pueblo ante la mirada de sus pobladores. El tránsito por los caminos veredales
se hacía con precaución y bajo el adagio popular ver, oír y callar, debido a la presencia de
los campamentos de estos grupos en la zona. Escuchar a mis familiares a través de los
pocos teléfonos fijos de la zona, informando de un enfrentamiento a pocos metros del
casco urbano entre la guerrilla y los paramilitares confirmaba una época de violencia
extrema. El grupo paramilitar ocupó la zona que por años estaba en manos de la guerrilla,
bajo un manual de convivencia distinto al impuesto por el grupo guerrillero. A pesar de
que la muerte no tocó a la familia debido a estas incursiones, si tocó a personas cercanas
al núcleo familiar, personas conocidas o estimadas en la población civil. Las muertes
aumentaban con el tiempo debido al señalamiento continuo de personas por parte del
grupo paramilitar.
Una vez desmovilizados los paramilitares, la guerrilla intentó ocupar el territorio que antes
les pertenecían, llegando de nuevo con ellos una nueva oleada de muerte para sus
pobladores, hasta el inicio del programa de seguridad democrática, el cual liquidó o
capturó a todos los integrantes del grupo guerrillero, llegando de esta forma al fin de una
etapa triste y dolorosa.
Amores entrañables y sabiduría de los años viejos
Es difícil plasmar en palabras escritas las vivencias que mueven el alma y que la arrastran
por el camino tormentoso del dolor y la esperanza; es el inefable paso de las experiencias,
que como un mar desenfrenado impulsan mi anhelo de vivir y nutren mi espíritu.
Afortunadamente para mí, la rigurosidad de la implacable nota académica calificatoria se
aleja como una noticia de un periódico de ayer y me da libertad en la construcción de
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estas oraciones. Además, no lo puedo negar, uno de mis objetivos en esta maestría, es el
aprendizaje continuo de técnicas para tratar de escribir e hilvanar correctamente mis ideas
y que, al final el lector, entienda que se escribe con corazón, pero se aprende por
convicción. La invitación de los profesores, es a redactar en un documento escrito el sentir
sobre cómo nos toca la violencia.
Difícil cuestión…
Porque en Colombia, en cada instante de nuestra vida, un soplo de esa negra tormenta,
nos toca la piel. En un país, en donde los niños se mueren en la sala de una institución de
salud, esperando un turno para que los atienda un médico; en donde los administradores
del poder público se llevan a sus bolsillos los presupuestos oficiales, que son recursos de
todos y para todos; en donde el valor de una vida humana se limita a una gorra de marca
o a un aparato de telefonía celular; en donde el saqueo de los recursos naturales por las
grandes compañías internacionales con la anuencia de los políticos acabara el futuro para
nuestros hijos.
Difícil pregunta…
Pero, bueno mi historia, no se aleja de la de muchas personas, a las cuales la violencia los
golpea infatigablemente, pero siempre hay una luz clara después de las oscuras
tempestades. Como lo abordaré, pensé al inicio, pero escribe… escribe, dije después:
Mi papá, un transportador de mercancías en un camión 600, una piragua, le llamaban
otros; fue asesinado, cuando yo tenía un año. Las autoridades policiales de esa época
atribuyeron el móvil, en ese lenguaje de guarnición que adolece de sentimiento, a un robo
de elementos personales por parte de una banda de asaltantes.
Los malhechores retozaban en la penumbra de la noche en búsqueda de sus víctimas, con
la complicidad del coqueteo que dan unas largas piernas femeninas y un escote profundo
que hipnotiza los ojos de un cansado varón. Fue despojado de la cartera, el reloj y los
anhelos de vida para sacar adelante su familia, su esposa y sus seis hijos. El frío informe
policial decía, porque mi mamá en su búsqueda de justicia lo guardó en una repisa
durante muchos años y lo pude leer cuando la adolescencia llegó a mi cuerpo, ¨la víctima
fue atacada con tres puñaladas que le segaron la vida…¨. Para un muchacho que se
ufanaba de valiente, esta lectura reanimaba un deseo de venganza, porque las hormonas
empezaron a hacer su trabajo y la mente se nubló de ideas descabelladas para cumplir
una imaginaria estrategia. Pero, mi mamá, mujer santandereana de origen campesino, me
calmó explicándome que a los implicados los habían capturado y condenado a largas
penas de prisión, en un proceso que fue rápido y diligente, extrañamente para la época.
Mujer fuerte, mi mamá; no es fácil quedarse sola, joven y levantar seis retoños. No
necesitó sino su amor por los hijos y la fuerza que le dio el corazón para cumplir cada día
con el esfuerzo de sacar adelante su familia. Sucias ropas ajenas pasaron por sus manos,
jabón desinfectante en polvo y planchas eléctricas pesadas para alisar vestidos de señoras
de empleados de Ecopetrol, fueron sus herramientas para entregar el pan en nuestras
bocas, la mía y las de mis hermanos. Retoños que fueron creciendo y aprendiendo de la
vida con los sabios consejos que una mujer de arraigo campesino y piel fortalecida por el
trabajo nos podía dar. Recuerdo, que como una fiera nos defendía de los que se atrevían a
molestarnos y los vecinos sabían que a los hijos de doña Nubia, había que dejarlos
quietos.
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Bueno, el título de este escrito, lo dice todo… El amor que nos dio y nos da, con el permiso
divino y con la intermediación que en el cielo hace mi papá, para que podamos disfrutarla
muchos años, me impulsan a reflexionar que la vida siempre compensa a la gente buena y
que la formación de sus hijos, es el mejor ejemplo del esfuerzo por salir adelante con la
vida. ¡Vaya! pero este escrito no lo quería cerrar aquí. El espíritu social y de investigador,
empieza a aflorar y me pasan por la mente tantas cosas y tantos casos de vida y tantos
casos de muerte, que me empujan nuevamente a reflexionar que, con el aporte desde mi
universo personal, puedo pensar en un mejor mañana.
Mi formación técnica y mi vida laboral con organizaciones de apoyo a comunidades, me
han dejado recorrer algunos lugares del país, desde los más intranquilos y violentos hasta
los más apacibles; recorrido este, que me alimenta y me da una enseñanza en todos los
días. Como me decía Don Misael, líder de un proceso social, que tiene todos los años
viejos y la sabiduría que el trajinar luchado por el camino de la vida, da: ¨Ingeniero todos
los días se aprende algo en cada paso de sol¨. Qué señor es Don Misael! Su liderazgo y
honestidad, hace que todos los involucrados en el proceso, lo respetemos y apreciemos.
Es una persona de fe y que irradia esperanza por el mejor vivir en la comunidad
campesina en la que habita; gentes estas, que fueron desplazadas de sus tierras;
violentadas por el poder terrateniente; abusadas por el yugo violento que el dinero ¨mal
habido¨ desencadena; aprisionadas en su dolor por la indiferencia estatal que los ignora y
los maltrata.
Pero ahí están Don Misael, Don Pedro, con su conocimiento de la biología y el territorio
que me sorprenden y que me hacían llegar a la casa en la noche a preguntarle cosas a el
señor Google; Don Efraín, con sus escritos costumbristas y narraciones de su día a día
campesino, que me conmovieron e impulsaron a tratar de gestionar su publicación. Son
tantos líderes, son tantas personas, son tantas familias que lo que quieren es una tierra
para cultivar y asentarse, solo eso; personas de paz y trabajo que quieren eso, solo eso.
Oportunidades de vivir como lo que son, campesinos.
De otras duras realidades
¿Cómo nos toca la guerra? La respuesta a esa pregunta me hace pensar sobre cómo he
vivido en Colombia y qué experiencias me han nutrido. Por ello, lo primero que tengo que
afirmar es que viví los primeros años de mi vida en una burbuja, donde no identificaba ni
mucho menos analizaba lo que pasaba a mi alrededor. Ciertos momentos me hicieron
darme cuenta de que había otra realidad.
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Recuerdo cuando fui guardaparque voluntario en el Parque Nacional Los Nevados. Allí, en
medio del páramo y cerca del Nevado de Santa Isabel, estaba haciendo presencia
institucional, cerca a la casa de Doña Amparo, mujer muy conocida por los montañistas,
en el sector del Cisne. En las horas de la tarde, llegó una camioneta con unas personas
que se bajaron y ordenaron reunir a los que estábamos allí. Luego un señor se identificó
con un alias como parte de las autodefensas; lo que más me llamó la atención fue su tono
retador y grosero haciéndonos preguntas sobre quiénes éramos y de dónde veníamos.
Ese momento fue asqueroso, porque daba la impresión que ese señor tenía nuestra vida
en sus manos. Además su “despedida” fue particular: se subió a la camioneta, nos
amenazó a los que estábamos ahí, nos dijo que vendría en la noche para “chequearnos” y
al final sacó su arma plateada, la mostró y arrancó el vehículo. Lo más duro vino en la
noche, ya que yo estaba sólo en la cabaña de parques y pensaba en cómo reaccionar
cuando escuchara nuevamente el sonido del motor de esa camioneta. Las horas fueron
eternas, casi no amanece, no pude dormir. Después me enteré que ese grupo había
desplazado algunas familias del páramo y tenía su “base” a 10 kms de la cabaña.
Otra experiencia la viví como profesor en Soacha, ya que para la clase de investigación,
les dije a los muchachos que escogieran un tema, leyeran y en la medida de lo posible lo
vivieran. Un grupo de estudiantes, decidió investigar sobre las pandillas en el sector Altos
de Cazucá. El resultado fue impactante porque fueron al sector, altamente peligroso,
entrevistaron a integrantes de las pandillas y en el momento de la presentación,
escuchamos una grabación hecha al líder, quien sin asomo de pena, contestó a una
pregunta que sí había matado y que si tenía que hacerlo otra vez, lo hacía. El momento
para todos fue fuerte, porque una cosa es escuchar lo que se dice de lugares como ese y
otra es verla y vivirla como los estudiantes nos la presentaron. Además, todo el que sale
hacia el sur de la capital del país, usa la autopista sur, pero rara vez detalla los cinturones
de miseria que existen allí. Es conmovedor la fuerza y voluntad de los estudiantes que
tienen eso como su cotidianidad, incluso “acostumbrándose” a ver un muerto todos los
días al salir de su casa hacia el trabajo.
Sur de Córdoba: guerra y consecuencias sociales
Transcurre el año 2012 y en el sur de Córdoba, específicamente en Puerto Libertador el
fenómeno de la guerra persiste, aunque de forma invisible ante los ojos de los forasteros.
Pero los nativos sostienen que los grupos ilegales realizan persecuciones, amenazas,
extorsiones, asesinatos selectivos, reclutamiento de niños y adolecentes y otros flagelos
que violan los derechos humanos. En este punto, estos grupos criminales se han
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convertido en un fuerte e implacable recurso para mantener el orden. Es decir, se han
convertido en una especie de justicia paralela, para resolver los problemas domésticos de
las comunidades (control social), llegando a colocar castigos físicos o multas en dinero o
en especie, dependiendo del hecho cometido.
Este es el caso de la comunidad de Puerto Belén, un corregimiento ubicado al margen
derecho del río San Jorge, frontera con el Municipio de Montelíbano, habitado por cerca de
80 familias, las cuales han visto y vivido los cambios que la guerra ha tenido a lo largo de
la historia en esta región. Esta comunidad es azotada por varios grupos ilegales entre ellos
los Rastrojos, las Águilas Negras, los Urabeños y las FARC. Por lo menos, son los que
históricamente han estado presentes, aunque realmente ya no es fácil diferenciarlos, a
raíz de las alianzas que se han dado entre ellos por razones estratégicas para mantener el
control territorial, el narcotráfico y por último, pero no menos importante, la minería
artesanal.
En este sentido resaltamos, que el mal llamado control social que estos grupos ejercen en
estas comunidades aisladas por parte del estado, quien tiene el derecho constitucional de
proteger y ejercer el control territorial en cada punto de la geografía colombiana. Pero
este deber ser, se ha distorsionado y quien ejerce el control no es precisamente el estado,
sino las llamadas BACRIM, quienes usan el poder de las armas para someter a la población
y controlar en parte su dinámica social. Se podría pensar que esto obedece a una
estrategia para no llamar la atención de las autoridades que podrían entorpecer sus
actividades ilícitas en caso de que la población recurriera a ellas. Pero los grupos han
llegando a remplazar a las autoridades pertinentes, legitimados por la misma población,
quienes por temor buscan la solución a sus conflictos entre vecinos por medio de estos
grupos ilegales. Ejemplo de esto son los maltratos físicos por parte de vecinos intolerantes
a niños, quienes no son demandados por los padres ante las autoridades competentes,
pero sí colocan las querellas a los comandantes de estos grupos para que ellos sean
quienes castiguen a estos violadores de los derechos de los menores.
Otro de los flagelos que se da en Puerto Belén está relacionado con las familias cuyos hijos
se encuentran a punto de terminar el bachillerato y tienen que obligatoriamente sacarlos
de la escuela y mandarlos, por lo general, a centros urbanos cercanos como estrategia de
protección dada la alta probabilidad de ser víctimas del reclutamiento forzado o seducido,
siendo necesario alejarlos de las tentaciones de estos grupos ilegales. Esta situación
contribuye a fragmentar aun más el núcleo familiar de estas poblaciones víctimas del
conflicto armado. Esto acentúa el fenómeno de envejecimiento del campo ya que estos
jóvenes, por lo general, no regresan y por el contrario se quedan en los centros urbanos.
Estos son algunos de las consecuencias sociales que las familias sufren en zonas de
influencia de grupos alzados en armas ya sea por su geografía y/o riqueza mineral. Sin
lugar a dudas, esta situación es cada vez menos percibida por organismos
gubernamentales, por motivo de la fuerte influencia que tienen estos grupos sobre la
población, que ocasiona el temor a denunciar o hablar sobre su condición de víctima. La
dinámica de la guerra ha cambiado y las familias de estos pueblos alejados son prueba de
ello. Ya no hay desplazamientos masivos pero las personas continúan saliendo de sus
lugares de origen pero ahora de forma silenciosa y de a poco, por lo cual le llaman “gota a
gota”; los desplazados, por temor, no declaran ante las autoridades, por no colocar su
integridad física o la de algún miembro la de su familia en peligro.
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Una bala cruzaría su frente
Nacido en Bogotá, el tema de la violencia rural era para mí, un titular en noticias en la
radio o el periódico. Durante mis estudios de pregrado, estas noticias comenzaron a tener
un soporte documental narrado en las historias de los profesores, en textos bibliográficos
y en anécdotas contadas por compañeros que a la Universidad llegaban desde espacios
remotos acordonados por historias de guerra, horror y sangre. Años más tarde en las
montañas del sur del Tolima, luego de salir ilesa a múltiples tomas y hostigamientos y
además sobrevivir a la peligrosa carretera que comunica a Prado con Dolores, una bala
cruzaría la frente de Miriam qepd†, la esposa de mi primo Carlos.
Pienso que el ser de cada persona se construye en la medida que establece una relación
con las demás personas. No siempre se trata de una relación directa. En ocasiones podría
generarse sencillamente una relación de indiferencia o de omisión, lo que no sería lo
mismo, pero que de alguna rara forma sería igual, una relación.
Miriam era una mujer cuyo ser se construyó junto a su familia, principalmente a su esposo
Carlos, a sus hijos Carlos, Rubén y Emilse, a sus nietos Camilo y Tatiana. Ella era una red,
un punto de acuerdo, un lugar de llegada. Estuvo presente junto a su familia durante cada
toma y hostigamiento que se llevó a cabo en Dolores, un pequeño pueblo al sur del
Tolima, hasta que en el año 2011 todo su ser sucumbiría al impacto de una bala mientras
su hijo Rubén, sus nietos y el viejo Carlos no podrían más que impotentes ver a su abuela,
madre y esposa yacer yerta como arena que se escapaba entre los dedos.
Hacia el año de 1996 en las horas de la madrugada, una fuerte detonación hizo que
Miriam y Carlos saltaran hacia sus hijos para llevarlos en el acto debajo de sus camas con
la idea de protegerlos de las balas que intrusas, lograban tener acceso a la casa buscando
a manera de hoz como símbolo de la muerte, un alma para llevarle. En aquellos días
estaría de visita el primo Milton, quien años más tarde sufriría de una enfermedad mental,
al parecer por acumulación de experiencias intensas no necesariamente relacionadas con
este hecho, aunque este hecho haría desde aquel instante parte de su vida. Para aquel
entonces Milton tenía la edad de 18 años y era además de la muerte, otra de las urgencias
que Miriam y Carlos retendrían en sus mentes por el temor a que se lo llevasen a alistar
las filas del grupo que operaba en la zona. Él, indiferente a esta situación solamente
sostendría su cabeza con el puño de la mano bajo el mentón mientras el horror recorría
las calles de Dolores. Afortunadamente aquella no era en aquel momento la hora asignada
por la muerte para ninguno de ellos y las balas solamente impactarían las viejas paredes
de cemento y cal.
Sin embargo la muerte tomó la mala costumbre de rondar las calles del pequeño pueblo
de Dolores a diario. La condena por equivocarse era al estilo de los griegos, la muerte.
Algunas veces se escuchaba al diablo pasar en las noches frente a las casas llevando de su
crin a la próxima víctima. Durante varios años aquel pequeño pueblo fue blanco
persistente de hostigamientos, en los que muchos habitantes del pueblo perderían sus
vidas con la indiferencia de la guerra. La soberanía del estado en aquel lugar se hizo
ausente, les dimos la espalda, nos acostumbramos al dolor de Dolores. Que rara ironía
que el nombre de aquel pueblo se convirtiera en su icono representativo.
El 16 de Noviembre del año 1999 mientras Emilse subía por la cuesta hacia su casa en
búsqueda de reposo, múltiples detonaciones le cerraron el paso obligándola a regresar
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para salvaguardarse. Se trataba de la segunda toma guerrillera al pequeño pueblo del sur
del Tolima, en la que incidentalmente moriría el padrino de Tatiana, la hija mayor de
Emilse. Aquella noche el grupo al margen de la ley tomaría como rehenes a cinco policías
en el parque principal de Dolores, quienes de no ser por la acción valerosa de algunos
lugareños, hubiesen sido sacrificados por el grupo insurgente. La angustia de Emilse al
recordar que en aquel momento sus hijos, padres y hermanos se encontraban al pasar el
parque principal, evoca el dolor mismo de la guerra. Pero una vez más la familia
Hernández saldría ilesa del infortunio, si es que se puede salir realmente ileso de la
guerra, sería más oportuno decir sin daño físico.
Nada ni nadie logró convencerles de salir de aquel pequeño pueblo del sur del Tolima. Ni
siquiera ver a Dolores semidestruído luego de la toma del 99, les hizo virar sus vidas hacia
una zona con una menor exposición a la guerra. Se rehusaron insistentemente a dejar
atrás su historia, su gente, sus redes. Sin embargo, Carlos, el hijo mayor de los
Hernández, un día decidió partir. Quería formar un hogar, ver crecer a sus hijos sin la
zozobra de que algún día quedasen sin padre o en el peor de los casos verles ser víctimas
del mal cálculo de un proyectil o del azar. Con el tiempo, Emilse y Rubén tomarían la
misma decisión con el fin de obtener estudios universitarios, dejando a los viejos junto a
los pequeños Camilo y Tatiana.
Pero la toma del 99 no sería la última, pues el 17 de Julio del 2002 Carlos, Miriam, Emilse
y los pequeños Tatiana y Camilo, luego del almuerzo vivirían un nuevo episodio de
violencia. Cerca de 350 hombres del frente 25 de las Farc ubicados en las afueras del
pueblo, bombardearían con cilindros bomba el perímetro urbano. Puntillas y fragmentos de
metal volarían por todas partes llevando a su paso algunas paredes, derrumbando techos
y esperanzas. En la estación de policía se encontraba un grupo de 27 policías cuyas
edades no superaban los 25 años. A pesar de la clara desventaja, este grupo de policías
de inmediato dio inicio a la defensa del ataque, el cual duró alrededor de diez horas. Las
bombas caían en los solares de las casas y el palacio municipal, único patrimonio histórico
del pueblo, sería demolido. Aproximadamente dos horas después de iniciado el ataque, los
pobladores decidieron salir a las calles con pañuelos blancos en dirección a la iglesia con la
idea de que esto ayudara a que cesara el combate. Sin embargo, esto no medró las
intenciones militares de las Farc, quienes sentenciaron a todo aquel que no buscará
resguardo en sus casas. El combate tomó nuevamente fuerza. Dolores ardía de rabia,
miedo y espanto. Hacia las horas de la noche el combate se mantenía, las fuerzas
guerrilleras eran menguadas por las innumerables bajas, que se presentaban
principalmente por el apoyo de los black hawk. A la 1:30 a.m. cesó finalmente el
combate. Carlos, Miriam, Emilse y los niños sobrevivirían. Dolores se encontraba
destruida. Pasarían varios años para que lograran reconstruir aquel pequeño pueblo del
sur del Tolima arruinado por una guerra ajena a los intereses de sus habitantes.
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En los últimos años las acciones subversivas parecen haber disminuido en aquel rincón del
Tolima. Sus habitantes han reconstruido los muros y tras ellos su historia. No hay muro en
Dolores que no lleve impreso el dolor de la guerra. Sin embargo, sobre el dolor hay nueva
vida, las calles están nuevamente establecidas. El palacio municipal fue reconstruido con
cómodas instalaciones. La casa de Carlos y Miriam llevaría un lindo color zapote y en su
interior se albergaría nuevamente la vida. O por lo menos así fue durante varios años.
Luego de la toma del 2002 las cosas parecían haber cambiado. Carlos y Miriam
disfrutaban al calor de su familia la dulce existencia del ser. Algunas veces se les veía
viajar en su viejo campero repleto de tamales y alegría. Solían hacerlo con una olla
amarrada al techo en la que llevaban los deliciosos tamales que en navidad Miriam
acostumbraba preparar. Sus hijos, Rubén y Emilse terminaron estudios de pregrado en la
Universidad del Tolima. Carlos hijo, disfrutaba de sus hijos y de su maravillosa esposa.
Todo parecía indicar que la vida en Dolores ahora era posible.
Fue el 17 de Enero del 2011, luego de visitar a Carlos hijo y a Emilse, quien ahora
esperaba con entusiasmo la llegada de un nuevo miembro a la familia, que Carlos, Miriam,
Rubén y los pequeños Camilo y Tatiana, durante el regreso a Dolores se encontrarían con
el centinela funesto de la muerte. Habrían tenido que vivir tres tomas guerrilleras y
múltiples hostigamientos, habrían tenido que reconstruir sus vidas una y otra vez sobre el
dolor, tendrían que estar seguros del bienestar de sus hijos antes de encontrarse cara a
cara con la muerte.
Doce horas después de la incineración de un bus de la empresa transportes purificación,
en el sitio los Mangos jurisdicción de Dolores, sobre la vía que comunica con Prado a la
altura de la vereda San Juan, Carlos y Miriam observan a un grupo de personas que se
encuentran agachadas protegiéndose tras unos carros a orillas de la carretera. Las
personas les hacen señales indicando que hagan lo mismo. Carlos detiene la marcha del
campero. Inmediatamente se escuchan tiro a tiro varios disparos, algunos logran acceder
al vehículo rompiendo el parabrisas. Los niños se lanzan al suelo del campero luego de
escuchar la voz imperante y asustada del abuelo. Rubén logra abrir la puerta trasera y
lanzarse al suelo mientras se pregunta el por qué de aquel ataque contra ellos. En medio
de la confusión llama a gritos a su padre quien le indica bajar el tono de la voz. Se acerca
a este y lo encuentra herido, los niños lloran de terror en la parte de atrás del vehículo,
Miriam se encuentra doblada en el puesto del copiloto con un tiro en la frente. Se escucha
una ráfaga precedida por el silencio de la muerte. Se acercan algunas personas al deceso,
el terror los conmueve, prefieren omitir este detalle en sus vidas. Con el corazón roto y el
brazo herido, Carlos recupera el control de la situación y se dirige a Dolores. En el camino
algunos amigos y vecinos le acompañan en carrosa fúnebre.
Habrían pasado alrededor de 15 años desde que el horror de la guerra se ensañó contra
aquel pequeño pueblo de las montañas del Tolima en el 96. Habrían faltado tres tomas
guerrilleras, innumerables hostigamientos, la pérdida de soberanía del estado en la zona,
varias reconstrucciones al pueblo desfigurado e innumerables sacrificios para que la
muerte alcanzara a la casa de la familia Hernández. El cuerpo de Miriam vacío de la vida
que a través de su enorme sonrisa emanaba manantial, yacía yerto. Su esposo, hijos y
nietos en medio del dolor sostenían al vacío sus miradas con la costumbre de la muerte,
aunque jamás esta les había mirado tan de frente. Pero la vida sigue y aun a pesar de su
muerte, los pájaros han vuelto cada día a cantar en el jardín y cada uno de los Hernández
ha debido continuar sus vidas, quizá con la misma inercia en que venían viviéndola junto a
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Miriam, la amiga, esposa, madre, abuela, prima, cuyo ser dejó en nosotros una huella
indeleble que jamás será borrada.
La imagen de la guerra para un bogotano
Para una persona que pasa la mayor parte de la vida en Bogotá, la guerra la siente solo
por los medios de comunicación, noticieros, periódicos, revistas etc. Sin embargo, yo he
tenido la oportunidad por razones laborales, de viajar a varias partes de este hermoso
país, no solo a conocer el paraíso natural, sino también he tenido la oportunidad de viajar
y hablar con las personas que han sufrido el conflicto y poder entender en algunos casos
lo que piensan del mismo.
Mi primer historia comienza en el departamento del Magdalena, donde estuve 6 meses
viviendo en un pueblo llamado Tucurinca, del municipio Zona Bananera, en agosto de
2007. Lo primero que me empezó a extrañar una vez llegué allí fueron las camionetas de
policías que pasaban cerca al sitio donde me encontraba. Cuando pregunté a las personas
del lugar qué hacía allí la policía me dijeron que estaban buscando fosas comunes que se
encontraban cerca y que eran probablemente de paramilitares.
A medida que pasaban los días y yo iba tomando confianza con la gente del lugar, me
atreví a preguntar más por los problemas de conflicto armado de la zona. Me contaron que
donde me encontraba antes era una zona paramilitar, para el 2006 me decían que se
encontraba manejado todo por paramilitares. Pero justamente a máximo cinco kilómetros
de allí, se encontraba otro pueblo llamado Sevilla, que también visité y en el cual me
dijeron que el 90% de los que se encontraban allí eran exguerrilleros. Por lo tanto, estaba
prácticamente en la mitad de un sitio que había sido muy conflictivo.
Siempre me extrañé por qué los paramilitares realizaban fosas comunes para deshacerse
de los cuerpos que ellos asesinaban. La respuesta a esta pregunta vino hace unos meses
cuándo leyendo un documento encontré que debido a las estadísticas de seguridad que
publica el Gobierno, el ejército estaba quedando muy mal parado. Dado que la tasa de
homicidios se estaba disparando en algunas zonas era mejor, por tema de estadísticas,
que las personas se dieran por desaparecidas, lo que ayudaba a la “percepción de
seguridad” por parte de las personas que poco viven el conflicto y que se dejan influenciar
simplemente por la opinión de los medios.
Las personas ubicadas en estos pueblos, se vieron obligados a “ayudar” a los grupos
armados (paramilitares y guerrilleros) ya que estos llegaban a pedir comida a algunos
campesinos del lugar y ellos no tenían más opción que compartir la poca comida que
tenían con estos grupos al margen de la ley. Debido a que cerca se encontraba la capital
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del departamento, los fines de semana me dirigía allá. Una vez estando allá y conociendo
gente de la ciudad también me comentaron temas de conflicto observado desde la ciudad,
como que los paramilitares, en este caso las Águilas Negras, realizaban “limpieza” social
con la cual algunas personas estaban de acuerdo, tanto que me decían que si dejaba mis
cosas en la playa y me entraba a bañar no pasaría nada, porque cada vez que aparecía un
ladrón días después este era asesinado por las Águilas Negras. Después de los 6 meses
volví a Bogotá y no supe más de las personas con las que trabajé en esa zona.
Mi segunda historia se remite a la zona del Catatumbo, en el Norte de Santander. Allí
conocí a una persona que lideraba las llamadas alianzas productivas, recibiendo ayuda del
estado y de organizaciones internacionales. Ella misma me contó que antes tenían
siembra de coca, pero ahora se encontraban en proyectos para cambiar los cultivos ilícitos
por otros cultivos, pero incluso para salirse de estos cultivos ilícitos han tenido bastantes
problemas. Llegué a Tibú a eso de las 10 am y empecé a trabajar con ella; luego de varias
horas de trabajo terminamos las cosas que teníamos que hacer a eso de las 6 pm y yo, en
mi inocencia, quería devolverme a Cúcuta para poder partir de allí al siguiente día
nuevamente hacia Bogotá. Sin embargo, Fanny me dijo que a esa hora ya no era seguro
viajar, que si me iba la guerrilla me interceptaría en el camino por lo tanto decidí
quedarme esa noche en Tibú y seguir hablando con ella.
Esa zona siempre se ha visto afectada por la violencia. Me comentó que el pueblo ha sido
“tomado” por guerrilleros y luego por paramilitares. Los primeros los obligaban a sembrar
coca; me dice que el negocio cuando era muy rentable la gente no contaba el dinero sino
lo pesaba. También en ocasiones la guerrilla compartía una que otra vaca en una especie
de asado donde se invitaba a todo el mundo a comer. Tiempo después los paramilitares
empezaron aparecer en la zona y fueron ganando terreno, hasta sacar del pueblo a la
guerrilla y ajusticiar a aquellos que consideraban habían pertenecido a ésta. Algunos
decían que al principio había una percepción de seguridad, pero las cosas cambiaron
después; estos personajes se emborrachaban y terminaban asesinando a las personas por
cualquier motivo. También con los paramilitares llegó el comercio y las personas que
tenían tiendas de videos u otros negocios, vieron llegar una competencia desleal, a tal
punto que tuvieron que salir del pueblo y vender sus negocios.
Sin duda alguna, esta zona nunca ha salido del conflicto y seguirá estando en él. Se ven
llegar proyectos productivos que luego son acabados por la guerrilla o los paramilitares,
que se disputan la zona por su ubicación geográfica. Hace un par de años visité
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nuevamente la zona y en esta ocasión pude tomar fotos sobre el conflicto que se vive allí.
La guerrilla dinamitó tres puentes que comunican a Tibú con Cúcuta.
Para terminar este pequeño relato, creo que solo nos queda reflexionar sobre la famosa
frase de Cicerón: “prefiero la paz más injusta a la más justa de las guerras”.
No me ha atravesado, pero sí me ha despertado
Lo que no te quita la guerra
Reflexionado sobre cómo me ha tocado la guerra, sin claridad alguna, sólo he podido
darme cuenta que es una palabra y una imagen que ha estado siempre. Creces viendo y
escuchando la guerra, y creo, que decides cuanto quieres qué te toque, no? Y al escribirlo,
tengo la sensación de la injusticia de poder escoger cuánto te toca la guerra, cuando por
fuera de la cápsula de la clase media de la capital, hay centenares de colombianos que la
guerra los atraviesa.
No sé si la guerra me ha tocado. Si entiendo la pregunta con carácter de obligatoriedad,
puedo decir que no me ha tocado. Pero si la entiendo como el contacto que he tenido con
esta, puedo decir que la he experimentado a través de una comunidad del norte del Chocó
con la que tengo la fortuna de trabajar, que fue desplazada hace 12 años, que me ha
mostrado el arraigo, la raíz y el origen, las secuelas profundas expresadas en la
resignación y esperanza, lo grande que es la sencillez, y sobre todo la verdadera dignidad,
que ni la guerra se las pudo quitar.
Y entonces concluyo… que la guerra no me ha atravesado, pero si me ha despertado.
A mi familia chocoana toda la admiración y gratitud.
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