Con sigilo una mirada observaba desde otra dimensión cómo

Capítulo I
Victoria Clara
C
on sigilo una mirada observaba desde otra dimensión
cómo Victoria Linda lavaba sus formas sin darse por
enterada del hábito que regía su limpieza. Sus pensamientos
estaban en otro lugar mientras el jabón se deslizaba como de
costumbre con burbujas al despedir perfumes que en sus fosas
nasales le producían placer de oficio. Los contornos se proyectaban sobre las baldosas del baño bajo los habituales reflejos.
Su mente no se había detenido en este asunto, por estar más
ocupada como estaba por ser alguien en la vida y en dejar
huella a su paso, como bien se lo inculcó la abuela sabia con
vívido ejemplo desde su “aparente ignorancia”, huésped de
las fibras del alma, que le decía: “jamás comas bocado frente
alguien sin darle porque se te atora”. Se refería a los sabios
preceptos de la Torah, el Antiguo Testamento que recomienda
llegar a ser un ser humano a cabalidad, sobre todo cuando
se trata de la entrega hacia el prójimo con actos de bondad y
servicio, al buscar el amor incondicional hacia el semejante,
al que se debe amar como a uno mismo cuando se perciben
con exactitud las enseñanzas de los Libros Sagrados, anfitriones
de una vida en plenitud, y que los abuelos traían desde lejos
aplicadas en su diario vivir.
Practicaban con alegría las “mitzvot” o buenos preceptos con
los comensales que recibían en su mesa, fueran extraños o
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cercanos, bajo el afán de hacer el bien sin mirar a quien. A
última hora, si era necesario, la abuela rendía el manjar para
jamás negarle un plato de comida a nadie, menos al forastero
que estaba de paso con el cansancio del andar o al vecino que
tocaba el timbre en búsqueda de algo que le faltara en casa.
El ojo ancestral dirigía su atisbo de manera queda. Una dilatada pupila, sin párpado, pestañas ni piel y con gotas que le
salpicaban la mirada, seguía de cerca cada movimiento de la
mujer en aseo.
–¡Qué delicia! No hay como la pureza del agua sobre la piel
–farfulló Victoria Linda bajo el agua mientras seguía recorriendo
remembranzas que le llegaban a manera de lamparazos–.
Sus baños, cuando el tiempo le permitía, eran eternos, sobre
todo cuando necesitaba deshacerse del estrés, mal de estos
últimos siglos donde los afanes responden más al bien material
que al espiritual.
Los judíos con el acervo de sus creencias buscaban el centavo
de puerta a puerta. La venta de cualquier miscelánea o trapo
al detal se manifestaba como fuente de sustento. Venidos de
guerras europeas o de continentes que ya no los atendía,
arribaron a América con deseos de trocar la suerte que por
diversas circunstancias les había mermado el bolsillo en otros
países bajo otros regímenes, pero sin disminuir su necesidad de
trabajo. El judío errante respondía al bien inculcado precepto:
ganarás el pan con el sudor de cada día.
De repente una sombra y el olor a tiempo ido le arrebataron el
placer sentido al ver el jabón sobre una piel hidratada a base
de cremas aromatizadas “tobogonear” desde sus montículos
de carne; si bien se perfilaban redondos, no se abultaban con
grasa ni flacidez. Desde lo mágico, el juego de luz se creó bajo
el cruce con el agua en proyección con la blancura de las lozas de la sudorosa pared al producir fantasmales destellos. La
regadera recorría cada zona geográfica del cuerpo, dibujando
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otra más sutil que envolvía el aura y le permitía meditar bajo el
influjo del chorro, fuente de gozo en cada instante. Más cuando
se trata de limpieza; celestina de la liberación de sofocos tanto
del alma como del mayor sentido que opera como mapa del
cuerpo, la piel. Entre cavilación y cavilación invocó a la abuela ausente en un acto de imaginación, fantasía que colinda
con realidades y supuestos que confluyen con la desconocida
dimensión en un diálogo con lo espectral. Fenómeno abierto
a todos los niveles, aún a los más remotos manejados desde
la intuición.
–¡Mamá Victoria Clara! Tú de abuela jamás tuviste esta silueta
–se dijo a sí misma como quien se contempla y convoca a una
reflexión sin importancia al ver su reflejo en la baldosa–.
Seguía disfrutando del agua sobre su cabeza mientras sus
manos masajeaban con champú, al proseguir su monólogo seguido por esa mirada invisible aunque de presencia sensible.
–No eran épocas de cuidarse tanto sino de prodigar bienestar
a los hijos y nietos. Ni tampoco de hacer de la feminidad un
culto –caviló–.
Las mujeres del ayer, se asumían como amas de casa. Abandonaban sus formas al azar y al buen comer como manera
de ahogar tristezas y ausencias, cuando hijos y marido partían
hacia sus quehaceres diarios. Responsables tomaban el rol de
madre o de esposa a toda prueba. Convertidas en “mujeres
maravilla”, prontas a administrar su hogar como la mejor
empresa. Por supuesto que demasiadas, víctimas del maltrato,
bajo la presencia del machismo. Con el pasar de los días y
la equidad de género, algunas promueven la venganza a sus
sufrimientos de antaño, sin darse la oportunidad de acogerse
al compromiso sino al placer, aunque sea momentáneo, como
respuesta al cobro, seguramente indebido, donde los nuevos
espacios invitan al abrazo y a la complicidad de las funciones
que cada cual ejerce con respeto desde la diferencia, pues
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como bien dicen los franceses: “¡Vive la petite différence!”,
esto nos vuelve únicos e irrepetibles en unidad con los demás
para articularnos en ese uno que somos, a la luz de la gran
verdad. En el judaísmo, bien entendido y practicado, la mujer
siempre ocupó lugar de honor, por ser considerada un ser más
espiritual que el hombre.
Al frotar el jabón volvió a mirar el reflejo de sus formas. Como
poseída por otra voz (la suya en otras consideraciones pero
bien reconocida por ella), en meditación continuó:
–Tampoco usaste minifalda como lo hice yo aún con años en
las piernas, burlando la vejez o el asomo del tiempo, ni bluyines
descaderados con el ombligo al aire. Debo reconocer que hasta
ahí no llego, tal vez por cierto pudor y porque la textura de la
carne ya no luce tan fresca como para esos atrevimientos. Si
no, de seguro que a mis cincuenta años estaría con escotes
en la vestimenta y desafiando los cumpleaños con la sonrisa
en el vientre y el laúd de tus encantos en la mente.
Eran notas arrancadas a la infancia que desde la cuna escuchaba sin macerar su procedencia y que al oído mágicas se
tornaban. Sinfonías de un ayer de emociones, que ya conocería
con el tiempo sobre el lamento de dicho instrumento, tan viejo
como los sinsabores del hombre.
–¡Abuela! Te vestías con recato, aunque considero que la vestimenta no debe ser provocativa ni responder a la imagen de mujerobjeto, tan de moda en estos tiempos. Pienso que uno debe lucir
bien para tener la autoestima en alto. Además con buen gusto
que le añade elegancia al vestir, y sobre todo, para sentirse bien
con una misma, y no para estar pescando aventuras, o buscando
mérito en la cama, que de hecho más que valorizar, desvaloriza a
la mujer, y también al hombre, cuando incurre en lo mismo. Los
méritos sólo deben responder a exigencias personales.
Como quien en reflexión se da a otra dimensión, Victoria
Linda suspiró bajo el agua que caía en cantidad suficiente
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para asemejarse a una pequeña catarata. Hizo un buche que
escupió al lado de su cuerpo todavía en pompas. Luego bajo
el agua tosió para aclarar su voz y admitirse en este plano.
Se percibía en duerme vela bajo el embrujo del chorro, un
especie de estado alterado de la conciencia. Ensimismada, no
interrumpió el soliloquio.
–Abue linda… ¡Cómo te recuerdo! Añoro tus palabras que
expresaban un secreto recogimiento, aunque bien conocimos por ilustraciones y películas a las damas con el busto en
balcón, presto a la mirada ajena, sin que en siglos anteriores
fuera un descaro. Respondía a caprichos de la moda. Saben
jugar con las vestimentas a merced de sus creadas, que desde
alguna época las vestimentas nos visten a lo “unisex”. Sin duda
perdemos las formas y adquirimos un aire más masculino.
Y uno se pregunta: ¿por qué si la mujer con encajes y velos
lucía hermosa, femenina, delicada y hasta más sensual, nos
inventan indumentarias que cambian las siluetas y confunden
sexos? Quizás porque los famosos modistos con su tendencia
gay, de manera inconsciente prefieren la no competencia de
la mujer con sus voluptuosas formas y sus escotes invitando al
deseo. Sin embargo lo que más me acerca a ti es la sabiduría
milenaria domada en cada dicho que acercabas a mis orillas.
Hoy los recojo desde el inconsciente como tesoros, pues los
aplico según la circunstancia de manera casi automática. Aparecen ante determinadas experiencias cual si fueran destellos,
como aquel que no entendía entonces y hoy hace luces en mi
actuar: “Hiyica, no hables mal del día hasta que no anochezca”.
Respaldan la situación o conmueven mis fibras más hondas,
las que me acercan a ti de forma sorprendente y me permiten
verme más positiva en el diario vivir. Resulto repitiendo tus frases
en el momento oportuno sin saber siquiera por qué las llevo
tan adentro reafirmando el concepto sobre el cual me cuelgo
como el dicho: “El vieyo quere vivir para más ver y oír”, que
repetías en ladino. No es lo mismo que pase por la mente y
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haga desvíos intelectuales, pues absorbido desde la infancia
se cuela en las vísceras para dejar huella en la entraña, como
otro de tus dichos favoritos que aún me habita y me sirve para
la vida: “No hay mal que por bien no venga”. Lo mencionabas
con propiedad frente a cualquier revés.
Victoria Linda alzó su rostro para que la regadera limpiara
sus ojos.
–Te visualizo ante alguna ruptura material con tus vestidos
hechos a la medida de los cuales hablaremos más tarde. Y
solías decirme: “No te preocupes por el plato roto, kapará.
No hay mal que por bien no venga”, restándole importancia al
suceso. Así hablabas con sabiduría ante el hecho de cualquier
objeto partido o hecho trizas. Repetías lo mismo frente al revés
de algún novio en retirada o una desdicha pasajera como un
robo o una enfermedad. Te reconozco que al principio me fastidiaba escucharte. Te percibía como en cantaleta sin sentido,
o por lo menos a mis cortos años no se lo hallaba. Mensajes
que rebotaban en necios oídos cerrados a los procesos de la
vida, como si sólo lo que yo pensara fuera válido y lo demás,
cuentos chinos. A medida que crecía y al conocer la amargura
de determinados días, que incluía la menstruación que poca
gracia causa por los malestares que ocasiona en los momentos
más críticos, sonreías al afirmar: “ya verás que no hay mal que
por bien no venga”. Cuando tuve mis hijos entendí el código
guardado en esa frase que por supuesto no comprendía en su
dimensión. Casi siempre todo se paga con dolor, pero como
bien lo indicabas, todo pasa, aún la pena más intensa, porque
la vida sabia conoce la presencia de la ley de compensación.
Entonces aprehendí la maravillosa pócima que encierra ese
placebo. Supe a ciencia cierta que el viejo quiere vivir para
más ver y oír, y que formulabas ante cualquier asombro. Y
qué decir de esa frase magistral que poco se pone en práctica
por ser de difícil ejecución: “Hiyica, cuenta siempre hasta tres
antes de hablar para que jamás te arrepientas”. Respondía a
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consejos cargados de sapiencia que sólo ahora capto como
los doctos, al igual que aquel otro de “tal hagas, tal pagas”.
Responde a la ley de causa y efecto, que forman parte de las
llamadas leyes universales. Con asomo de rabia y de impotencia, confieso que no siempre tengo la presencia y la paciencia
de observar tales mandatos. Me pueden la impaciencia y la
impulsividad que los occidentales conocemos como forma de
vida o de expresión del estrés. A veces se toman los caminos
fáciles: salen a relucir los monstruos o los demonios, como
se les denomina a las bajezas del hombre, que no son sino
sus sombras por corregir. Impulsos que bien manejados nos
llevan hacia la gloria, en su polaridad hacia los infiernos que
todos vamos probando como lección al obtener en su lectura
el aprendizaje de la vivencia. ¡Cuánto bien nos haría detener
el loco pensamiento antes de obrar! Y sólo se necesita como
bien lo indicabas contar hasta tres o respirar hondo. Enseñanzas
que hoy se ventilan gracias al hecho de despojarnos de velos
para enfrentar las horas desde prismas más sabios.
Bajo el agua, internada en un imaginario diálogo con ella
misma y un supuesto interlocutor del silencio desde la pregunta
obligada (¿por qué?), contestó para complementar su sentimiento en un estado trunco de la realidad, donde la ficción
impuso su regla.
–Porque cada vez que algo malo o negativo me sucede, pienso
en tu proverbio, que repito a voluntad: “No hay mal que por
bien no venga” –se dijo–. Me froto las manos al pensar que
detrás de un malestar o una negativa de la existencia, el bien
oculto obedecerá a la ley universal de la dialéctica. Y también
contemplo otro dicho que me ha sido útil: “lo que es tuyo nadie
ni nada te lo quitará y lo que no, nadie ni nada te lo dará”.
Otra ley que calco sobre la famosa ley de correspondencia.
Sólo lo que nos corresponde nos llega a su debido momento.
Lo ajeno hacia otros confines parte y sabe a quién le da o le
quita lo propio.
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La mujer en humedades respiró hondo. Le parecía una locura
estar hablándose a sí misma, pero ya entrada en el proceso,
dejó que su propio parlamento siguiera su curso. Disfrutaba
de un bien que también tiende a desaparecer por el abuso
del hombre sobre las fuentes del agua que llegará, incluso,
a secar el planeta. Cosas de la dialéctica, no hay bien sin un
mal oculto.
–Jamás utilizaste ese término, dialéctica. Si bien tenías sabiduría,
no era aquella atiborrada de palabras rimbombantes sino las
del uso diario que dan a entender la idea claramente, concepto
que siempre opera desde lo espectral y se hace nítido con palabras simples -se dijo mentalmente Victoria Linda, quien había
heredado el primer nombre de la abuela materna y el segundo
de la paterna, para formar el de Victoria Clara, pero esta vez
cambiando el de Clara por Linda, nombres que armaban una
linda victoria sobre sus futuras conquistas, las de la vida.
Con el vapor de los recuerdos que le encantaba percibir sobre
su epidermis al enjabonar el pasado, el presente y el futuro, se
entretenía ella, la nieta que a su vez se convertiría en abuela
pocos años después del estreno en el abuelazgo.
De repente sintió el aroma de los dátiles y las nueces recién
horneadas filtrarse por sus poros con la fuerza de los territorios
donde pasó la infancia la madre de su madre. Le acercaba la
imagen de Turquía, lugar que recién había recorrido por aquello de volver tras las pisadas de los antepasados. Acababa de
realizar un viaje al eterno retorno con su madre y sus hermanos
en plan de recoger los pasos de los ancestros y de deleitarse
nuevamente con las delicias que en casa la abuela preparaba
con sus manos dispuestas a la complacencia. Madrugaba
desde las cinco con el canto de algún gallo en la vecindad,
para enseguida amasar el hojaldre que luego extendía como
una sábana sobre la mesa del comedor. Dejaba reposar sus
fermentos. Con la textura perfecta empezaba a trabajar sus
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boyicos de jandracho o berenjena, de espinaca o de queso,
hacia las siete, antes de ofrecer el desayuno al marido y a
familiares cuando estaban de visita.
El recuerdo le hablaba a Victoria Linda.
–Me levantaba temprano a espiar sus pasos y verla en labores
que interrumpía al notarme escondida en algún lugar para
devorar su imagen con el secreto de quien se entromete en
la vida ajena. Me pillaba de reojo. Conocía la propiedad de
una mente curiosa como la mía. Buscaba con la mirada mi
hálito detrás del diván o de alguna silla. Yo me cambiaba de
asiento para despistarla y asegurarme que por un tiempo la
confundía con el juego de espionaje. Era tan ingenua porque
siempre me pillaba.
–¡Hiyica!1, ven que te vo a enseñar a hacer lo que comíamos
en Turquía –le decía–.
Se le escapó un ligero suspiro como quien trasladó la nostalgia
a otro sitio.
–Entonces me libraba de culpas y salía a su paso para encontrar
enseñanzas de ultramar, mientras los recuerdos iban cayendo
como gotas de agua. Uno a uno resonaban en su mente.
–La casa de los viejos siempre abierta a los huéspedes. Llegaban con frecuencia de visita para dicha de la abuela que
esbozaba anfitrionas sonrisas al contacto del comensal. Y si
no, aunque fuera frente a alguien que encontrara con un bocado en el paladar, solía recordar viejas máximas: “Si comes y
no das al de enfrente en el garón se te queda”. Solía explicar
con la dulzura de quien conoce las leyes de urbanidad: se te
atraganta y tosía para dramatizar el acto mientras se llevaba
la mano a la garganta. Otra costumbre era prender la radio
para dejar surgir notas que le afinaran el oído y le devolvieran
la alegría del cuerpo, que movía con gracia sobre el mismo
punto. Se tarareaba a sí misma su ayer.
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Hiyica, dicho ladino, para referirse a Hijita. Al igual se utilizarán otros términos en este
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–Lo mejor para aprender bien el idioma es escuchar canciones
en su lengua original –comentaba la abuela, mientras cantaba
al unísono con las ondas radiales que emitían generalmente
rancheras o boleros–, aunque también se aficionó a la música
clásica para calmar los nervios de su México del alma, aquel
que todavía llevaba prendido a los recuerdos mezclados con
ciertas recetas que hacían de sus platos, elogios a voluntad
como cuando cocinaba el “prichi y limón”, esa carne deliciosa
con el gusto exquisito a limón o la cola bien tostada hecha al
horno. Platos que dejaban los dedos en la boca para chuparse
las yemas.
–Hasta un huevo frito o el huevo “roscho” (huevo duro, cocido
por largo tiempo hasta convertirlo en cáscara roja), te sabía a
gloria, repetían sus nietos al probar los manjares hechos con
los mismos ingredientes utilizados por cualquier experto en
culinaria. Los huevos bien cocinados así como sus recetas del
Medio Oriente se impregnaban de su propia energía, aquella
que le daba ese único sabor. Motivo de comentario y de admiración de boca en boca.
–Si mezclas todo bueno, hiyica, te saldrá sabroso. No tiene
pierde. Era su lema para decir que no hacía falta cocinar
recetas escritas sino ideas de mezclar lo gustoso con la mejor
energía.
Para asombro de todos resultaba un plato exquisito por sencillo que pareciera. Hasta sus tortillas habían cobrado fama.
Se apreciaba como juego coreográfico danzar en el aire la
masa de ese maíz fresco que solía moler bajo notas en sol de
una tonada fuerte que le acercaba la revolución mexicana a
la oreja, como si “Adelita se fuera con otro…”.
Vívidas presencias reconocían las células de Victoria Linda,
quien desde niña había experimentado una extraña conexión
con la abuela materna, quizá por el enchufe genético al sacar a
relucir el lado positivo de la existencia, aún en el revés y por un
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cobro de las constelaciones familiares que se ventilan hoy como
formas de ver la sicología entretejida con los antepasados.
–El vaso se ve según cada quien: mitad lleno o mitad vacío.
Uno escoge –solía mencionar cuando alguien se acercaba con
el sabor de la desgracia–. Y para ilustrar el ejemplo ponía el
vaso con agua a mitad lleno y lo subía hacía la luz para dejar
en claro el concepto.
–Mira siempre hacia abajo y jamás hacia arriba para encontrar
consuelo –decía–.
–Tampoco lograba capturar esta imagen. Sólo cuando crecí
abarqué el sentido impreso en palabras que aún no estaban
a mi alcance.
Se extasiaba ante todo. A ese todo le hallaba el buen atisbo.
Era un ser genial que no tuvo acceso a la educación formal
ni a títulos, pero que llevaba más cartones en el alma que
cualquier barrio de miseria.
Victoria Linda suspiró como quien reclama el ayer, sabiendo
que hoy en día se ha perdido esa hermosa costumbre de
hornear los pastelitos de la abuela. A veces ni siquiera las
madres o abuelas saben freír un huevo. De seguro compran
las galletas en el supermercado con el sabor de industria que
pierde la energía atávica del tacto (aunque se encuentre en
determinados alimentos el sello “con sabor casero” o “sabor
de abuela” que dibujan el perfume de antaño en el presente).
Pues a veces deja mucho qué desear ya que sin duda alguna
lo genuino tiene lo suyo y lo prefabricado aún tras la búsqueda
del tiempo ido pierde su gracia.
La nieta, sensible a los aromas, por ser profesional en el ramo,
reconoció de inmediato, en su mojada desnudez, el olor de las
tortas de la nona, colmadas de dátiles, de damascos secos y
nueces a la usanza del Mediterráneo y aquellos “lokums” que
parecían cuadros de gelatina más tiesa, empolvados de azúcar
de pastelería. Al devorar esas delicias, los niños quedaban con
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sus naricillas empolvadas tomando la apariencia de payasos.
Fiesta sabían hacer con los polvos blancos. Se prestaba a la risa
de los infantes cuando blancos en sus fachas hacían muecas
de farsa y picadas de ojos al reconocer la pilatuna.
–¡Dejen de untarse! Los adultos les recriminaban sin obtener
obediencia sino mofa, y en los rostros de expresión un “por favor permitan que los chicos se diviertan a su antojo que ningún
mal hacen con sus caras pintadas y sus sonrisas de payaso”
–reviraban mientras hacían batallas de harina–.
Así se arremolinaban los recuerdos mientras que por el sifón
se iban unos cuantos y otros se esculpían o se borraban bajo
el vapor.
Inhaló fuertemente para convencerse de que la vivencia fuese
cierta. Pensó nuevamente que se le escapaba el juicio, pero se
detuvo al reconocer la aromaticidad de los frutos del oriente
emparamados de remembranzas en forma de sopa de letras del
inconsciente. Humeaban bajo el agua y el calor de la memoria.
Desde pequeña Victoria Linda se conectaba inusitadamente
para su edad con los bálsamos, deteniéndose en los olores de
las lociones y champús con los cuales acicalaba su apariencia,
como también la de sus hermanas. Era la primera en decir a
qué esencia se asociaba el perfume.
–Es de rosa –decía cuando le parecía. O bien de manzanilla,
si era el caso–.
Fácilmente lograba identificar la madera, el metal, las flores,
los árboles y tantos olores que se le tornaban familiares, aun los
más desagradables, donde el pellizco de la nariz daba crédito
al resultado. Por ello se ganó el remoquete de “metiche”. Introducía la nariz en cualquier rincón como quien busca el tesoro
oculto y sabe que con ese arte, se llega a alguna parte.
–Serás catadora de efluvios –le repetía el padre quien gustaba
de analizar perfumes, como si fuese una tendencia de familia
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o una capacidad extraña que se educaba desde la cuna–.
Los parientes cercanos confabulaban sobre el hecho de que
la niña mayor, con todo lo bueno y lo malo que implica esa
posición en el rango del núcleo familiar bajo el peso de la
responsabilidad y del ejemplo, perfilaba su nariz hacía el
camino de los sahumerios y los matices bajo el efecto de sus
propios sortilegios.
También obedecía a la vieja costumbre del abuelo Joshua que
contrarrestaba su carencia auditiva agudizando el olfato y la
visión. Le despertaba a sus días aromas y otros atisbos más
cercanos al corazón.
–Mi muñeca, huele a coco –le decía a la nieta cuando a la
distancia había una palmera cargada de duros balones color
café–.
Sabía de esencias, aún de las más sofisticadas para el trópico,
porque su olfato de Oriente no perdía la memoria de las esencias de su tierra, notables por su variedad. Traía ese talento con
miras a aplicarlo a las nuevas patrias. En cualquier recoveco se
ufanaba de encontrar por medio del efluvio el nombre exacto
del producto.
Con esto, la Abuela enseñó a Victoria Linda a descubrir desde
pequeña los secretos de las fragancias asociadas a los nombres.
También le resaltaba el poder del olfato a nivel de un juego
que luego se tornaría en modus vivendi.
–Nadie te meterá gato por liebre si tienes discernimiento en la
vida –decía con sonrisa y en tono de maestro–.
Atenta, Victoria Linda iba registrando nombres. Le divertía
aprendérselos pues así descrestaba a más de un compañero
de clase o a los amigos de sus padres.
–Ese olor pertenece al eucalipto, y aquel a la fresa –con esmero
ante la rama o la fruta en cuestión, le indicaba el abuelo que
había perdido la audición.
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En ciencias la niña obtenía puesto de honor sobretodo en química al crecer su conocimiento. Pudo descomponer fórmulas
para asirse a sus misterios, secreto compartido con su abuelo.
Joshua sembró su mirada sobre ese tipo de desarrollo, convertido en malabar. Los mejores aciertos se transformaban en el
reto de reconocer los más extraños y exquisitos perfumes. Dato
curioso, lo hacían de manera lúdica, jamás impuesta, porque
bien sabía el abuelo que las cosas entran con suavidad y risa,
aunque digan que letra con sangre penetra. A su manera prefería la textura de la sonrisa, engolosinada en el aprendizaje.
Y la nieta le daba la talla con su aguda inteligencia y sus dotes
de catadora de sutilezas.
–Irás muy lejos con tu nariz –le filtraba el abuelo al oído,
orgulloso de sus acertadas respuestas–.
–Huele a albahaca, granada y a laurel. Así identificó un día el
olor de una pasta que le acercó la abuela.
–Bravo –repuso con entusiasmo Victoria Clara, al ver los adelantos
de su nieta en retener y asociar sofisticados nombres. Comentario
respaldado por sus maestros cuando constataban la velocidad
con la cual la infanta identificaba el olor de cada cosa–.
–Bien, Victorita, serás excelente nariz –le decían sus profesores
ante la velocidad y certeza del acierto–.
Profecía que con el tiempo se cumpliría. Victoria Linda se hizo
profesional en ingeniería industrial. Por aquellas circunstancias
de la vida, le destacaron su fino olfato y a los pocos años de
ejercer su profesión como mera ingeniera con manejo en la
producción en cadena, fue nombrada “nariz oficial”, además
de ser creadora de nuevas fragancias en una industria multinacional de cosméticos. Incluía en sus ventas la diversidad de
esencias florales que incluía en polvos, en labiales y lociones
para iluminar el cuerpo y el deseo en el otro.
Realizó una pasantía en París para afilarse más en tendencias y
modas. La campiña francesa le brindó perfumes a lavanda, pino
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y manzanilla. Con su temperamento curioso, frente a cajas de
aromas sintéticos y naturales buscaba el contacto con la base,
los olores en su forma más primitiva, cercana a la naturaleza,
una de sus mejores amigas con quien no discutía sino simplemente se daba el tiempo de la entrega en los paseos bajo lluvias
o con sol. Los aromas del verde florecido de la estación o el
marrón del cambio de un otoño al invierno más devastador la
penetraban. Desenfrenada en sus búsquedas, anhelaba conocer de cerca el bouquet de cada cosa. Se amañaba en dedicar
tiempo a las citas con el aloe vera, los tés de todo tipo, el olor
a girasol o a nardos, la hierba buena, la malva, las mentas, el
azahar, el estoraque. De tantas esencias conocía su perfume,
aromas que desde pequeña le resultaban familiares por su vasta
cultura del naso. De forma graciosa el abuelo se aparecía en
cada aroma como una imagen fantasmal que la hacía sonreír
cuando metía su travieso “hocico” en alguna prueba. El benjuí
y el vetiver le resultaban de todo su gusto. Se limpiaba con la
manga de lana para opacar cada cambio, pero en Colombia
aprendió que la mejor manera de neutralizar un aroma del
otro, es con el truco del café, al saber que granos despiden
fuerte olor que disipan el anterior. Le encantaban los matices
de las frutas tropicales y el olor a caucho, recuerdo de la selva
donde había paseado con su marido Samuel Nur -A-Din, un
turco de la familia de Amir, el buen amigo de su tío Manuel,
el mismo que lo acogió en Nueva York con pulgas y harapos.
Samy, como se le apodaba con cariño, hombre de negocios le
complacía caprichos a la mujer, amante de los perfumes que
en los bosques hallaba encantos y delirios.
A la hora de las caricias, la pareja borraba las fronteras de sus
pueblos con su amor. Se enamoraron comiendo borecas (dulces
de pistachos y baclabá) en una pastelería árabe en Bogotá,
llamada “Dulces Mubarak”, cuyo nombre traducía “Dulces
benditos”. Ambos cursaban la universidad; él, en Administración de Empresas y ella, en Ingeniería industrial, aunque él le
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llevaba dos años y unos cuantos centímetros, pues ella medía
1.75, siendo de gran altura como sus ancestros.
No era hermosa como sus hermanas. De aspecto ligeramente
caballuno, tenía su carisma allende a su figura. Obedecía a
la bendición de su abuela, quien siempre ponía a sus nietos
la mano sobre la cabeza para desearles un señalamiento:
“engraciados en los oyos del Dio y de todo el mundo”. Lo
que implicaba un atributo de caerle bien a la gente porque de
inmediato añadía: “más vale caer en gracia que ser gracioso”.
El hombre moreno, de cejas juntas, y de excelente parecer, tal
vez le recordaba al abuelo Joshua por su tamaño, ese personaje que mantenía en el código más recóndito como a un
ser mágico, al igual que a la abuela Victoria Clara, de quien
había heredado el don por la culinaria y sus especies. La nieta
disfrutaba sus habilidades de chef, heredados de esa abuela
que de libros sabía poco pero de sabiduría lo intuía todo.
Victoria Linda y Samy se casaron contra la voluntad de los
padres.
–Árabes y judíos jamás tendrán entendimiento –les reprochaban–.
–Son hijos del mismo padre, Abraham –reviraban al unísono–.
Tercos en probar que no sería así, en su día a día recalcaban lo
contrario a pesar de sospechosas miradas que decían, ¿hasta
cuándo? Solían partir hacia el campo sin temor a la boñiga ni
a la incomodad, porque perseguían el olor a naturaleza y al
descanso que terminaba en estrechos abrazos, más impuestos por la necesidad de paz y la sinceridad del beso florecido
en pasión. Se amaban sin descanso bajo los árboles, sobre
tapetes de musgo y al calor de un sol tropical. Iban tejiendo
lazos cada vez más profundos como raíces de troncos ancestrales. Y tuvieron hijos que criaron bajo la fe de Victoria
Linda porque el trato había sido darle libertad a la madre en
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imponer su tradición. La misma que abrazaría Samy el día que
su hijo mayor hizo barmitzwa, tal vez por solidaridad familiar
pero sobre todo porque ya tenía amplio conocimiento de las
leyes de Moisés, que en casa estaban a la orden del día y que
imponían la voz de mando de los antepasados, gracias a las
enseñanzas de una abuela y una madre que velaban por la
continuidad de su pueblo.
–Me gusta tu religión–Samy le dijo un día a su mujer mientras
le desabotonaba el sostén.
Entre lujuria y afecto le susurró: –un día seré judío.
–¿Y no te importará la circuncisión?
Tocándose la parte baja, expresó: ¡uy! ¡uy! ¡uyyuyyyyy!
Ambos rieron.
–Me preocupan más todos los exámenes y observancias que
debo realizar para lograrlo.
Agotados y en sudor se fundieron en un abrazo que sellaba
la conversión.
Armonizaban en sus vidas con un diálogo abierto que les permitía llegar a la esencia. Y dicen los sabios judíos que cuando
alguien se convierte al judaísmo es por ser un alma perdida
que regresa a su cauce, ya que dicha religión no emprende
labor de convertir a nadie. Más bien se llenan de exigencias
para comprobar que la necesidad de ser judío sea grande y
sincera.
Nuevamente Victoria Linda respiró hondo en su desnudez para
cerciorarse de que no fuera un invento ni que el olfato estuviese
haciendo malabares con sus sentidos.
De inmediato entretejida en las gotas, oyó una voz que se
desprendía del vapor. Gustaba del agua bien caliente sobre
la espalda, así supiera que no fuese lo mejor para la piel que
se sabe arrugar con el calor; mas luego se empeñaba en
borrar el efecto, con un duchazo de agua helada para cerrar
21
Rehén de la Memoria
poros y sentirse a gusto con la mañana. Turbada y a punto de
caer, se contuvo contra la puerta de acrílico donde salpicaba
el chorro.
–No, mi amor, no te asustes. Si bien no estoy en absoluta presencia, heme aquí con mi voz. Y por ello no debes dar un paso
en falso. Jamás nos conviene caer aunque del error siempre
se aprenda. Los sabios saben que el inteligente aprende de los
errores propios y el sabio aprende del error ajeno.
–Mamá Victoria Clara, ¿eres tú?
–Por supuesto, ¿quién más podría ser? con la necesidad que
mantengo de comunicarme contigo. Ahora que ya eres abuela,
podemos hablar de tú a tú –contestó la expresión de ultratumba
pero bien reconocida al oído por ser la de la abuela materna,
con su marcado acento ladino.
Idioma dominado por los ancestros al llegar a América, con palabras del castellano de otrora con añadido de turcas y hebreas.
Lo mezclaron con el lenguaje del continente suramericano. Se
hizo a su propio sello, perceptible al oído agudizado.
La mujer bajo la ducha de sorpresa se llenó. ¿De dónde podían provenir una voz y un olor tan cercanos a la emoción? Le
recordaban a la abuela en otra estación.
Victoria Linda, ya abuela de varios nietos de corta edad, había
heredado el nombre gracias al hábito de ponerle el mismo de
la progenitora de la madre a la nieta de generación en generación, y no como en otras culturas que se hace de madre
a madre o de padre a padre. El judaísmo no considera tal
opción.
Respondía a la voz que filtraba el verbo por medio del agua
y la intimidad. La abuela, nieta de Victoria Clara, estrenó su
título bajo la dicha que produce el abuelazgo al cambiar
amor con compromiso por uno incondicional y sin la misma
carga. Se extrañó y miró a su alrededor para percibir si eran
nebulosas suyas o si respondía a una realidad cuyos confines
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Bella Clara Ventura
se difuminaban en la fantasía. Empezó a disfrutar aún más
el aseo matinal ya que nunca antes había oído a su mamá
Victoria Clara, como solía llamarla, con la entonación que
creía recordar y menos bajo la ducha en un momento donde
ya el apuro se controló debido al sortilegio, que se prolonga
por un tiempo indefinido, cuando la memoria cabalga sobre
los recuerdos para darle rienda suelta a las reminiscencias y
a los interrogantes.
Mamá Victoria Clara, como solían apodarla los demás nietos
también, se mostraba como una mujer de sabiduría sagaz, sellada a sus orgasmos con la vida. Pasión que sentía al despertar
cantándole a la mañana, quizás para mermar sus dolores del
destierro cuando todavía era adolescente. Pretendía olvidarlo
bajo el clamor de una nota aguda. Nunca mencionó de manera
explícita la ausencia de patria de esa niña que caminaba por
las calles de Izmir, como ella le decía a pesar de ser Esmirna
en castellano: ciudad que acogió a los judíos cuando los reyes católicos en el siglo XV hicieron una descarnada expulsión
de aquellos hebreos que no consintieron a la conversión. Los
demás judíos doblegaron la cabeza para renegar de sus raíces
al bautizarse como “marranos”. Así los llamarían de manera
histórica para recordar que no comían animal de porquerizas,
siendo alimento vedado desde la época bíblica. Así como los
mariscos y otros animales sin pezuña partida, sin ser rumiantes, obedeciendo a las leyes de kasherut, adecuación de los
alimentos para obtener mayor espiritualidad y responder a
las leyes del Altísimo. A la postre los científicos verificaron el
contenido higiénico y saludable de estas reglas por responder
al acto de cómo matar al animal sin que sufra tanto al impactar sus células con el malestar que luego deja un sello en el
interior del individuo que se nutre. Reconocido es el efecto de
los nutrientes en el cuerpo y sus reacciones, así mismo como
el de mezclar carne y leche al mismo tiempo, otra prohibición
sagrada por cumplir. Pues al no hacerlo, permite una conexión
23
Rehén de la Memoria
con lo elevado que evita que por ningún motivo la leche de
la madre quede en baño con la carne de su hijo, ternero o
polluelo. Preceptos que perpetúan al pueblo de Moisés desde
su tradición más exacta al comprender que las restricciones o
límites impuestos en lo material hacen mella en lo sutil, lo que
trasciende.
La mujer de ojos de venado, nacida en Turquía, portadora de
una dulzura cauta bajo el sesgo del delfín por su viva inteligencia, de tez color tierra profunda, hablaba turco, griego y ladino,
antiguo lenguaje de Cervantes con anudados de otras lenguas
como el portugués, el catalán, el gallego, etc., para darle la
resonancia al idioma castellano hablado por la judería en los
países donde se abrigaron los descendientes de Abraham luego
de la expulsión de la península Ibérica hacia lo que quedaba
del Imperio bizantino: majestuosidad llena de asombros donde
crecen cúpulas, minaretes, columnas y tanta Historia por donde
se clave el ojo, avizor de maravillas de un pasado que no muere,
presente en cada ciudad turca donde el paso bizantino se hizo
cierto y la luna vertical muestra su erecta faz.
Era silenciosa la abuela, de bello porte y finura de corazón, con
la mirada de océano tan profunda como su alma. Cada vez
que abría la boca, sus sentencias se conectaban con la ternura
y la sabiduría, binomio que se pierde día a día al contar con
carreras para hacerle frente a las vicisitudes de lo cotidiano. No
dudaba en echar bendiciones y decir: “de mi boca al cielo”,
para acentuar que lo deseado no se extravíe en tardanzas en
la ruta ni en la meta.
De sus enseñanzas mamó Victoria Linda al entender la profundidad de estas palabras. Luego por cuenta propia añadía
cuando pronunciaba algo bueno por realizarse: “de mi boca
al cielo sin desvío”.
Causaba gracia su toque personal. Todos reconocían en el
dicho la indeleble huella de la abuela Victoria Clara, mien24
Bella Clara Ventura
tras el abuelo Joshua, el marido versado en varios idiomas,
también dejaba su estela personal. Se expresaba en francés,
turco, griego, ladino e inglés, lenguas que no olvidó a pesar
de la falta de audición, huésped de su vida por más de medio
siglo, tras una caída en el Universo de Poseidón. La abuela
Victoria Clara o Vicky, como también se le decía para abreviar
sus nombres, convivió durante más de setenta veranos con
aquel sordo que su corazón eligió para llevarla al altar, único
hombre de sus carnes aún frente a las desaprobaciones a las
que fueron sometidos antes de acordar la autorización.
Como es sabido, no valieron las advertencias ni las preocupaciones por la proximidad de la sangre. Victoria Clara triunfó
luego de amargos ayunos y llantos colgados al alba. Los padres
seguían temiendo por la suerte de su hija, considerada como
joya para el mejor pretendiente.
–Eres hermosa, inteligente, de buena familia “judea”. Puedes
aspirar a un mejor partido. Mejor dicho, al que quieras puedes
conseguir con bienes y atributos –le reprochaban.
Enfática respondía reprimiendo su ira.
–No me interesan alhajas ni mansiones. Sólo deseo vivir con
quien amo. –Entre dientes se decía: si tengo al que quiero por
qué se preocupan tanto–.
Y recordaba como quien desafía el presente.
–No tuve más hombres –decía con su gracia en un español
que sonaba al tiempo ido de la lengua y como un dato ejemplar–.
En sus conversaciones destacaba el hecho de que su marido
jamás la había visto desnuda en la oscuridad y menos a la luz
del día. Cuando mencionaba esto, Victoria Linda no tenía edad
para interpretar el significado de su acción, pero con el tiempo
se llenó de inquietudes: ¿Cómo haría para hacer el amor?
–Curiosa como era, contaba en un momento de confesión–.
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Rehén de la Memoria
–Ya de adulta un día le pregunté henchida de interrogantes.
Embebida en una nueva era donde el sexo se clamaba a los
cuatro vientos y empezaba el desnudo a ser tan apetecido como
las propuestas de unión libre y de hacer el amor en vez de la
guerra en una época de psicodelias y hipismo. Como respuesta
de rupturas a la estrechez de conceptos anteriores, sin los tapujos
de la era de la abuela que rescataba como enseñanzas sacadas
del manual de los buenos hábitos y los principios judaicos, oda a
la mejor forma de vida y de salvación para un mundo por venir,
que siempre había tenido relaciones íntimas a oscuras para que
jamás descubriera sus formas nudas ni sus vergüenzas.
Al rememorar este asunto se le esbozó una sonrisa enjabonada, pero luego recordó que estaba frente a un fenómeno
espectral.
Sorprendida, Victoria Linda trató de asir con sus manos de
espuma alguna presencia, pero sólo halló frente a ella la voz
y el olor. La etérea imagen representaba lo más absurdo que
le hubiese sucedido en sano juicio.
–¡Mamá Victoria! –nombre que le dio desde sus primeros balbuceos–, ¿de verdad eres tú?
–¡Claro, mi vida!, y no temas que los muertos volvemos a
voluntad para asistir a nuestros seres amados.
–¿Cómo así?
–Al invocarnos, cuando nos hemos portado bien y la persona
en urgencia necesita el favor, de alguna manera nos manifestamos. Hasta nos valemos de otros cuerpos que se convierten
en ángeles para el semejante bajo figura humana. Traen de
manera callada la colaboración.
–¿Por eso hablamos de ángeles cuando alguien se presenta de
manera inesperada a socorrer y uno piensa en un milagro?
–¡Así es! Victorita –apelativo que le daba desde pequeña, la
mayor de todos sus nietos y por lo tanto la del lugar de privilegio
en su corazón de abuela–.
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Bella Clara Ventura
Entrelazó una relación de carácter especial. La nieta la emulaba
en el silencio de su crecimiento interior.
–¿O sea que el sólo hecho de pensar en ti, precipitó tu voz?
Un pequeño silencio abrigó el espacio.
–Hum...hum. ¿Acaso no te sé en apuros? Hiyos criar es hierro
mascar.
–Se refería a presagios bíblicos donde se plantea que el respeto
entre hijos y padres se iba a perder, con carencia de principios
y valores.
–Efectivamente son tiempos difíciles donde cada quien reinventa
el mundo a su manera, sin entender que el mundo se inventó
hace muchos pero muchos siglos con reglas que nos permiten
obrar como humanos.
Un largo suspiro salió de la boca de la nieta que meditaba sus
dolores cuando recordaba sus males.
–Pero ya pasarán, como bien lo indicaste siempre. No hay mal
que por bien no venga.
–Quiero decirte que a pesar de la separación de tu hiyo –como
solía decir–, las cosas tomaran su curso y la bebita que nació
viene con gran misión a mostrarle el amor a todos –Victoria
Linda tragó saliva–.
–Gracias por tranquilizarme y quiero saber si puedo invocarte
a voluntad para que guíes mis preocupaciones.
–Podrás hacerlo siempre y cuando no deba reencarnar en otro
cuerpo, donde deba funcionar de otra forma. Pero mientras no
suceda, hazlo que de alguna manera sentirás la respuesta.
–¿Y por qué dicen que molestar a los muertos es malo o de
mal agüero?
Una risa sostenida se escuchó mientras daba rienda suelta a
la contestación.
–Son viejas creencias que también se revalúan. A medida que
el hombre evolucione tendrá más contacto con lo etéreo. Irá
27
Rehén de la Memoria
entendiendo que es la misma cosa, aquí o allá, porque son
las dos fases de la energía. Detrás del velo sigue existiendo la
fuerza o el numen transmutado que sigue siendo en esencia
la misma energía bajo otras manifestaciones.
A estas alturas del diálogo Victoria Linda dejaba deslizar el
agua sobre su cuerpo.
–¿Y por qué la gente se asusta tanto con los muertos?
–Por ignorancia. Existen culturas más divertidas donde se habla
del muertito con mucha tranquilidad. Lo hacen tan parte de la
vida diaria que el ausente sin llegar a ser fantasma, se adueña
de los espacios que le sirvieron de hogar.
–¿O sea que tú siempre estuviste a mi lado?
–¡Por supuesto! Y lo estaré mientras pueda y me necesites.
–Por ahora déjame asimilar esto, pues me llegaste y aún debo
decantar mis dolencias.
–Entonces ya sabes que mantendremos este secreto en la estricta intimidad. Si no, más de uno te tildará de loca cuando
comentes que sostienes conversación con una difunta.
Ambas se dieron a la risa. Casi de manera automática la joven
abuela trató de abrazarla y se rió aún más, cuando se encontró
con la nada entre los brazos.
–Bueno, mamá Vicky. Prometo ser prudente, pero jamás dejes
de asistir a mis llamados, que lejos de inquietarme (dijo con
algo de mentira), me hizo sentir bien en este primer encuentro,
que reconozco me sigue llenando de sorpresa.
–De ahora en adelante sabes que sólo podrás encontrarme en la
ducha, pues se me facilita llegar por medio de los influjos líquidos. Resultó una buena manera de hacer contacto. El H20 maneja elementos sutiles y yo ya correspondo a esa dimensión.
Mientras la abuela mencionaba la idea, Victoria Linda se tocaba
el cuerpo como para estar segura que ella era aún materia
de este mundo.
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Bella Clara Ventura
–Aprendiste de química, ya lo veo, añadió para aflojar la
tensión.
–En esta dimensión todo se sabe. El misterio de la energía viva
se desdibuja y aparece sólo la sabiduría.
–¡Uy! regresaste entonces a tu fuente, porque siempre te fundiste en ella.
La mujer aterrizando en sus deberes profesionales se sacudía
el agua.
–Frente a ti –se dijo de nuevo para sí–nuestros ojos se abrían
como pepas de aguacate cuando nos decías por ejemplo
“quien mucho se quiere en poco lugar cabe”. No desconozco
que al principio y hasta tener algo de conciencia esas frases
me sonaban ridículas. Luego entendí que respondía al derecho
de matizar nuestras peleas de niños.
–Y así lo lograba. La mayoría de la gente piensa que a los
niños hay que hablarles como niños, con habladito de tontos,
y no… ellos todo lo entienden porque aún siguen pegados a
las alturas que acaban de dejar, la gran sabiduría universal.
Ésta donde me encuentro yo. En la dimensión desconocida,
como se le llama, que no es otra zona que la del conocimiento,
aunque otros crean que es la nada o el vacío donde se pierden
formas y contenidos en el hueco negro.
La reacción de rascarse la cabeza como quien se ve enfrentada
a algo serio, le dio pie al respiro.
–Me la pones muy interesante pero…
Pasó la mano por los muslos para quitar las últimas espumas.
Y luego de su largo duchazo, se acordó que tenía una cita.
–¡Voy de prisa!, mamá Victoria Clara. Se me hizo tarde para
una reunión donde me esperan responsabilidades y tomas de
decisiones.
–Para ello recibiste buen estudio, cosa que a mí me faltó,
pues no eran épocas de sacar a las mujeres a afrentarse con
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Rehén de la Memoria
el mundo como ahora. Nosotras, del hogar paterno para la
casa conyugal al ciento uno por ciento, aún si manteníamos
ambiciones calladas en el alma.
–¿Y qué te hubiera gustado ser?
–Sin lugar a duda, doctora. Sanar heridas y dolores en cuerpos
de miseria, como los que llevan los enfermos cuando no se les
da cura o asistencia.
–De eso volveremos a conversar pues ahora las mujeres tienen
todo el peso de la casa más el del trabajo; y todavía los hombres de mi generación no estaban preparados para ayudar a la
mujer. Así que sólo los nuevos nacidos comprenden que es una
responsabilidad compartida para hacer buen uso del tiempo y
de las obligaciones en el hogar. El hombre empezó a aplanchar
sin que se le tilde de maricón, como en tus épocas, en que se
veía mal a un varón en dichos menesteres: lavando loza, con
la escoba o brillando enseres, además de tender camas.
Un suspiro cobijó el ambiente chispeado por gotas.
–Tenemos mucho de qué charlar. ¡Apúrate! No quiero hacerte
llegar tarde –terminó diciendo–.
Desde su dimensión oculta, la abuela se despidió con un beso
sonoro cuyo sonido quedó con eco entre las cuatro paredes
de la cerámica italiana con bellos dibujos geométricos en un
blanco cristalino.
La ejecutiva dejó que el agua despojara los restos del jabón de
jazmín permitiendo que el olor a tierras apartadas se confundiera con el de la flor, fragancia que le encantaba, lo mismo que
el de lavanda francesa por recordarle su estadía en el país de
tantos Luises. Victoria Linda se ensimismó mientras aceleraba
el paso para vestir su desnudez tan henchida de remembranzas
al despojo del tiempo y el espacio.
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